13. El mono desnudo

A todos nos sorprendió su confesión. No había mentido al decir que “la había pasado de pelos con él”. Françoise no se arrepentía de haberlo visto porque había logrado que se formara un concepto diferente de ella. Es más, se veía tranquila, segura de sí misma y satisfecha por lo que había hecho. “Ya no soy la niña frívola con la que se topó en Guanajuato”, reconoció, y recordó tristes pasajes de su estadía en el Cervantino.

Sí, todos sabíamos que ya era otra, más prudente y reflexiva. Las terapias a las que asistía religiosamente la estaban ayudando y ella ponía de su parte. Lo sabíamos. Quizá por eso no comprendíamos bien por qué, si no quería cometer los mismos errores del pasado, ahora se veía con Nagib. ¿Qué escondía detrás de todo eso? ¿A qué jugaba? A mí me había contado, a solas, lo que se proponía, pero ahora no estaba seguro de que lo hubiese llevado a cabo tal y como lo había planeado. No sabía lo que planeaba, pero su intención era, si mal no recuerdo, darle un escarmiento. ¿Entonces?

Esa mañana, a unas cuantas horas de que nos alistáramos para asistir a la inauguración del local de nuestros amigos, Françoise, después de muchos preámbulos, se abrió de capa y nos detalló los pormenores de su reencuentro con el árabe. Fue sincera y nos reseñó, paso a paso, lo que vivió durante las horas que compartió con Nagib: lo que hicieron, adónde fueron y lo que pasó entre los dos.

No abrimos la boca y dejamos que se explayara libremente, pero al final… nos dejó a todos con la boca abierta:

Cuando supe que Nagib andaba por aquí e insistía en verme, lo pensé muy bien y, al final, no puse reparos. Ya en México me andaba localizando, pero me perdió la pista cuando me mudé con Adela y Marcela. Sin embargo, tenía que llegar la hora de confrontarlo y acabar con este asunto de una vez por todas; mi terapeuta me sugirió que lo enfrentara, así es que no lo dudé, planeé mi estrategia y contesté una de sus llamadas telefónicas.

Quería verme, quería invitarme a salir esa noche para tomar una copa en algún antro… después de que un día antes se mareó —¿o lo marearon?— a la Romina, su más reciente conquista, o su free. Eso no me lo dijo nunca, ni la nombró, pero ya lo sabía. Me porté amable y accesible y eso le dio confianza para insistir. Su plan era salir conmigo y con otra chica que acompañaría a su amigo, uno que había conocido por aquí, según me dijo. Me negué a que nos viéramos en esas condiciones, pues los otros dos me estorbaban para el plan.

Le propuse vernos a solas y que antes de rolarla por ahí nos reuniéramos en un café cercano para platicar y planear bien nuestro reencuentro. Me comporté coquetona, insinuante y provocativa en el teléfono, y eso facilitó las cosas. Nos pusimos de acuerdo en la hora y colgué. Me arreglé y salí disparada a comprar en una tienda de disfraces una prenda excepcional, me metí en una heladería de un centro comercial, redacté una carta, le saqué copia y puse el original en un sobre. Regresé al hotel, dejé las cosas y me fui al café donde nos habíamos citado.

Ahí estaba… aguardando impaciente a su nueva presa, la de hoy. Me saludó de abrazo y beso, como si nada hubiera pasado, como si fuéramos viejos amigos de la infancia, y nos sentamos a platicar. Evité en todo momento confrontarlo, le facilité el camino para que no tuviera que darme explicaciones de nada, como si no recordara nada y fuese la misma pendeja de siempre: aquella chica sensual y ligera de coco que conoció en Guanajuato, y todo resultó a pedir de boca.

