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LA CAÍDA DEL ZARISMO.
ALEJANDRO III Y NICOLÁS II

Los reinados de los últimos zares, Alejandro III y Nicolás II, forman prácticamente una unidad, especialmente hasta los acontecimientos revolucionarios de 1905. Riasanovsky escribe que es «un período de reacción ininterrumpida» y, aunque subraya que, de hecho, las esperanzas reformistas habían desaparecido desde que Alejandro II abandonó su política liberal en 1866, añade que «el episodio Loris Melikov muestra que, mientras Alejandro II permaneció en el trono, no estaba excluida una política de progreso. Pero eso dejó de ser cierto con Alejandro III y Nicolás II»1.

CONTRARREFORMA Y MODERNIZACIÓN DURANTE EL REINADO DE ALEJANDRO III

Segundo hijo de Alejandro II y de su esposa la zarina María Aleksandrovna (nacida María de Hesse-Darmstadt), el gran duque Aleksandr Aleksandrovich no fue inicialmente educado para el trono, cuyo heredero natural era su hermano mayor, Nikolai. Fue a sus veinte años, en abril de 1865, cuando la muerte inesperada de este le convirtió en zarevich, lo que le obligó a prestar atención a los asuntos políticos y administrativos, que hasta aquel momento no habían suscitado en él apenas interés. Hasta entonces su formación no había sido otra que la habitual en los jóvenes nobles rusos de la época, que, aparte de una educación secundaria más bien elemental, no iba más allá del aprendizaje de los idiomas más en boga del momento (francés, alemán e inglés) y de la imprescindible formación militar, tradicional en la familia imperial rusa, al igual que en otras casas reales europeas. Curiosamente, de su fallecido hermano no solo heredó la condición de zarevich, sino a su misma prometida, la princesa Dagmar de Dinamarca, ya que en su lecho de muerte Nikolai expresó el deseo de que su hermano se casase con ella. Como era habitual en este tipo de matrimonios, la princesa danesa, al contraer matrimonio con el heredero ruso, no solo se convirtió a la Ortodoxia, sino que, como era tradicional, cambió su nombre original por otro ruso, en este caso concreto por el de María Fiodorovna. Precisamente en ese mismo año 1865, en el que Alejandro se convirtió en heredero, Prusia había arrebatado a Dinamarca los ducados de Schleswig-Holstein, y este hecho, así como la indudable influencia de la danesa Dagmar sobre su marido, explica la animosidad del futuro Alejandro III contra Prusia y contra la Alemania unificada bajo su liderazgo, en contraste con el patente progermanismo de su padre, Alejandro II. Los hechos históricos siempre obedecen a la convergencia de una serie de causas diversas, pero no cabe duda de que esta germanofobia de Alejandro III es una de las razones que explican que, andando el tiempo, la alianza de la autocrática Rusia con la República francesa se convirtiera en la pieza básica de la política exterior rusa.

Así como Alejandro II ha sido calificado como «el zar reformista», pues, como hemos visto, durante su reinado no solo se produjo la emancipación de los siervos —lo que le valió también el apelativo de zar libertador—, sino que se abordaron muchas otras reformas, Alejandro III es considerado frecuentemente la expresión de la reacción y la contrarreforma, ya que, desde el principio, se propuso el desmontaje de casi todo lo que había hecho su padre para adecuar parcialmente la autocracia a los nuevos tiempos. A veces se ha dicho que este talante contrarreformista y reaccionario de Alejandro III fue la consecuencia de la conmoción que le produjo el asesinato de aquel; pero, sin negar que este dramático hecho debió de causar en él una profunda impresión, es patente que su actitud más que conservadora se había puesto ya de manifiesto en muchas ocasiones mientras todavía reinaba su padre. Durante la guerra franco-prusiana, sus simpatías se inclinaron abiertamente por los franceses, mientras que su padre, el zar, no ocultaba que se sentía más cercano a Prusia, por entonces todavía aliado tradicional del Imperio. Durante la crisis de los Balcanes de la década de los setenta, los paneslavistas encontraron en el entonces príncipe heredero un decidido apoyo, en contra de la política prudente y poco propicia a las aventuras balcánicas que, durante mucho tiempo, fue la oficial de San Petersburgo.

El joven Alejandro dispuso de maestros destacados pero, como les ocurrió a otros Romanov, solo mostraba interés por la vida militar y por los estudios de estrategia que le impartió el general Dragomirov. Otros de sus preceptores fueron el historiador Sergei Soloviev y el académico Grot, que le enseñó la lengua rusa. Pero el más influyente y decisivo de sus maestros fue Konstantin Pobedonostsev, un reaccionario a ultranza que no solo le enseñó derecho, sino que con sus enseñanzas y consejos conformó su mentalidad reaccionaria. Como escribe Carrère d’Encausse,

[…] es apenas sorprendente que con tal maestro Alejandro III se sintiera poco inclinado a pensar en términos de cambio y a reflexionar sobre el porvenir de sus país volviendo la mirada al exterior. Si [Alejandro III] tuvo la reputación de obtuso —lo que será desmentido por Witte, que fue su colaborador más cercano— se debe sin duda en parte a esta educación2.

No podemos olvidar que Pobedonostsev no fue solo un preceptor al uso, sino que después, durante todo su breve reinado de trece años, este polémico personaje fue el más importante y duradero de los consejeros de que dispuso Alejandro III. No puede por eso extrañar que en un hombre tan limitado intelectualmente como él, la influencia de Pobedonostsev dejara una impronta poderosa y perdurable.

En Alejandro III se cumplen a la perfección los dos factores que, según Heller, acompañan constantemente los cambios en el trono ruso. El primero es la difícil situación del país que el nuevo zar recibe en herencia, acrecentada, en este caso, por el hecho del asesinato de su padre y predecesor. El segundo consiste en la tendencia de cada nuevo zar a deshacer lo que había realizado su antecesor, lo que convierte a Alejandro III en un neto «contrarreformista». A estos dos factores, Heller añade un tercero, que se podría considerar una constante: la falta de preparación del heredero, que se encuentra bruscamente en el trono sin haber tenido ocasión de formarse adecuadamente para las complejas tareas de gobierno. Lo que ya había ocurrido anteriormente con otros zares, se repite magnificado con Alejandro III, que se ve convertido en zar, cuando no podía ni imaginarlo, como consecuencia, precisamente, del inesperado asesinato de su padre. Aunque no hay que olvidar que este ya tenía sesenta y tres años y su hijo y heredero treinta y seis.

El nuevo zar sube al trono aferrado más que nunca a la autocracia como único valladar capaz de frenar la gran oleada que, desde lo más profundo de la sociedad rusa, pedía reformas, aunque, en la mayor parte de los casos, no se sabía muy bien cuáles podían y debían ser esas reformas. Alejandro III deja por ello sin efecto los documentos que su padre había firmado el mismo día de su asesinato, que suponían la puesta en marcha del proyecto de Loris Melikov que intentaba introducir elementos de representatividad en la estructura institucional del Estado. Alejandro III se felicita de que no se dé «este paso criminal y apresurado», a pesar de que, como señala Rogger,

[…] seguía siendo fuerte el deseo de someter las actividades legislativas y administrativas del Estado al control y revisión públicos […] incluso entre los cortesanos de alto nivel y entre los oficiales de los regimientos de la guardia crecía la convicción de que una constitución era la única vía de ganarse a los moderados y de frenar a los «nihilistas» […] ya que, lejos de pensar que las grandes reformas habían ido muy lejos, la mayor parte de los moderados (y, naturalmente, los radicales) criticaban la insuficiencia de cuanto se había logrado en el reinado anterior, como consecuencia de la brecha existente entre el gobierno y la sociedad […] En los días que siguieron a la catástrofe [se refiere al asesinato del zar], seis de los periódicos más influyentes del país y algunas de las asambleas provinciales (zemstva) más importantes instaron al gobierno y al zar para que no cayera en la fácil tentación de una política de represión3.

Esta actitud propicia a la benignidad se explica porque, como señala H. Carrère d’Encausse, en aquel momento prevalecía en Rusia

[…] un clima general de espiritualidad, de identificación con el cristianismo inherente a la cultura rusa de aquel tiempo. Los debates de ideas en los que participan Dostoyeski, Aksakov, pero también los occidentalistas a ultranza como Turgenev, concebían el porvenir de Rusia en términos religiosos. En 1881 el zar se conforma todavía en lo esencial con el mito transmitido por los siglos, [de modo] que su identificación con Cristo y con el pueblo, si bien atenuada, sobrevive todavía.

Aunque, por otra parte, «en 1881 —añade la académica francesa— es la última vez que prevalece este mito del zar, mártir por su pueblo». A partir de entonces, en efecto, una sociedad más secularizada se desentenderá de los factores transcendentes a la hora de la reflexión y de la acción políticas. Pero este trasfondo religioso que todavía pervive explica por qué «las voces de los intelectuales más respetados, como León Tolstoi o Vladimir Soloviev, se elevaran para pedir al nuevo zar que actuase como debe hacerlo un cristiano, exhortándole al perdón». Pero de nada sirvió este clamor, ya que, como se sabe, todos los conjurados fueron ahorcados el 3 de abril siguiente, treinta y tres días después del asesinato de Alejandro II4.

El régimen ultrarreaccionario y contrarreformista no se instala, sin embargo, inmediatamente. En efecto, durante las primeras semanas del reinado en Rusia se lleva a cabo una batalla ideológica entre los reaccionarios, que apuestan por la autocracia sin fisuras, y los que creen llegado el momento de la reforma institucional; muy a menudo aparece en esta polémica la palabra «constitución», nefanda para los reaccionarios y aspiración no solo de los radicales, sino también de muchos moderados. El primer grupo está, como era de esperar, dirigido por Pobedonostsiev que, sorprendentemente, recibe el apoyo, con matices, de uno de los más notables liberales, Boris Chicherin, que, más preocupado por la garantía de la propiedad que por poner a las personas al abrigo de la libertad arbitraria, rechazó inicialmente la idea de una constitución, por considerarla prematura o dañosa. Chicherin expresa también su desacuerdo con la idea de una asamblea popular, en la que veía encarnado el concepto de la soberanía popular y entendía que no se debía limitar la autoridad del zar en un momento de turbulencias. Estimaba que, a la larga, la adopción de una constitución se haría inevitable, pero había que esperar a que el zar la considerase conveniente. El propio Loris-Melikov retocó sus propuestas iniciales para hacerlas más aceptables por el zar, pero cualquier esperanza de que Alejandro III aceptase estas aguadas iniciativas se vino abajo el 28 de abril. Aquel día se reunieron con el zar los ministros principales y se acordaron algunas reformas, con solo el voto discrepante de Pobedonostsiev. Pero, apenas habían terminado los ministros su reunión, se distribuyó por la ciudad un manifiesto imperial que rechazaba todo lo que los ministros acababan de acordar. El manifiesto no dejaba lugar a dudas acerca de cuáles eran los propósitos del zar: «En medio de nuestro gran dolor, la voz de Dios nos manda tomar con valor las riendas del gobierno, confiados en la Divina Providencia, con fe en el poder y la verdad de la autocracia que, para bien del pueblo, nos sentimos llamados a fortalecer y a proteger de cualquier intrusión». Como los demás Romanov, consideraba que su primera obligación era conservar intacto ese depósito doctrinal, del que extraía su legitimidad la monarquía rusa. En el mismo plano de exigencia, todos los zares habían entendido siempre que su principal compromiso era entregar a sus sucesores, sin mengua territorial, el Imperio que habían recibido de sus mayores. Esta defensa apasionada de Rusia y de su destino iba acompañada de un absoluto desprecio por Occidente, al que los rusos consideraban decadente. En un momento en que las monarquías occidentales —entre ellas las de los imperios germánicos, tradicionalmente más proclives al autoritarismo— habían tenido que transigir con las tendencias de la época introduciendo en sus instituciones elementos representativos, la Rusia oficial no veía ninguna necesidad de cambiar. Previendo las presiones de los sectores más occidentalistas, Pobedionostsev había advertido a Alejandro III:

Llegará el día en que los aduladores intentarán persuadiros de que la única posibilidad de solucionar los problemas de Rusia y garantizar la paz durante vuestro reinado consiste en otorgar a los rusos una «constitución» de corte europeo. Esto es falso y Dios prohíbe a un auténtico ruso ver el día en que esto se convierta en una realidad5.

