El inspector Leonardo Sinisterra descendió de la patrulla con movimientos lentos, cautelosos, y su mirada felina recorrió con agilidad la calle y las casas vecinas. Prendió un Pielroja y, atravesando el grupo de curiosos, se internó en el callejón. La tarde soleada y transparente contrastaba con la escena de la mujer en ropa interior asesinada al fondo, frente a un sauce marchito, Sinisterra llegó hasta el cadáver y notó las formas perfectas y torneadas de la víctima. Le calculó veintiséis o veintisiete años. Cuando los muchachos de la patrulla le dieron la vuelta, Sinisterra quedó ensimismado viendo los ojos almendrados, los labios protuberantes, el cabello ensortijado y revuelto en una maraña salvaje. La cuchillada le había abierto la garganta prácticamente de lado a lado. El inspector tuvo la sensación de estar contemplando una muñeca rota, una bailarina quebrada en una vitrina de juguetes.
—Mierda —dijo en voz baja—, otra puta asesinada.
Con el pie izquierdo aplastó la colilla contra el piso y revisó alrededor del cadáver en busca de alguna pista. Nada. El quinto crimen en un mes y el asesino no dejaba rastro. Preguntó con voz seca, distante:
—¿Cómo se llamaba, cabo?
—María Ortega.
Caía la tarde. Sinisterra ordenó a los muchachos regresar a la comisaría después del levantamiento de cadáver. Se despidió y decidió volver a su departamento solo, a pie. Caminó por la Carrera Séptima hasta la Avenida Jiménez, atravesando la Bogotá tradicional ahora inundada de comercios y almacenes, y luego bajó al sector de San Victorino. El olor del mercado, las telas, los corredores internos llenos de baratijas y comerciantes al acecho, todo ese maremágnum de cuerpos y objetos lo reconfortó. Siempre había sido así. Bastaba que entrara allí y se perdiera en el laberinto de pasillos y largas galerías para que cualquier sentimiento depresivo desapareciera. No sabía por qué, pero el viejo mercado informal y popular de San Victorino producía en su interior un efecto reconfortante. Tal vez fuera la sensación de perderse en la multitud, el placer del anonimato en el centro de la muchedumbre. Tal vez.
Antes de llegar a su departamento se dirigió a la guarida de Zelia, una vieja ex prostituta negra, un tanto aindiada, que se había retirado del oficio para crear una secta cristiana donde iban a parar los delincuentes del sector a pedir alimento espiritual. En efecto, la Iglesia de los Pobres era una cueva de ladronzuelos, drogadictos y prostitutas necesitados de una mano amiga, de un consejo en un momento de dificultad. Zelia, en su papel de elegida por las fuerzas del más allá, intentaba, con sus ademanes y gestos de vieja ramera curtida en las artes de la seducción, reorientar al rebaño del hampa del centro de la ciudad.
Sinisterra entró a la destartalada edificación, cruzó el viejo salón que hacía de capilla y golpeó en la puerta donde sabía que atendía la sacerdotisa.
—Siga.
Al verlo, Zelia sonrió y se levantó de un sillón descolorido a saludarlo con su coquetería habitual.
—Dime, amor, para qué soy buena. ¿Vienes por fin a arrepentirte de tus pecados? Siéntate.
La besó en la mejilla y se sentó.
—Acabo de ver la quinta víctima.
Ella se santiguó y dejó de sonreír.
—¿Puta también?
Asintió.
—¿Tienes su nombre?
—María Ortega.
—Sí, la conozco. Una mulata voluminosa, bella.
—Sí, muy bella.
Zelia abrió una pequeña gaveta y sacó una botella.
—Necesitas un trago, amor. Yo sólo bebo aguardiente. Nunca me refiné, acuérdate.
Sinisterra bebió. El licor le quemó la garganta y el estómago. Un ardor agradable, plácido. La miró cara a cara antes de preguntar.
—¿Qué sabes de ella?
—Casi nada. Yo prefiero saber poco, así no me enredo. Uno aquí se puede enterar de muchas cosas, pero es mejor quedarse así, ignorante. Ayudar sin ahondar en los pecados, ése es mi lema, amor.
—Tenemos a la ciudadanía enardecida, Zelia. Los periódicos no nos quitan los ojos de encima, los noticieros de televisión no cesan de hablar de la ineficacia de la policía. Pronto rodará mi cabeza y la de mi jefe. Éste es un caso especial. Se ha armado mucho alboroto.
—Sí, ya me lo explicaste.
