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EL REINADO DE ALEJANDRO I:
DE LA ESPERANZA REFORMISTA A LA DECEPCIÓN AUTORITARIA

FORMACIÓN Y JUVENTUD DE ALEJANDRO PAVLOVICH

En el mismo momento de su nacimiento, el 24 de diciembre de 1777, en el recién estrenado palacio de Tsarskoe Selo, Alejandro Pavlovich les fue arrebatado a sus padres, el futuro Pablo I y María Fedorovna, y fue puesto bajo la tutela inmediata de su abuela, la gran Catalina, que dirigió su educación, así como la de su hermano Constantino, dos años menor que él. De alguna manera podríamos decir que Alejandro fue objeto, o víctima, de un contradictorio experimento educativo, ya que si, por una parte, se le familiariza desde muy niño con las ideas de la Ilustración, que, a diferencia de su hermano, abraza con entusiasmo, por la otra se quiere hacer de él un digno heredero —y hasta un sucesor inmediato— de la autocracia de Catalina y de su política de expansión imperial.

Catalina traza con el mayor detalle lo que hoy llamaríamos el plan de estudios de sus nietos los grandes duques, fija los principios que deben regir su proceso educativo y elige cuidadosamente a los profesores que deben impartir las enseñanzas. En 1786, cuando Alejandro no había cumplido todavía los nueve años, Catalina decide encomendar la educación de sus dos nietos a un suizo del cantón del Vaud, Frédéric Cesar La Harpe, que había llegado a Rusia en 1782, «contratado» por Grimm, el «agente» intelectual y propagandístico de la emperatriz. La Harpe había fascinado a Catalina por su conocimiento de la obra de su paisano Rousseau y de otros muchos de los autores más leídos del momento. Además era un hombre bien parecido, lo que, para Catalina, era siempre una buena carta de recomendación. Su identificación con las ideas de la Ilustración y la soltura con que se refería a los medios intelectuales de París, que conocía muy bien, convencieron a la emperatriz de que nadie mejor que él para encargarse de la educación de los grandes duques, a los que ella quería convertir para el futuro en prototipo de «soberanos ilustrados». Y ello a pesar de que los sentimientos republicanos del nuevo preceptor eran más que evidentes. Desde el primer momento, Alejandro, muy sensible a la belleza, tanto femenina como masculina, se siente fascinado por su nuevo preceptor y, al instante, se establece entre ambos, como escribe Mourousy, «una especie de corriente magnética», cuyos efectos se dejarían sentir durante muchos años y seguiría siendo patente y efectiva cuando Alejandro se convirtió en emperador1. Por el contrario, Constantino no se sintió en absoluto atraído por el nuevo profesor, al que consideró, desde el primer momento, insolente y pretencioso2.

La Harpe atiborró aquellas mentes infantiles con lecturas incesantes de los autores de moda, que no siempre fueron bien asimiladas por Alejandro, el único que las seguía con interés. Constantino, efectivamente, ignoró todas aquellas lecturas, que no suscitaban en él la menor curiosidad. Rousseau, Locke, Gibbon, Mably y muchos más fueron leídos y comentados por La Harpe y dejaron una impronta duradera en la receptiva mente de Alejandro. Esta educación, fundamentalmente humanística, se completaba con la obligada formación militar, por la que Alejandro no sentía ninguna atracción y que consistía en ejercicios prácticos que se desarrollaban en Gatchina, palacio construido por Rinaldi y situado a unos 24 kilómetros de San Petersburgo, donde vivían, casi confinados, los padres de Alejandro, Pablo y María Fedorovna. Allí se había creado una pequeña corte en la que se organizaban con frecuencia desfiles militares, que le servían a Pablo para dar rienda suelta al prusianismo que había heredado de Pedro III.

Las visitas a Gatchina eran casi las únicas ocasiones en que Alejandro y su hermano tenían oportunidad de estar con sus padres. Alejandro, en aquellas ocasiones, hablaba con entusiasmo de La Harpe, pero sus padres, sobre todo Pablo, descalificaban sin ningún miramiento a aquel «sucio jacobino», con la consiguiente confusión del joven Alejandro, que adoraba al maestro y sus enseñanzas. Mientras que el suizo le decía que todos los hombres son iguales, Pablo afirmaba que los hombres debían ser tratados como perros y prohibía a su hijo que utilizase en su presencia la palabra «república», de la que, a veces y de acuerdo con las lecciones de La Harpe, hablaba con pueril entusiasmo el futuro Alejandro I.

A pesar de estas discrepancias, Alejandro sentía un cariño espontáneo por sus padres y nunca pudo entender por qué la poderosa Catalina los mantenía alejados de la Corte. Muy pronto, sin embargo, se dio cuenta del proyecto de esta de saltarse a Pablo en el orden sucesorio y designarle a él como sucesor inmediato. El joven Alejandro, ayuno de cualquier ambición, rechazó siempre de plano aquel designio de su abuela, por la que, por otra parte, nunca pudo sentir un afecto sincero. La pública conducta de esta con su interminable cohorte de amantes, rayana siempre en el descoco, perturbaba aquella mente infantil que no lograba entender aquel complejo mundo en el que tenía que moverse. En medio de aquella confusión, su única referencia segura era La Harpe, por el que llegó a sentir un desbordante afecto.

La tensión en el seno de la familia imperial rusa se hizo cada vez más insoportable, a medida que Catalina, sobre todo desde 1791, insiste una y otra vez en su propósito de desheredar a Pablo. Situado entre Tsarskoie Selo y Gatchina, el joven gran duque se resiste tanto a la forzada ruptura con sus padres como a los planes de su abuela de colocarle en el trono a su muerte, descartando a Pablo, cuyos derechos eran obvios. Muy posiblemente es en esta época cuando Alejandro empieza a experimentar un sentimiento de rechazo del poder y de las exigencias que implican las responsabilidades imperiales. Esta actitud, que se convierte en un factor clave de su compleja personalidad, no le abandonará nunca y se hará aún más perceptible en los últimos años de su reinado. En aquel período final de su reinado y de su vida, esta repugnancia por cuanto significa el poder político aparece frecuentemente en las conversaciones con sus íntimos y la idea de la abdicación, con la que también jugó en sus años juveniles, viene una y otra vez a sus reflexiones. Su hermano Constantino tampoco tuvo ningún apego por el poder, como queda a la vista por su anticipada renuncia a sucederle cuando en 1825 Alejandro muere (o desaparece, como dice la leyenda y algún historiador) sin hijos. No se puede decir lo mismo de su ambiciosa hermana Catalina, que acarició la idea de ocupar el trono en el que su hermano parecía sentirse tan incómodo, a pesar de que entre ambos también existió un desbordante afecto.

A los dieciséis años, Catalina II dio por terminada la educación de su dilecto nieto e inmediatamente le buscó una esposa, que, siguiendo la tradición de la Casa Imperial rusa, no podía ser sino una princesa alemana. La elegida es la jovencísima hija del margrave de Baden, Luisa, que solo tenía catorce años y que tras el matrimonio, celebrado el 3 de octubre de 1793, y la obligada conversión a la Ortodoxia de la esposa será llamada Isabel Alekseievna. Adam Czartoryski, el príncipe polaco, el mejor y más que amigo íntimo de Alejandro, escribirá: «Es imposible contemplar una pareja más bella. Los dos brillan por su gracia, por su juventud, por su bondad». La joven esposa mantendrá durante toda su vida una intensa correspondencia con su madre, que es una valiosísima fuente documental para el conocimiento del reinado de Alejandro I.

Alejandro dedica su tiempo a sus amigos, con los que ahora habla insistentemente de política, recuperando, poco a poco, un interés por los asuntos públicos que sus educadores habían echado tanto en falta. Alejandro y estos amigos íntimos, todos ellos empapados de los ideales de la Ilustración, critican con dureza la política de Catalina, primero, y de Pablo después. De todos estos amigos el más importante y el más íntimo es Adam Czartoryski, patriota polaco que, después del levantamiento de Kosciusko, en 1794, había sido invitado a instalarse en San Petersburgo, donde trabará una estrecha amistad con el gran duque que durará, con altibajos, toda la vida. El lugar que en los afectos de Alejandro había ocupado hasta entonces La Harpe —despedido por Catalina cuando se le hace ver que las ideas del suizo son «idénticas» a las de los revolucionarios franceses que acaban de ejecutar a Luis XVI— será ocupado a partir de ese momento por el príncipe polaco, siete años mayor que Alejandro, que se convierte en el confidente íntimo del futuro zar.

LA PRIMERA ETAPA DEL REINADO: LAS REFORMAS

Alejandro I sube al trono a los veintitrés años y muere veinticinco años después, a los cuarenta y ocho, un cuarto de siglo durante el cual tanto la política interior como la exterior de Rusia experimentan enormes virajes. Como era habitual, el nuevo emperador publica un manifiesto en el que explica sus propósitos políticos. Consciente del estado de opinión de la Corte, que gustaba de contraponer la penosa situación a que, en su estimación, había llegado Rusia bajo Pablo I con los brillantes días del reinado de Catalina la Grande, Alejandro promete volver a los modos y estilo de gobernar de su abuela. Algunos de los primeros actos del nuevo emperador dieron satisfacción a las expectativas y, en esa línea, una amnistía devolvió sus dignidades a unas 12.000 personas que habían sido castigadas por Pablo I. Se anularon las medidas que restringían los viajes al extranjero y la entrada en Rusia, se suavizó la censura y se autorizó de nuevo la actividad de los editores privados.

Pero muy pronto aquellas nacientes esperanzas quedaron defraudadas. Un testigo de la época, el alemán del Báltico, Gustav Rozenkampf, que desempeñó un papel importante en las reformas de los primeros años de Alejandro I, escribió que «quienes esperaban que el emperador Alejandro retornase al sistema de gobierno y legislación de la gran emperatriz se equivocaron cruelmente». Se hicieron incluso muchos nuevos ukases inspirados en los ideales liberalizantes de Alejandro, pero sus propósitos se quedaron en las páginas de los códigos y no pasaron nunca a la realidad, porque, como escribe Saunders, «en Rusia la distancia entre publicar decretos y asegurarse de que tendrán efecto era inmensa»3. Se explica así que la comisión legal creada en 1801, que a primera vista podía parecer una reedición de la famosa Comisión Legislativa creada por Catalina, no fuera ni sombra de aquella. Alejandro incluyó en su equipo dirigente al «liberal» Aleksandr Radischev, indultado de su destierro en Siberia. Pero al frente de la misma puso a un conservador a ultranza, Zavadovskii, que ante las propuestas radicales de cambio del escritor llegó a preguntarle si no había tenido ya destierro suficiente en Siberia. Poco después Radischev se suicidó.