Tanto como la idea de una constitución, para Pobodonestsov era absolutamente inadmisible cualquier atisbo de parlamentarismo, «el mayor engaño de nuestro tiempo», y afirmaba con plena convicción que el poder político solo debía reposar sobre dos pilares, la autocracia y la burocracia. Por supuesto, el autor del manifiesto del 29 de abril (11 de mayo según el calendario occidental) había sido el propio Pobedonostsev, obsesionado por mantener la autocracia sin fisuras.

Una vez que Alejandro III reafirma su decidido propósito de mantener su poder autocrático, se sintió con fuerza suficiente para convocar en San Petersburgo, en septiembre de 1881, una comisión formada por treinta y seis personas, la mayor parte de las cuales representaban a los zemstvos, a las que se propone debatir acerca de dos problemas: el sistema de venta de la vodka y la ayuda a los campesinos emigrantes. Algunos vieron en este gesto, como señala Heller, una voluntad de permitir que la opinión pública participase en la resolución de los problemas del Estado. Pero nada más lejos de los propósitos del zar, como muestra el destino de una «avanzada» propuesta del nuevo ministro del Interior, el conde Ignatiev, que, a partir de una idea del eslavófilo Aksakov, propuso la convocatoria de un Zemski Sobor o «asamblea general de la tierra», institución específicamente rusa, que se había reunido esporádicamente durante los siglos XVI y XVII, y que él consideraba «capaz de cubrir de vergüenza a todas las Constituciones del mundo, mucho más amplia y liberal que todas ellas y que, además, mantiene a Rusia sobre sus bases históricas, políticas y nacionales». Pero Alejandro III rechazó la propuesta de Ignatiev —a pesar de que la asamblea propuesta solo tendría un carácter consultivo— y reiteró su propio pensamiento o, más bien, el de Pobedonostsev: «Estoy demasiado profundamente convencido de lo absurdo del principio representativo como para tolerarlo un día en Rusia bajo una forma que no es otra que la suya en toda Europa». El zar rechazaba así incluso los precedentes rusos en los que latía un elemento representativo. Este fracaso político forzó la dimisión de Ignatiev, que fue sustituido en Interior por el conde Dmitrii Tolstoi, de probada ejecutoria conservadora.

Desembarazado el zar de los elementos liberales y de los que, sin serlo, tenían un cierto talante reformista, se impuso sin limitaciones la todopoderosa influencia de Pobedonostsev, que se rodeó de gentes tan reaccionarias como el citado Dmitrii Tolstoi, que se convirtió en el ministro más importante, lo más próximo que se pueda imaginar a un jefe de gobierno; su nombre llegó a ser la expresión cumplida de la política reaccionaria que se aplicó en este período. El historiador inglés Hugo Seaton-Watson le juzga así: «Tolstoi se hizo un nombre en la historiografía rusa como uno de los reaccionarios más hipócritas y más influyentes del siglo XIX. Todos los rusos, liberales o radicales, le odiaban a coro». Y Chicherin escribirá en sus Memorias: «Raros son los que han causado tanto daño a Rusia como él». A partir de entonces la política rusa estuvo dirigida, según Heller, por una troika formada por Konstantin Pobedonostsiev, Dmitri Tolstoi y Mikhail Katkov, editor del periódico reaccionario Moskovskie Vedomosti. El hijo de Tolstoi se casó con la hija de este, lo que reforzó la cohesión interna de la troika6.

Este equipo gubernamental llevó a cabo una sistemática política represiva, una de cuyas primeras manifestaciones fueron los «reglamentos temporales», promulgados en el mismo verano de 1881 y que estaban dirigidos a garantizar la seguridad del Estado y el orden público. Inicialmente se les asignó una vigencia de tres años, pero fueron prorrogados hasta el final del zarismo, a pesar de que, dirigidos especialmente contra los grupos terroristas, se daba la circunstancia de que, salvo algunos casos esporádicos, el terrorismo solo llegó a alcanzar los primeros años del siglo XX y la Naródnaia Volia, que ya estaba desmantelada en gran parte, se esfumó totalmente en los años siguientes. Estos «reglamentos temporales» establecieron, de hecho, en ciertas regiones específicamente designadas, un estado de excepción que daba a los funcionarios amplios y arbitrarios poderes. Asimismo el aparato policial fue reformado y reforzado, y en las direcciones locales de la policía de San Petersburgo, Varsovia y Moscú se crearon servicios especiales de investigación que recibieron el nombre de «secciones de seguridad» u okhrankas. Su misión era la persecución e instrucción de los delitos políticos y sustituyeron a la veterana Tercera Sección. Como explicó más tarde Witte, «Alejandro III estaba seducido por la idea de una Rusia dividida en pequeñas zonas rurales; en cada una de ellas se encontraría un noble respetable […] y este noble-propietario protegería a los campesinos, les administraría justicia y les regeneraría»7.

Una regresiva reforma de la justicia no se limitó a las facultades judiciales atribuidas a los nobles terratenientes. Aparecen los tribunales militares y los juicios a puerta cerrada. Los pretextos para enviar a Siberia a muchas personas son tan caprichosos como «modo de pensar peligroso», «relaciones dudosas», «pertenencia a una familia nefasta» y otros similares. Un viajero norteamericano que viajó por Siberia en 1885 tuvo oportunidad de conocer a muchos de estos relegados y narró su estupefacción:

El gobierno es en Rusia el primero en dar ejemplo de ilegalidad, deteniendo sin mandato judicial, castigando sin juicio y desdeñando, con el cinismo más perfecto, las decisiones de los tribunales cuando son favorables a los detenidos políticos, confiscando el dinero y los bienes de los ciudadanos sospechosos de simpatizar con los movimientos revolucionarios y enviando a Siberia a muchachos y muchachas de catorce años […]8.

La contrarreforma de Alejandro III tuvo uno de sus objetivos principales en el sistema educativo, ya que la clase gobernante rusa veía en la instrucción la fuente del nihilismo y en la Universidad el lugar propicio para que se extendieran y se contagiaran las ideologías deletéreas. Las universidades rusas habían más que doblado en diez años el número de sus estudiantes, que pasó de 5.679 en 1875 a 12.939 en 1885. En cifras absolutas la población universitaria era superior a la de los demás países, con excepción de los Estados Unidos. El reglamento universitario «liberal» de 1863, que había concedido a las universidades una amplia autonomía, fue sustituido por el de 1884 que suprimió la autonomía, sometió la enseñanza a la dirección del establecimiento y al ministerio y reforzó el control ejercido por los inspectores sobre los estudiantes, hasta el punto de que se les obligó a llevar uniforme. Se prohibieron las asociaciones estudiantiles y se hizo mucho más estricta la censura, controlando con rigor las obras existentes en las bibliotecas. El ministro de Instrucción Pública, Delianov, partía del supuesto de que la enseñanza era nefasta para las «clases inferiores» y en una famosa circular de 1887 recomendaba a los directores de los colegios el «respeto sin falta» de la regla de no aceptar a los hijos de padres que no pudiesen presentar «suficientes garantías de una buena vigilancia familiar». La lista de los «indeseables» comprendía a «los hijos de los cocheros, de los lacayos, de los cocineros, de las lavanderas, de los pequeños comerciantes y otras gentes del mismo tipo». Las cifras demuestran el «éxito» de la política de Delianov: los nobles que en 1833 representaban el 53 por 100 de los efectivos escolares y que habían bajado al 49,2 por 100 en 1884, eran de nuevo el 56,2 por 100 en 1892. Se dio así un duro golpe a la educación de los campesinos, que había mejorado muy notablemente en los años anteriores gracias a las escuelas de los zemstvos, que respondían a la creciente demanda de alfabetización. Las ventajas que se concedían en el servicio militar a los que sabían leer y escribir estimulaban esa tendencia. Pero a Pobodenostsiev le preocupaban estas escuelas, en las que sospechaba que no se daba el tipo de enseñanza que a él le parecía adecuada, y por eso en 1874 se decidió crear escuelas parroquiales a las que se asigna la misión de «reforzar en el pueblo la enseñanza de la fe ortodoxa y de la moral cristiana».

Durante el reinado de Alejandro III el capitalismo irrumpe con fuerza en Rusia, tanto en el ámbito de la agricultura como en la naciente industria. Todas las corrientes del pensamiento ruso se oponen a un capitalismo que para los occidentalistas incrementa las desigualdades sociales y para los eslavófilos es contrario al «espíritu ruso», al tradicional sentido comunal. Se populariza el término «plutócrata» para designar a quienes se enriquecen rápidamente, algo que el común de las gentes piensa que solo se puede conseguir con la astucia y las malas artes. Precisamente ese término deriva de la palabra plutovstvo, que significa astucia. Se explica seguramente así por qué durante los dos primeros tercios del siglo XIX las únicas industrias pesadas existentes en Rusia eran del Estado y, casi siempre, tenían finalidades militares. El resto de la industria tenía un carácter artesanal. El retraso de la industria y, en general, de la economía rusa con relación a las de los países de Europa occidental era muy grande y los rusos tomaron conciencia de esa situación después de la guerra de Crimea, que mostró no solo la inexistencia de infraestructuras tan vitales como las carreteras y los ferrocarriles, sino también la superioridad naval de los enemigos, consecuencia inmediata de su desarrollo industrial. Como consecuencia de todo ello, durante el reinado de Alejandro II se había llevado a cabo un enorme esfuerzo de industrialización que, entre 1856 y 1881, había doblado, aproximadamente, la planta industrial del país, cuya red ferroviaria había pasado de 750 millas (1.207 kilómetros) a 15.000 (24.140 kilómetros).

Este impulso se prolonga durante el reinado de Alejandro III, en el que es precisamente en el campo de la economía y las finanzas donde se siguen llevando a cabo reformas, gracias a la eficacia del ministro de Hacienda, Nikolai Bunge, designado en 1881, que emprendió la reforma del sistema fiscal, estableció un impuesto sobre el capital y en 1883 suprimió la capitación, que gravaba a los campesinos. Con un criterio proteccionista, aumentó las tarifas aduaneras, a la vez que emprendía la reorganización del servicio ferroviario, que hasta aquel momento se había desarrollado de una manera anárquica. La gestión de Bunge se prolongó cerca de seis años, hasta 1887, en que —después de que Tolstoi le dijera al zar que estaba rodeado de «gente indigna de confianza»— fue sustituido por Ivan Vyshnegradskii, que se mantuvo hasta 1893. Bunge fue un ministro eficaz,

[…] un hombre decente e ilustrado que gozó de la buena opinión de sus contemporáneos, pensaba que la nobleza era una clase moribunda, redujo la presión fiscal del campesinado, dio los primeros pasos para proteger a los trabajadores de la explotación, pero fue incapaz de encontrar dinero para equilibrar el presupuesto o para invertir en el crecimiento futuro […]9.

Vyshnegradskii, que era el candidato de Katkov y sus amigos para sustituir a Bunge, accedió al ministerio el 1 de enero de 1887. Su diferente orientación ideológica —si se puede hablar así— no supuso un cambio de la política económica, ya que siguió las pautas establecidas por su antecesor: era tan proteccionista como Bunge, continuó la reforma de la fiscalidad y fomentó las exportaciones, especialmente las de trigo, lo que le permitió no solo equilibrar la balanza comercial, sino lograr un superávit que se tradujo en un aumento de las reservas de oro. Esta política económica se tradujo en un rublo fuerte, que aumentó la capacidad de endeudamiento exterior de Rusia. Es este el momento en el que la política exterior rusa —por complejas razones que analizaremos más adelante en este capítulo— inicia su giro hacia Francia: se transfiere la mayor parte de la deuda exterior de Berlín a París y el capital francés elige a Rusia como un destino preferente.

