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EL REINADO DE ALEJANDRO II:
LA EMANCIPACIÓN DE LOS SIERVOS Y LOS ORÍGENES DE LA REVOLUCIÓN

ALEJANDRO II, EL ZAR LIBERTADOR:
LA EMANCIPACIÓN DE LOS SIERVOS

Aunque casi todos los historiadores atribuyen a Alejandro II escasas cualidades personales y le describen como un hombre conservador y poco amigo de tomar decisiones, lo cierto es que pocos zares han subido al trono ruso con una preparación tan amplia para las responsabilidades que debía asumir. Su padre, Nicolás I, se preocupó de darle una educación lo más completa posible y, terminada esa etapa, le familiarizó con los asuntos de Estado y le asignó responsabilidades concretas, con el claro propósito de «foguearle» para la compleja tarea de gobernar el inmenso Imperio ruso. Nacido en 1818, su educación estuvo supervisada por el capitán Moerder, «considerado por su contemporáneos, según recuerda Heller, un hombre de una alta moralidad, dotado de un espíritu claro y curioso y de una firme voluntad»1. De su formación humanística se cuidó un poeta romántico, Vasilii Zhukovskii, que influyó positivamente en la conformación del carácter y de la personalidad del futuro zar. Al iniciar su trabajo, Zhukovskii expresó así sus propósitos: «Su Majestad no debe ser sabio, sino ilustrado […]. En el verdadero sentido del término esto significa vastos conocimientos, aliados a un profundo sentido moral». Pero el futuro Alejandro II, a diferencia de su tío y homónimo Alejandro I, nunca dio muestras en su etapa juvenil de ninguna tendencia liberal ni de ninguna curiosidad intelectual. A los diecisiete años, entre 1835 y 1837, el gran Mikhail Speranskii, el impulsor de tantas reformas en los reinados de Alejandro I y Nicolás I, le dio lecciones de Derecho y le enseñó el Derecho positivo ruso. Viajó por toda Rusia, incluida Siberia, que hasta entonces no había sido visitada por ninguno de sus antecesores y durante 1838 y 1839 viajó por Europa, que no parece haberle influido mucho ni en sus ideas ni en sus proyectos de gobierno, lo que no puede extrañar dada la imponente personalidad de su padre, de cuya rígida y autoritaria línea de pensamiento y de gobierno nunca se separó del todo. A los veintitrés años se casó, siguiendo la arraigada tradición de los Romanov, con una princesa alemana, María de Hesse-Darmstadt, que le dio una nutrida descendencia (seis hijos y dos hijas).

Nicolás I le designó miembro del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros y desde 1842 presidió el comité que supervisaba la construcción del ferrocarril San Petersburgo-Moscú. Saunders señala también que en 1846 formó parte de uno de los diversos comités secretos sobre los asuntos del campesinado, en los que se abordaba la espinosa cuestión de la liberación de los siervos; en 1848 presidió otro comité del mismo tipo y al año siguiente sucedió a su tío, el gran duque Mikhail Nikolaevich, como director de las escuelas militares del Imperio. Asimismo, cuando un tanto inesperadamente, pues nada hacía prever su rápido final, murió Nicolás I el 2 de marzo de 1855 (18 de febrero de la datación rusa) se hizo con la dirección de la guerra de Crimea y del gobierno, sin titubeos y, en la medida en que lo permitían las circunstancias, con un gran dominio de la situación. Una situación que no podía ser peor para Rusia, pues la guerra estaba ya irremediablemente perdida. Aunque Alejandro, en un voluntarioso alarde de esperanza que carecía de cualquier fundamento, intentó inútilmente, durante varios meses, evitar una derrota que ya era ineluctable. Incluso después de la caída de Sevastopol intentó contagiar con su forzado optimismo a sus colaboradores. Pero el 3/15 de enero de 1856 celebró una reunión con sus colaboradores y altos cargos y les comunicó su convicción de que la guerra estaba perdida, las arcas del Estado vacías y, para colmo de males, la lealtad de las minorías nacionales del Imperio no estaba garantizada2. Se llegó así a la paz de París, de la que ya nos hemos ocupado en el capítulo anterior, que es un hito, tan esencial como negativo, en la historia contemporánea de Rusia.

Alejandro no pudo ocultarse a sí mismo el retraso de Rusia, que la guerra de Crimea había puesto en evidencia. A pesar de que el presupuesto del Imperio dedicaba nada menos que un 42 por 100 a gastos de defensa, el armamento se había mostrado brutalmente inferior al de sus enemigos. La flota rusa estaba constituida en gran parte por barcos de vela, que nada podían hacer frente a los vapores británicos y franceses. Rusia carecía de un moderno sistema de comunicaciones, pues apenas si tenía carreteras comparables con las de los países occidentales. Cuando Alejandro accede al trono, Rusia contaba tan solo con 965 kilómetros de ferrocarril, en un momento en que la red ferroviaria de los Estados Unidos era ya de 8.500 millas (13.680 kilómetros). Para mostrar lo que suponía este retraso, Heller señala que los convoyes, desplazándose por un terreno intransitable, sin apenas caminos ni carreteras, circulaban a cuatro verstas (cada versta son 1.067 metros) cada 24 horas, lo que suponía que los refuerzos enviados desde Moscú a Crimea a veces tardaban tres meses en llegar a su destino, mientras que los anglo-franceses los recibían por vía marítima en tres semanas. Un informe oficial publicado en 1850 señalaba que en los primeros 25 años del reinado de Nicolás I habían muerto por enfermedad 1.062.839 «grados inferiores» del ejército, mientras que las muertes por combate en el mismo período habían sido 32.233. Heller comenta que «ningún ejército del mundo ha conocido, sin duda, en un cuarto de siglo, tal relación entre el número de soldados caídos en combate y los muertos por enfermedad»3.

De la lamentable situación económica de Rusia da idea que en 1855 solo había treinta compañías por acciones, consecuencia de la política de obstaculización de la iniciativa privada. Mientras las naciones occidentales estaban volcadas en un rápido desarrollo industrial, Rusia era fundamentalmente todavía una sociedad rural y feudal, con un abrumador predominio del sector primario. Ciertamente, la producción de hierro se había doblado durante el reinado de Nicolás, pero en el mismo período la producción inglesa del mismo metal se había multiplicado por treinta.

Por todo ello, Alejandro exhibió su voluntad reformista desde el primer momento, de una manera, por otra parte, que era casi tradicional en todos los nuevos zares, que habitualmente iniciaban su reinado con medidas que estimulaban la confianza y la esperanza de sus súbditos. Antes incluso de que terminase la guerra de Crimea, Alejandro derogó algunas decisiones que Nicolás I había tomado en la última etapa de su reinado, como la prohibición de viajar al extranjero o la limitación del número de estudiantes en las universidades. La clase culta rusa, encerrada hasta entonces en el país, empezó a viajar libremente al extranjero. En 1856 se emitieron 6.000 pasaportes, y la cifra subió a 26.000 en 1859. Con motivo de su coronación, en agosto de 1856, el nuevo zar amnistió a los decembristas supervivientes, a los rebeldes polacos de 1830-1831 y a la mayor parte de los miembros del círculo Petrashevsky. Desde su exilio, Aleksandr Herzen estaba entusiasmado ante lo que parecía una esperanzadora etapa de liberación y reformas y, desde su revista La Estrella Polar, se dirigía al zar con un estimulante: «¡Adelante! ¡Adelante!». Cuando la emancipación de los siervos parecía ya un hecho irreversible, Herzen, dirigiéndose al zar, llegó a escribir. «¡Venciste, Galileo!». Riasanovsky subraya que la promesa de reformas que Alejandro hizo en el manifiesto en el que anunciaba el fin de la guerra «produjo una fuerte impresión sobre la opinión»4, pero volveremos más adelante sobre ese interesante texto.

Cuando Alejandro II se convierte en emperador, el descontento es general en toda Rusia, muy especialmente en las clases más cultas, que sienten la inaplazable necesidad de modernizar al país, sobre todo después de la humillante derrota en la guerra. La necesidad de introducir reformas en muchos sectores de la vida social y política es compartida no solo por los grupos que, desde el interior o desde el exilio, se han situado en la oposición al régimen zarista, sino por la propia clase política que lo encarnaba, cada vez con una conciencia más clara de lo insostenible de la situación. Desde hacía ya mucho tiempo los escritores de todas las tendencias clamaban sin descanso contra las dos vergüenzas que diferenciaban a Rusia de los demás países civilizados, la autocracia y la servidumbre. Las gentes del régimen no se atrevían a discutir la autocracia, pero la servidumbre hacía la unanimidad, y régimen y oposición se manifestaban de consuno en su contra, aunque los argumentos que manejaban unos y otros no eran idénticos. Después de Nicolás I, que había llevado la autocracia hasta el límite y cuya muerte suscitó el alborozo general, los rusos esperaban que su hijo respondiera a los anhelos de cambio, que, según el consenso general, debía iniciarse por la espinosa cuestión de la servidumbre. Abierta o clandestinamente, como era habitual y obligado en la autocrática Rusia de Nicolás, se multiplicaban las críticas contra la institución de la servidumbre. Boris Chicherin (1828-1904), el jurista liberal y occidentalista, publicó en 1855 una serie de informes en los que, extrayendo ya las consecuencias de la derrota en la guerra, abogaba por un programa de reformas que debía concluir con la garantía de las libertades políticas fundamentales (conciencia, opinión y prensa, libertad de enseñanza, reforma de la administración y de la justicia). Chicherin estimaba que, sin la menor duda, la más importante de todas las reformas debía ser la que condujera a la abolición de la servidumbre, sin la cual «ninguna otra cuestión puede abordarse, en el orden político, administrativo o social». Uno de sus documentos lo dedicó Chicherin monográficamente a la servidumbre, que, en su opinión, no solo era inmoral, sino que actuaba como un freno para la economía. Por el lado de los eslavófilos, Mikhail Pogodin, un acérrimo defensor del régimen y considerado el filósofo de la doctrina oficial y del nuevo nacionalismo ruso, advertía del peligro de levantamiento de los siervos campesinos y, sorprendentemente, pedía no solo que la censura se suavizase, sino una Constitución, varias amnistías políticas y, desde luego, la emancipación gradual de los siervos. No muy diferente, pero mucho más radical, era la posición de otros eslavófilos, como Iván Aksakov o Yurii Samarin, que llegaba a justificar el asesinato de los terratenientes. Desde el exilio se unía a este amplio coro Aleksandr Herzen, que, por medio de sus revistas, inspiró a los intelectuales y políticos del interior e influyó en el desarrollo de los acontecimientos.

La crítica contra la servidumbre se convirtió también en un tema inexcusable en la literatura y debe destacarse en este sentido la primera obra de Iván Sergeievich Turgenev (1818-1883), Recuerdos de un cazador, publicado en 1852, donde reflejó con un extraordinario realismo la vida en las haciendas de la Rusia provincial. El crítico literario español José María Valverde escribe que, aunque en esta obra «no se preocupó de cargar las tintas sobre la situación de los campesinos, sin embargo, fue tal la humanidad con que los retrató, que este libro influyó en el zar para el decreto de supresión de la servidumbre rural, con mayor eficacia que si hubiera sido un panfleto revolucionario»5. De alguna manera podemos decir que la obra de Turgenev desempeñó en Rusia un papel similar al que, en la lucha contra la esclavitud, tuvo en los Estados Unidos La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe, publicada, precisamente, el mismo año 1852. El ambiente a favor de la emancipación era general hasta el punto de que Riasanovsky escribe que

[…] en vísperas de la abolición (contrariamente a lo que sucedía en los Estados Unidos en relación con el esclavismo) no se encontraba, prácticamente, en Rusia, a nadie que defendiese la institución [de la servidumbre]; sus abogados se limitaban, por lo general, a subrayar los peligros que podían derivarse del cambio brutal que implicaba la emancipación.

Este mismo autor señala la generalización de estas actitudes, de estos «sentimientos de humanidad», atribuyéndolos «al desarrollo de la educación y, sobre todo, al florecimiento de la literatura nacional»6.

