Gigantescos reflectores estilo holliwoodense proyectándose al cielo e iluminando la noche entrecruzaban su potente haz de luz como si buscaran una estrella en el firmamento; por la avenida, los automovilistas aminoraban la marcha de sus vehículos al pasar frente al local, de fachada perfectamente decorada, en la que destacaba el luminoso letrero del café. El interior, adornado con vistosas flores y estampas alusivas a la lectura y al aromático grano, combinaba en perfecta armonía café y libros. A la entrada, un ingenioso letrero en un atril invitaba a degustar de un doble placer: “Pase usted: Los libros no muerden y se llevan bien con el café”.
¡Se voló la barda la pareja! Habían echado la casa por la ventana y puesto toda la carne en el asador, porque la inauguración del Café de Troya era un suceso. Se hizo mucho ruido para llamar la atención de propios y extraños, y el centro comercial donde se ubicaba el negocio se vistió de gala con tan magno acontecimiento. A la hora fijada, aquello estaba a reventar; medios de comunicación, autoridades del ramo, personalidades de Guadalajara y amigos y familiares atiborraron el local para celebrar su apertura. Helga y Poncho querían publicitar a ese nivel el concepto comercial de una cafetería con libros de clase A y B, porque se proponían, con el tiempo, vender la franquicia y extenderla por todo el país, y no eran sueños guajiros, porque Helga, con su recio carácter emprendedor, y Poncho, con su capacidad organizadora y administrativa, eran la mancuerna ideal para alcanzar el éxito que merecían por su tesón y entrega.
En cuanto arribamos al convivio nos dispersamos, cada quien jaló por su lado dentro del local, husmeando por aquí y por allá. Al fondo había un simpático jardincito techado reservado para los fumadores empedernidos, y ahí nos instalamos Françoise y yo. Nos sirvieron unas sabrosas barras de galleta con nuez y chocolate espolvoreado, y pedimos un capuchino para la rubia y un cortado para su acompañante, o sea, yo. Françoise tomó un libro de poemas de Jaime Sabines y me leyó algunos versos de ese chingón, sus preferidos, y mientras lo hacía, me detuve a pensar detenidamente en ella, en esa chiquilla que tenía frente a mí, a la que no acababa de conocer del todo; a cada momento descubría nuevas y sorprendentes facetas de su personalidad…
Descubrí a una mujer bien plantada, íntegra, que, por lo visto, no se amilanaba fácilmente ante los avatares de la vida. Su seguridad, su empaque, ahora demostrados, contrastaban con la fragilidad que disimulaba con la coquetería y sensualidad que con tanto éxito mostró en Guanajuato. Seguía siendo sensual, rabiosamente sensual y atractiva: su ensortijado cabello dorado, sus hermosos ojos verdes, sus carnosos labios y su despampanante figura… y esas bien torneadas piernas que la muy condenada sabía lucir, destacaban en medio de ese tumulto de gente que nos rodeaba.
Sin embargo, ya no era la niña insegura y devaluada, necesitada de cariño, que conocimos en el Festival Cervantino. Había aprendido a quererse a sí misma y a no necesitar que sus padres la apapacharan. Tampoco era la niña que, ante tantas carencias emocionales, buscara el afecto de los demás, la caricia de un amigo y la atención de un extraño. Su dignidad, así como su integridad, alguna vez maltrecha, estaban a flote, lo mismo que su hermosura, la cual no perdió ni cuando pasó por los momentos más difíciles. Y yo estaba a su lado, ahora mismo, escuchando cosas muy bellas de sus labios. Me sentí afortunado.
Adela se nos acercó para quejarse de Luigi por enésima vez. Estaba harta de él:
—Ya no lo aguanto, es un niño mimado y caprichoso, berrinchudo e inmaduro… ¿pero qué se creerá ese pendejo? Es un “carita” endiosado y cegado por su ego, ¡se cree la chingonería más chingona que ha existido en el planeta!
—¿Pero qué te hizo, amiga? —quiso saber Françoise, que no sabía si reírse o llorar ante tan florida descripción de la que era ahora su compañera de cuarto y de casa.
