Capítulo 16

El trabajo no le servía para sentirse reconfortado, exactamente, pero Ben se concentró absolutamente en él de todos modos. Se dio cuenta de que si permanecía en su despacho, las horas y los días pasaban sin que él cediera a la tentación de llamar a Molly.

Sin embargo, aquella tarde, cuando entró en la oficina común, la ilusión de que era un buen refugio se desvaneció. Frank, uno de los oficiales de Ben, alzó la vista del libro que estaba leyendo, tragó saliva y se cayó de la silla.

—¡Jefe! —gimoteó cuando su trasero impactó contra el suelo.

No había necesidad de preguntarle qué libro estaba leyendo.

—¿Y tú, Frank? —murmuró Ben mientras retrocedía a su despacho nuevamente.

Increíble.

Después de dos semanas aguantando chismorreos y risitas, las cosas habían empezado a calmarse en Tumble Creek. Entonces, la nueva obra de Holly Summers había llegado a las pantallas de los ordenadores de todo el condado. Ben pensaba que los buenos ciudadanos de su pueblo ya se habían deleitado lo suficiente con Besos robados. Disfrutaban indescriptiblemente hablando de los detalles, debatiendo sobre si Ben y Molly eran pareja entonces, o si solo habían tenido una aventura pasajera y ardiente.

Nadie creía las explicaciones de Ben, que había dicho claramente que no había habido nada entre ellos cuando eran jóvenes, así que él había dejado de hablar, con la esperanza de que su silencio enfriara el interés. Y así había sido. Incluso Miles había dejado de interesarse después de diez días.

Para Ben había sido una pesadilla, pero poco a poco comenzó a relajarse y a recuperar la normalidad en su vida, al menos en la medida de lo posible. En una noche había sido traicionado por las dos mujeres del pueblo que estaban más cerca de él. Aquello le producía unos sentimientos que todavía no quería abordar, pero que estaba intentando superar.

Entonces había salido El salvaje Oeste.

Ben se paseó con inquietud por el despacho. Fuera estaba nevando intensamente, y no podía dar uno de aquellos largos paseos que lo relajaban cada día. Se pasó una mano por el pelo y suspiró de impaciencia.

Andrew iba a entrar a su despacho con un informe muy voluminoso entre las manos, pero al verlo, se detuvo en seco y enrojeció.

—¡Jefe! ¡No sabía dónde estaba! —exclamó, y fijó los ojos en el escritorio de Ben.

Ni siquiera sus propios hombres podían mirarlo. Un buen motivo por el que no debería haber ido a la comisaría cuatro horas antes de que comenzara su turno, pero no podía quedarse en casa, pensando. Ya no lo soportaba.

—Esta tormenta ha sido inesperada —dijo—. Pensé que habría demasiado trabajo.

—Ah, sí. Bien pensado —dijo Andrew, y se apresuró a dejar la carpeta en el escritorio de su jefe—. Aquí tiene esa información que le solicitó al sheriff. Me refiero a… eh… al sheriff de Creek County.

Ben tomó su abrigo.

—La revisaré más tarde.

Aunque no pudiera dar un paseo, sí podía irse de patrulla. Andrew salió rápidamente, todavía ruborizado. Ben se preguntó qué escena se estaba imaginando. Seguramente, la de las cuerdas anudadas y la cera de vela.

Dios Santo.

Al salir a la calle, se le metieron unos gruesos copos de nieve en los ojos. El viento le cortaba la piel, así que corrió hacia su furgoneta, y el relativo silencio que reinaba dentro del vehículo se lo tragó.

Durante su entrevista oficial con la policía, Molly había dejado bien claro que Brenda se equivocaba, que aquella nueva historia no tenía nada que ver con él, ni con ella, ni con nadie real. Era solo una historia de ficción. Y lo era. Ben la había leído atentamente dos noches antes. No se había reconocido a sí mismo en aquel sheriff frío y apasionado a la vez. Y Molly no tenía ningún parecido con la viuda que se distraía de su desengaño con dolor y sexo.

Esperaba encontrar frases familiares, reconocibles, de las noches que Molly y él habían pasado juntos. Esperaba que ella lo hubiera estado utilizando para obtener inspiración, pero nada de lo que ellos habían hecho juntos aparecía en aquella historia.

Aunque eso, nadie podía saberlo.

