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EL REINADO DE NICOLÁS I,
PROTOTIPO DE AUTÓCRATA

FORMACIÓN, MATRIMONIO Y ACCESO AL TRONO

Nicolás Romanov, hijo de Pablo I y de María Fedorovna, nació el 25 de junio de 1796, escasamente cinco meses antes de que muriera su abuela Catalina II. Nada hacía pensar que Nicolás fuera a ocupar en el futuro el trono de Rusia, al que se fue acercando cada vez más, primero por el hecho de que Alejandro I, su hermano mayor, no tuviese hijos, y después porque Constantino, el segundo de los hijos de Pablo I, al casarse morganáticamente en 1820 había renunciado a todos sus derechos al trono.

La invasión de Rusia por Napoleón en 1812 produce un enorme impacto en Nicolás, que, a sus dieciséis años, pretende incorporarse al ejército. María Fedorovna se opone resueltamente a los planes de Nicolás, que vive con patriotismo y entusiasmo el desarrollo de la lucha contra Napoleón. Pasado el peligro inmediato para Rusia, a principios de 1814 Alejandro I da permiso a sus jóvenes hermanos para que viajen hasta Europa occidental, donde se desarrollan todavía las hostilidades. Como narra Troyat, Alejandro pidió a sus hermanos que fueran a reunirse con él en París. Para Nicolás la estancia en la capital francesa es una ocasión de exaltación, aunque fiel a sus proclividades militares y «siempre dominado por su inquietud por la vida militar, visita cuarteles, hospitales, la Escuela Politécnica, charla con los cosacos acampados en los Campos Elíseos, se dirige a los Inválidos, donde, a la vista de su uniforme, los viejos grognards (soldados de la Vieja Guardia napoleónica) se vuelven, las lágrimas en los ojos»1.

Ya en Rusia de nuevo, salta la noticia de la huida de Napoleón de la isla de Elba y su marcha victoriosa hasta París, en el episodio que la historia conoce como los Cien Días. Alejandro autoriza otra vez a sus hermanos para que se unan a las tropas rusas estacionadas en Alemania, y el 13 de mayo de 1815 marchan hacia Heidelberg, donde está el cuartel general ruso. Nicolás sueña con participar en las batallas que se esperan, pero los acentecimientos se suceden con una extraodinaria celeridad. Napoleón es derrotado definitivamente en Waterloo y Nicolás acompaña a Alejandro a París sin haber recibido su bautismo de fuego, aunque sí participa, al frente de la segunda brigada de la tercera división de granaderos, en el gran desfile militar que los aliados organizan en el llano de Vertus, a 120 verstas de París (unos 128 kilómetros). En el viaje de la familia imperial de regreso a Rusia se detienen en Berlín, donde se celebran los esponsales de Nicolás, de diecinueve años, con la princesa Carlota de Prusia, hija del rey Federico Guillermo III y hermana de Federico Guillermo IV, con quien cultivará Nicolás unas intensas relaciones políticas, no siempre armónicas. Como escribe Troyat, «por milagro, resulta que la elección de las familias y de los diplomáticos se corresponde con los deseos secretos de la joven pareja», que vivirá un intenso y romántico amor.

Nicolás vuelve a sus estudios y a sus actividades militares, sin dejar de pensar en Carlota, que se había convertido en el centro de su existencia. Tras visitar durante tres meses distintas zonas de Rusia, Alejandro le envía a Inglaterra, no sin que la familia tome todas las cautelas para evitar que el gran duque pueda «pervertirse» con el «pernicioso» ambiente constitucional propio de aquel país. María Fedorovna escribe al conde de Lieven, nuevo embajador ruso en Londres, rogándole que preserve al joven gran duque de «la perversidad tan grande y tan atrevida» de la sociedad británica. La emperatriz madre pide también al conde de Nesselrode, nuevo ministro de Asuntos Exteriores, que redacte una memoria, para uso de Nicolás, en la que se le dice que si bien es interesante para un viajero ruso «contemplar» la Constitución inglesa, con el fin de ejercitar el «espíritu de observación», no sería prudente transportarla «bajo otro cielo y en otro clima».

En Londres Nicolás solo se interesa por las cuestiones militares y permanece al margen de la vida social y política, aunque, inútilmente, todas las puertas se le abrieron. Visitó fugazmente Edimburgo, Liverpool, Plymouth, Portsmouth y Brighton, donde se entrevistó con el Regente y regresó a Rusia a finales de abril de aquel año de 1817. La impresión que le produjo el viaje está perfectamente expresada en este comentario que hizo a su compañero de viaje Kutuzov: «Si, para nuestra desgracia, un mal genio hubiera transplantado a Rusia todos estos clubs y todos estos meetings, que hacen más ruido que negocios, yo habría rogado al buen Dios que repitiese el milagro de la Torre de Babel o, mejor aún, que les privase del don de la palabra». Era evidente la incapacidad de Nicolás por entender el ambiente abierto de una sociedad libre y su rotunda oposición al menor atisbo de libertad de expresión2.

Muy poco después de su regreso de Inglaterra, el 31 de mayo de 1817, Nicolás parte para encontrarse con su novia, que viaja hacia Rusia para la celebración matrimonial. El encuentro se produce en la frontera, donde Nicolás la acoge con un entusiasmo que desvela el sincero amor que siente por ella. Nada más llegar a San Petersburgo, Carlota es bautizada en la religión ortodoxa en la capilla del Palacio de Invierno y recibe el nombre de Alejandra Fedorovna. El matrimonio tiene lugar el 1 de julio de 1817, entre el fervor popular. En carta a Federico Guillermo, Alejandro I habla de «alianza indisoluble» entre las dos familias, que equivalía a decir también entre los dos países. Pero, después de su matrimonio, Nicolás seguía estando lejos del trono. Solo los acontecimientos de la última etapa del reinado de Alejandro I y la cerrada negativa de su sucesor natural, el gran duque Constantino, a asumir el compromiso de la sucesión, explican que, después de las vacilaciones de que nos hemos ocupado en el capítulo anterior, Nicolás se convirtiese en emperador.

La primera vez que Nicolás se tiene que enfrentar con la perspectiva de la responsabilidad imperial es en julio de 1819, cuando, después de unas maniobras militares que habían tenido lugar en Krasnoie Selo, cerca de San Petersburgo, su hermano le pidió que cenasen juntos. Alejandro le explica la situación y le anuncia que, dada la negativa de Constantino, será él quien deba sucederle. Nicolás, que llevaba un diario, escribirá que quedó «sorprendido como tocado por un rayo», ya que a sus veintitrés años nunca había asumido ningún encargo político. «Osé decirle —continuaba— que yo nunca me había preparado para esta función y que no me sentía ni con la fuerza ni con el coraje de asumir una tarea tan importante». Se comprende la preocupación de Nicolás, ya que, como señala Troyat, «a sus veintitrés años no sabía de política más que lo que se murmuraba en los salones». Ignorante del manifiesto solemne y secreto de agosto de 1823 en el que se tomaba nota de la renuncia de Constantino y se le declaraba heredero, Nicolás se resistió, como ya sabemos, a asumir la alta responsabilidad en aquellas horas críticas que siguieron a la muerte, en la lejanas tierras ribereñas del mar de Azov, del emperador Alejandro I.

Situado entre Alejandro I —cuyas retóricas veleidades «ilustradas» le dieron en toda Europa una inmerecida fama de liberal— y Alejandro II —que es conocido sobre todo por la abolición de la servidumbre, que le valió el apelativo de el Libertador— Nicolás I suele ser considerado un autócrata de una pieza, cuyo largo reinado de treinta años se caracterizó por la represión y por la oposición a cualquier reforma legal o institucional. Ciertamente, Nicolás fue un defensor, sin la menor vacilación, del principio de la legitimidad monárquica frente al desafío de los movimientos revolucionarios que se estaban gestando en toda Europa. Legatario de cuanto significaba la Santa Alianza, Nicolás I vio durante su reinado las dos revoluciones más importantes del siglo XIX, la de 1830 y la de 1848. Y no solamente se propuso que sus subversivos principios no penetrasen en Rusia ni en los territorios de su vasto Imperio, sino que hizo de la lucha contra la revoluciónn allí donde apareciese, una de las directrices fundamentales de su política, hasta el punto de que mereció el título de «gendarme de Europa», especialmente después de su intervención en Hungría en 1849, que devolvió el país magiar a la obediencia de los Habsburgo. Apenas iniciado su reinado, con la intentona revolucionaria de los decembristas, Nicolás explica, en una carta a su hermano el gran duque Mikhail, la que va a ser su línea de conducta: «La revolución —escribe— está a las puertas de Rusia, pero yo juro que no penetrará en el país mientras haya aliento en mi cuerpo».

Nicolás era, ante todo, un militar. No tiene otro modelo de vida que el militar y entiende que no existe mejor modo de organizar la convivencia que el propio del ejército. Vestido siempre de uniforme, desde su más tierna infancia no tiene más interés que su pasión por las fortificaciones, en cuyo estudio se especializa, sobre todo después de que fue nombrado por su hermano Alejandro jefe del cuerpo de ingenieros militares. En un momento de su vida expresará así esta convicción personal:

Aquí [en el ejército] reina el orden, una ley estricta se impone a todos sin condiciones, ningún impertinente pretende tener respuesta para todo, no hay contradicciones, las cosas se encadenan lógicamente; nadie se adelanta sobre nadie sin razón legítima; todo está subordinado a un objetivo bien definido, todo tiene su razón de ser. He aquí por qué yo me siento tan bien entre estas gentes, he aquí por qué yo tendré siempre en alta estima la vocación de soldado. Considero que la vida humana no es otra cosa que servicio, porque servir es la suerte de todos y de cada uno.

Dotado, como señala Riasanovsky, de una voluntad de hierro, de un absoluto sentido del deber y de una enorme capacidad de trabajo, «por su carácter, e incluso por su aspecto físico, de un poderío impresionante, Nicolás I parece haber sido tallado para el papel de déspota». No puede extrañar que este apasionado de la vida militar y del arte de las fortificaciones, cuando acceda al trono «no ahorre ningún esfuerzo para hacer del país una fortaleza inexpugnable»3.

POLÍTICA INTERIOR Y REFORMAS

No cabe duda de que el episodio decembrista dejó una impronta indeleble en Nicolás I, que reforzó sus inclinaciones conservadoras, fruto de la educación que había recibido y de sus propias experiencias vitales. Saunders estima, sin embargo, que no se le puede considerar «un ciego reaccionario» y que, «aunque hostil a cambios dramáticos, pensó seriamente en la estructura administrativa y social del país». Según este enfoque, no se habría subrayado lo suficiente que Nicolás en su primera etapa estimuló las reformas y hasta trató de reforzar los fundamentos ideológicos del régimen con iniciativas atrevidas, como el uso del concepto de narodnost (nacionalidad), que «originalmente representaba una idea que apelaba a la izquierda del espectro del pensamiento político». En esta misma línea, debe señalarse la pronta modificación, en 1828, de las rígidas normas de censura de 1826 que Nicolás aplicó con flexibilidad, como mostraría el permiso dado a Pushkin, en septiembre de 1826, para que retornase a San Petersburgo. Por otra parte, el estatuto de educación de 1828, si bien tiene un preámbulo que encarna una estrecha visión acerca del aprendizaje, no suprimió en el texto la generosa actitud hacia la escolarización de las leyes de 1803 y 1804.