—¡Me rindo, me doy por vencida, ganó! Con él no se puede, no hay forma de llegarle, ¡es un perfecto imbécil! —despotricó la ofendida, y se retiró echando pestes.
—Mejor me le pego a Raúl, el despechado, o a Ricardo, el solitario empedernido, que andar con puros güeyes encumbrados —alcanzó a decirnos a los dos antes de desaparecer entre el mar de gente.
A decir verdad, nadie entendía a ese bicho raro, bueno, a excepción de Rómulo, que parecía cuidarlo y se estaba ganando el cielo con tanta paciencia que le tenía. ¿Por qué lo hacía? ¿Se lo habrían encargado sus papás? A mí me tenía medio friqueado. ¿De dónde sacó a este güey?, me preguntaba… ¡De la barranca!, me contesté.
Cuando la fiesta se acabó y Françoise y yo nos despedimos de Poncho y Helga, prometiéndoles, a solas, que regresaríamos al día siguiente por la mañana para tomarnos un cafecito y platicar con ambos, todos juntos regresamos al hotel. A Ricardo se le ocurrió que podíamos organizar una especie de “sesión de verdades ocultas” o “círculo de las confesiones íntimas”, una jalada que le pareció divertida e interesante y caló entre los demás, que apoyaron la propuesta.
Nos encerraríamos en el cuarto de las niñas con unas chelas que compraríamos antes y una discreta dotación de mota para pasarla bien. Era temprano para nosotros, la noche era larga para quemarla a gusto, en privado y sin gastar lana por ese día, y así lo hicimos.
Alguien sugirió que habláramos de lo que más temíamos que nos ocurriera en el futuro, ¿cuál era nuestro mayor temor?, ¿a qué le teníamos más miedo? Prendió, y cada uno, tirado en la cama o desparramado en el piso, expuso su verdad. Ricardo, quien había promovido la reunión, fue el primero en intervenir diciendo:
A lo que más le temo es a la soledad. Me veo mañana rodeado de gente, como ahora, sí, pero sintiéndome solo, y eso es horrible. Hay quienes disfrutan encerrándose en su cuarto, pero yo lo detesto, y no quisiera, al paso del tiempo, llegar a perder la razón por sentirme solo.
Entonces, intervino Adela:
Yo le tengo miedo a los fantasmas, las apariciones, que me cuestionan constantemente. A veces veo a mi madre que quiere hablarme y no la oigo, no escucho su voz, o a mi padre, al que corro queriendo alcanzar sin lograrlo, está muy distante. Ahora vivo con la angustia de que en el futuro mi hermano Toño se me aparezca y me recrimine el no haberlo cuidado ni protegido…
Marcela tomó la palabra:
A lo que yo más le temo es a sentir el dolor que otros experimentan y que no por eso me es ajeno. Constantemente pienso en las muertas de Ciudad Juárez o en las madres que perdieron a sus hijos en Tlatelolco, las que aún siguen buscándolos a pesar de que ya han pasado cuatro décadas de aquel sanguinario suceso que propició el gobierno más nefasto que hemos tenido, el del pinche y puto PRI de mierda y Díaz Ordaz, su cobarde matón. ¿Se puede tener un miedo mayor que el que deben haber sentido las decenas de mujeres que han desaparecido en el desierto del norte del país? Es un miedo que me encoleriza porque no se hizo nada para evitarlo.
Arremolinados en la habitación, escuchábamos atentos lo que cada uno expresaba; nos acompañaban las chelas y la yerba. Circulaba el toque en perfecta sincronización y nos sentíamos relajados para escuchar a los compañeros y, también, para hablar despreocupadamente. El único que desentonaba era Luigi, para variar, que le entraba a la coca, algo alejado del resto.
El siguiente en hablar fue Carlos, la pareja de Marcela:
Yo siempre he tenido miedo a perder la memoria, quizás porque mi abuelita sufrió de Alzheimer y es horroroso el no acordarte de nada, desconocer a los que te rodean, borrar tu pasado, todo, y perderte en la nada, me da terror, me provoca escalofrío. No quisiera llegar a eso nunca.
