15. Una choza hecha de palitos

—¿Qué onda contigo, Rómulo?

—¿Por qué?

—Porque te noto distante, preocupado. Lo que confesaste anoche sobre tus miedos me movió el tapete. ¿A qué te referías cuando dijiste que te daba miedo desilusionarnos porque guardas secretos que temes que se sepan, o algo así? Creí que entre tú y yo no había secretos, que somos abiertos y compartimos todo porque nos conocemos desde hace muchos años… y ahora me sales con misterios. ¿De qué se trata, hermano?

Le pregunté mientras dábamos una vuelta a la manzana en torno al hotel, adonde lo llevé para platicar a solas. Reconoció que andaba raro, que no se comportaba como realmente era, y que sí, estaba preocupado porque había sido un error de su parte invitar a Luigi al viaje. “Sólo nos ha traído problemas”, afirmó. Me apresuré a corregirlo:

—Más que problemas, desconcierto, como que no pega en el grupo, él mismo no ha querido integrarse y anda en su rollo.

—Sí, drogándose a lo pendejo, sin control, usando pinches químicos, y eso me tiene encabronado.

—¿Y eso a ti qué te importa? Es su pedo, allá él, ¿no?

—¿Y cómo vamos a poder ayudar a otros si ni siquiera puedo ayudar a este güey? Mal comienzo, ¿no crees? —se quejó.

—¡Párale, párale! Aquello es otra cosa, no confundas la gimnasia con la magnesia; cuando le entremos al asunto en plan serio y formal, ya sabremos qué hacer. Éste es otro rollo, ¿por qué te sientes tan responsable de lo que le pase? —quise saber.

Me soltó una perorata que ni entendí, que si era su amigo, que si era responsable de él, que si quería ayudarlo, que si era todavía un niño y no sé qué más justificaciones que no cabían. Insistí en lo que a mí me interesaba saber:

—Pero no me digas que has dejado de ser el de antes por culpa de Luigi… ¿Qué carajos te pasa? ¿Qué te guardas que no quieres contarme, güey?

—Es mi bronca y yo sabré resolverla —enfatizó tajante.

—¿Sin contar conmigo? —lo reté.

—En su momento contaré contigo, Santiago. Por ahora dame tiempo, por favor, sólo eso te pido.

Me dejó más confundido que antes. No quería hablar y eso me hacía suponer que algo grave le estaba pasando. No insistí y dejé las cosas como estaban. Sólo agregué:

—Está bien, Rómulo, tú sabrás lo que haces, pero no olvides que siempre contarás conmigo.

—Lo sé, carnal, y te lo agradezco.

Volvimos al hotel. Françoise y yo habíamos quedado en vernos con Helga y Poncho en su Troya, así es que nos desprendimos del grupo, que planeaba visitar algunos lugares de la ciudad, y en taxi nos trasladamos al café. Pasamos un buen rato instalados en el jardincito trasero, donde el día anterior estuvimos Françoise y yo. De vez en cuando nos dejaban solos porque tenían que atender el negocio y eran requeridos por los empleados, cinco en total, que se estrenaban en estas lides. Estaban en todo y con todos, incluso con nosotros, y aunque llegamos a pensar que éramos inoportunos, nos resistimos a abandonar el lugar porque sabíamos que no tendríamos otro chance de verlos. En dos días más regresaríamos a la capital, y el “hermano mayor” y su alemanita serían cosa del pasado, ¿cuándo nos volveríamos a reunir con ellos? ¡Cuando la rana echara pelos!

Si no estaba uno, estaba la otra, Helga y Poncho no paraban de ir de un lado para otro… “Qué friega —pensé—, ahora les viene lo bueno, a chingarse, ellos se lo buscaron”. Pero la iban a hacer, y en grande, lo sabíamos. Al cabo de un tiempo ocurrió el milagro y ambos lograron organizar las cosas de tal forma que, instruyendo aquí y ordenando allá, consiguieron desprenderse de sus responsabilidades para darse un respiro y entregarse a los cuates:

—¡Ya está, ahora sí, soy todo tuyo, Santiago! —me propuso Poncho mientras se acomodaba en su silla frente a nosotros.

—¡Bájale, güey! ¿Cómo que todo mío? ¡A otro perro con ese hueso! —me defendí.

Helga nos acompañaba, así es que se dio el convivio pleno; había quorum, como dicen los diputados, y le entramos sabroso a la chorcha entre cafecito y cafecito.

—¿Y qué han sabido de Ana? —nos preguntó Helga.

—Directamente nada —le respondí—, pero alguien me contó que la vio por Atlanta y que no ha cambiado, sigue siendo la misma putona que conocimos en Guanajuato.

—¿Y a qué se dedica en sus tiempos libres? —preguntó Poncho.