A las consideraciones de carácter moral sobre la servidumbre se añadían, cada vez de un modo más perentorio, las de carácter económico, pues era patente que la servidumbre era un enorme obstáculo para cualquier proyecto de desarrollo económico, por poco ambicioso que fuese. Si Rusia quería consolidar su incipiente industrialización y competir en los mercados internacionales tenía que resolver el problema de su mano de obra. La propia dinámica de las nuevas exigencias económicas había hecho aumentar el trabajo libre y no eran pocos los siervos que aprovechaban sus períodos de vacaciones para ofrecerse como trabajadores libres asalariados. Se había producido incluso una disminución del número de siervos, ya que si en 1811 suponían el 58 por 100 de la población total, al comienzo del reinado de Alejandro era «solo» del 44,5 por 100, según el historiador norteamericano Jerome Blum7. Una disminución patente, pero, en cualquier caso, un porcentaje de la población todavía abrumador.

En Rusia todos sabían que era imprescindible abordar la cuestión de la abolición de la servidumbre y, de hecho, eran innumerables las comisiones que se habían creado y los estudios que se habían realizado desde tiempo atrás, sobre todo durante el reinado de Nicolás I. Pero todos los proyectos habían tropezado siempre con un doble obstáculo que ni el prototipo de autócrata que había sido el último zar había podido superar. En primer lugar, se temía la reacción de la nobleza, ferozmente opuesta a la supresión de una institución, la servidumbre, que no solo era la base de su poder y de sus privilegios, sino que representaba y fundamentaba su mismo modo de vida. Toda la existencia de aquella nobleza terrateniente, basada en la riqueza de la tierra que, en su beneficio, cultivaban los siervos, no tenía más fundamento que la servidumbre. Estaban tan estrechamente relacionadas nobleza y servidumbre que suprimir esta se convertía en un ataque en toda regla contra la primera. Y ningún zar se había atrevido a dar un paso que afectaba a su propia legitimidad, pues era evidente que la monarquía autocrática parecía ininteligible sin un sólido estamento aristocrático.

El segundo obstáculo, vinculado también muy de cerca con el primero, consistía en la cuestión de si a los siervos liberados se les debía asignar un lote de tierra que les permitiese vivir con una cierta independencia y, en caso afirmativo, en qué condiciones de pago y disfrute se basaría esa asignación. Si no se les daba tierra, como algunos proyectos habían propuesto en el pasado, se evitaba la doble afrenta a la nobleza que suponía privarla no solo de los siervos, sino también de una parte de sus propiedades rurales. Pero, ineluctablemente, lanzaría a la sociedad millones de hombres y mujeres «libres», pero condenados irremisiblemente a la miseria. Este temor al pauperismo, que era una plaga en las sociedades occidentales en aquellas primeras fases de la revolución industrial, había llevado a algunos rusos a defender la existencia de la servidumbre, precisamente como un remedio contra la miseria masiva. Pero supuesto que se decidiese, como parecía inaplazable, llevar a cabo la emancipación de los siervos, era evidente que había que asignar a cada siervo liberado alguna porción de tierra, bien gratis o bien a cambio de una redención pagable de alguna manera.

Todas estas cuestiones habían sido abordadas una y otra vez por los diversos comités creados durante el reinado anterior y por los que Alejandro II estableció apenas llegado al trono y una vez resuelto el problema más candente que había heredado, la guerra de Crimea. Cuando el 19 de marzo de 1856 Alejandro II anunció el fin de la guerra de Crimea, terminó el manifiesto en que comunicaba el evento con una promesa de «justicia igual y protección igual para todos, de modo que cada uno pueda disfrutar en paz de los justos frutos de su propio trabajo». Se trataba de un lenguaje poco habitual y de un igualitarismo más bien extraño y sorprendente en una sociedad tan rígidamente estratificada como la rusa. Saunders comenta que «las implicaciones igualitarias de este anuncio llevaron al Gobernador General de Moscú a pedir al zar una clarificación, con el resultado de que el 30 de marzo Alejandro hizo unas puntualizaciones orales que se consideran el principio del proceso de emancipación»8. En esta intervención, motivada por la alarma que el texto anterior había producido entre la nobleza, a la que estremecía cualquier atisbo de lo que en Occidente se llamaba «la igualdad ante la ley», el zar se sintió obligado a clarificar sus intenciones, con el patente designio de tranquilizar a la nobleza:

Se han extendido entre vosotros rumores acerca de mi intención de abolir la servidumbre. Para refutar tales habladurías sin fundamento sobre asunto tan importante considero necesario informaros de que no tengo intención de hacer tal cosa inmediatamente. Pero, por supuesto, y vosotros mismos podéis constatarlo, el sistema existente de propiedad de los siervos no puede seguir inalterado. Es mejor empezar a abolir la servidumbre desde arriba que esperar a que empiece a abolirse a sí misma desde abajo. Os pido, caballeros, que penséis en las maneras de llevarlo a cabo y paso mis palabras a los nobles para su consideración.

En estas palabras, y muy especialmente en las que hemos subrayado, aparece bien clara la voluntad del zar de avanzar hacia la abolición de la servidumbre, aunque también se perciba una cierta confusión en cuanto al modo de abordar tan complicado empeño y el propósito de tomarse todo el tiempo que fuera necesario. Saunders señala al respecto que afirmar que el sistema de propiedad de los siervos debía cambiar «era un lugar común en Rusia a mediados del siglo XIX, de modo que su capacidad de impresionar era mínima». Pero lo cierto es que aparecía bastante nítidamente una voluntad reformista a cuyo servicio Alejandro dio pasos decididos en los meses siguientes, aunque fueron enormes las resistencias a las que tuvo que hacer frente, además de que, en algunos momentos, esa misma voluntad reformista parecía haberse apagado o debilitado. El proceso fue complejísimo, pues, por razones históricas, no se podía dar el mismo tratamiento a los siervos de los distintos territorios del imperio. Las dificultades persistieron después de acto formal de abolición de la servidumbre, que se produjo en 1861, pero lo cierto es que Rusia se libró de un baldón de siglos.

Las reacciones a la emancipación fueron en general muy negativas y cargaron el ambiente político, extendiéndose la impresión de que, como había pasado con Alejandro I en 1805 y con Nicolás I en 1830, el nuevo zar había cumplido su casi obligada etapa reformista, de modo que en adelante no cabía sino esperar el predominio de las actitudes conservadoras. Los campesinos se sintieron defraudados, como queda a la vista por la multiplicación de disturbios, que solo entre abril y julio de 1861 totalizaron 647 incidentes, según datos del Ministerio del Interior. Pero tampoco los nobles se sentían satisfechos. En el mundo de los intelectuales el descontento estaba muy extendido y se percibe ya con mucha claridad una neta tendencia revolucionaria.

LAS OTRAS «GRANDES REFORMAS»

Después de la emancipación se llevaron a cabo durante el reinado de Alejandro II una serie de grandes reformas que afectaron a los aspectos más importantes de la vida política y social. La primera de ellas fue la de la administración local, en línea con lo que secularmente había sido una tradición de muchos zares que, con mayor o menor acierto, habían empezado su reinado intentando llevar a cabo una reforma local, abordada siempre y por separado en sus dos grandes ramas, la rural y la urbana. Después de la emancipación se imponía una reforma de la administración de la Rusia rural, que no se había tocado desde los tiempos de Catalina II, que la había dejado en manos de una burocracia controlada desde el centro, con una cierta participación de la nobleza local. Una ley de enero de 1864 introdujo en el gobierno de las comunas rurales la vigencia de un cierto principio representativo que implicaba la introducción de instituciones de autogobierno, aunque la palabra rusa para autogobierno, samoupravlenie, no aparece todavía en el texto de la ley de 1864. En 1870 le tocó el turno a la administración urbana, a la que se aplicó también el principio representativo.

A finales del mismo año de 1864 se abordó otra importante reforma, la de la Justicia, que marca un hito decisivo en el proceso de modernización del Estado ruso, ya que supuso la separación de los tribunales respecto de la administración. Riasanovsky señala que esta reforma era aún más importante que la de la administración local, ya que «el antiguo sistema era a la vez arcaico, burocrático, pesado y corrompido; tenía en cuenta las distinciones sociales y escarnecía el principio de igualdad de todos ante la ley. Además, el procedimiento era totalmente escrito y secreto».

Alejandro II tuvo el buen tino de promover la reforma del sistema universitario apenas sentado en el trono, suprimiendo o suavizando las medidas represivas que Nicolás I introdujo después de la Revolución de 1848. Las cuotas de ingreso fueron abolidas, se ampliaron las exenciones de las tasas académicas, se recuperó la costumbre de enviar a Europa occidental para estudios de posgrado a los mejores estudiantes, se permitió que las mujeres asistieran a las clases y se suprimió la práctica policial de vigilar la conducta de los estudiantes fuera del campus. Asimismo se reintrodujeron en los planes de estudio materias como derecho de Europa occidental e historia de la filosofía. Pero desde principios de la década de los sesenta se vive en las universidades rusas una época de disturbios, provocados tanto por la pobreza de los estudiantes como por la disidencia política.

El nombramiento como ministro de Hacienda de Reitern, conocido reformista que había estudiado de primera mano los sistemas fiscales de Europa occidental y Estados Unidos, supuso la modernización de las finanzas del Estado ruso y aceleró las reformas que, poco antes, habían sido introducidas por otro economista, Valerian A. Tatarinov. Es entonces cuando se aplican en Rusia por primera vez las técnicas presupuestarias y de control de cuentas que ya eran habituales en otros países europeos.

Especial importancia tenía para Rusia la reforma militar, sobre todo después de la derrota en la guerra de Crimea, que demostró que de nada servían los elevados presupuestos de defensa si no se emprendía una inaplazable modernización de las fuerzas armadas. Alejandro II suspendió el reclutamiento entre 1856 y 1859, y en 1858 disolvió las colonias militares que preparaban para la infantería, pero no las que lo hacían para la caballería. En 1859 llevó a cabo la reducción del servicio militar de veinticinco a quince años en el ejército y catorce en la armada, una medida que había sido preparada por su padre. El hombre clave de la reforma militar en Rusia fue Dmitrii Miliutin, que ya a principios de 1856 había hecho un informe sobre las debilidades militares del Imperio y que había de llevar a cabo, como ministro de la Guerra, una ingente tarea de modernización del ejército de tierra a lo largo de veinte años.

Se suele estimar que la etapa reformista se agota a mediados de los sesenta. Saunders escribe que

[…] Alejandro da la impresión de haberse limitado, en la última parte de su reinado, a mantenerse ocupado con objetivos poco definidos. La muerte de su hijo mayor en 1865 probablemente afectó a su moral y el atentado contra su vida de abril de 1866 le llevó a considerar poco favorablemente la posibilidad de nuevas reformas. Por otra parte, la impresionante victoria de Prusia sobre Austria en la batalla de Sadowa el 3 de julio de 1866 le exigió dedicar más atención al cambiante equilibrio de poderes en Europa.

La «gran reforma» que quedó por hacer y que hubiera sido la coronación lógica de todo el proceso fue la creación de una asamblea representativa de todo el Imperio. Un gran zemstvo o una duma nacional que fuera la adaptación a los modernos tiempos de los zemski sobor del siglo XVII. En el propio entorno del zar se defendía esta posibilidad. En este sentido, una autora soviética, Valentina Chernunka, ha escrito que «el círculo de los que abogaban por la adopción de principios representativos era más amplio de lo que suele pensarse». También los nobles de Tver, que eran «la izquierda» de la nobleza, renunciaron a sus privilegios en 1862 y pidieron la convocatoria de una asamblea constituyente que estableciese un nuevo sistema político. Por eso un autor británico, Hugo Seton-Watson, ha escrito que «la decisión contra una asamblea nacional en los primeros sesenta fue un punto de inflexión en la historia de Rusia»9. Si en ese momento Rusia hubiera dado el paso histórico de establecer una monarquía constitucional, muy posiblemente se habría conseguido un amplio consenso nacional que habría favorecido el desarrollo económico y la estabilidad social y política.

Pero si había fuertes presiones por parte de muchos sectores de la opinión pública a favor de la «constitucionalización» del régimen, Alejandro II, como sus antecesores y sus sucesores, no estaba dispuesto a renunciar a todo lo que significaba la autocracia. Además, una serie de acontecimientos que ocurrieron en aquellos años a mitad de la década de los sesenta empujaron definitivamente al zar hacia una posición de resistencia al cambio. No se trataba ya de dar la vuelta atrás, pero sí de limitar los efectos liberalizadores de las reformas. Entre esos acontecimientos hay que contar los misteriosos incendios que en mayo de 1862 se produjeron en San Petersburgo y otras ciudades de la zona del Volga o la aparición de llamamientos a la revolución, algunos de ellos apelando a la violencia más brutal.