Raúl advitrió:
Yo ya superé mis miedos, los tuve de niño y fue espantoso. Mi mamá me decía que para superarlos tenía que aprender a “asustar al miedo”, y hoy me hace gracia esa frase, pero cuando era chiquito no la comprendía. Según ella, podría hacerlo identificando las imágenes y los ruidos que veía o escuchaba cuando se apagaban las luces de mi cuarto por la noche. No se lo deseo a nadie, sufrí mucho, creo que por eso me hice pipí hasta los siete años…
El choteo fue unánime, tomamos a guasa su confesión y le sacamos punta al hecho de que el bueno de Raúl haya sido un “meón” consumado en su infancia. Además sirvió para romper por un momento con la solemnidad que reinaba en la habitación.
Fue un buen puntacho del compañero, “otrora-fallido-ligue” de la desaparecida Romina, de tristes recuerdos para la banda, ¡y para él!
Muchos miedos me han acompañado a lo largo de mi corta vida —expuso Françoise—, pero de ésos no quiero hablar, porque ya los superé y porque se trata de hablar de qué, de lo que nos ocurra en el futuro, nos produce más temor. A mí me da mucho miedo, y también tristeza, perder a mis verdaderos amigos, perderlos a ustedes. Me da miedo que algo les pase a Marcela y Adela, por ejemplo, porque las quiero horrores y porque han estado conmigo como nadie, lo que les agradezco mucho, hermanas. A eso le tengo miedo.
Cuando me llegó mi turno de hablar fui sincero al decir:
Me da miedo fallarme a mí mismo, traicionarme y no ser capaz de lograr las metas que me he trazado, con mi carrera, por ejemplo, con Rómulo y los planes que nos unen, con mi vida. Me clavo demasiado en mis pensamientos y por eso me enredo a veces, elucubrando. Soy demasiado reflexivo, y por eso en ocasiones necesito relajarme, y en ocasiones me excedo, me paso de la raya. A eso le tengo miedo, a no llegar a donde quiero ir… Porque siento que cuando he estado cerca de alcanzar una meta, a un paso, algo me ha impedido llegar, y eso me ha dañado un chingo.
Me emocioné, no pude evitarlo, y se me quebró la voz. Estaba pensando en Hilda y en la meta de estar juntos que no pudimos alcanzar, en mi accidente, y en la desgarradora muerte de mi amigo Toño. No sé, parecía que había vivido mucho y, sin embargo, apenas empezaba a vivir. Me puse sensible porque una vez más mi “morena” estaba presente y no la podía olvidar… aunque, a veces, trataba de hacerlo para dejar de sufrir; era una férrea lucha que sin darme cuenta vivía en mi interior, y con ella. Tenía que desprenderme de Hilda, sin olvidarla, para poder seguir adelante…
Le tocó el turno a Rómulo:
Seguramente ustedes piensan que mi vida es color de rosa porque tengo una familia estable y equilibrada en la que existe la comunicación, que no tiene secretos ni desavenencias, y en parte es verdad. Santiago me lo ha dicho, que me envidia por la comunicación que hay entre mis padres y nosotros, sus hijos, y entre ellos mismos. Pero tal vez por eso no puedo vencer el miedo de que algún día vayan a explotar. Porque como todo marcha sobre ruedas en mi casa, nada puede fallar… y eso es lo peligroso. ¿Si les fallo? ¿Si no me comprenden? ¿Si algún día los desilusiono y me rechazan? Me pregunto… y es que guardo secretos que temo exponer ante ellos, ante ustedes e incluso ante mí mismo.
¿Y Luigi? ¡Ése ya estaba pasoneado!… Estaba más para allá que para acá: ausente. Ni lo tomamos en cuenta. Rómulo hizo una mueca de desaprobación al ver en qué condiciones se hallaba su amigo y no se opuso a que lo descartáramos, así es que dimos por concluida la maratónica sesión que nos sirvió para convivir, desfogar nuestras inquietudes y conocernos mejor. Esa noche decidimos arroparnos en la cama más temprano.