18. Coca a mil por hora

Lo tenía claro: si Rómulo no quería enterarme, no sería yo quien pusiera el anuncio en el periódico; haría lo que él: fingiría no saberlo.

Cuando él y Luigi entraron al cuarto, ya al amanecer, mis ojos cansados estaban a punto de cerrarse, pero reaccioné y un impulso me hizo levantarme para salir de ahí; no quería ser cómplice de sus mentiras, pues sabía bien que aunque no le pidiera explicaciones, ni él las tuviera que dar, se justificaría ante mí por llegar tan tarde. Luigi cayó de inmediato y dormía profundamente cuando me metí al baño, en donde Rómulo me alcanzó y, después de cerrar por dentro la puerta, me preguntó:

—¿A qué hora llegaron?

—Luego luego, después de que nos fuimos.

—¡Qué joda! —exclamó.

—¿Por qué?

—Porque me pasé toda la noche controlando a Luigi. Sé que hago mal en cuidarlo, pero es que el ambiente estaba fuerte y le entró duro a la coca. Ya te podrás imaginar el riesgo que corría si lo dejaba solo.

—¡No me digas! —ironicé.

—Ya sé que el güey no te pasa, pero créeme que no es mala persona. Simplemente está desubicado y trato de ayudarlo.

No podía seguir escuchando sus cuentos y opté por salir del baño, ponerme lo primero que encontré y salir de la habitación:

—Tengo mucha hambre, así es que voy a tragar algo. Mejor duérmete, te hace falta.

Cerré la puerta tras de mí y bajé las escaleras a toda carrera para escapar del lugar. Tomé la calle y me puse a caminar. Estaba que me llevaba la chingada y hasta el sueño se me pasó… ¡Los dos estábamos fingiendo, era el colmo! ¿Qué nos estaba pasando? Pateé una piedra que me encontré en el camino, le di un chingadazo a un poste y a zancadas me comí la cuadra, crucé la calle y seguí andando a toda prisa, como si quisiera fugarme o desaparecer… Estaba mal, muy mal.

No sé cuánto tiempo vagué por ahí o cuántos kilómetros recorrí sin dirección alguna, la verdad es que me perdí en el laberinto urbano y acabé metiéndome una torta en un changarro, porque el coraje me daba hambre, y de por sí ya tenía. Me la zampé en un dos por tres y en otra fonda me eché un café, aguado y desabrido, como suelen ser ésos que llaman “americanos”, tan sosos como los mismos gringos. Con él me acabé de despertar y busqué la forma de regresar al hotel, a pie, porque no cargaba lana. No sé cuántas horas dejé correr antes de retornar, pero al llegar a la “sede” me topé con la “güera”, que me estaba esperando afuera:

—¡Ven, vamos a dar una vuelta! —me invitó preocupada.

—¿Otra…?

—Tienes que saber algo —me dijo.

Empezamos a caminar y me soltó la sopa: me contó que cuando salí, ella también iba saliendo de su habitación, que me vio bajar las escaleras a toda prisa y quiso alcanzarme, pero se detuvo al escuchar que en mi cuarto tenía lugar una acalorada discusión. Por fortuna, Marcela y Adela ya estaban en el comedor desayunando con Carlos, y de los otros dos, Raúl y Ricardo, no se veía ni su sombra, como era de suponer, no habían pasado la noche en su habitación, así que pudo acercarse a la puerta y escuchar sin que nadie la viera. El hecho es que Luigi la arremetió contra Rómulo reclamándole por que me mintió. Por lo visto lo había escuchado justificarse ante mí por llegar tarde al hotel…

—¡Es un hijo de su puta madre!

—Lo presionó para que te dijera la verdad —continuó relatándome Françoise—, que eran pareja, que se entendían y que por eso la siguieron juntos en el antro cuando nosotros nos fuimos y los otros dos güeyes se pelaron con sus viejas a otro lado. Le recriminó su falta de huevos para plantearte las cosas como son en vez de inventar cosas, y lo amenazó con irse a México y terminar con la relación si no hablaba claro contigo y con todos…

—¿Y qué dijo Rómulo?

—Trató de tranquilizarlo porque estaba muy agresivo, y de convencerlo para que no se fuera ni terminara con él…

—¿Y luego?

—Los dejé en su rollo, no fuera a ser que en una de esas el mimado de Luigi saliera hecho la furia de la habitación y me encontrara ahí, de metiche. Fue cuando salí a la calle a buscarte.

—Pero no le contaste a nadie, como quedamos, ¿o sí? —quise cerciorarme.

—No, no le conté a nadie.

—Mientras Rómulo no lo haga, nosotros no debemos intervenir para que salga del armario. A pesar de todo es mi hermano, lo quiero y lo respeto. Que sea o no gay, en nada cambia nuestra amistad, porque no deja de ser el hombre valioso y bueno que he conocido, si ahora quiere asumir el rol del pendejo acobardado, muy su rollo, pero no me toca a mí juzgar si, en efecto, como dice el imbécil de Luigi, no ha tenido los huevos para afrontar su realidad, al menos ante mí.

—Estoy de acuerdo contigo.

—Pues regresemos, no quiero perderme como me pasó hace un rato… ¿dónde estamos?

Al regresar encontramos a todos, incluyendo a Raúl y Ricardo, que ya estaban de regreso, metidos en la habitación que compartíamos Rómulo, Luigi y yo. Enseguida nos enteramos de la noticia: Luigi, encabronado, había tomado el coche de Rómulo para largarse a México, así, sin más. Cogió sus cosas y sin despedirse de nadie, en menos de media hora, el niño se las arregló para pelarse. Fingí ignorar los antecedentes y pregunté sin ocultar mi enojo:

—¿Qué carajos ocurrió? ¿Por qué el muy cabrón se peló de esa manera?