Le cambié su plan y fui al grano. Le dije: “¿Por qué no mejor me invitas a pasar la noche contigo en algún hotel de cinco estrellas, de los chingones, con una botella de champagne y unos afrodisiacos mariscos, y me ayudas a realizar una fantasía sexual que se me antoja mucho?…” ¡Así de lanzada me vi! Me tomó la palabra sin pensarlo mucho: “yo me encargo de eso, ¿para cuándo?” —me preguntó—. Para hoy mismo, esta misma noche —le respondí y fui más precisa—: tú reservas la habitación y encargas la bebida y lo demás, me registras como tu esposa, que va a llegar más tarde, y me esperas ahí. Yo me hago cargo de la fantasía loca que tengo y tú le pones a ella enjundia e imaginación, le dije, y cuando me llames para darme la dirección quedamos en la hora.

El muy idiota cayó redondo. Creo que nunca había vivido una experiencia como la que ya se estaba imaginando. Él es de los “rápidos”, ¡pim-pum-papas y se acabó! Así que esta oferta lo excitó y raudo y veloz, cual ágil saeta, salió disparado a preparar el escenario de la orgiástica y calenturienta noche que esperaba pasar con un bombón como yo, modestia aparte.

Volví al hotel, ustedes ya se habían ido, no había moros en la costa y subí a mi habitación a arreglarme de nuevo. Me puse pimpante, exóticamente antojable, riquísima, como dicen ustedes los chavos, tomé un maletín, metí en él las piezas del disfraz, me guardé el sobre con la carta, conseguí un rollito de cinta adhesiva transparente y la mitad de una cartulina rosa en la que, con letras grandototas, escribí un mensaje con un plumón grueso de color rojo. Después me senté en la cama a esperar la llamada de mi galán.

Lo hizo, fijamos una hora, apunté la dirección y aguardé a que él estuviese plácida y calientemente instalado en la habitación y me dirigí en taxi al hotel de cinco estrellas, elegante, preciosamente puesto y dispuesto, entré, pregunté por mi marido, me aseguré de que ya estaba ahí desde hacía media hora y subí emocionada al segundo piso a nuestro nidito de amor. Un macho muy bien plantado, de esos que ya no se ven —es una especie en extinción—, me esperaba con las patas abiertas, para que le “cumpliera”, como suelen decir todavía esas señoras sumisas que también tienden a desaparecer…

Me recibió con una sonrisa, enfundado en una ridícula bata. Me hizo pasar y descubrí a un lado de la cama la cubeta enhielada que contenía la espumosa botella de champagne, unos langostinos muy bien dispuestos en un platón… y su ropa, la misma que llevaba puesta cuando nos vimos en el café, reposando sobre un mullido sillón de cuero.

Estaba, por lo tanto, en pelotas. Lo abracé afectuosamente, le lancé una provocadora mirada de complicidad y dejé que admirara cuan bella y hermosa soy… Lo deslumbre con mi despampanante figura de odalisca medieval y el animal exclamó, cayendo rendido a mis pies: “¡estás radiante, pinche Françoise!”.

Acto seguido, y antes de que se arrebatara con sus manoseos, como el bruto que es, le pedí insinuante que antes abriera la botella y disfrutáramos de los suculentos mariscos para brindar por muchas veladas como ésta y prometernos eterna fidelidad. Me hizo cariñitos, le hice cariñitos y lo puse bien prendido. Estaba fogoso, picudo y cachondo, y mis sensuales movimientos de cadera mezclados con las palabrejas pornográficas que le dije cuidadosamente al oído hicieron estallar el volcán que mi “supermán arábigo” llevaba dentro.

Lo tenía a punto de nieve, y era el momento. Me deshice de él, que ya me tenía entrelazada con sus robustos brazos, mientras yo fingía estar en el séptimo cielo, con la respiración alterada y mis pechos a punto de brotar, desquiciándome. En ese momento me detuve y le pedí, le rogué, que hiciera realidad una de mis fantasías sexuales más anheladas, y accedió.

“Quiero ser una fiera a la que tú vas a domar en la cama —le propuse exaltada—. Para eso me voy a disfrazar del animal al que vas a someter en la cama y tú te vas a vestir del domador que va a apaciguar mis más salvajes deseos carnales —agregué”.

Saqué del maletín la ropa que se tenía que poner, le quité la bata que lo cubría y le pedí que se metiera al baño a vestirse mientras yo hacía lo mismo con mi disfraz, y le rogué que no saliera hasta que yo estuviera lista para recibirlo; se llevaría una sorpresa, le advertí.