Pero desde el primer momento el nuevo emperador confió más en sus íntimos amigos que en las instituciones formales como inspiradores y consejeros de su política. Se constituye así lo que los historiadores han denominado el Comité Secreto, Íntimo o Extraoficial, que funcionó durante dos años y en el que se abordaron los asuntos más importantes, tanto internos como internacionales. Formaban parte del Comité Czartoryski, Stroganov, Kochubei y Novosiltsev, y mientras residió en San Petersburgo, entre agosto de 1801 y mayo de 1802, el antiguo tutor de Alejandro, La Harpe, fue una especie de miembro «externo» del Comité. Estos jóvenes amigos del emperador tenían grandes proyectos y ambiciones políticas y algunos de ellos tomaron abundantes notas de los trabajos y discusiones del Comité, lo que hace posible un detallado conocimiento de cuáles fueron las preocupaciones de aquellos decididos reformadores que acariciaban grandes proyectos, casi todos ellos frustrados. Alejandro llamaba en broma a este grupo «mi Comité de Salud Pública», una alusión a la Revolución francesa que, como escribe Riasanovsky, «habría producido escalofríos en la espalda de sus predecesores»4.

El nuevo equipo gobernante se enfrentó enseguida con los dos problemas más graves que lastraban cualquier proyecto racional de reformas: la autocracia y la servidumbre. Todos saben que ahí radican los más serios obstáculos para situar a Rusia a la altura del tiempo y ponerla en sintonía con la Europa del momento, pero, una y otra vez, estos problemas se abordan, se estudian para, finalmente, dejarlo todo como estaba. Aparecen muy pronto las inconsistencias del pensamiento de Alejandro, sus «disonancias cognoscitivas», ya que si, por una parte, acepta las enseñanzas de su maestro La Harpe, según las cuales «la Ley está por encima del monarca», por la otra no se atreve a dar el paso de autolimitar sus poderes. Heller escribe que el dilema, la cuadratura del círculo que Alejandro no era capaz de resolver, se podría enunciar así: «¿Cómo limitar la autocracia sin restringir los poderes del soberano?». Y relata una anécdota muy conocida según la cual el veterano poeta Derzhavin, que había sido nombrado ministro, discutió en cierta ocasión con Alejandro acerca de un asunto de gobierno, defendiendo con tenacidad sus puntos de vista. El joven emperador, irritado por la tozudez del poeta, que andaba entonces por los sesenta años, exclamó: «¡Siempre quieres darme lecciones! ¿Soy yo un autócrata o no? Pues bien, yo hago lo que quiero». Heller añade: «Señalemos que esta conversación tuvo lugar en el período más liberal del reinado»5.

La cuestión de la servidumbre también es abordada por el Comité Íntimo, que se siente impotente ante la magnitud del problema, ya que cualquier medida en relación con este vidrioso asunto suscita inevitablemente la reacción de la nobleza, que tiene en la servidumbre el fundamento de su propio poder. Czartoryski es quien se muestra más beligerante contra una institución que considera inmoral, porque no es admisible someter a ningún hombre a la esclavitud. Pero los amigos del zar no se atreven a dar los pasos precisos para convertir en realidad sus elevados ideales y no van más allá de la aceptación de unos vagos proyectos que se limitan a proponer un abordaje gradual del problema, que, de hecho, remitía su solución ad calendas graecas.

Durante este período se aborda también la reforma de la estructura del gobierno. El 8 de septiembre de 1802 los antiguos Colegios de Asuntos Exteriores, Guerra y Marina se transformaron en ministerios y se crearon de nueva planta los de Interior, Hacienda, Instrucción Pública, Justicia y Comercio. Este último fue suprimido algún tiempo después y, en su lugar, se creó un Ministerio de Policía: todo un cambio bien significativo. Asimismo se redefinieron las funciones del Senado, concebido como máximo órgano de control del Estado sobre la Administración y las instancias judiciales superiores. También preocupa a Alejandro la organización del vasto Imperio y, por influencia de La Harpe, se interesa por el federalismo, que por aquel tiempo se había convertido en un tema novedoso por el patente éxito de los Estados Unidos de América, hasta poco antes colonias británicas. Según parece, trató incluso de establecer contacto con Thomas Jefferson, que había sido elegido presidente en 1800 y había comenzado a ejercer el poder el 4 de marzo de 1801, solo unos días antes de que Alejandro accediera al trono. Pero los planes descentralizadores de este se limitaron a una limitada reforma de los gubernii, que, junto con otros órganos locales, dispusieron de una mayor autonomía.

Pero aunque aparecen los ministerios, que son una realidad efectiva desde 1811, e incluso se crea un Comité de Ministros, no se perfila nada parecido a un gobierno o gabinete porque Alejandro no estimula a sus componentes para que hagan un trabajo coordinado. No se produce, en consecuencia, una auténtica modernización de la administración del Estado y, como señala un experto en la administración zarista, N. P. Eroshkin, el último vestigio del dieciochesco y anticuado sistema colegial no desaparecerá hasta 18636.

En el ámbito de la política religiosa, los primeros años del reinado de Alejandro se distinguieron por el espíritu de tolerancia de que hizo gala el emperador, que, como señala Heller, se originaba sobre todo en su indiferencia por la religión oficial, en la que solo veía un instrumento de educación del pueblo. Personalmente, Alejandro se sentía atraído por todo lo que sonara a esoterismo y por un vago e impreciso misticismo. Esto explica que la masonería, que había sido tan perseguida durante el reinado de Catalina, goce entonces de un enorme predicamento, hasta el punto de que se puede decir que controló el poder. De los amigos de Alejandro que formaban su Comité Íntimo se decía que todos eran masones. También lo era el príncipe Aleksandr Golitsyn, que fue nombrado Alto Procurador del Santo Sínodo, lo que hacía de él una especie de jefe laico de la Iglesia ortodoxa. Y el propio Alejandro parece que se interesó por la masonería desde que en 1803 recibió a un importante masón de la época, I. Beber, al que le dijo: «Lo que me contáis de esta sociedad me obliga no solo a concederle mi protección, sino también a solicitar ser aceptado entre sus miembros». Y según diferentes versiones que aporta Heller, Alejandro habría sido iniciado en Erfurt en 1808, en San Petersburgo en 1812 o en París en 1813, al mismo tiempo que Federico Guillermo III, rey de Prusia7.

También abordó Alejandro la «cuestión judía», que se plantea como consecuencia de la integración de un millón de judíos, tras los repartos de Polonia. En 1791, reinando todavía Catalina II, se había establecido una amplia «zona de residencia», que comprendía la Pequeña Rusia, la Nueva Rusia, Crimea y las nuevas tierras procedentes del expolio polaco. Los judíos no podían abandonar este territorio y, dentro de él, solo podían instalarse en las ciudades, pero no en el campo. Pocos años después, Catalina les impone un impuesto de capitación que era el doble de lo que pagaban los cristianos. En tiempos de Pablo I, el poeta y político Gavriil Derzhavin había sido enviado a Bielorrusia para informar sobre el comportamiento de los judíos. Como consecuencia de su informe se creó una comisión especial y en 1804, ya bajo Alejandro I, se promulgó un «Reglamento sobre los judíos» que mantenía, ampliada con Ástrakhan y el Cáucaso, la «zona de residencia», en cuyo seno, se decía, los judíos se deben beneficiar de «la protección de la leyes, en igualdad con los otros súbditos rusos». Se mantenía la prohibición de vivir en el campo, y también el comercio del vino, y se permitía que los niños judíos ingresaran en todos los centros de enseñanza, así como «crear escuelas particulares», es decir, centros de enseñanza inspirados en su religión.

El balance de esta etapa reformista del reinado de Alejandro I no puede ser más decepcionante. Ninguno de los dos problemas más graves de Rusia, la servidumbre y la autocracia, se abordaron en serio y apenas si mejoró la suerte de la inmensa mayoría de la población del Imperio, abrumadoramente rural. En el aspecto positivo, se pueden señalar las medidas referidas a la educación, a la que, como no encontraba tantas resistencias, se dedicaron importantes partidas presupuestarias, después de la creación en 1802 del Ministerio de Instrucción Pública. En 1825 Rusia contaba, además de la de Moscú, con otras cinco universidades, 48 centros de enseñanza secundaria y 337 escuelas primarias superiores del Estado. Alejandro I fundó las universidades de Kazán, Kharkov, San Petersburgo y Vilna (Vilnius), en ocasiones a partir de centros ya existentes, y restableció en 1802 la Universidad de Dorpat (Tartu), en Estonia, que había sido fundada por Gustavo Adolfo de Suecia en 1632 y cerrada en 1710. En Finlandia existía otra universidad en Abo (Turku) y, ya en 1827, se creó otra en Helsinki. Pero estos centros de enseñanza, que aumentaron notablemente, sin duda, la oferta educativa, eran frecuentados por una parte muy reducida de la población juvenil e infantil, generalmente perteneciente a la nobleza o a la burguesía mercantil acomodada. Las universidades, que gozaban de una amplia autonomía, contaban, como mucho, con unos pocos centenares de alumnos y en 1825 los alumnos de segunda enseñanza eran 5.500. Riasanovsky señala la importancia de la iniciativa privada, que se sumó al esfuerzo del Estado y que estuvo presente en la fundación de la Universidad de Kharkov, además de impulsar la creación de otros dos centros de enseñanza superior, la Escuela de Derecho Demidov, de Yaroslavl, y el Instituto Histórico-filológico del príncipe Bezborodko, en Nezhin. También fundó Alejandro el célebre Liceo Imperial de Tsarskoie Selo, uno de cuyos primeros alumnos fue Pushkin8.

ALEJANDRO I Y NAPOLEÓN:
ENTRE LA AMISTAD Y LA RIVALIDAD

Durante los primeros años de su reinado, en los que, por otra parte, las reformas interiores eran el asunto prioritario, Alejandro I opta por una política exterior sin compromisos, que se concreta en la neutralidad rusa. Era, desde luego, lo más conveniente para el nuevo monarca en un momento de tanta agitación en el escenario internacional europeo. Alejandro opta por la paz, como había hecho su abuela en los primeros tiempos de su reinado. Según relata Adam Czartoryski en sus Memorias, «el emperador hablaba con la misma repulsión de las guerras de Catalina y de la locura despótica de Pablo». Su primer ministro de Exteriores, Nikita Pavlovich Panin, sobrino de Nikita Ivanovich Panin, que había desempeñado un papel tan destacado en este mismo ámbito exterior durante el reinado de la gran Catalina, fundamentó su política en el tradicional concepto del equilibrio de poder, pero con una clara opción neutralista. Pero esto no quería decir que no hubiera que permanecer atentos a lo que sucedía en los países vecinos, Turquía, Suecia, Austria y Prusia. Tampoco que no se buscasen las alianzas precisas para que, cuando llegasen las dificultades, Rusia tuviera en quién apoyarse. Para Panin era obvio que Gran Bretaña era el aliado natural de Rusia, lo que condujo a un progresivo alejamiento de Francia, país con el que Pablo I había trabado una estrecha relación. Pero, como señala Saunders, nadie en la Corte compartía las intenciones de Panin de mejorar las relaciones con Gran Bretaña9.

