8. Rumbo a Guadalajara

Nos quedamos de ver en la casa de Marcela, Adela y Françoise. Estábamos listos para zarpar a bordo de tres vehículos, el de Rómulo, el de Ricardo y el mío. Planeábamos pasarnos una semana en Guadalajara, libres como el viento y recargados de energía. Nos hacía falta una sacudidita, un desfogue para alivianarnos y dejar atrás las malas vibras de la ciudad de México. Nos esperaba Guadalajara y el Café de Troya de Helga y Poncho. Llegaríamos cuatro días antes de la inauguración, a tiempo para echarles una mano, si la necesitaban.

Para sorpresa nuestra y alegría de Raúl, sí se apareció la Romina. Ahí estaba, puestísima y hecha un cuero la niña. Nos temíamos que como era su free no la volveríamos a ver después de la reunión en mi casa; pues las niñas de ahora ligan, se acuestan y adiós muy buenas, ahí nos vemos y no nos conocemos. Pero no, aquí estaba, y muy bien acompañada de otra amiguita, del mismo estilo e igual de buena que ella. Nos la presentó: Cotela… ¡ay, güey, vaya nombrecito! Y bueno, pues ésta sí que iba a ser bien “acogida” por todos, sobre todo por los varones, que no le quitaban la vista de encima. En cuanto estuvimos todos reunidos arrancamos.

Con Rómulo se fueron Luigi, Marcela y su inseparable Carlos. Con Ricardo se apuntaron Raúl y las dos buenonas de reciente ingreso, y conmigo, más holgadas, se anotaron Adela y Françoise, mis consentidas, a toda madre, y picamos cabo. Salíamos a buen tiempo, así que calculábamos llegar al atardecer, si no surgía ningún contratiempo en el camino. Tomamos la “vía corta” de cuota, que es un fraude, como lo son todas las autopistas de México, caras, mal hechas y engañosas. ¡Mangos que sea autopista todo el trayecto!, hay tramos de vil carretera, y cuando te topas con una caseta de cobro, ¡agárrate, te va a salir de a peso el kilómetro, si bien te va! Pero no la hicimos de tos, íbamos a divertimos.

En el trayecto Françoise me platicó de su padre, al que nuevamente había visto.

—Me dio mucho gusto porque lo quiero un chingo, pero no hay nada que hacer con él, está enganchado en el alcoholismo, y por más que lo intenta, aunque la verdad se esfuerza poco, no puede dejarlo. A veces creo que se da por vencido porque parece que esa enfermedad es incurable.

—Qué joda, ¿no?

—Pues sí, pero yo ya me hice a la idea de que nunca contaré con él.

—¿Y tu mamá?

—Después de que vino a verme cuando mi rollo y me salió con sus pendejadas, se volvió a largar a Estados Unidos y no he vuelto a saber de ella, ni me interesa… ¡Que se vayan mucho a la chingada ella y sus desmadres amorosos!

—Te ha ayudado la terapia, ¿verdad?

—Sí, ésa es la que me ha sacado a flote, no mis padres. Ahora estoy luchando conmigo misma para aprender a perdonarlos, sobre todo a mi madre, y en ésas ando. Cuando eso ocurra me sentiré liberada y cantaré victoria.

—¡A huevo!

Adela, en cambio, sí estaba friqueada con lo que le había pasado a su hermano, y aunque ya estaba curada en salud porque conocía bien a Toño y nada de él le sorprendía, su muerte, que fue fulminante, la agarró desprevenida, y no era para menos, no estaba preparada para verlo apagarse tan rápido, de la noche a la mañana.

—Murió en cuanto salió de la cárcel, ¿lo puedes creer? La alegría de verlo salir me duró muy poco y no tuve tiempo de reaccionar. Me la pasé discutiendo con mi tío, que insistía en que me fuese con su familia a Estados Unidos, y toda mi energía se me fue en eso, cuando era Toño el que necesitaba de mi fuerza y de mi compañía en esos últimos momentos.