LA REBELIÓN DE POLONIA Y LA POLÍTICA RESPECTO DE LAS NACIONALIDADES

Entre los acontecimientos que provocan el endurecimiento del régimen tuvo una especial importancia la nueva insurrección de Polonia que estalló en enero de 1863. Alejandro II había llevado su reformismo también a Polonia y, bajo la dirección del nuevo virrey, Mikhail Gorchakov, primo del ministro de Exteriores, que sucedió a Iván Paskievich en 1856, devolvió la mayor parte de las competencias autónomas que se la habían arrebatado por Nicolás I, después del levantamiento que tuvo lugar en los años 1830 y 1831. Varsovia volvió a tener arzobispo y los terratenientes crearon una Sociedad Agrícola, que funcionaba casi como un Parlamento. Pero si los moderados habían quedado satisfechos, los nacionalistas no se conformaban ya sino con la total independencia y la restauración de la «Gran Polonia» anterior a los repartos. El auge del nacionalismo en Europa, que se había concretado en la unificación de Italia, mientras Alemania avanzaba imparable bajo la dirección de Bismarck hacia el mismo objetivo, así como en la creación de Rumania como Estado independiente, estimulaba a los nacionalistas polacos, que, además, contaban con la simpatía de Napoleón III y de otros influyentes sectores de la sociedad francesa. Los emigrados polacos eran también muy activos y su causa se hizo popular en muchos de países de Europa occidental, sobre todo en Francia.

A principios de 1861 se produjeron incidentes en Varsovia, con motivo del trigésimo aniversario de la insurrección de 1830 que los nacionalistas celebraron, y en febrero se produjeron cinco muertes que suscitaron una enorme indignación. Al año siguiente, en el mes de mayo, el zar nombró un nuevo virrey, su hermano el gran duque Konstantin Nikolaevich, que formó un gobierno bajo la dirección del marqués Wielopolski, un moderado que ya había participado en la administración del llamado «Reino del Congreso», pero cuyas medidas reformistas no calmaron la inquietud y el descontento de los nacionalistas polacos, que le consideraban un «colaboracionista».

En enero de 1863 los polacos volvieron a levantarse contra la ocupación rusa como lo habían hecho un tercio de siglo antes, aunque en esta ocasión la revuelta fue reprimida con mayor rapidez, especialmente en Lituania, porque, a diferencia de entonces, Polonia no contaba con un ejército propio, puesto que en 1831 se había suprimido. La represión fue feroz y Mikhail Muraviev, gobernador militar de Vilnius, recibió el apelativo de «Muraviev el de la horca». Aplastada la rebelión, Alejandro II puso al frente de la administración del Reino del Congreso a Nikolai Miliutin, que había desempeñado un papel muy relevante en el proceso de emancipación de los siervos. Su designación era una muestra clara de que el zar deseaba contrarrestar el empuje nacionalista polaco con una renovada atención a los problemas sociales, a los que los rebeldes habían prestado escasa atención. Alejandro II daba por perdida la lealtad de la nobleza terrateniente, pero deseaba ganarse al campesinado con el fin de introducir «un nuevo elemento en la sociedad polaca» y socavar «la influencia de la szlachta [nobleza polaca]», como dijo Yuri Samarin, que participó en la elaboración de la ley que se preparaba.

A esta relativa generosidad en el aspecto social —que logró sus objetivos, pues Polonia se mantuvo en paz y sin agitaciones hasta la Primera Guerra Mundial— correspondió una mayor dureza en el ámbito político-administrativo. Polonia perdió todo atisbo de autonomía y fue integrada en el Imperio como un conjunto de gubernii o provincias, que fueron denominadas «del Vístula». Pero en San Petersburgo el ambiente predominante era que no se podía volver a la política represiva de Nicolás I y que era necesario hacer alguna concesión.

La cuestión de Polonia no dejó de influir en la política respecto de las nacionalidades no rusas del Imperio, en un momento en que el empuje nacionalista era patente en toda Europa. El enorme mosaico de razas, lenguas y religiones que era el Imperio ruso suscitaba la admiración de los visitantes y estudiosos que se interesaban por la lejana Rusia y despertaba la curiosidad acerca de cómo se gobernaba aquel heterogéneo conjunto de pueblos. El escritor francés Anatole Leroy-Beaulieu, que visitó con frecuencia Rusia durante la década de los setenta, reinando todavía Alejandro II, dedica muchas páginas de su monumental L’Empire des Tsars et les Russes —que se ha comparado con De la démocratie en Amérique de Tocqueville— a esta cuestión y subraya el contraste entre «el suelo ruso… hecho para la unidad» pero «ocupado por las más diversas familias humanas. Razas, pueblos, tribus se entrecruzan entre sí hasta el infinito y sus divisiones son acusadas y realzadas por la diversidad de géneros de vida, lenguas y religiones […]. La simple enumeración de las diversas razas de la Rusia europea es impresionante; no se cuenta menos de una veintena, y si no se quiere olvidar ningún pueblo, ninguna población, hay que doblar o mejor triplicar esta cifra»10.

Esta heterogeneidad queda a la vista en los datos aportados por Heller, procedentes de una Enciclopedia eslava publicada en San Petersburgo en 1899: de los 74.000.000 de habitantes del Imperio (datos de 1870), un 72,5 por 100 eran rusos; 6,6 por 100 fineses; 6,3 por 100 polacos; 3,9 por 100 lituanos; 3,4 por 100 judíos; 1,9 por 100 tártaros; 1,5 por 100 bashkires; 1,3 por 100 alemanes; 1,2 por 100 moldavos; 0,4 por 100 suecos; 0,2 por 100 kirghises; 1,1 por 100 kalmukos; 0,06 por 100 griegos y el mismo porcentaje de búlgaros; 0,05 por 100 armenios; 0,04 por 100 gitanos y 0,49 por 100 de «otras nacionalidades». Dada la importancia del elemento religioso, los ortodoxos eran automáticamente incluidos entre los rusos, lo que explica que no figuren en la anterior relación ni ucranianos ni bielorrusos. Pero, de acuerdo con el primer censo ruso, que data de 1897, las que se denominaban entonces «regiones de la Pequeña Rusia», esto es, Ucrania, contaban con una población de 11.921.860 habitantes y las «regiones bielorrusas» con 6.918.14811.

A pesar de que la rebelión de Polonia había exacerbado los recelos de San Petersburgo ante las nacionalidades y, como veremos, había conducido a una intensificación de la política de rusificación, desde el exterior no se percibían en Rusia tendencias separatistas de importancia, por lo que no se comprendía la represión de las lenguas y culturas nacionales, que se incrementó después de 1863.

La rebelión polaca supuso un frenazo para las políticas liberales respecto de las nacionalidades que Alejandro II había empezado a practicar, sobre todo en el marco de apertura que tuvo su máxima expresión en la emancipación de los siervos. Los tres escritores ucranianos más destacados, Shevchenko, Kulish y Kostomarov, que habían sido perseguidos durante el reinado de Nicolás I, pudieron continuar desde finales de los cincuenta con sus esfuerzos por definir una identidad ucraniana diferenciada y en 18611862 iniciaron la publicación en San Petersburgo de una revista, Osnova (La Fundación).

LA ÚLTIMA ETAPA DEL REINADO:
TERRORISMO Y REPRESIÓN

La rebelión de Polonia y la represión que la siguió no impidió, como hemos visto, que se continuaran las grandes reformas, como las que se llevaron a cabo en el ámbito judicial, en el militar o en el de la administración local. Hélène Carrère d’Encausse, que ha escrito uno de los mejores análisis de este período, especialmente en lo que concierne a la aparición y desarrollo del terrorismo, escribe que «la gran ambición de Alejandro II era crear en Rusia un Estado de derecho, y la reforma judicial de 1864, inspirada en los textos y en las prácticas en vigor en Europa occidental, constituía un elemento clave de ese propósito». Pero la intelligentsia, que aspiraba al cambio en profundidad y que, por tanto, desde una cierta lógica debería haberse sumado a esos planes —«aplaudir y acompañar», escribe la académica francesa—, no podía compartir esta «revolución desde arriba», porque su objetivo era acabar con el régimen, no mejorarlo. Se empieza a desarrollar así esa peculiar estrategia de la tensión que ocupa estos últimos años del reinado de Alejandro II, que tiene en el terrorismo su causa e instrumento fundamentales. Carrère d’Encausse aplica a la situación la máxima de Mao Tse-tung según la cual «el pez se pudre por la cabeza» y escribe que «la intelligentsia se apasiona por el pueblo, sufre con él, se identifica con él, pero, al mismo tiempo, considera que todo depende de la cabeza del cuerpo social y no de este gran cuerpo en su conjunto. La cabeza es el poder y, sobre todo, su detentador supremo, el soberano»12. Así es como se designa al zar como el principal objetivo de la acción terrorista que se inicia ya en la década de los sesenta. Se piensa que abatir al zar traerá consigo, inevitablemente, la desarticulación total del sistema. Pero antes de que el terrorismo en sentido estricto haga su aparición, en Rusia se registraron actos de violencia política: en junio de 1862 había sido incendiado el mercado Apraxia, en San Petersburgo y, simultáneamente, otros fuegos se produjeron en diversos lugares de la capital. Poco después se produjo un primer atentado terrorista, dirigido no contra el zar, pero sí contra un miembro de la familia imperial, el gran duque Konstantin Nikolaevich, que precisamente tenía fama de liberal, hasta el punto de que algunos de los que planeaban el asesinato de Alejandro II ya habían calculado que el gran duque podría ser su sucesor, lo que pensaban favorecería la adopción de las medidas constitucionales a las que aspiraba una buena parte de la intelligentsia. El atentado no logró su objetivo, pero sí mostró la falta de coordinación y la irracionalidad de estos primeros terroristas de la historia de Rusia.

Como reacción contra estos primeros fogonazos de violencia, estos años se caracterizarán por una decisiva vuelta de tuerca en la persecución y represión de esas tendencias revolucionarias que empiezan a utilizar el terrorismo, la violencia organizada, como medio de hacer avanzar su programa político, cuya meta era el derrocamiento del régimen zarista. Pero el punto de inflexión definitivo en este tira y afloja entre la intelligentsia revolucionaria y un poder decidido a defenderse a toda costa fue el fallido atentado de un estudiante desequilibrado, Dmitri Karakozov, contra Alejandro II, el 4 de abril de 1866. Mientras el zar paseaba por el Jardín de Verano de San Petersburgo, Karakozov disparó contra él, pero un artesano que se encontraba cerca acertó a desviar el brazo del terrorista. Heller, que subraya el enorme impacto que produjo el atentado en toda Rusia y que estima que «el disparo de Karakozov inaugura una nueva fase del movimiento revolucionario de Rusia», escribe: «Un hombre del pueblo impidió de este modo que un noble (arruinado) asesinara al zar». Sumido como estaba Alejandro II en la obsesión por Polonia, cuando el frustrado asesino fue conducido ante él le preguntó: «¿Sin duda, tú serás polaco?». Y cuando Karakazov le contestó que era ruso de la cabeza a los pies, el zar, incrédulo, le respondió: «Entonces, ¿por qué disparas contra un zar ruso?». El joven terrorista le contestó sin inmutarse: «¿Qué libertad has dado a los campesinos?»13. H. Carrère d’Encausse, por su parte, subraya que

[…] este atentado abre un período totalmente nuevo en la historia del poder ruso, el del tiranicidio. Hasta entonces, nadie en la sociedad se había atrevido a levantar la mano contra el soberano o contra los servidores del Estado. Período nuevo también en la medida en que no se trataba de un acto aislado, como todas las sociedades han conocido en diversos momentos, sino de un modo de lucha contra el poder que durará hasta el momento en que triunfe sobre él14.

Karakozov fue condenado a muerte y ahorcado, pero además se produjeron centenares de detenciones y se envió al exilio a más de treinta personas. En la dialéctica interna del régimen se impusieron los «halcones», que estimaban que había que hacer uso de mano dura y dejar de lado las reformas que, para ellos, habían estimulado a los enemigos del zar, que interpretaban su política reformista como muestra de debilidad. La respuesta de los terroristas fue incrementar aún más la violencia. Se ponía en marcha la diabólica espiral de la violencia, acción-reacción, que atraparía a la sociedad rusa durante los siguientes años.