Como había sido habitual con sus antecesores, Nicolás inicia su reinado imponiendo una reforma administrativa muy amplia que deja de lado las instituciones que habían ocupado el centro de gravedad del poder durante el reinado anterior, como el Consejo de Estado, el Senado y el Comité de Ministros, y pone en su lugar nuevos instrumentos para ejercer el poder. En consonancia con su condición de autócrata convencido, a Nicolás le gusta el ejercicio personal del poder, de modo que todo el sistema que monta no es, en buena medida, sino una extensión y prolongación de ese poder personal. Pretende estar al tanto de todo y decidir sobre todo. En una ocasión dirá que del mismo modo que conoce a todos los oficiales de su ejército, le gustaría conocer a todos los funcionarios de su administración. Por eso utilizó con frecuencia enviados especiales, casi siempre generales de su confianza, a los que encomendaba misiones específicas, en cualquier rincón del Imperio, con el fin de que su voluntad se aplicara sin dilaciones ni distorsiones.

Esta concepción personal del poder explica que el órgano permanente de gobierno durante el reinado de Nicolás I fuera la Cancillería imperial, especie de gran secretaría personal del emperador que, con precedentes en siglos anteriores, había sido instaurada y regulada en 1812. La Cancillería llegó a tener hasta seis departamentos. El Tercer Departamento se ocupaba de las cuestiones de policía y llegó a ser el más conocido y temido porque tenía a su cargo la represión y persecución de cualquier disidencia, hasta el punto de convertirse en la expresión de la política y del reinado de Nicolás I. El Tercer Departamento llevó a cabo una incesante actividad que intentaba controlar hasta los más ínfimos detalles de la vida familiar, de los negocios o de la vida religiosa y, por supuesto, intelectual, en un designio decidido de impedir cualquier movimiento subversivo.

El proceso de burocratización del Estado avanzó decisivamente durante el reinado de Nicolás I, aunque Saunders subraya que la proporción de funcionarios en relación con la población era todavía inferior a la de los grandes países occidentales. Pero la gran reforma que Rusia tenía pendiente era la de servidumbre y, como sus antecesores, al menos desde su abuela Catalina, Nicolás no se atrevió a afrontarla, esencialmente por la misma razón que todos ellos: por la segura oposición de la nobleza, beneficiaria absoluta del sistema, a la que el zar no quería desagradar, convencido de que era uno de los más sólidos pilares del sistema. Como casi todos los que le habían precedido en el trono, Nicolás no amaba a la nobleza y no vacilaba en privarla de sus abusivos privilegios, pero nunca hasta el extremo de tocar lo que era el fundamento de su riqueza y de su bienestar, esto es, la servidumbre.

Cualquiera que sea el juicio que se tenga sobre los intentos reformistas de Nicolás I, lo cierto es que después de 1848 se paralizan las iniciativas reformistas y se inicia una etapa netamente reaccionaria que dura hasta el final del reinado, como respuesta a los movimientos revolucionarios que se extienden por Europa. Se prohibió a los rusos viajar al extranjero, incluidos profesores y alumnos, lo que tuvo un efecto negativo en el ámbito académico. Uvarov, ministro de Educación, fue forzado a presentar su dimisión y se sometió a la Universidad a una serie de medidas restrictivas, en cuanto al número de alumnos y a las disciplinas que se impartían: el Derecho constitucional y la filosofía desaparecieron de los planes de estudio y la lógica y la psicología se encomendaron a profesores de teología. La censura se hizo mucho más rigurosa y apareció un comité permanente de supercensura o «censura de los censores». La represisón se recrudeció, pero ni esta arremetida final de Nicolás I contra la libertad de pensamiento y de expresión pudo alterar el hecho de que su reinado contemplase el nacimiento de la intelligentsia y la aparición de una brillante pléyade de escritores, que hacen de estos años centrales del siglo XIX la edad de oro de la literatura rusa.

La represión no impidió que el nuevo interés por las cuestiones sociales y, muy especialmente, por la suerte del campesinado que caracterizan la década de los cuarenta, se concretase en una gran cantidad de publicaciones de todo tipo. En 1851 existían en Rusia 130 publicaciones periódicas, de las cuales 106 se habían fundado a partir de 1836. Entre 1840 y 1848 la población universitaria se había incrementado en más del 50 por 100 y los estudiantes de secundaria habían crecido todavía más. El volumen del correo también aumentó espectacularmente: en los quince primeros años del reinado de Nicolás I se había registrado un aumento de tres millones de piezas postales, pero entre 1840 y 1845 el aumento fue de quince millones. Por otra parte, en los tres años siguientes se importaron en Rusia más de dos millones de publicaciones extranjeras.

Este intenso movimiento publicístico coincide con el traslado de Moscú a San Petersburgo del centro de gravedad intelectual. La capital del Imperio recupera la primacía intelectual que había perdido en los años finales del reinado de Catalina la Grande. Esto ocurre, en buena medida, como consecuencia del triunfo de los «occidentalistas» en sus diferentes variedades, que llevaron a Chaadaev a afirmar que Moscú era la «ciudad de los muertos».

LA POLÍTICA EXTERIOR HASTA 1848

Tan pronto como Nicolás I se asentó en el trono, la cuestión griega se convirtió en uno de los asuntos prioritarios de su agenda. Basándose en el tratado de Kutchuk Kainardzhji, que daba a Rusia el derecho de proteger a los ortodoxos del Imperio otomano, argumento que ya había sido esgrimido en varias ocasiones por Alejandro I, el nuevo zar amenazó a la Sublime Puerta con la intervención militar, por medio de un ultimátum (marzo de 1826), que postulaba su derecho de protección sobre los ortodoxos que habitaban en Moldavia, Valaquia y Serbia.

Tras la batalla de Navarino, en la que una flota combinada anglo-francesa derrotó a la flota turca, el camino para la independencia de Grecia había quedado libre. Nicolás I, pensando que la nueva situación le permitía una intervención unilateral, había declarado la guerra a Turquía en abril de 1828, al servicio del viejo sueño ruso de conquistar Contantinopla, con la histórica catedral de Santa Sofía. Las tropas rusas, con el zar a su cabeza, pasan el Prut el 7 de mayo de 1828 y entran en los polémicos principados danubianos, Valaquia y Moldavia. Parece que nada puede oponerse a su avance y un ambiente de fiesta reina en la expedición, que constituye «verdaderamente un espectáculo único», como escribe Nesselrode. Pero a las pocas semanas el entusiasmo se hunde porque empiezan a padecerse las dificultades propias de toda guerra. Las tropas rusas se mueven muy lejos de sus bases naturales, lo que dificultan la llegada de refuerzos y de aprovisionamientos; las epidemias de peste y tifus se ceban en los soldados, que, incapaces de entender la razón de aquella guerra, se desmoralizan. Ya a principios del verano de 1829 la suerte favorece a las tropas rusas tanto en la zona del mar Negro, donde Diebich vence a los otomanos en la batalla de Kulevtcha y conquista Silistra, sobre el Danubio, como en el frente oriental. También en agosto, Diebich se apodera de Andrinópolis, segunda capital otomana, muy cerca ya de Constantinopla. A pesar de que Constantinopla estaba ya al alcance de las tropas rusas, Nicolás no se atreve a dar el histórico paso de intentar su conquista, que si era militarmente muy fácil, presentaba enormes dificultades políticas, ya que habría suscitado el airado rechazo de las grandes potencias. Por todas partes le llegaban a Nicolás consejos de cautela y prudencia y los embajadores acreditados en la capital turca advirtieron que si se producía el ataque ruso, no podía descartarse la matanza de las minorías cristianas que habitaban la capital otomana. Si Rusia conquistaba Constantinopla y controlaba los estrechos, a medio plazo parecía difícil de evitar una guerra general europea en la que el zar tendría enfrente a una poderosa coalición. Precisamente lo que sucedería, veinticinco años más tarde, cuando se desencadenase la guerra de Crimea. Eran argumentos demasiado poderosos como para que Nicolás no los tuviera en cuenta.

Tras los éxitos de las armas rusas tanto en el este como en el oeste, la guerra se da por terminada y el 14 de septiembre de 1829 se firma el tratado de Andrinópolis, que recogía todas las aspiraciones rusas. Los rusos se retiraban de Bulgaria, así como de Moldavia y Valaquia, principados a los que se dotaba de una «existencia nacional independiente», sometida teóricamente al vasallaje turco, pero colocada bajo la «garantía» rusa. Asimismo los rusos obtenían libertad de comercio en todo el Imperio otomano y el derecho de paso por los estrechos para sus barcos mercantes. En la zona del Cáucaso los rusos devolvían las plazas conquistadas en Armenia occidental, pero conservaban las adquisiciones en Georgia occidental y toda la costa entre Anapa y Poti, incluido este importante puerto de la costa oriental del mar Negro. Conservaban Besarabia y se incorporaban el delta del Danubio, cuya orilla derecha, la turca, quedaba desmilitarizada.

La derrota turca era total y el Imperio otomano no parecía tener ningún futuro. Antes incluso de llegar a la paz de Andrinópolis el gobierno francés de Polignac había elaborado un proyecto de partición del derrotado Imperio que implicaba una remodelación total del mapa europeo. Pero Rusia no quería ni oír hablar de ese plan ni de ningún otro que implicase la destrucción del Imperio otomano. En San Petersburgo se había llegado a la conclusión de que el hipotético reparto del debilitado Imperio turco presentaba más inconvenientes que ventajas. Más valía tener que bregar con un vecino débil y vencido que permitir que se instalasen en la zona las grandes potencias, bien directamente o a través de Estados sometidos a su influencia. Por otra parte, la derrota turca permitió el definitivo reconocimiento de la independencia griega, que fue proclamada en febrero de 1830.

Después de 1815, Rusia trató de afirmar su posición como potencia hegemónica en el Báltico mientras Suecia adoptaba una política de retraimiento. Perdida definitivamente Finlandia por los suecos, había desaparecido el principal motivo de fricción entre los dos países, por lo que las relaciones con Rusia fueron buenas durante el largo reinado del rey Carlos Juan (1818-1844). Los rusos permiten a los finlandeses un amplio autogobierno, del que da idea que el gobernador general del zar en el gran ducado residiera en San Petersburgo. Para los rusos, Finlandia, cuya capital había sido trasladada desde Abo a Helsingfors (la actual Helsinki) en 1821, era una pieza básica de su política naval báltica y no era una casualidad que, entre 1831 y 1855, el gobernador general del gran ducado fuera también el jefe del Estado Mayor Naval.

LA INSURRECCIÓN DE POLONIA Y LA CUESTIÓN DE ORIENTE

En el congreso de Viena, donde se consuma un cuarto reparto de Polonia, Rusia había recibido la mayor parte del territorio de este país, el llamado «Reino del Congreso», al que Alejandro I, sin duda bajo el influjo de Adam Czartoryski, dota de un régimen «liberal», mucho más abierto y tolerante que el que regía en el resto del Imperio, con la única excepción de Finlandia. Polonia contaba con una Constitución «otorgada» que preveía la existencia de una Dieta elegida por sufragio censitario, que garantizaba a los polacos amplias libertades individuales, como las de expresión y de culto y les reservaba los empleos administrativos. Asimismo se establecía un ejército polaco, dirigido por oficiales de la misma nacionalidad, aunque colocando a su cabeza a un general ruso. Alejandro, que había jurado esta Constitución como rey de Polonia, algo insólito en las costumbres políticas rusas, colocó al frente de las instituciones polacas, como virrey y representante personal, a su hermano Constantino, que, casado con una polaca, iba a preferir permanecer en Varsovia a convertirse en zar. Pero, a pesar de las ventajas comparativas que les ofrecía este régimen, los polacos, orgullosos de su glorioso pasado y fuertemente nacionalistas, nunca lo aceptaron y aspiraban no solo a la independencia total, sino a la devolución de sus antiguos territorios, que se habían integrado directamente en el Imperio. El propio Constantino, que conocía muy bien la situación, escribía a su hermano el zar: «No hay ni un solo polaco que no esté persuadido de que su país ha sido expoliado […] por la emperatriz Catalina por los más vergonzosos procedimientos»4.