—Tengo que dar con el asesino. No es un caso cualquiera. La institución está exigiendo resultados.
—María Ortega compartía un apartamento con una muchacha que le dicen La Bambina. Trabaja en Casa Show haciendo turnos de striptease en la noche. Es lo único que te puedo decir.
—¿Lo único que sabes? O lo único que puedes decir. No es lo mismo.
—No me jodas, Leo.
Sinisterra se levantó, la abrazó y le estampó un beso en la mejilla en señal de despedida. Ella movió la cara imperceptiblemente para que el beso quedara más cerca de la boca.
—La próxima vez deja tanta preguntadera y ven a orar, a arrepentirte de tus pecados. Varios tendrás.
—Lo haré. Te lo prometo.
Regresó a su departamento con paso lento, sintiendo las piernas torpes y pesadas. Entró al viejo edificio, subió los tres pisos, abrió la puerta y se tumbó tal y como estaba, vestido y con los zapatos puestos, en un sofá viejo que alimentaba la impresión de negligencia y dejadez del lugar: un salón atiborrado de mugre, vasos plásticos y colillas aplastadas contra el piso de madera.
Ya entrada la noche Leonardo Sinisterra ingresó a Casa Show Internacional, una casa non sancta que colindaba con la Plaza de las Nieves, en el centro de Bogotá, entre tiendas de ropa y de calzado, pescaderías, restaurantes y vendedores ambulantes. Ordenó media botella de brandy y se sentó cerca de la pista a contemplar el striptease. Antes de desnudarse las chicas salían al escenario e imitaban a alguna cantante de música romántica. Bailaban, se contoneaban, sonreían, provocaban a su público masculino. Cuando el presentador anunció a La Bambina el inspector se irguió en el asiento y estuvo atento. La chica, casi una niña, salió a la pista con un vestido y una cinta de colores en el cabello, como si acabara de concluir su primera comunión. La imitación de su cantante era suave, cadenciosa.
Entre la lluvia y el viento
tuve el primer pensamiento,
entre la lluvia y el viento
llegó el primer desaliento…
En esa ingenuidad fingida Sinisterra descubrió una muchacha inteligente, que conocía a fondo el tipo de hombre que asistía al lugar. Y claro, vivía de ese conocimiento, lo usufructuaba. En el momento de desnudarse se portó como una gatita dulce pudorosa, como una pequeña de un cuento infantil que se ha extrañado en un bosque donde la acecha una jauría de lobos. Terminó, los espectadores se pusieron de pie y aplaudieron y gritaron hasta que el presentador anunció a la siguiente chica. El inspector se levantó y fue a los camerinos. La Bambina estará aún en el pasillo. Sinisterra se identificó.
—Discúlpeme, debo hacerle un par de preguntas.
—Sí, dígame.
—¿Vivía usted con María Ortega, verdad?
—Sí, compartíamos el apartamento.
Unas mujeres con trajes de colores y otras con ropa interior insinuante invadieron el pasillo. Gritaban, se empujaban unas a otras, hacían bromas. Sinisterra pidió, casi suplicó:
—¿Podemos hablar en privado?
—No creo… Voy a intentarlo. Espéreme en una de las mesas.
Notó que lo estaba tratando no como a un inspector, sino como a un cliente. No le molestó y regresó a su media botella de brandy.
La chica llegó cinco minutos después. Sinisterra decidió enfrentar la situación con rapidez y salir de allí cuanto antes. Comenzaba a sentirse incómodo, deprimido. Esos lugares no lo alegraban, no lo excitaban. Lo contrario. Sentía el peso de una depresión superior a sí mismo, una carga inexplicable que lo lanzaba hacia abajo, hacia su propia sordidez interior. Era mejor hacer las preguntas de rigor y largarse de allí.
—¿Tiene idea de la razón por la cual mataron a su amiga?
—No.
—¿Tenía enemigos, gente que la odiara o se beneficiara con su muerte?
—No que yo sepa.
—¿Trabajaba para un hombre en particular?
—No, nosotras somos independientes.
—¿Recibió amenazas, peleó o discutió con las compañeras de trabajo?
—No, María era pacífica, tranquila. No le gustaba la violencia. Las que trabajan en la calle siempre llevan un arma para defenderse, una navaja, un gas protector, lo que sea. María no llevaba nada.
—Escuche, yo vi el cadáver. Le abrieron la garganta de lado a lado. Debió ahogarse con su propia sangre. Seguramente sintió que se le iba la vida entre una nube roja que la inundaba por todas partes. Como los corderos cuando son degollados.
