9. La desbandada

No pude estar solo ni 15 minutos, porque a lo lejos distinguí a Raúl que cruzaba la calle y se dirigía al restaurante. Iba por mí. El “enviado especial” asignado por la banda traía instrucciones de entrevistarme. ¿Cómo me encontró? No sé ni quiero averiguarlo. El norteño se sentó frente a mí e inició el interrogatorio.

—¿Qué fue, bato, a qué le tiras ahora?

—A que te vayas, cabrón, o qué, ¿tengo que pedir permiso para salir?

—No, está bien que salgas, pero no de esa manera, alebrestado.

—¡Bájale, que no soy uno de esos caballos que tienen en tu rancho! ¡Qué pasó!

—¿Pues qué te dijo la Françoise que te prendió de esa manera?

—Lo que me tenía que decir —reconocí—, que soy un pendejo. La regué con ella, es verdad, pero es que también la vieja se pasó de lanza.

—Ella lo reconoce, pero no por eso van a agarrarse del chongo, ¿no crees? Françoise te estima un chingo, güey, y también está dolida.

—¿Y te dijo todo eso en 15 minutos? ¡Ay, güey!

Le confesé que había metido la pata y que, una vez más, estaba actuando estúpidamente, como cuando le ocultamos a Hilda lo que sabíamos de Françoise y se armó el despapaye, allá en Guanajuato.

—Y todo por protegerla —le aclaré—. Estoy repitiendo el patrón con el que educaron a Hilda, a la que le impidieron enfrentar y resolver sus problemas, y en eso tiene razón Françoise, pero me lo hizo ver de manera gacha, haciendo comparaciones desproporcionadas, que duelen. Por eso me encabroné.

—Sí, Santiago, pero ahora no te agüites, y haz las paces con ella.

—¿Que no me qué…? —no le entendía al norteño este.

—Que no te apachurres pues, como dicen ustedes los chilangos.

—Apachurrado vas a quedar tú, hijo de Caín, como sigas usando esas méndigas palabritas de tu folclor norteño… ¿Qué no sabes hablar en cristiano? —le dije en plan de guasa.

—¡Ahora sí ya te cambió el tono!, vámonos pa’llá —y se levantó de la silla para que yo hiciera lo mismo y regresáramos al hotel. Lo detuve:

—Espera, espera, siéntate… A ver, cómo está eso de que no te has chingado todavía a la Romina, explícamelo, ¿pues no que era un free?

—Eso se lo inventaron ustedes, no sé de dónde lo sacaron.

—Y entonces, ¿qué onda con ella, le entra o no le entra?

—No sé, es muy extraña, aparece y desaparece, no sé qué busca conmigo. A lo mejor sólo soy su puente para cruzar el charco y anda buscando otras cosas.

—Entonces… ¿no?

—… Al menos conmigo, no.

—¡Uy, mano!, pues al menos “chécale el aceite”, ya de perdis, ¿no crees?

Se tronchó de risa el muy güey, agarró la onda, pero se friqueó todo:

—¡Estás bien orate, me cae!

Cuando regresamos al hotel en la entrada ya nos estaban esperando Poncho, Helga y el resto. Íbamos retrasados; iríamos a pie a un restaurante cercano donde servían tacos de primer nivel, para chuparse los dedos. Al estilo gringo: cada quien pagaría su tanda… y a entrarle. El hambre había hecho estragos en cada uno de nosotros, así que comimos “como huérfanos de hospicio” —frase que mi mamá utilizaba muy a menudo— y quedamos muy satisfechos.

Françoise y yo no nos dirigimos ni la mirada, pero al salir del lugar ella tomó la iniciativa:

—Ustedes hagan sus planes, yo me llevo a Santiago por ahí, así que no cuenten con nosotros en las próximas horas, y si ustedes van a salir —les dijo a Marcela y Adela, sus compañeras de cuarto—, no se olviden de dejar la llave en la recepción, ¡ah!, y se portan bien, condenadas.

Acto seguido, me jaló del brazo y se alejó conmigo rumbo a la calle, sin dirección alguna. Los demás ni nos pelaron y se encaminaron hacia el hotel en donde seguramente se reunirían para planear algo. Sólo Carlos miró al cielo y dijo:

—Señor, cuida a este par de ovejas descarriadas y condúcelas por el camino del bien, que no hagan cochinadas.

Y todos respaldaron la petición del interfecto con chascarrillos y carcajadas. Buena puntada.

Sin saber adónde ir caminamos por las calles y avenidas que a esas horas de la noche lucían espléndidamente iluminadas; el clima se sentía agradable, soplaba una suave brisa y, la verdad, se antojaba pasear.

—¿Adónde vamos? —le pregunté, mientras avanzábamos.

—Adonde sea, a cualquier lado o a ninguno. Lo que quiero es que me escuches.

Me tomó del brazo cariñosamente y me dispuse a escucharla con atención, sin decir nada.

—Quiero que me perdones por la estupidez que cometí. Me vi pendeja, lo sé, y no lo volveré a hacer, menos aún contigo. El valor y la decisión con que te enfrentaste a los hermanos de Hilda para defenderla me demostró de qué madera estás hecho, lo que vales y lo que eres. Desde entonces he aprendido a quererte más, como amigo y como ser humano, ¿me entiendes?