En cuanto se encerró en el baño saqué todo lo que llevaba en los bolsillos de sus pantalones y lo dejé sobre la mesita de noche. A toda prisa guardé su ropa en mi maletín, con todo y bata, tomé las llaves de la habitación, que el muy pendejo dejó sobre la cómoda, y salí del cuarto cerrándolo con llave por fuera. Después, con la cinta adhesiva, pegué la cartulina sobre la puerta. El mensaje que escribí rezaba, en letras grandes y coloradas, del color que produce la vergüenza:

DOMADOR DOMADO

Me dirigí a la recepción para entregar el sobre y solicitar que se lo dieran a mi esposo cuando despertara, que era importante, les dije, y en cuestión de segundos ya estaba en la calle. En un bote de basura de la calle tiré el contenido del maletín, tomé un taxi y volví al hotel antes de que ustedes regresaran. Esa noche dormí plácidamente. Estallamos en aplausos y una sonora carcajada colectiva coronó la magistral reseña que acababa de narrarnos. ¡Genial! La venganza no podía haber sido más dulce.

Celebramos, abrazándola y besándola, la hazaña que acababa de realizar con increíble acierto… ¡El ridículo en su más alta expresión! Nos imaginamos las escenas posteriores, de las que desafortunadamente no pudo ser testigo la estrella de la función. Ahora entendíamos por qué Françoise afirmaba que “la había pasado de pelos”, y por qué estaba segura de que a partir de ahora Nagib la revaloraría… ¡Por supuesto que lo haría!

Nos imaginamos a su galán saliendo del baño, disfrazado de domador de circo, con ridículos shorts y látigo en mano, entrando a la habitación para saciar sus instintos sexuales y toparse con la cama vacía, la cara que puso al no encontrar sus pantalones y ropa interior, y darse cuenta de que la puerta del cuarto de hotel, que le costaría una suma estratosférica, estaba cerrada con llave, y de que lo habían dejado vestido y alborotado, sin consumar su acto de sometimiento a la fiera. ¡El circo!

Nos regodeamos al suponer que, tras la rabieta y el coraje que sufrió el hijo de puta, tuvo que pedir auxilio, solicitar que le abrieran la puerta vestido en esas fachas, y que le fueran a comprar ropa a tan altas horas de la noche, y que salió del cuarto encabronado sin poder explicarles a los sorprendidos empleados del majestuoso hotel por qué su esposa lo había abandonado en tan extrañas y extravagantes circunstancias, mientras él y todos leían el amoroso mensaje con dedicatoria que su consorte le estampó en la mismísima puerta de su habitación… ¡Había salido trasquilado!

Y la carta, que seguramente le entregaron en la recepción, según las instrucciones de su abnegada esposa, ¿qué decía? Nos dio la copia para que la leyéramos:

¡Pobre diablo!

Así es la vida, no nos debemos de confiar… La historia se repitió, pero esta vez contigo. La mía fue una dulce venganza sin trágicas consecuencias, hasta en eso me vi digna. Tú, en cambio, te enlodaste conmigo, caíste en lo más bajo, hace casi un año.

Sabía que eras un poco hombre, pero quise poner a prueba tu inteligencia y reprobaste, volviste a fallar. Querías emular la cobarde hazaña que un imbécil realizó en Guanajuato: abandonar a su suerte a su presa después de consumar el acto. Ése eres tú.

Hoy, el domador fue domado y su presa alzó el vuelo. Hace tiempo que intento remontar las alturas, mientras tú sigues arrastrándote por el suelo. Estoy buscando mi libertad, y hoy realicé el ritual de abrir la puerta y volar… y tú te quedaste desnudo y sin alas. Yo en cambio recobré la dignidad.

… Si me vuelves a buscar, te encerrarán tras otra puerta, esta vez sin llave, para que no puedas escapar, ¡te denunciaré! Ahora ya sabes de lo que soy capaz…

Françoise.