PRÓLOGO

Durante la última década del recién pasado siglo XX tuve oportunidad de viajar con bastante frecuencia a Rusia, en mi condición de diputado a Cortes y miembro de la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso. Recuerdo muy especialmente un viaje en la última semana de noviembre de 1991, cuando a la Unión Soviética le quedaba menos de un mes de existencia. La suerte de aquel enorme conglomerado de pueblos estaba echada y desde Occidente se contemplaba con preocupación la evolución de los acontecimientos. Tanto en Estados Unidos como en Europa occidental se percibía una ambivalencia de sentimientos, porque si, por una parte, muchos se alegraban abierta o secretamente por el patente desmoronamiento del enemigo la víspera, por la otra se temía la desestabilización de aquel inmenso imperio, que hasta entonces se había mantenido unido, con mano de hierro, desde Moscú. Gorbachov —con quien pudimos mantener una larga entrevista— intentaba transformar la URSS en una «Unión de Estados Soberanos» de estilo confederal, mientras que Yeltsin —con quien también debatimos la situación— apostaba por una Rusia, de la que ya era presidente por elección popular, que no tuviera que depender de ningún «centro», como se denominaba al aparato soviético. Todavía, por apenas unas semanas, ondearía sobre una de las torres del palacio-fortaleza del Kremlin la roja enseña de la Unión Soviética, la entidad política que representaba Gorbachov. Pero desde que Yeltsin —tras el golpe de Estado que había tenido lugar el mes de agosto de aquel mismo año— se había trasladado también al Kremlin, reclamado como patrimonio histórico de Rusia, flameaba sobre la gran cúpula la recuperada bandera tricolor de la Rusia anterior a la Revolución soviética. Cuando unos días después, ya iniciado el invierno, el 25 de diciembre, Gorbachov renunció a su cargo de presidente de la Unión Soviética y fue arriada la roja bandera de la hoz y el martillo, desaparecía formalmente el imperio comunista que, con el nombre de Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, había sido, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, una de las dos superpotencias y cabeza de uno de los dos bloques que dividían al planeta. Era la segunda vez en el siglo XX que se desintegraba un imperio formado en torno a Rusia. La anterior había sido en 1917 cuando se hundió el zarismo, que había regido Rusia desde el siglo XV.

Ante nuestros ojos se extinguía el mayor imperio, por extensión territorial, que había existido nunca, y en mí nació una enorme curiosidad por estudiar cómo se había llegado a formar tan formidable acumulación de territorios. Como tantos otros españoles con afición a la Historia, conocía bastante bien la evolución histórica de los países de Europa occidental. Pero debo confesar que mis informaciones sobre Rusia —como sobre otros países de Europa central y oriental, que también habían de pasar en los próximos años a primer plano de actualidad— eran muy escasas. Me propuse, entonces, estudiar a fondo la historia de Rusia, especialmente la creación de su imperio. Un imperio que, en su momento más culminante e incluyendo sus satélites, se había extendido del Elba al Pacífico, del Báltico al mar Negro, del océano Ártico a las estepas de Asia central. Un imperio que convirtió a los dirigentes del Kremlin —primero a los zares autocráticos, después a los dirigentes soviéticos, que dieron a su dominación un peculiar carácter ideológico— en los gobernantes con más poder que ha tenido nadie en la historia de la humanidad. Un poder ejercido, además —especialmente en determinados períodos, como las épocas de Iván el Terrible o Stalin—, del modo más brutal, cruel e implacable.

Me animaba en mi tarea el hecho de que en España nunca se hubiera abordado una historia de Rusia que pudiera parangonarse con las que se han editado en el Reino Unido, Estados Unidos, Francia o Alemania. Salvo una bibliografía, sin duda abundante y casi siempre traducida, sobre la época soviética, en España no se ha publicado apenas nada sobre ese milenio (menos cuarenta años) que va de la creación por el legendario Rurik de la primera entidad rusa conocida, en el año 856, a la caída del zarismo, con la abdicación de Nicolás II, en 1917. Pero, a medida que profundizaba en mi estudio, me daba cuenta de que no era posible analizar la creación del imperio de los zares y su transformación, ya en el siglo XX, en imperio soviético si no se encuadraba esa investigación en el más amplio marco de la evolución de la política exterior de Rusia, en la que se detectan unas constantes que se repiten a lo largo de su historia, casi desde los orígenes, con unos u otros zares, y que, con inevitables matices, se pueden percibir también durante la época soviética. Pero, pensando en los lectores españoles, para la mayoría de los cuales Rusia es un país lejano, de cuya historia solo conocen algunos datos superficiales, llegué a la conclusión de que lo que tenía que abordar era la redacción de una historia de Rusia, lo más detallada y completa posible, para facilitar a los interesados un conocimiento cabal y suficiente de toda la evolución histórica de aquel país, grande no solo por la extensión de su territorio, sino por sus aportaciones culturales y por su papel en la historia europea y del mundo.

