Clarisa, María Eugenia, Lorena y Melinda, mis hermanas, como de costumbre, se esfumaron en cuanto supieron que vendrían mis amigos. Qué buena onda, no les gustaba estorbar y se movían en otros rollos; cada una hizo su plan y volaron. Mis padres, en lo suyo, como si no existieran, allá arriba, ajenos a todo el desmadre que se pudiera suscitar en el sótano, junto al jardín trasero, donde tendría lugar la susodicha reunión de los “iletrados” y sus invitados.
La coperacha fue abundante, había de todo, chupe para empezar, papitas y demás pendejadas, refresco para la mezcla y las pinches latas energéticas para los apachurrados y para los que no la hacían si no se prendían con algún líquido, ya fuese Red Bull o Boost mezclado con vodka, por ejemplo.
Los citados ahí estaban: Ricardo y Raúl, que aterrizó con una chava, Romina, su free; Carlos, el galán de Marcela, buena onda; las tres mosqueteras, Françoise, Adela y Marcela, que ya vivían juntas, y Rómulo, que trajo a un amigo, Luigi, de origen italiano, para integrarlo al grupo.
—Es de mi cuadra —me dijo— y aunque radica aquí acaba de regresar de Italia, donde vive su familia. Anda más perdido que un indito en la Alameda, pero deja que se ambiente y ya verás que ni pedo, se aliviana. Va a estudiar en tu facultad, cabrón, otro psicólogo pues, y se me hace que la va a hacer.
—¿Es autista? —me aventé—, porque el cabrón ni se inmuta, parece un poste.
—¡No chingues, Santiago! Bájale, ¿no? Déjalo que entre en confianza para que se suelte, no lo vayas a estar jodiendo para que se friquee. Hazle el paro, güey.
Para mi sorpresa y mi tranquilidad, la banda no venía armada, lo comprobé después, y ninguno le entró a la “mota” ni a las pastillitas, lo que me pareció prudente… ¿en mi casa? Hubiera sido una chingadera, ¡se disciplinaron!
La que sí despertaba alucinaciones era el free de Raúl, el norteño, una exótica morenaza de nombre ídem, a la que le roncaban los motores y no tenía desperdicio. La Romina sí que se movía a sus anchas, como si conociera a todos desde siempre, ¡ésa tenía más cuerda que un juguete nuevo!, y se bailaba fácil a su galán, al que traía marcando el paso.
—¿De dónde la sacaste, güey? —le preguntó Ricardo, que babeaba al observarla.
—Te las regalan con tres tapitas de refresco, pendejo.
A Ricardo no se le paraba ni una mosca, ése no levantaba ni sospechas, como que espantaba a las chavas, y no sé por qué, pues era un gran tipo y merecía todo menos compasión. No le conocíamos ni un free, bueno, ni siquiera tenía perro que le ladrara ni gato que le maullara, andaba seco y, la verdad, nos preocupaba.
A la Françoise la vi muy bien, bastante repuesta; volvió a ser la niña atractiva que por primera vez vi bajar de las escaleras del hotel de cuarta de Guanajuato, donde nos hacinamos los 16 durante el carnavalesco Festival Cervantino que nos dejó tan traumáticos recuerdos. Traía en ese entonces unos diminutos shorts que no dejaban nada a la imaginación. Sus ojos verdes, casi grises, y su pelo castaño ensortijado combinaban muy bien con su graciosa figura; nos fascinó a todos esa vez. Hoy, en cambio, proyectaba otra luz, más tenue, más discreta. Seguía siendo hermosa, pero ya no era esa niña coqueta que necesitaba tanto llamar la atención y concentrar las miradas en torno a ella. Le habían dado duro, había sido herida salvajemente… por sus padres y por esos animales que la violaron, y por el cabrón de Nagib que jugó con ella y la abandonó a su suerte en manos de esos desalmados. Hoy era otra, más reflexiva y centrada, más mujer y mejor amiga. Me encantaba verla de nuevo aquí en mi casa.
La llevé al jardín, y ahí, en unas piedras, nos sentamos, lejos del bullicio que imperaba en el salón. Quería ponerme al día con ella, me hacía falta:
—¿Y qué onda, Françoise, que ya viste a tu papá?
—Sí, al fin se dejó ver.
—¿Y…?
—Pues eso, de poca madre, ¿no?
—Y tú, ¿en qué andas? —insistí.
—Tratando de poner en orden mi vida, que ha estado de la chingada. Ahí voy saliendo. ¿Y tú?
Le recordé que no hacía mucho tiempo, en ese mismo lugar, sentados sobre las mismas piedras habíamos estado Hilda y yo.
—¿Te acuerdas, Françoise?
—Sí. Ustedes estaban en su pedo, arreglándolo, y yo, pues estaba feliz de volverlos a ver a todos. Me acuerdo que cuando te vi, pinche Santiago, me diste un abrazo poca madre, me recargué en tu hombro y lloré en silencio. Quizá no te diste cuenta, pero me sentí muy cobijada por ti.
—¿Y qué te pareció lo de Toño? —le pregunté.
—Me friqueé un buen, estuvo gacho. ¿En dónde fue que se embarró el güey, eh?
—Ve tú a saber. No fue en Tijuana ni en Guanajuato, de eso estoy seguro, porque después de que te infectas pasa un buen tiempo para que se desarrolle. Para mí que ya lo traía de años atrás. ¿Sabes? El SIDA es cabrón y no te avisa.
