19. Llueve sobre mojado…

Santiago:

Necesitas estar solo, me doy cuenta; por tu mente están pasando muchas cosas que tienes que resolver. Lo mismo hice yo hace casi dos años, por eso te dejo en paz en tu habitación mientras te escribo esta carta.

Cuenta una leyenda que los dioses al hacer el mundo lo poblaron de seres humanos a los que les dieron todo, y éstos, al tener tanta felicidad, comenzaron a reproducirse como conejos. Entonces los dioses se preocuparon porque no iban a poder detener la sobrepoblación que amenazaba a la Tierra.

Así que para controlar el crecimiento desorbitado, decidieron lanzar desde las alturas una pluma de ave que desaparecería a la persona sobre la que cayera, y le advirtieron a los habitantes del planeta que la soplaran para evitar que los tocara. Desde entonces todo el mundo sopla fuerte para que no se le acabe la felicidad, y la plumita se la pasa volando y tocando cabezas.

Al parecer esa plumita no ha llegado a China, por eso los chinos siguen como si nada, pero sí llegó a donde vivimos el resto de los mortales, así que ahí andamos, soplando para que no nos caiga una desgracia y se nos acabe el mundo. Nos quiso tocar a ti y a mí, pero luchamos para impedirlo; tú todavía estás en esa lucha. Quise solidarizarme contigo y descubrí a un ser maravilloso. Gracias por acompañarme durante todos estos días que terminarán mañana.

Ahora, quiero respetar tu privacidad y no estorbar.

Me haré a un lado y seré paciente. Cuando creas que puedo compartir tu mundo y me des chance de ofrecerte el mío, búscame, te estaré esperando. Lo que más deseo en el mundo es estar contigo.

Te amo.

Françoise

Guardé la carta en mi bolsillo cuando escuché que el teléfono repicaba. Era Poncho que quería saber de nosotros en vísperas de nuestra partida. Le propuse que nos viésemos para platicar en la Troya, y le dije que iría solo. En pocos minutos estaba reunido con él, Helga no estaba. Nos sentamos en el jardín trasero, donde antes ya habíamos estado, lo puse al tanto de las novedades, muchas para tan poco tiempo, y se quedó pasmado. No dije nada respecto al asunto de Rómulo con Luigi, ése me lo reservé, pero todas las demás “perlas” se las fui reseñando, una tras otra.

—¡Pero qué capacidad de producción tienen… cómo se complican la vida en tan poco tiempo! —sentenció acertadamente.

—Tienes toda la razón, parece que no podemos convivir sin meternos en problemas.

Le describí detalladamente el proyecto del centro de rehabilitación juvenil que teníamos pensado llevar a cabo Rómulo y yo el próximo año, al concluir mi tercer semestre de la carrera, y ya con más conocimientos adquiridos. Le comenté que para mí sería una práctica invaluable y, de paso, una manera de ayudar a los demás.

—¿Y Rómulo qué haría?

—Me apoyaría administrando el centro y recabando fondos para su sostenimiento. Su carrera y la mía encajan perfectamente para formar una mancuerna. A ambos nos va a servir lo que estamos estudiando.

—Suena bien y creo que la van a hacer… siempre y cuando Rómulo se ponga las pilas, ahora como que la ha estado regando, ¿no crees? —observó con tino Poncho.

—Sí, eso es lo que me preocupa, que anda desorientado, pero confío en él y sé que reaccionará, lo conozco.

Le platiqué que ya habíamos hecho nuestros pininos en esas lides colaborando con algunas organizaciones no gubernamentales de ayuda a chavos de la calle, y que la experiencia había sido interesantísima:

—¿Sabes? Los chavos banda no pudieron echarnos cuentos en las entrevistas porque les dijimos que nosotros, directa o indirectamente, habíamos pasado por lo mismo que ellos, y eso nos dio autoridad y nos escucharon. Ahí me di cuenta de que podíamos hacer mucho por ellos, y eso me mantiene animado.

—Entonces se lanzan de lleno los dos… ¡Los felicito!

—Sí, hermano, en cuanto superemos esta bronca que nos ha distanciado momentáneamente, y que es una pendejada, le entraremos de lleno al toro, ¡con huevos!

—Y sobre lo que hablamos el otro día respecto a Françoise y tú, ¿lo damos por un hecho? —me preguntó.

—Es un hecho. Françoise y yo seremos testigos de ese “martirmonio”, por lo tanto, estaremos aquí con ustedes, al pie del cañón, cuando mi “hermano mayor” y su alemanita lo ordenen y manden, no faltaba más.

—¿Y de lo otro, lo de ustedes…? Nos gusta la güera para tu pareja, ¿sabes? ¿Qué hay de eso, Santiago?