Sin embargo, Rusia seguía estando obligadamente interesada en los asuntos europeos en general y se veía a sí misma como una gran potencia cuya voz debería escucharse a la hora de resolver las grandes cuestiones internacionales. Alejandro pidió a su embajador en Londres, Simón Vorontsov, que trabajase por el restablecimiento de la armonía anglo-rusa, pero esta anglofilia era muy limitada y, en esta línea, reclamó de los británicos el reconocimiento de los derechos marítimos de los países neutrales del Báltico, asociados de Rusia, oponiéndose a las tradicionales pretensiones británicas sobre los buques neutrales y considerando «piratas» a los buques británicos que los atacasen. Al mismo tiempo, se recordaba a Londres que el mar Negro estaba cerrado a los buques de Su Graciosa Majestad.

Bonaparte, en el momento culminante de su poder, había decidido reorganizar el Sacro Imperio Germánico, pero el todavía Primer Cónsul sabía que esa reorganización no podría llevarse a cabo sin el acuerdo con el zar, que se consideraba protector de los pequeños principados alemanes con los que la familia Romanov tenía abundantes vínculos de parentesco. El mismo Alejandro estaba casado con una hija del margrave de Baden. Bonaparte deseaba también el entendimiento con el zar en relación con sus proyectos mediterráneos y orientales. Un proyecto común franco-ruso sobre Alemania quedó ultimado en el verano de 1802 e inmediatemnete después fue enviado a la diputación permanente de la Dieta imperial en Ratisbona, donde se aprobó a pesar de las resistencias de Austria, que acabó por someterse, aunque comprobaba cómo su influencia en Alemania, ya muy mermada después de sus enfrentamiento con Prusia durante el siglo XVIII, seguía disminuyendo. El mapa alemán cambió espectacularmente, se redujeron el número de principados y ciudades libres y quedaron fortalecidos Baden, Würtemberg y Baviera. La propia Prusia no salía malparada y solo Austria era la perdedora10.

Pero, consciente del poderío de Rusia, Bonaparte intentaba neutralizarla. Uno de sus más próximos consejeros, el general Duroc, había sido enviado a San Petersburgo para felicitar a Alejandro por su acceso al trono, ofreciéndole algún pacto de amistad y, más concretamente, la protección de Francia para que Rusia desarrollara su comercio en el Mediterráneo. Alejandro contesta a los avances de Duroc que no ambiciona ningún territorio y que solo le mueve contribuir a la tranquilidad de Europa. Al mismo tiempo que Bonaparte y Alejandro viven una auténtica luna de miel epistolar, este último se acerca a Prusia. La emperatriz viuda, María Feodorovna, había escrito a su hijo Alejandro recomendándole este acercamiento «en recuerdo de tu padre» y desde el supuesto de que «Federico Guillermo III es nuestro amigo». El consejo materno produce efecto y el 1 de junio de 1802, sin demasiado entusiasmo, Alejandro emprende un viaje para encontrarse con el rey de Prusia. El 10 de junio llega a Memel (actualmente, Klaipeda, en Lituania), donde le esperan Federico Guillermo III y su esposa la reina Luisa. La visita sirve para que los tres creen una estrecha amistad personal que se prolongará en el futuro, fundamentada en la fascinación mutua que sienten Alejandro y Luisa. La seductora reina Luisa queda prendada del soberano ruso, que no permanece impasible a sus encantos.

El encuentro entre los soberanos de Rusia y Prusia provoca en Bonaparte una indisimulada irritación, que descarga pública y violentamente con Markov, el embajador ruso, declarándolo persona non grata. A pesar de todo, Bonaparte insiste en sus intentos de aproximación a Alejandro y en marzo de 1803 le envía una carta en la que le pide que intervenga con los ingleses, que, a pesar de sus compromisos adquiridos en Amiens, siguen ocupando Malta. Alejandro responde apelando de nuevo a su voluntad de mantenerse en la más estricta neutralidad.

Pero la tensión internacional sigue aumentando. Gran Bretaña retira a su embajador en París el 12 de mayo de 1803 y la guerra parece inminente. A pesar de la voluntad neutralista de Alejandro, Rusia estaba cada vez más cerca de verse implicada en el conflicto del lado de los británicos, ya que Francia dominaba casi toda Europa, haciendo imposible cualquier política de equilibrio. Los acontecimientos que van a llevar a la guerra de la Tercera Coalición se precipitan a principios de 1804 con motivo del secuestro, por parte de granaderos franceses, de Antoine Henri de Borbón, duque de Enghien, que posteriormente fue fusilado. Todo ocurre en el contexto de una caza de brujas que desencadena Napoleón ante los informes de su policía secreta, que dan cuenta de una bien tramada conspiración para asesinarle. En uno de esos informes aparece el nombre del duque de Enghien, que, desde su exilio en el principado de Baden, muy cerca de Francia, mantendría relaciones asiduas con los realistas de Alsacia y con los emigrados concentrados en Offenburg. Nada prueba la implicación del duque en la conspiración contra Napoleón, pero este está decidido y ordena el apresamiento del noble emigrado. La Corte rusa envía una nota de protesta en la que el secuestro y asesinato del duque de Enghien es calificado como «una violación, por lo menos tan gratuita como manifiesta, del derecho de gentes y de un territorio neutral, violación de la que es difícil calcular las consecuencias y que si llegase a considerarse aceptable, reduciría a la nada la seguridad y la independencia de los Estados soberanos». La respuesta de Talleyrand rechaza cualquier interferencia en lo que considera «asuntos internos del país» y añade que «el emperador no tiene ningún derecho a mezclarse en los partidos y opiniones que puedan dividir a los franceses»11. Lenguaje y argumentos, como se ve, similares a los que se utilizan en la actualidad. Rusia rompe sus relaciones diplomáticas con Francia en abril de 1804.

En la Corte de San Petersburgo los «halcones», encabezados por Czartoryski, piden la guerra contra Francia, mientras que las «palomas», dirigidas por Rumiantsev, tratan de evitar el conflicto a toda costa. Pero el conflicto se ha hecho inevitable. La vuelta de Pitt a la cabeza del Gabinete británico en mayo de 1804 acelera el acercamiento anglo-ruso. Alejandro alude en las notas intercambiadas con el primer ministro británico a la necesidad de «establecer las relaciones de la federación europea sobre principios claros y precisos». Y Pitt accede a «un acuerdo y garantía generales para la protección y la seguridad mutuas». El tratado es firmado en San Petersburgo el 11 de abril de 1805. Ambas partes se comprometen a lograr «el establecimiento de un orden europeo que garantice efectivamente la seguridad y la independencia de los diferentes Estados y constituya una barrera firme contra futuras usurpaciones»12. Rusia se prepara para la guerra y, para asegurarse la tranquilidad en la frontera sur, firma una alianza defensiva con Turquía.

Poco después, en noviembre de 1805, el propio Alejandro, en visita a Berlín y Potsdam, llega a un acuerdo con Federico Guillermo III en virtud del cual Prusia se adhiere también al acuerdo anglo-ruso. En el palacio de Sanssouci, en Potsdam, Alejandro, Federico Guillermo y Luisa reviven los inolvidables días de Memel y se refuerza la tumultuosa corriente de simpatía y admiración que une al monarca ruso con la reina prusiana.

En Olmütz, en Moravia, está concentrado el ejército aliado, compuesto por 70.000 rusos y 12.000 austriacos, pero falta un plan de conjunto y una coordinación adecuada entre los aliados. El viejo Kutuzov comanda las tropas rusas, pero no está en su mejor momento. Tanto Napoleón como Alejandro intentan evitar el enfrentamiento y se intercambian mensajes de apaciguamiento, que son transmitidos, respectivamente, por el general Savary y por el príncipe Dolgorukii. Pero los buenos modales no logran impedir que ambos ejércitos se enfrenten. Una primera escaramuza, en Wischau, es favorable a los austro-rusos, pero el 2 de diciembre de 1805 el ejército combinado aliado es derrotado en Austerlitz, que será considerada la más brillante de las victorias napoleónicas. Francisco II de Austria pide el armisticio que el 4 de diciembre firma con Napoleón. La paz de Pressburg, firmada el 26 de diciembre, pone fin al estado de guerra entre Francia y Austria. Las tropas rusas abandonan la zona y Alejandro regresa a San Petersburgo, adonde llega el 21 de diciembre. En los medios políticos, sumidos en la confusión y el pesimismo, se abre una polémica acerca de las responsabilidades de la derrota y la popularidad de Alejandro, al que se acusa de haber metido a Rusia en la aventura bélica, desciende hasta los más ínfimos niveles. En los salones de San Petersburgo las críticas, los sarcasmos y las recriminaciones contra el emperador circulan abiertamente.

Alejandro se siente aislado, pues hasta sus amigos prusianos han llegado a un entendimiento con Napoleón, cuya gloria no admite desafíos. En aquel verano de 1806 Napoleón da la puntilla al Sacro Imperio Romano Germánico y en su lugar crea una Confederación del Rhin, formada por principados satélites de Francia. Alejandro había enviado un plenipotenciario a París para negociar la paz, pero los términos que Napoleón impone —evacuación rusa de sus posiciones en el Adriático y sometimiento de los Balcanes a la influencia francesa— no son aceptables para San Petersburgo. Federico Guillermo III, temeroso de perder lo poco que le queda de su reino, se aproxima de nuevo al amigo ruso, que se siente muy inclinado a prestar ayuda a la real pareja prusiana. Pero este nuevo acercamiento entre Rusia y Prusia es duramente criticado en San Petersburgo, hasta el punto de que Czartoryski, antiprusiano notorio, presenta la dimisión. Hasta la propia madre de Alejandro, que, años atrás, le había empujado al entendimiento con Berlín, le pone en guardia («desconfiad siempre de Prusia») y llega a decirle que había sido esa amistad la causa de los males que determinaron el trágico final de Pedro III y de Pablo I. A pesar de todo, en los primeros días de julio de 1806, por medio de un intercambio de mensajes secretos, Alejandro se obliga a garantizar con las armas la independencia y la integridad territorial de Prusia. Napoleón conoce bien el contenido de esta alianza, que interpreta como una traición. Su respuesta es la invasión del territorio prusiano, forzando al Hohenzollern a una guerra para la que no está preparado. En octubre los prusianos son aplastados en las batallas de Jena y Auerstadt.

Derrotadas Austria y Prusia, a Napoleón solo le queda enfrentarse con el peor de sus enemigos: Rusia. De Berlín pasa a Polonia y llega a Varsovia, donde vivirá un apasionado romance con María Walewska, mientras los mariscales Ney y Bernadotte se adelantan a la búsqueda del ejército ruso de Bennigsen —uno de los ejecutores de Pablo I, y el que, según algunos, le dio el golpe mortal—, que parece haberse perdido en la infinita llanura báltica. La batalla, que tiene lugar en Eylau, el domingo 8 de febrero de 1807, es una de las más sangrientas de las guerras napoleónicas y, desde luego, la más discutida. Ambos lados se apuntan la victoria, aunque las bajas rusas fueron algo mayores, pero los franceses abandonaron el campo, por lo que, técnicamente, se podría hablar de victoria rusa. Las pérdidas rusas fueron de unos 26.000 hombres, entre muertos y heridos, y las francesas no bajaron de 20.000.