A Vyshnegradskii le sucedió Sergey Yulyevich Witte, uno de los grandes hombres políticos de la última etapa del zarismo, que a principios de 1892 había sido nombrado ministro de Vías de Comunicación. Especialista en ferrocarriles, muy pronto se distinguió en la administración ferroviaria por su eficacia y su tolerancia, ya que, en contra de lo que era habitual en la época, se rodeaba de judíos, ucranianos o polacos, sin más requisito que su capacidad. Con motivo de un viaje del zar al sur había advertido la excesiva velocidad con que se desplazaba el tren imperial y el riesgo de un accidente. No se le hizo caso y el tren imperial descarriló, aunque la familia del zar se salvó por puro milagro. Solo unos pocos meses después, en agosto del mismo año 1892, Witte fue nombrado ministro de Hacienda, pero no abandonó su pasión ferroviaria. Según narra el propio Witte en sus Memorias, el zar le encomendó dos tareas principales: acabar la construcción del ferrocarril transiberiano (que había empezado un año antes, en 1891), haciéndolo llegar a Vladivostok, y, en segundo lugar, instaurar un «monopolio de bebidas», que tenía como objetivo poner en manos del Estado el comercio de la vodka. El zar estimaba que esta medida serviría para reducir la tradicional tendencia al alcoholismo de los rusos. Además, con el dinero recaudado con el impuesto sobre los alcoholes, se financió, al menos parcialmente, la construcción de ferrocarriles. Witte fomentó la creación de bancos e instituciones de ahorro y facilitó las operaciones de financiación de la industria y la convertibilidad del rublo. También reformó las leyes que regían las sociedades mercantiles y logró inversiones exteriores, no solo procedentes de Francia, sino también de Gran Bretaña, Bélgica y Alemania, que fueron esenciales para financiar la industrialización rusa. La gran empresa del Transiberiano no solo aspiraba a facilitar las comunicaciones con el inmenso territorio de Siberia, sino que alentaba en ella un ambicioso designio, ya que Witte deseaba que Rusia se convirtiera en el gran intermediario comercial entre Extremo Oriente y Europa.

LA POLÍTICA EXTERIOR DE RUSIA EN LA EUROPA BISMARCKIANA

Alejandro III se interesó especialmente por la política exterior, en la que proyectó la misma mentalidad conservadora y autoritaria que era su norma de conducta en los asuntos internos. A esta disposición fundamental debe añadirse un enfoque, a veces, muy emocional de los problemas, que le hacía perder la perspectiva y, como escribe George F. Kennan, le llevaba a confiar en exceso en su propio juicio y a despreciar las críticas10. Muy propicio a los puntos de vista de los paneslavistas, veía con simpatía cuanto implicara una política de expansión en los Balcanes y hacia los Estrechos, aunque también debe subrayarse que su aversión por la guerra —fruto, según parece, de su experiencia personal en el campo de batalla durante la guerra ruso-turca de 1877-1878— hizo del suyo un reinado pacífico. Alejandro III fue, en efecto, el único zar, desde principios del siglo XIX hasta el final del zarismo, que no emprendió ni se vio comprometido en ninguna guerra.

Siguiendo la línea iniciada ya por Nicolás I respecto al uso del ruso en la Corte, ordenó que en la correspondencia interior del Ministerio de Asuntos Exteriores dejara de utilizarse el francés y que toda la documentación se redactara en lengua rusa. Compartía los mismos objetivos expansionistas que sus antecesores —el control de los Estrechos, Constantinopla—, pero era muy consciente de la debilidad de Rusia, que ya no era la potencia hegemónica de la primera mitad del siglo XIX ni podía decidir y actuar sin tener presentes los intereses de las otras grandes potencias.

Un antigermanismo elemental y casi visceral, fruto del ambiente paneslavista en que se había educado, era, seguramente, el rasgo fundamental de la «cultura política exterior» de Alejandro III. Pero la tradicional amistad de Rusia con Prusia, convertida pocos años antes en potencia creadora y dirigente del II Reich, y los vínculos de familia de los Romanov con el káiser matizaban relativamente este antigermanismo, bien a su pesar, en el caso de Alemania, pero en absoluto con relación a Austria-Hungría, enemigo jurado en los Balcanes. Esta matizada inclinación de Alejandro III por Alemania estaba también contrapesada por la profunda antipatía hacia Bismarck que sentían la emperatriz y su entorno danés —ya que, no en vano, había sido el canciller prusiano quien había arrebatado a Dinamarca los ducados de Schleswig-Holstein en 1865—, por no hablar del poderoso clan paneslavista, en el que la figura más destacada era Katkov. Este antigermanismo visceral alcanzaba, desde luego, su clímax en el caso de Austria-Hungría, en cuya contra jugaba no solo el recuerdo del desagradecimiento de Austria después de la ayuda de Nicolás I contra la sublevada Hungría en 1849 y su «traición» durante la guerra de Crimea, sino el furibundo anticatolicismo en que Alejandro III había sido educado por Pobedonostsiev. Como otros zares anteriores, veía con profundo desagrado las «intromisiones» del Vaticano en las zonas católicas de su imperio, como Polonia, en las que existía un abierto enfrentamiento entre ortodoxos y católicos, al que no era del todo ajena la católica Corte de Viena, que dominaba en la Galitzia polaco-ucraniana, desde la que exportaba «catolicismo» a las zonas próximas del Imperio ruso. Pero esta antipatía por lo alemán no significaba, sin embargo, que Alejandro III tuviera ninguna proclividad por Francia, cuyo régimen republicano era, como es de suponer, profundamente ajeno a su sensibilidad. Como escribe Kennan,

[…] particularmente ofensivo a sus ojos era el cambio constante y caleidoscópico de personalidades a la cabeza del gobierno francés. No confiaba en las personas que permanecían solo unos pocos meses en el poder […] lo que no quiere decir que fuera de ningún modo antifrancés. Admiraba la cultura francesa (en la medida en que tenía algún conocimiento de ella) y obviamente tenía cierta simpatía por la posición internacional de Francia.

Esta actitud quedó bien a la vista cuando, con motivo de su coronación en 1883, el representante especial francés le señaló que ambas potencias ne sont pas sans avoir quelques intérêts en commun. La respuesta del zar fue rápida: Oui, oui, je le sais. Ayez de la stabilité, de la stabilité11.

Alejandro III tuvo que afrontar enseguida la sustitución de Gorchakov al frente de la política exterior del Imperio. En abril de 1882, se hizo con el cargo Nikolai Karlovich Giers, uno de los diplomáticos más competentes del momento, que se mantuvo al frente de los asuntos exteriores durante los trece años del reinado de Alejandro III. Pero no sería totalmente exacto afirmar que «dirigió» la política exterior del Imperio. La falta de coordinación entre los ministerios, a la que ya hemos aludido, y el papel preponderante del zar en las cuestiones exteriores, reducía mucho el papel del ministro. Como Giers afirmó en 1887, en los asuntos exteriores existían tres gobiernos: él mismo, los departamentos domésticos, es decir, el entorno del zar, y el poderoso editor Katkov. Añadía Giers que el emperador era un gobierno en sí mismo y por sí mismo. Y esto era especialmente cierto en el ámbito de la política exterior.

Rusia era muy consciente de que su posición en la escena internacional la condenaba a la debilidad, como había mostrado el congreso de Berlín. Lo que allí había ocurrido mostraba que cualquier intento ruso de avanzar para conseguir sus objetivos históricos en los Balcanes o en los Estrechos era evidente que se toparía con la oposición de las grandes potencias. Las potencias germánicas en el primer caso (Balcanes), o más exactamente Austria-Hungría apoyada por Alemania, y Gran Bretaña en el segundo (los Estrechos) impedirían cualquier pretensión rusa de alterar el statu quo. Y Rusia conocía perfectamente sus puntos débiles: las dificultades financieras y la falta de preparación de sus ejércitos, que habían impedido que la guerra ruso-turca de 1877-1878 alcanzara los máximos objetivos propuestos, no habían desaparecido y eso obligaba a una política exterior cauta, siempre pendiente de las posibles reacciones de Londres, Berlín o Viena. Se explica así la prudencia de Rusia en relación con su vieja aspiración a hacerse con el control de los Estrechos, que Giers, con realismo, calificaba como utópica e imposible de realizar en la venidera generación. Rogger escribe que tanto a Giers como al zar les habría sorprendido e incluso divertido saber que en 1867, el año que Rusia vendió Alaska a los Estados Unidos, Karl Marx había escrito que el inalterable objetivo de la política rusa era la dominación mundial12. En la Corte de San Petersburgo subsistía, desde luego, el sueño expansionista de otros tiempos, pero se trataba de un expansionismo reprimido, que se sabía incapaz de alcanzar sus viejos y permanentes objetivos, al menos en Europa. Por eso Rusia volcó esas energías reprimidas en la conquista de Asia central y en el Extremo Oriente, donde las circunstancias eran mucho más favorables.

Por todas estas razones, Rusia era una decidida partidaria del mantenimiento del balance of power en Europa, que ella misma había contribuido a establecer y mantener. A pesar de las simpatías personales del zar por el paneslavismo, bien manifiestas en su etapa de príncipe heredero, las responsabilidades del trono le hicieron mucho más prudente y, como había sucedido desde los tiempos de Alejandro I, la política oficial de Rusia, obligada a elegir entre el sentido de misión, que la llevaba a contribuir a la «liberación» de los ortodoxos sometidos al Imperio otomano, y la tendencia legitimista, que la empujaba a no ayudar a quienes se revelaban contra los poderes legítimos, solía inclinarse, con enormes dificultades y frente a sólidas resistencias, en esta última dirección. Además, cada vez pesaba con más fuerza en la política rusa el peligro de que los diversos pueblos no rusos que constituían el extenso imperio multinacional de los zares se «contagiasen» del rampante nacionalismo que ya había prendido en los pueblos de los Balcanes.

A pesar de que, como escribe Taylor, «los vínculos familiares con Guillermo I significaban poco para él [Alejandro III] y la solidaridad monárquica aún menos», la confusión del momento, con un zar asesinado y su sucesor apenas instalado, explican que se firmara, el 18 de junio de 1881, la Alianza de los Tres Emperadores, llamada así para distinguirla de la Liga, la Dreikaiserbund. Este tratado no respondía a ningún impulso legitimista y su principal objetivo se concretaba en un pacto de neutralidad entre las partes, para el caso de que uno de los tres imperios se viera implicado en una guerra con una cuarta potencia. Quedaban muy lejos los días de la Santa Alianza, aunque para algunos historiadores este acuerdo entre los tres emperadores vendría a ser algo así como el último estertor de aquella vieja obra del legitimismo monárquico. Para Rusia, el vago acuerdo de 1881 suponía la seguridad de que en la eventualidad de una guerra con Gran Bretaña (en la que muchos rusos pensaban por los encontrados intereses de las dos potencias en Asia central), Alemania y Austria-Hungría se mantendrían al margen.

Aunque el congreso de Berlín recortó notablemente la «Gran Bulgaria» de San Stéfano, tal y como había sido diseñada por el conde Ignatiev, era evidente que el nuevo principado autónomo, aun estando teóricamente sometido todavía a la soberanía otomana, era, como escribe Kennan, «un satélite, si no un protectorado del trono ruso»: El nuevo príncipe debía ser designado por el zar ruso, aunque no podía ser miembro de ninguna de las grandes dinastías reinantes en Europa13. Era evidente que las potencias europeas no se resignaban a que Bulgaria se convirtiera en una «asunto interior» del Imperio ruso. En abril de 1879, Alejandro II designó a un joven príncipe alemán, Alexander von Battenberg, perteneciente a la casa de Hesse-Darmstadt, la misma de la emperatriz rusa, de la que el designado era sobrino, en cuanto hijo del gran duque Alexander de Hesse, hermano de esta. El nuevo príncipe, de veintidós años de edad, era apreciado por el zar, ya que había servido con el ejército ruso en la reciente guerra contra Turquía, precisamente en compañía del futuro Alejandro III. Desde el primer momento, el nuevo príncipe tuvo que enfrentarse con una clase política corrupta y dividida entre los dos partidos principales, liberales y conservadores, y con una Constitución que no definía bien los límites entre los poderes ejecutivo y legislativo. Pero Alexander no se resignaba a unas funciones ceremoniales y, desde el primer momento, se esforzó por dotarse de poderes efectivos. Además de los búlgaros, el príncipe se tuvo que enfrentar con «una horda de oficiales militares y políticos rusos, consejeros y administradores, muchos de ellos torpes y desprovistos de tacto, así como de otros hombres brutales que habían llegado a Bulgaria con el propósito de convertir al príncipe en una marioneta en sus manos». Varios ministros del gobierno, incluido el de la Guerra, eran generales rusos. Inicialmente, el príncipe se inclinó hacia los rusos que, no en vano, le habían dado el trono y presionó cuanto pudo a la Asamblea para que le concediese poderes excepcionales. Esta actitud le llevó a un enfrentamiento inevitable con los políticos locales, cuyas ambiciones, recubiertas con la capa del nacionalismo, chocaban sin remedio con el paneslavismo teórico de los rusos, que no era otra cosa que defensa de los intereses imperialistas de San Petersburgo. Poco a poco, sin embargo, Battenberg se fue inclinando a los planteamientos nacionalistas de los búlgaros, de los que se convirtió en máximo portavoz. Y eso le enfrentó inevitablemente con los rusos, incluido su tío el emperador, que acabó obligándole a abdicar, tras una serie de rocambolescas vicisitudes.