—Lo sé, güera, y te entiendo, no sabes cómo lo siento por ti, que eres una chava a toda madre.

No se contuvo más y se echó a llorar en los hombros de Françoise, que la cobijó en sus brazos. Ambas comprendían bien lo que era sufrir, porque las dos las habían pasado negras.

—Échale ganas, Adela, no te reprimas, llora todo lo que necesites para sentirte bien. También yo he llorado, ¿sabes? Por eso sé que te ayuda.

Llevaba conmigo a dos niñas que, me cae, eran oro puro. A Adela la conocía desde que éramos niños y vivíamos por Paseo de la Reforma, cerquita de lo que fueron las vías del tren, en una privada, por el monumento a Petróleos. Estaba más curtida que nadie y maduró muy pronto. Era muy chica cuando perdió a su madre y tuvo que hacerle de todo, de mamá, de compañera de su padre, de ama de casa, de hermana y hasta de “pun-ching-bag” de Toño, que le daba unas madrizas de marca mayor cuando, de pequeños, jugaba con ella a las luchitas. Su padre en la friega, trabajando duro para sacarlos adelante, así es que hasta de papá la hizo con su hermano, aunque falló. Por eso también entiendo a Toño, aunque no lo justifico. Carecieron de todo y les faltó el cariño, la orientación, el ejemplo y no sé qué madres más. Siempre he dicho que Adela es una chingona y que merece todo lo que nunca le ha llegado.

—Entonces dime, ¿te late el güey ese? —le pregunté para cambiar de tema y que no se me apachurrara más.

—¿De quién hablas?

—Del autista, de quién ha de ser.

—No seas baboso, Santiago. No es autista ni mucho menos —y soltaron las dos la carcajada— y sí, me gusta, para qué te lo voy a negar, ¿y eso qué?

—No, pues nada, sólo quería saberlo, ¿y por qué no le entras?

—No comas ansias que no hay prisa, solito caerá, ya lo verás —y volvieron a reírse en complicidad.

Nos detuvimos en Morelia para tomarnos unos refrescos e ir al baño mientras algunos cargaban gasolina. En el verano arrecia el calor y ya lo estábamos sintiendo. Todo marchaba sobre ruedas, literalmente, así es que volvimos a tomar la carretera. En sólo unas cuantas horas estaríamos arribando a la capital de Jalisco, la tierra de las mujeres bellas, dicen por ahí, y si no nos perdíamos, al Café de Troya de nuestros buenos amigos. Metimos el acelerador.

Arribamos a Guadalajara a las cuatro de la tarde, en pleno sol, y nos enfilamos derechito al café. Poncho nos había reservado unas habitaciones cerca de ahí, en el hotel La Luna, de tres estrellas, ni muy muy, ni tan tan, hecho a la medida de nuestro exiguo presupuesto vacacional. La ciudad lucía esplendorosa, menos contaminada que la antigua ex transparente Ciudad de los Palacios, la capital de México, durante un buen tiempo recorrimos sus anchas avenidas, sus imponentes glorietas, sus centros comerciales, las áreas arboladas y frondosas, y sus calles, perfectamente delineadas para no perderse, antes de aterrizar en el centro comercial donde, según las señas, se ubicaba “el complejo empresarial” de nuestros añorados anfitriones, en pleno corazón de la pujante capital jalisciense, que rebosaba de vida a esas horas del sábado por la tarde.

Nos estacionamos a unos metros del local y la pandilla en pleno corrió para hacer su entrada triunfal a las instalaciones. Carpinteros y pintores daban los últimos retoques a la fachada y sus interiores. El letrero, que rezaba: “Café de Troya. Café, libros y algo más”, ya estaba colocado, y unos electricistas encaramados en sus escaleras ponían y quitaban cables y enchufes. Todos los güeyes aplaudimos desde el exterior y echamos una porra a los flamantes propietarios que, al escuchar la gritería, salieron a recibirnos.