Las palabras de Sinisterra produjeron efecto. La Bambina bajó el rostro y se quedó mirando el piso ensimismada, destruida por la imagen de su amiga como un animal sacrificado. El inspector remató:
—La siguiente puede ser cualquiera. Usted misma.
La Bambina habló con una voz que era un hilo delgado.
—María era rara, una mujer demasiado buena. Solidaria con las demás, caritativa, muy religiosa. Le juro que no sé cómo pudo morir así. No tenía tampoco líos amorosos, enredos sentimentales o cosas así. Decía que con los problemas del trabajo ya era suficiente.
—¿Solía visitar a un amigo o amiga en particular? ¿Familiares tal vez?
—No, los domingos iba a rezar a la Iglesia de los Pobres, abajo de San Victorino. Cada semana ahorraba plata para esa iglesia.
Sinisterra visualizó la imagen de Zelia. Era obvio que esa vieja zorra ocultaba información. Lo había enviado sobre una pista falsa. Bien. Respondería el golpe con prontitud. No estaba de genio para evasivas ni trucos de mal gusto. Le enseñaría a esa bruja a burlarse de su madre.
—Bien, gracias. Hasta luego.
—Adiós.
Salió a la calle y disfrutó de la primera bocanada de aire fresco. Prendió un Pielroja y aspiró el humo con los ojos entrecerrados. «El último del día», se dijo en voz alta. Estaba intentando dejar de fumar pero había descubierto que nunca iba a lograrlo. Era una parte de sí, un elemento constitutivo de su carácter, de su forma de ser. Ahora se conformaba con disminuir el número de cigarrillos diarios. «Ya con eso es bastante», se dijo de nuevo en voz alta.
Caminó por la Carrera Séptima hacia el sur. El aire de la noche estaba limpio. Vagos, pordioseros, recicladores con sus carretas de madera y sus perros, locos, proxenetas, maricones en cacería, putas, solitarios, insomnes, alcohólicos, drogadictos: la fauna nocturna del centro de la ciudad en plena acción. Recordó las palabras que había escuchado una noche en un bar: «Ser bogotano es pertenecer a las cloacas del infierno. Por eso aquí ciudadano es sinónimo de roedor».
Al llegar a su departamento se desnudó y se tapó con la única manta que encontró a mano. Una manta gruesa especial para climas invernales. No bien se recostó, sintió una pesadez general en el cuerpo y se hundió en un sueño profundo.
Las primeras luces de la mañana lo descubrieron en una posición simiesca y enredado y semiahogado en la manta militar. Se levantó y acudió a la comisaría a rendir los informes de los últimos acontecimientos. Tuvo que asistir también a dos reuniones especiales sobre el caso y soportar las amenazas acostumbradas del jefe. En el fondo tenía razón, pensó Sinisterra. Cinco mujeres acuchilladas y no había una sola pista. En un comienzo habían investigado sobre cuchilleros y puñales, modos, técnicas: la passata sotto, la stoccata, la inquartata. La realidad era que aparte de una mediocre erudición sobre el arte del puñal no habían hallado un solo camino seguro para llegar al asesino. En Bogotá cualquier ladronzuelo, cualquier vendedor de droga cargaba un cuchillo o una navaja.
A mediodía visitó el restaurante de Pepillo, un viejo andaluz exiliado después de la Guerra Civil. Eligió una mesa al fondo, apartada en el último rincón. Pepillo pidió dos cervezas y se sentó a la mesa de Sinisterra.
—Invitación de la casa.
—Gracias, Pepe. Qué bueno es tener amigos.
—Tienes una cara de jodido, que ni te digo…
—Sí, las cosas no van bien.
—Ya me enteré. Las noticias vuelan por acá.
—Me imagino.
La cerveza le refrescó la garganta.
—¿Hablaste con Zelia?
—Fue lo primero que se me ocurrió, Ayer le hice una visita.
—¿Y?
—Nada. Me mandó sobre una pista falsa.
Pepe asintió mientras bebía de su jarro de cerveza.
—He pensado presionarla. Sé que sabe algo.
—Haces bien.
—Dime, Pepe, ¿qué piensas de esa mujer?
—Sobrevivir en el centro de la ciudad no es cosa fácil en este momento. Se necesita astucia, sagacidad, y a veces no es suficiente. Necesitas además suerte. Mucha suerte. Esa mujer no sólo sobrevive, sino que encima le da una mano a esa gente que llega a pedirle ayuda. Y claro, para actuar así, en medio del huracán, tienes que callarte más de una, hacerte el de la vista gorda, jugar el papel de sordo. No es fácil.