Como escribe Rogger, «la crisis búlgara, a pesar de sus aspectos de comedia musical, tuvo la más serias, profundas y duraderas consecuencias para la política rusa y, en última instancia, para la paz de Europa»14. Francia, preocupada por un posible ataque alemán, aprovechó la ocasión para iniciar un proceso de aproximación a Rusia. Quienes defendían esta sorprendente iniciativa diplomática estimaban que si se concluyera una alianza con el imperio de los zares, Alemania quedaría amenazada por el oeste y por el este, en una gigantesca pinza que reduciría al máximo sus posibilidades de victoria. El propio Bismarck se había planteado también esa hipótesis y en un discurso ante el Reichstag, a propósito del voto de la nueva ley militar, que implicaba un aumento de los gastos de defensa, aludió a la «guerra en dos frentes» a la que Alemania podía verse forzada15. De ahí su propósito de tranquilizar a Rusia, haciéndola ver, sin embargo, los peligros a los que se expondría si se lanzara a ese proyecto contra natura de aliarse con un régimen, como la República francesa, tan alejado de los supuestos legitimistas de la autocracia rusa.

La decisión del zar, en octubre de 1886, de dar el plácet a un nuevo embajador francés, después de un período de enfriamiento de relaciones y de retirada del embajador de Francia en San Petersburgo, fue considerada síntoma de que un acercamiento más estrecho entre ambos países era posible. Las palabras que el 19 de noviembre de 1886 pronunció el zar en el acto de presentación de credenciales del nuevo embajador, Laboulaye, eran a este respecto significativas, pero no dejaban de ser sorprendentes, pues latía en ellas un cierto desprecio por la política francesa:

Vivimos un momento difícil y es posible que tengamos que enfrentarnos a duras pruebas y puede que sea muy necesario que en el curso de esas pruebas, Rusia pudiera poder contar con Francia y Francia con Rusia. Desgraciadamente, ustedes los franceses están atravesando circunstancias que les impiden mantener el espíritu de consistencia en su política y que difícilmente nos permiten actuar de acuerdo con ustedes16.

Seguramente, con esas palabras, tan escasamente habituales y que denunciaban un patente nerviosismo, el zar se hacía eco de los rumores de guerra que recorrieron Europa en las semanas finales de 1886 y en los primeros meses de 1887.

Pero nada de lo ocurrido en aquellos agitados años puede alterar el dato fundamental: en ningún momento —y a pesar de los gestos que tuvo que hacer ante sus aliados austriacos y ante su propio Estado Mayor— Bismarck dejó de ser un decidido partidario de la paz y del equilibrio de poderes en Europa. Algo parecido se puede decir del viejo y respetado kaiser Guillermo I, en vida del cual hubiera sido inconcebible una guerra con Rusia. Incluso el antigermanismo de Alejandro III cedía ante el respeto que le inspiraba su tío abuelo. Pero muerto Guillermo I (8 de marzo de 1888) y forzado Bismarck a dimitir dos años después, se inició una nueva época en la que el peligro de guerra ya no era puramente un fantasma esgrimido por los sectores nacionalistas de las potencias, sino una amenaza efectiva que se haría horrorosa y catastrófica realidad un cuarto de siglo después. Con la llegada al trono alemán del nuevo káiser, Guillermo II —nieto de Guillermo I, que fugazmente fue sucedido por su hijo Federico III—, desaparecieron las últimas posibilidades de un entendimiento entre los dos imperios. Se iniciaba una nueva época en las relaciones internacionales europeas.

Durante la primera parte de la década de los ochenta, una alianza entre Rusia, el único imperio autocrático que quedaba en Europa, y Francia, la única República, aislada además internacionalmente, era una hipótesis impensable, salvo para los sectores nacionalistas de ambos países. Pero, a pesar de todas las reservas, la idea de algún tipo de acuerdo entre Rusia y Francia se fue abriendo camino en los ámbitos diplomáticos y políticos de ambos países. Casi al principio de este largo y complicado proceso, el 11 de marzo de 1889, Paul Cambon, a la sazón embajador de Francia en Madrid, enviaba desde la capital española a su ministro de Exteriores, Spuller, la siguiente reflexión sobre la debatida entente franco-rusa: «Si no puedes tener lo que te gusta, debes hacer que te guste lo que tienes. Y, hoy por hoy, nuestro único recurso es la esperanza de la ayuda de Rusia y la ansiedad que esta simple esperanza produce en Bismarck». El terreno para el entendimiento había sido preparado en el ámbito financiero cuando en noviembre de 1888 y después de arduas negociaciones, Rusia consiguió en París un crédito de 500 millones de francos. Los bonos rusos, que en Berlín habían cotizado a la baja, se convirtieron en una atractiva inversión en el mercado parisino. En ellos colocaban sus ahorros las familias medias y, como escribía un periódico económico la impresión del público, se podía sintetizar en estas palabras: ¡Ces fonds russes, quelle belle affaire! Al mismo tiempo se iniciaba con cautela la colaboración en el ámbito militar y, en el mes de enero de 1889, Rusia compraba a Francia una partida de 5.000 rifles de repetición del modelo Lebel, con el que estaba siendo equipada la infantería francesa. Por otra parte, los contactos personales entre militares rusos y franceses —sobre todo entre los generales Boisdeffre y Obruchev— eran frecuentes17.

La amistad entre los generales de ambos países tuvo ocasión de reafirmarse con motivo de las grandes maniobras del ejército ruso en agosto de 1890, a las que asistió una delegación francesa encabezada por Boisdeffre, que en aquel momento era el segundo jefe del Estado Mayor general francés. Allí los generales rusos, haciendo un alarde de camaradería, les dijeron a sus colegas galos que en caso de ataque alemán contra Francia podían contar con el concurso de Rusia y, unos u otros, aludieron vagamente a la posibilidad de una futura convención militar que ligara a ambos ejércitos18.

En mayo de 1891, el gobierno ruso tuvo una conciencia más aguda de su aislamiento internacional cuando supo que el tratado de la Triple Alianza (Alemania, Austria-Hungría e Italia) había sido renovado y, al anunciar en el Parlamento esta renovación, el gobierno italiano había aludido a los «acuerdos mediterráneos», secretos hasta ese momento. Esta información cayó como un mazazo en San Petersburgo, pues significaba que sus planes sobre los Estrechos eran prácticamente irrealizables. Todo esto hacía más patente el aislamiento ruso, que solo podía romperse llegando a un entendimiento con Francia. La visita, aquel mismo mes de agosto (1891), de una escuadra francesa, al mando del almirante Gervais, a la base rusa de Kronstadt, donde fue acogida con enorme entusiasmo, rompió el hielo entre ambos países. Quizá el gesto más significativo de aquella visita naval, que expresaba mejor que cualquier otra cosa el nuevo clima existente entre los dos países, fue el del zar Alejandro III descubriéndose para escuchar respetuosamente La Marseillaise, el himno revolucionario y antimonárquico, cuya interpretación había estado prohibida en Rusia hasta aquel mismo momento.

Giers aceptó el inicio de negociaciones para llegar a algún tipo de acuerdo que, según el sentir ruso, no tenía por qué ir más allá de una vaga entente sin demasiados compromisos concretos. Los franceses, por su parte, pensaban en una convención militar cuya cláusula fundamental debía ser una promesa de movilización simultánea e inmediata de los ejércitos de ambos países. Pero las reticencias rusas continuaban y solo desaparecieron cuando la misma escuadra francesa que había visitado Kronstadt fue invitada por los ingleses, en su viaje de vuelta, a atracar en Portsmouth, en gesto encaminado a mostrar, como escribió el primer ministro Salisbury a la reina Victoria, que «Inglaterra no tiene antipatía por Francia ni ningún tipo de partidismo contra ella». Era una palpable demostración de que si Rusia no llegaba a algún acuerdo con Francia, su aislamiento podía ser total. Como consecuencia de todo ello, en aquel mismo mes de agosto de 1891 se llegó a un acuerdo mínimo que se concretó en un intercambio de cartas por medio de las cuales Francia y Rusia, «con el propósito de definir e instaurar una entente cordiale que les una, y con el deseo de favorecer la conservación y el mantenimiento de la paz», acuerdan «consultarse mutuamente sobre cada cuestión susceptible de amenazar la paz general». Los franceses siguieron trabajando intensamente con el objetivo de llegar a una convención militar, a pesar de las resistencias rusas. Después de una larga espera, Alejandro III se decidió, ya en julio de 1892, a aceptar que se trasladase a San Petersbugo un negociador francés, que, de nuevo, fue el general Boisdeffre. Por parte rusa, llevó las negociaciones su colega y amigo el general Obruchev.

Se llegó finalmente a un texto que ambos generales firman el 18 de agosto (1892), cuya primera cláusula se refiere a la movilización inmediata y simultánea. Se especifica incluso que Francia pondrá en línea contra Alemania al menos 1.300.000 hombres y Rusia entre 700.000 y 800.000, ya que el resto lo destinará a luchar contra Austria-Hungría. Se establece también que ninguna de las partes hará la paz por separado, que la convención tendrá «la misma duración que el tratado de la Triple Alianza» y se guardará un «secreto absoluto» respecto del contenido de la convención.

Pero la convención solo lleva la firma de los dos generales, Boisdeffre y Obruchev, y solo tendría plena validez si ambos gobiernos la ratifican por escrito. Ratificación que, dado el carácter secreto de la convención, se producirá por decisión escrita del zar en el caso ruso y del gobierno en el caso francés. Cuando parece que todo está a punto, en noviembre de 1892, estalla el escándalo del canal de Panamá, que desacredita a una buena parte de la clase política francesa y provoca una crisis de gobierno. Pero una cadena de acontecimientos que aumentaron peligrosamente la tensión internacional despejaron los obstáculos a la ratificación de la convención militar y el 27 de diciembre Giers comunicaba a Montebello, embajador de Francia en San Petersburgo, que el zar había dado su aprobación definitiva a la misma, y el 4 de enero de 1894 el gobierno francés hacía una comunicación similar19.

LA CULMINACIÓN DE LA EXPANSIÓN EN ASIA CENTRAL

Como señalamos en el capítulo anterior, a principios del año 1881 los rusos se habían apoderado de la fortaleza turcomana de Geop Tepe, lo que les permitió asegurar el control de la zona transcaspiana y del terrible desierto de Karakum, donde tantas caravanas había sido asaltadas, desde siglos atrás, por los bandidos turcomanos. Los militares rusos, que, excediéndose en ocasiones de las órdenes emanadas en San Petersburgo, practicaban la estrategia del avance continuo, estimaban que el obligado objetivo inmediato era la antiquísima y legendaria ciudad-oasis de Merv, que había sido denominada «la Reina del Mundo» por su esplendor y su riqueza. Algunos jefes locales de Merv habían sido invitados a la ceremonia de coronación de Alejandro III, donde tuvieron ocasión de contemplar su poderío, por lo que volvieron a su ciudad convencidos de que cualquier intento de resistir carecía de sentido. Como relata Hopkirk, en aquellas regiones, donde se enfrentaban los imperios ruso y británico, se corrió la voz de que ni la reina Victoria podría desafiar la voluntad del zar. Una inteligente estrategia de conocimiento y aproximación a los dirigentes locales de Merv culminó en febrero de 1884 y los rusos, sin derramamiento de sangre, se apoderaron de Merv desde la base del oasis de Tejend, a 80 kilómetros al oeste de la ciudad, conquistado poco antes20.

La noticia sorprendió desagradablemente al gobierno liberal de Gladstone, considerado blando por los rusófobos, que aprovecharon la ocasión para esgrimir una vez más el espantajo de la secularmente temida invasión rusa de India. La conquista de Merv reiteraba la preferencia rusa por la práctica del fait accompli y cargaba de razón a los rusófobos, que veían confirmadas sus repetidas advertencias. Los expertos militares británicos estimaban que desde Merv la invasión de India por los rusos se hacía más fácil que desde los tres khanatos de Bukhara, Khiva y Kokand, separados del camino de India por elevadas cordilleras y extensos desiertos. Desde Merv, por el contrario, por la ruta afgana que pasa por Herat y Kandahar, el acceso a India era mucho más fácil. Con los turcomanos sometidos y con el ferrocarril transcaspiano, que los rusos habían empezado a construir, las tropas del zar no tenían obstáculos de importancia para llegar rápidamente hasta la frontera afgana.