Napoleón ha fracasado en sus planes de acorralar a los rusos, y estos se sienten todavía fuertes. Alejandro no ha utilizado todos sus recursos militares ya que, por el sur, los turcos le han declarado la guerra y con Persia se están realizando negociaciones de imprevisible resultado. Pero se siente suficientemente fuerte como para firmar en abril de 1807, en Barterstein, una convención con Federico Guillermo III, en virtud de la cual los signatarios no reconocen la Confederación del Rhin y exigen la retirada francesa de Alemania. Pero, entretanto, Napoleón ha consolidado sus posiciones en Prusia Oriental con la conquista de Dantzig y el general ruso, Bennigsen, se retira, con sus tropas y con unos menguados contigentes prusianos, hacia Königsberg. A la orilla del río Alle, uno de cuyos brazos bordea la pequeña localidad de Friedland, tiene lugar, el 14 de junio de 1807, la decisiva batalla de este nombre, en la que la artillería francesa aplasta a los rusos. Königsberg cae en manos francesas, los rusos se retiran hasta la otra orilla del Niemen, frontera occidental de Rusia desde mediados del siglo XVIII, y Napoleón se instala en Tilsit (después Sovetsk), en la orilla izquierda del mismo río. Por su parte, Federico Guillermo III de Prusia se refugia en Memel, en Lituania. Así acababa en el continente la guerra de la Tercera Coalición, aunque Gran Bretaña mantenía la beligerancia.

Ambos emperadores, Napoleón y Alejandro, celebraron entre el 25 de junio y los primeros días de julio una serie de entrevistas, las primeras en una balsa anclada en medio del Niemen, después en la localidad de Tilsit, en la que forjaron una extraña amistad que escandalizaría a medio Europa, incluida la Corte de San Petersburgo, que no podía entender cómo «el tirano corso» podía haberse convertido en su más estrecho aliado. Las entrevistas se celebraron en el más estricto secreto y, según Hopkirk, se eligió una balsa en medio del río para evitar que los emperadores pudieran ser escuchados, sobre todo por los británicos, cuyo bien organizado servicio secreto, al que dedicaban anualmente la entonces fabulosa cantidad de 170.000 libras, tenía fama de contar con espías en todas partes y en los lugares más insólitos. Añade que, a pesar de las precauciones, un desafecto noble ruso que trabajaba para los ingleses escuchó todas las conversaciones oculto bajo la balsa, con las piernas sumergidas en el agua. Hopkirk no está muy seguro de la veracidad de esta historia, pero escribe que «sea esto cierto o no, Londres descubrió muy pronto que los dos hombres se proponían unir fuerzas para repartirse el mundo. Francia tendría Occidente y Rusia Oriente, incluida la India»13. Pero Napoleón no aceptó que Constantinopla fuera para los rusos, puesto que eso convertiría a Alejandro en «el emperador del mundo», de modo que acordaron compartirla. Napoleón y Alejandro firmaron, por separado, un tratado de paz y una alianza ofensiva-defensiva. En virtud del primero, Rusia perdía su base naval en el Adriático, en Kotor, en Montenegro, así como su protectorado sobre las islas Jónicas. Prusia quedaba muy reducida territorialmente. Se creó el ducado de Varsovia, que se asignó a Rusia. También parcialmente con territorio de Prusia se creó en Alemania del norte el reino de Westfalia, del que Napoleón nombró rey a su hermano Jerónimo.

Ciertamente, Alejandro había sabido aprovechar la ocasión y, derrotado militarmente, obtuvo en la paz de Tilsit unas ventajas que poco antes habrían sido impensables. Sobre la base de los documentos publicados en la década de los sesenta del siglo XX, Saunders subraya

[…] la notable consonancia entre los objetivos que Alejandro se propuso y el contenido de los acuerdos. En otras palabras —añade—, el zar puede haber sido el vencedor más que el vencido en Tilsit. Puede haber tenido una mejor comprensión de lo que estaba haciendo que la mayor parte de sus contemporáneos o que muchos historiadores14.

Se estima que lo que Alejandro hizo en Tilsit fue ganar tiempo, y así lo declaraba en una carta a su madre en 1808. No obstante, los estrechos vínculos trabados con Napoleón en Tilsit no dejarían de plantearle en el futuro problemas que destruirían la amistad iniciada en el Niemen y volverían a enfrentar a ambos países en el campo de batalla.

A principios de 1808, el poder de Napoleón está en su momento culminante y parece que nada ni nadie puede resistírsele. El emperador francés se apodera de los Estados Pontificios y del propio papa, Pío VII, y convierte Roma en una simple prefectura del nuevo departamento francés del Tíber, que acaba de crear. Unos días después, en Bayona, obliga a Carlos IV de España y a su hijo Fernando VII a unas humillantes abdicaciones mutuas para entregar finalmente la Corona española a su hermano José, hasta entonces rey de Nápoles, donde le sucede Murat. Europa tiembla y hasta en San Petersburgo se hacen rogativas para que Dios castigue al tirano. Pero, inmediatamente, la estrella de Napoleón empieza a palidecer cuando el 22 de julio del mismo 1808 un cuerpo de ejército francés, compuesto por tres divisiones, es derrotado por el general español Castaños en la batalla de Bailén. Poco después, el 30 de agosto, el general Junot se rinde en Cintra ante los ingleses que acaban de desembarcar, y Lisboa debe ser evacuada por los invasores. Estas noticias son recibidas con indisimulado alborozo en toda la Europa sometida al dictador imperial, y en San Petersburgo se abre camino la idea de que ha llegado el momento de librarse de la embarazosa alianza francesa. Pero Alejandro I vuelve a mostrar su prudencia y, sin ninguna vacilación, acepta la proposición de Napoleón de reunirse de nuevo, esta vez en Erfurt, en Turingia, a pesar de que la Corte y el pueblo claman contra esta nueva muestra de sometimiento ante los deseos del Corso. Vallotton escribe que «rumores siniestros corrían por la ciudad» y que «se recordaba el fin trágico de Pablo I». Alejandro tranquiliza a su hermana Catalina, que le muestra su sorpresa por esa nueva aparente señal de amistad con «el verdugo de Europa»: «Yo sé que Bonaparte piensa que soy tonto, pero reirá mejor quien ría el último». En el propio Consejo Imperial su amigo Stroganov, apoyado por otros consejeros, le aconseja que no vaya a Erfurt, pero la decisión de Alejandro es firme. Su madre, la emperatriz viuda, le envía una carta dramática: «Vas a perder tu Imperio y tu familia… ¡Detente, hijo mío!». Pero Alejandro le contesta por medio de una larga carta en la que quedan muy claros su pensamiento y su estrategia:

Lo importante es ganar tiempo para poder respirar y para aumentar nuestros medios y nuestras fuerzas. Pero debemos trabajar en el más profundo silencio. No nos apresuremos a declararnos contra Napoleón; nos expondríamos a perderlo todo. Antes bien, simulemos afirmar la alianza para adormecer al aliado. Ganemos tiempo y preparémonos. Cuando llegue la hora asistiremos con serenidad a la caída de Napoleón15.

Alejandro llega a Erfurt el 27 de septiembre de 1808. Su primera entrevista importante es con Talleyrand, ya decidido a traicionar a Napoleón, y que trabaja por la restauración de los Borbones desde el alto puesto de confianza que ocupa.

Sire, ¿qué venís a hacer aquí?, le dice el todavía ministro de Napoleón, estáis llamado a salvar a Europa y solo lo conseguiréis si resistís a Bonaparte. El pueblo francés es civilizado pero su soberano no lo es. El soberano de Rusia es civilizado, pero su pueblo no. Corresponde, pues, al soberano de Rusia ser el aliado del pueblo francés.

Talleyrand añade: «Créame, Vuestra Majestad, el proyecto de una guerra en la India y la partición del Imperio otomano no son sino fantasmas lanzados a la escena para atraer la atención de Rusia hasta que se arreglen los asuntos españoles». Alejandro emprende así sus entrevistas con Napoleón con la convicción de que en un futuro no demasiado lejano su misión va a ser derrotarle y expulsarle de Alemania. Pese a las apariencias, al encuentro de Erfurt, que se prolonga hasta el 14 de octubre, le falta el calor de la amistad que había presidido las entrevistas de Tilsit.

Terminados los fastos, los dos emperadores abordan sus asuntos y los acuerdos se plasman en una convención secreta que se firmó el 12 de octubre de 1808. En virtud de sus cláusulas, Alejandro obtiene a favor de Prusia una rebaja de 20 millones en la contribución debida, así como la evacuación del Ducado de Varsovia. Francia reconoce además la anexión por parte de Rusia de Finlandia, Moldavia y Valaquia y la extensión de los límites del Imperio hasta la desembocadura del Danubio. Pero Napoleón se opone firmemente a que Alejandro se apodere del Bósforo y de los Dardanelos.

Seguramente el signo más claro de la falta de entendimiento entre los dos emperadores es la negativa de la familia imperial rusa a emparentar con Bonaparte. Divorciado de Josefina, que no le ha dado descendencia, Napoleón busca emparentar con alguna de las grandes dinastías europeas y, naturalmente, su primera aproximación es con su todavía aliado Romanov. Una candidata adecuada para compartir con él el trono imperial francés era la gran duquesa Catalina, la hermana predilecta de Alejandro, que entonces contaba veinte años. Pero la negativa a conceder su mano al «tirano» es categórica, especialmente por parte de la emperatriz madre, María Feodorovna. Para evitar ulteriores presiones, se arregla apresuradamente el matrimonio de la gran duquesa con el príncipe de Holstein-Oldenburg, al que se nombra gobernador de Tver. Napoleón no olvidará el agravio16.

DE LA RUPTURA CON NAPOLEÓN A LA GUERRA PATRIÓTICA

El entendimiento entre los dos emperadores estaba roto y la guerra parecía inevitable. Kurakin, uno de los más ardientes defensores de la alianza con Napoleón y principal negociador en Tilsit, escribía a San Petersburgo en agosto de 1811 desde su puesto de embajador en París que los propósitos franceses eran hacer de Rusia «una potencia estrictamente asiática». Por ambos lados se prepara la guerra, que no se inicia antes porque Napoleón estaba ocupado en España. Mientras Rusia restablece el entendimiento con Turquía y Suecia, para tener las manos libres, Francia intenta que se le sumen Austria y Prusia en la futura ofensiva contra Rusia. Los trabajadores rusos de la industria de armamento de Tula votan en mayo de 1812 la renuncia a su tiempo libre para fabricar más fusiles. Napoleón, preparándose para la campaña, afirma: «Pondré fin a la nefasta influencia que Rusia ha ejercido desde hace cincuenta años en los asuntos de Europa». Entonces, y con la intención de justificar su política antirusa, Napoleón hizo difundir, según parece, el apócrifo testamento de Pedro I en el que este encomendaba a sus sucesores la misión de «conquistar el mundo». Se dice también que este falso testamento inspiró, a principios del reinado de Nicolás II, la redacción por parte rusa de los famosos «Protocolos de los Sabios de Sión», documento apócrifo de carácter antisemita que atribuye la misión de «conquistar al mundo», en este caso, a los judíos17.

