—Lo baleamos al cabrón, no se nos podía pelar —le comunicó a Hilda su hermano mayor, sin el menor rubor, disfrutando el hecho.
—¿Y qué le pasó? ¿Dónde lo dejaron? —quiso saber Hilda, hecha un manojo de nervios.
—En la morgue, donde tenía que estar… y bien madreado, hermanita —le advirtió el otro, secundón, carcajeándose.
—¡No es cierto, están ustedes locos, son unos asesinos!
—Te salvamos de sus garras. Ese hijo de puta no se salió con la suya, ya se chingó. Nos lo debes agradecer —agregó.
—¡No, Hildita, no se vaya, quédese aquí, no haga nada!, ¿a dónde va, niña? —la “nana” intentó detenerla, con la angustia de verla así, descompuesta, en medio de una aguda crisis nerviosa, y sin poder controlarla.
—¡Desgraciados, desgraciados!
Petra se pegó a la puerta para impedir que la abriera, pero Hilda, desquiciada, con brusquedad la hizo a un lado y corrió hacia la calle desenfrenadamente.
—¡Regrese, por favor, no haga tonterías!
Fue inútil, Hilda no escuchaba. Sus hermanos ni se inmutaron. “Corría como loca, como alma que se la lleva el diablo”, declararía después la servidora doméstica a las autoridades competentes. “No hizo caso, estaba como poseída o algo así, no supo lo que hacía.” Desde la puerta principal de la casa fue testigo del momento en que cruzó la calle, se desmayó y fue arrollada por un vehículo que transitaba a gran velocidad; el conductor no pudo frenar e Hilda falleció instantáneamente.
—La niña no estaba bien, yo lo sé, llevaba unos días muy malos, la conozco y “pos”, sus hermanos la alebrestaron, como que le hicieron el mal y mi Hildita no se supo aguantar —declararía la buena señora, hecha un mar de lágrimas.
Debido al maltrato físico y emocional que sufrió a manos de su familia, padecía una acentuada preclampsia o hipertensión del embarazo que ocultó y se la llevó a la tumba. Víctima del estúpido machismo de su padre y hermanos, y de la impotencia sumisa de su madre, que creyeron protegerla al impedirle que continuara la relación conmigo y lo que consiguieron fue lo contrario, desprotegerla, hacerla frágil. La incomprensión, el desatino y la ceguera basadas en las ya añejas costumbres moralistas ligadas con la virginidad, la pureza y otras chingaderas por el estilo, probablemente escritas por algún pariente cercano de Carreño, el del manual, que reinaba en cada uno de los miembros de su familia, dieron al traste con sus sueños y con su vida.
Supe también que, por lo mismo, el ser que llevaba en sus entrañas, cuyo nacimiento tanto ansiábamos los dos, había muerto antes de nacer. Acabaron con todo, pero también con ellos mismos… ¿Lo entenderán algún día? Me temo que no; viven en una época medieval en la que la represión, el castigo y la hipocresía lo cubren todo y no los dejan ver. A Hilda la mataron ellos.
—¡¡No es posible… no puede ser!!
Cuando mi familia me comunicó el fatal desenlace, aún permanecía encamado en el hospital, a punto de abandonarlo tras un diagnóstico favorable que me inyectó ánimo y fuerzas. Mis heridas cicatrizaban lentamente; la golpiza y las balas que habían dejado sus huellas en mi humanidad no me impedirían seguir adelante, pero la noticia, que tuvieron que adelantarme porque la ausencia de Hilda ya empezaba a inquietarme más de la cuenta, propició que me hundiera en una profunda depresión que me ha costado superar. Esas otras heridas, que no se curan en un quirófano ni postrados en una desangelada cama de hospital, ésas no han cicatrizado todavía.
Abrí los ojos sólo para volver a cerrarlos y recorrer, paso a paso, minuto a minuto, toda la historia entre nosotros, como quien repasa una película y la vuelve a ver, a sentir, a sufrir y a celebrar. El primer día que la vi cursaba el segundo de prepa en la misma escuela que yo, pero fue en la escapada al Cervantino que al fin pudimos acercamos; ella con sus 18 años, yo a punto de concluir el tercer año e ingresar a la universidad, a una nueva etapa. Después, en el antro de Guanajuato, me sorprendió por su ingenuidad.
—¿Qué fuman? —me preguntó al ver que otros le entraban con ahínco y fruición a la mota.
—¿No sabes?, ¿…de verdad que no sabes? —le pregunté sorprendido.
—No.
—¿Pues en qué mundo vives, Hilda?
—Pues es que, aunque no lo creas, yo vivo como en otro planeta, muy diferente al tuyo —me confesó tímidamente, con absoluta franqueza.