El Foreign Office británico hizo llegar sus protestas a San Petersburgo, que respondió con evasivas, afirmando que la ocupación de Merv se había producido a instancias de los propios turcomanos. Como muestra de buena voluntad se mostraron dispuestos a fijar una frontera bien definida entre el Asia central rusa y Afganistán —país sometido a la tutela de Gran Bretaña, que se había hecho cargo de su política exterior—, y efectivamente se creó una Comisión Conjunta para la Frontera Afgana. Pero los rusos fueron dando largas a la convocatoria, sin que la Comisión llevara a cabo el trabajo que tenía asignado.

Un acontecimiento que tuvo lugar en Asia central en 1885 vino a dar la razón a los rusófobos británicos. El oasis de Pendjeh, a mitad de camino entre Merv y Herat, estaba situado en la proximidad del paso de Zulficar, que da acceso a la meseta afgana, lo que le confería un obvio valor estratégico. Pendjeh había sido considerado por los británicos parte de Afganistán, en las conversaciones preliminares sobre la frontera, pero los rusos disputaron esa pertenencia, estimando que formaba parte de Merv y, por tanto, ahora era ruso. Ostensiblemente, los rusos supeditaban el arreglo definitivo de la cuestión fronteriza hasta que Pendjeh estuviera en sus manos. Los británicos movilizaron dos cuerpos de ejército para defender Herat si llegaba a ser necesario, al tiempo que los afganos enviaban tropas para reforzar las defensas de Pendjeh. Sobre la base de que el oasis era ruso, el general Komarov protestó enérgicamente exigiendo el desalojo de las tropas afganas. Komarov, que se había ido acercando paulatinamente con sus tropas a Pendjeh, envió a los afganos un ultimátum en el que, reiterando que el oasis pertenecía al zar, les daba un plazo de cinco días para que se retirasen. Cumplido el plazo, Komarov dio la orden de avanzar sin disparar, pero cuando los afganos hirieron al caballo de un cosaco, declaró «se ha derramado sangre» y ordenó el ataque en toda regla. En la lucha, que fue terrible, murieron más de 800 afganos, muchos de ellos ahogados en el río mientras huían. Por parte rusa se registraron 40 bajas, entre muertos y heridos.

La noticia de la toma de Pendjeh (1885) llegó a Londres una semana después y tuvo un efecto devastador e hizo pensar a muchos que ahora la guerra ya era inevitable. Gladstone calificó la situación como grave en la Cámara de los Comunes, que votó un crédito de 11 millones de libras, la mayor suma desde la guerra de Crimea, para hacer frente a un conflicto que parecía inminente. Entretanto llevaban a cabo diversos movimientos militares. Al mismo tiempo, el embajador británico en San Petersbugo advertía a Giers que un avance ruso hacia Herat supondría la inmediata ruptura de hostilidades. El sah de Persia, asustado por el avance ruso, reiteraba su voluntad de permanecer neutral, pero instaba a los británicos a ocupar Herat antes de que lo hiciesen los rusos. Parecía bastante evidente que nadie quería ir a la guerra por Pendjeh, aunque Herat era otra cosa. Los extremistas de ambos lados, rusófobos y anglófobos, continuaron la «guerra» periodística incitando a sus gobiernos respectivos para que ocupasen Herat.

Evitada in extremis la guerra, la Comisión Conjunta para la Frontera Afgana se pudo, por fin, reunir, y el fruto de sus trabajos fueron unos protocolos que fijaban la frontera, salvo la parte oriental de la misma. En virtud de ese arreglo, los rusos conservaban Pendjeh, pero cedían a Afganistán el paso de Zulficar. Quedaba por resolver la fijación de la parte oriental de la frontera, en la abrupta región de Pamir, en la que el extremo norte de la frontera india tocaba con las de Afganistán y de China. Una zona que estaba siendo explorada por los británicos y los rusos desde años atrás, ya que los escarpados pasos de Pamir podían ser una vía de acceso para India. Allí convergen no solo las imponentes cordilleras del Hindu Kush, Pamir, Karakoram e Himalaya, sino los tres imperios, el ruso, el británico de India y el chino. En 1894 se llegó, por fin, a un acuerdo sobre la brecha de Pamir, y el estrecho corredor de tierra de nadie que, por el este, llegaba hasta la frontera china se convirtió en territorio afgano, formando el «pico de pato» que aparece al noreste en los mapas actuales de Afganistán. El corredor, que tiene una anchura máxima de unos 200 kilómetros y mínima de 16, se convertía en una lengua de tierra que separaba a los imperios ruso y británico. De alguna manera era un intento de evitar los enfrentamientos del Gran Juego.

EL REINADO DE NICOLÁS II:
DESARROLLO ECONÓMICO, RESISTENCIA Y REPRESIÓN EN EL TRÁNSITO DEL SIGLO XIX AL XX

Alejandro III murió el 1 de noviembre de 1894, cuando todavía no había cumplido los 50 años y a pesar de que su buena salud hacía suponer que le quedaban por delante todavía muchos años de reinado. Solo durante las últimas semanas de su vida se hizo evidente que su final se acercaba, sin que nadie hubiera previsto el inesperado y temprano desenlace. Su hijo y sucesor, Nicolás II, que tenía en ese momento veintiséis años —había nacido el 6 de mayo de 1868— no estaba preparado para asumir tan pronto la compleja tarea de gobernar el Imperio. Su etapa educativa se había prolongado a lo largo de trece años bajo la estricta dirección del Alto Procurador del Santo Sínodo, el siniestro Pobedonostsev, que eligió cuidadosamente al resto de los profesores entre los más prestigiosos de Rusia, pero seleccionados siempre más por su ideología reaccionaria que por sus cualidades científicas. Carrère d’Encausse escribe que «los maestros que Alejandro III eligió para guiar a su heredero eran todavía mucho más limitados e insuficientes [que los que le asignaron a él en su juventud]»21.

Nicolás recibió las enseñanzas habituales que tradicionalmente se impartían a un zarevich, con algunos toques de modernidad como el aprendizaje del inglés y de algunos rudimentos de ciencias naturales y economía, además de las ciencias jurídicas. Pero sus educadores fracasaron por completo porque no le prepararon para las futuras tareas de gobierno que le esperaban ni le pusieron en condiciones de entender no ya los cambios profundos que se estaban produciendo en Rusia, sino las transformaciones de todo tipo —también el los ámbitos social y político— que estaban teniendo lugar en Europa y a las que Rusia no podía permanecer ajena. Como era arraigada costumbre en los Romanov y en casi todas las casas reales europeas, la formación militar ocupaba una parte muy importante, pero el futuro Nicolás II carecía de las facultades de mando y organización que habían distinguido a algunos de sus antecesores. Quizá la mejor valoración de la educación que se le dio al hijo de Alejandro III es la que hizo Sergei Witte en sus Memorias: «El emperador Nicolás II ha recibido, para nuestro tiempo, la instrucción media de un coronel de la Guardia de buena familia». Añadía que, por sus capacidades, el nuevo zar «sobrepasa ampliamente a su augusto padre. Pero Alejandro III —subrayaba— tenía otras facultades que hacían de él un gran emperador»22. Al último zar —que ha recibido una atención especial por parte de historiadores, periodistas y otros escritores, casi igual a la de los grandes zares, como Pedro I o Catalina II, sin otra razón que la de haber sido el último Romanov— se le ha considerado habitualmente un hombre débil e influenciable en el que convergían, a la vez, una marcada falta de voluntad y una tozudez carente de cualquier atisbo de lucidez. Riasanovsky estima que

[…] el último zar no carecía de cualidades, por ejemplo, la simplicidad, la modestia y el apego a su familia. Pero estos rasgos de carácter —añade— pesaban poco en una situación que exigía fuerza, resolución, flexibilidad y capacidad de prever los acontecimientos. Un segundo Pedro el Grande podría, quizá, haber salvado a los Romanov y a la Rusia imperial: la hipótesis, en cualquier caso, no es absurda. Pero Nicolás II no era Pedro el Grande.

Para completar el perfil psicológico y político de Nicolás II, Riasanovsky escribe también:

Numerosos observadores se han quedado impresionados por el hecho de que el desgraciado emperador, tanto por sus actitudes como por sus actos, recuerda singularmente a un autómata, pues era incapaz de tomar él solo una decisión. Su diario, desprovisto de color y de relieve, nos dice mucho acerca de su falta de lucidez. La tarea de decidir recaía sobre los diferentes ministros, que tomaban las decisiones cruciales, que el emperador no comprendía bien y cuya importancia calibraba mal. Más tarde fue la emperatriz Alejandra, una princesa alemana reaccionaria, histérica y autoritaria quien se convirtió en la eminencia gris del reino; a partir de aquel momento, personajes increíbles, como Rasputín, podían llegar y llegaron efectivamente a los puestos más influyentes del Estado23.

Se ha comparado a menudo a Nicolás II con Luis XVI —el propio Riasanovsky lo hace— por su patente falta de cualidades para afrontar los tiempos turbulentos que a ambos les tocó vivir y en los que uno y otro tuvieron que poner en juego sus escasas facultades políticas. Tanto Luis XVI como Nicolás II fueron ciegos a los «signos de los tiempos» y se mostraron incapaces de adaptarse a unas circunstancias políticas, sociales y económicas que ya tenían muy poco que ver con las que habían tenido que afrontar sus antecesores. Ambos aceptaron algunas reformas que la situación revolucionaria les imponía, pero de mala gana y con la voluntad de volver a la situación anterior, tan pronto como las circunstancias fueran favorables. Seguramente, en los dos casos, las reformas llegaban tarde y solo unos monarcas dotados de una excepcional capacidad política hubieran podido pilotar con éxito la nave del Estado, culminando un proceso de transición que ninguno de los dos logró entender nunca. Pero ni Luis XVI ni Nicolás II poseían esas cualidades y, en su impotencia, solo pudieron bregar inútilmente y sin pericia contra la tempestad que se los llevó por delante. Por eso uno y otro han pasado a la Historia como los últimos representantes de un «Antiguo Régimen» que, en su época, había perdido ya una buena parte, si no la totalidad, de su legitimidad histórica. Un ancien régime que, tanto en Francia a finales del XVIII como en Rusia a principios del XX, no era más que una mera supervivencia del pasado.

Como, por otra parte, era habitual en muchas familias reales, Nicolás desde muy niño tuvo que familiarizarse con la muerte y la desgracia. Pero, sin duda, el golpe más fuerte recibido por el joven Nicolás fue el asesinato de su abuelo Alejandro II en 1881, cuando solo tenía quince años. El terrible acontecimiento dejó una indeleble huella en el futuro soberano, que, de acuerdo, además, con lo que le enseñó su padre, se aferró a la fórmula autocrática. Si el gran zar libertador había pagado con su vida su sincera voluntad de aplicar al Imperio un amplio programa de reformas, era evidente que había que abandonar esa vía y volver a las confortadoras seguridades de la autocracia.

Seguramente, el acontecimiento más notable de esta etapa de formación del futuro zar fue el viaje a Oriente que Nicolás hizo en 1890, al que nos referiremos más adelante y que, sin duda, está en la base de la política de expansión por Extremo Oriente, y hasta podría decirse que explicaría, al menos parcialmente, la desgraciada guerra ruso-japonesa de 1904. Para él el Japón era un mundo extraño, desconocido y hostil. No obstante, el viaje le sirvió para conocer los territorios rusos de Siberia oriental y, en Vladivostok, puso la primera piedra del punto terminal del Transiberiano, la gran empresa ferroviaria que se iniciaba por entonces. Carrère d’Encausse concluye su relato del viaje a Extremo Oriente subrayando que, a su regreso, Nicolás «está más que nunca aferrado a su amor profundo y sincero por el campesino ruso, al que, comparado con los extranjeros que ha conocido, considera el mejor de los seres humanos»24.