Tanto Napoleón como Alejandro se preparaban para la guerra inevitable y buscaban aliados, los mismos aliados que eran solicitados por ambos emperadores. Así, en junio de 1811 el primero firmó una convención con el rey de Prusia, Federico Guillermo III, en virtud de la cual se permitía el uso por parte de los franceses de todos los caminos militares de Prusia. La medida no podía tener otro objetivo que preparar la invasión de Rusia. El débil rey prusiano estaba solicitado y presionado por ambos lados y no se sentía capaz de oponerse ni a uno ni a otro. Además, en octubre de 1810 había muerto la desgraciada reina Luisa y con ella desapareció uno de los vínculos que más fuertemente le unían a Alejandro. Poco después, en octubre de 1811, accedió a la cooperación militar entre un cuerpo de ejército prusiano al mando del general Yorck y los rusos, pero en marzo de 1812 admitió que la mitad del ejército prusiano, unos 20.000 hombres, se incorporase al Gran Ejército que Napoleón preparaba para invadir Rusia, a la vez que reiteraba su compromiso de permitir su tránsito por territorio prusiano y de facilitar su avituallamiento. Pero unos días después el débil Federico Guillermo escribe a «su buen hermano» Alejandro y le dice: «Si la guerra estalla no nos haremos más daño que el que sea estrictamente necesario».

Iniciada de nuevo la guerra, esta vez entre Austria y Francia, después de diversas vicisitudes y, sobre todo, de la decisiva batalla de Wagram el 6 de julio de 1809, Austria se vio forzada a aceptar la paz, firmada en octubre en el Palacio de Schönbrunn. Rusia, aliada todavía en aquel momento oficialmente con Francia, se había visto forzada a entrar en la guerra, pero no hizo nada para facilitar la derrota de Austria. Solo aprovechó la contienda para anexionarse Tarnopol, en la Galitzia oriental, lo que provocó el resentimiento austriaco y a la larga arrojó a Austria en brazos de Napoleón. En marzo de 1812 Metternich se vio forzado a firmar un tratado de alianza con Francia, en virtud del cual Austria accedía a contribuir al Gran Ejército con unos efectivos de 34.000 hombres, al mando del príncipe de Schwarzenberg, que operarían precisamente en la Galitzia con el objetivo de recuperar el distrito de Tarnopol. Pero el canciller austriaco encarga a su embajador en San Petersburgo, Lebzeltern, que «deposite en el seno de ese soberano [Alejandro] y bajo el sello del más profundo secreto que Austria aportaría la mínima colaboración al emperador».

En el trasfondo de este juego de alianzas estaba la soterrada rivalidad de Austria y Rusia por los Balcanes. Los Habsburgo veían como una amenaza a sus intereses cualquier avance ruso al sur del Danubio y en febrero de 1809 el ministro austriaco de Asuntos Exteriores, Stadion, expresaba como objetivos la anexión de Serbia y de Bosnia-Herzegovina, así como de Bulgaria occidental. Rusia también buscaba, como frutos de la guerra que mantenía con el Imperio otomano, la anexión de Bosnia-Herzegovina y la creación de una Gran Serbia, liberada del Turco y sometida a la protección de San Petersburgo. Derrotada Austria por los franceses en 1809, el general Radetzky manifestaba su preocupación por el avance ruso en los Balcanes —donde San Petersburgo guerreaba con los otomanos— y decía que el Danubio era la línea vital de Austria (die grosse Pulsader). De ahí su alarma cuando, dos años después, los rusos ocuparon Belgrado en febrero de 1811 y llegaron a Sabac, en el Sava.

Napoleón tejía la trama de sus alianzas para la prevista invasión de Rusia a pesar de las advertencias de muchos de sus consejeros, alguno de los cuales le llegó a decir que «no repitiese el error de Carlos XII». El fracaso de la política de bloqueo continental, sobre el que Napoleón había montado su dominación del continente, le induce a estimar que no le queda otra salida que la guerra con Rusia. Sigue pensando en un equilibrio continental basado en el «espíritu de Tilsit» y, como en 1807, entiende que solo después de derrotar a Alejandro este se avendrá a un nuevo entendimiento. Pero ya es muy tarde para restablecer aquellas buenas relaciones porque se han ido acumulando los motivos de enfrentamiento entre ambos emperadores.

Desde mayo Napoleón emprende su viaje hacia el este, donde se pondrá al frente del Gran Ejército multinacional con el que pretende abordar la magna empresa de la invasión de Rusia. Existen cifras diversas en cuanto a los efectivos de ambos ejércitos. Según Clausewitz, que había entrado al servicio del emperador de Rusia como oficial de Estado Mayor, en el momento en que el Gran Ejército franquea la frontera rusa cuenta con más de 400.000 hombres. Datos oficiales de fuente francesa los elevan a 564.408 procedentes de las diversas naciones sojuzgadas por Napoleón, además de los franceses, que eran unos 140.000. El mismo Clausewitz estima las fuerzas rusas en unos 420.000 hombres, aunque 600.000 personas recibían raciones. Pero, en un primer momento, solo se pudieron poner en orden de combate unos 180.000 hombres. Sin embargo, las mismas fuentes rusas señalan el lamentable estado en que se encuentran. En una carta del general Rostopchin, gobernador de Moscú, al ministro de la Guerra dice: «Las tropas llevan pantalones de verano, capotes agujereados y van sin zapatos. El cuerpo de Miloradowich no ha recibido pan durante cinco días. La moral está muy baja […]».

El Gran Ejército cruza el Niemen a partir del 24 de junio, y cuatro días después se apodera de Vilna, donde poco antes estaba todavía Alejandro. Pero, como había sucedido en 1807, ante el ejército de Bennigsen, los franceses no logran establecer contacto con los rusos que se retiran, mientras los campesinos queman las cosechas y se marchan llevándose todo, como había planeado Alejandro. Como recuerda Heller, era la «táctica escita», consistente en atraer al ejército francés hasta las profundidades de Rusia18. Era la estrategia de la retirada propuesta por Clausewitz, en contra de los planes de guerra del general Pfüel. Para Clausewitz era necesario no ofrecer jamás a Napoleón la oportunidad de librar una batalla decisiva como en Austerlitz, Jena, Friedland o Wagram; eludir los golpes en la medida de lo posible; atraerle hacia el interior del Imperio; dejarle golpear en el vacío; prolongar indefinidamente sus líneas de comunicación; hostigarle por los flancos19.

Algunos de sus más prestigiosos generales rogaban a Napoleón que se detuviera en Smolensko y no siguiera adelante. ¿Acaso no había conquistado y liberado ya Polonia y Lituania? Pero el emperador no atiende a estos ruegos y reitera su propósito de llegar a Moscú, que estaba a quince jornadas, mientras que San Petersburgo quedaba a veintinueve. El ejército ruso no se deja atrapar y en dos meses esquiva cinco veces el cerco en que Napoleón intenta encerrarlo. Alejandro, tras ceder juiciosamente el mando, emprendió el regreso a San Petersburgo pasando por Moscú, donde, después de un viaje casi triunfal, que le permitió comprobar el amor de su pueblo, es objeto de una clamorosa acogida, lo que se repitió en la capital del Imperio.

Alejandro I nombró general en jefe al viejo Mikhail Kutuzov, al que también dio la dignidad de príncipe. De sesenta y ocho años, con una gran experiencia bélica, Kutuzov, brillante discípulo del gran Suvorov, era muy popular, especialmente entre los soldados. El éxito de la táctica de la retirada era indudable, si tenemos en cuenta que el Gran Ejército de Napoleón estaba cada vez más diezmado por las enfermedades y se enfrentaba con dificultades de todo tipo, desde las lluvias torrenciales a la escasez de abastecimientos, que incidían negativamente en la moral de los soldados. Por el contrario, los contigentes rusos se incrementaban día a día con nuevos reclutas decididos a defender su patria, llevados por el viento nacionalista que recorría las inmensidades rusas. Aunque Kutuzov prefería proseguir con una táctica que daba tan buenos resultados, sin más ataques al enemigo que pequeñas operaciones de hostigamiento, la presión popular exigía hacer frente al invasor y presentarle batalla. Se eligió Borodino, a algo más de veinte kilómetros de Moscú y a orillas del Moscova, como el lugar más apropiado para enfrentarse con Napoleón. La batalla tuvo lugar el 7 de septiembre y fue una de las más cruentas de todas las guerras napoleónicas, en las que las bajas se contaban por decenas de miles, a diferencia de las guerras del siglo XVIII, con bajas mucho más reducidas. Heller alude a «los cientos de obras», desde la literatura, como Guerra y paz de Tolstoi, a la historia, que han descrito esta batalla y que discuten tanto acerca del número de efectivos de cada campo como de sus bajas. Señala también cómo se sigue discutiendo acerca de quién ganó verdaderamente esta batalla y subraya cuál fue su «único resultado indiscutible: los franceses tomaron Moscú, después de que el mando ruso decidiera no defender la antigua capital»20.

Para Napoleón, ocupar Moscú era toda una victoria y Clausewitz alude a su «vivo deseo de poseer Moscú indemne». Pero cuando el 14 de septiembre los franceses entraron en la vieja capital moscovita encontraron una ciudad que parecía abandonada. Ya tarde, ese mismo día, Napoleón entra en Moscú, pero no logra encontrar a ningún responsable que le entregue oficialmente la ciudad porque el gobernador Rostopchin ha huido. Su última orden fue, según las fuentes más seguras, la de incendiar la ciudad, que ardió con una pasmosa facilidad pues la mayor parte de sus construcciones eran de madera.

