12. Françoise, en boca de todos

Esa tarde la mayoría había decidido turistear, salir a recorrer la ciudad, las mujeres para hacer algunas compras, y unos y otras para visitar el Hospicio Cabañas y sus alrededores. Acabarían todos en la Plaza del Sol. Cuando desperté de mi siesta y bajé a la recepción, me encontré con un mensaje que Françoise me había dejado en mi casillero:

No te quise despertar. Voy a hacer unas compras y no sé si los encontraré aquí cuando regrese. De todas formas no cuenten conmigo si tienen planeado hacer algo esta noche. Saldré con Nagib. No me esperen. Buena onda el güey, reaccionó bien. Hablamos largo y tendido y aclaramos muchos malos entendidos. Saldré con él esta noche y no sé a qué horas regresaré si es que vuelvo… Bye.

Françoise.

—¡Qué onda!, de qué me habla ésta, no entiendo nada —me dije.

“Buena onda el tipo, reaccionó bien, aclaramos muchos malos entendidos… no sé si regresaré” o algo así. ¿Será capaz de traicionarse a sí misma? ¿Estará hablando en serio? Este mono sabe envolver a cualquiera, tiene verbo, ¡qué cuento le debe haber echado para que ahora se exprese así de él! ¿Habrá caído la muy pendeja? —me pregunté.

Habían pasado tres horas desde que me metí en el cuarto, empezaba a caer la tarde y no sabía qué hacer, ahí, apoltronado en uno de los viejos sillones de la planta baja del rascuache hotel que nos servía de transitoria morada. Todo me parecía raro, desconcertante: Rómulo andaba como ausente y, para colmo, enojado con su amigo Luigi; éste, indescifrable, un misterio sin resolver; la Adela desorientada, Raúl, vestido y alborotado, pero sin su pareja. Ésta, con su aliada, ya se encontraba en las bacanales nocturnas de Puerto Vallarta, con otros tipos. Ricardo, más solo que la soledad, que ya es decir y, para acabarla de chingar, ahora Françoise me salía con esto… Por lo visto, los únicos seres normales eran Poncho y Helga, en lo suyo y bien planeado, y Marcela y Carlos, la parejita ideal, sin broncas ni contratiempos. El otro ojete era yo, metido en este berenjenal de incongruencias y desatinos, sin deberla ni temerla. ¿Qué hacía yo aquí en medio de todos estos líos?

Reflexionaba y elucubraba en torno a todo eso, cuando los siete turistas, cargados de bolsas producto de las compras, hicieron su entrada triunfal al hotel; nadie se había salvado de la compulsión por comprar los bienes, casi todos innecesarios, que promueve la mercadotecnia. Ahí estaban, felices y contentos con las gangas que habían pescado en oferta en las tiendas de Guadalajara.

—¿Te dieron nuestro recado? —me preguntó Ricardo.

—Sí, en la recepción me informaron que salieron a recorrer los centros comerciales.

—¿Y Françoise? —preguntó Adela.

—Salió también. Me dejó un mensaje: que ya tenía planes para esta noche y que no la esperáramos.

—¿Planes…? ¿Y con quién? —insistió su compañera de cuarto.

—No sé —mentí—, no me dijo.

—¡Uf!, ya sé, con el imbécil de Nagib, ¿no se acuerdan que nos lo dijo? —recordó Adela.

Se miraron unos a otros, desconcertados. Lo había cumplido: “Si me invita a salir, iré con mucho gusto”, les dijo días antes. Pero estaba claro que no habían asimilado su decisión. Seguramente se preguntaban por qué quería volver con el tipo que tanto la perjudicó.

—Pues allá ella —sentenció Marcela—. Ya está crecidita para saber lo que hace y, si no es así, pagará las consecuencias. Nosotros no podemos hacer nada para impedir que haga lo que quiera.

—Y bueno, ¿adónde vamos hoy? —preguntó Carlos.

—Sólo recuerden que mañana es martes y se inaugura el Café de Troya, por si nos desvelamos. Tómenlo en cuenta.

Al “reven”, ése era el plan. Jalaríamos todos a un antro que quedaba a las afueras de la ciudad, recomendado, por lo que esta vez sí iríamos en nuestros coches; éramos ocho y cabríamos perfectamente en dos. No lo pensamos más y fuimos a las habitaciones a cambiarnos. Antes de hacerlo le sugerí a Marcela que no se les olvidara dejar la llave del cuarto en la recepción, por si Françoise regresaba antes, ya entrada la noche.