Nicolás, no muy dado a las aventuras galantes, se comprometió con Alix de Hesse-Darmstadt, a la que había conocido en casa de su tío, el gran duque Sergio, de cuya esposa era hermana y pronto surgió entre ellos un amor juvenil. Toda Europa conocía los problemas de salud que afectaban al linaje de los Hesse, muy especialmente la terrible enfermedad de la hemofilia, de la que no se sabía mucho pero sí que era transmitida por las mujeres de la familia. Se decía además que las mujeres de la familia Hesse se caracterizaban por su carácter inestable y por su tendencia a un misticismo enfermizo. La fundada sospecha de que Alix fuera portadora de esas taras físicas y psicológicas había llevado a los padres de Nicolás a favorecer —en contra de los prejuicios de la Corte— un romance que el zarevich mantuvo, sin demasiado entusiasmo por otra parte, con una bella y joven bailarina, Matilde Kchessinskaia. Pero al final se impuso la morbosa atracción de Nicolás por Alix, y Alejandro III no tuvo más remedio que acceder a un matrimonio que no le satisfacía en absoluto. En abril de 1894 Nicolás hizo un viaje a Coburgo para conocer a la familia de su futura esposa y celebrar la ceremonia de los esponsales, previa al matrimonio según las costumbres de la época. En junio de aquel año Nicolás hace un nuevo viaje, esta vez a Inglaterra, para conocer a la reina Victoria, con la que Alix pasaba una temporada. Seguramente fue el período más feliz de la desgraciada vida de los últimos emperadores de Rusia, como queda constancia en el Diario de Nicolás. Pero, vuelto a Rusia, la enfermedad de Alejandro III se convierte en la preocupación de toda la Corte. A pesar de todos los esfuerzos de la medicina y del recurso a un supuesto clérigo milagrero, el padre Juan de Cronstadt, Alejandro III murió el 20 de octubre. El pueblo no esperaba su muerte y quedó muy impresionado por la noticia, pero, por encima de todo, muchos pensaron ilusionadamente que podría significar la apertura de una nueva etapa menos represiva, en la que se reanudarían las reformas y se avanzaría hacia la libertad.

Apenas convertido en zar, Nicolás y Alix celebraron su matrimonio. Como era tradicional, al convertirse a la Ortodoxia, según era obligado en la esposa del zar, Alix, que pertenecía a una familia protestante, cambió su nombre por el de Alejandra Fiodorovna. Por su madre, Alix era nieta de la reina Victoria de Inglaterra —que consideró a la huérfana la más querida de sus nietas— y, bajo su tutela, su infancia transcurrió en la Corte británica. Pero no se le pegó nada del espíritu parlamentario y liberal en que se desarrollaba aquella monarquía. Antes al contrario, una vez en San Petersburgo Alix fue el baluarte más sólido de la reacción más ciega, impuso a su imperial marido decisiones y nombramientos, nunca adaptados a las necesidades y problemas con que se enfrentaba Rusia, y acabó sumiendo a la familia imperial en la vergüenza del sometimiento a la extraña influencia de Rasputín, además de otros magos y curanderos que le precedieron. Fue el de Nicolás y Alejandra un matrimonio fiel y unido hasta la muerte, en un claro ejemplo de cómo, en ciertos casos, las virtudes privadas se pueden convertir en vicios públicos, pues a la familia imperial, encerrada en sí misma, sin contacto con la Rusia real, que hervía y bramaba más allá del Palacio de Invierno y de Tsarskoe Selo, le faltó inteligencia, astucia y realismo para, al menos, ensayar una estrategia de acomodación a los tiempos turbulentos —otra vez los smutnoe vremia, como a principios del siglo XVII, poco antes de que los Romanov llegaran al poder— que les tocó vivir, afrontar y padecer. Sometido a la nefasta influencia de Alejandra, que, a su vez, estaba dominada por la maligna fascinación de Raputín, Nicolás no supo nunca verdaderamente dónde estaba ni lo que pasaba a su alrededor y, al final, él y su familia dan la impresión de haber sido zarandeados y arrastrados como caídas hojas de otoño por el furioso e implacable vendaval de la Revolución, hasta su triste y desgraciado final en Ekaterimburgo.

A pesar de sus carencias políticas, Nicolás II, hombre de ideas simples y elementales, sí creía saber muy bien lo que quería: seguir al pie de la letra la política y el estilo de gobernar de su padre, manteniendo contra viento y marea el principio autocrático y oponiéndose a cualquier intento de reforma política que pudiera mínimamente liberalizar al régimen. Ahí se encerraba todo su programa político, como dejó bien claro en el Manifiesto que publicó con motivo de su acceso al trono: «Que todos sepan que, consagrando todas mis fuerzas al bien de mi pueblo, mantendré los principios de la autocracia de manera tan firme e inquebrantable como los mantuvo mi difunto e inolvidable padre». Y para que no hubiera ninguna duda al respecto salió al paso de los tímidos proyectos reformistas que circulaban por Rusia descalificándolos de entrada y por completo. Con toda seguridad, la pluma de Pobedonostsev no fue ajena a este reaccionario texto que, por su cerrazón, era ya una especie de involuntaria profecía del destino fatal que aguardaba al zarismo. La decepción que produjo la reacción del nuevo zar fue enorme, pero Nicolás se sintió confortado no solo por el entusiasmo de su familia, sino por el apoyo de su primo, el emperador Guillermo II de Alemania, que el 7 de noviembre de 1895 le envió un mensaje en el que le decía: «Es indispensable que el principio monárquico manifieste en todas partes su poder. Por eso me siento feliz con el notable discurso que has pronunciado ante la diputación en respuesta a las peticiones de reforma. Estas palabras tan oportunas han producido en todas partes una fuerte impresión»25. Y tanto. ¿Le tomaba el pelo el primo alemán al bisoño colega ruso? Porque por aquellos momentos el Imperio alemán, sin ser un modelo de democracia, había entrado claramente por la vía de la monarquía constitucional, flexibilizando las exigencias clásicas del principio monárquico, cuya defensa precisaba tan enardecidamente del Romanov.

A pesar de su voluntad continuista respecto de la política de su padre, Nicolás inició su reinado cambiando a los ministros, en un típico gesto de afirmación personal. Solo confirmó al ministro de Hacienda, Sergei Witte, porque estaba muy de acuerdo con la política de desarrollo económico de Rusia que venía llevando a cabo y que tanto había contribuido ya a la modernización del Imperio. También siguió Giers en Exteriores, hasta su fallecimiento en 1895. Confirmar a Witte y apostar por el desarrollo económico fue la decisión más acertada que tomó Nicolás en su primera etapa y, quizá, en todo su reinado. No se puede decir lo mismo de los otros nombramientos —en los que Pobedonostsev pesó siempre decisivamente—, para los que el criterio no era otro que su fidelidad perruna al zar. Es también muy significativo que, a diferencia de lo que había sido tradicional en Rusia, los mandatos de los ministros bajo Nicolás II fueron bastante más cortos. Como dato curioso se puede subrayar que mientras que en los setenta y nueve años que van de 1816 a 1895 solo hubo tres ministros de Exteriores —Nesselrode, Gorkachov y Giers—, en los veintidós que van de 1895 a 1917 hubo cinco (Lobanov-Rostovski, Lamsdorff, Muraviev, Izvolskii y Sazonov).

Como habían hecho todos los zares en los dos últimos siglos, la coronación de Nicolás II se hizo en Moscú y se fijó la fecha del 18 de mayo de 1896. Concluida la ceremonia oficial estaba prevista una gran fiesta popular en la que se distribuirían regalos, y se eligió para la misma la Khodynka, un enorme terreno abierto utilizado por la guarnición de Moscú para instrucción y maniobras de sus tropas, en el que se reunieron varios cientos de miles de personas. Por irresponsabilidad de las autoridades no se cubrieron las numerosas trincheras y fosos cavados allí por los militares para sus ejercicios, con el resultado de que cuando la multitud se abalanzó para no perderse los recuerdos de la coronación que se iban a distribuir, muchos centenares de personas cayeron en los fosos. Según cifras oficiales murieron aplastados por la avalancha 1.389 personas y resultaron heridas 1.301. La tragedia enlutó las celebraciones y fue interpretada como un mal presagio para el reinado que empezaba. Produce estupor, sin embargo, la reacción del zar ante aquel terrible acontecimiento, tal y como es relatada por su biógrafo Edvard Radzinsky, que reproduce la entrada correspondiente del diario personal del emperador:

18 mayo 1896. Todo iba hasta el presente como sobre mantequilla, pero hoy se ha cometido un pecado imperdonable […] se produjo una terrible aglomeración humana. Terrible y trágica, pues unas mil trescientas personas han sido pisoteadas. Me he enterado a las nueve y media. Esta noticia me ha producido una impresión espantosa […]. Hemos cenado en casa de mamá. Hemos ido al baile a casa de Montebello26.

Esta última e increíble frase se refiere al baile que estaba previsto en la residencia del embajador francés, Montebello. Muchos de sus ayudantes aconsejaron al zar que, después de la enorme tragedia, el baile debía suspenderse o, en todo caso, él debía abstenerse de acudir. Pero, según testimonio del gobernador general de Moscú, el gran duque Sergei Aleksandrovich, que recoge Witte en sus Memorias: «El soberano no estaba en absoluto de acuerdo [con la suspensión]». Para él, «esta catástrofe era una inmensa desgracia que no podía ensombrecer las fiestas de la coronación; convenía, desde ese punto de vista, ignorar la catástrofe de Kodhynka». Todavía más: la madre de Nicolás II le recomendó el castigo ejemplar de los responsables del drama, sobre todo del gobernador general de Moscú. Pero la zarina intercedió por él y no ocurrió nada: no en vano el gran duque Sergei se había casado con su hermana predilecta. Heller, de quien tomamos el relato y las referencias, concluye: «El nuevo zar obedecía a su esposa»27. Esta última referencia no es ociosa, pues marca el principio de la profunda hostilidad que el pueblo ruso sentirá desde entonces por la zarina.

Como en estos momentos iniciales del reinado Nicolás II era popular —el zar lo era por definición—, fue la emperatriz la que sufrió todo el peso del disfavor popular. Fue entonces cuando comenzó a circular el mote de la Alemana con que se la moteja, incluso si los que la conocían no ignoraban que ella detestaba precisamente todo lo que era alemán28.

Como ya hemos adelantado, lo más positivo de esta etapa del reinado de Nicolás II fue la gestión de Witte, decidido a continuar la reforma financiera iniciada bajo Alejandro III. Witte no era, en absoluto, un liberal, ni siquiera un occidentalista, ya que mezclaba algunas ideas económicas, procedentes del economista alemán Frederick List, con una visión casi eslavófila de la especificidad de Rusia, a la que veía a la vez europea y asiática. Estaba convencido de que era preciso fomentar el desarrollo industrial de Rusia, pero, al mismo tiempo, era muy consciente de que el campesinado y la agricultura eran el fundamento de la vida rusa. No quería que los campesinos, tan esquilmados ya, pagaran el precio de esa necesaria industrialización. Como a otros antes de él y como al propio zar, le preocupaba el excesivo consumo de alcohol tradicional en Rusia y, ejecutando un viejo proyecto que, por otra parte, tardó en hacerse realidad, convirtió el alcohol en monopolio del Estado con la esperanza de que se redujera el consumo. Pero nada cambió al respecto: el consumo de alcohol, sobre todo en forma de vodka, no cesó de aumentar y una de las más importantes partidas de ingresos en las finanzas del Estado siguió siendo el dinero procedente del impuesto sobre el alcohol.

Para lograr una moneda estable y fuerte se propuso garantizar la paridad del rublo con el oro, a pesar de que, como Witte señala en sus Memorias: «Toda la Rusia pensante, o casi toda, se oponía a esta reforma». Solo le apoyaba el propio zar, al que había convencido de lo beneficioso de la medida. Así es como el 3 de enero de 1897, después de haber aumentado muy notablemente las reservas del metal precioso, se instauró el rublo-oro.

Pero donde Witte se empleó más a fondo, porque, sin duda era la gran pasión de su vida, fue en los ferrocarriles, que se desarrollaron a un ritmo impresionante, como queda a la vista en el dato de que durante los diez primeros años del reinado de Nicolás II, entre 1895 y 1905, se dobló el kilometraje de la red ferroviaria. En este ámbito la gran obra de Witte, que produjo la admiración de todo el mundo, fue la del Ferrocarril Transiberiano, cuya construcción había empezado en 1891 y que en 1903 estaba ya terminado, con la excepción del tramo que contorneaba el lago Baikal. Este ferrocarril tenía algunas limitaciones, pues no disponía de doble vía, pero su importancia económica y estratégica es indudable.