—A joder, que es su especialidad, digo yo, ¿no? Parece que ahora le hace a la quiropráctica, o sea, al manoseo, que se le da muy bien. No, ya en serio, dicen que a eso se dedica.

—… Y que se construyó un caserón por allá, en el país del terrorista maricón de Bush —agregó Françoise.

—¿El que asusta a los niños cuando no se quieren dormir? —insistió burlonamente Helga.

—Ese mero —le aclaré—. Pero yo creo que más que una casa, lo que compró fue una choza, porque dicen que la hizo a base de puros palitos… —y soltamos la carcajada al unísono.

—¡Ah, qué Ana la marrana! —exclamó el circunspecto de Poncho.

Recordamos pasajes vividos durante el Festival Cervantino, en el que Poncho y Helga eran los que ponían el orden, nos metían en cintura y nos aleccionaban… cuando nos dejábamos. Hablamos de ese viaje sin sacar a relucir los desaciertos que casi todos cometimos, sino sólo lo bueno que queríamos conservar, hasta que Helga se lanzó al ruedo y con la espada desenvainada nos enfrentó a Françoise y a mí:

—¿Y qué… ustedes a qué le tiran? —fue directa a matar.

—¡Ah, caray!, buena pregunta, Helga, buena pregunta —me puso a parir la condenada, lo que no sabía hacer—. Fíjate que yo no me la había planteado.

—¿Por qué lo preguntas, Helga? —le preguntó Françoise, con una leve sonrisa de complicidad con su amiga dibujada en su rostro.

—Porque los vemos muy juntitos. En la inauguración no se despegaron para nada uno del otro…

—¿Quién era el uno y quién era el otro? —me le escabullí.

—Aquí la que pregunta soy yo, así es que no me marees. Cuando te gradúes de psicólogo, entonces me podrás interrogar, ahora te alineas del otro lado y contestas, ¿está claro?

Era una zorra la Helga, de tonta no tenía ni un pelo y me arrinconó:

—¡Pinche dictadora!

—¡Shhh!, cállese güey, deje de protestar.

—Lo que usted diga, señora —me discipliné. Françoise estaba gozando con mi sometimiento. Me le cuadré a la déspota sin chistar.

—¿Te has dado tiempo para ver detenidamente a la niña que tienes al lado? —inició el despiadado interrogatorio.

—Sí, su señoría, y reconozco que está muy buena —le contesté.

—¡Pues qué espera para echarle los canes, baboso! ¡Atrévase que, al igual que los libros, no muerde!

—¡Eso crees tú! Si yo te contara…

—¿Qué dices? —Françoise cayó en la trampa—. ¿Cuándo te he mordido, hablador?

Poncho entró al quite y para salvarme tomó la alternativa y capoteó el vendaval dirigiendo ahora las preguntas a la güera:

—Y usted no se haga la mustia, ¿qué tiene con mi valedor?

—¿Que qué tengo? ¡…pues le tengo ganas, pero no se deja! —confesó la descarada.

El par de metiches celebró la hazaña de haber logrado que al menos una de las partes se sincerara, y Helga arremetió:

—¡Pues qué esperan, par de imbéciles, éntrenle de una vez, si está clarísimo que se entienden! —y Poncho se puso serio para agregar:

—Es que les queremos proponer que sean nuestros testigos en la boda por lo civil, pero… —interrumpió Helga:

—La condición es que para cuando nos casemos, estén juntos, como pareja, ¿podrá ser?

—Lo vamos a pensar —me atreví a prometerles.

Después de la encerrona a la que nos sometieron brindamos con una copa de vino tinto español y divagamos sobre cuestiones intrascendentes y frívolas, como a veces hace falta hacerlo… ¡es una estupenda terapia para relajar los músculos y aflojar el cuerpo! Nos tomamos de la mano, nos abrazamos y nos dijimos cosas muy lindas que sólo caben entre los amigos.

Los dejamos en su Troya y nos fuimos a pasear. Atardecía y el clima estaba fabuloso para caminar por las calles sin dirección alguna. En un par de días se nos acabaría la fiesta y retornaríamos a los estudios. Yo ingresaría a la universidad y Françoise proseguiría con su prepa y con sus terapias, que estaban a punto de concluir. Le habían funcionado de maravilla y estaba ya lista para pasar la página: un desafortunado pasaje de su vida quedaría atrás.

Entramos a una tienda en la que exhibían chunches para mujeres; le echó el ojo a una piedra turquesa y quiso comprársela, yo no la dejé y se la regalé, colocándosela en el cuello. Se emocionó y también me hizo un regalo: un beso cariñoso que recibí encantado de la vida. Era cierto, Françoise me hacía sentirme feliz.