Echando humo por las orejas, Ben merodeó por la ciudad hasta que dejó de nevar. Después de eso, no patrulló tanto para ayudar a posibles motoristas accidentados sino para perseguir a Lori en su quitanieves. Se cruzaba con su camión de color morado cada cinco minutos, hasta que al final, ella bajó la ventanilla, le hizo un gesto para que se acercara y le ordenó que fuera a tomarse una cerveza o que fuera a casa de Molly para arreglar las cosas.

—Ni lo sueñes —respondió él. Cada vez se sentía más como un adolescente enfadado. Tal vez debiera ir a casa, meterse en su habitación y seguir allí enfadado con el mundo.

Sin embargo, no lo hizo. Siguió conduciendo por el pueblo, evitando a Lori, eso sí, durante un cuarto de hora más, y después fue a la comisaría y se quedó sentado en la furgoneta, rumiando sobre lo injusto de la vida. En aquella ubicación tenía un punto perfecto desde el que vigilar el escaso tráfico que había en Main Street y una buena vista del aparcamiento de The Bar. Vio parar ante la puerta del local un pickup que no le resultaba familiar, y eso despertó algo su interés. Sin embargo, al ver que Molly bajaba del vehículo, su corazón dio un salto.

Ella llevaba su abrigo blanco y su gorro rosa. Él soltó un gruñido de tristeza. Aquel endemoniado color rosa iba a matarlo.

No, no era cierto. Lo que iba a matarlo era el hecho de que ella fuera tomada del brazo de otro tipo.

Ben no se había dado cuenta de que el conductor bajaba del pickup, porque estaba completamente concentrada en la sonrisa de Molly. Sin embargo, allí estaba aquel hombre, acompañándola al bar. Ben se inclinó hacia la derecha y observó con los ojos entornados, intentando verlo mejor. El tipo miró hacia un coche que pasaba, y Ben se quedó boquiabierto.

¡Molly estaba saliendo con uno de los ayudantes del sheriff de Grand Valley! No. No, no, no. Tenía que estar equivocado. No era posible que ella saliera con otro tan pronto. Y menos con un policía.

Ben oyó que el volante chirriaba y se miró las manos, que estaban estrangulando la cubierta de cuero. Aflojó las manos y miró hacia la puerta de The Bar. ¿Qué iban a hacer? ¿Iban a jugar al billar? ¿Iban a inclinarse sobre la mesa y a flirtear?

Tal vez aquel tipo fuera un pariente. ¿Tenía la familia Jennings algún primo en Grand Valley? Quinn tenía que saberlo. Tal vez solo fuera un amigo.

Las palabras de Molly empezaron a pasársele por la cabeza. Él se había jurado que no iba a leer ni uno de sus libros, pero a los tres días había claudicado. Había leído primero Besos robados, y mientras lo hacía se había sentido horrorizado, enfadado y completamente excitado por las escenas de fantasía que ella había creado. En su versión de aquella noche, ella observaba en secreto a Ben mientras él terminaba su cita, y después, le tomaba el pelo y lo provocaba hasta que él le permitía que tuviera su turno. Y eso solo eran los tres primeros capítulos.

En los siguientes libros, él se había dado cuenta de que su escritura mejoraba. Las palabras se volvían más poéticas y las historias más interesantes. Se había sentido impresionado de mala gana, y cada vez había tenido más dudas sobre si él podría satisfacer a una chica como Molly Summers. Tal vez ese ayudante del sheriff… ¿Cómo demonios se llamaba?… Tal vez él fuera menos tenso. Tal vez a él no le preocupara lo que pensaran los vecinos. Tal vez a él le gustara apasionado, escandaloso, peligroso y en público.

En aquel momento se abrió la puerta de The Bar nuevamente, y Juan salió con un cigarrillo sin encender en la mano. Ben bajó la ventanilla.

—¡Juan! —le gritó, tan suavemente como pudo.

Juan lo miró y lo saludó mientras cruzaba la calle hacia él.

—Hola, Jefe. ¿Qué tal va?

—Muy bien —mintió Ben—. ¿Y tú? ¿Qué tal el bar?

—Bueno, eh… —Juan le mostró el cigarro y le preguntó—: ¿Le importa que fume?

—No, adelante. ¿Un día tranquilo?