Pero el «liberalismo» del régimen a que están sometidos los polacos no es más que una apariencia. El propio Alejandro I había incumplido sus promesas y poco después de 1820 había restablecido la censura. El temido Beckendorff, que encabezaba el Tercer Departamento, informaba así al zar en 1828: «Las provincias polacas sometidas a un gobierno militar sufren una terrible opresión. El terror ha sumido ya a muchas familias en el duelo y a todas en el temor […]. Los polacos no se atreven a hablar entre ellos de sus desgracias: el tintineo de la campanilla les hace temblar […]. Se consideran los parias del Imperio ruso». Un año después confirmaba esta sombría impresión: «Las desgraciadas provincias polacas siguen en el mismo estado de opresión y continúan gimiendo bajo el yugo de algunos personajes corrompidos universalmente conocidos»5. A pesar de estos sombríos análisis, los historiadores no creen que en Polonia se viviera una situación explosiva y así Renouvin, al referirse a los orígenes de la insurrección de 1830 escribe que «en los orígenes del movimiento, no parecen haber desempeñado un papel importante ni las causas económicas y sociales, ni las religiosas», y subraya que si la de los campesinos no era la mejor de las suertes se debía a los grandes propietarios polacos, sin que la dominación rusa agravase su situación; los comerciantes no expresaron nunca su protesta por el régimen aduanero proteccionista y «el clero católico no tenía por qué quejarse de la situación que le había dado la Constitución de 1815, porque se respetaba la libertad de conciencia y de culto». Concluye por ello el historiador de las relaciones internacionales que «el deseo de recobrar la independencia fue la única causa del movimiento: la conciencia nacional, el patriotismo polaco no podían aceptar la dominación extranjera»6.

La causa inmediata de la insurrección polaca de 1830 hay que buscarla en los movimientos revolucionarios de aquel año que se iniciaron con la caída de Carlos X, último rey francés de la dinastía Borbón, y la subida al trono de Luis Felipe de Orleans, hijo de Luis Felipe Igualdad, el príncipe revolucionario que había muerto en la guillotina. Para Nicolás I, esta sustitución en el trono francés es una burla del principio legitimista y tiene todas las características de una usurpación. Su primera reacción es tan violenta que se niega a reconocer oficialmente el nuevo régimen francés, prohíbe la entrada en el Imperio de súbditos franceses y reclama la vuelta de los rusos que residían en Francia. Solo los buenos oficios de Pozzo di Borgo, embajador de Rusia en París, que, en contra de las instrucciones recibidas, continúa en la capital francesa, suaviza la situación y el zar acaba recibiendo en San Petersburgo al general Athalin, enviado extraordinario de Luis Felipe.

El legitimismo herido de Nicolás recibe un nuevo golpe cuando en el otoño de aquel mismo año de 1830, los belgas se rebelan contra el rey de los Países Bajos y proclaman la independencia. Nicolás ve en el movimiento una manifestación de «la revolución general, cada vez más cercana, que nos amenaza» y se muestra propicio a responder favorablemente a la petición de ayuda del rey de los Países Bajos, que, además, es cuñado suyo. Con una enorme torpeza, Nicolás pretende que sea el ejército polaco la fuerza expedicionaria que ponga fin a la revolución belga, pero los jóvenes oficiales se niegan a ponerse al servicio de esta actuación represiva y estiman que la situación les brinda la ocasión que estaban esperando. En la noche del 17 de noviembre (21 de noviembre o 29 E. B.) de 1830 un grupo de oficiales alumnos se apoderan del palacio del Belvedere, residencia del gran duque Constantino en Varsovia, matan al prefecto de policía y a un general y están a punto de apoderarse del propio gran duque, que se salva escapando por una puerta falsa. Varsovia entera se levanta y los revolucionarios llevan a cabo una brutal matanza, de la que son víctimas no solo muchos rusos, sino los polacos conocidos por su vinculación o simpatía con el ocupante. Incapaz de recuperar la capital, Constantino se retira con sus tropas más fieles hacia la frontera rusa.

Los polacos forman un gobierno provisional que elige como «dictador» al general Chlopicki, que intenta negociar con los rusos con vistas al mantenimiento del statu quo. Además de la vigencia y el respeto de la Constitución de 1815, Chlopicki reclamaba la inclusión en la Polonia autónoma de los territorios que habían pertenecido a la Polonia histórica antes de 1772, fecha del primer reparto. Pero sus planes se verán rápidamente desbordados por la Dieta, que, ante la negativa del zar a aceptar esa devolución, proclama la independencia total el 25 de enero de 1831 y declara destituido a Nicolás como rey de Polonia por haber violado la Constitución de 1815. Los rusos han preparado un ejército de 100.000 hombres, al mando del general Diebitsch, para aplastar la rebelión y Nicolás hace saber a los polacos que solo obtendrán su perdón a cambio de la sumisión inmediata y completa. Chlopicki ve imposible una victoria militar contra los rusos y presenta su dimisión, ante la postura de la Dieta, unánimemente decidida a continuar la lucha a cualquier precio. El príncipe Radziwill es nombrado comandante en jefe del ejército y se forma un nuevo gobierno, presidido por Adam Czartorisky, el amigo y confidente de Alejandro I.

Ante esta situación, las tropas rusas se ponen en marcha y el 13 de febrero derrotan a los polacos en Grochow, en la orilla derecha del Vístula, no sin sufrir enormes pérdidas, que permiten a los polacos reclamar como propia la victoria. Durante varios meses, y a pesar de la superioridad rusa, la lucha parece indecisa. Diebitsch muere víctima de la epidemia de cólera que se estaba cebando en las tropas y que a mediados de junio se lleva también por delante al gran duque Constantino. Diebitsch es sustituido por Paskievich, que en muy poco tiempo da la vuelta a la situación y toma Varsovia el 8 de septiembre (27 de agosto según la datación rusa), después de dos días de encarnizados combates. Paskievich escribe al zar: «Varsovia está a los pies de Vuestra Majestad imperial».

Aplastada la insurrección polaca, Nicolás arrebata al Reino de Polonia todas sus libertades y privilegios. La Constitución de 1815 es abolida, sustituida por un «Estatuto orgánico» que disuelve la Dieta y suprime el ejército polaco y la administración independiente. Todo el territorio de Polonia es integrado en el Imperio, aunque se le permite conservar algunas particularidades. La represión es muy dura y no menos de seis mil polacos liberales son forzados al exilio, muchos de ellos se instalan en Francia, donde se integrarán con facilidad, sin dejar de mantener viva la reivindicación de la independencia polaca y la lucha contra la autocracia zarista. Los dirigentes de la sublevación y cuantos tuvieron una participación destacada en el movimiento son deportados al Cáucaso o a Liberia; muchos nobles hereditarios se vieron privados de su estatus, y sus propiedades fueron confiscadas. Las universidades de Varsovia y Wilno (Vilnius) son cerradas y los jóvenes polacos no tienen otra alternativa que ir a estudiar a San Petersburgo y a Kiev. La política de rusificación se aplica con la máxima contundencia, tanto en el ámbito religioso, contra la Iglesia Uniata, como en el legislativo y en el cultural.

Nicolás se siente apoyado por la población rusa, exaltada por una oleada de patriotismo que afecta incluso a los espíritus más liberales. El propio Pushkin publica un poema en el que considera la sublevación polaca «un conflicto entre eslavos […] una querella doméstica», y esa es precisamente la línea que imprimirá Nicolás a su política exterior. Frente a la opinión pública occidental, que condena la represión zarista, los rusos insistirán en que Polonia es un asunto que solo a ellos compete, una cuestión de política interior en la que ninguna potencia extranjera tiene derecho a inmiscuirse.

Robert Mantran ha atribuido a la expresión «cuestión de Oriente» un sentido muy amplio y comprehensivo que, sin embargo, explica muy bien su evolución histórica, que no se puede limitar a un corto período de la evolución del Imperio otomano y de las potencias vecinas o interesadas en la zona. Según el historiador orientalista francés,

[…] lo que se llama «Cuestión de Oriente» corresponde a un conjunto de hechos que se han desarrollado entre 1774 (tratado de Kutchuk-Kainardzhji) y 1923 (tratado de Lausanne). Sus rasgos esenciales son el progresivo desmembramiento del Imperio otomano y la rivalidad de las grandes potencias para establecer su control o su influencia sobre la Europa balcánica y los países ribereños del Mediterráneo oriental, incluso hasta el golfo Pérsico y el océano Índico. Los rusos, con el pretexto de proteger a los ortodoxos y a los eslavos, pretenden extender su dominación sobre los Balcanes y tener acceso libre al mar. Los ingleses buscan proteger la ruta de las Indias y controlar el gran istmo que separa el Mediterráneo del océano Índico; de ahí su interés por los países árabes de esta región. Los franceses quieren defender sus posiciones comerciales y culturales entre los cristianos del Levante y, según las circunstancias, se encuentran en oposición con los rusos o con los ingleses. Los austriacos, temiendo la extensión de la influencia rusa en los Balcanes, se esfuerzan por establecer allí una barrera, sobre todo en Bosnia-Herzegovina. Posteriormente, los alemanes se interesarán también por el Imperio otomano en la óptica del Drang nach Osten7.

San Petersburgo vive en esos años una etapa de aproximación a Gran Bretaña, sin calibrar que la latente rusofobia británica, que de tanto en tanto aparece a banderas desplegadas en libros y periódicos, hace muy poco probable un entendimiento sólido y duradero entre las dos potencias, aunque, según Troyat, «el pueblo inglés ha olvidado, entretanto, sus hostilidad hacia Rusia». Pero esta era de buenos sentimientos había de durar poco. Como se constata en la amplia literatura sobre el Gran Juego, los intereses de Rusia y Gran Bretaña en Asia son antagónicos y va a ser ilusorio cualquier intento de superar esa tozuda realidad. Pero Nicolás, que no encuentra comprensión en la corte de Viena y que no quiere saber nada de Luis Felipe de Orleans, el «rey ciudadano», que en su opinión es un insulto al principio de legitimidad, apuesta por Londres. Es así como en 1839 el gran duque Alejandro, futuro Alejandro II, viaja a Londres, provocando la indignación de Metternich. En su entusiasmo probritánico Nicolás llega a prometer a Palmerston que si Gran Bretaña entra en guerra con Francia, Rusia pondrá a su disposición importantes fuerzas navales. Se plantea también el zar la hipótesis del hundimiento del Imperio otomano y sugiere que, en tal caso, Rusia se convertiría en guardián del Bósforo, mientras que Inglaterra, con Austria, asumiría idéntico papel en los Dardanelos. Y hasta insinúa que Rusia no vería mal la ocupación de Egipto por tropas británicas si las circunstancias lo exigieran8.