—Por eso yo me hice la prueba inmediatamente después de que me “lincharon” esos putos. Dentro de lo mal que me fue, al menos de eso salí librada.
—Y la terapia, ¿la has seguido?
—Sí, y me ha ayudado un chingo. Es la que me está sacando a flote.
—Me raya que ya estés del otro lado, me alegra porque has aguantado mucho.
Me preguntó por los hermanos de Hilda y quiso saber si había procedido contra ellos por los daños que me ocasionaron, a lo que le respondí que el mayor daño se lo habían hecho ellos mismos al perder a su hermana.
—¿Sabes? Creo que es mejor dejar las cosas así y no moverle más, ¿para qué? Allá ellos y su conciencia con lo que hicieron, ¿no crees?
—Haces bien, y te felicito porque, a diferencia de mí, has sabido salir adelante solo y sin ayuda. Por todo eso te quiero mucho y te admiro.
—Yo también a ti, Françoise.
En el salón no hacíamos falta ni nos pelaban, cada uno estaba en su rollo. El norteño no soltaba a su presa y a ésta le gustaba el cachondeo. Marcela y Carlos arrejuntaditos, Adela y Rómulo en la chorcha, Ricardo… en la baba, chupando solo, y en un rincón, el convidado de piedra, que ni se movía. “Qué tipo más raro” pensé. “¿Y de dónde habrá salido?”, me preguntaba.
Poco a poco fueron abandonando la cueva para instalarse en el jardín, quizá motivados por nosotros, que llevábamos un rato ahí, muy a gusto.
—Y ustedes qué, ¿no chupan? —me gritó Rómulo al pisar el jardín vaso en mano.
Era el momento. Antes de que se empeden —pensé— será mejor que los reúna para que les haga la invitación, de parte de Poncho y Helga. La idea era planear la escapada al Café de Troya, en Guadalajara, y me lancé. Todos se acomodaron en el jardín bien armados de copas y, sin preámbulos, les expuse el plan: asistir a la inauguración del café-librería del “hermano mayor” y su “alemana”.
A todos les rayó, incluso a los invitados, Romina la primera.
—¿Te apuntas, Luigi? —le preguntó Adela al imperturbable amigo de Rómulo, que, aunque físicamente estaba presente, parecía estar en otro lado. Despertó.
—Sí, por supuesto, me parece buena idea.
Y abandonando su árbol, con el que tampoco habló, se unió al brindis. No me imaginaba qué podía aportarnos un cuate así, que no chistaba, que estaba tan distante de todo lo que acontecía a su alrededor. Con todo y eso, Adela no le quitaba la vista de encima, ya lo había notado, y empecé a elucubrar: ¿le estará latiendo el güey? ¿Se estará clavando con él? ¡No, si en todas partes se cuecen habas! Reflexioné, ¡ver para creer!
—¡Brindemos por el reencuentro! —propuse.
Ahí estaban todos, o casi todos, menos los que se nos fueron y los otros cinco que se habían esfumado pero que ni falta nos hacían. El nefasto quinteto de la muerte integrado por Nagib, Lucía, Ana, María y Gino, nada tenía que hacer en este nuevo intento por juntarnos y pasarla bien, sin hacerla de tos, sin las ínfulas de conquistador del irresponsable Nagib, el árabe, ni las puterías orgiásticas de la desquiciada Ana y su comparsa Gino, al que me enfrenté estúpidamente, como estúpida era la otra perdida, la “endrogada” de María. ¡Vaya fichitas que eran! Nosotros no cantábamos mal las rancheras, pero de ahí a lo que éstos eran e hicieron en Guanajuato, había un largo trecho, una distancia abismal. ¡Tarjeta roja para ellos! A cambio, se nos unían tres más, la pizpireta Romina, que traía de un ala a Raúl, el misterioso Luigi, de muy buenas referencias, según Rómulo, y ahora Adela, que no había ido a Guanajuato. Formamos un grupo lo bastante grande como para armarla bien en el café de Helga y Poncho.
—Entonces quedamos, no se vayan a pandear a última hora —les advertí antes de que se fueran.
Cuando me despedí de Adela no pude aguantar y le pregunté, a solas, sin que nadie nos escuchara:
—Te rayó el güey, ¿verdad?
—¿De quién hablas?
—Del Luigi, no te hagas.
—… no está mal, no está mal, me puede, si te soy sincera, pero cierra el pico, ¿sí?
Seguramente estaban crudos, porque esa noche nadie se emborrachó y hasta sobró el chupe. Me gustó. Ya tendríamos tiempo de ponemos hasta las cachas en algún antro de Guadalajara. Hacía tiempo que no me reventaba y necesitaba desfogarme, alivianarme un poco. A medida que pasaban los meses me iba recuperando de todas las heridas, unas y otras, y la noche en que me reuní con ellos me sentí mejor. Era un buen grupo para rolarla, para pasarla bien y para confiar; hicimos la y “limpia” y nos sacudimos de unos cuantos, lo de Guanajuato no se repetiría, y todos —deduje— habíamos sacado alguna experiencia de aquella traumática escapada al Cervantino.
Caí rendido, abrí el libro que había estado leyendo en la página en la que me había quedado, De profundis, de Oscar Wilde, un chingón, pero caí dormido de sopetón. Minutos antes me vino un down que no pude evitar; las imágenes se sucedían frente a mí, una tras otra: el jardín, los amigos, Hilda, la reunión, la música, e Hilda otra vez, que se repetía… Hilda, Hilda, Hilda, ¿por qué no estás aquí?