Y era cierto, en efecto vivía así, en otro mundo, entre cristales, resguardada y mal protegida porque, reflexioné después, esas endebles y frágiles paredes de cristal se podían romper y hacer añicos en cualquier momento… y no estaba preparada para defenderse en el mundo real porque no lo conocía. ¡Así de absurdo, así de fácil! ¿Lo entenderán sus padres?
Recordé nuestras desavenencias, las reconciliaciones, nuestra separación, el reencuentro, cuando hicimos el amor, y comprendí lo que era esto, amar, y más aún: lo que es el amor para una mujer. Recordé su velada insinuación de que iba a tener un hijo nuestro y el temor —pavor, diría yo— que sentí de que se enterara de ello su familia y, después, la debacle, la sinrazón, el ofuscamiento de esos seres que supuestamente la amaban… y la persecución, la balacera, la casona de Polanco a la que llegué arrastrándome, y el hospital… sin ella.
He releído muchas veces su carta, ésa que me escribió a nuestro regreso de Guanajuato, cuando nos habíamos distanciado:
Querido Santiago:
Te niegas a saber de mí, rehúyes hablarme y han pasado varias semanas sin vernos. He respetado tu silencio hasta el día de hoy, pero ya no puedo más.
Supe que fuiste a visitar a Françoise y me dio mucho gusto porque te necesita; aunque no lo diga, nos necesita a todos y, aunque yo no te lo haya dicho antes, a mí también me haces mucha falta, por eso te escribo.
Como los exámenes no nos permitieron coincidir en la escuela, quise llamarte por teléfono, pero preferí recurrir a la carta para poner en orden mis ideas… Te escribo con la cabeza, pero también con el corazón; no puedo pensar en ti fríamente.
Ayer tuve problemas en mi casa, al igual que el otro día y que todos los días del año. Como soy la única mujer en medio de puros hijos varones, se me dificulta comunicarme con mis hermanos, y mi mamá, con su excesivo celo, me sobreprotege y vigila hasta el extremo de ser hostil conmigo.
De ahí mi evidente ingenuidad y la inseguridad que muestro en todos mis actos. Mi familia me ha asfixiado con consejos, advertencias y reglas, las cuales me han sometido e impedido crecer. El machismo que prevalece en mi casa me ha convertido en una persona temerosa de todo y de todos.
Sí, lo habrás notado, tengo miedo de amar. Pero creo que tú también. Tu huida inmediatamente posterior al día que nos enojamos es la prueba. En esa ocasión yo me ofusqué, lo reconozco, pero tiene su explicación. Por años he buscado en mi casa que me tengan confianza; pero pareciera que creen que el mundo me va a devorar, que no puedo asumir responsabilidades y riesgos por mi cuenta, y el miedo que esa actitud me ha infundido me ha vuelto una persona muy frágil.
Contigo empezaba a creer en mí misma, a revalorarme; no sólo fue tu cariño el que me armó de valor, sino también la confianza que depositaste en mí al creerme, al escucharme, al dejarme hacer y, por lo tanto, ser. Contigo realmente me sentí mujer.
Por eso aquella noche que me di cuenta que me ocultaste lo que sabías de Françoise, me sentí defraudada; no confiaste en mí… como nunca lo han hecho en mi casa. Sin embargo, frente a ellos, mis padres y hermanos, no reacciono así, con ellos simplemente callo, hago como que obedezco, porque en ellos prevalece la intolerancia, porque para ellos no tengo derecho a opinar porque soy mujer.
El pensamiento y el corazón me dicen que tú, Santiago, sabrás escucharme. Cuando me lancé contra ti en una reacción incontrolada de la que ahora me arrepiento, me impulsaba el dolor y la rabia por el crimen cometido contra Françoise, pero también el inmenso deseo de que no me traicionaras, de que no me dejaras sola, de que no me negaras tu confianza.
Cuando miro hacia el pasado, en esta corta vida que llevo recorrida, veo que mis padres sólo se esforzaron por darme una rígida formación; me causa pavor la posibilidad de equivocarme, de tropezar, de fallarles, porque no me lo perdonarían y porque nunca me enseñaron cómo salir adelante después de cometer un error.
Cuando te miro. Santiago, veo mi futuro, abrigo la esperanza de que nos ayudaremos mutuamente a crecer y ser, de que recorreremos juntos el camino tratando de acertar, pero aprendiendo a perdonar cuando nos equivoquemos y a levantamos cuando tropecemos.
Ese día, cuando el mundo se nos vino encima con el drama de Françoise, ¡debimos estar juntos! Sin embargo, no sólo no compartiste conmigo tu secreto, sino que te fuiste. ¿De qué huías? Me temo que escapabas de ti mismo. ¿Acaso te han hecho tanto daño que prefieres rehuir tus responsabilidades y negarte a enfrentar la realidad?
No te estoy juzgando, simplemente intento comprenderte a través de este largo monólogo.