—Pues yo pensaba que iba a serlo —dijo Juan, y dio una calada larga y profunda al cigarro—. Pero esa tormenta ha hecho que los clientes no se movieran de sus mesas.

—Ummm. Claro —murmuró Ben. ¿Cómo demonios iba a ser sutil en aquello?—. Me ha parecido ver a uno de los ayudantes de McTeague entrar hace unos minutos.

Juan abrió unos ojos como platos. Claramente, no había sido muy sutil.

—Eh… sí. Griffin. Creo que yo también lo he visto.

—¿Viene a menudo?

—No —respondió Juan rápidamente. Después, al ver que Ben entornaba los ojos, se estremeció y dijo—: Está bien. Ha entrado con Molly Jennings, pero yo nunca los había visto juntos.

—¿Las chicas siguen viniendo un par de veces a la semana?

—Eh, sí. Claro.

—Vamos, Juan, ¿es que quieres que te suplique, o algo así?

—Lo siento, Jefe. Es que… Ella también tuvo una cita ayer. Vino con ese escultor que vive en el valle. James no sé qué.

—¿Con el escultor? Pero ¿qué clase de hombre trae a una mujer a The Bar en una primera cita? ¡Por Dios! No te ofendas, Juan.

—No se preocupe —dijo Juan, pero se estaba retorciendo y parecía que estaba desesperado por huir.

—Bueno, Juan. ¿Cómo van las cosas con Helen?

Entonces, Juan se ruborizó y arrastró un poco los pies, y murmuró una respuesta que Ben no entendió bien, así que dejó que se marchara y se hundió en el asiento del conductor.

Molly estaba saliendo con otros hombres, demonios. ¿Qué iba a hacer él?

Ya le resultaba lo suficientemente difícil verla por todo el pueblo, en el supermercado, en la oficina de correos o caminando por la calle. No hablaban, pero ella lo miraba y lo desafiaba con sus ojos verdes.

«Vamos, supéralo», le decía con la mirada. «Ven por mí, chicarrón».

Esos ojos no se disculparon, ni transmitieron vergüenza, ni pidieron perdón. De hecho, le habían estado gritando que iba a empezar a tener citas de nuevo, pero él había ignorado la advertencia, así que allí estaba, en su furgoneta, vigilando el pickup. El vehículo se burlaba de él con sus cristales tintados. Seguramente, entre los asientos delanteros no había ningún equipo informático que sirviera de obstáculo. Un hombre podía estirar la mano con facilidad y divertirse mientras…

—Alguien acaba de matarme —gruñó en voz alta.

Estaba condenado. Desde el principio había sabido que aquello terminaría en el desastre, pero no se había dado cuenta de que él sabría lo que iba a sentir un hombre cuando Molly lo acariciara. No sabía que ella era una autora que continuaría escribiendo libros, historias sobre los hombres con los que salía, historias que ya no iban a ser sobre él.

¿Cómo podía ser peor eso que el hecho de que la gente leyera detalles sobre su vida sexual? Era imposible… Sin embargo, Ben se dio cuenta de que sí era mucho peor. Era peor que estuvieran hablando sobre Griffin el Ayudante Pervertido que sobre Ben, el Sheriff Ardiente.

—Maldita sea —jadeó. No podía ni siquiera respirar—. Maldita sea.

Antes, la presión que tenía en el pecho le resultaba insoportable, pero ahora había empeorado. Por primera vez en su vida no quería ir a trabajar, no quería ver a sus oficiales. Podría tomarse un día de baja. Ellos lo entenderían. Demonios, ni siquiera podían mirarlo a la cara, de todos modos.

De repente oyó un bocinazo estruendoso, y tuvo que agarrarse las sienes. Sin embargo, por el rabillo del ojo vio a Lori, que se estaba muriendo de risa en su camión; bajó las manos y le lanzó una mirada fulminante. Después de controlar el impulso de pegarle un tiro a la bocina, Ben le hizo un gesto obsceno con el dedo corazón y salió de la furgoneta para ir hacia ella.

De todos modos, Lori le había salvado de ser un idiota absoluto y llamar a la comisaría para decir que se había puesto enfermo. Solo por eso, no le pondría una multa.

—No te has tomado esa cerveza, ¿no? —le gritó ella—. ¡Tienes que ir a ver a Molly!

Ben oyó el clic de una cámara justo cuando volvía a hacerle aquel gesto a Lori. Las risotadas de Miles Webster lo alcanzaron desde la otra acera.