Este desarrollo económico acelerado tuvo, como es natural, importantes consecuencias en el ámbito social que el zarismo no supo encauzar. El capitalismo produjo, como en los países de Europa occidental donde triunfaba, importantes transformaciones de la sociedad, especialmente la aparición de una incipiente burguesía y de un proletariado urbano, por más que la enorme mayoría de la población siguiera siendo la de los campesinos, muchos de ellos sin tierra, con el inevitable componente de descontento e inestabilidad social. En todo caso, los obreros empezaron a tener un peso cada vez más importante en la vida de las grandes ciudades e hicieron oír sus reivindicaciones: en 1897 se multiplicaron en San Petersburgo las huelgas de los obreros de la industria textil y el gobierno tuvo que promulgar las primeras medidas laborales, como las que limitaban la jornada de trabajo a once horas y media y, en el caso del trabajo nocturno, entre nueve y diez horas. Frente a las primeras organizaciones sindicales el gobierno reacciona con la creación de un falso sindicalismo manipulado por la policía, que aparece por iniciativa de un turbio personaje, Zubatov, pero con el pleno acuerdo del jefe de policía de San Petersburgo, Trepov, del gobernador de Moscú, el gran duque Sergio, y del ya poderoso Plehve, que desde 1902 estaba al frente de la Okhrana o policía política. En ese ámbito del sindicalismo «amarillo» aparecerá el famoso pope Gapón, que encabezaba la manifestación popular del «Domingo sangriento», que dio origen a la Revolución de 1905.

Las clases medias, constituidas sobre todo por profesiones liberales, adquieren una enorme relevancia social y se convierten pronto en un activo sector social, avocado a la participación política y decidido partidario de la reforma política, siempre aplazada en Rusia. Pero el más grave problema de Rusia seguía siendo el del campesinado, teóricamente libre desde 1861 pero que no disponía de tierra o solo poseía lotes insuficientes y, muy a menudo, de mala calidad. El zar se sentía en una especie de unión mística con los campesinos, pero ignoraba su auténtica suerte y no hacía nada por remediarla. Creía que la Rusia verdadera era la de ese campesinado que conocía tan poco y del que se había hecho una idea totalmente fantástica, sin conexión alguna con la realidad.

Rusia se había convertido en una sociedad más diversificada y pluralista, por la variedad, como escribe Rogger,

[…] de sus necesidades, sus intereses, sus puntos de vista y sus ocupaciones. Los abogados y hombres de leyes, médicos, periodistas, gerentes y técnicos, científicos y profesores que trabajaban para los negocios privados o para los gobiernos locales gozaban de un grado de independencia económica respecto del Estado sin precedentes y desarrollaron un sentido de su propia importancia en el funcionamiento de la sociedad que se reflejaba en el incremento de la conciencia política, el descontento y, en última instancia, en la acción.

Esta sociedad viva y dinámica entraba en agudo contraste con el régimen político, el más absolutista de Europa, en un momento en que hasta los imperios menos propicios al cambio, como los germánicos, habían dado pasos importantes hasta convertirse en gobiernos representativos. Se trataba de un dato tan patente que Lev (León) Tolstoi se atrevió a dirigir en 1902 una carta a Nicolás II en la que le decía que «la autocracia es una forma de gobierno inhabilitada, que puede servir para las necesidades de una tribu de África central […] pero no para las del pueblo ruso, que ha venido asimilando crecientemente la cultura del resto del mundo. Por eso es imposible mantener esta forma de gobierno, excepto por la violencia»29. Ni que decir tiene que Nicolás no le hizo el menor caso.

Si excluimos la política económica de Witte, el resto de la política del primer período del reinado de Nicolás II está marcada por una sola palabra: la reacción. Los «reglamentos temporales» no solo prolongaron su vigencia, sino que su ámbito de aplicación se amplió; el control de la prensa y de las publicaciones en general se hizo mucho más estricto; la Universidad también fue sometida a una vigilancia más rigurosa, poniendo trabas al acceso a la misma a quienes no gozaban de la confianza o de la simpatía del régimen; se recortaron los poderes de los zemstva, el único ámbito en el que había un atisbo de representación. Aun así, en las diez universidades y establecimientos de enseñanza superior que existían en Rusia, estaban inscritos cerca de 35.000 estudiantes, procedentes ya en esta época no tanto de las clases privilegiadas como de las nuevas clases ascendentes, de esas nuevas clases medias que buscaban hacerse un hueco en la hasta entonces cerrada y estratificada sociedad rusa. Esa procedencia hacía de ellos un vehículo adecuado de las reivindicaciones de cambio y no puede extrañar que la Universidad se convirtiera en un foco permanente de agitación.

Nicolás II hizo suyo el ya viejo lema de «ortodoxia, autocracia y nacionalidad» y, del mismo modo que, desde el comienzo de su reinado, trató de reafirmar el principio autocrático, se tomó muy en serio la consolidación de la ortodoxia, en su condición de guardián y autoridad máxima de la Iglesia, y la idea de nacionalidad, sobre la que se fundaba la política de rusificación, que con él llega a su más cumplida expresión, sin ningún tipo de consideración para las diferencias religiosas, étnicas y lingüísticas de aquel enorme Imperio multinacional. La política de defensa de la Ortodoxia condujo a la persecución de las numerosas sectas, tan habituales en Rusia desde el siglo XVII, cuyos miembros fueron objeto de duros castigos y de exilio forzado a Siberia y el Cáucaso, especialmente cuando se negaban a reconocer al Estado o a cumplir con el servicio militar. Muchos de ellos emigraron también a los Estados Unidos y al Canadá. Las otras Iglesias, diferentes de la ortodoxa, fueron objeto de innumerables persecuciones, como ocurrió con la Iglesia armenia, cuyos bienes fueron confiscados. El tratamiento de los judíos se endureció y se promulgaron nuevas leyes que limitaban sus derechos, sin someterse al procedimiento legislativo habitual, en el que intervenía el Consejo de Estado, sino aprobándolas por el Gabinete de ministros. De nada sirvió que algunos personajes destacados, como Witte, se opusieran a estas medidas, que trataban de convertir a los judíos en «ciudadanos de tercera». En esta política antisemita se distinguió Plehve, nombrado ministro del Interior en 1902, como señalaremos más adelante, que trató de salir al paso de la agitación de los campos y de las huelgas obreras, tratando de desviar el descontento general contra los judíos y contra las nacionalidades no rusas. Los pogromos continuaron, sobre todo en la zona del suroeste, como el terrible de Kishinev en 1903 y la poco clara actitud de la policía ante estos brutales fenómenos alimentó la sospecha de que eran instigados desde la sombra por Plehve.

Por lo que hace a las minorías nacionales, tampoco se escuchó a Witte, que pedía un cierto respeto a los que él llamaba «extranjeros» y criticaba la idea de los «verdaderos rusos» (rusohablantes y ortodoxos), que era, de alguna manera, la oficial en la Corte.

No hemos tomado conciencia —escribió— de que desde los tiempos de Pedro el Grande y Catalina la Grande no hay Rusia, sino Imperio ruso. Cuando los extranjeros son casi el 35 por ciento de la población y los mismos rusos se dividen en «grandes rusos», «pequeños rusos» y «bielorrusos», es imposible, en los siglos XIX y XX, realizar una política que ignore este hecho de una importancia histórica capital, que ignore las particularidades de las otras nacionalidades que forman parte de la composición del Imperio ruso, y no tiene en cuenta su religión, su lengua, etc. La divisa de un imperio de ese tipo no puede ser: «Yo haré rusos de todos ellos»30.

La oposición a esta política reaccionaria se deja sentir por todo el imperio, que entra en el siglo XX con huelgas en todas las regiones, manifestaciones estudiantiles, revueltas campesinas esporádicas y protestas de toda clase. La violencia terrorista hace de nuevo aparición en los primeros años del siglo, después de dos décadas de tranquilidad a este respecto. El nuevo ministro del Interior, Plehve, se convierte de tal modo en expresión de la reacción y la represión del final del zarismo que el historiador y político liberal Miliukov dirá que hay dos Rusias, la de León Tolstoi y la de Plehve. Heller añadirá que en aquella época había también dos líneas de gobierno: la de Witte y la Plehve31.

Plehve lleva la represión hasta extremos increíbles, que suscitan la exasperación en el movimiento revolucionario y desencadenan una nueva oleada terrorista. Asimismo fomenta la infiltración en las organizaciones revolucionarias, la creación de sindicatos manipulados por la policía, y Carrère d’Encausse le asigna también una parte de responsabilidad en la política que condujo a la guerra con Japón, ya que estimaba que «una “pequeña guerra” bien organizada y bien elegida serviría para reconstituir un acuerdo nacional»32. Pero Plehve fue víctima de la nueva espiral de violencia terrorista y el 15 de julio de 1904 —unos meses después de que estallase la guerra contra Japón— murió destrozado por una bomba. Le sucedió el príncipe Piotr Dmitrovich Sviatopolk-Mirski, que tenía fama de «hombre de honor» y que, desde el punto de vista personal, era la antítesis de su predecesor. En esa línea trató de recuperar el espíritu que había presidido la etapa de las «grandes reformas», en tiempos de Alejandro II, puso fin a las medidas de excepción, trató de asociar los zemstva a la política y practicó la tolerancia con las religiones no oficiales y con las nacionalidades no rusas, hasta el punto de que la académica francesa alude a «la esperanza de una primavera política». En efecto, con motivo del bautismo del zarevich, Nicolás II abolió definitivamente los castigos corporales (suprimidos desde 1863, pero que habían seguido practicándose) y perdonó las anualidades retrasadas que debían los campesinos por la compra de sus tierras. Asimismo se suavizó la censura y se evitaron los excesos de la política de rusificación forzosa33. Pero esta «primavera» llegaba demasiado tarde y no alteró los planes de subversión total del sistema que preparaban las organizaciones revolucionarias clandestinas.

En efecto, la resistencia al zarismo dejó muy pronto de ser espontánea e individualista para organizarse, de modo que aparecieron los primeros partidos políticos. Como factor que contribuyó a la progresiva toma de conciencia de la población rusa, se cita la terrible hambruna que padeció la provincia de Samara entre 1891 y 1892, que afectó a casi un millón de personas y que fue seguida de una epidemia de cólera. El gobierno se volcó en la ayuda a los damnificados, pero el esfuerzo resultó insuficiente y la sociedad civil rusa, en un movimiento sin precedentes, organiza la recogida de fondos y ayudas, con participación de instituciones, como los zemstva, o de personajes distinguidos como León Tolstoi. Como escribe Heller, «la opinión descubrió de este modo que era posible llevar a cabo acciones concertadas, sin contar con las estructuras gubernamentales». Y Rogger subraya que la experiencia de la hambruna renovó los ímpetus hacia el pensamiento de reforma política entre los liberales y los moderados. Por cierto, Heller recuerda que

[…] un joven abogado pasante que vivía en Samara en 1891, Vladimir Ulianov (el futuro Lenin), percibió el peligro de este movimiento de opinión. Estaba en contra de la ayuda a las víctimas de la hambruna porque, según él, «el hambre destruye las economías campesinas y, con ellas, la fe, no solo en el zar, sino también en Dios y, con el tiempo, empujará inevitablemente a los campesinos por la vía de la revolución, favoreciendo su victoria»34.

En el tránsito del siglo XIX al XX las universidades habían pasado de la agitación puramente estudiantil a la politización revolucionaria. En 1902 se celebró un clandestino «congreso pan-ruso» universitario en el que los estudiantes se proclamaron «vanguardia de la lucha por la libertad política». Como escribe Carrère d’Encausse:

Desde este momento se instala un estado de huelga casi permanente, ante el cual el poder replica con el envío de un creciente número de estudiantes al ejército. Pero esta sanción, además de desencadenar una respuesta estudiantil, produce los efectos más perversos: enviados a lejanas guarniciones, los estudiantes se vuelcan a realizar una intensa propaganda revolucionaria entre los reclutas, además de entre los ferroviarios, ya que los nudos ferroviarios están custodiados por el ejército35.

APARICIÓN DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS

En los últimos veinte años del siglo XIX se producen dos hechos importantes que cambian la estrategia revolucionaria de la intelligentsia rusa. Por una parte, el asesinato de Alejandro II en 1881 convence a los revolucionarios rusos de que el terrorismo no solo no acabará con la autocracia, sino que la reforzará, como se vio durante el reinado de Alejandro III. En segundo lugar, el entusiasmo populista por el campesinado, como factor para la renovación de Rusia, se esfuma casi totalmente y, en su lugar, se pone la fe en las virtualidades revolucionarias del proletariado, como consecuencia de lo que podemos llamar la recepción del marxismo, gracias sobre todo a la acción de los exiliados.

