5. El Café de Troya

¡Entramos a exámenes y a la joda! Sin darme cuenta el tiempo había volado. Desde que salí del hospital, seis meses atrás, ocupé mi mente, mañana, tarde y noche, en todo, menos en pensar en aquello que me podía deprimir. Aun así tuve momentos difíciles, recaídas que buscaba evitar… ¡Hilda estaba presente, no la dejaba ir y, sin proponérselo, pobrecita, me martirizaba! Hice de tripas, corazón, me armé de valor y voluntad y me levanté una y mil veces. Por eso ocupé mi mente en preocuparme por Adela, en pegármele a Rómulo para, juntos, soñar, planear y, claro, también me puse a estudiar. Fue mi terapia, mi escape y mi medicina.

Saqué adelante los estudios, no sé ni cómo, y concluí la prepa sin grandes contratiempos. Dejaba atrás otra etapa y me aprestaba a ingresar, al fin, a la universidad, a la carrera de psicología. Rómulo le entró a la administración. ¡Qué contraste! Y ambos nos propusimos complementarnos, ¿pero cómo lo haríamos? Después nos dimos cuenta de que sería muy fácil. La idea surgió un día que estábamos en el club Landet, a donde íbamos de vez en cuando a practicar deportes; yo creo que ya la teníamos en mente y ese día la dejamos fluir:

—Algún día tendremos que construir juntos un centro de rehabilitación juvenil, ¡a huevo! ¿No te late? —me lanzó el reto, sin más, como probándome.

—Me late. Le entro, aunque sea contigo…

—¡Ya, bájale, güey! Sería de lujo conmigo. No mames, estaría de huevos que uniéramos nuestras carreras en aras de ese objetivo: tú como psicólogo y yo como tu administrador, ¡ni mandados a hacer! —soñaba Rómulo en voz alta.

—Me late la idea, ya en serio. Hay muchos güeyes desorientados a los que les vendría muy bien una aconsejada a tiempo, un párale ahí, y no la cagues, no sé, que les escucháramos, que les permitiéramos desfogarse para que no reprimieran sus sentimientos y corajes y liberaran sus traumas y sus inhibiciones.

—Y el primero en apuntarse en esa lista serías tú, güey —aseguró Rómulo, muerto de risa—, pero te creo, Santiago, las has pasado duras y tupidas y tienes madera para saber plantear las cosas con sensatez y ayudar a terceros… Yo te administraré, cabrón.

De aquella plática informal, medio en serio y medio en broma, fue que se nos ocurrió, como primer paso abonarnos como voluntarios a alguna organización no lucrativa que persiguiera esos mismos intereses. Nos serviría de práctica y nos permitiría aprender y, también, proponer. Necesitábamos con urgencia ayudar a los demás, y ése era el motor que nos impulsaba a enrolamos en una aventura solidaria. Así que convenimos que al ingresar a la universidad haríamos los primeros contactos.

En el velorio de Toño coincidimos la mayoría de los cuates, casi todos los que se habían apuntado para ir al Cervantino y otros más, algunos conocidos. Acordamos juntarnos en las vacaciones, pero no le pusimos fecha ni lugar. Llegaba el momento de hacerlo y no lo dudé. Al primero que intenté llamar fue a Poncho, el más formal de todos, el “hermano mayor”, como le llamábamos, que no había estado presente en el funeral. ¿Qué era de él, qué hacía y en qué andaba? Otra que tampoco estuvo fue Helga, que voladamente, como no queriendo, derrapaba por Poncho, o al menos eso es lo que dejó ver durante su estancia en Guanajuato. ¿Andarían juntos? Habría que despejar tantas interrogantes y, por lo mismo, se me antojaba esa reunión.

Era ahora o nunca, me dije, y tomé el teléfono para hablarle.

Fue inútil, no dio señales de vida. Recurrí a Helga y lo mismo. Se habían esfumado. Recordé que tenía la dirección electrónica de Poncho y la tecleé sin pérdida de tiempo. ¡Albricias!, me contacté con él y “chateamos”.

—¿Qué es de tu vida, güey? ¿Dónde andas?

—Aquí en Guadalajara, ¿cómo la ves, Santiago?

—¿Y Helga? —me picaba la curiosidad por saberlo.

—Aquí conmigo, echándome una mano.

—¿Y dónde es que te la pone, si se puede saber?

—Me ayuda, pendejo, estamos en lo mismo —me respondió.

—¿Y qué es lo mismo?

—Voy a inaugurar un café-librería.

—¡Qué buen pedo, güey!

Jamás me extrañó que no estuviese conmigo cuando pasé las de Caín, como diría mi madre. Así era él, solidario, sí, pero a su manera. Nos queríamos, lo tenía muy claro, pero no esperaba que reaccionara diferente, aunque eso sí, cuando lo buscabas lo encontrabas y te respondía, sabía estar a tu lado si lo necesitabas. No me hizo falta en esos momentos y supo hacerse a un lado para no estorbar, pero cuando se comprometía a algo le echaba los kilos y, por su edad —era el mayor de todos—, sabía poner orden cuando nos alborotábamos. Durante los preparativos para el viaje a Guanajuato llevó la voz cantante, ¡nos echó cada rollo! Pero eso sí, con su presencia lograba aplacarnos un poco, nos hacía mucha falta.