—Discutimos por su comportamiento de anoche en el Bar-Baro —argumentó Rómulo, que estaba más pálido que la luz de una vela— me recriminó que lo hubiera estado chingando tanto.

—¿Y por qué se fue en tu coche? —le reclamé.

—Porque yo se lo di.

—¿Cómo? ¿Qué dices? ¿Tú se lo diste? —me sacó de quicio.

—Si no lo hacía iba a buscar a alguien para que lo llevara, por eso opté por dárselo antes de que hiciera otra pendejada. No había forma de detenerlo.

Guardé silencio, no le rebatí su argumento, me contuve, traté de controlar la rabia para no explotar, pero no lo logré y me lancé de lleno al ataque:

—¡Eres un vil pendejo, un auténtico imbécil, ahora te estoy conociendo. Todo esto se debe —Françoise me pellizcó la espalda para que reaccionara y midiera las palabras que iba a decir—… se debe a que no has tenido los pantalones suficientes para darle unos chingadazos y ponerlo en su lugar, le hubieran venido muy bien! ¡Me sorprende de ti!

Aguantó mi perorata sin chistar y, cuando terminé, abandonó la habitación rumbo a las escaleras. En ese momento eché un vistazo a la cómoda de Luigi y descubrí unos restos de polvo que reposaban en un arrugado trozo de papel. Lo recogí y salí a alcanzarlo para gritarle:

—¿Y sabes lo que se metió antes de tomar tu coche?… ¡Esto que dejó a medias aquí! —y se lo mostré a lo lejos. Arrugué en mi puño el papelito que contenía la droga, entré al baño de la habitación y lo eché al excusado, jalando la palanca.

Una hora después Rómulo tomaba un taxi que lo trasladaría al aeropuerto para abordar el primer avión rumbo a México. Ese día no hicimos nada, no salimos a ningún lado… ya habíamos hecho lo suficiente.

La coca que se había metido ese irresponsable le haría efecto total en cinco minutos —deduje— y si antes se había metido más, no quería ni imaginar el peligro que corría al estar conduciendo un vehículo por la autopista camino a México… ¡Hasta qué punto este güey traía mareado, embobado, a Rómulo, que dejaba su coche con tal de no perderlo, a sabiendas del riesgo que corría al dejárselo! No le dije a Rómulo lo que pensaba porque estaba convencido de que él estaba conciente de eso. Definitivamente este chavo, caprichoso y berrinchudo, hacía lo que quería con él, que estaba irreconocible; toda su fortaleza y voluntad habían caído rendidas a sus pies… lo traía de cabeza. Ya no era el mismo.

Una dosis muy fuerte de coca te provoca palidez y temblorina, te pone a sudar y a rechinar los dientes. Llega directo al cerebro y ahí hace estragos; te prende a tal grado que la excitación te domina y te vuelve hiperactivo. Una carga de ésas, en el mejor de los casos, te produce taquicardia, pero si te pasas puedes tener hasta un paro cardiaco… Ese día no llovió en Guadalajara, pero para mí que había caído chubasco.

Me encerré en mi habitación ahora sin Rómulo y Luigi. Quería estar solo para poner en orden mis ideas después de tantos desbarajustes. Al día siguiente regresaríamos a México, y una vez más las cosas no habían salido como esperábamos, se repetía la historia del viaje anterior… no sabíamos llevar la fiesta en paz. Lo único que faltaba es que en cualquier momento se presentara Nagib y, ardido por la jugarreta que le hizo Françoise, tratara de desquitarse armándola. Era tan irreflexivo, tonto e impulsivo, que de él se podía esperar todo. Sólo faltaba que él armara una trifulca para cerrar con broche de oro nuestra ya de por sí conflictiva estancia en Guadalajara.

Cuando le comenté a Françoise esta posibilidad, me adelantó muy confiada y segura:

—Este tipo además de bruto es cobarde, lo tengo muy claro, siempre se portó así, nunca fue capaz de enfrentar las consecuencias de sus actos. Cuando pasó lo de Guanajuato, en lo que él estuvo involucrado junto con Toño, huyó con Lucía, su nuevo ligue, y me temo que poco tiempo después también le hizo alguna trastada a esa tonta y desapareció. Así es su vida. Por eso estoy convencida de que ante mi amenaza de denunciarlo por acoso sexual y, si me apuras, maltratos o vejaciones, entre otras lindezas, prefirió hacer mutis y desaparecer nuevamente. Después de lo que le hice, debe estar convencido de que soy capaz de mucho más. Ese poco hombre no vuelve a aparecer en mi vida —me aseguró.

Cada día que pasaba, la güera me sorprendía más. Era firme y decidida, y en nada se parecía a la niña que conocimos en Guanajuato. Los golpes la habían enseñado a pisar fuerte y ser valiente, pero a pesar de ello no había perdido ese candor y transparencia que la hacían verse más linda, más femenina, con esos visos de coquetería, ahora más comedidos, que formaban parte de su personalidad. Era sensacional…

Estando ahí, en la habitación, y pensando precisamente en ella, descubrí un sobre blanco que tenía impreso el logotipo del hotel. Lo habían echado debajo de la puerta sin que me diera cuenta. Me levanté de la cama, lo tomé, y lo abrí; era una carta, no la cuenta del hotel, que ya se tenía que liquidar, sino de ella… de Françoise.