—Estoy seguro de que sabe algo,
—Sí, tal vez.
Pepillo se levantó despacio y alzó los dos jarros de cerveza.
—¿Te traigo el plato del día?
—Sí, por favor.
Qué mierda, se dijo Sinisterra. En esta ciudad, a diferencia de las películas gringas, no había buenos y malos. Sólo animales que intentaban defender su madriguera, el hueco donde gastaban sus noches y sus días. En Bogotá no había una realidad maniquea con dos polos encontrados, sino una cultura del rebusque y la supervivencia.
Almorzó sin apetito, pagó, se despidió de Pepe con un fuerte apretón de manos y se dirigió en seguida a la Iglesia de los Pobres. No había tiempo que perder.
Zelia parecía estar esperándolo. No se sorprendió con su llegada.
—No te demoraste en regresar.
—Tú sabes la razón.
—¿No te fue bien con La Bambina?
—Te burlaste de mí. Y comienzo a sospechar de ti.
—¿Yo la criminal? No me hagas reír, amorcito. Te estás enloqueciendo.
—Tú sabes algo.
—¿Y si así fuera? No estoy en la obligación de hablar contigo, ni con nadie, amor.
—O hablas o mañana estoy aquí con una patrulla, te cierro el negocio, embargo los dos o tres muebles y te mando a la cárcel del Buen Pastor con una lista de cargos que te dejen enterrada dos o tres años.
—¿Me estás amenazando?
—Estoy hablando de hechos que sucederán mañana a las ocho de la mañana.
—Eres un hijueputa.
La tenía. Zelia había sido tocada en una de sus fibras internas. La dejó pensar. Después de unos segundos de rumiar una salida, ella se le acercó y le habló en voz baja. Parecía un radio roto al que se le había bajado el volumen al mínimo.
—Vete. Yo te hago llegar la información. Tengo que consultar. No quiero apresurarme.
—No te demores.
—Mañana te la hago llegar a tu departamento.
El inspector asintió y salió.
Al día siguiente Sinisterra no sacó nada en claro de los interrogatorios hechos a las amigas de María. Ninguna de ellas arrojaba una luz sobre el crimen. Prefirió quedarse quieto y esperar el comunicado de Zelia. Compró una botella de aguardiente, unos filetes de merluza, pimentón, cebolla, coliflor y mayonesa, y se encerró en su departamento a revisar las carpetas de las víctimas. El portero del edificio le entregó le sobre cerrado. Sinisterra lo abrió y leyó: «Calle Veintiuna, Carrera Cuarta. Ocho de la noche. Solo».
—¿Quién entregó esta nota? —preguntó al portero.
—Un niño, señor.
—Gracias.
Miró el reloj. Las cinco y quince minutos. Tenía casi tres horas. Subió a su departamento, preparó la merluza y comió en silencio mientras desaparecían a lo lejos las últimas tonalidades del atardecer. Bebió unos tragos hasta dejar media botella La ebriedad, pensó, esa forma de lucidez que permite en Bogotá aceptarla pesadumbre sin destruirse. Como un espejo, reflejar el caos y la amargura sin apropiárselos, sin hacerlos personales. En Bogotá el que no sabía ausentarse de sí, el que no tenía estrategia de fuga se hundía en su propia conmiseración. Cualquier destino era bienvenido, pensó, excepto el del hombre que termina ahogado en sus quejas y lamentos.
Miró el reloj. Las siete y media.
La esquina de la Calle Veintiuna estaba llena de prostitutas gordas pintadas con maquillaje barato. No alcanzó a detenerse al finalizar el andén cuando una mujerota inmensa enfundada en una minifalda negra lo abordó de inmediato. La voz gruesa que develaba al hombre detrás de la peluca y los afeites era cálida, amigable, temerosa y dubitativa. El travestí habló rápido, mirando a los costados.
—Busque las Residencias Tokio, abajo de la Estación de Policía del barrio Las Cruces. Pregunte por Pablo, El Apóstol. Es el único testigo del crimen de María. Se sobreentiende que no debe nombrarme.
—¿Por qué me ayuda?
—Estamos hechas una mierda para que encima vengan a matarnos. No me interesa ayudarlo, me interesa sobrevivir.
—Gracias por…
—Hable con El Apóstol antes de que sea tarde.
Y se fue así como vino. Sinisterra bajó a la Carrera Séptima y deambuló hacia el sur con la mirada extraviada en las vitrinas. Palpó la pistola debajo del saco y apresuró el paso para no llegar a Las Cruces avanzada la noche. Sabía de memoria que era uno de los barrios más peligrosos del centro de la ciudad.