Napoleón estaba deseoso de repetir el guión de aquel momento culminante de su carrera que había sido Tilsit: Alejandro, derrotado, pide el armisticio, se entrevistan, renace la amistad que había brotado sobre el Niemen cinco años antes, se firma la paz que confirma su hegemonía en Europa y que concede a Alejandro algunas ventajas y el teórico domino de Asia. Pero Borodino no había sido como Friedland y Alejandro no estaba ya dispuesto a practicar como entonces una política de contención, sino que había optado decididamente por la confrontación. España y la propia invasión de Rusia habían mostrado las debilidades de Napoleón, y la brillante estrella del Gran Corso empezaba a palidecer. Por eso Alejandro no contesta a los reiterados mensajes del Emperador de los franceses y no se deja rendir por el señuelo de sus ofertas. A su entorno inmediato, en primer lugar a la emperatriz y a su madre, les hace saber su resolución de no rendirse, cualesquiera que fueran las ofertas de Napoleón. Advierte que está decidido a morir al frente de sus tropas antes que firmar una paz vergonzosa, y concluye: «Tratar actualmente de paz sería la sentencia de muerte de Rusia». El pueblo apoya la determinación de su soberano como lo ha dejado bien claro en su viaje a San Petersburgo vía Moscú, pero, como relata Mourousy, la corte, la nobleza y la intelligentsia critican abierta y duramente al soberano. Los mismos que en su momento le criticaron por la paz de Tilsit, incluidos su madre y su hermano Constantino, lo presionan en ese momento para que haga la paz sin tardanza, si no quiere sumir a Rusia en una guerra civil que acarrearía el fin de la dinastía. Pero Alejandro permanece inamovible en su determinación de resistencia, consciente de los riesgos que asume pero seguro de que la victoria está al alcance de la mano. En una proclama que dirige al pueblo, el zar expone los motivos de su esperanza:

¡Desechemos el abatimiento pusilánime! ¡Juremos redoblar nuestro valor y nuestra perseverancia! El enemigo está en un Moscú desierto como en una tumba, sin medios de dominación, ni siquiera de existencia. Entró en Rusia con 300.000 hombres de todos los países, sin unión, sin vínculos nacionales ni religiosos; la mitad ha sido destruida por las armas, el hambre y las deserciones. En Moscú no hay más que ruinas. Está en el centro de Rusia y no hay un solo ruso a sus pies […]. No obstante, nuestras fuerzas crecen y le rodean […].

Por otra parte, el descontento hace mella en las tropas del Gran Ejército y los propios mariscales y generales no ocultan su desánimo ni su deseo de dar por terminada aquella aventura y volver a Francia. Napoleón escribe directamente a Kutuzov para que se avenga a negociar en serio, pero la respuesta del viejo mariscal es contundente: «La posteridad me maldeciría si se me considerara promotor de cualquier arreglo. Este es el estado de ánimo de mi nación». La situación de los franceses se hacía cada vez más insostenible. El 13 de octubre el invierno hizo acto de presencia con una nevada y una helada. El 18 del mismo mes Kutuzov derrota a Murat en una escaramuza que reporta a los rusos 36 cañones y todo el material del segundo cuerpo de caballería. Napoleón no necesitaba más y da orden de abandonar Moscú y retroceder hasta Smolensko. El orgulloso corso no abandona la arrogancia ni en medio del patente fracaso y para no dar la impresión de que retrocedía afirma: «No es una retirada, es una marcha estratégica». Una actuación plenamente lógica en quien, como él, era tan sensible a la opinión pública y estaba tan avezado en la práctica de la propaganda.

El 19 de octubre lo que quedaba del Gran Ejército abandona Moscú, después de treinta y dos inútiles días de ocupación, camino de Smolensko. Kutuzov evita cuidadosamente el enfrentamiento cara a cara, mientras hostiga por los flancos al enemigo, que, en franca huida, tiene que abandonar el producto del saqueo a que han sometido al Kremlin, donde se han apoderado de todo, desde las armaduras góticas a la gigantesca cruz de oro macizo de la torre de Iván Veliki, el Gran Iván, en el campanario de la catedral de la Asunción que, según señala Vallotton, Napoleón destinaba a la cúpula de los Inválidos. Según Gallo, estos trofeos, incluida la cruz y el cofre de los mapas de Napoleón, no fueron abandonados, sino que les fueron arrebatados a los franceses por los cosacos en un ataque a la salida de Smolensko21. La situación empeora aún más cuando, a partir del 6 de noviembre, un invierno adelantado cae con todo su rigor sobre los restos del Gran Ejército. Las pérdidas se cuentan por millares, pero lo peor no había llegado.

Después de diversas discusiones de Estado Mayor se decide atravesar el Beresina, que, especialmente en aquella época del año, era un formidable obstáculo natural. «Rodeado de pantanos y bosques espesos —escribe Vallotton—, el Beresina constituía ya un obstáculo temible para un ejército en buena forma y bien equipado, pero era un obstáculo infranqueable para tropas acosadas por el frío, el hambre, las enfermedades y el agotamiento»22. Se acepta el plan de atravesar el Beresina, pero inmediatamente se presentan problemas de difícil solución. Se impone buscar un vado para que sobre él se construyan los puentes que permitan el paso. Algunos confían incluso en que el Beresina se vuelva a helar y permita el paso de los soldados. Un campesino que es apresado les indica un lugar donde el río tiene unos cien metros de anchura, pero solo dos metros de profundidad. Napoleón, que se había llevado a la campaña la Histoire de Charles XII de Voltaire como libro de lectura y estudio, recuerda que fue precisamente allí donde el famoso rey sueco había atravesado el Beresina, después de su campaña de Ucrania.

Lo que quedaba del Gran Ejército pasa el Beresina durante los días 26, 27, 28 y 29 de noviembre en un orden increíble, dada la situación. Solo unos 10.000 soldados que no cumplieron a tiempo las órdenes y se quedaron en la orilla izquierda fueron muertos o hechos prisioneros. El 12 de diciembre de 1812 esos restos del orgulloso Gran Ejército traspasaban la frontera rusa y dejaban atrás una de las más impresionantes historias de desolación y fracaso de la historia militar. El total de franceses, austriacos y prusianos que se reagrupan detrás del Vístula era de unos 58.000 hombres. Aunque las cifras de bajas varían considerablemente, no fueron inferiores a 300.000 entre muertos, heridos y prisioneros. Clausewitz eleva la cifra hasta 552.000.

Un día antes, el 11 de diciembre, Alejandro se reunió con Kutuzov y todo su Estado Mayor en Vilna. El zar acalló las críticas de quienes estimaban que Kutuzov debía haber aniquilado al ejército enemigo y le concedió la Cruz de San Jorge de primera clase, la más alta condecoración rusa. Kutuzov lo tenía muy claro porque, como le dijo al príncipe de Würtenberg: «El enemigo que se retira es más formidable de lo que vos creéis. No intento derrotarlo. Mientras lo devuelva destruido al otro lado del Beresina mi tarea estará cumplida»23. Kutuzov se oponía a proseguir la guerra y pensaba que la liberación de Europa no era su tarea. Además, continuar la guerra exigía una leva en masa de más campesinos y empezaban a percibirse síntomas de malestar y resistencia ante la perspectiva de ser enviados al extranjero. Una cosa era luchar en tierra rusa contra el invasor y otra muy distinta ir a morir en tierra extraña. Pero Alejandro soñaba con convertirse en «el salvador de Europa» y acariciaba la idea de llegar a París, para sacarse la espina de la entrada de Napoleón en Moscú.

ALEJANDRO I, «SALVADOR DE EUROPA».
EL CONGRESO DE VIENA Y LA SANTA ALIANZA

Alejandro I llevó a cabo una auténtica marcha triunfal ocupando Varsovia en febrero, entrando en Berlín al mes siguiente y estableciéndose en Breslau con todo su Estado Mayor, también en marzo. Pero Napoleón estaba todavía lejos de estar totalmente aniquilado. Metternich temía que si se aniquilaba a Napoleón, la Rusia de Alejandro I se convertiría en el poder hegemónico de Europa, una perspectiva que no deseaban ni Austria ni Gran Bretaña, inquieta por los acontecimientos que se estaban produciendo en Europa continental y de los que, por el momento, estaba totalmente al margen.

Tras la batalla de Leipzig, Alejandro I, liberador de los pueblos de Europa central, aparecía como el gran triunfador y nadie parecía discutirle el dominio de Polonia, aunque los recelos por la presencia rusa tan lejos de sus fronteras eran más que patentes. Si en aquel momento se hubiera celebrado el congreso, el papel de Rusia en la futura Europa habría quedado aún más realzado, pero Alejandro permitió imprudentemente que la reunión se aplazara. Austria y Prusia, celosos de la preponderancia rusa, quieren firmar la paz con Napoleón, pero Alejandro desea entrar triunfalmente en París y amenaza con hacerlo él solo si los otros no le siguen. Fracasados algunos intentos de firmar la paz por la negativa de Napoleón a «dejar a Francia más pequeña de lo que la encontré», Gran Bretaña, Rusia, Austria y Prusia firman el tratado de alianza de Chaumont en marzo de 1814 «en pro del mantenimiento de la paz y la protección mutua de sus Estados respectivos». La alianza se extiende veinte años y tiene como objeto continuar la guerra hasta la capitulación de Francia, comprometiéndose los aliados a no hacer con el enemigo por separado ningún acuerdo.

Prosiguen mientras tanto las hostilidades con diversa fortuna, pero la capitulación del general Moreau en Soissons el 3 de marzo deja expedito el camino hacia París y el Consejo de Guerra aliado del día 24, celebrado bajo la presidencia del zar, decide avanzar hacia la capital francesa. El 31 de marzo Alejandro I, con el rey de Prusia a su derecha y el austriaco príncipe Schwarzenberg a su izquierda, entran en París a la cabeza de 80.000 soldados de las tres potencias. Relata Vallotton: «En los barrios populares se observaba por todas partes una verdadera consternación. Pero a medida que la columna avanza hacia la Madeleine, la recepción cambia […]». Según un testigo presencial, Gilbert Stenger, cuyo testimonio recoge el mismo autor:

La muchedumbre se precipitó delante de los monarcas, metiéndose hasta debajo de las patas de los caballos; aclamaba a los soberanos llamándoles libertadores […]. Las demostraciones más entusiastas eran para el emperador Alejandro […]. Los demás personajes del cortejo parecían insensibles a esta explosión de delirio, cediendo al zar todos los honores del triunfo porque mandaba el ejército más numeroso y era el que más había sufrido por causa de las guerras de Napoleón […]24.

Los meses que transcurren hasta que en septiembre se inician las sesiones preparatorias del congreso de Viena fueron decisivos para Rusia, que perdió una buena parte del prestigio y la posición hegemónica que había logrado desde la fracasada invasión de Rusia y su victoriosa campaña de liberación de los pueblos de Europa central. Tanto el austriaco Metternich como el británico Castlereagh hicieron cuanto pudieron para oponerse a las pretensiones rusas en Polonia y con relación al Imperio otomano. A Gran Bretaña le preocupaban especialmente las aspiraciones rusas a convertirse en una potencia naval. Rusia podría estar intentando formar un grupo de potencias atlánticas para oponerse a la hegemonía naval británica, en el que, notablemente, estarían España y los Estados Unidos. Por eso despertaban la suspicacia británica las actividades del embajador ruso en Madrid, Tatishschev, que llegó a intrigar para conseguir que Fernando VII se casase con la gran duquesa Ana y sugirió a San Petersburgo que se ayudase a España en la lucha que se iniciaba con sus colonias americanas. Por otra parte, Alejandro I, en una entrevista que mantuvo con La Fayette en París, le prometió ayudar a sus amigos americanos y cuando viajó a Londres en el verano de 1814 actuó en ese sentido, a través de los whigs, opuestos a la guerra con las ex colonias americanas. Pero no tuvo ningún éxito y después de un primer momento, en que Alejandro vivió de las rentas de su prestigio como vencedor de Napoleón, su valoración pública cayó en picado. Por las gentes a las que frecuentó y por la frivolidad de sus actividades sociales causó una pésima impresión en la sociedad londinense. Esta conducta y el temor creciente a que Rusia se convirtiese en un peligro para los intereses británicos dieron como resultado que las relaciones ruso-británicas se enfriaran notablemente.