A pesar de las pretensiones encontradas de ambas potencias en Asia, donde tanto Londres como San Petersburgo aspiran a una posición hegemónica, las buenas relaciones ruso-británicas se concretan en 1843 en un nuevo tratado de comercio y, al año siguiente, en la visita personal de Nicolás I a la londinense Corte de San Jaime. Una visita que, sin duda, no es el tópico principio de una gran amistad, sino el principio del fin de una equívoca aproximación. El zar es recibido con entusiasmo en las calles de Londres y su buena presencia, su alta talla y su indudable elegancia causan una excelente impresión en cuantos tienen la oportunidad de encontrarle. En sus conversaciones con el primer ministro, sir Robert Peel, y con el secretario del Foreign Office, lord Aberdeen, Nicolás asegura que solo quiere la paz y niega tener ninguna pretensión territorial en Asia y, menos aún, respecto de India. Pero la perspicaz reina Victoria, a pesar de que solo tenía en aquel momento veinticinco años, se muestra incapaz de confiar en el soberano ruso, que, con suma imprudencia, saca a colación la delicada cuestión del hundimiento del Imperio otomano —al que Nicolás denomina ya «el hombre enfermo de Europa»—, que para el zar es algo ineluctable. Sin ningún pudor pone encima de la mesa el reparto de los territorios, con el pretexto de que hay que «prever lo inevitable». Por eso los británicos no le creen cuando afirma que no aspira a quedarse «ni con una pulgada de territorio turco», aun cuando ambas partes se muestran de acuerdo en la conveniencia de mantener al sultán en su trono tanto tiempo como sea posible. Como escribe Troyat, los anfitriones de Nicolás concluyen que «Rusia solo piensa en engrandecerse y en combatir los intereses británicos en el Próximo Oriente, en Asia y en todo el mundo». La impresión que produce Nicolás en Victoria no puede ser peor, como queda a la vista en una carta de la jovencísima soberana:

La expresión de sus ojos es terrible; nunca había visto nada parecido; es severo y sombrío, imbuido de principios que nada en el mundo conseguiría cambiar. No le encuentro inteligente; su espíritu está desprovisto de cualquier refinamiento; su instrucción es insuficiente; la política y el ejército, he ahí los únicos temas que le interesan9.

Hopkirk escribe que

[…] Nicolás vuelve a casa con la impresión de que había obtenido un compromiso inequívoco por parte de Gran Bretaña para actuar concertadamente en el evento de una crisis sobre Turquía. Para los británicos, sin embargo, las discusiones, aunque de lo más cordiales, habían producido poco más que una declaración de intenciones que, de ningún modo, podría considerarse vinculante por cualquier gobierno futuro. Fue este un equívoco —concluye Hopkirk— que habría de mostrarse extraordinariamente costoso para ambas partes10.

LAS NACIONALIDADES DEL IMPERIO RUSO

A diferencia de lo que ocurrió en otros procesos colonizadores, como el de la América anglosajona, ni el Estado ni los colonos rusos intentaron nunca desplazar o eliminar a los pueblos indígenas conquistados. Nunca se aplicó una política de carácter racista y, de hecho, los matrimonios interraciales fueron habituales.

Desde los primeros contactos de la Rus de Kiev con los nómadas no se pusieron barreras a los matrimonios mixtos entre los miembros de las clases superiores de los diversos grupos étnicos y raciales. En vez de destruir a las noblezas indígenas, los líderes naturales de los grupos culturales se incorporaban al imperio y el Estado ruso procuró darles un estatus de igualdad en la nobleza imperial, garantizando con frecuencia privilegios especiales que preservaban las tradiciones culturales locales. Esta política de cooptar a las elites continuó durante la Rusia moscovita e imperial a través de la incorporación de la las clases nobiliarias tártara, báltica y georgiana, así como de la starshina cosaca. Solo durante el último medio siglo del régimen zarista —continúa Rieber—, cuando la oleada de nacionalismo gran ruso barrió el imperio, estas actitudes ilustradas empezaron a cambiar. Pero incluso entonces la alta nobleza se enorgullecía de su antiguo linaje, que frecuentemente tenía un origen lituano, polaco, tártaro, georgiano, alemán del Báltico, entre otros11.

Rieber señala también cómo ante esta situación de multiculturalidad del imperio, «los gobernantes rusos planearon una gran variedad de arreglos constitucionales para facilitar la integración voluntaria en el imperio de nuevos territorios o para pacificar a un pueblo conquistado»12. La consecuencia de este peculiar sistema de colonización en una zona de tan abigarrada complejidad étnica y cultural fue que el Estado ruso tuvo que acomodar su política a tradiciones culturales y políticas muy diversas. No existió una sola política respecto a los nuevos territorios y sus pueblos, sino un conjunto muy diferenciado de arreglos, nunca definitivos, sino sometidos a permanentes discusiones y revisiones.

Pero, a partir de la llegada al trono de Nicolás I y, sobre todo, después la insurrección de Polonia, se puso en marcha un proceso, inicialmente impreciso y sin unas metas demasiado claras, que desemboca en una «nueva orientación» de la política rusa hacia las poblaciones alógenas. La línea más definida de esta nueva orientación es la rusificación, que se percibe tanto en el ámbito educativo, incluido el universitario, como en la administración pública y la justicia, ámbitos todos ellos en los que se impone obligatoriamente la lengua rusa. Otra línea de la nueva política es la imposición de la religión ortodoxa, especialmente contra los uniatas —cristianos de rito ortodoxo, pero obedientes a Roma—, de los que existían núcleos importantes en Ucrania occidental y Bielorrusia. Pero tampoco esta nueva política se aplicó en todas partes y de la misma manera.

Polacos aparte —único pueblo turbulento y propicio a la rebeldía en las «provincias occidentales» del Imperio—, ni los bálticos, ni los fineses, como tampoco los bielorrusos, dieron quebraderos de cabeza a Nicolás I. Algo parecido ocurría con los ucranianos, el segundo grupo más numeroso después de los «grandes rusos». Saunders explica esta tendencia a la tranquilidad por el hecho de que la nobleza ucraniana o «pequeño rusa» se había rusificado o polonizado durante los siglos XVII y XVIII, y añade:

El sentido de identidad étnica de los campesinos ucranianos estaba pobremente desarrollado. Ellos se denominaban a sí mismos rusyny, un término que servía para indicar su descendencia de los habitantes del principado medieval de la Rus. El término «ucraniano», aunque no la expresión geográfica Ucrania, es una invención del siglo XIX tardío, que fue adoptado por la mayor parte del pueblo, al que se refiere solo después de 1917.

Las medidas centralizadoras y homogeneizadoras de Catalina II ya habían provocado escasa resistencia y «mientras, al principio del siglo XIX, los súbditos ucranianos del Imperio de los Habsburgo estaban empezando a considerarse un grupo étnico diferenciado, no parece que sucediera lo mismo con los súbditos ucranianos del zar»13. La toma de conciencia nacional de los ucranianos se produce paulatinamente en la última parte del reinado de Alejandro I y, sobre todo, durante el de Nicolás I. La fundación de la Univesidad de Kharkov en 1805 y la de Kiev en 1834 estimulan los estudios sobre la lengua y la cultura ucranianas sin que, al principio, este renacimiento cultural preocupe demasiado en San Petersburgo.

La situación de los judíos en el Imperio merece una mención especial, ya que las diversas etapas por la que pasa su estatuto jurídico «resumen de una manera esquemática y a veces caricaturesca la evolución de la política del poder hacia los pueblos alógenos durante el siglo XIX». Durante mucho tiempo se había prohibido la entrada y residencia de judíos en el territorio del Imperio, pero, tras los repartos de Polonia, «más de la mitad de los judíos de todo el mundo se convirtieron bruscamente en súbditos del zar; se trataba de judíos ashkenazis que Polonia había acogido masivamente en su territorio entre los siglos XIV y XV. La anexión de Besarabia en 1812 reforzó aún más el peso del elemento judío en Rusia». Nicolás perseguía la mayor homogeneización posible de su Imperio y si su política hacia los judíos nos parece dura y exigente es, sencillamente, porque se salían de su esquema preestablecido. En su opinión, esta política encaminada a la integración era progresiva y, como escribe Saunders, «pensaba que lo mejor para los no rusos era convertirse en rusos».

LA EXPANSIÓN EN EL CÁUCASO Y EN ASIA CENTRAL Y ORIENTAL

Las guerras del Cáucaso

La expansión rusa por Transcaucasia (las actuales Georgia, Armenia, y Azerbaiyán), a costa de sus anteriores ocupantes, los imperios persa y turco, derrotados en las guerras de principios del reinado de Nicolás I, no había supuesto la pacificación de todo el territorio situado al norte de la línea de máxima expansión que los ejércitos del zar habían trazado con su avance. Los pueblos montañeses, que habitan en los pequeños y escarpados valles que se multiplican a lo largo de los 1.250 kilómetros de longitud del Gran Cáucaso, no se sometieron de buen grado al poder imperial ruso y emprendieron una feroz resistencia que había de prolongarse hasta muy avanzado el siglo XIX. También les costó mucho trabajo a los ejércitos imperiales someter a los pueblos de la Ciscaucasia o Circasia, la región situada al noreste del mar Negro y que ocupa la meseta delimitada por los ríos Kuban, que desemboca en ese mar, y Terek, que lleva sus aguas al Caspio14. Ambos ríos marcaron durante mucho tiempo la frontera sur del Imperio y formaron una línea defensiva esmaltada de fortalezas. Desde finales del siglo XVIII, los rusos habían proseguido el avance hacia el sur, siguiendo dos líneas de penetración. La primera atravesaba el centro de la cordillera por el portillo de Vladikavkaz, ciudad fortaleza fundada en 1784, y que sigue por el paso de la Cruz, situado a 2.380 metros de altitud. Por allí transcurría la principal carretera militar rusa, que unía Vladikavkaz y Tbilissi, la capital de Georgia, a lo largo de más de 200 kilómetros. La segunda ruta avanzaba hacia al sur bordeando la costa occidental del mar Caspio, por el Daghestan, hasta Azerbaiyán.

A finales de los años veinte del siglo XIX, dos importantes islotes de resistencia mantenían en jaque a los ejércitos imperiales que controlaban ya firmemente la Transcaucasia. El primero de esos islotes estaba situado al noroeste del Cáucaso propiamente dicho y era la Circasia; el segundo era el Daghestan, entre el extremo este de la cordillera caucasiana y las costas occidentales del Caspio. La primera de estas regiones se convertiría, durante los años treinta, en un campo de batalla del Gran Juego por el control de Asia que enfrentaba a rusos y británicos. Estos, preocupados por la patente consolidación del poder de San Petersburgo en una zona que ellos consideraban peligrosamente cercana al Próximo Oriente y a la para ellos vital ruta de India, desplegaron una activa acción de inteligencia, que intentaba promover la resistencia de aquellos pueblos contra la dominación rusa. Como Rusia y Gran Bretaña mantenían oficialmente buenas relaciones, esta actuación se llevaba a cabo encubiertamente, por medio de agentes secretos que no era difícil encontrar entre la numerosa nómina de los rusófobos, que nutrían las filas de los jóvenes oficiales y funcionarios británicos. Al fin y al cabo, lo que se pedía de estos oficiales, mitad exploradores mitad espías, era exactamente lo mismo que había venido haciendo Gran Bretaña en Persia y en Turquía.

La guerra no fue fácil para las tropas rusas, que tropezaron con serias dificultades para aplastar la resistencia circasiana, ya que los cosacos al servicio del zar se encontraron con que los circasianos eran unos jinetes tan hábiles y feroces como ellos mismos. Los rusos echaron mano de la infantería y la artillería, que avanzaron por el hostil territorio circasiano, flanqueadas por la caballería cosaca, destruyendo aldeas y cosechas, pero los circasianos se defendieron utilizando tácticas de guerrilla y acosando sin tregua a los destacamentos rusos. La guerra se prolongó todavía muchos años más y solo pudo darse por terminada ya muerto Nicolás I, durante el reinado de Alejandro II.

Pero fue el otro frente de la guerra, el abierto contra los pueblos montañeses del Cáucaso nororiental, el que ha monopolizado la denominación de «guerra del Cáucaso», que se hizo legendaria, inspiró a los escritores rusos y tuvo un enorme impacto en la opinión pública de los países occidentales. La convergencia de un nacionalismo incipiente con una forma de fundamentalismo islámico, el muridismo, explica, seguramente, la virulencia y la prolongación de esta lucha. El muridismo era una forma de sufismo que combinaba el componente místico, propio de todas las sectas de este tipo, con un elemento épico que inducía a quienes la profesaban a comprometerse con la jihad o jazavat (términos árabes para designar aproximadamente lo que llamamos «guerra santa»). La reacción contra la presencia de los infieles rusos explica el espíritu bélico del muridismo, que se añadía a la primitiva jerarquía de maestros y discípulos, fundada sobre el ascetismo y el espíritu de sacrificio, que eran la base de la secta.