En el estacionamiento del hotel, el mustio de Luigi, antes de subirse a mi auto, se echó unas “rayas”; le quedó un poquito de polvo en la nariz y se lo sacudió. Al arrancar, el muy güey ya venía tronado. Nadie lo vio, pero sí les llamó la atención que cuando llegamos al antro se veía alterado, como más prendido: era el efecto del “perico”. Más tarde me comentaría Ricardo que el italianito lo había interrogado respecto a Nagib, quizá por curiosidad, pensé, pero fue insistente, acucioso. Quería saber más de él y, claro, lo puso al tanto de sus desmadres y de su falta de responsabilidad, motivo por el cual lo hicimos a un lado. Seguía intrigándome ese mono.

La comidilla giró, sin embargo, en torno a Françoise. Marcela y Adela, sus compañeras, no podían entender por qué quería juntarse de nuevo con Nagib y, peor aún, que no les contara nada. Sin decir agua va, se metía otra vez en la cueva del lobo y se enredaba con ese hijo de la chingada, dijeron.

—Tiene que ser tonta para caer en sus brazos, si ése lo único que busca es un free —argumentó Adela.

—No me lo esperaba de ella, estoy desilusionada. Ya se arrepentirá —agregó Marcela.

—Párenle, tampoco exageren, no es para tanto, creo que sabe lo que hace y en su momento nos dará una explicación —reflexionó Rómulo, apaciguando los ánimos caldeados de sus compañeras.

Estando ahí le entramos a la mota, tranquilos, mientras escuchábamos unas rolas del buen Silvio, y disfrutábamos del ambiente, bien prendido. Al bato de Luigi se le alborotaron las hormonas, tomó del brazo a Adela y se pusieron a bailar, moviéndose como Dios les dio a entender; la hermana de Toño no cabía de contenta y me guiñó el ojo: al fin el güey le prestaba atención. Fui al baño y aquel lugar apestaba, pero no sólo a orines, sino también a todo lo demás que se metían… ¡Olía a madres! Estaba a reventar y me salí volando.

En medio del “reven”, y sabiendo que Rómulo ya se había echado varias copas para perder la solemnidad, lo interrogué:

—Y qué, güey, ¿sigues peleado con Luigi?

—No, ya me aliviané con él y todo en paz.

—¿Pues qué ocurrió?, si se puede saber.

—Pendejadas, nada importante, todo está bien, hermano, te lo aseguro.

No insistí, no quería hablar de eso, así es que cambié de tema:

—Como que ya agarró confianza… míralo bailando y platicando con Adela, desinhibido el cabrón.

—Pues claro, ¿no ves que anda medio pasado…?

—Sí, ya lo sé, si antes de meterse en mi coche se echó una “raya”.

—Por eso.

—Y porque a lo mejor ya se empezó a entusiasmar con Adela, que por cierto no lo ve con malos ojos.

—Con chavos como éste es que tendremos que trabajar mucho cuando nos pongamos a practicar en esos centros de orientación juvenil a los que nos queremos apuntar mientras estudiamos, ¿o no? —me recordó Rómulo.

—Sí, porque cuando le entran ya a la coca y esas cosas, que son palabras mayores, es que andan mal; ya ves el trabajo que le cuesta a éste socializar, se cohíbe con la gente y sólo metiéndose talco libera sus ímpetus de conquistador. Sí, hay mucho que hacer con ellos porque estos monos son pasto fácil para las llamas si al final no se saben controlar.

—Así es, Santiago. Por eso digo que una vez que salgamos de la universidad tenemos que ponernos a trabajar en esa dirección, como lo convenimos.

—¡Me late!

Yo había pasado por muchas experiencias, no era teórico en estas lides, pero a la droga no le había entrado a ese nivel. Fuera de la mota, de la que no era consumidor asiduo sino esporádico, rechazaba otras variantes definitivamente más duras. La cocaína y el crack, lo sabía bien, son sustancias tóxicas que, ésas sí, provocan adicción jodida y alteran el funcionamiento físico y mental. En grandes dosis incluso provocan convulsiones y hasta la muerte. Por supuesto que ninguna es buena, ni siquiera el tabaco, pero entrarle a la coca equivale a hacer un viaje que probablemente no tenga retorno, porque salir de ella es más difícil. Yo no era una blanca palomita, pero por lo mismo podía ayudar a los demás, porque sabía de lo que hablaba y, de alguna manera, había experimentado esas crudas; era mi experiencia y la de muchos otros conocidos. Estaba en mis cabales y, preparándome, podría orientar a los que se dejaran. El proyecto que Rómulo y yo teníamos en mente me motivaba un chingo: quería llevarlo a cabo con responsabilidad y seriedad, asociado con mi mejor amigo, el inefable Rómulo, un “viejo” conocido de mi infancia… Confiaba en él ciegamente…