Aunque el congreso de Viena se ocupó preferentemente de los asuntos europeos, las cuestiones navales, americanas o asiáticas pesaron en las deliberaciones y no cabe duda de que explican la naciente rusofobia, cuyos principales animadores fueron Castlereagh y Metternich. Alejandro I llegó a Viena, procedente de San Petersburgo, el 25 de septiembre de 1814 acompañado por un selecto grupos de consejeros entre los que destacan los príncipes Razumovskii y Czartoryski, que le asesoran en los delicados asuntos polacos; los condes Nesselrode y Stackelberg, Pozzo di Borgo y Capo d’Istria, además del barón Von Stein, que le aconseja en los complejos asuntos alemanes. Como señala Vallotton, solo hay un ruso auténtico, Razumovskii, entre los siete consejeros. Este era el equipo con que Alejandro contaba para llevar a cabo su política exterior, al frente de la cual había puesto desde febrero de 1814 a un diplomático de origen alemán, Iván Andreievich Wedemeyer, un personaje gris que apenas influyó en la dirección de los asuntos. Mucho más decisivos fueron los secretarios de Estado, Nesselrode y Capo d’Istria. El Congreso se inauguró oficialmente el 3 de noviembre y desde el primer momento Alejandro reivindicó el Gran Ducado de Varsovia, a veces incluso con modos escasamente diplomáticos, llegando a retirarle el saludo a Metternich que, como anfitrión, presidía las sesiones del Congreso. Las pretensiones rusas a quedarse con toda Polonia llegaron a tal grado de intransigencia que se pudo pensar que el problema solo se solucionaría con una nueva guerra. A este hosco ambiente no dejó de contribuir Prusia que, por su parte, pretendía apoderarse de toda Sajonia con el argumento de que su rey se había mantenido durante toda la guerra del lado de Napoleón. Ante la decidida negativa de las otras grandes potencias, Alejandro aceptó que Austria y Prusia, participaran en el nuevo reparto de Polonia, aunque él se llevó la parte del león. Pero su actitud había sembrado definitivamente la desconfianza entre los aliados, que temían que después de Polonia, Alejandro intentara volverse contra el Imperio otomano. Se podría ver aquí un remoto precedente de la ruptura, tras la Segunda Guerra Mundial, entre los aliados occidentales y la Rusia soviética.

En la noche del 6 al 7 de marzo, cuando los asistentes al congreso se encontraban en una baile que se celebraba precisamente en casa de Metternich, llegó la noticia de que Napoleón se había escapado de Elba el 26 de febrero y se dirigía a París, donde llegó el 20 de marzo. Sumidos en la confusión, los representantes de las grandes potencias decidieron acabar de una vez por todas con el «monstruo». Alejandro, que ya había mantenido largas conversaciones con la baronesa Krüdener, que le había insistido en que él era el Ángel Blanco que debía regenerar a Europa frente al Ángel Negro que era Napoleón, expresa su decisión: «Nada de paz con Bonaparte». Más expresivo aún Pozzo di Borgo declara que «el fugitivo será ahorcado en una rama del primer árbol». El 25 de marzo las potencias firman un nuevo acuerdo para combatir sin cuartel al común enemigo y aceleran los trabajos del congreso, cuya Acta final fue firmada el 9 de junio por siete de las potencias signatarias del primer tratado de París —España se abstuvo, molesta por el papel secundario al que se la había relegado—, a las que después se sumaron todos los demás Estados, salvo la Santa Sede, Inglaterra y Turquía. Terminadas las tareas diplomáticas, las potencias se dispusieron a enfrentarse militarmente con Napoleón, que fue definitivamente derrotado en Waterloo el 18 de junio de 1815. La decisión del general prusiano Gneisenau de acudir en ayuda de los aliados, a pesar de que Napoleón había derrotado a los prusianos dos días antes, decidió el triunfo. Wellington, jefe supremo de los aliados, consideró esta decisión del general prusiano como «el momento decisivo del siglo». Cuatro días después de Waterloo, Napoleón firmó su segunda y definitiva abdicación. En la batalla de Waterloo no participaron los rusos, cuyas tropas habían regresado a sus bases. Era todo un síntoma de que la influencia rusa en Europa había empezado a eclipsarse.

Del congreso de Viena salieron dos documentos internacionales bien distintos, el de la Santa Alianza, obra de Alejandro, firmado directamente por los soberanos de Rusia, Austria y Prusia el 26 de septiembre de 1815 y el Pacto de garantía por el que se constituyó la Cuádruple Alianza, cuyo promotor fue Castlereagh y que fue concluido por las anteriores potencias más Gran Bretaña el 20 de noviembre de 1815. Como escribe Renouvin, «estas iniciativas son totalmente diferentes por su carácter y su alcance»25. Según la versión tópica, Alejandro venía dando vueltas a la idea de la Santa Alianza desde que el 25 de mayo de 1815 fue visitado en Heilbronn (Würtenberg) por la extraña baronesa Krüdener, que toca la fibra mística del zar y le convence de que está llamado a una misión de salvación de Europa y del mundo. Alejandro comparte su plan con el emperador de Austria, que entrega a Metternich el documento autógrafo en que se contenía el proyecto. El hábil canciller lo calificó de «empresa […] por lo menos inútil, si es que no es peligrosa […] un monumento hueco y sonoro», o bien una «mezcla de ideas liberales, religiosas y políticas». En otro momento lo calificó de «simple declaración de principios bíblicos que hubiera devuelto a Inglaterra a la época de los Santos, de Cromwell y de los Cabezas Redondas». Castlereagh, que también tuvo pronto acceso al texto, lo calificó de «documento sublime de misticismo y tontería». La meta de la paz universal en el ámbito de una comunidad de todos los pueblos cristianos era acariciada por Alejandro I, por lo menos desde que accedió al trono, y procedía, sin duda, de sus años de formación ilustrada y liberal. La redacción del texto habría sido del propio Alejandro, que se inspiró en el Proyecto de paz Perpetua del abate Saint Pierre y en el Genio del Cristianismo de Chateaubriand y que habría recibido asimismo la influencia del pietismo alemán. Henry Kissinger conecta la idea de la Santa Alianza con las conversaciones de 1804 con Pitt, que, en su opinión, habría desinflado la cruzada del zar a favor de instituciones liberales. Añade que en 1815 la cruzada que promovía el soberano de Rusia

[…] era exactamente opuesta a la de once años antes. Ahora Alejandro —añade Kissinger— estaba preso de la religión y de los valores conservadores y proponía nada menos que una reforma completa del sistema internacional basada en la proposición de que «el curso anteriormente adoptado por las potencias en sus relaciones mutuas había de ser fundamentalmente cambiadas y es urgente reemplazarlo por un orden de cosas basado en las excelsas verdades de la religión eterna de nuestro Salvador»26.

Metternich afirmó que, tras entrevistarse ampliamente con el zar acerca de su proyecto, «se encargó de introducir alguna sustancia en este armazón sonoro y vacío». El mismo Vallotton entiende que el canciller austriaco «transformó un sueño teocrático, una tutela mística en un sistema de alianzas destinado a oponerse a la revisión de los tratados de 1815»27. Kissinger explica la actuación de Metternich porque Austria, campeona de la lucha contra el nacionalismo, no podía dar ningún pretexto para que Rusia hiciera frente sola a las corrientes liberales y nacionales.

Es por eso —añade— por lo que Metternich transformó el proyecto del zar en lo que llegó a ser conocido como Santa Alianza, que interpretaba el imperativo religioso como una obligación para los signatarios de preservar el statu quo interno de los países europeos. Por primera vez en la historia moderna, las potencias europeas se habían dado a sí mismas una misión común28.

El lenguaje utilizado en el Acta de la Santa Alianza nada tenía que ver con el que era habitual en los documentos diplomáticos. Escribe Kissinger que «Europa no había visto un documento semejante desde que Fernando II había dejado el trono del Sacro Imperio Romano dos siglos antes»29. Se iniciaba con un solemne «En el nombre de la Muy Santa e Indivisible Trinidad» y en él se declaraba que dos emperadores y un rey [los tres primeros firmantes, Alejandro, Francisco I de Austria y Federico Guillermo III de Prusia] se comprometían a defender los «preceptos de la justicia, la caridad cristiana y la paz […] unidos por los vínculos de una auténtica e indefectible fraternidad». Se hablaba allí de la existencia de una «nación cristiana» y de «la eterna religión del Dios Salvador». El misticismo que destilaba el insólito documento, la vaguedad de su fines y, sobre todo, la indefinición de sus medios llevó a uno de sus primeros signatarios, el emperador de Austria, a declarar: «Si se trata de un documento religioso, el asunto es de la competencia de mi confesor, y si se trata de un documento político, lo es de la de Metternich».

LA RUSOFOBIA Y EL COMIENZO DEL GRAN JUEGO

De cuanto hemos dicho acerca del congreso de Viena y de las negociaciones de los tratados que salieron de aquella magna cumbre internacional se percibe claramente cómo la desconfianza hacia Rusia había ido en aumento. Las otras tres potencias que, junto con Rusia, formaban el cuarteto que dirigía los asuntos europeos, Gran Bretaña, Austria y Prusia, recelaban de su aliado oriental, al que atribuían encubiertos designios expansionistas, y muy pronto empezaron a pensar que habían acabado con el peligro que para Europa había representado Napoleón, pero que otro nuevo peligro, el que veían en Rusia, se perfilaba cada vez con más fuerza en el horizonte. De alguna manera era una situación parecida a aquella a la que, ciento treinta años más tarde, tuvieron que enfrentarse los aliados cuando, derrotado Hitler, su aliado de la víspera, Stalin, al frente de un enorme imperio euroasiático, se convirtió en una seria amenaza para las democracias europeas.

Las apetencias polacas de Alejandro habían preocupado, como ya hemos señalado, a sus tres aliados y estuvieron a punto de provocar la ruptura entre los vencedores. A Austria le inquietaban las conocidas aspiraciones rusas sobre los Balcanes. A Gran Bretaña, además de la presencia rusa en el Mediterráneo, también le preocupaba la permanencia de Rusia en la zona del Caspio, que chocaba con sus propios intereses. Además, después del tratado de Gulistan, firmado con Persia también en 1813, el Caspio se convertía en un lago ruso y Gran Bretaña contemplaba con aprensión cómo los dominios rusos se aproximaban a la frontera norte de la India. El caso es que, como escribe Kissinger, refiriéndose no solo a este momento histórico sino a la política exterior de Rusia en general: «Rusia se convirtió gradualmente en una amenaza tanto para el equilibrio de poder en Europa como para la soberanía de los vecinos que rodeaban su vasta periferia. Con independencia de cuánto territorio controlaba, Rusia inexorablemente empujaba sus fronteras más allá». Y añade: «Sin Rusia, Napoleón y Hitler habrían logrado establecer imperios universales, casi con toda seguridad. Como Jano, Rusia era a la vez una amenaza para el equilibrio de poder y uno de sus principales componentes, esencial para el equilibrio, pero no totalmente parte de él»30.