El muridismo hizo su aparición pública en 1828 cuando el mullah Gazí Mohamed fue proclamado primer imán y predicó por todo el Daghestan y Chechenia la lucha contra los rusos. Después de un segundo imán, que murió al poco, el tercero fue el legendario Shamil (1799-1871), «imán, soberano de los creyentes, destructor del infiel, gobernador poderoso y justo», que se convirtió en el alma de la resistencia antirrusa. A su autoridad natural unía unos brillantes talentos de organizador que utilizó para formar a los naib, a la vez tropas de elite, jueces y policía secreta, con los que formó una eficaz red de información que le permitía estar al tanto de todo lo que ocurría en las filas rusas15.

Convencido del fracaso de la estrategia de fuego y muerte que había llevado a cabo el general Voronzov, en 1851 Nicolás I encomendó el mando de las tropas del Cáucaso y la responsabilidad de las operaciones en el Cáucaso oriental al príncipe Aleksandr Bariatinski, que abandonó la táctica de la destrucción indiscriminada que hasta entonces habían practicado los rusos. Se prohibieron las represalias, se abrieron nuevas carreteras y se reconstruyeron los edificios destruidos, lo que, paulatinamente, redujo el territorio que controlaba Shamil así como los recursos de que este podía disponer. El 25 de agosto de 1859, ya reinando Alejandro II, Shamil se rindió al príncipe Bariatinski y fue trasladado a San Petersburgo, donde fue recibido con honores. Se le asignó residencia al sur de Moscú. En 1866 prestó voluntariamente juramento de fidelidad al zar y algunos años más tarde fue autorizado a viajar a La Meca, en ritual peregrinación musulmana. En el curso de este viaje Shamil murió en Medina en 1871. Pero la paz no se consolidó en el Cáucaso, como muestra que, entre 1877 y 1878, una importante revuelta estalló en el Daghestan, que fue aplastada por el ejército imperial16.

La lucha por la hegemonía en Asia central: El Gran Juego continúa

Después de sus victoriosas guerras contra Persia y Turquía, al comenzar la década de los treinta del siglo XIX, Rusia se alzaba como el poder hegemónico en esa crucial zona de Asia. Gran Bretaña consideraba las nuevas posiciones de Rusia una peligrosa amenaza que se cernía sobre la ruta de India, que para Londres representaba un interés estratégico de la máxima importancia. La rivalidad entre ambas potencias era cada vez más evidente, a pesar de que las relaciones eran oficialmente buenas. Pero las conquistas rusas, que acreditaban la tesis del expansionismo «natural» del Imperio de los zares, incrementaron la rusofobia latente, atizada por una amplia bibliografía.

Desde siglos atrás Rusia había sentido un interés especial por Asia central, una fascinada atracción por los fabulosos y ricos principados musulmanes, tan evocadores detrás de nombres legendarios como Samarcanda y Bukhara. Desde principios del siglo XIX se habían consolidado allí tres khanatos islámicos independientes, Khiva, Kokand y Bukhara. La expedición de Muraviev a Khiva durante los últimos años del reinado de Alejandro I no era sino una manifestación de ese interés que venía de mucho tiempo atrás. Pero ya desde entonces los británicos se habían propuesto, también, incrementar su presencia comercial en la zona, hasta el punto de que la Compañía de las Indias Orientales había trazado en enero de 1830 un detallado plan para realizar ese objetivo de carácter, en principio, puramente mercantil. De este modo, ambos imperialismos chocaban irremediablemente en esa inmensa zona, que había de convertirse en el tablero mayor del Gran Juego. Este choque de imperialismos excluyentes se había constatado ya en el sitio de Herat, que también mostró cómo Rusia utilizaba a la derrotada Persia como un peón al servicio de sus intereses. Desde Tbilissi, su cuartel general en Transcaucasia, Rusia despliega sus ambiciosos planes sobre Asia central y en 1832, con el pretexto de proteger el comercio persa contra los ataques de los bandidos del desierto turcomanos, tropas rusas se habían instalado en la isla de Ashuradeh, en la costa sur del mar Caspio, a la entrada de la bahía de Astarabad (donde actualmente está Bendar-Torkoman). Desde Tbilissi y Orenburg se consolidó, por tanto, en estos años entre el primero y el segundo tercio del siglo XIX, la presencia rusa en los valles del Amu Darya y del Syr Darya. En 1834 los rusos fundaron Fuerte Aleksandrovsk, en la costa oriental del Caspio, frente al mar de Aral, y en 1838 construyeron una línea de fuertes a lo largo de 720 kilómetros al sur de la Línea Ural-Irtich, como un medio de presionar a los tres khanatos de Khiva, Bukahara y Kokand. Pero el control de estos khanatos era solo un objetivo lejano del imperialismo ruso, más interesado en someter en primer lugar a los nómadas kazajos. La colonización por parte de los rusos del norte de lo que hoy es Kazajstán era ya muy intensa y a San Petersburgo le interesaba mantener el orden y la estabilidad en la zona entre Orenburg y el mar de Aral. Desde San Petersburgo no se estaba dispuesto a tolerar que Gran Bretaña se adelantase en aquellos territorios, que eran considerados zona de expansión natural del Imperio ruso. El Gran Juego ruso-británico por la hegemonía en Asia central no implicó, en absoluto, que el interés de ambas potencias por Afganistán hubiese pasado a segundo plano, como muestran los acontecimientos de los últimos años de la década de los treinta del siglo XIX. Afganistán iba a ser el tablero principal del Gran Juego.

Forzada a mover pieza ante la patente actitud agresiva de los británicos, Rusia decidió hacer una jugada en dirección a Khiva, un objetivo antiguo del expansionismo ruso, que por diversas razones no había logrado hasta entonces someter a su influencia. En San Petersburgo se acordó «vestir» la operación como si se tratase de lo que hoy llamaríamos una «operación de injerencia humanitaria». Se decidió, en consecuencia, que cuando se hiciesen públicos los planes respecto de Khiva se declarase que el objetivo de la expedición iba a ser la liberación de los muchos esclavos rusos y de otras procedencias que había en el khanato y el castigo de los bandidos turcomanos que actuaban en el desierto, donde no solo asaltaban las caravanas rusas, sino que secuestraban a los viajeros, que eran vendidos después como esclavos, precisamente en Khiva. Pero tampoco se ocultaba el propósito de colocar en el trono del khanato a otro príncipe que pusiese fin a las prácticas bárbaras del emir que en aquel momento ocupaba el trono y que, por supuesto, fuese más propicio para Rusia. Pero, tras muchas penalidades, la expedición fracasó.

La prensa británica rusófoba no ocultaba su alborozo, ya que al fracaso de la aventura de Khiva se añadían las dificultades que estaban encontrando los rusos para llevar a buen término sus guerras en Circasia y el Cáucaso. Ante las acusaciones de imperialismo con que les distinguían los británicos, los rusos contestaban que, con mucha menos justificación, los británicos habían ocupado India, gran parte de Birmania, el cabo de Buena Esperanza, Gibraltar, Malta, y, ahora, Afganistán, mientras los franceses se habían anexionado toda Argelia con el dudoso pretexto de que su gobernante había insultado a su cónsul. Cada gran potencia presentaba su imperialismo como el único justificable y denigraba el de las otras potencias.

Después de la Primera Guerra Afgana, en la que los británicos sufrieron una lacerante derrota, y tras los fracasos de Rusia y Gran Bretaña en los khanatos de Asia central, el Gran Juego que libraban rusos y británicos en Asia central entró en una fase de inactividad e incluso de buen entendimiento entre ambas potencias. La visita —de la que nos hemos ocupado más arriba— que hizo Nicolás I a Londres en el verano de 1844, donde se entrevistó con la joven reina Victoria, parecía suscitar las mayores esperanzas. Como ya hemos relatado, en sus conversaciones con los gobernantes británicos, el zar les aseguró que solo deseaba la paz y que no tenía ambiciones territoriales en Asia y, menos aún, ninguna intención de llegar a India. No obstante, los rusos prosiguieron la consolidación de su presencia al este del Caspio. Pero el Gran Juego por la hegemonía en Asia central seguía planteado y solo momentáneamente pasaba por una etapa de tregua, más aparente que real.

REVOLUCIÓN, GUERRA E IMPERIALISMO EN LA ETAPA FINAL DEL REINADO

Después de su triunfo sobre los rebeldes polacos en 1830, Nicolás estaba persuadido de que solo una política de mano dura, que aplastase sin contemplaciones cualquier atisbo de contestación contra el orden establecido, podía frenar el impulso revolucionario. Y a esos criterios respondió su actuación política, tanto en el interior como en el exterior. La «Tercera Sección» de su Cancillería vigilaba sin descanso a los hipotéticos sospechosos y muchos miles de personas eran confinados cada año en Siberia, por plazos de tiempo mayores o menores. La censura funcionaba sin descanso y, en ocasiones, como en el caso de Pushkin, era desempeñada personalmente por el propio Nicolás. El zar sentía el mayor de los desprecios por las concesiones políticas que muchos monarcas occidentales hacían a las nuevas ideologías y, como ya hemos relatado, solo con enormes reticencias aceptó reconocer y establecer relaciones con Luis Felipe de Orleans, que, en su concepción, no era más que un usurpador cuyo acceso al trono era una burla del sacrosanto principio monárquico.

Para los monarcas que encarnaban el principio de legitimidad, la cesión ante el revolucionario principio de las nacionalidades —que Nesselrode consideraba la «negación de la historia», porque destruiría a casi todos los grandes Estados— era vergonzosa. Los dirigentes rusos eran muy conscientes de los efectos letales que este último principio podría llegar a tener en un imperio esencialmente multinacional como el suyo, y da toda la impresión de que, a pesar de sus negativas a intervenir en el extranjero, estaban más decididos a hacerlo para frenar al nacionalismo rampante que se enseñoreaba de Europa, que para defender el obsoleto principio de la legitimidad monárquica, tal y como había sido definido por los fundadores de la Santa Alianza. Se explica así que desde febrero de 1848 San Petersburgo se mostrase dispuesta a dar a Austria su «apoyo moral» ante los problemas que empezaban a planteársele en su italiano Reino Lombardo-Véneto y que se añadiese que si una tercera potencia —que no podía ser otra que Francia— interviniese en estos asuntos italianos, Rusia vería en ello «un caso de guerra europea» que la induciría a consagrar «todas sus fuerzas» a la defensa de Austria. Y algo parecido se pensaba acerca de la eventualidad de que se constituyese una Alemania unida, que sería un «formidable vecino».