—Creo que yo también la regué. Volví a cometer el error que cometí una vez con Hilda, y eso que dicen que el burro no tropieza dos veces en el mismo lugar… Françoise, retiro todas las babosadas que te dije, porque no te las mereces. Y también te pido disculpas.

En cuanto hicimos las paces y nos reconciliamos con un tierno beso que me dio en las mejillas, reaccioné. Algo no estaba claro para mí.

—Bueno, y ahora dime, ¿cómo te enteraste de que Nagib andaba por aquí? ¿Quién te lo dijo?

—Nadie… él me llamó.

—¿Cómo?

—Me localizó en el hotel y me pasaron su llamada.

—¡Hijo de la gran puta!

—Por él fue que me enteré de que se habían encontrado en un bar y que casi se agarran a chingadazos.

—Porque los otros güeyes me sujetaron, si no, le parto toda su madre.

—Pero, ¿por qué?

—Porque el muy cabrón amenazó con que te quería ver, que te andaba buscando y no sé qué otras historias.

—¿Y tú se lo prohibiste? —quiso saber.

—De acuerdo, quizá fue otro error, pero ya aprendí, acabo de aprender esa lección: que no hay que excederse, y que la sobreprotección no te beneficia en nada. A partir de hoy tú decides lo que haces con tu vida, como debe de ser, y sólo tú sabrás lo que haces con ese mono, no es mi pedo.

—Por supuesto que yo decido mi vida, desde que me abandonaron mis padres así ha sido, pero también es cierto que ustedes, la pandilla, son parte importante de ella y sobre todo tú.

—Pues quién te entiende.

—Es muy sencillo. Aprecio lo que hiciste por mí al enfrentarte a Nagib, te lo agradezco enormemente; eso me demuestra lo mucho que me quieres como amiga, pero por favor, no tomes decisiones por mí, o al menos particípamelas, eso es lo único que te pido.

—Y qué, ¿hice mal en oponerme a que te viera?

—No, pero ya ves, quien se empeña en algo lo consigue. Ése no se estará quieto hasta que me vea.

—¿Entonces? —insistí.

—Entonces me va a ver, por supuesto, ¡claro que me va a ver!, de eso me encargo yo. Pero ya no soy la muchachita pendeja con la que se topó en Guanajuato hace casi un año, y me tiene que conocer. Si no lo hago, si no me enfrento a él, ahora, nunca me dejará en paz. Quien tiene que madurar y crecer es él, y yo tengo la fórmula mágica que hará que despierte de su sueño guajiro. Si cree que puede ir por el mundo jugando con los sentimientos de las mujeres, como si fueran simples objetos sexuales al servicio de sus caprichos, ya se encontró con la que lo va a capar, vas a ver…

—¿Hablas en serio?

—Eso me gustaría hacerle, pero no te preocupes. Le voy a dar un escarmiento del que se acordará toda su vida. Él propició, en parte, lo que me hicieron esos salvajes en Guanajuato. No pensaba desquitarme porque no soy rencorosa, pero ya que insiste y quiere repetirme la dosis, le voy a dar una cucharada de su propia medicina. Desde hace tiempo tenía pensado lo que le haría si lo volvía a ver, y creo que ya se me hizo.

—¡Ay, jijos de la macufenda pérez chifrugina!, ¿hablas en serio? —me había dejado patidifuso.

—¡Como lo oyes!

Nos metimos en un bar y le entramos a las copas. Nos hacían falta. Quién sabe dónde andarían los demás, pero lo que es con Françoise, estaba yo presenciando el avance de una película que pronto se iba a estrenar y cuyo protagonista era ni más ni menos que el galán más cotizado de la República mexicana, el rompecorazones de las niñas, el inefable Nagib, de tristes recuerdos guanajuatenses.

Horas después, y medio pedos, regresamos al hotel en taxi. Acompañé a Françoise, la matahari, a su habitación, y me dispuse a llegar a la mía, a unos cuantos metros de distancia. Acerté a meter la llave en la cerradura, ¡albricias!, y me dejé caer como ladrillo sobre mi cama sin prender la luz. No llevaba ni un minuto desparramado en ella cuando discretamente tocaron mi puerta:

—No, gracias… venga más tarde a hacerlo —le dije, pensando que era la camarera. ¿Van a limpiar a esta hora? Me pregunté. No había duda de que sí estaba pedo, ¡pedísimo!

—No seas pendejo, güey, soy yo, Ricardo, ábreme.

A duras penas me levanté y me dirigí a abrir la puerta.

—No prendas la luz —le advertí— que me puedes dejar ciego. Ando pedo.

Encendió la luz de la lámpara que estaba a un lado de mi cama y me preguntó:

—¿Adónde fueron?

—Qué te importa, mamón, a poco yo te pregunto cuándo vas al baño a mear, ¿no, verdad?

Me di cuenta de que los otros dos no estaban en sus camas.

—¿Y éstos, no han llegado?

—¡Uf!, si te contara… esto fue un despelote. Aquí todo el mundo se fugó, fue una desbandada de locos. Rómulo y Luigi se fueron por su cuenta, ve tú a saber adonde…

—¿Y los demás?

La reseña pormenorizada que me hizo me quitó hasta la borrachera. Aquí también, por lo visto, se estaban filmando otras películas, y el chismoso de Ricardo, el único que para variar andaba más solitario que el llanero, me narró algunos avances. La cosa se estaba poniendo color de hormiga.