Apapachos, besuqueadas, mentadas de madre y un sinfín de expresiones festivas coronaron nuestro reencuentro con los ahora jaliscienses.

—¡Ya extrañábamos tus rollos kilométricos, pinche Poncho! —me adelanté a gritarle.

—¡Ya está aquí el que nos meterá en cintura! —agregó Carlos.

—¡A ver si ya se casan y reconocen a sus hijos, Helga! —le exigió Marcela.

El circunspecto de Poncho no sabía a quién escuchar, atento a los reclamos de la concurrencia. A pesar de que su rostro adusto reflejaba su tradicional seriedad, se le notaba contento, al igual que a ella, de volvernos a ver.

Hicimos un rápido recorrido por las instalaciones antes de retirarnos para ubicar el hotel, instalarnos y prepararnos para salir en la noche a cenar, a sugerencia de Poncho, el hermano mayor. Minutos antes de salir me apartó del resto y me dijo:

—Por aquí estuvo Nagib, supuestamente vino a visitarnos, aunque no le creí. Sabía que ustedes iban a venir, ¿se lo dijeron?

—No, por supuesto que no, ignoro quién le informó. Me topé con él en un antro hace días y casi casi armamos un desmadre por eso, y es que está buscando volver a ver a Françoise, a como dé lugar. Entonces, ¿sigue aquí?

—Me temo que sí, por eso quise avisarles, pero no a todos, no me gustaría que se armara un problema con su presencia, y menos aquí, en estos días. Maneja el asunto como mejor te parezca, pero evita que se produzca un conflicto —me dijo, haciendo uso de su consabida sensatez.

Ya me lo esperaba y se lo comenté a Rómulo solamente, al que le pedí que estuviera en guardia. Si se podía, evitaríamos la confrontación alejándolo. ¿Qué habría sido de Lucía, su compañera desmadrosa que con su traición lastimó a Françoise, su supuesta amiga? Nagib era un picaflor acostumbrado a estar hoy con una y mañana con otra. Lo más probable es que esa relación no hubiera durado más de una semana, y ahora, después de vivir otras muchas aventuras efímeras, intentaba volver a jugar con la niña a la que tanto daño le hizo en Guanajuato. Por supuesto que no lo permitiríamos, al menos que ella estuviese dispuesta a volver a cometer el mismo error…

Tenía un mal presentimiento. Temía que los acontecimientos que vivimos durante el Festival Cervantino, hacía casi tres años, se repitiesen ahora en Guadalajara. Nuevamente habíamos emprendido un viaje, esta vez para acompañar a dos amigos en la inauguración de su changarro, pero ésa parecía ser sólo una excusa, como antes lo fue el evento cultural de Guanajuato. Detrás de ambos motivos se escondía un propósito que nos conduciría irremediablemente a situaciones extremas que no habíamos planeado. En Guanajuato fueron los excesos con el alcohol, las drogas, los engaños y traiciones entre nosotros, la violación, la cárcel y la estupidez las que nos invadieron a todos…

Hoy, aquí, se podía repetir la historia: en aras de un buen propósito, la solidaridad con Poncho y Helga que inauguraban su café-librería. Alguno, o algunos, no sé quienes, ¿Nagib, quizá?, iban a aprovechar este viaje para remover viejas rencillas o para reanudar anteriores despropósitos y desatinos, armar el desmadre y complicarnos la vida a todos. Se habían integrado nuevos miembros al grupo, a los que yo no conocía, ni sabía cuáles eran sus intenciones: me daban mala espina dos chavas poco confiables y un sujeto bastante extraño y, para colmo, deambulaba por aquí un vividor, un cuate poco solidario al que sólo le gustaba jugar su propio juego, el de enredarse con las niñas sin importarle las consecuencias de sus actos.