La pasábamos bien, pero esta vez no quisimos desvelarnos para al día siguiente poder responderles a Helga y Poncho, así es que abandonamos el antro a buena hora de la madrugada. Cuando llegamos al hotel, todos queríamos averiguar si Françoise ya había regresado y estaba bien. La descubrimos plácidamente dormida en su cama y eso nos tranquilizó. No había llegado tan tarde como nos advirtió que podía pasar y, mejor aún, llegó, a pesar de haber amenazado con que tal vez no llegaría a dormir. Era un buen síntoma de que las cosas no se complicaron entre ella y Nagib, al menos por ahora…

Al día siguiente, en el desayuno, esperábamos que Françoise desembuchara y nos diera una explicación, pues sabía que Nagib era persona non grata para el grupo y a todos nos incomodaba que lo aceptara, pero no dijo ni pío, actuó como si nada, comió con muy buen apetito y muy quitada de la pena, hasta que Rómulo le preguntó:

—¿Y cómo te fue ayer, Françoise?

—Ni le preguntes —intercedió Marcela que, como el resto, no ocultaba su hostilidad hacia su compañera—. Eso mismo le preguntamos Adela y yo en el cuarto, hace un ratito, pero no nos dijo nada.

—Yo sólo quiero saber si te la pasaste bien —insistió.

—¡De pelos!

—¿Adónde fueron?

—¡Oh!, esa pregunta ni se pregunta…

—Entonces se la pasaron de fábula —dedujo Rómulo.

—Lo mismo nos dijo a nosotras… puras pendejadas —reclamó Adela, que estaba realmente molesta.

En cuanto se levantaron la habían interrogado en la habitación, con la curiosidad de que suelen hacer gala las mujeres, pero ella no abrió el pico por más que la acosaron, hasta que se cansaron y la dejaron en paz.

—¡Yo me voy de aquí, mejor me quedo en el cuarto! —renegó Adela, sumamente enfadada con la actitud de Françoise.

—¡Pero qué te pasa, Adela! ¿Qué te molesta?, bájale, ¿acaso tengo que rendirles cuentas de mis actos?

—Con esos desplantes ya te estás pareciendo a la pinche Ana. Allá en Guanajuato —le recordó Marcela— se salía por la tangente cada vez que la arrinconaban y no tenía excusas para justificar sus desmadres…

—Perdóname, lo siento, no quiero ser grosera, pero es que es un asunto muy mío y prefiero guardármelo, si no les molesta. No quiero enojarme con ustedes, muchachas ni con nadie, y tampoco que se molesten conmigo, pero quiero reservarme los detalles sobre lo que hice o dejé de hacer.

—¿Pero te viste con Nagib? —se empecinó en preguntarle Raúl.

—Sí, por supuesto, y créanme, se los juro, la pasé muy bien con él y no me arrepiento de haberlo visto. Creo que no lo conocemos lo suficiente. Descubrí facetas de su personalidad que no conocía y le di la oportunidad de que me conociera mejor y me revalorara. Confrontamos nuestra manera de pensar y estoy convencida de que ahora tiene un concepto diferente de mí.

—No, no te entiendo, Françoise —le confesó Rómulo que, al igual que los demás, estaba anonadado, perplejo ante lo que nos estaba diciendo. Siguió explicándonos:

—Sí, es verdad, tenía una idea equivocada de mí y ahora comprobó que ya no soy la niña frívola con la que se topó en Guanajuato, la que buscó en los demás el afecto y la atención que no le daban sus padres, y que cayó en esos excesos de los que me arrepiento. Lo que me ocurrió allá marcó mi vida y la cambió radicalmente. Eso fui a decirle y a demostrarle con mis actos.

—¿Pues qué hicieron? —quiso averiguar Raúl.

Françoise guardó silencio por unos segundos, se les quedó mirando fijamente, respiró hondo y se lanzó de lleno:

—¿De veras quieren saber detalladamente lo que pasó? Pues agárrense, porque ahí les voy…