Este libro es el fruto de varios años de dedicación y estudio, de una larga zambullida en la historia de Rusia, tan apasionante como desconocida, de esos viajes a los que ya he aludido, que me han permitido trabar contacto con algunos de los grandes actores de su prolongada transición a la democracia. Y está escrito desde el respeto y el afecto por un gran país, víctima de tantos tópicos y de tantos prejuicios, que por su cultura, su literatura, su música, su ciencia pertenece al selecto puñado de pueblos que han modelado la historia del género humano. Los occidentales tenemos que superar —a mí también me costó trabajo conseguirlo— la tendencia a no ver lo ruso sino a través de las anteojeras que nos lo presentaban como el país del comunismo. Y no debemos olvidar que si para nosotros el comunismo fue una amenaza a nuestros valores y a nuestro sistema de vida, para los rusos fue una torva realidad, opresora y castradora, que han tenido que sufrir día tras día durante casi ochenta años. Como Hélène Carrère d’Encausse escribió con gran acierto, solo unos años después de la caída del comunismo y cuando parecía que aquel país no acertaba a salir de una situación muy próxima al caos, «lo que sucede a Rusia no se debe a que ya no haya comunismo, sino, precisamente, a que lo ha habido».

Debo advertir que a lo largo de estos años de investigación y estudio, he llegado a producir una obra de más de 2.000 folios o, por usar las pautas propias de las editoriales, de más de cinco millones de caracteres con espacios. En los planes editoriales tiene difícil cabida una obra tan extensa y que, lógicamente, no puede aspirar a ser un superventas, ya que, por su tema, solo puede interesar a un determinado sector de lectores. Vivimos en España un auge de la novela histórica, que mezcla la realidad histórica con la fantasía, quizá porque está muy de moda el deseo de rehacer el pasado a nuestro gusto, como queda reflejado en esa tendencia llamada de la «memoria histórica», cuyo fruto inmediato suele ser la recreación caprichosa y engañosa del pasado reciente o remoto. Pero me parece que el interés por la historia real es menos pronunciado, sobre todo si se refiere a un país lejano, por importante que sea. Y este libro, desde luego, aspira a ser un relato lo más fiel posible de la larga historia de Rusia.

Esta obra podría haber quedado inédita, en el disco duro de mi ordenador personal, si no hubiera sido por el interés hacia la misma que ha mostrado la editorial Espasa Calpe y, en concreto, Lola Cruz, que me animó a afrontar su publicación; pero, eso sí, llevando a cabo una dolorosa —para el autor— tarea de poda y reducción. El libro que ahora aparece es la cuarta parte, quizás algo menos, del texto escrito inicialmente por el autor. He prescindido de capítulos enteros —por ejemplo, los dedicados a analizar las teorías sobre el expansionismo ruso, la cultura y el pensamiento políticos, la aparición de la intelligentsia—, y en los capítulos publicados he reducido al máximo los detalles relativos a las medidas de reforma interior, cambios del personal político, negociaciones diplomáticas, desarrollo de guerras y batallas, etc. En buena medida, el relato era casi una historia de las relaciones internacionales desde el punto de vista ruso, pero en la presente versión he renunciado a ese ambicioso enfoque. También por consejo de la editorial, decidimos afrontar la publicación de un libro que abordara la historia de La Rusia de los zares, lo que obligaba a dejar fuera todo lo que tenía escrito sobre la época soviética, que había sido abordada sobre todo desde el punto de vista de la política exterior y el imperio multinacional soviético. El material que queda sin publicar es, por tanto, mucho más extenso que el que ahora ve la luz. Quizás en el futuro haya oportunidad de editar una historia completa de la política exterior ruso-soviética, así como una historia de la cultura y el pensamiento político rusos.

La Rusia de los zares pretende ser el relato y el análisis de cómo se creó y evolucionó el gran imperio zarista. Ha quedado fuera, repito, lo relativo a esa «novación del imperio» que llevaron a cabo Lenin y Stalin, así como el análisis sobre las posibilidades de que se reconstituya de nuevo en torno a Moscú —que históricamente ha desempeñado el papel de federador y unificador de «las tierras de la Rus»— una nueva entidad multinacional. Aunque la situación actual parece descartar cualquier posibilidad en este sentido, la historia rusa nos muestra cómo en otras ocasiones de su pasado ese gran país supo encontrar fuerzas y recursos para reconstituir el Estado y aun el imperio. A principios del siglo XVII, durante el período que los historiadores denominan los Tiempos Turbulentos (smutnoie vremia), una Rusia fracturada, ocupada por los polacos y los suecos y desgarrada por las luchas intestinas parecía haber llegado al fin de su existencia histórica. Pero en un breve espacio de tiempo, la recuperación llegó desde las provincias. Desde las inmensidades del país brotó el impulso popular y nacional que, en muy pocos decenios, convirtió a Rusia, con Pedro I, en un actor fundamental de la historia europea. A veces, las clases dirigentes de un país parecen decididas al suicidio colectivo; a veces, también, los traidores llegan a los centros de poder y llevan a cabo una tarea de demolición consciente. Pero, los pueblos no siempre se resignan a la derrota, y menos aún a la desaparición, y, a veces, saben encontrar en sus entrañas los recursos necesarios para recuperar su pulso y su identidad.

Mi primer agradecimiento debe dirigirse a los autores de las decenas, seguramente centenares, de libros y artículos que he leído para preparar este largo texto. Por supuesto también a Espasa Calpe y a Lola Cruz por su acogida y su estímulo. Pero, sobre todo, tengo que agradecerle a mi mujer, Isabel, la infinita paciencia —esmaltada, de vez en cuando, con alguna amable protesta— con la que ha sobrellevado las interminables horas de estudio y trabajo, los viajes suspendidos, etc., que han sido mi tributo, y el suyo, a este libro. Casi más por ella que por mí, me gustaría que encontrara una acogida favorable entre quienes aborden su lectura.