El régimen, sintiéndose cargado de razón ante tanto horror irracional, reaccionó con un endurecimiento general que se percibe tanto en la censura como en la actividad de la famosa Tercera Sección. La obsesión por la seguridad se convierte en la primera preocupación del Estado. La lucha contra las ideas revolucionarias llega a extremos increíbles y hasta el Ministerio de Instrucción Pública, a cuyo frente se puso en ese mismo año de 1866 al reaccionario conde Dmitrii Tolstoi, modificó los planes de estudio para que los estudiantes se dedicasen al cultivo de las lenguas antiguas y se apartasen de las cuestiones de actualidad. La libertad de prensa fue severamente limitada y los delitos de prensa se sometieron, como los políticos, a tribunales especiales15.

Ya en la década de los setenta empiezan a aparecer organizaciones fugaces que, ante las resistencias con que tropezaban en el medio rural, inician el trabajo revolucionario entre los trabajadores de las ciudades. Se pretende organizar a las masas para hacerlas más receptivas a la acción revolucionaria. La reacción policial y judicial fue implacable. De todas las organizaciones terroristas que surgieron en esos años, la más importante fue la llamada Zemlia i Volia («Tierra y Libertad»), el mismo nombre que ya había sido utilizado por otro grupo, nacido a principios de los sesenta y con el que no debe confundirse. Esta segunda y más importante Zemlia i Volia apareció en 1876 y en un primer momento se dedicó, una vez más, al trabajo social y revolucionario en el campo, pero no con visitas esporádicas, sino instalándose permanentemente en las aldeas. Zemlia i Volia decidió muy pronto pasar a la acción directa y su primera «operación» fue un rocambolesco plan para facilitar la huida de la cárcel del príncipe Kropotkin, prisionero en la fortaleza de Pedro y Pablo, también en 1876. En diciembre de ese mismo año, en colaboración con los trabajadores de San Petersburgo, organizó una manifestación callejera ante la catedral de Kazán de la capital, que se saldó con detenciones masivas y un proceso espectacular16.

A partir de entonces se generaliza la acción del terrorismo. «En diversas ciudades —escribe Heller— se tira contra los gendarmes, los procuradores, los ministros o se intenta apuñalarlos, lo que en ocasiones se consigue. Después vendrán las bombas». El movimiento terrorista se organiza y se anuncian atentados en proclamas firmadas por un Comité Ejecutivo del Partido Populista Revolucionario que llevan un sello con un revólver, un puñal y un hacha. El ministro de la Guerra, Dmitrii Miliutin, escribe en su diario: «El proyecto diabólico de una sociedad secreta dirigida a aterrorizar a toda la administración comienza a estar coronado por el éxito».

Ante esta acción, la reacción del régimen zarista tiene mucho de desconcertada y se ve sometida a bandazos que van de la máxima dureza a una cierta lenidad, fruto, sobre todo, de las divisiones internas y de los distintos enfoques que se contemplan en los ámbitos del poder. Los terroristas eran juzgados en ocasiones con un exceso de legalismo garantista que las autoridades zaristas tuvieron que abandonar muy pronto. Heller, refiriéndose a esta benévola actitud de los tribunales, escribe que

[…] el régimen de Alejandro II es increíblemente más suave que el de Nicolás II, pero esta moderación, confirmando las tesis de Tocqueville, engendró una creciente indignación entre sus adversarios. En la atmósfera de reformas y de liberalización del sistema, la Tercera Sección pierde su anterior eficacia en la lucha contra las fuerzas antigubernamentales.

Una buena muestra de ese desconcierto es lo poco que duran en su cargo los jefes de los Gendarmes y de la Tercera Sección —verdadera policía política del régimen—, que dimiten o son cesados con una increíble rapidez. Los procesos políticos no cesaron y solo en el año que va de septiembre de 1876 a septiembre de 1877 hubo diecisiete, cada vez con mayor número de acusados, 50 en febrero de 1877, 193 en el que se abrió en octubre de 1878. Como subraya Heller, «los acusados son, por regla general, jóvenes entre veinte y veinticinco años, y entre ellos hay muchas mujeres»17.

Uno de los nuevos grupos es Naródnaia Volia, esto es, «La Voluntad del Pueblo» o «La Libertad del Pueblo» (Volia tiene ambos significados), que asume el terrorismo como método de acción política. El «comité central» de este grupo terrorista «condena» a muerte al zar Alejandro II, que fue objeto de varios atentados de los que escapó milagrosamente, como el que llevó a cabo Aleksandr Soloviev el 2 de abril de 1879, mientras el zar paseaba por San Petersburgo. En el otoño de aquel mismo año Naródnaia Volia, bajo la dirección de Kilbachich y con la ayuda de Vera Figner y otros, preparó cuidadosamente un atentado contra el tren imperial en el que el zar regresaba de Livadia (Crimea), que fracasó tanto porque cambiaron los planes imperiales como porque fue detenido uno de los conspiradores, David Goldenberg, que contó a la policía lo que se estaba preparando. Un plan alternativo dirigido por Zheliabov también fracasó porque la dinamita que se había colocado en la vía férrea no explosionó. Un tercer plan tampoco logró su objetivo porque la explosión afectó a un tren distinto del imperial.

Naródnaia Volia se dotó de una estructura mucho más trabada y supera el carácter de mero grupo de notables que habían tenido hasta entonces las organizaciones revolucionarias. En 1881, al final del reinado de Alejandro II, se calcula que contaba con varios miles de simpatizantes y unos quinientos militantes. Pero su comité ejecutivo, formado por una veintena de individuos, decidía en nombre de la organización sin contar para nada con los miembros ordinarios. En esta cerrada estructura se podría ver un germen de lo que en el futuro será el Partido Comunista. En el programa aprobado en enero de 1880 se definen como «socialistas y populistas» que asumen como objetivo inmediato «provocar un levantamiento político que transfiera el poder al pueblo». Anuncian que cuando el régimen zarista haya sido derrocado, convocarán una asamblea constituyente. El programa político de Naródnaia Volia incluye una amplia descentralización local basada en la autonomía de los municipios, libertad de expresión, entrega de la tierra a los campesinos y de las fábricas a los obreros y sustitución del ejército permanente por milicias territoriales. El tenor de estas propuestas muestra que ya no se trata de suprimir el poder político, sino de apoderarse del Estado y ponerlo al servicio de sus ideales18.

El 5 de febrero de 1880, cuando la familia imperial estaba a punto de entrar en el comedor de lujo del Palacio de Invierno, una horrible explosión mató a once soldados de la guardia e hirió a otras 55 personas. Cada nuevo atentado demostraba que los terroristas preparaban con más cuidado sus acciones. En esta ocasión, un activista, Stepan Khalturin, se había introducido en el Palacio de Invierno, bajo la cobertura de carpintero, pero el plan fracasó no solo porque el zar tardó más de lo previsto en penetrar en el comedor, sino porque los explosivos, situados en la planta inferior, eran insuficientes para producir el resultado que se buscaba. De todos modos, quedaba bien a la vista no solo que los terroristas eran capaces de introducirse hasta el mismo centro del poder, sino su capacidad para evaporarse, pues Khalturin huyó sin dejar rastro.

En suma, los ataques contra Alejandro II son continuos en su dos últimos años de vida, hasta el atentado final que acaba con ella en marzo de 1881. Tras el atentado del Palacio de Invierno (5 de febrero de 1880) y en un ambiente de huelgas, agitación estudiantil y descontento popular, Alejandro II llamó al general Mikhail Loris-Melikov, gobernador general de Kharkov y héroe de la guerra ruso-turca, al que puso al frente de una Alta Comisión Ejecutiva para el Mantenimiento del Orden en el Estado y de la Tranquilidad Pública, con el encargo de velar por la seguridad interior y la personal del zar. Algunos meses después, en agosto o septiembre, desapareció esta institución y Loris-Melikov fue nombrado ministro del Interior y responsable de la Tercera Sección, que, de hecho, quedaba suprimida o subsumida en la organización del ministerio, en el que se creó una poderosa policía política, a la que dotó de amplias competencias. Convertido en el personaje más importante del Estado —solo escapaba a su control la política exterior, en manos de Gorchakov—, Loris-Melikov puso en marcha el último intento reformista del reinado, que, en aquel momento, buscaba desesperadamente acercarse a una opinión pública cada vez más adversa al régimen. Pero ya era demasiado tarde. De la tensa situación del momento puede dar idea el hecho, que, apenas llegado a San Petersburgo (20 de febrero de 1880), el mismo Loris-Melikov fue objeto de un atentado terrorista, del que se salvó por puro milagro.

Loris-Melikov fue denominado «dictador de terciopelo» porque se propuso hacer uso del clásico puño de hierro enfundado en guante de terciopelo. Siguiendo una propuesta que había hecho meses atrás otro reformista, el ministro de la guerra Dmitrii Miliutin, Loris-Melikov intentó implicar en la elaboración de las leyes que afectasen a la nobleza campesina a los zemstva rurales, en los que estaba representado hasta el campesinado, y a las administraciones municipales. Incluso se llegó a hablar de convocar la gran Asamblea de la Tierra, el Zemski Sobor, que no se reunía desde finales del siglo XVII. LorisMelikov presentó al zar sus propuestas en abril de 1880, y en enero siguiente volvió a la carga con el proyecto de que todas las reformas que estaba planeando, en los ámbitos financiero y local, se sometiesen a un cuerpo consultivo en el que existirían delegados de esas instituciones. Escribe Heller que las propuestas de Loris-Melikov se parecían mucho al «liberalismo de salvaguardia» del liberal Boris Chicherin, que intentaba «conciliar los principios de libertad con los de un poder fuerte y el imperio de la ley», en una combinación inteligente de medidas liberales y poder fuerte.

Las medidas liberales permitirían a la sociedad una actividad autónoma, garantizando los derechos y la persona de los ciudadanos, preservando la libertad de pensamiento y de conciencia […]. El poder fuerte daría a los ciudadanos la certeza de que a los mandos del Estado se encontraba una mano firme, con la que se podía contar, pero igualmente una fuerza razonable que sabría defender los intereses de la sociedad contra la presión de las fuerzas de la anarquía y las estridencias de los partidos reaccionarios19.

Los planes reformistas de Loris-Melikov encontraron una enorme resistencia en el entorno inmediato del zar, empezando por su propio hijo y heredero, el futuro Alejandro III. Los inmovilistas argumentaban que no se pueden hacer reformas desde una situación de debilidad y que solo después de restaurar el orden y de acabar con los movimientos de oposición tendría sentido plantearse los cambios, ya que en otro caso la reforma se convertiría en revolución. Ni que decir tiene que para los conservadores esos argumentos no eran más que un pretexto para que no cambiase nada.

A pesar de sus resistencias iniciales, Alejandro II llegó casi a aceptar la idea de una Constitución, palabra y concepto tabú en el régimen zarista, cuya necesidad le ponderaba con insistencia Loris-Melikov. El 1 de marzo de 1881 Alejandro firmó el ukase en virtud del cual se creaba una comisión mixta formada por funcionarios y representantes de los zemstvos y de las ciudades que debía estudiar los nuevos proyectos de reforma. Cumplido este trámite, se dispuso a salir para la habitual revista dominical de las tropas, a pesar de que su esposa morganática, Yekaterina Dolgurokaia —con la que después de una apasionado romance, se había casado en 1880 cuando falleció la emperatriz, María de Hesse-Darmstadt—, le suplicó que no lo hiciera, temerosa por la caza al zar que habían emprendido los terroristas de Naródnaia Volia. Alejandro la tranquilizó porque, dijo, una gitana le había predicho que moriría en el séptimo atentado contra su vida, y todavía solo llevaba cinco. El zar se desplazaba, solo sobre su trineo, a lo largo de un canal de la capital petrina, cuando una bomba fue lanzada contra él, pero no le alcanzó. Inmediatamente Alejandro descendió del trineo para atender a los numerosos heridos que yacían a su alrededor y entonces explotó una segunda bomba que le hirió mortalmente. Trasladado al Palacio de Invierno, falleció una hora después.