Lo condujeron a un cuarto maloliente al fondo de un patio donde un hilo de carne con una semana de barba fumaba gruesos e interminables cigarrillos de marihuana. Sinisterra se sentó en un butaco y contempló a través del humo el cuerpo enjuto, casi un cadáver, de El Apóstol. Enfiló baterías.
—Usted es el único testigo que tengo del crimen de María Ortega.
Silencio. La carne amarilla de El Apóstol seguía allí, arrojada en un rincón de la habitación. Lo curioso era que los ojos estaban abiertos, desmesuradamente atentos. Parecía existir una disociación entre el cuerpo y esa mirada de bestia excesivamente lúcida.
—Usted estuvo en la escena del crimen. ¿Quién fue? ¿Quién mató a María Ortega?
La respuesta lo dejó atónito:
—María Ortega es un símbolo.
La voz de El Apóstol parecía venir de un más allá líquido, acuoso. Sinisterra se levantó del asiento y caminó hacia la ventana.
—No entiendo lo que me dice.
—Si fuera más inteligente estaría trabajando en otra cosa…
—Cuidado con sus palabras. Se las puedo hacer tragar.
—Un policía sensible…
—Puedo interrogarlo con métodos más eficaces.
—Míreme: estoy en el último círculo infernal… Usted y el mundo me importan una mierda.
Sinisterra abrió la ventana. Necesitaba aire. Volvió a la carga.
—Van cinco mujeres asesinadas. La cosa no tiene gracia.
—Según…
—Hablo en serio. Dígame lo que sabe.
—Usted no escucha. María no es una persona, es un símbolo, un objeto de sacrificio.
—Expliqúese.
—¿No ha revisado los datos de las muchachas asesinadas?
—No encuentro nada.
—Porque no sabe ver. Revise las fechas de nacimiento. Inés nació en enero, Rosario en febrero, Carmen a comienzos de marzo, Alba a finales del mismo mes y María a comienzos de mayo. ¿No lo ve?
Sinisterra no salía de su asombro. El Apóstol no sólo era capaz de razonar de una forma implacable bajo el efecto de tantos cigarrillos de marihuana, sino que además hacía alarde de una memoria milimétrica con respecto al caso. Conocía las carpetas mejor que él.
—Recuerdo esas fechas… No me dicen nada…
—Capricornio, Acuario, Piscis, Aries y Tauro. Creyó que se trataba de prostitutas. No. Se trataba de símbolos. Ésa es la ventaja que le llevan.
—¿Significa que se acerca un sexto crimen, un sexto sacrificio?
El Apóstol calló.
—Se acerca…
—Géminis. Los Gemelos, la dualidad, el otro que nos habita.
—¿Quién es? ¿Quién?
—No hay un quién, policía.
—¿Sabe usted quién es?
—Déjeme en paz.
Sinisterra intentó dos o tres preguntas más. El Apóstol parecía haberse ido de viaje. No lo oía, estaba fuera de la inmediatez, inatrapable. Sus ideas no estaban al alcance.
Salió a la calle y tomó un taxi. Se bajó en el Capitolio, en la Plaza de Bolívar, la plaza principal de la ciudad, y caminó pensativo, sin saber dónde estaba. El amanecer lo descubrió tomando café en una caseta callejera. Llegó a su departamento a las siete de la mañana y buscó el sueño como única posibilidad de recuperar la realidad.
En las horas de la tarde prefirió llamar a la comisaría. No se sentía capaz de presentarse y rendir un informe de su entrevista con El Apóstol. Algo había sucedido, un giro inesperado, una contorsión de la realidad que lo obligaba a cambiar su percepción con respecto al caso. A esto era preciso sumarle el hecho de que había dejado a El Apóstol tranquilo, sin un interrogatorio más a fondo, sin vigilancia. ¿Cómo iba a explicarlo?
Llamó a González, su inmediato subalterno en el caso, y le puso una cita en el restaurante de Pepillo. Tomó una ducha de agua fría, se afeitó, se vistió deportivamente y salió directo hacia el viejo restaurante español.
Saludó a Pepillo y preguntó por el plato del día. Sopa de cebolla, pollo frito con pimientos, papas al vapor y arroz. Almorzó despacio, saboreando el pollo y reconociendo al fondo de ese sabor el aceite de oliva, el ajo, la albahaca, la pimienta negra. El restaurante de Pepillo se mantenía cómo en sus mejores tiempos, sin signos de decadencia. «La ventaja de estar atendido por su propietario», decía el viejo andaluz con sorna y mordacidad.