—Dame chance, ahora estoy en otra sintonía —le confesé—. El otro día nos reunimos para hablar de nuestros miedos. Ricardo tuvo la brillante idea y prendió en todos, y yo dije que me da miedo fallar porque cada vez que estoy a un paso de alcanzar una meta, algo se interpone, y eso me ha dañado un chingo, recuerdo mis palabras, y es verdad, ando bien friqueado. Creo, hermano, que esa pregunta la podré contestar hasta que me haya encontrado a mí mismo, cuando me sienta más seguro de que la siguiente meta, la que sea, ya no se me va a escapar. ¿Me entiendes?

Esta vez no me echó ningún rollo, como era su costumbre en Guanajuato, más bien fue parco y supo escucharme, como que le había sentado bien el juntarse con la Helga… Un gran tipo este Poncho, un gran tipo. Me despedí de él y le pedí que me despidiera de su compañera, horas después, según supe, lo mismo hizo por teléfono el resto del grupo, porque al día siguiente, en la mañana, regresaríamos a México.

De todos los que fuimos a Guadalajara, sólo siete retornábamos a la capital. Pasó lo mismo que en Guanajuato: hubo fugas y deserciones. Abandonamos el hotel a mediodía, ya descansados y desayunados emprendimos el regreso. Sin prisa ni contratiempos tomamos carretera, en mi coche iban Marcela, Carlos y Raúl; y en el de Ricardo, Adela y Françoise, no aceleramos, ¿para qué? Nadie nos perseguía, habíamos apagado las luces, cerrado las puertas y liquidado las cuentas del hotel de tres estrellas. La representación había terminado, había caído el telón y los actores de esta tragicomedia en siete actos —siete días— abandonaban el escenario de sus desfogues, desinhibiciones, frustraciones y desmadres, para volver a asumir el rol que les correspondía en su lugar de origen, y yo me preguntaba: ¿cuál es nuestro verdadero papel, el que asumimos abiertamente y sin recato en estas fugas viajeras, o el que desempeñamos en la vida cotidiana al cumplir con los deberes y las responsabilidades que tenemos asignadas en la ciudad de México, sede de las universidades en las que todos aspiramos estudiar decorosamente?

Arribamos a la ciudad de México a buena hora. Llovía y el aire estaba contaminado… ¡ya nos hacían falta unas buenas bocanadas de “imecas”! A la altura de la Ibero, en Santa Fe, nos detuvimos para despedimos unos de otros. Ricardo jalaría para el norte y yo para el sur a fin de repartir a los compañeros y dejarlos a buen resguardo en sus casitas. Misión cumplida. Cuando llegué a la mía, mi madre me recibió con una noticia que me dejó perplejo, una más:

—Luigi, el amigo de Rómulo, está hospitalizado, sufrió un grave accidente en la autopista y está en muy mal estado.

—¿Quién te lo dijo?

—La madre de Rómulo. Por lo visto viajaba en el coche de su hijo, iba solo y se estrelló. Es todo lo que saben, está inconsciente…

—¿Por qué no me llamaron antes al celular?

—Porque ustedes hubieran hecho lo mismo, salir a mil por hora por esas carreteras, ¡por eso!

—¿Y dónde está?

—Estuvo en la Cruz Roja, pero esta mañana lo trasladaron al Hospital San Ángel y está en cuidados intensivos. Su estado es muy delicado.

—¿Y Rómulo? —quise saber.

—Haciendo gestiones para poner las cosas en orden porque el carro era suyo, aunque quedó inservible… Está hecho un manojo de nervios el pobre.

Qué es un roto para un descosido, habría dicho mi madre, si llueve sobre mojado… ¡Cuándo terminará todo esto! —me dije, desesperado— Tenía que pasar lo que temía, y ahora Rómulo estaba involucrado. Traté de localizarlo, tomé el teléfono, pero mi madre me advirtió:

—Ni insistas, hijo, anda como loco de un lado para otro, ni siquiera pasó la noche en su casa, así estarán las cosas… Afortunadamente él no lo acompañaba, y eso es un milagro, no sabes el susto que se llevaron sus padres. Ahora hay que pensar en este chico y encomendarse a todos los santos para que lo saquen adelante… ¡Qué bueno que tú ya estás aquí, doy gracias al cielo!

Llamé a su celular, lo tenía apagado, así que me metí a bañar, no se me ocurrió otra cosa, quería ver si el agua me despertaba de esta pesadilla. Pensaba más en Rómulo que en Luigi, lo siento, pero no podía quitármelo de la cabeza. ¿Se sentiría culpable…? No quise llamar a nadie, no me interesaba hacerlo, me sentía impotente y, una vez más, me invadió la rabia y el coraje por tanta frustración. ¿Tendría familia?, ¿estaría aquí? No sabía mucho de él y, en realidad, tampoco me interesaba saberlo, estaba enojado con él a pesar de su desgracia, a pesar de su estupidez. ¿Qué vendría haciendo mientras manejaba? ¡Ve tú a saber!

Cuando salí del baño enfundado en mi bata, me topé con mi mamá, que había palidecido. Se me quedó mirando, estática, sin quitarme la vista de encima. La hice reaccionar:

—¡Y ahora qué te pasa!

—Luigi, hijo…

—Luigi, ¿qué?

—Acaba de morir.