LA DIPLOMACIA RUSA DESPUÉS DE LA GUERRA DE CRIMEA

Una nueva política exterior

Terminada la guerra de Crimea, Nesselrode abandonó su puesto al frente de la diplomacia rusa y fue sustituido, en abril de 1856, por Aleksandr Gorchakov, que había acumulado una amplia experiencia diplomática desde los días de Alejandro I y que, entre otros puestos en el extranjero, había sido embajador en Viena en los cruciales días de la guerra. El nuevo ministro de Exteriores publicó, algunos meses después, una circular (21 de agosto de 1856 del calendario juliano aplicado en Rusia, 2 de septiembre según el calendario gregoriano occidental) en la que se contenía su visión de la política exterior del Imperio y lo que podríamos llamar su programa de actuación en el ministerio. Sus ideas no eran demasiado originales, pues, en buena medida, provenían de una «Nota sobre las relaciones políticas de Rusia» que Nesselrode había redactado unos meses antes (febrero de 1856), cuando ya era un hecho la derrota en Crimea. El humillante fracaso bélico había supuesto un duro golpe para Rusia, que se veía marginada y desposeída de su papel de gran potencia, que se había ido ganando desde los tiempos de Pedro el Grande y que, desde la gran Catalina, era un hecho indiscutible del panorama internacional europeo.

Como otros muchos rusos, Gorchakov estimaba que había llegado el momento de dar un giro copernicano a la política exterior del Imperio, renunciando al activo intervencionismo de las últimas décadas e iniciando a una nueva etapa que él bautizó de «recogimiento». «La Russie ne boude pas. La Rusie se recueille», escribirá en la citada circular, en lengua francesa, según los usos diplomáticos del momento. Esta palabra, «recogimiento», se convirtió en el santo y seña de la nueva política exterior y, como escribe Heller, «traducía la voluntad de ocuparse, ante todo, de los asuntos interiores y recuperar fuerzas antes de volverse de nuevo hacia las cuestiones del exterior»20. Pero bajo esa apariencia de pasividad, Rusia no abandonaba del todo sus implícitos pero bien diseñados designios internacionales y, desde el primer momento, se lanzó a la búsqueda de aliados que le permitieran conseguir sus ambiciones inmediatas. Gorchakov expresaba muy claramente cuáles eran esos objetivos en la carta que escribió al nuevo embajador ruso en París, Kiselev, en la que le pedía que «buscase al hombre que le ayudase a anular las cláusulas del tratado de París relativas a la flota del mar Negro y a las fronteras de Besarabia». Esta meta suponía la revisión casi completa de cuanto se había convenido en aquel tratado, con el que se había puesto fin a la guerra de Crimea. La vieja cuestión de los estrechos, la gran obsesión de la diplomacia rusa, estaba en el fondo de aquella pretensión que, además, implicaba mantener el enfrentamiento con Gran Bretaña y, por tanto, la eliminaba de las lista de potenciales aliados. Los británicos, en efecto, eran los más interesados en mantener el statu quo al que se había llegado después de la guerra de Crimea, uno de cuyos aspectos más importantes era la prohibición de que Rusia mantuviese una flota en el mar Negro, lo que, de hecho, suponía que los barcos de guerra rusos no podían acceder al Mediterráneo. Esa hipotética alianza era aún más imposible si tenemos en cuenta que Rusia y Gran Bretaña estaban enfrentadas en el Gran Juego de Asia central, donde habían chocado sus intereses estratégicos y comerciales.

La diplomacia rusa consideró los estrechos, durante todo el siglo XIX, como un objetivo esencial de su política exterior, tanto por razones de seguridad nacional como comerciales. Por otra parte, la derrota militar no podía hacerle olvidar a Rusia su papel de «protector natural» de los súbditos eslavos y ortodoxos de la Sublime Puerta, a pesar de que, como subraya MacKenzie, «San Petersburgo veía a los Balcanes no como un fin en sí mismo, sino como un territorio-puente para llegar a Constantinopla y a los estrechos». Además, era bien sabido que Rusia tenía pocos intereses económicos directos en esa zona, lo que restaba fuerza a su política balcánica. Entre los diferentes pueblos eslavos de la zona, el principal apoyo de la política balcánica de Rusia había sido hasta entonces el principado de Serbia, a la que el tratado de Bucarest (1812) había reconocido una autonomía limitada, que tardó mucho en consolidarse, tanto por las continuas interferencias turcas como por la lucha a muerte entre las dos dinastías serbias, los Karageorgevich y los Obranovich. El tratado de París (1856) colocó la autonomía serbia bajo la garantía colectiva de las grandes potencias y restringió la soberanía otomana, prohibiendo la interferencia armada turca sin consentimiento de las potencias. La influencia rusa —junto con la de su aliada Francia— se consolidó cuando, en diciembre de 1858, abdicó el príncipe reinante, Alejandro Karageorgevich, que fue sustituido por Milos Obrenovich, que murió al cabo de veinte meses (septiembre de 1860). La diplomacia rusa, dirigida por Gorchakov, se volcó en ayuda del hijo de Milos, el occidentalizado Mihailo, y de su ministro de Exteriores Ilia Garasanin, autor del llamado «Gran Proyecto» (Nacertanje), que diseñaba una «Gran Serbia» basada en la unión de todos los serbios, esto es, de los de Serbia, propiamente dicha, con sus hermanos de Montenegro, Bosnia y Herzegovina. La importancia que Gorchakov atribuía a Serbia es patente en su correspondencia. Era evidente que Rusia quería hacer de Serbia la punta de lanza de su estrategia contra Turquía, siempre con los estrechos en el punto de mira.

Es en aquellos años cuando se produce la venta de Alaska a los Estados Unidos, que ha sido objeto de muchas especulaciones y sobre la que han circulado no pocas falsedades. Recientemente, un historiador ruso, Nikolai Nikolaevich Bolkhovitinov, ha analizado las diversas tesis en presencia y ha estudiado la no muy abundante documentación disponible. La decisión rusa estaba basada en una cierta concepción estratégica, en virtud de la cual se deseaba delimitar con precisión cuáles debían ser los objetivos de la expansión rusa. Pero en San Peterburgo predominaba la idea de no ir más allá, pues no se veía a Rusia como una potencia marítima en el Pacífico. Se explica así la falta de interés por Alaska, un extenso territorio que, de haberse conservado, habría dado a Rusia una impagable ventaja estratégica cuando, ochenta años después de su venta, el mundo quedó dividido en dos bloques enfrentados, encabezados precisamente por los Estados Unidos y Rusia. Posiblemente, pocos rusos habían leído a Tocqueville cuando en La democracia en América, refiriéndose a los «dos grandes pueblos […] los rusos y los angloamericanos» escribe su famosa «profecía»: «Su punto de partida es diferente, sus caminos son distintos. Si embargo, cada uno de ellos parece llamado por un designio secreto de la Providencia a tener un día en sus manos los destinos de la mitad del mundo».

Los ministros rusos de Exteriores y de Hacienda, Gorchakov y Reitern, perfilaron las cláusulas de un posible tratado con Estados Unidos, que comprendían el derecho de los rusos y de los demás habitantes de la colonia a permanecer en ella o regresar a Rusia, si así lo deseaban, el mantenimiento de sus derechos de propiedad y la libertad de practicar su culto religioso. Acordaron también que el precio de la venta «no sería menor de 5.000.000 de dólares». En marzo de 1867 el embajador ruso en Washington regresó a la capital americana y comunicó al secretario de Estado norteamericano, W. G. Seward, la buena disposición del gobierno ruso para negociar la venta del territorio ruso. Todo transcurrió después con una enorme rapidez, ya que Seward parecía tener una enorme prisa en concluir lo que ha quedado demostrado como uno de los mayores éxitos de la política exterior de toda la historia de los Estados Unidos. El 18 de marzo de 1867 el presidente Johnson le dio plenos poderes a Seward para negociar la compra y, como muestra de su buena disposición, elevó el precio que los americanos estaban dispuestos a pagar de 5 a 7 millones de dólares.

Opinión pública y política exterior. El auge de paneslavismo

Es evidente que, a pesar de la derrota en Crimea, Rusia no abandonó nunca del todo sus ambiciones respecto de los pueblos eslavos y ortodoxos de los Balcanes, a los que se sentía obligada a proteger e incluso a dirigir. Esta política balcánica estaba apoyada y estimulada por el movimiento paneslavista, muy fuerte en aquellos años tanto dentro como fuera del gobierno imperial.

En 1864, Ignatiev, un inquieto personaje de tendencias paneslavistas, fue designado embajador en Constantinopla. Desde ese puesto, en el mismo corazón del Imperio otomano que él deseaba dinamitar o, al menos, arrojar de Europa, prosiguió con renovado empeño su tarea encaminada a lograr el gran objetivo paneslavista de la liberación de los eslavos. El intrigante diplomático ruso, en completo acuerdo con el ministro de Exteriores serbio, Garasanin, proponía que una vez que los turcos hubieran sido derrotados, en la guerra con que soñaban los paneslavistas, se debía formar un Estado serbio-búlgaro, regido por Mihailo, el príncipe de Serbia. Esta Gran Serbia se anexionaría Bosnia, mientras que Herzegovina podría pasar a Montenegro. Pero los planes de guerra sufrieron un duro golpe cuando una misión militar rusa, enviada por el ministro Dmitri Miliutin, informó de la falta de preparación y de la mala organización del ejército serbio.

Pero si los paneslavistas, incluidos los que, como Ignatiev, formaban parte del aparato político y diplomático, proseguían sus empeños «liberadores» en los principados balcánicos, la posición oficial de San Petersburgo prefería una política de prudencia, que se orientaba al mantenimiento del statu quo y se oponía a estimular imprudentemente las aspiraciones nacionalistas de los eslavos ortodoxos sometidos a los imperios otomano y austro-húngaro. Gorchakov no había olvidado el propósito fundamental de recuperar para Rusia su posición de gran potencia, lo que suponía, como sabemos, la eliminación de las cláusulas impuestas por el tratado de París que impedían su actividad militar en el mar Negro. El ministro ruso, aprovechando la gran conmoción que se produjo en Europa con motivo de la guerra franco-prusiana en 1870, anunció a las grandes potencias que Rusia no se consideraba ya obligada por las cláusulas del tratado de París que la prohibían construir una flota en el mar Negro. El anuncio, en forma de circular diplomática, se produjo el 19 de octubre de 1870 (31 según la datación occidental) cuando era ya evidente la derrota de Napoleón III, aunque la guerra aún no había terminado.

El paso dado por la diplomacia rusa no fue aceptado sin resistencia por las potencias y provocó una crisis internacional. Fueron especialmente notables las objeciones formales de Austria y Gran Bretaña, para quienes una acción unilateral no podía alterar los acuerdos tomados en un tratado firmado por las grandes potencias. Bismarck aconsejó a Gorchakov que la decisión unilateral rusa fuera ratificada por una conferencia internacional y en enero de 1871 se reunieron en Londres representantes de Rusia, Prusia, AustriaHungría, Francia, Gran Bretaña, Italia y la Sublime Puerta. Allí se firmó la Convención de Londres (1/13 de marzo), en virtud de la cual se permitía a Rusia la construcción de una flota de guerra en el mar Negro, que de este modo era «desneutralizado». El éxito diplomático de Gorchakov devolvía a Rusia su papel histórico en el concierto europeo, la permitía recuperar su dignidad, aunque lo cierto es que hasta 1883 no volvieron a aparecer barcos rusos en las aguas del mar Negro. Se recuperaba el fuero, aunque no se hizo uso de él, por razones evidentemente de carácter financiero.

Los recelos rusos ante Alemania, la nueva potencia germánica que acababa de unificarse, no impidieron que en 1873 (mayo-junio) se formase la llamada Liga de los Tres Emperadores (Dreikaiserbund), formada por Alemania, Rusia y Austria-Hungría, que se proponía mantener la estabilidad en Europa central y el aislamiento de Francia, derrotada poco antes frente a la nueva Alemania imperial. En la no descartable hipótesis de una nueva guerra con Francia, el canciller alemán quería tener las espaldas cubiertas, y eso significaba que había que mantener buenas relaciones con San Petersburgo. Se explica así la sorprendente creación de la Liga de los Tres Emperadores, en cuyo seno y bajo el arbitraje de Bismarck, convivían dos potencias, Rusia y AustriaHungría, enfrentadas, tanto por sus históricos desencuentros como por sus contrapuestas ambiciones sobre los Balcanes.