—Quiero decirte que sentí mucho la muerte de Hilda, aunque no haya estado con ustedes —me dijo mientras chateábamos.

—Yo lo sé, Poncho, lo tengo claro.

—Por eso me alegra saber que tú estás bien, hermano.

—Ahí la llevamos, más o menos —le fui sincero—, pero… ¿ya te enteraste del fallecimiento de Toño?

—Sí, Helga se enteró y me lo dijo. ¿Estuvo grueso, no crees? Y su hermana, ¿cómo está?

—Jodida y bien jodida, pero estamos con ella. Oye güey, cambiando de tema, ¿cómo es eso de que te aventaste un café-librería?, cuéntame…

Por lo visto se había asociado con Helga y se largaron a Guadalajara, hartos de la ciudad de México, con el firme propósito de abrir un negocio. Al parecer lo tenían bien estudiado, y con dinero prestado se dieron a la tarea de buscar un local cerca de la Plaza del Sol y no pararon hasta encontrarlo. Ya casi estaban listos para inaugurarlo:

—¿Y cómo se va a llamar?

—Café de Troya.

—¡Qué chido!

Sería un espacio, me dijo, para tomar café y leer libros.

—Fuera revistas —me advirtió—, porque un país que sólo lee porquerías, lo que menos necesita es que lo atiborren de más pasquines, entre periódicos chafas, revistas para taradas y fotonovelas para impotentes, que ahuyentan aún más a los posibles lectores de libros, —argumentó.

—¿Por qué no se vienen a la inauguración o antes y aquí lo celebramos? —me propuso—. A ver si cultivo un poco a esa cuerda de iletrados, ¡ah! y el café va gratis. ¿Te late?

La invitación estaba hecha. Coincidía con las vacaciones y se me antojaba un buen. Así que decidí que era el momento de organizar la reunión tantas veces pospuesta y enseguida empecé a llamar a algunos. La cita sería en mi casa, donde tantas otras veces nos habíamos juntado; la última fue en diciembre del año pasado, cuando volví a ver a Hilda y me confesó que estaba embarazada. Lo tenía muy presente. Ese día nos reencontraríamos, a casi un año de que planeamos la huida al Cervantino, y organizaríamos la escapada a Guadalajara, a invitación expresa del “hermano mayor” y su consorte, hoy convertidos en flamantes empresarios de la cultura y el buen café. “Los iletrados”, según palabras de Poncho, seríamos sus huéspedes, o sus paleros en esa festiva inauguración, y les echaríamos porras y mentadas de madre para que la hicieran juntos, para que triunfaran como libreros y como pareja, me dije a mí mismo… y puse manos a la obra.

Françoise, Marcela y Adela —a la que a duras penas convencieron— ya estaban puestísimas para dejarse caer esa noche en mi casa, en el salón del sótano, como de costumbre. También se apuntó Carlos, el galán de Marcela —¡a buena hora se arrimaron!—, Raúl y Ricardo, por supuesto, y Rómulo y uno que otro colado. Al menos la mitad de los 16 güeyes que habíamos ido a Guanajuato. Los demás… se habían esfumado. De Nagib y Lucía, los destrampados; la tristemente célebre Ana y su comparsa, Gino; la otra puta de María —¡María Magdalena en versión moderna!— y demás bichos de idéntica estirpe y calaña, no sabíamos ni queríamos saber nada. Mejor solos que mal acompañados, pensé, y me olvidé del resto. Rómulo prometió llevar a algunos amigos que, aseguró, encajarían de maravilla en el grupo, y lo celebré.

—Mientras no sean tan mamones como tú, bienvenidos.

—No chingues, güey, son de poca madre, como yo, aunque te arda cabrón.

Así nos llevábamos él y yo… por algo decía mi madre que “la confianza da asco”, y es que no nos medíamos ni nos cuidábamos, nos soportábamos, que no es lo mismo, y eso es lo que nos unía como amigos, como increíbles amigos de toda la vida. Lo quiero un chingo al cabrón.

Sin darnos cuenta, al juntarnos de nuevo para “reconocernos”, no solamente planearíamos un nuevo viaje, esta vez en aras de la inauguración con bombos y platillos del local de dos cuates, Poncho y Helga, del Café de Troya, también nos íbamos a meter en otra batalla, tan violenta y sangrienta como la de Guanajuato, con todas sus consecuencias ya narradas en la historia. ¿Coincidencia? ¿Premonición?

En el sótano de mi casa se cocinaría otra debacle, otro desatino. Lo de Troya fue un acontecimiento desgraciado, un estallido histórico que ya está en los libros…

La batalla nuestra todavía no se había escrito… pero comenzaría a partir de la inauguración del Café de Troya y la excusa para viajar a Guadalajara.