González llegó puntual. Sinisterra pidió un par de cervezas.
—¿Trajiste lo que te pedí?
—Sí.
—¿Alguien se enteró?
—¿Me cree idiota, jefe?
—Bueno, ¿y?
González abrió una carpeta y varias hojas cayeron sobre si mesa.
—Aquí están las fechas de las que trabajan en el centro.
—¿Todas?
—Al menos las que están fichadas en la comisaría. Descarté las que trabajan en negocios privados, cabarets o clubes nocturnos, como me ordenó.
—¿Y lo de los signos?
—Ahí está el nombre de cada una, la fecha de nacimiento y enseguida el signo zodiacal. Tuve que comprar el periódico para mirar los días exactos en los que comienza y termina cada signo.
—Bien, perfecto… No me mires así.
—Qué quiere, jefe, no es para menos.
—Pues sí, hombre, es un poco raro, pero tampoco exageres.
—Me hubiera visto en la comisaría con el horóscopo en la mano, anotando signos zodiacales. Parecía una solterona desocupada en un salón de belleza.
—Es un presentimiento, nada más.
—¿Qué presentimiento?
—Los signos zodiacales de las víctimas están en serie, eso es todo.
—La última es…
—Tauro.
—La próxima víctima debe ser Géminis.
—Eso creo… No es más que una hipótesis.
—Déjeme ver.
González revisó las hojas.
—Hay tres Géminis. Están anotadas en la sección cuatro. Significa que no están en servicio activo. Pueden estar presas, enfermas o preñadas. También pueden estar de viaje. De vez en cuando van a Panamá o a Venezuela por unos meses.
—¿Sólo tres Géminis?
—Sí. Lo que hay por cantidades es escorpiones.
—Déjame la carpeta, ya veremos.
Sinisterra pidió la cuenta y se despidió recordándole a González que tuviera prudencia. Descendió por la Avenida Jiménez con paso lento y tranquilo. La carpeta bajo el brazo le daba un aire de hombre de oficina, de negociante independiente.
Al llegar a San Victorino se internó por el corredor de los zapatos. Los vendedores de calzado repetían precios, materiales y ventajas de los productos, como si fueran letanías interminables en homenaje a un dios omnipotente. Dobló a la izquierda y tomó el callejón de las telas. Era uno de sus preferidos. Las vendedoras sacaban las manos por entre las telas expuestas e intentaban detener a los clientes con suavidad. El inspector disfrutaba el roce de los paños, los linos y el algodón en el rostro y en los brazos. Por otro lado su piel gozaba con los pequeños apretones de esas delicadas manos femeninas que emergían como organismos vivos provenientes de un más allá desconocido. Era un viaje visual, táctil y auditivo, pues el viento, atrapado en el laberinto que formaban las casetas de los comerciantes, silbaba y producía voces, lamentos ininteligibles, sonidos acuosos y marítimos. Volvió a doblar a la izquierda. Era el callejón de las hierbas, los granos y las frutas. El olor vegetal podía casi palparse en el aire. Cerró los ojos y se dejó invadir por esa atmósfera de plantación en un día de verano, de cosecha, de granja en la plenitud de mediodía. Era un olor verde oscuro, fuerte, potente. Comenzó a salivar y reconoció que había llegado a los estantes donde se ofrecían las naranjas y los limones. Abrió los ojos y en efecto las frutas amarillas y verdosas insinuaban al transeúnte su frescura y su jugosidad. Salió de las casetas y los escaparates en busca de una de las calles que cruzaba tangencialmente el mercado. Su humor era excelente. Una curiosa alegría, una felicidad ingenua e infantil lo invadía de pronto dejándole en el cuerpo la certeza de complejidad. Sí, eso era, el mercado le recordaba las distintas tonalidades de su cuerpo, sus matices, sus zonas más recónditas y escondidas. El caminante que se internaba en el mercado de San Victorino atento y despierto al entorno se de un momento a otro en el centro de un viaje sensorial: claroscuros fugaces que aparecían y desaparecían, rugosidades y sensaciones térmicas, sonidos fugitivos y acariciadores, olores insospechados que prometían lejanos parajes paradisíacos. Todo el cuerpo se veía bombardeado y atravesado por ingeniosas y azarosas combinaciones. Sí, la alegría venía de tener la magnífica certeza de haber sido preñado por la exuberancia del mundo.