La tercera crisis de Oriente y la guerra ruso-turca de 1877-1878

En el mes de julio de 1875, los campesinos eslavos de Herzegovina se levantaron una vez más contra los otomanos y poco después les siguieron los de Bosnia. La insurrección tenía un carácter puramente social y, en un principio, era ajena a todo planteamiento nacionalista. Castellan estima que se trató de «una jacquerie ajena a la idea nacional», pero cuando, poco después, se sumaron a la revuelta los cristianos ortodoxos que vivían en las ciudades, el levantamiento adquirió un carácter político21. Mientras que las cancillerías europeas sospechaban que detrás de la insurrección podía estar Rusia, Gorchakov, por su parte, llegó a pensar que era Alemania quien instigaba a los rebeldes.

Haciendo realidad sus planes bélicos, en julio de 1876 Serbia y Montenegro invadieron territorio otomano en medio del entusiasmo de los paneslavistas, que llegó a su momento culminante cuando se conoció la victoria de Sumatovac. Rusia siguió en su ambigüedad, pues, a pesar de la posición oficial, el gobierno no tomó ninguna medida eficaz para impedir el envío de voluntarios rusos así como de ayuda financiera para la guerra contra los turcos. Roto por los serbios un armisticio impuesto por las grandes potencias, la guerra se reanudó con una notable recuperación de los turcos, que se lanzaron imparables hacia Belgrado. Rusia, en ayuda de los «hermanos eslavos», envió un ultimátum a la Puerta, que condujo a un nuevo armisticio, que evitó la destrucción de Serbia pero que dejó sin resolver la cuestión de Bosnia-Herzegovina.

Alejandro II, que hasta entonces había supeditado la política balcánica a sus buenas relaciones con las grandes potencias, cambió sus prioridades y decidió que no se podía tolerar la situación humillante a la que estaban sometidos los eslavos ortodoxos, víctimas de la opresión otomana. En suma, Rusia abandonaba su prudente política anterior y se mostraba decidida a la guerra. Las lecciones de la guerra de Crimea, cuando Rusia se enfrentó a una coalición formada para defender a Turquía, quedaban muy atrás y a su diplomacia solo le quedaba disponer las cosas de modo que su intervención contra Turquía no pusiera a toda Europa en su contra. Alejandro II y Gorchakov estaban decididos a evitar el error de Crimea y para ello debían evitar que Rusia quedara aislada y se lanzaron a una frenética actividad diplomática en la que Ignatiev desempeñó un papel destacado. Pero si, ciertamente, los rusos no lograron un apoyo claro y decisivo para sus planes bélicos contra Turquía, sí obtuvieron garantías suficientes de que las grandes potencias se mantendrían al margen.

Asegurada la neutralidad austriaca, el 12/24 de abril de 1877 el zar declaró la guerra a la Sublime Puerta, que se inició con un imparable avance de los rusos que hizo pensar a Europa entera que en unas pocas semanas ocuparían Constantinopla. Los británicos trataron de frenar lo que parecía una rápida y aplastante victoria y negociaron activamente con los rusos, especialmente con el embajador del zar en Londres, Shuvalov, diplomático profesional que no compartía en absoluto los planes y entusiasmos de los paneslavistas. Tanto Shuvalov como su colega de Viena, Novikov, advirtieron a San Petersburgo de que, para evitar complicaciones con Gran Bretaña, era conveniente acordar la paz con los turcos tan pronto como los rusos alcanzaran la cordillera Balcánica. Claramente, Gran Bretaña solo se comprometía a mantener la prometida neutralidad si Rusia no ocupaba ni Constantinopla ni los estrechos. Olvidada la prudencia inicial, el general en jefe ruso, el gran duque Nikolai Nikolaevich, tan pronto como cruzó el Danubio, a finales de junio, pidió a Serbia que se declarase independiente y se sumase a las hostilidades contra Turquía. También se pedían refuerzos a rumanos y griegos.

Este giro de la diplomacia rusa, que olvidaba tan pronto sus promesas, suponía un desafío a Gran Bretaña que no podía quedar sin respuesta. En julio, el secretario británico del Foreign Office, Derby, advertía a los rusos que no contaran con la neutralidad británica si se producía la ocupación de Constantinopla, aunque fuera temporal y derivada de las exigencias militares. Simultáneamente, la flota de Su Majestad Británica fondeaba en la bahía de Besika, muy cerca del estrecho de los Dardanelos. Pero la diplomacia británica estaba dividida y eso la tornaba indecisa.

La ofensiva rusa, sin embargo, perdió repentinamente fuelle y se estrelló ante la fortaleza de Plevna, en la ruta hacia Sofía, defendida por Osmán Pachá, que entre julio y diciembre clavó en sus posiciones a las tropas rusas. El sitio les costó a los rusos la vida de 35.000 de sus soldados, a los que habría que añadir la vida de unos 5.000 rumanos. El parón de los rusos ante Plevna y la resistencia de la guarnición turca encerrada en la fortaleza cambió muchas cosas, no solo porque a los rusos se les agotó el impulso inicial, sino porque la propia opinión pública de los países occidentales giró un tanto espectacularmente, pasando de condenar sin paliativos a los turcos a considerarlos unos héroes. Por todo eso Taylor escribe que

[…] Plevna es uno de los pocos enfrentamientos que cambió el curso de la historia. Es difícil vislumbrar cómo podría haber sobrevivido el Imperio otomano en Europa, incluso en forma reducida, si los rusos hubieran alcanzado Constantinopla en julio; probablemente se habría hundido también en Asia. Plevna no solo dio al Imperio otomano otros cuarenta años de vida. En la segunda mitad del siglo XX los turcos conservaban aún los estrechos y Rusia seguía estando «prisionera» en el mar Negro; y todo esto fue obra de Osmán Pachá, el defensor de Plevna22.

Pero, finalmente, Plevna cayó y los rusos, especialmente los paneslavistas, recuperaron el entusiasmo de los primeros días. Con la presencia, al lado de las tropas rusas, de contingentes rumanos, búlgaros y montenegrinos, «la guerra ruso-turca —escribe MacKenzie— asumió finalmente tanto el aspecto de una guerra de la Ortodoxia contra el islam como el de una guerra eslava de liberación nacional contra la Puerta»23. Alejandro II y el propio ministro de la Guerra, Miliutin, se opusieron a la ocupación de los estrechos por miedo a una guerra con Gran Bretaña y Austria-Hungría, prohibiendo la ocupación de Gallipoli y Contantinopla, que estaban ya solo a dos días de marcha.

Tras un armisticio, que fue firmado en Andrinópolis el 31 de enero de 1878, se iniciaron las negociaciones del tratado que pusiera fin a las hostilidades y que se desarrollaron en San Stéfano, pequeña estación balnearia sobre el mar de Mármara, muy cerca de la capital del derrotado Imperio otomano, cuyo nombre actual es Yelsikov, el aeropuerto de Estambul. El principal negociador ruso fue el conde Ignatiev, que presentó al zar un programa máximo que contemplaba la plena independencia de una Gran Bulgaria, el control ruso de los estrechos y amplias ganancias territoriales para Serbia, Montenegro y Grecia. El zar rechazó estos objetivos máximos y se conformó con el programa mínimo, que también le presentó Ignatiev y que reducía mucho las aspiraciones territoriales de los principados eslavos ortodoxos. Rusia solo aspiraba a recuperar Besarabia y a obtener la creación de una «Gran Bulgaria», y esos objetivos no parecían difíciles de conseguir de los derrotados turcos. Gorchakov, que compartía la inclinación de Ignatiev por Bulgaria, y que estimaba que este país debía sustituir a Serbia como principal peón ruso en la zona, dio instrucciones al conde diplomático para que «se defendiese con terquedad cuanto hacía referencia a Bulgaria y acelerase las negociaciones de paz para poner a las grandes potencias ante el mayor número posible de faits accomplis». Ignatiev se quejaba de que los errores militares de los rusos y la débil diplomacia de San Petersburgo reducían su capacidad de obtener las máximas ganancias territoriales para los principados ortodoxos.

El tratado de San Stéfano se firmó el 3 de marzo de 1878 y su principal artífice, el conde Ignatiev, vivió su hora de máxima gloria. El tratado fue presentado como una resonante victoria diplomática rusa, aunque lo cierto es que si bien Bulgaria y Montenegro salían muy beneficiados, Rusia y los otros principados aliados obtenían magras ganancias. Pero lo cierto es que el texto alarmó a toda Europa y las grandes potencias se dispusieron inmediatamente a rectificar sus cláusulas, por lo que el aparente éxito no fue más que flor de un día. Se trataba, además, de un cambio geopolítico de tal entidad que difícilmente podía ser aceptado por las grandes potencias.

El congreso de Berlín

Alejandro II percibió claramente que insistir en el mantenimiento del tratado de San Stéfano provocaría inevitablemente una guerra y aceptó que todas sus cláusulas fueran discutidas y revisadas en un congreso general de las potencias. Los paneslavistas se opusieron al congreso, que, en su opinión, no podía tener otra consecuencia que la humillación de Rusia. Pero la diplomacia rusa no veía otra salida al atolladero en que les habían metido las ensoñaciones de Ignatiev. El viejo Gorchakov, que sería el jefe de la delegación rusa en el congreso, reconoció la situación con realismo. Por eso afirmó solemnemente: «Rusia entrega aquí sus laureles y espera que el congreso los convierta en ramas de olivo». Bismarck, que estaba en la cumbre de su poder y de su influencia en Europa, asumió como propia, aunque con no pocas reticencias, la iniciativa de lograr un arreglo general que garantizase la estabilidad de Europa, que era su principal preocupación. Fue así como se convirtió en el «refractario anfitrión del congreso de Berlín», que se reunió entre el 13 de junio y el 13 de julio de 187824. Solo tenían condición de miembros de pleno derecho las grandes potencias, incluida Francia, que se reintegraba así al concierto europeo después de la crisis de 1870-1875, pero los Estados balcánicos enviaron representantes para hacer oír sus pretensiones. De hecho, a Berlín se llegó con una buena parte de la tarea ya resuelta, gracias a previos acuerdos anglorusos.

El congreso de Berlín ratificó un previo acuerdo anglo-ruso sobre la partición de la Gran Bulgaria en tres territorios diferenciados: el principado autónomo situado al norte de los Balcanes; la semiautónoma provincia de Rumelia oriental y lo que actualmente denominamos Macedonia. Los tres territorios, diferenciados por sus distintos estatutos, seguían formando parte oficialmente del Imperio otomano y se reconocían bajo su soberanía, aunque todo ello no dejaba de ser una ficción, especialmente por lo que hacía al nuevo principado de Bulgaria. Asimismo, se concedió a Austria-Hungría la ocupación de Bosnia-Herzegovina y de Novi Pazar, la franja entre Bosnia y Montenegro. Andrassy, ministro austro-húngaro de Exteriores rechazó el ofrecimiento de anexionarse ambos territorios, porque deseaba mantener la ficción de que no se trataba de ninguna partición del Imperio otomano. Rusia obtuvo la devolución de Besarabia y, además, la zona de Batum, en la costa oriental del mar Negro. Serbia, Rumanía y, por supuesto, Bulgaria, obtenían la independencia de facto. Los griegos no lograron que se escucharan en Berlín sus pretensiones, que comprendían Tesalia, Tracia y Creta. Nada se acordó tampoco respecto Albania, ya que, como dijo Bismarck: «No hay una nacionalidad albanesa».

