20. La negación

Salí disparado rumbo al hospital con la esperanza de encontrar a Rómulo. Tomé la avenida que conduce al Periférico esquivando los coches con los que me topaba en medio de la lluvia, que arreciaba a esas horas de la noche. En el intento, por poco me estampo contra otro que hizo una brusca maniobra. Ya me veía incrustado en su defensa trasera… Lo evité virando oportunamente hacia la derecha y aceleré el motor en un tramo que estaba libre de vehículos.

Repicó mi celular y lo tomé. Era la mamá de Rómulo, angustiada:

—¿Ya te enteraste, Santiago?

—Sí, me lo acaba de decir mi mamá. Ahora me dirijo al hospital…

—Sí, Santiago, por favor, ahí debe estar mi hijo, te lo encargo mucho porque me temo que no va a ser fácil para él asimilar esta desgracia, y tienes que ayudarlo.

—Sí, tía, así lo haré, por eso quiero verlo.

Estacioné el vehículo y me dirigí a la entrada principal del hospital en el momento en el que Rómulo lo abandonaba. Me apresuré a alcanzarlo, lo agarré de la camisa y lo hice reaccionar porque se veía alterado:

—¡Espera, Rómulo! ¿Adónde vas?

—¡Qué carajos te importa!

—¡Me importa mucho, por eso te lo pregunto! Ya me enteré y…

—¡Y me vienes a decir que tengo la culpa! ¿No es eso?

—¡No vengo a reclamarte nada de lo que no hiciste! El que manejaba el coche era él, no tú, y él fue el que se metió la dosis y te chantajeó para que le dieras las llaves. Tú no tienes nada que ver con eso.

—¿Ahora me lo dices, cuando ya es demasiado tarde? ¡Eres un hijo de puta! ¿Lo sabías? ¡Déjame en paz!

Traté de contenerlo, pero fue inútil, me empujó y siguió su camino para dirigirse al estacionamiento y abordar el coche de la mayor de sus hermanas. Antes de que arrancara le grité:

—¡Tienes que controlarte, no ganas nada reaccionando así, escúchame!

—¡Tú no entiendes nada ni sabes nada, nunca lo has sabido, vete de aquí, desaparece de mi vida!

—¡Vamos a hablar —insistí—, por favor Rómulo, vamos a hablar!

No hizo caso, me ignoró, se desahogó maldiciéndome, se montó en el coche y desapareció. Lo pude haber seguido en el mío, pero hubiera sido una locura… Perseguirlo para que se detuviera, así como estaba de ofuscado y fuera de sí, de noche y lloviendo, podía resultar contraproducente, incluso más peligroso que dejarlo solo. No era el momento, y no serviría de nada porque no iba a razonar, no estaba en sus cinco sentidos… y yo ya había recibido demasiadas pedradas como para apechugar otra andanada.

Empapado de pies a cabeza regresé a mi casa, hablé a la suya y para mi tranquilidad me dijeron que acababa de llegar y se había encerrado en su habitación. Estaba a buen resguardo. Respiré profundamente, me quité la ropa y, por segunda vez, me di un baño, esta vez con agua muy caliente porque estaba tiritando de frío. Cuando me metí en la cama pensé en llamar a Françoise… pero desistí; su carta era muy clara: “…Cuando creas que puedo compartir tu mundo…”, me escribió y no, no estaba preparado para permitirle que se involucrara en mis broncas del pasado ni en las del presente. Se había hecho a un lado para no estorbar y hacía bien, mejor así…

Tranquilicé a mi familia diciéndoles que todo estaba bajo control y que ya mañana, más calmado, le echaría una mano a mi amigo. Me abracé a mi almohada y recordé lo que Rómulo significaba en mi vida, lo que había hecho por mí y lo que pensábamos hacer juntos. Cuando sucedió lo de Hilda me arrimé a él y me apoyó para salir adelante. Nos inventamos un proyecto, hicimos nuestros pininos, nos sentimos útiles y capaces y emprendimos los estudios universitarios enfilados a servir a los demás, a construir nuestro sueño, ese centro de rehabilitación juvenil que ocupaba ya nuestras mentes y empezaba a llenar mi vacío.

Sabíamos que al entrar a las carreras de administración y psicología iríamos dejando atrás, poco a poco, el mundo del “ahí se va” propio de los preparatorianos, de los que todavía no asumen plenamente su responsabilidad, y es que la universidad, si la tomas en serio, te va curtiendo, te va forjando el carácter y la disciplina que pone en orden tu vida y tus aspiraciones. Como que ya estábamos en las últimas… aún teníamos cuerda para seguirla rolando, pero cada vez era menos, y el final de nuestros desmadres, o de los míos al menos, se acercaba. En eso también noté que estaba cambiando: me había vuelto más prudente, menos lanzado… los trancazos no fueron en balde, pensé. Además, ahora ya veíamos más cerca la conclusión de unos estudios que empezaron cuando teníamos cinco años… Claro que hay muchos que se meten a la UNAM sin haber aprobado la materia de “Plastilina 1” en el jardín de niños o, si lo lograron, se comportan en la facultad como si fueran eso, unos niños berrinchudos y pendejos que, a su edad, suelen ser catalogados de lastres. No era nuestro caso: nosotros queríamos estudiar en serio y sacar adelante nuestras carreras.

Rómulo me convenció de que volviese a creer en mí y que le echase todas las ganas para salir adelante, e incluso a él le debo haber recobrado la alegría, el buen humor y la voluntad de ser y hacer. Por él y con él volví a juntarme con los amigos y a ilusionarme con alguien. Él estuvo a mi lado y me escuchó cuando yo necesitaba hablar para desahogarme. Ahora yo tenía que escucharlo a él, comprenderlo y ayudarlo… “Rómulo, por encima de todas las desavenencias… e insultos, ¡eres mi hermano!”