Ya en 1849, cuando la atención internacional estaba centrada en los asuntos italianos y la actuación del nuevo presidente de la República francesa, Luis Napoleón Bonaparte (cuyo análisis escapa a nuestro objeto), se produjo el acontecimiento que determinaría la intervención internacional de Rusia. En el mes de abril los rebeldes húngaros lograron expulsar a los austriacos de su suelo, declararon depuesto al emperador Francisco José y a toda la dinastía Habsburgo y proclamaron la independencia, bajo la dirección de Kossuth. Schwarzenberg —nuevo canciller austriaco, que había sucedido a Metternich— rechazó la ofrecida ayuda prusiana, porque llevaría como contrapartida la aceptación de la supremacía de Prusia en Alemania, pero aceptó la que «sin condiciones» le ofreció Nicolás I. El 9 de mayo el zar anunciaba su intervención en Hungría. Según el mismo Nesselrode, la no intervención de Rusia había sido hasta el momento el precio de la neutralidad francesa, pero una vez que se había producido la intervención francesa en Italia, en Roma concretamente, San Petersburgo se sentía con las manos libres. Las motivaciones de la intervención rusa iban mucho más allá de la solidaridad monárquica entre los imperios austriaco y ruso. A Rusia le preocupaba que el ejército rebelde húngaro contaba con un cuerpo polaco, con unos efectivos de 10.000 hombres, al mando de Dembiski. Por todo ello, era previsible que, si triunfaba el levantamiento, se plantearía inevitablemente de nuevo la cuestión polaca. En la hipótesis más favorable era muy probable que la revolución se extendiese a la Galitzia, la parte austriaca de Polonia. Y de allí no podía descartarse que se contagiase todo el «Reino de Polonia», sometido a la férula rusa, especialmente después de la represión que siguió a la insurrección de 1830. Tampoco quería Rusia que los disturbios se extendiesen a los principados danubianos, Moldavia y Valaquia, que ocupaba desde julio de 1848, precisamente en el momento en que se percibieron los primeros síntomas de inquietud. Se explica así que cuando Rusia inicia su intervención en Hungría en julio de 1849, firme un tratado con Turquía en virtud del cual se preveía una ocupación conjunta de Moldavia y Valaquia, hasta que se restableciese el orden.

Es así como, tan pronto como recibe la petición austriaca, Rusia envía a parte de las tropas que tenía estacionadas en los principados danubianos, más un ejército de 150.000 hombres, procedentes de Polonia, al mando de Paskievich. Los húngaros, al mando de Görgey, resistieron heróicamente durante dos meses, pero al final tuvieron que rendirse. Paskievich se dirige al zar en términos parecidos a los de 1831, cuando aplastó la rebelión polaca y entró de nuevo en Varsovia: «Hungría está a los pies de Vuestra Majestad». Rusia había salvado a la dinastía de los Habsburgo, pero, como escribe Troyat, «como antes los polacos, los húngaros no perdonarán a Rusia esta injerencia brutal en los asuntos de su patria»17. Nicolás se siente, no obstante, en este momento central del siglo XIX, cuando se cumple ya el cuarto de siglo de su reinado, el monarca más poderoso e imponente de Europa.

La guerra de Crimea

Pero Nicolás no parece darse cuenta de que esa hegemonía en la que se siente instalado es mucho más aparente que real, ni de que el precio de su poderío es un aislamiento que va a costarle muy caro en el futuro. Rusia no tiene ni un solo aliado verdadero. Austria, que ha sido salvada por la intervención rusa en Hungría en 1849, se va a olvidar muy pronto de aquella decisiva operación y perseguirá sus propios intereses en los Balcanes, donde chocan abiertamente con los rusos. Las complejas relaciones con Prusia, donde los liberales y nacionalistas son cada vez más influyentes, no mejoraron sensiblemente. Gran Bretaña, desde su «espléndido aislamiento», contempla distantemente los asuntos del continente. Sus intereses coinciden con los de Rusia en el deseo de que ninguna de las dos potencias germánicas se imponga decisivamente sobre la otra. Pero tampoco se ven con simpatía desde Londres las pretensiones hegemónicas de Nicolás. El implacable expansionismo ruso y la consiguiente rusofobia siguen siendo dogmas generalmente admitidos en Gran Bretaña, tanto en los medios políticos como en la opinión pública. En Asia y en el Próximo Oriente, Rusia y Gran Bretaña siguen enzarzadas en esa peculiar guerra fría que es el Gran Juego. En todo Occidente, por otra parte, el régimen autocrático ruso es considerado un sistema retrógrado, intolerante, incapaz de reformarse como lo estaban haciendo las otras monarquías europeas.

Tampoco con relación a Francia se puede esperar que se consoliden unas buenas relaciones. El destronamiento de Luis Felipe, un rey usurpador, fruto de la revolución, según el criterio de Nicolás I, produjo una indisimulada satisfacción en el zar ruso. Cuando los franceses eligieron a Luis Napoleón Bonaparte como presidente, le pareció un paso en la buena dirección, impresión que vio ratificada por el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, por el cual Luis Napoleón se convirtió en príncipe-presidente vitalicio. Pero cuando Luis Napoleón se convirtió en el emperador Napoleón III, estimó que todo aquello suponía una burla para los principios legitimistas, que para él eran sagrados e intocables. Su animadversión contra Napoleón III llegó a obsesionarle y a cegarle de tal manera que, en muy buena medida, ahí deben buscarse las razones de muchas decisiones tomadas por el zar en los años siguientes que, a la postre, se mostraron como errores garrafales que llevaron a la guerra de Crimea, en la que Rusia, sola contra una coalición europea, pierde la ventajosa posición de que había gozado durante toda la primera mitad del siglo XIX y su papel preponderante en los asuntos europeos. A partir de aquel momento, y después de un año 1851 que fue considerado el año de la paz en Europa, se empiezan a acumular los nubarrones sobre el horizonte político europeo. Nesselrode advertía al zar que se aproximaban tiempos peligrosos y subrayaba: «La falta de principios de Napoleón hace imposible establecer verdaderas relaciones de confianza, hace obligatoria la vigilancia y pone a Europa en alerta permanente. Es la paz, pero una paz armada con todos sus costos y sus incertidumbres. Solo la unión de las grandes potencias es capaz de garantizar esa paz».

El enfrentamiento entre Rusia y Francia, que había de conducir a la guerra de Crimea, se basaba en la irreconciliable actitud del zar ruso contra Napoleón III, pero tuvo como causa inmediata la disputa entre los monjes católicos y ortodoxos establecidos en Tierra Santa. Desde el siglo XVIII, el sultán turco, a cuya soberanía estaban sometidos los Santos Lugares, transfirió a monjes ortodoxos algunos de los privilegios de que antes disfrutaban los monjes católicos. Al servicio de sus intereses políticos en la zona, Francia muestra un renovado interés por los Santos Lugares que, necesariamente, chocaba con el tradicional interés de Rusia por fortalecer sus lazos con las Iglesias ortodoxas, cuya protección se arrogaba San Petersburgo. Este interés se había reflejado por el ingreso en la Academia eclesiática de San Petersburgo de seminaristas serbios y búlgaros y por el envío en 1843 de una misión a Siria y Palestina para estudiar la situación de los ortodoxos y la posibilidad de establecer en Damasco o en Beirut centros de enseñanza religiosa18.

Durante 1851, cristianos griegos y latinos, apoyados respectivamente por Rusia y Francia, se enfrentaron ásperamente en los Santos Lugares por las llaves de la iglesia de la Natividad de Belén y por el asunto de la reparación de la cúpula de la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Los turcos, ya entrado 1852, maniobraron entre ambos como pudieron, ganándose la irritación creciente de los rusos, que los acusaban de duplicidad y mala fe. Rusia se aferraba a una interpretación del tratado de Kuchuk-Kainardzhji y de otros tratados ruso-turcos que implicaba una versión extensiva de la discutida prerrogativa de Rusia como «protectora de la Iglesia griega», que no podía ser aceptada ni por los turcos ni por nadie. Ni Nicolás ni la mayor parte de sus diplomáticos fueron capaces de darse cuenta de que la situación internacional había cambiado profundamente después de 1848 y que la propia relación de Rusia con el Imperio otomano ya no permitía los usos y las prácticas que habían sido habituales hasta entonces.

Las ya tensas relaciones ruso-turcas y franco-rusas llegan a un nivel explosivo cuando, en diciembre de 1852 y por medio de un firman, el sultán entrega las llaves de la iglesia de la Natividad de Belén a los monjes católicos, si bien con notables limitaciones. Nicolás lo consideró una afrenta personal, una inaceptable pretensión de sustituir en Constantinopla la influencia rusa por la francesa y un atentado a las propias bases de la política rusa hacia Turquía. Nicolás, al que no le era ajeno un cierto espíritu de cruzada, se sentía estimulado, por otra parte, por el impulso mesiánico que siempre había estado presente en la política exterior rusa. En Rusia se vivía un momento de auge de los eslavófilos que, como Chevyrev y Pogodin, profesores de la Universidad de Moscú, «exaltaban la misión ancestral de la nación rusa, campeona del orden y de la fe en una Europa atrapada por la decadencia»19. Una proyectada expedición militar contra Turquía no llegó a realizarse porque los consejeros militares del zar le disuadieron, al preveer acertadamente que eso provocaría inevitablemente una guerra generalizada que Nicolás no quería en ese momento. El zar se conformó con acosar militarmente a Moldavia y Valaquia, los siempre famosos principados, mientras sus barcos hacían lo propio en las costas turcas del mar Negro.

En el plano diplomático, en febrero de 1853 San Petersburgo comisionó al príncipe Aleksandr Sergeyevich Menshikov para que, como embajador extraordinario ante el sultán Abdul Medjid, plantease las pretensiones rusas de que se le reconociese al zar la función de protector de los ortodoxos, de acuerdo con las provisiones del polémico tratado Kutchuk-Kainardzhji de 1774 en cuyo artículo VII la Puerta «prometía proteger la religión cristiana y sus iglesias», así como «permitir que los ministros rusos hiciesen representaciones ante Constantinopla acerca de la nueva iglesia».

Durante la estancia de Menshikov en Constantinopla hubo muchas ocasiones en las que los rusos habrían podido darse cuenta de que la situación era muy distinta a la que ellos habían imaginado y que, por tanto, el planteamiento de la misión estaba equivocado de arriba abajo, pero el afán por mantener o recuperar el prestigio les impidió hacer ese análisis. El 5 de mayo Menshikov presentó un ultimátum que vencía el día 10. Rusia insistía en obtener un sened o convenio en el que se confirmasen todos los derechos y privilegios concedidos a los ortodoxos ab antiquo, así como todos los que hubieran sido concedidos a los otros cultos cristianos o que pudieran obtenerse en el futuro. En otro caso, Rusia cerraría su misión diplomática, salvo la sección comercial, y se suponía que a la medida seguiría la ocupación de los principados y, quizá, una ataque naval a Constantinopla, Varna o Burgas.

Nicolás no valoró tampoco adecuadamente la posición inglesa y parece que no llegó a entender nunca del todo sus motivaciones ni sus condicionantes, entre los que pesaba con enorme fuerza una opinión pública que, influida por una prensa que continuamente utilizaba los argumentos «rusófobos», que con tanta amplitud habían circulado en Gran Bretaña, exigía la defensa del «honor inglés» y que se pusiese un freno a la autocracia zarista. Pero eso no significaba que el Foreign Office no estuviese dispuesto a facilitarle al zar una retirada honorable, «permitiéndole obtener de la Puerta algunas satisfacciones de forma». Por otra parte, hay que tener presente que —como subraya Renouvin— «los industriales ingleses estaban descontentos con la política aduanera rusa, que, por proteger una industria textil todavía en sus comienzos, gravaba las importaciones de productos de algodón con un derecho tres o cuatro veces más elevado que la tarifa austriaca o la de la Zollverein». Por otra parte, el Imperio otomano se había convertido para Gran Bretaña, después del tratado de comercio de 1838, en un buen comprador de productos manufacturados y un buen proveedor de cereales20.

Rechazado su intempestivo ultimátum, Menshikov se marchó de Constantinopla con las manos vacías y las relaciones diplomáticas entre Rusia y Turquía quedaron rotas. Como recuerda Troyat, cuando Nicolás I recibió el informe de Menshikov, exclamó: «¡Siento sobre mi mejilla los cinco dedos del sultán!»21. En los ultimos días de mayo, el zar ordenó la ocupación de Moldavia y Valaquia, los famosos principados danubianos que, como siempre, constituían el punto neurálgico de la cuestión de Oriente, aunque las tropas rusas no cruzaron el Prut hasta el 2 de julio.