LA CONSOLIDACIÓN DE LA EXPANSIÓN EN ASIA Y EXTREMO ORIENTE

La derrota rusa en la guerra de Crimea estimuló la anglofobia de muchos oficiales y diplomáticos rusos, decididos más que nunca a enfrentarse con los británicos en Asia. Se trataba de seguir desarrollando el Gran Juego, del que esperaban obtener las bazas que no habían logrado en Oriente Medio y los Balcanes. Nicolás I había dicho que «allí donde la bandera imperial ha ondeado, ya nunca debe arriarse». Y la nueva generación de anglófobos, paralela de la generación de rusófobos que existía en Gran Bretaña, miraba con ansias expansivas y hasta con un cierto sentido misional hacia los ilimitados espacios de Asia. Apenas terminada la guerra de Crimea, un joven oficial y diplomático ruso, el conde Nikolai Ignatiev —del que nos hemos ocupado ya en apartados anteriores—, que en 1858 tenía solo veintiséis años, logró convencer al zar Alejandro II de que había que aprovechar la debilidad británica, subsecuente al gran motín que había estallado en India, para adelantarse y tomar posiciones en la disputada Asia central. Su anterior destino había sido el de agregado militar en la embajada de Rusia en Londres, donde había adquirido un buen conocimiento del mundo británico y había acumulado muchas informaciones valiosas sobre la propia Gran Bretaña y sus posesiones e intereses en Asia. Se explica así que en 1858 el zar le encomendara una misión secreta en Asia central que tenía como objetivo estudiar el grado de penetración política y comercial de Gran Bretaña en la zona, procurando socavar cualquier posición de influencia que la potencia rival hubiera podido lograr en los khanatos de Khiva y Bukhara. Por supuesto, también debía estudiar las capacidades militares de aquellos khanatos y profundizar en el conocimiento geográfico de la zona en cuestiones tan esenciales como la navegabilidad del Oxus y en las rutas hacia la India, a través de Persia y Afganistán.

Apenas había regresado de Asia central, el zar encargó a Ignatiev una nueva misión, aún más difícil y arriesgada, en el Extremo Oriente. Su misión consistía en lograr que los manchúes reconocieran formalmente la cesión de los territorios de Extremo Oriente conquistados por Muraviev. Tan pronto como llegó a la capital china, acosada por las tropas anglo-francesas, Ignatiev inició un hábil doble juego, bajo el disfraz de mediador entre chinos y occidentales, sin haber recibido, por supuesto, ningún encargo en este sentido. Aunque constató inmediatamente que la ratificación de los tratados seguía siendo imposible, se propuso no marcharse con las manos vacías. Cuando en noviembre de 1860 abandonaron territorio chino las tropas anglo-francesas, poco habituadas a las duras condiciones del invierno del norte de China, Ignatiev hizo creer a los manchúes que habían sido sus gestiones las que habían logrado tal resultado y se presentó como salvador de la dinastía manchú. Pocos días después, el joven diplomático, que tenía solo veintisiete años, consiguió firmar con los manchúes —en el más absoluto secreto y sin que los anglo-franceses sospecharan nada— el tratado de Pekín, por el que el Imperio ruso se anexionaba por completo, abandonando la ficción del dominio conjunto, un enorme territorio, cuya extensión igualaba a las de Francia y Alemania conjuntamente. Asimismo se permitía que los rusos abrieran consulados en Kashgar, en el Turkestán oriental, en lo que hoy es la provincia china de Xinjiang y en Urga, actualmente Ulan-Bator, capital de Mongolia. Se establecían, además, los procedimientos de comunicación entre las autoridades fronterizas de ambos lados sobre la base de una «perfecta igualdad» y se concedía a los mercaderes rusos una «protección especial» y un estatus extraterritorial. La apertura de los consulados significaba que los rusos adquirían el derecho de acceso exclusivo a aquellos nuevos mercados. El éxito de estas gestiones, que se había logrado, en buena medida, burlando a los británicos, tan interesados como los rusos en aquellos mercados, compensaba de algún modo la todavía reciente derrota de Crimea y confirmaba las posibilidades de la expansión de Rusia en Asia oriental25.

Los anglófobos no cejaban en su empeño y, con Ignatiev al frente, insistían en la debilidad de la gran potencia británica después de tantas guerras como las que habían reñido con la propia Rusia, con Afganistán, con Persia y con China, además de los esfuerzos desplegados para aplastar la rebelión de India. Su punto de vista era que Gran Bretaña estaba entrando en «una fase pasiva» y que, por tanto, se podía tener la seguridad de que no estaba en condiciones de buscar nuevos conflictos. Pero, como señala Hopkirk, lo que decidió al zar a plantearse un plan de expansión en Asia central, en la línea de lo que había sugerido Ignatiev, fue un acontecimiento tan alejado de Rusia como la Guerra de Secesión de los Estados Unidos. El bloqueo que mantenían los Estados del Norte sobre la Confederación sureña, tradicionales suministradores de algodón a Rusia y otros Estados europeos, obligó a buscar otras fuentes de provisión de esta esencial materia prima para la industria textil. Los informes que se tenían en San Petersburgo sobre Asia central, especialmente sobre el fértil valle de Ferghana, coincidían en admitir que se trataba de una región muy propicia para este cultivo. Frente a los que proponían establecer un sistema de alianzas con los khanatos allí existentes, Ignatiev aseguraba que se trataba de gobernantes carentes de toda capacidad de mantener cualquier acuerdo y proponía la conquista pura y simple.

Como primera providencia, en el verano de 1864 los rusos decidieron cerrar la brecha de más de mil kilómetros que rompía la línea de fortalezas rusas establecidas desde años atrás en la estepa y que cercaban al khanato de Kokand. Para realizar este primer objetivo los coroneles Cherniaev y Verevkin se apoderaron de una serie de fuertes y de pequeñas ciudades situados en la parte norte del khanato. En contra de los temores de los rusos, los ingleses no movieron ni un solo dedo, aun cuando el khan se apresuró a pedirles ayuda. Animados por el éxito y por la falta de reacción, Cherniaev, excediéndose de las órdenes recibidas, intentó tomar Tashkent en octubre de 1864, y aunque inicialmente no lo logró, tuvo más suerte nueve meses después.

El zar calificó la acción como «un glorioso hecho» y condecoró a Cherniaev —que se autodesignó gobernador militar de Tashkent— con la Cruz de Santa Ana. Pero su actuación impulsiva no gustó en los medios oficiales y en San Petersburgo prefirieron retirarle, algún tiempo después, de aquel puesto avanzado donde podía ocasionar no pocos problemas. Como era de prever, los británicos protestaron, pero los rusos contestaron que se trataba de «necesidades militares». Miliutin fue un poco más allá y escribió: «No es necesario que solicitemos el perdón de los ministros de la Corona inglesa por cada avance que llevemos a cabo. Ellos no se molestan en consultarnos cuando conquistan reinos enteros y ocupan ciudades e islas extranjeras, ni les pedimos que justifiquen lo que hacen». En un momento en que los británicos acababan de apoderarse del Sind y del Punjab, por referirnos solo a territorios próximos a Asia central, no podía tener más razón el ministro ruso.

Esta campaña rusa en Asia central, la primera de una prolongada expansión que había de durar veinte años, suscitó de nuevo los temores de los sectores más moderados de la Corte de San Petersburgo, a los que, como a Gorchakov, les preocupaba enormemente la reacción de las grandes potencias. A ese estado de ánimo obedeció el memorándum de diciembre de 1864, elaborado por el propio Gorchakov, que fue enviado a todos los gobiernos extranjeros, en el que se afirmaba que la posición de Rusia en Asia central era «la misma que la de cualquier otro Estado civilizado que entra en contacto con pueblos semi-bárbaros nómadas carentes de cualquier organización social estable». En tales casos, se continuaba, un Estado civilizado tiene que elegir entre «condenar a sus fronteras a perturbaciones sin fin… o avanzar cada vez más lejos y más adelante». Al elegir esta última opción, Rusia estaba motivada, según Gorchakov, por una necesidad extrema, mucho más que por ambición, y lo hacía respondiendo a sus propias circunstancias de la misma manera que los americanos avanzaban hacia el Oeste de acuerdo con sus intereses y necesidades, los franceses lo hacían en África, los holandeses en el sureste de Asia y los británicos en India.

Dos años después de la conquista de Tashkent, en julio de 1867, cuando ya el revuelo inicial se había calmado, se creó el Gobierno-General de Turkestán, lo que implicaba la creación de una nueva provincia permanente dentro del Imperio. Estaba claro que los rusos habían llegado para quedarse. Además, Tashkent se convertía en el centro de la acción rusa en la zona, de modo que Omsk y Orenburg dejaban de ser los puntos desde los que se gobernaban los territorios asiáticos y las bases militares desde las que partían las operaciones.

Tras la conquista de Tashkent, el khan de Kokand firmó un tratado con los rusos que aseguró la retaguardia del gobernador general ruso Konstantin Petrovich Kaufman, y le permitió concentrar sus esfuerzos contra Bukhara, a la espera de cualquier movimiento en falso del khan. Ese movimiento se produjo cuando en abril de 1868 Kaufman supo que en Bukhara se estaba produciendo una gran concentración de tropas con el propósito de expulsar a los rusos del Turkestán. Kaufman formó un contingente de 3.500 hombres y se dirigió contra Samarcanda, la legendaria ciudad que formaba parte del khanato de Bukhara, que se rindió el 2 de mayo, antes de que los rusos la asaltaran. El emir de Bukhara conservó su trono, pero se vio forzado a aceptar los términos de rendición impuestos por Kaufman y el khanato quedó reducido a la condición de mero protectorado ruso.

Sometidos Kokand y Bukhara, solo el khanato de Khiva, al abrigo de invasiones por los desiertos que lo rodeaban, a pesar de estar situado más al oeste, continuó desafiando al poder del zar. El inaccesible khanato quedaba muy lejos de los centros de operaciones rusos y, para llegar a él, era preciso establecer una ruta directa desde la Rusia europea, que de momento no existía. Para facilitar esa difícil comunicación, en el invierno de 1869, dieciocho meses después de la toma de Bukhara, se envió un pequeño contingente que embarcó en Petrovsk, en la costa occidental del Caspio y unos días después arribaba a la desolada costa oriental, en lo que hoy es Krasnovodsk. Este nuevo movimiento ruso, aunque se llevó a cabo con el mayor secreto, llegó a conocimiento de los servicios de inteligencia británicos, que empezaron a inquietarse. Los dos ministros de Exteriores, Gorchakov y lord Clarendon, se reunieron en Heidelberg y el británico preguntó al ruso si las conquistas rusas en Asia se debían a órdenes directas del zar o, como se había propalado tras la conquista de Tashkent, a extralimitaciones de los generales rusos destacados en la zona. Gorchakov prefirió responsabilizar a los militares y volvió a asegurar a su colega que su gobierno no pensaba avanzar más allá de sus presentes posiciones, al tiempo que reiteraba que Rusia no mantenía ningún plan respecto de India. Lord Clarendon no se decidió a proponer ningún reparto de zonas de influencia, pero sí planteó la creación de una zona neutral entre los dos imperios. Gorchakov contestó que Afganistán podría cumplir ese papel, ya que era un país que, según ambos ministros, no interesaba en absoluto a ninguna de las dos potencias. Las negociaciones continuaron en las dos capitales, Londres y San Petersburgo, pero apenas si avanzaron porque tropezaron con un obstáculo cartográfico, ya que se ignoraba casi todo de aquellos parajes casi inexplorados y, en concreto, no se sabía exactamente dónde estaba la frontera norte de Afganistán, especialmente en la región del Pamir, que era la más conflictiva potencialmente porque allí los puestos avanzados rusos y británicos estaban muy próximos.

Estos cambios territoriales en Asia central se habían producido, evidentemente, en beneficio de Rusia, que cada vez de un modo más patente se configuraba como la potencia decisiva en la zona. Inevitablemente, la nueva situación estratégica influyó también en las relaciones ruso-chinas, que desde la firma del tratado de Pekín (1860) habían pasado por un período de enfriamiento, a causa, sobre todo, de la rebelión de las poblaciones musulmanes que habitaban en lo que hoy se denomina Xinjiang, llamada entonces Kashgaria. Cuando todavía no había terminado la revuelta, Rusia y China decidieron complementar el tratado de Pekín con otro tratado de delimitación de fronteras.

Alejandro II había decidido ya lanzar una expedición que conquistase Khiva, el único khanato que se resistía todavía al poder imperial ruso. Antes incluso de que se pusiera en marcha la proyectada expedición, los servicios británicos se enteraron de los planes rusos hacia Khiva, pero se limitaron a pedir garantías de que no se llevarían a cabo nuevas conquistas en Asia central, una petición que fue atendida sin mayor problema por San Petersburgo. Los rusos, que no habían olvidado los dos desastrosos intentos de conquistar Khiva, en 1717 y en 1839, que acabaron para ellos en catástrofe, prepararon esta vez con sumo cuidado la campaña. Al mando del propio Kaufman una fuerza de 13.000 hombres avanzó hacia Khiva desde tres direcciones distintas, Tashkent, Orenburg y Krasnovodsk. El khan se dio cuenta enseguida de que cualquier intento de resistir sería inútil y, con la vana esperanza de calmar a los invasores, liberó a 21 esclavos rusos, lo que, evidentemente, no produjo ningún resultado. A finales de mayo de 1873, agotadas sus maniobras dilatorias, el khan huyó y Kaufman entró victorioso en la ciudad. Desde el punto de vista estratégico, Rusia se aseguraba el control de la orilla oriental del mar Caspio y de la navegación del Oxus, el actual Amu Darya, y cerró la última brecha en la frontera sur del Turkestán ruso. Herat, en el oeste de Afganistán, considerada históricamente la puerta de entrada en India, quedaba solo a poco más de 800 kilómetros.