Sí, me temía lo peor y por un momento pensé que este viaje había sido un error: que nunca debimos planearlo. ¿Qué acaso no habíamos escarmentado? Yo no estaba dispuesto a repetir el drama del año anterior, con sus trágicas consecuencias, pero… ¿y los demás? Pensé que ojalá hubieran aprendido la lección y no cometieran la misma estupidez en Guadalajara.

Ya instalados en el hotel, y repartidos en cuatro habitaciones, para no inquietar a los demás le hablé por teléfono a Poncho desde la recepción:

—¿Poncho?… Agarra bien la onda: si te llama el güey ese, no le digas en dónde nos hospedamos, por favor; que Helga haga lo mismo. Es más, dile que no hemos llegado, ¿de acuerdo?

—Está bien, pero prepárate, porque si no los encuentra allá, lo hará aquí en la inauguración…

—¿Lo invitaste?

—No, se invitó solo. Entiende que no le puedo impedir a nadie que venga, se abre el negocio y es entrada libre, sin restricciones. No es un club privado, así que no podría prohibirle la entrada.

—Pues la regamos, Poncho, ¡puta madre! Es seguro que estará allí.

—Pero qué podía hacer, Santiago. Lo único que se me ocurre es persuadirlo, si llama, de que no se meta en broncas y se olvide de Françoise, que la deje en paz.

—Tienes razón, Poncho, si quiere verla, lo hará y nadie podrá impedírselo. Mejor no le digas nada, ya pensaré en algo.

—Por eso te sugerí que se prepararan. ¡Ah!, y tú no vayas a cometer también una pendejada. Piensa bien lo que vas a hacer y, claro, cuenta conmigo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Nos vemos más tarde.

Subí a mi habitación en el tercer piso, donde el resto se hospedaba, en cuartos contiguos. A Romina y Cotela las pusimos en una habitación, a Françoise, Marcela y Adela, para que no se desacostumbraran, las encerramos en otra. Raúl, Carlos y Ricardo ocuparon la tercera, y Rómulo, Luigi y yo ocupamos la cuarta, y todos en paz. Fue de común acuerdo, tras deliberación democrática, en elecciones libres y sin tener que ir a una segunda vuelta. Quedamos de vernos en una hora en la planta baja.

Estaba acomodando mi ropa cuando sonó el teléfono. Me adelanté a Rómulo y Luigi y tomé la bocina. Era Françoise, alterada.

—¿Qué te pica? —le dije al identificarla.

—Nagib está en Guadalajara, ¿lo sabías?

—Sí.

—¿Y por qué no me lo habías dicho? —me reclamó, evidentemente molesta.

—No quería alarmarte.

—Pues hiciste mal. ¿Qué, quieres hacer de papá como si yo fuese una niña, eso quieres?

No supe qué contestarle, estaba realmente furiosa y no quise provocarla. Me quedé callado.

—¿Quieres protegerme como hacían los hermanos de Hilda? ¿No ves que así fue como la volvieron frágil y dependiente?, y mira cómo acabó.

Al hacer esa comparación, por demás torpe e imprudente, me sentí herido y reaccioné:

—Cometiste un grave error al sacar a relucir a Hilda, que está ausente, y compararme con esos animales que la mataron. Creí que habías madurado. Yo cometí el error, lo reconozco, de no decirte que Nagib está aquí, y que incluso lo vi hace unos días en México…

—También estoy enterada de eso… —me interrumpió.

—Pero tú cometiste la tremenda estupidez de herirme, y eso, Françoise, eso no se vale. Te creí más inteligente. Me equivoqué —y le colgué el teléfono.

De más está decir que todo el mundo se enteró de lo que estaba pasando. El nombre del árabe estaba en boca de todos y nuestra discusión telefónica también. Dejé de hacer lo que estaba haciendo y sin invitar a nadie salí de la habitación dando un portazo y abandoné el hotel. Me metí en un restaurante que estaba a dos calles, y ahí me encerré con un café express en mano, a digerir mi rabia; en ese momento sentía que me llevaba la chingada.

Las cosas se empezaban a complicar…