Ante el cariz que iban tomando los acontecimientos, británicos y franceses acercaron sus flotas a los Dardanelos, que quedaron fondeadas en la bahía de Besika, sin penetrar en el estrecho. Las dos partes «cristianas» del conflicto, esto es, británicos y franceses por una parte y los rusos por la otra, se dedicaron a «cortejar» a las dos potencias centroeuropeas, Prusia y Austria, que, por razones diferentes, no tenían ningún interés en implicarse en el conflicto. En un esfuerzo final por evitar el conflicto, Gran Bretaña y Francia concertaron con Prusia y Austria, durante el verano de 1853, la llamada «nota de Viena», debida en buena medida a Buol, nuevo ministro austriaco de Exteriores del primer ministro Bach, que había sucedido a Schwarzwenberg el año anterior. La nota establecía que la Puerta no alteraría las condiciones de los cristianos «sin previa concertación con los gobiernos de Francia y Rusia». Nesselrode, que aceptó la nota el 5 de agosto, hizo una interpretación de su contenido que molestó a todos, hasta el punto de que las flotas británica y francesa recibieron la orden de penetrar en los Dardanelos. La prudencia de Stratford, embajador británico en Constantinopla, retrasó el cumplimiento de esa orden, en la esperanza de que se pudiese llegar todavía a un arreglo.

El último intento, también fracasado, pudo ser la reunión en Olmütz de Nicolás con Francisco José, a finales de septiembre de 1853. El zar ofreció a este manos libres en los Balcanes occidentales, repitió la idea de Constantinopla como ciudad libre y sugirió un protectorado conjunto sobre los principados danubianos, Valaquia y Moldavia. Pero el emperador austriaco rechazó las ofertas y solo accedió a una posible alianza si se les unía Prusia. Efectivamente, Federico Guillermo IV se encontró con los dos emperadores en Varsovia, pero se mantuvo firme en su posición de neutralidad y reiteró esa misma actitud cuando Nicolás le visitó poco después en Potsdam. Una nueva versión de la nota de Viena, redactada también por Buol, tampoco tuvo éxito. Esta imposibilidad de llegar a un entendimiento entre los tres imperios es vista por Taylor como el fin de la Santa Alianza, que, en realidad había dejado de existir mucho tiempo antes. Con esa o con otra denominación, lo que deseaba Napoleón III era que se rompiese el entendimiento entre las monarquías conservadoras, un objetivo que conseguiría aun antes de que se iniciase la guerra. Nicolás I, sorprendido e irritado por la actitud de Austria, llega a afirmar: «Le daré la libertad a Polonia, renunciaré a ella antes que olvidar la traición austriaca». Pero Austria desde hace ya mucho tiempo tenía decidido marcar distancias con Rusia.

Tampoco supo prever el zar que el entendimiento entre Francia y Gran Bretaña tenía la solidez suficiente como para afrontar una guerra. Nicolás siempre creyó que esa alianza no se mantendría, pero para Napoleón III se trataba de una decisión estratégica de la mayor importancia en el marco de sus planes políticos. La entrada de barcos británicos y franceses en los Dardanelos —que gracias a los esfuerzos de Stratford se retrasó hasta el 21 de octubre— era un «paso decisivo», como subraya Grenville:

Socavaba la base del acuerdo de los estrechos de 1841, del que Rusia formaba parte. Habría barcos de guerra franceses y británicos en Constantinopla, pero no rusos: el equilibrio estaba roto. Hubo una última y frenética actividad diplomática por parte de los austriacos y de los rusos; Napoleón III todavía quería encontrar la manera de evitar la guerra. Pero no fue posible convencer a los turcos de que hicieran concesiones a Rusia, ahora que los principados habían sido ocupados y los buques de guerra británicos y franceses protegían Constantinopla22.

Entretanto, la fiebre bélica crecía en Constantinopla y las elites turcas presionaban al sultán Abdul Medjid I para que defendiese el Imperio, una de cuyas partes, los principados danubianos, estaba ocupada por Rusia. Pero los rusos se negaron a retirarse, a menos que la Puerta aceptara sus exigencias. El 4 de octubre de 1853 Turquía declaró la guerra a Rusia, y aunque Stratford presionó al sultán para que no iniciase las hostilidades, las tropas turcas cruzaron el Danubio el 23 de octubre y mataron a varios rusos. Las opiniones públicas occidentales se volvieron contra la barbarie turca, pero la diplomacia rusa no supo aprovechar la coyuntura. Había empezado la primera fase de la guerra de Crimea, la guerra ruso-turca. El 30 de noviembre barcos rusos al mando del almirante Nakhimov destruyeron una importante escuadra turca en Sinope, con gran escándalo de los gobiernos y de la opinión pública occidentales, que clamaron indignados contra lo que se llamó «la masacre de Sinope». El ataque naval ruso, en un momento en que la flota anglo-francesa estaba anclada en el Bósforo, parecía un reto lanzado contra las potencias occidentales. Napoleón III conminó solemnemente a Nicolás para que suspendiera las operaciones militares, sin que el zar abandonase su actitud arrogante. En diciembre de 1853 los embajadores rusos abandonaron Londres y París. El 27 de febrero de 1854 Gran Bretaña y Francia enviaron un ultimátum a Rusia exigiéndole la retirada de los principados, que, al ser rechazado, implicaba la guerra. El zar anunció a su pueblo, por medio de un manifiesto, que estaban en guerra con Francia e Inglaterra, ya que estos dos países se habían colocado «del lado de los enemigos de la Cristiandad». Francia y Gran Bretaña firmaron con Turquía un tratado de alianza. Troyat hace esta consideración:

Con estupor, Nicolás constata que las grandes potencias, pero también los Estados secundarios [como sería el caso de Piamonte-Cerdeña], se coaligan contra él para defender al islam. Creyendo reunir bajo su bandera a toda la Cristiandad, no ha logrado sino poner en su contra una híbrida alianza de liberales, católicos y musulmanes. No está rodeado sino de ingratos y traidores. Pero, sin embargo, se obstina en su concepción de una misión providencial, que debe asumir hasta el límite de sus fuerzas. Quiere ser el autócrata ruso por excelencia. El más «zariano» de todos los zares de Rusia. Esta imagen de paradigma del despotismo es la que pretende dejar a las generaciones futuras […]. El imperialismo ruso, de tendencia mesiánica, se va a enfrentar con el imperialismo comercial e industrial de Occidente.

Nicolás se queda solo y el mismo Troyat señala su falta de flexibilidad hacia los otros jefes de Estado que le había llevado a «herir en su amor propio a la mayor parte de estos, exhibiendo una protectora altanería»23. Nicolás no tenía amigos a los que recurrir ni sucitaba ninguna simpatía entre sus colegas. Estaba solo, como demostró la desastrosa guerra de Crimea.

Entretanto los británicos y los franceses habían desembarcado en la península de Gallipoli, al otro lado de los Dardanelos, precisamente porque desde allí pretendían salir al paso de los rusos en su supuesto avance hacia Constantinopla. La falta de un enemigo con el que enfrentarse llevó a los comandantes aliados a trasladar a sus ejércitos por la vía marítima de los estrechos hasta Varna, en la costa búlgara del mar Negro. Pero cuando llegaron allí, en junio de 1854, los rusos ya habían iniciado su retirada del Danubio y los principados, operación que quedó completada en agosto. La causa inmediata de la guerra había desaparecido.

Existía en París y Londres una sensación de desaliento e incluso de ridículo. Sencillamente, las tropas británicas y francesas no habían podido encontrar un enemigo con el que luchar durante los cinco primeros meses de la guerra. Sin embargo, sufrieron pérdidas muy elevadas. El cólera y las fiebres endémicas hicieron estragos en los campamentos y mataron a muchos hombres24.

Pronto se supo —porque hasta llegó a publicarlo en The Times su famoso corresponsal William Howard Russell— que, evaporada la posibilidad de luchar en los Balcanes y el Danubio, los aliados, que necesitaban una victoria a toda costa, iban a llevar la guerra al suelo ruso, a la península de Crimea: se trataba de conquistar Sevastopol, principal base naval rusa en el mar Negro, lo que supondría un duro golpe a la supremacía rusa en ese mar y simbolizaría los objetivos de la guerra. Además, ese golpe a la potencia naval rusa sería una medida efectiva de defensa del Imperio otomano. Aunque sabían que Crimea sería el objetivo, los rusos se equivocaron porque estimaron que los aliados esperarían a la primavera de 1855 para la invasión, sin calcular que, dado el terrible tributo que en forma de muerte por enfermedad estaban pagando los aliados, no podían arriesgarse a pasar todo un invierno en aquellas inhóspitas latitudes. Este error de cálculo explica también que los rusos no reforzaran las tropas de Crimea que, al mando del almirante Menshikov, deberían rechazar a los invasores.

Como Sevastopol era inexpugnable por mar, dadas sus formidables defensas de costa, el mando aliado decidió que la operación se debía realizar por tierra y desembarcaron para ello en Eupatoria, a bastante distancia de Sevastopol, el 14 de septiembre de 1854. El ejército anglo-francés, compuesto por 62.000 hombres, se enfrentó con los rusos, que solo contaban con 35.000, en la batalla del río Alma, el 20 de septiembre. Los aliados vencieron, ante la inferioridad numérica de los rusos, pero no supieron explotar la victoria y perdieron la oportunidad de un asalto rápido a Sevastopol. Esta derrota fue una enorme decepción para los rusos, cuya debilidad militar quedaba a la vista.

En la ciudad sitiada, cuya defensa dirigían los almirantes Kornilov y Nakhimov, se habían improvisado unas impresionantes defensas terrestres a base de rudimentarios pero eficaces terraplenes. De este modo, Sevastopol, que ya era inexpugnable por mar, se convertía también en un objetivo difícil de tomar por tierra. La presencia de los sitiadores no impidió que los rusos recibieran refuerzos, tanto de hombres como de recursos. Los efectivos rusos aumentaron hasta el punto de poder equipararse e incluso superar a los de los aliados.

El ejército británico, al mando de lord Raglan, logró a principios del otoño de 1854 apoderarse del puerto de Balaclava, situado al sur de Sevastopol, y Menshikov se propuso desalojarlo, sin resultado. La batalla de Balaclava, que tuvo lugar el 25 de octubre, ha pasado a la historia como uno de los hechos de armas más gloriosos para las armas inglesas, a pesar de que terminó en fracaso. La famosa carga de la brigada ligera fue, desde el punto de vista militar, una operación mal diseñada, ya que enfrentó a la caballería británica, situada en el valle, con la artillería rusa, formada por baterías arrebatadas a los turcos, emplazada en lo alto de las colinas. Los británicos se lanzaron valientemente cuesta arriba, pero cuando lograron rebasar a los artilleros rusos, al precio de unas elevadas pérdidas, se encontraron con la caballería del zar, que les obligó a descender en franca derrota. De los 673 hombres de la brigada, fueron baja 247.

La última salida de los rusos se produjo el 5 de noviembre, con el propósito de desalojar a los aliados que ocupaban las cimas de Inkerman. Los rusos no lograron su objetivo y tuvieron que retirarse. Las pérdidas fueron muy altas para ambas partes. El mismo Grenville, para quien «Inkerman se cuenta entre las principales batallas del siglo XIX», señala que su principal resultado fue la paralización de las hostilidades durante todo el invierno. Pero la interrupción de las operaciones militares no impidió que, tanto por el lado de los sitiados como por el de los sitiadores, las pérdidas humanas continuaran acumulándose, como consecuencia de las enfermedades. En enero de 1855, apenas 15.000 soldados británicos estaban en condiciones de combatir. Los franceses, cuyo contingente alcanzaba los 90.000 hombres, tenían una sanidad militar mucho mejor organizada, por lo que pudieron afrontar las epidemias con más medios y con mejores resultados.