Sinisterra aguardó cinco días sin buscar a El Apóstol. Investigó, se entrevistó con parientes de las víctimas, volvió a interrogar a los comerciantes que tenían negocios cercanos a los lugares de los crímenes, hizo redadas, capturó sospechosos e insistió en averiguar el problema de los signos zodiacales de las neófitas. Nada. No surgían indicios o pruebas que permitieran hallar al asesino. Finalmente, y en contra de su voluntad, se vio obligado a regresar donde El Apóstol.
Llegó a Las Cruces en las horas de la tarde. El administrador de las residencias, un hombre obeso, de ademanes tranquilos y mirada doméstica, lo hizo seguir y le advirtió que El Apóstol regresaría en breve. El inspector encontró abierta la puerta de la habitación. Se sentó en el butaco y contempló a su alrededor. Libros viejos y polvorientos regados por el piso, pedazos de frutas en descomposición, mendrugos de pan, rastros de tabaco y marihuana diseminados por el suelo, un catre humilde. Sus ojos se detuvieron en unas palabras anotadas en una de las paredes del recinto. Leyó:
El Apóstol profetiza
una muerte en la mitad del círculo.
El caracol está próximo a partir.
El hombre apareció en el umbral. Sinisterra se sorprendió de su flacura y de su altura descomunal, gigantesca.
—¿Qué desea?
—Necesito de su ayuda.
—No me gustan los policías.
—Usted sabe dónde y cuándo va a ocurrir el sexto crimen.
—No, no lo sé.
—He leído su inscripción —dijo señalando la pared.
—Seis es la mitad de doce, la mitad de un círculo de doce signos.
—¿Y lo del caracol?
—Me gustan los caracoles, sus caparazones son como disfraces. Además son andróginos. Es un bello animal.
—No tengo tiempo… Me veré obligado a encerrarlo por complicidad.
—La cárcel es el lugar ideal para predicar la palabra de Dios.
—¿No va a decirme nada?
El Apóstol no pronunció palabra. Sinisterra se levantó del buraco donde había estado sentado y buscó la salida. Cuando estaba próximo a abrir la puerta que daba a la calle escuchó la luz de El Apóstol que le llegaba a través del corredor.
—Inspector, ¿qué signo es usted?
—Capricornio.
—Lástima. Demasiado peso a la tierra. Un poco de ligereza no le vendría mal.
Salió a la plaza central de Las Cruces y vagabundeó por las calles, entre lisiados, atracadores y mendigos de oficio, dejando que las ideas y las intuiciones fluyeran dentro de sí, como lo hacía él mismo a través de la ciudad.
Era de noche. Entró a Casa Show y pidió una cerveza como cualquier cliente anónimo. Necesitaba ver a las muchachas, sus trajes, sus gestos. Tal vez del fondo de ellas brotara una imagen que lo ayudara, que le indicara el camino. Intentó concentrarse en el striptease pero no pudo. El Apóstol lo tenía obsesionado. Sin duda lo más complicado era tratar con él. No sabía por qué pero el hombre lo desestabilizaba, le impedía manejar la situación y apropiarse del caso. Además se sentía inferior, incapaz de alcanzar sus ideas. Por primera vez tenía la impresión de que la ciudad se encargaba de marginarlo de un caso. ¿Cómo era posible que en los años de trabajo no hubiera imaginado que la ciudad era un laberinto de múltiples dimensiones superpuestas? Hasta el momento su realidad había sido diversa, sí, pero plana, en una sola dimensión. Y ahora tenía que lanzarse a bucear en las aguas profundas que desconocía. Bogotá mística, Bogotá astrológica, Bogotá sacrificial… Pidió otra cerveza, sacó la libreta y anotó: «Mitad del círculo-Caracol andrógino». Levantó la mirada y vio el rostro de la chica que se desnudaba: excesivamente maquillada, con peluca, el traje exótico llamativo y los zapatos altos y brillantes. De repente su memoria le trajo las palabras de El Apóstol certeras, únicas, inamovibles: «…sus caparazones son como disfraces. Además son andróginos». Se levantó de un salto y pidió en el bar un teléfono. Marcó el número de la comisaría. La voz de González le llegó clara y diáfana.
—Sí, ¿diga?
—Habla Sinisterra. En la encuesta que hiciste no está el travestí, ¿verdad?
—Jefe, un maricón no es una puta.
—Él está fichado en la comisaría. Busca rápido la carpeta y dime la fecha de nacimiento.
Dos minutos después González estaba de nuevo en el auricular.