Para completar su expansión en Asia central, a los rusos les faltaba ocupar Turkmenistán. Los turcomanos o turkmenos habitan un extenso territorio desértico de algo menos de medio millón de kilómetros cuadrados situado entre el mar Caspio al oeste, Persia y Afganistán al sur, y los actuales Kazajastán y Uzbekistán al norte. Tradicionalmente, los turcomanos eran conocidos desde muchos siglos atrás por su condición de mercenarios (Saladino contó con muchos de ellos en sus ejércitos) y los rusos los habían padecido secularmente como asaltantes de caravanas, que robaban las mercancías y asesinaban o esclavizaban a los viajeros. Nunca habían llegado a constituir una entidad política similar a las vecinas que fuera más allá de la tribu nómada. Desde el siglo XVII los rusos se habían aventurado en la zona con poco éxito. La fundación de Krasnovodsk (actualmente Balkhan) en la orilla oriental del mar Caspio en 1869, a la que ya hemos aludido, supone la primera base rusa en Turkmenistán. En 1874 se creó el distrito militar Transcaspiano, y desde entonces son evidentes los deseos rusos de consolidar su presencia en la zona. En 1879 los rusos decidieron atacar la fortaleza turcomana de Geok-Tepe, en el borde sur del temible desierto Karakum, que es necesario atravesar para llegar a Khiva. La fortaleza turcomana estaba estratégicamente situada, porque se halla a mitad de camino entre el Caspio y la ciudad-oasis de Merv (actualmente Mary). En los planes rusos ya figuraba el proyecto de construir un ferrocarril que desde Krasnovodsk, por Geok-Tepe y Merv, llegase a Bukhara, Samarcanda y Tashkent. Pero los rusos no contaban con la feroz resistencia turcomana, que les obligó a retirarse hacia Krasnovodsk. Aquello fue, según Hopkirk, «la peor derrota que habían sufrido [los rusos] en Asia central desde la malhadada expedición a Khiva de 1717, [que] representó un golpe devastador para el prestigio militar ruso». Los rusos no se resignaron a su derrota y desde finales de 1880 comenzaron los preparativos para una nueva expedición contra los turcomanos, a cuyo frente se puso al general Mikhail Skobelev, que se había distinguido en la reciente guerra contra Turquía y que nuevamente se dirigió contra Geok-Tepe, con el patente designio de vengar la derrota del año anterior. La resistencia turcomana fue feroz, pero la artillería de Skobelev y un túnel que los zapadores rusos excavaron bajo las murallas permitieron el asalto de la fortaleza, que cayó en manos rusas el 24 de enero de 1881. La represión de los rusos alcanzó niveles de inaudita crueldad, ya que el propio Skobelev confesaba sin ningún rubor: «Mantengo el principio de que la duración de la paz está en proporción directa con la carnicería que inflijas al enemigo. Cuanto más duramente les golpees, más tiempo permanecerán tranquilos»26.

Entretanto, había continuado la penetración rusa en Extremo Oriente y se continuaban las difíciles relaciones comerciales con los japoneses, iniciadas por Putiatin a finales del reinado de Nicolás I. Estos primeros contactos de los japoneses con las potencias extranjeras coincidieron con un período crítico de la política interior japonesa. El shogunado del gobierno Tokugawa presentaba signos inequívocos de decadencia y la elite militar expresaba abiertamente su descontento por la política de cesiones ante las arrogantes potencias extranjeras, que no vacilaban en amenazar con la fuerza. Ante el enfrentamiento entre japoneses y occidentales, los rusos decidieron actuar por su cuenta sin unirse a las otras potencias extranjeras y dispuestos a hacer su propio juego. Pero Rusia tenía enormes dificultades para consolidar su posición de actor principal en la zona. Carecía tanto de una flota mercante como de una fuerza naval suficientes y en sus desolados territorios de la costa oriental siberiana no existían ni infraestructuras ni una mínima estructura económica que respaldase sus ambiciones comerciales y territoriales. Los establecimientos rusos eran escasos y estaban separados por enormes distancias y con grandes problemas de comunicación. La fundación de Vladivostok en 1860 pareció abrir perspectivas esperanzadoras, que muy pronto se mostraron insuficientes.

En 1847, Nicolás I designó a un joven general, Nikolai Muravev, que tenía treinta y nueve años, gobernador general en Siberia Oriental, con residencia en Irkutsk, junto al lago Baikal, un acto que Le Donne considera «un acontecimiento decisivo en la historia de la política fronteriza de Rusia». Se inicia entonces la consolidación de la presencia rusa en aquellos remotos territorios en los que hasta entonces les había resultado muy difícil instalarse, sobre todo por el acoso continuo de los chinos manchúes, que no estaban dispuestos a consentir que los rusos penetraran y se quedaran en el valle del Amur. Pero la llegada de Muravev coincidió con la decadencia manchú, lo que, evidentemente, facilitó sus planes. Desde tiempo atrás, los rusos se habían planteado la posibilidad de establecer un puerto en la desembocadura del Amur, pues ni Okhotsk, en la costa continental, ni Petropavlosk, en la península de Kamchatka, tenían condiciones adecuadas para establecer lo que ellos querían que fuese el gran puerto ruso en el Pacífico. El lugar adecuado parecía la desembocadura del Amur, que acortaba las distancias hacia las Kuriles y el archipiélago Nipón. En febrero de 1851, Muravev comunicó al Li-Fan Yuan, el departamento chino encargado de las relaciones con los extranjeros, que como el Amur delimitaba la frontera ruso-china en su curso alto, todo el río debía considerarse posesión común de ambas potencias, de modo que a ninguna otra podía permitirse la navegación o el establecimiento en su desembocadura. La aparición de balleneros norteamericanos en el estrecho Tatar —el que separa Sakhalin del continente— y el descubrimiento de yacimientos de carbón en la misma gran isla aumentaron el interés estratégico de aquellas aguas, lo que impulsó a Muravev a construir más fuertes en la costa sobre el estrecho. Esta tarea de construir defensas en la zona se intensificó aún más cuando estalló la guerra de Crimea, ante el fundado temor de un ataque anglo-francés, que efectivamente se produjo, aunque sin resultados, en agosto de 1854, contra Petropavlosk, en la península de Kamchatka.

El factor clave en toda la zona era Japón, que había mantenido un aislamiento durante más de dos siglos, pero en el que se había abierto un debate acerca del mantenimiento de la llamada política de exclusión. En marzo de 1852 el Congreso de los Estados Unidos ordenó el envío a Japón de una expedición al mando del comodoro Perry y, solo un mes después, un comité especial recomendó en San Petersburgo el envío de una expedición a China y Japón. En octubre de 1852 partió de Kronstadt la fragata Pallada al mando de Putiatin, que, doblando el cabo de Buena Esperanza, llegó a Nagasaki en agosto de 1853. Un mes antes Perry había recalado en la bahía de Edo, como se llamaba entonces Tokio. Putiatin había recibido instrucciones de negociar con los japoneses la fijación de fronteras en las Kuriles y Sakhalin y conseguir la apertura de algunos puertos nipones al comercio ruso. Aunque las negociaciones con los japoneses empezaron en enero de 1854, a Putiatin no se le permitió trasladarse a Edo, donde debían tomarse las decisiones, por lo que no se logró ningún avance. Como el invierno hacía imposible la navegación por el mar de Okhotsk, Putiatin navegó hasta las Filipinas, y cuando regresó a Nagasaki en octubre de aquel año 1854 se enteró de que Perry había logrado en marzo la apertura al comercio norteamericano de dos puertos, Shimoda y Hakodate. Se trasladó inmediatamente a Shimoda y logró firmar un tratado (tratado de Shimoda) en febrero de 1855 —el primer tratado ruso-japonés— en virtud del cual se abrían al comercio ruso los puertos de Shimoda, Nagasaki y Hakodate, se permitía a los rusos comprar provisiones y carbón y se obtenían para Rusia los mismos privilegios que se concediesen a otras potencias. Asimismo se establecía la división del archipiélago de las Kuriles, fijándose la frontera en el estrecho Friza, lo que suponía que las dos islas más meridionales del archipiélago, Iturup y Kunashir, quedaban bajo soberanía nipona, mientras que Urup y todas las otras pequeñas islas más al norte pertenecerían a Rusia. El tratado de Shimoda evitó abordar la cuestión de Sakhalin, pero era evidente que la ocupación de la bahía Aniwa solo podía ser considerada por los nipones un acto de agresión e incluso parte de «un plan militar de acción contra el Japón», ya que la anexión de la bahía y de la isla por parte de los rusos privaría a los japoneses de sus más importantes fuentes de abastecimiento alimentario. El tratado de Shimoda fue completado por un tratado comercial firmado en Nagasaki en octubre de 1857. Se abandonaba Shimoda, considerado puerto poco seguro, y se establecía que en los otros dos puertos el comercio sería libre pero estaría sometido a un arancel del 35 por 100.

En mayo de 1855, Muravev —especialmente preocupado por resolver los asuntos pendientes con los manchúes— trató de llegar a un acuerdo territorial con los chinos, que no se habían molestado en responder a su anterior comunicación sobre el Amur. El encuentro ruso-chino tuvo lugar en septiembre y, ante los debilitados manchúes, los rusos reiteraron sus peticiones, que incluían, además de la libre navegación por el Amur, la evacuación de las tribus sometidas a los manchúes asentadas en la orilla izquierda del río. Varias expediciones en 1855 y 1856 instalaron en la zona más de 20.000 colonos rusos y una unidad de cosacos para su defensa, de modo que, escribe Le Donne, «a finales de 1856 la anexión del valle norte del Amur era un fait accompli»27.

En 1873 las conversaciones ruso-japonesas se reanudaron en San Petersburgo, pero el tratado no se firmó hasta mayo de 1875. Rusia conseguía la soberanía plena sobre la totalidad de Sakhalin, pero cedía la totalidad del archipiélago de las Kuriles y la frontera se fijaba entre el cabo Lopatka, el extremo sur de la península de Kamchatka, y la primera de las Kuriles, la isla de Shumshu. A los japoneses se les permitía comerciar en el puerto de KusunKotan (actualmente Korsakov), en la polémica bahía Aniwa, pero no se les permitió hacerlo en Vladivostok y Petropavlosk, como habían pedido, aunque sí se les concedió la condición de nación más favorecida en los otros puertos de Okhotsk y de Kamchatka. En agosto se añadieron al tratado otras cláusulas en virtud de las cuales ambas potencias se reconocían derechos recíprocos de pesca y caza, así como el de mantener sus propiedades en los territorios que mutuamente se habían cedido. Rusia no pensó bien el balance de pérdidas y ganancias del tratado, ya que, como señala Le Donne, «Rusia ganaba Sakhalin, pero al precio de cerrarse el acceso al Pacífico norte. En vez de hacer a Japón dependiente de la buena voluntad de Rusia dentro del espacio “vallado” por las islas en el que patrullaría la escuadra rusa, Rusia quedaba sometida a la buena voluntad del Japón». El mar de Okhotsk quedaba cerrado, pero no por los rusos, sino por los japoneses. Un error estratégico mayúsculo que iba en contra de la lógica expansiva de los rusos a mediados del siglo XIX, que debía haberles conducido a garantizarse un perímetro que desde Kamchatka y las Kuriles llegase al estrecho de Corea y la península de Shandong, en el mar Amarillo. A un proyecto de ese tipo parecía apuntar la llegada de una escuadra rusa, en mayo de 1861, a la isla de Tsushima, en el estrecho de Corea, frente a la isla de Kyushu, la más meridional del archipiélago nipón. Pero una vez más chocaron los intereses rusos con los británicos y, ante la determinación de estos últimos, Rusia se vio forzada a retirarse aquel mismo otoño28.