Como refuerzo de las tropas aliadas, en la primavera de 1855 desembarcaron en Crimea 55.000 turcos, al mando de Osmán Pachá, que no tuvieron una contribución destacada en el asedio y toma de Sevastopol. Fracasada la eventual implicación de Austria, los aliados franceses y británicos firmaron con Piamonte-Cerdeña, el 28 de enero de 1855, un tratado en virtud del cual el gobierno de Cavour se comprometía a entrar en la guerra. Buscaban los aliados un nuevo contingente, que se concretó en un cuerpo expedicionario de 17.500 hombres que no tuvo un papel destacado en la contienda, ya que actuó como retaguardia de los británicos, que, además, corrían con los gastos de los italianos. Con las aportaciones turca e italiana el conjunto de las tropas aliadas totalizaba en la primavera de 1855 unos 225.000 hombres, cifra similar a la de los defensores rusos encerrados en Sevastopol.

Muerte de Nicolás I y fin de la guerra. El congreso de París

En los primeros meses de 1855 se produjeron cambios importantes en los gobernantes de las potencias implicadas en la guerra. El gobierno de lord Aberdeen cayó el 30 de enero, precisamente a causa de lo que se estimaba como su incompetencia para dirigir la guerra y Palmerston formó un nuevo gobierno que adoptó una actitud más belicosa. Palmerston buscaba incrementar y acelerar las operaciones y darle cuanto antes a los rusos el golpe de gracia. Por el lado ruso, en el mismo mes de enero, Menshikov, sintiéndose incapaz de lograr para Rusia el éxito esperado, presentó al zar la dimisión como comandante en jefe en Crimea. Su puesto fue ocupado por el general príncipe Mikhail Gorchakov.

Pero el acontecimiento más importante fue la muerte de Nicolás I, el 2 de marzo, después de un enfriamiento que degeneró en una neumonía. Desde el otoño de 1854 Nicolás, encerrado en el sombrío palacio de Gatchina, se sentía abrumado por la idea de fracaso. Vinogradov alude a la muerte de Nicolás como producida «en circunstancias que dejan poca duda de que fue un suicidio». Otros historiadores no aceptan esta versión y estiman que el estudio cuidadoso de los papeles personales de Alejandro II llevan a la conclusión de que Nicolás murió de gripe complicada con un enfisema25. Por su parte, Heller escribe que Nicolás I «reina desde hace tanto tiempo, tan autocráticamente, y su muerte es tan brutal, que enseguida se extiende el rumor de que ha muerto envenenado. Sin embargo, los historiadores —añade— no establecerán jamás la realidad de un asesinato o de un suicidio»26.

Aquel mismo mes de marzo de 1855 comenzó en Viena una conferencia preliminar de paz, que, una vez más, tropezaría en la cuestión de los estrechos. Gran Bretaña y Francia insistían en la neutralización del mar Negro, en virtud de la cual tanto los barcos rusos como los turcos quedarían excluidos de la navegación por sus aguas. Se trataba de una interpretación mucho más estricta y negativa para los intereses rusos que la que figuraba en un protocolo del 28 de diciembre anterior que se limitaba a señalar que «el predominio ruso en el mar Negro debe llegar a su fin» y que había sido aceptada por Gorchakov. Pero las negociaciones llegaron a un punto muerto y se interrumpieron en junio de 1855. El nuevo zar, Alejandro II, estaba dispuesto a llegar a la paz, pero no al precio de una cláusula tan humillante y degradante para la soberanía rusa.

Entretanto, los franceses se decantaron por la política de la guerra a ultranza, hasta el punto de que el propio Napoleón III proyectó ir a Crimea a ponerse al frente de sus tropas. Solo la insistencia de los británicos disuadió al emperador de los franceses de sus sueños de gloria personal en Crimea. En este ambiente los aliados se propusieron el asalto final a Sevastopol. Desde el mismo mes de junio los aliados iniciaron la presión sobre la fortificada ciudad rusa, que resistió con heroismo. El punto culminante de esta etapa final del sitio fue la batalla por la conquista de la gran fortaleza de Malakhof, durante la cual, en un solo día, los aliados perdieron 10.000 hombres y los rusos 13.000. El 8 de septiembre cayó Malakhof y el mando ruso llegó a la conclusión de que la situación era insostenible, por lo que se ordenó la evacuación, la voladura de la ciudad y el hundimiento de los barcos anclados en la rada.

Durante los últimos meses de 1855 se combinan las actuaciones diplomáticas con algunas operaciones militares que, a menudo, se quedan en meros proyectos. La novedad más importante era que, para impedir cualquier acceso de Rusia a la desembocadura del Danubio, se exigía de esta la cesión de la parte sur de Besarabia, es decir, la que linda con el curso final del río. Gran Bretaña, que no había negociado estas condiciones, se sumó al final con la pretensión de incluir una garantía de los intereses británicos en Asia central, amenazados, como bien sabemos, por Rusia, pero no lo consiguió. Napoleón III llevaba la voz cantante en esta fase diplomática, en consonancia con el mayor esfuerzo bélico que habían hecho los franceses. A pesar de todo, el emperador de los franceses no logró que se plantease la cuestión de la restauración de Polonia, que le parecía esencial si el objetivo de la guerra era excluir a Rusia de Europa. Gran Bretaña se opuso con el sólido argumento de que tal propuesta echaría de nuevo en brazos de Rusia a Prusia y a Austria, que también perderían sus territorios polacos. Habría sido, se estimaba, una resurrección de la Santa Alianza que provocaría, además, una revolucionaria remodelación del mapa de Europa, que rechazaban todos los gobiernos implicados, salvo el propio Napoleón. Por cierto que en Francia existía un influyente grupo, encabezado por el duque de Morny, hermanastro de Napoleón, partidario de entenderse con el zar a espaldas de los británicos. Pensaba Morny, reconocido especulador y futuro embajador en San Petersburgo, que Rusia era «una mina que debe ser explotada por Francia», y llegó a entrevistarse en secreto con Gorchakov, la estrella en alza de la diplomacia rusa, que representaba la línea «rusa», sin más criterio que la defensa de los intereses rusos, en contraposición a la visión más internacionalista de Nesselrode.

El 1 de febrero de 1856 inició sus sesiones en París el congreso que formalmente pondría fin a la guerra y aplicaría las condiciones de paz acordadas. Era la primera «cumbre», por utilizar el lenguaje del siglo XX, de carácter general que se celebraba después del congreso de Viena, y la elección de París como sede respondía al papel predominante que se atribuía la Francia del II Imperio. Rusia aceptó sin mayor discusión la neutralización de las islas Aaland, pero se resistió en lo relativo a la parte de Besarabia que se la exigía que cediese. Rusia proponía conservar íntegramente esa provincia, a cambio de la fortaleza turca de Kars, en la Anatolia oriental, conquistada poco antes de que se llegase al armisticio. Pero el resultado más notable fue la exclusión de Rusia del «concierto» de las grandes potencias europeas, con la consiguiente pérdida del papel preponderante que había desempeñado desde 1815, e incluso desde el reinado de Catalina la Grande. Por su parte, sintiéndose «traicionada» por Austria, Rusia vuelve la espalda a los Habsburgo y no moverá ni un solo dedo para ayudarles en las tribulaciones a que se verán sometidos por la política de Bismarck, en relación con una Alemania unida en la que Austria no tiene un hueco. Sin abandonar por completo su política tradicional respecto de los Balcanes, Rusia renuncia a cualquier pretensión territorial en la zona y se vuelca en la expansión en Asia, que se convierte en la cuestión prioritaria de su política exterior.

Los acuerdos más importante que se tomaron en el congreso de París y los más comentados en la época fueron los relativos a la neutralización del mar Negro, en virtud de los cuales ni las potencias ribereñas, Rusia y Turquía, ni ninguna otra podían mantener en sus aguas más que un mínimo número de buques de guerra. Tampoco se podían instalar bases navales en sus costas.

Apenas clausurado el congreso de París, en mayo de 1856, el viejo Nesselrode, que tenía 76 años y que dirigía la política exterior rusa desde 1816, abandonó el puesto, en el que fue sustituido por el príncipe Aleksandr Gorchakov, que tenía entonces 58 años. Empieza entonces una nueva etapa de la política exterior rusa señalada, como ya hemos avanzado, por la aproximación a Francia, por el predominio de los intereses rusos sobre cualquier pretensión ideológica legitimista o contrarrevolucionaria y por la acción diplomática para lograr la reversión de los humillantes acuerdos de París. Como escribe Taylor,

[…] para Rusia la guerra había sido una derrota decisiva y el congreso un retroceso sin paralelo. Por eso la política rusa después del congreso tuvo una singularidad de propósito que les faltó a las otras potencias: se volcó en la revisión del tratado de París con exclusión de cualquier otro objetivo. Antes de 1854, Rusia había descuidado, quizá, sus intereses nacionales en beneficio de los intereses europeos; después, durante quince años, se olvidará de cualquier asunto europeo por la persecución de sus intereses nacionales. O, más bien, por la recuperación de su honor nacional. Durante el siglo XVIII e incluso en los comienzos del XIX, el mar Negro y el Próximo Oriente habían sido los espacios decisivos para las ambiciones imperiales rusas. Ahora todo eso empezaba a dejar de ser así. El futuro imperial de Rusia estaba en Asia; su única preocupación en el mar Negro era defensiva. Los Balcanes ofrecían premios triviales comparados con los de Asia central y el Extremo Oriente27.

La guerra de Crimea fue la guerra internacional más importante en el largo período que transcurre entre las guerras napoleónicas y la Primera Guerra Mundial. La cifra total de muertos superó los 800.000, de los cuales más de la mitad, unos 450.000, eran rusos, 180.000 franceses, 150.000 turcos y 45.000 británicos. Pero de todos estos muertos, solo el 20 por 100 murió en combate, mientras que el 80 por 100 restante fue víctima de las enfermedades, tifus, cólera y otras fiebres. Esta guerra mostró la importancia de la sanidad militar y, en Gran Bretaña, gracias a Florence Nightingale, que, durante toda la contienda, primero en Scutari, después en Crimea, había prestado una meritoria y esforzada actividad al servicio de los heridos y enfermos, se creó poco después la primera Escuela de Sanidad Militar. También es esta guerra importante porque fue la primera seguida con permanente atención por las opiniones públicas occidentales, gracias a los corresponsales de guerra que informaban desde el campo de batalla, como William Howard Russell, considerado el primero y más grande de ellos, o Thomas Cheney, que, desde la retaguardia, dio cuenta de las lamentables condiciones del hospital de Scutari.

La guerra de Crimea mostró el atraso y las carencias de Rusia. No tenía infraestructuras, ningún ferrocarril unía el centro del Imperio con el sur y el armamento ruso, como su marina de guerra, se había quedado anticuado en un momento en que se habían producido grandes avances técnicos que los ejércitos occidentales ya habían incorporado. Russell, desde The Times, cuando informaba de la resistencia de Sevastopol, escribía que los aliados se habían equivocado cuando pensaron que era «una ciudad de cartón piedra». Lo grave es que el Imperio, por sus debilidades manifiestas, sí demostró ser de cartón piedra. Como escribe Saunders, «un régimen que no puede ganar una guerra sobre su propio suelo está maduro para la reforma»28. Ese fue el reto con el que se enfrentó el nuevo zar Alejandro II.