Por Françoise sentía otra cosa… y todavía no me la podía explicar, estaba confundido. En tal caso, ella dijo que sabía esperar.

Fue imposible ver a Rómulo al día siguiente. Tenía un chorro de cosas que decirle y otras tantas que aclararle. No pensaba indagar en su vida más allá de lo que quisiera contarme. No pensaba por ningún motivo cuestionarlo por las dudas y confusiones que tenía respecto a su extraña relación con Luigi. Sólo quería pedirle que me comprendiera y me perdonara por haberme encabronado con él porque permitió que Luigi se saliera con la suya, que se pusiera en mi lugar.

Deseaba romper el silencio y hacer las paces para ayudarlo. Su verdad, ese secreto que escondía, se lo podía llevar a la tumba si quería. Nadie lo sabía, y Françoise y yo no lo divulgaríamos.

Pasaron tres días y Rómulo no dio señales de querer hablar. Se negaba a verme y me empecé a desesperar. Empecé a extrañar a Françoise, mi fiel compañera de viaje… y de secretos bien guardados. Me acostumbré a tenerla a mi lado durante los siete días que duró el viaje y a las cosas bellas que me dijo en ese tiempo, y que aún recuerdo, y a otras tantas, que también conservo secretamente, que descubrí con su actitud… Sí, en algunos momentos me hacía falta.

Ya para entonces todos los amigos estaban enterados de la muerte de Luigi: se corrió la voz con el primero que intentó hacer contacto con Rómulo, no sé quién fue pero, al igual que los míos, sus intentos por verlo fueron infructuosos. Se negaba a ver a nadie. Su familia nos pidió que tuviéramos paciencia porque necesitaba estar solo y recapacitar para poder superar el trauma. Así que fuimos prudentes… hasta que mi paciencia se agotó y tomé una decisión: si la montaña no viene a mí, yo voy a la montaña, dijo Mahoma y fue un sabio. El cuarto día me levanté con nuevos ímpetus e inmensas ganas de abrazarlo y decirle: “Yo estuve así, postrado, rendido y dispuesto a dejarme vencer por la adversidad. Perdiste a un amigo y yo perdí a Hilda, pero tú me rescataste, me tendiste la mano y salí adelante. Vengo a tenderte la mía, solidaria, y a decirte que el mundo no se acaba y que tenemos toda una vida por delante…”

Llamé a su casa, decidido, y me contestó la chica del servicio:

—¿Está Rómulo? —le pregunté.

—Sí, joven, pero ya sabe que no quiere hablar con nadie.

—¿Y su mamá?

—Tampoco está.

—¿Hay alguien más?

—No, todos salieron.

—Bueno, está bien. Más tarde llamo. Gracias —y colgué.

Pensé que Rómulo podría haber escuchado la conversación a través de la extensión de su cuarto, así que fingí que lo dejaba en paz, pero lo que me proponía era aprovechar que nadie estaba en su casa para caerle de sorpresa y así, a solas, poder hablar con él. Era el momento indicado e iba decidido a lograrlo de una vez por todas. Abordé mi coche y me dirigí a su casa, me sentía animado e impulsado por el inmenso cariño que despertaba en mí ese güey atolondrado.

Llegué a su domicilio y me cercioré de que no estuvieran los coches de su familia. No toqué el timbre, abrí la reja que da al jardín y rodee la construcción evitando pasar por su ventana, hasta ubicarme debajo de la que daba a la cocina. Me asomé y no vi moros en la costa… Aguardé pacientemente a que la muchacha retornara a las labores culinarias que seguramente estaba atendiendo en esa parte de la casa, o bien a que por algún motivo saliera al jardín para poder pescarla. La Panchita me conocía y sería mi cómplice; quería que me abriese la puerta trasera para entrar y sorprender a Rómulo… sólo así podría abordarlo.

Pasaron los minutos y yo seguía ahí, agazapado, como si fuera un maleante que espera a su presa para atacarla… hasta que la dichosa muchacha se dignó a aparecer. Retornó a la cocina tan tranquila y se dirigió a la estufa. La tenía de espaldas cuando la vi, así es que intenté atraer su atención:

—Shht… Shht… Panchita, soy yo. Santiago…

Volteó y me vio asomado por la ventana. De inmediato le hice señas de que no dijera nada y saliera de la cocina para hablar conmigo. Evité asustarla y reaccionó positivamente. Abrió la puerta trasera y salió. La llevé a un rincón del jardín y ahí, agachados, le pregunté:

—¿En dónde está?

—¿Quién, joven?

—Quién va a ser —le reproché—, Rómulo.

—En su cuarto, ahí sigue, no he podido ni hacerle la cama, ¿usted cree?

—Ni se la haga, despreocúpese. Voy a entrar a verlo. ¿A qué hora se fueron todos?

—Muy temprano.

—¿Y vienen a comer?

—Sólo van a venir las niñas.

—Bueno… tengo tiempo. Voy para allá… ¡ah!, y no nos interrumpa para nada, ¿de acuerdo? —le advertí.

—Pero tóquele la puerta antes de entrar, porque si no se enoja, yo sé lo que le digo.

—Descuide.

Entró primero ella y se dirigió a la cocina a continuar con su quehacer. Ignoraba si estaba despierto o dormido, pero fui directo a su habitación, al fondo del pasillo y, al llegar, sin pensarlo dos veces, abrí la puerta… y lo encontré:

—¡¡¡Nooo!!!