Sin embargo, Ben se había dado cuenta, justo aquella mañana, de que Miles no había pasado la ITV del coche, y debería haberlo hecho tres semanas antes. Así pues, estaba sonriendo cuando cerró la puerta de la comisaría. «Multa al canto, viejo».

—Gracias. Lo he pasado muy bien —dijo Molly sinceramente, aunque sin demasiado entusiasmo.

—Yo soy el que debería darte las gracias —respondió Griffin.

Ella negó con la cabeza.

—Ojalá no tuvieras que hacer esto.

—Eh, yo me lo he pasado muy bien, aunque hayas estado mirando a Aaron más de media hora.

—Es que su camiseta brillante y ajustada me tenía hipnotizada. Creía que a ti también.

Griffin sonrió.

—No es mi tipo. Me gustan los chicos más naturales.

—¿Sí? Pues cuando te vi en ese bar de Denver, me dio la impresión de que te gustaban los tipos de discoteca.

—¡No! Esa fue una fase de mi vida muy mala y muy corta, te lo prometo. Me gustan los hombres fuertes y listos con camisas de franela.

—¿Como James?

Griffin siguió sonriendo, y se ruborizó.

—Como James.

—Es encantador. Hacéis una buena pareja. ¿Estás seguro de que tienes que ocultarlo? Estamos en el siglo veintiuno, aunque esto sea Creek County. No deberías fingir que sales con una desvergonzada como yo…

—A mí me gustan las desvergonzadas. Además, mis padres, mi trabajo… Es duro. Estoy reuniendo valor.

Molly le dio una palmadita en el musculoso brazo.

—Pues será mejor que te des prisa. James me ha enseñado su nueva colección. Creo que esas esculturas lo van a delatar.

Parecía imposible, pero Griffin se ruborizó todavía más.

Ella se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

—Me pareció que reconocía esos bíceps. Eres un buen modelo para una obra de arte, Griffin.

—Basta —protestó él, aunque tenía los ojos brillantes de placer—. ¿Quieres que entre? —le preguntó—. Te han pasado cosas muy extrañas, y si te sientes más segura, yo estoy encantado de echar un vistazo por la casa.

—No te preocupes, ahora estoy bien. Brenda sigue bajo custodia. Pero gracias.

Cuando entró en casa, Molly cerró la puerta y se apoyó en ella. Aquel plan para poner celoso a Ben era agotador. Y ni siquiera sabía si él se había dado cuenta, lo cual hacía las cosas doblemente duras. Su plan no era perfecto, porque no había tantos hombres homosexuales en el armario por la zona. Si Miles no aireaba aquellas citas pronto, iba a tener que dejarlo hasta el verano. O salir con Aaron.

—Puaj —dijo al pensarlo.

Se acercó al contestador para ver si tenía mensajes, pero no había nada. Por lo menos, Cameron había dejado de molestarla. No había vuelto a llamarla ni una vez desde su viaje a Tumble Creek. Algunos de sus chicos se habían puesto en contacto con ella, pero Molly no había detectado las cuerdas de la marioneta. Por fin había conseguido liberarse, aunque por desgracia, había perdido a Ben durante el proceso.

Eran solo las nueve, y no estaba cansada, así que llamó a Lori Love para lloriquear por Ben.

—Hola, Lori —dijo con un suspiro.

—¡Hola! ¿Has tenido alguna cita hoy, por casualidad?

Molly se animó.

—¿Han empezado los rumores?

—No estoy segura, pero he visto a cierto Jefe de Policía sentado en su furgoneta, mirando con inquina hacia The Bar hace dos horas.

Molly se puso tan contenta que estuvo a punto de dejar caer el auricular.

—¿Me estás tomando el pelo? ¿Lo has visto?

—Sí. Estaba perfectamente atormentado.

—Oh, maravilloso —gruñó Molly.

—Eres una mujer muy cruel.

—Puede ser, pero es que ni siquiera me dirige la palabra. Puedo volver a comportarme como si estuviéramos en el instituto con tanta facilidad como él quiera.

Lori se echó a reír.

—Los dos sois patéticos. ¿Por qué no te pones una ropa de colegiala y vas a su casa mientras él está dormido? Eso terminaría con vuestros problemas.

—Tiene un arma, Lori.