Estas influencias procedentes del exterior explican que los primeros en organizarse fueran los sectores de izquierda, que antes incluso de que empezara el siglo XX ya habían fundado los dos partidos más importantes de esta tendencia. El Partido Obrero Social-Demócrata (POSD) y el Partido Socialista Revolucionario (SR). Pero estos partidos no nacieron de la nada, sino a partir de los dispersos grupos que habían mantenido su precaria existencia durante el reinado de los dos últimos zares o por el intermedio de publicaciones clandestinas o editadas en el extranjero. Este fue el caso, por ejemplo, de la revista Iskra (La Chispa), abanderada del marxismo, uno de cuyos editores era Aleksandr Ulianov, el hermano mayor del futuro Lenin, que adoptó ese nombre de acuerdo con un texto que un decembrista le había dirigido a Puskhin: «De la chispa nacerá la llama». El populismo que, como sabemos, tanta importancia tuvo en la Rusia de la década de los setenta, también mantuvo un atisbo de existencia. La abrumadora presencia e incidencia del capitalismo, que desafiaba los planteamientos del populismo clásico, fue tratada por el llamado populismo «legal», que, desde una posición de moderación, trataba de adaptar el legado populista a los nuevos tiempos. Sus representantes más notorios fueron V. P. Vorontsov, cuya obra más conocida fue El destino del capitalismo en Rusia, publicada en 1882, y N. F. Danielson, que había traducido el volumen primero de El capital y que se consideraba a sí mismo un marxista. Ya en la década de los noventa, insistió en la imposibilidad de un capitalismo ruso y el impacto catastrófico que había ya tenido en diferentes sectores de la economía nacional. Su preocupación consistía en evitar que Rusia «se convirtiera en tributaria de los países más avanzados» y, con Vorontsov, propugnaba la modernización de la economía rusa, pero sin seguir las pautas capitalistas y evitando que los costes cayeran sobre las espaldas de las masas36.

En esta década final del siglo XIX se pone ya de manifiesto la diferencia fundamental entre populistas y marxistas, que se centra en el debate sobre el capitalismo. Mientras, los primeros solo ven catástrofes en la incidencia del capitalismo en la vida rusa, los segundos estiman que la causa de los males rusos no es la todavía escasa dosis capitalista que se ha aplicado en el país, sino la supervivencia de formas retrasadas de producción, como la comuna campesina.

El Partido Obrero Social-Demócrata será el partido del marxismo ruso y su principal inspirador fue Plekhanov, que ya en 1883 había fundado en Suiza un grupo denominado Grupo para la Emancipación del Trabajo, después de que en 1879 rompiese con Tierra y Libertad. Ese grupo se considera la primera organización marxista rusa. Estos primeros marxistas rusos insisten en que el desarrollo de las sociedades obedece a unas leyes generales y que la tesis populista de la especificidad de Rusia del valor revolucionario del campesinado solo puede tener una influencia retardataria. Otro de los que preparan el camino para la fundación del POSD es Iulii Martov, futuro líder de los mencheviques, que fundó en 1895, en San Petersburgo, la Unión para la Lucha por la Liberación de la Clase Obrera, muchos de cuyos miembros y dirigentes fueron detenidos. Ya entonces se empieza a producir un fenómeno de gran significación, como es la separación entre los puntos de vista y los objetivos de los trabajadores y de los miembros de la intelligentsia, los intelligenty. Precisamente el deseo de evitar el divorcio entre los teóricos, como eran ellos mismos, y los trabajadores lleva a Plekhanov, Martov y Lenin a impulsar la creación de un partido en cuyo seno se debía producir esa necesaria fusión de intereses y enfoques.

En las nacionalidades no rusas más avanzadas también se inicia este trabajo de toma de conciencia y organización, a veces de un modo totalmente autónomo, en otras ocasiones en contacto con las organizaciones homólogas rusas. En 1893 se fundó el Partido Socialista Polaco, pero su carácter «nacionalista» entra en conflicto con las tesis más netamente marxistas y, por tanto, cerradas a cualquier enfoque nacionalista, que mantenían Rosa Luxemburg y Leo Jogiches, que fundaron el Partido Social Demócrata del Reino de Polonia, en el que esta última referencia tiene un carácter puramente territorial: son los socialistas que actúan en Polonia, pero que pasan por encima de cualquier reivindicación nacionalista, pues su único objetivo es la revolución proletaria. También los judíos se habían organizado y en 1897 y sobre la base de diversos grupos preexistentes fundaron la Unión General de los Obreros Judíos de Lituania, Polonia y Rusia, que muy pronto fue conocida con el nombre de Bund. Pero esta organización fue con el tiempo acentuando su carácter judío a costa de sus orígenes socialdemócratas.

A partir de estos principios, se llegó al que los marxistas rusos consideran el congreso fundacional del POSD, que tuvo lugar en Minsk en marzo de 1898 y su historia oficial denomina como su I Congreso. Pero las únicas nueve personas que asistieron al mismo fueron detenidas por la policía y el POSD no pudo empezar a funcionar. Hubo que esperar a julio de 1903, en que se celebró su II Congreso, pero esta vez en el extranjero, en Bruselas, de donde fueron expulsados, por lo que continuaron la reunión en Londres. Fue en este II Congreso cuando se produjo la famosa escisión entre bolcheviques y mencheviques. Lenin adquiere ya una enorme relevancia y aporta al Congreso su personal programa, contenido en el folleto ¿Qué Hacer?, publicado en 1902. Ante la pregunta del título, la respuesta de Lenin es obvia: la revolución. Se suele decir que esa fecha y ese folleto marcan el nacimiento del leninismo. Las tesis de Lenin chocaban con los enfoques de los marxistas veteranos, pero no suscitaron un rechazo frontal porque sus excesos se atribuyeron a su falta de experiencia.

De acuerdo con la concepción leninista, el POSD inició su vida política muy desconectado de las masas, a las que teóricamente se debía. Los miembros relevantes de las dos fracciones procedían fundamentalmente de los estratos privilegiados de la sociedad y sus militantes ordinarios tenían su origen en las clases bajas urbanas y rurales, con una fuerte representación de trabajadores industriales. Irónicamente, escribe el mismo Rogger, «fueron los mencheviques quienes tuvieron unos seguidores más “elitistas”, más educados y más “urbanos” —profesionales y trabajadores especializados—, mientras que los bolcheviques tuvieron más éxito entre los más jóvenes, los menos cualificados y menos alfabetizados trabajadores manuales y campesinos». En víspera de la Revolución de 1905 los miembros del POSD eran unos 12.000, sin que se pueda especificar cuántos de ellos eran trabajadores. «No hay duda, sin embargo, de que tanto los mencheviques como los bolcheviques estaban dirigidos por intelligenty de clase superior y media».

Los rivales más serios de los socialdemócratas en la izquierda fueron los Socialistas Revolucionarios, que recogían la tradición populista de mediados del siglo XIX, sobre todo, el elemento básico del populismo, que era la importancia atribuida a los campesinos, aunque la propia evolución social de la sociedad rusa les obligó a aceptar el peso creciente de los trabajadores industriales, muchos de los cuales también se integraron en sus filas. En el seno del partido de los Socialistas Revolucionarios, fundado como tal en 1901, existían diversas tendencias, pues, a diferencia de los que ocurría con los social-demócratas, no existía en él rigidez doctrinal ni estricta disciplina. Cada uno de sus componentes gozaba de una amplia autonomía funcional, muy alejada del centralismo leninista. Los socialistas-revolucionarios recogieron también de la tradición revolucionaria del XIX —y, en concreto de Naródnaia Volia, cuyos supervivientes se integraron en su partido— el uso de la táctica terrorista, que ejercieron a través de una «organización de combate», responsable de los atentados mortales que culminaron en 1904 con el asesinato del ministro de Interior Plehve.

Los liberales como corriente de pensamiento habían trabajado desde mucho tiempo atrás para liberalizar el régimen, oponiéndose a la idea una «autocracia liberalizada». Fue, precisamente, en los zemstvos donde se ensayaron, con escaso éxito, por otra parte, y siempre bajo la amenaza de la represión, los primeros atisbos de liberalismo. Se trataba de elementos moderados, deseosos de colaborar con la monarquía, pero que ante la intrasigencia del zarismo se fueron situando paulatinamente en la oposición, donde estaban cuando estalla la Revolución de 1905. También en 1879 los presidentes de cuatro zemstvos provinciales formaron con permiso oficial una Unión de Zemstvos que tenía como objeto estudiar proyectos de reforma. Pero cuando hicieron públicas sus pretensiones de verdadero autogobierno, inviolabilidad del individuo, independencia de los tribunales y libertad de prensa, se les prohibió que celebraran nuevas reuniones. Los liberales se vieron hundidos en la decepción cuando comprobaron que ni sus propuestas más modestas eran aceptadas por el sistema. No pudieron entender que los derechos y libertades que Alejandro II había concedido a los búlgaros no se aplicaran a los rusos, y ya reinando Alejandro III.

El primer intento serio de organización de los liberales y constitucionalistas —al socaire de la «primavera política» de Sviatopolk-Mirski— se inicia con la reunión que celebraron en París en septiembre de 1904 líderes de las diversas corrientes de esta tendencia, en la que se fundó la Unión para la Liberación. Después de largos debates, se llegó a un acuerdo sobre tres puntos: abolición del sistema autocrático, instauración de una democracia parlamentaria y emancipación de los pueblos sometidos del Imperio. Una emancipación, debe aclararse, que se limitaba a rechazar la política de rusificación y a propugnar el derecho de autonomía cultural de las nacionalidades. A partir de ahí se aceleraron los movimientos en el campo liberal y, en noviembre del mismo año, se celebró ya en San Petersburgo y con permiso del Ministerio del Interior —que hizo cuanto pudo por limitar el alcance del evento— un congreso nacional al que asistieron 104 delegados. El sector mayoritario se inclinaba por una constitución y una asamblea libremente elegida y dotada de los poderes de hacer las leyes y controlar la acción del Estado, mientras que la minoría no quería que se desembocase en un parlamentarismo que consideraban ajeno a las tradiciones rusas y se conformaba con una asamblea puramente consultiva. El triunfo de los radicales supone el comienzo de un deslizamiento hacia la izquierda del liberalismo ruso, una tendencia que estará encarnada en figuras como Pavel Miliukov y Piotr Struve. Poco después se celebró el congreso de los zemstva, que se reunió en San Petersburgo, también en noviembre de 1904 y que dio origen, ya en 1905, a la Unión de las Uniones, que agrupaba a catorce organizaciones profesionales de médicos, maestros, etc.

Para los socialistas, el liberalismo organizado fue siempre un problema y discutieron mucho cómo debían ser sus relaciones con ellos, porque

[…] se trataba de un fenómeno más complejo que el descrito por Marx, ya que consistía en muy buena medida de elementos —propietarios, intelectuales, profesionales— que era difícil subsumir bajo el rótulo general de burguesía o de clase capitalista empresarial […]. Para los liberales tal cosa implicaba una independencia de los intereses de clase y un enfoque no clasista, así como un grado de radicalismo político y de reformismo social, que el liberalismo clásico occidental había desplegado raramente.

Ya en 1905 los liberales formaron el Partido Constitucional-Demócrata, conocido como «cadete» por las iniciales K y D del nombre ruso del partido. Su primer presidente fue el historiador Pavel Miliukov y en él se incluían liberales de distintos matices, desde monárquicos constitucionales hasta republicanos.

Ante esta situación de descontento y protesta generalizada el gobierno no sabe sino dar sucesivas vueltas de tuerca a la máquina de la represión, por lo que no puede extrañar que la revolución fuera, como ha escrito Steinberg, una palabra «cargada de magia» en la que «pensaban, con amor y veneración, todos los que soñaban con la libertad», salvo las clases directamente beneficiadas por el régimen37. Es difícil encontrar en ningún otro país, sobre todo en aquella época, tal acumulación de lo que los marxistas llamaban «condiciones objetivas para la revolución», que, efectivamente, eclosiona en enero de 1905, como primera manifestación de un largo proceso que se prolongaría hasta 1917.