—Aló, ¿jefe?
—Sí, dime.
—Nueve de junio.
—Eso es…
—Géminis.
Colgó y salió de inmediato a la calle. Por fortuna se encontraba a pocas cuadras de la Calle Ventiuna. Corrió ágil, veloz, dando saltos en las esquinas. Llegó a la Carrera Cuarta y buscó con su mirada hambrienta; no vio la peluca rubia. Preguntó dónde estaba. Las mujeres, recelosas, evadían la pregunta. Al fin, a cambio de un billete de cinco mil pesos, una mujer entrada en carnes le indicó una de las casas del fondo. «Está con un cliente. Mejor espérelo».
Sinisterra atropelló al portero que le abrió la puerta. Mostró su tarjeta y le preguntó el número del cuarto donde se encontraban el travestí y su cliente. El hombre, asustado, peor, balbuceó un número con timidez. Sínisterra con la en la mano, se ubicó frente al cuarto señal la puerta de una patada y encañonó la oscuridad, que brotaron acompañadas de un olor antiguo, salvaje inconfundible para el inspector: el olor de la sangre, a cuchilladas, un olor animal que olido una vez queda en el recuerdo para siempre. De esas tinieblas brotó una voz tranquila, dueña de sí:
—No prenda la luz, inspector.
Apunto al rincón de donde venía la voz.
—¿Apóstol?
—Tranquilícese. Todo está terminado. Acostúmbrese a la oscuridad y entre. No le haré daño.
Sinisterra obedeció y unos segundos después, sin bajar el arma entró en la habitación. El Apóstol estaba recostado en de una de las dos ventanas que daban a la calle. En el suelo yacían dos cuerpos. La voz de El Apóstol inundó el lugar.
—No alcancé a llegar a tiempo, como en el caso de María. Pero esta vez no se me escapó.
—¿Éste es el criminal?
—Le dicen El Astrólogo. Un cuchillero callejero que duerme donde lo coge la noche. Impulsivo, impredecible, de decisiones rápidas, muy peligroso. Un Aries típico.
—¿Usted lo mató?
—Él intuía que iba a morir. Debió verlo en su propia carta astral: un tránsito de Marte por la casa doce en cuadratura con d sol. La casa doce es la de los enemigos ocultos. Yo era ese enemigo oculto que debía eliminarlo.
—¿Por qué usted?
—Dios me ha elegido para impedir que el mal se propague por la tierra. ¿No aniquiló Dios a los hombres de Sodoma y Gomorra? ¿No envió plagas sobre Egipto? ¿No asesinó Dios a la humanidad, excepto a Noé y su familia?
—Debo arrestarlo. Dése vuelta y coloque las manos en la nuca.
El inspector esposó a El Apóstol y llamó a la comisaría. González llegó con cuatro agentes fuertemente armados. Antes de que se lo llevaran El Apóstol murmuró:
—Presto el cautivo será puesto en libertad, no descenderá a la fosa de la muerte ni le faltará su pan.
—¿Qué es eso? —preguntó González.
—Isaías, cincuenta y uno, catorce.
Sinisterra se volteó y recordando súbitamente algo importante, preguntó con amabilidad, casi con amistad:
—Apóstol, ¿qué signo es usted?
El Apóstol sonrió.
—Escorpión. El signo del descenso, de los mundos subterráneos, de los viajeros que atraviesan caminos prohibidos. El signo de los elegidos.
Dos agentes lo empujaron y se lo llevaron.
Cumplidas las diligencias de rigor, Sinisterra se fue a caminar. Pensaba en su cansancio, en esa fatiga que se apoderaba de él al cerrar un caso. Era una sensación similar a la que lo visitaba luego de acostarse con una mujer. Una mezcla de agotamiento físico, paz, soledad y melancolía. Pero, ¿estaba cerrado el caso? Una voz interna le decía que no, que los seis crímenes cometidos por El Astrólogo no eran el final, sino el comienzo de una historia que él, por ahora, no podía siquiera imaginar. No obstante, intuía un misterio por venir, lo sentía acercarse a su vida, extenderse a su alrededor como una masa dúctil y gelatinosa.
Se detuvo en los puentes de la Calle Veintiséis y se recostó a ver pasar los automóviles allá abajo. Prendió el último Pielroja de la noche y lo fumó en calma, con placidez, disfrutando la caricia del humo, dejando pasar los minutos. Cerró los ojos, sonrió y se dijo en voz baja:
—Lástima, Sinisterra. Demasiado peso a la tierra. Un poco de ligereza no te vendría mal.