—Y muy bonita, por lo que tengo entendido. Ah, te refieres a un arma de verdad. Bueno, entonces no creo que debamos exponerlo a que cometa un error y tenga una vida llena de tristeza y arrepentimiento. Bien pensado.

—Gracias. Tú solo cuéntame todo lo que oigas por ahí. Y yo rezaré para que entre en razón pronto.

—Por supuesto. Y envíame más correos electrónicos divertidos esta noche, ¿eh? Me aburro mucho.

—Está bien, pero solo porque has espiado a Ben por mí.

Molly colgó el teléfono y fue a sentarse al ordenador. Entró en la cuenta de correo de Holly Summers y se encontró con treinta y un mensajes nuevos. Los revisó rápidamente y catalogó la mayoría para responderlos más tarde. Casi todos eran amables y generosos, justo el ánimo que necesitaba en aquellos momentos.

Uno era hilarante, y otro muy extraño. Parecía que algunos hombres tenían afición a vestirse de payasos y pintarse la cara. Molly borró el nombre del remitente y se lo envió a Lori. Los tres últimos habrían sido normales salvo por el detalle de que se dirigían a ella por Molly, y no por Holly. Maldito Miles Webster y su periódico online. Ahora, su nombre real estaba al alcance de sus admiradores, pero también de sus detractores. Por no decir de sus amigos y su familia, que se habían enterado de todo.

Quinn se había quedado horrorizado como solo podía quedarse un hermano mayor; eso quería decir que no se había quedado verdaderamente horrorizado, sino solo horrorizado en el sentido de que las hermanas pequeñas no debían tener órganos sexuales en funcionamiento. A sus amigos de Denver les había parecido hilarante. La gente de Tumble Creek no sabía qué pensar. Y sus padres… Bueno, Molly prefería no pensar demasiado en eso. Tenía que resolver el problema con Ben Lawson antes de abordar la cuestión de sus padres.

Respiró profundamente e irguió los hombros. Después entró en su tienda favorita online de ropa interior para hacer un poco de investigación y preparar su próximo movimiento. Ahora que Ben por fin se había dado cuenta, podía pasar a la Fase Dos.

Todos pensaban que eran muy listos en aquel maldito pueblo.

Aquella pobre Brenda había confesado todos sus crímenes. Allanamiento de morada, acoso, amenazas con un arma de fuego… Y la investigación se había detenido con su confesión. Todos, incluido el heroico Jefe de Policía, pensaban que ella era la culpable de todo, lo admitiera o no.

Sin embargo, Brenda era inofensiva y patética. Solo era una mujer que pedía atención y afecto a gritos. Cualquier cosa menos la invisibilidad que envolvía a las mujeres como ella. Como no llamaba en absoluto la atención, se había convertido deliberadamente en una molestia, y al hacerlo, le había ayudado a ocultarse y camuflarse.

Incluso había hablado con Brenda de todo aquello. La había compadecido por la existencia de Molly y de todas las mujeres egoístas e inmorales del mundo. Mujeres que captaban toda la atención y se la arrebataban a otras mujeres buenas y sólidas como Brenda. Ella se había derretido con sus muestras de comprensión, y él había comprendido, por el brillo ferviente de sus ojos, que estaba a punto de estallar. Él solo había tenido que empujarla un poco y… ¡Bum!

El estallido de Brenda había apartado todos los obstáculos de su camino. Ahora, Molly estaba sola. Lawson la había dejado sin pensarlo dos veces. La investigación había cesado. El Jefe ni siquiera había entendido el misterio de la mina; en una noche clara, con un buen telescopio, cualquiera podía pasar unas horas espiando la casa de Molly.

Se recolocó contra la valla de la mina y observó a Molly mientras ella terminaba de fregar los platos de la comida. Su cara brillaba iluminada por el sol de la tarde. Era bellísima. Él podría quedarse allí, mirándola todo el día, disfrutando de su soledad, porque sabía que iba a ser quien terminara con esa soledad.

Adoraba aquel lugar tranquilo, donde podría estar a solas con Molly.

Y era la buena de Brenda quien lo había conducido, sin saberlo, a aquel escondite. Se merecía que la compensara con algo agradable. Seguramente, Brenda iba a alegrarse mucho cuando supiera que Molly había decidido volver a Denver. Tal vez él le enviara una fotografía para darle un poco de paz.