Otras cosas, mucho más importantes, me he guardado. Tengo la firme esperanza de verte de nuevo y compartirlas contigo, de hablarlas frente a frente. En tu compañía me armo de valor, como aquella tarde que estuvimos juntos. Tú eres mi fuerza y el motor que me impulsa a despegar para alcanzar el vuelo. En ti tengo puestas todas mis esperanzas.
A lo largo de estas últimas semanas he podido meditar sobre diversos aspectos de mi vida. He repartido el tiempo entre, por una parte, los exámenes y las visitas a Françoise y, por la otra, mis reuniones contigo, en el pensamiento. No te has ido de mi lado, porque siempre pienso en ti: te necesito.
Estoy convencida de que no podemos juzgar a nuestros padres. Bien o mal, con su ejemplo hemos crecido, y ahora nos toca a nosotros enderezar la nave y construir nuestro propio camino.
Santiago, ¡te amo!
¡Feliz Navidad!
Esas otras cosas importantes que se guardaba y me quería comunicar cuando nos volviésemos a ver, era la noticia de que esperaba un hijo mío. Nunca lo llegué a ver.
Esta carta es el único testimonio que conservo de esa verdad que días después compartió a solas conmigo.
Todos los amigos que me acompañaban mientras me recuperaba en el hospital sabían que Hilda había muerto. El único que no lo sabía era yo, pues mis padres me lo ocultaron y creo que hicieron bien, no hubiera aguantado el madrazo. Me enteré hasta que casi estaba a punto de abandonar el hospital y, aún así, me quise morir.
—¡No es posible… no puede ser!
Fue entonces cuando comprendí que nunca leyó la carta que le escribí ese día, postrado en la cama del hospital, a unas horas de que concluyera el año, la cual contenía las líneas más sinceras y sentidas que jamás le había escrito a una mujer…
Querida Hilda:
Ayer por la mañana viniste a verme al hospital y me encontraste dormido. Soñaba con tus ojos negros y no quería despertar. Cuando finalmente lo hice, ya te habías marchado. Sé que volverás.
Vinieron a visitarme también todos nuestros amigos, quienes se abstuvieron de preguntarme acerca de ti y de mí, en consideración quizá a mi precario estado de salud. Sin embargo, si se hubieran animado a hacerlo, yo les habría respondido gustoso, porque no hay nada que ocultar cuando va a venir al mundo una criatura concebida con amor. Además, aunque no lo dijeron, estoy seguro de que contamos con ellos y eso me llena de alegría.
Asimismo, me sentí muy contento al enterarme de la probable liberación de Toño y del feliz reencuentro de Françoise con su padre.
A propósito, debo contarte que mi papá ha estado conmigo, ahora sí de verdad. Aunque tampoco lo han expresado con palabras, no tengo ninguna duda de que mis padres nos apoyan.
En consecuencia, quiero que te des cuenta de que ya no estamos solos, como lo estuvimos aquel día en que vivimos una pesadilla inimaginable. Creí que iba a morir, pero una fuerza interior me dio energía para seguir adelante. Y aquí estoy, en este encierro obligatorio, donde he podido meditar y recuperar la paz.
No tengo ninguna intención de tomar represalias contra tus hermanos. Ellos ya se desquitaron con nosotros dos y es poco factible que sigan actuando irracionalmente. La violencia tiene un límite y pronto se impondrá la cordura.
Lo mismo pienso en relación con tus padres. Ellos te aman y, por lo tanto, tarde o temprano rectificarán. No pueden continuar negándote el derecho a concebir una vida quienes a ti te la dieron. No pueden seguir decidiendo por ti. ¡Se trata de nuestro hijo y vamos a tenerlo!
Quiero pedirte que te cases conmigo en el año que está por iniciar… ¡Es una petición formal!
“Tu vida cambiará a partir de hoy”, me dijo anoche mi mamá. Sé que es verdad… será contigo. Estoy consciente también de que tendremos que luchar contra muchos obstáculos, los cuales nos pusimos nosotros mismos en el camino al actuar irreflexivamente. Pero saldremos adelante, Hilda, te lo aseguro.
¡No sabes cuántos deseos tengo de verte! Te amo con los pies en la tierra y, sin embargo, estoy volando. ¡Qué absurdo fue pensar alguna vez que el cielo y las estrellas se alcanzan recurriendo a las drogas y al sexo desprovisto de sentimientos! Y es que el maravilloso vuelo del ave es siempre natural, no requiere de ingredientes artificiales, y tú y yo hemos volado hasta los confines donde los horizontes se pierden y se descubren otros.
¡Te amo, Hilda, te amo!
¡Feliz Año Nuevo!
Te estoy esperando
Cuando mi madre me devolvió la carta me dijo. “Tu vida cambiará a partir de hoy”… Me estaba diciendo una gran verdad.