Hasta entonces, los británicos no concebían otro camino hacia India que no fuera el marítimo, pero la presencia rusa en la Transcaucasia les obligó a darse cuenta de que existía también un acceso por tierra al que hasta entonces no habían prestado ninguna atención. Como los rusos, los británicos se empeñaron en levantar mapas de aquellos desconocidos territorios al norte de India y exploradores de uno y otro lado se lanzaron a una apasionante aventura, magistralmente descrita por Peter Hopkirk en su libro The Great Game, que lleva como subtítulo The struggle for empire in Central Asia.

Por el lado ruso, el primer jugador del Gran Juego fue el joven capitán Nikolai Muraviev, que en 1819 emprendió una arriesgada expedición hasta Khiva cumpliendo órdenes del general Alexis Yermolov, gobernador militar ruso en el Cáucaso. Desde Bakú y tras atravesar el Caspio, los expedicionarios se adentraron en el terrible desierto de Karakum y, sorteando peligros sin cuento, alcanzaron la tierra de los uzbekos. Las múltiples vicisitudes de los expedicionarios son dignas de una novela de aventuras, que Hopkirk relata magistralmente. A su vuelta, Muraviev defendió acaloradamente la necesidad para los rusos de conquistar el khanato de Khiva, lo que, en su opinión, permitiría romper el monopolio británico en el valioso comercio de India. «Con Khiva en sus manos —escribió Muraviev—, todo el comercio de Asia, incluido el de la India», podría ser reconducido por el Caspio y, de allí, por el Volga a Rusia y a los mercados europeos, abriéndose así una ruta mucho más corta y más barata que la del Cabo. Añadía que tal empresa dañaría e incluso destruiría el dominio británico sobre India, abriendo además nuevos mercados en Asia central para las mercancías rusas. Hopkirk escribe que «este viaje marca el principio del fin de la independencia de los khanatos de Asia Central»31. Muraviev fracasó, sin embargo, en sus esfuerzos por convencer al khan de Khiva para que usase la ruta del Caspio, seguramente porque desconfiaba de los rusos, cuyas pretensiones expansionistas eran patentes.

Durante el reinado de Alejandro, Rusia consolidó su presencia en Alaska y prosiguió su avance hacia el sur sobre la costa del Pacífico del continente americano. En 1812 se fundó Fuerte Ross, en lo que actualmente es California, y empezaron a surgir problemas con los norteamericanos por la delimitación de las zonas de influencia en la cuenca del río Columbia. También hubo abundantes disputas entre los comerciantes de pieles rusos, americanos e ingleses, que Rusia resolvió en 1824 al darles a todos iguales derechos de comercio.

LOS INTENTOS REFORMISTAS DURANTE LOS ÚLTIMOS AÑOS DEL REINADO

El gran peso que tiene la política exterior durante el reinado de Alejandro I no puede hacer olvidar el ámbito de la política interior, marcada por fracasados intentos de reforma y bruscos virajes reaccionarios. Ya hemos indicado los parcos frutos que se obtuvieron del primer impulso reformista, inmediatamente después del acceso de Alejandro I al trono. Saunders subraya que el comité de vigilancia creado en 1805 y la fundación en 1811 del Ministerio de Policía «dan la impresión de que el régimen ha girado de la reforma a la reacción». Alejandro disimula sus entusiasmos liberales en la acción de gobierno, pero sigue verbalizando sus inclinaciones, sobre todo en su acción exterior. «Frenados o interrumpidos los intentos de hacer cambios en Rusia —escribe Saunders— persiste su entusiasmo por los sistemas no autocráticos en otras partes». Este liberalismo exterior quedaba plasmado, por ejemplo, en las instrucciones entregadas a Novosiltsev para las negociaciones con Pitt en Londres, en las que se establecía la premisa del «reconocimiento inequívoco de la irreversibilidad de los cambios que han tenido lugar en Europa», lo que implicaba que no se luchaba para la reintroducción de los viejos abusos32.

La tesis de que Alejandro I no había abandonado sus propósitos reformistas, al menos durante el período que transcurre entre las dos guerras contra Napoleón (1807 a 1812), parece probarse por el papel relevante que durante esos años desempeñó Mikhail Speranskii. Este curioso personaje es un caso aparte, totalmente diferente de los que constituían la elite rusa. Nieto de un cosaco e hijo de un pope de aldea, Mikhail Mikhailovich fue enviado a los doce años al seminario de Vladimir, donde muy pronto demostró una inteligencia absolutamente excepcional. Como por no tener no tenía ni apellido, sus profesores, según una versión o un tío suyo, según otra, le denominaron Speranskii, forma rusificada del latín spes, «esperanza», como una apuesta por un futuro que se le auguraba brillante, dadas sus cualidades. A finales de 1798, cuando aún no tenía veintisiete años, se le concedió un título nobiliario hereditario.

Con Alejandro I escaló puestos en la Administración y a partir de 1808 se convirtió en el hombre de confianza de Alejandro, al que acompañó a Erfurt para su segunda entrevista con Napoleón, que, deslumbrado por su inteligencia, le calificó como «la única cabeza clara de toda Rusia». En 1809, a petición del emperador, redactó un proyecto completo de constitución donde bajo el título de «Introducción a la codificación de las leyes del Estado» trazaba un plan de reorganización total del sistema político y social de Rusia. Speranskii explica en su «Introducción» que el propósito de las proyectadas transformaciones era «establecer y consolidar el gobierno autocrático existente hasta ahora sobre las bases de la ley inmutable». Para Marc Raeff, esto no significaría sino que pretendía hacer que la autocracia rusa funcionase de una manera más eficiente y predecible, y niega cualquier influencia del liberalismo sobre el reformador ruso. Por el contrario, Saunders, junto con David Christian y John Gooding, que han estudiado con detenimiento los papeles de Speranskii, entiende que el deseo de este era reemplazar el sistema autocrático «existente hasta ahora» por otro de una naturaleza totalmente distinta. Esta expresión, «existente hasta ahora», sería, precisamente, el factor clave para calificar el pensamiento y los propósitos de Speranskii. Una posición intermedia es la de Riasanovsky, según el cual Speranskii «no se inspiraba en las ideas liberales ni en las radicales, [sino que] su ideal era el del Rechtstaat, es decir, el Estado de Derecho. Pero Riasanovsky también estima que Raeff va demasiado lejos cuando niega caulquier influencia del liberalismo sobre Speranskii»33.

Las propuestas de Speranskii suscitaron en la Corte una tenaz oposición por parte de la nobleza y de los sectores burocráticos. Despectivamente, Speranskii era llamado popovich, esto es, hijo de pope o cura, y los orgullosos nobles de la Corte siempre le vieron como un advenedizo que no merecía los honores que le había concedido el emperador. Se criticaba, además, su incapacidad para establecer vínculos de amistad con los personajes más influyentes de la Corte y su afición a rodearse de gentes de inferior condición. Todo lo que olía a francés empezó a ser odiado y rechazado y Speranskii aparecía como lo que en España se llamaba por entonces un afrancesado y sus reformas se veían inspiradas en los modelos revolucionarios y napoleónicos.

Speranskii fue objeto de todas las insidias imaginables y Alejandro permitió que el Ministerio de Policía le sometiera a una implacable vigilancia. Finalmente, en marzo de 1812, fue obligado a dimitir y a exiliarse, primero a Nizhni Novgorod y después a Perm, en los Urales, desde donde escribió cartas en las que afirmaba que sus planes de reformas no eran otra cosa que «el desarrollo racional» de todo aquello a lo que el zar aspiraba desde 1801. Algunos años más tarde Speranskii fue rehabilitado y designado gobernador de la provincia de Penza. En 1819 se le nombró gobernador general de Siberia, y dos años después volvió a San Petersburgo como miembro del Consejo de Estado.

El cese de Speranskii y el abandono de sus proyectos reformistas no impidieron que Alejandro, terminada la victoriosa guerra contra Napoleón, acariciara nuevos planes de reforma. Esta segunda parte de su reinado es una etapa contradictoria, ya que mientras el emperador, cada vez más entregado a ensoñaciones místicas, lleva a cabo, en Polonia, en Finlandia y en las provincias bálticas, experimentos «liberales» o «constitucionales» —que jamás intentará aplicar en Rusia—, la dirección de los asuntos políticos queda en manos del general Alexis Arakcheev, un autoritario brutal y eficiente que fue denominado por Pushkin «el genio maligno» de Alejandro I y al que se considera inspirador de la «década reaccionaria».

En el ámbito de la cultura y de la instrucción aparece en toda su nitidez —si se puede hablar así— la ambigüedad de Alejandro, que le impulsa a llevar a cabo una política contradictoria: por una parte, se crean numerosos centros de enseñanza, universidades entre ellos, pero, por la otra, se practica una política represiva, que fue especialmente dura en los últimos años del reinado. Dos notables reaccionarios, Mikhail Magnitskii y Dmitrii Runich se dedicaron a perseguir las ideas occidentales, consideradas peligrosas para la Ortodoxia, cebándose especialmente en las universidades de Kazán y San Petersburgo. Bajo la égida de Magnitskii, perfecta imagen del funcionario retrógrado y oscurantista, los jesuitas, que habían gozado de la protección de los zares desde su supresión por el Papa, fueron expulsados del Imperio en 1820. Dos años después se ordenó que todos los estudiantes rusos que estuvieran cursando estudios en universidades extranjeras volvieran a Rusia y se prohibieron las sociedades secretas, medida esta dirigida especialmente contra la masonería. En esa línea, Alejandro exigió, a partir de 1823, que todos los funcionarios declararan por escrito que no pertenecían a ninguna sociedad secreta. «En realidad, —escribe Heller— se les exige, sobre todo, jurar que no son masones». Magnitskii llegó a proponer la instauración de la Inquisición en Rusia, así como la más estricta censura de todas las publicaciones impresas. Se le encomendó la tarea de inspeccionar la Universidad de Kazán y después de seis días de estancia en esta ciudad emitió un informe en el que no solo proponía que se cerrase la universidad, sino también que se destruyeran incluso los edificios. En el margen del informe, Alejandro I escribió: «¿Por qué destruirla? Más vale corregirla». Pero esa corrección se encargó al mismo Magnitskii, al que, como directiva, se le pidió que diese a las enseñanzas una orientación conforme a los principios de la Santa Alianza. En aplicación de semejante criterio, se suprimió la enseñanza de la geología, considerada hostil a la historia bíblica. Y se purgó la enseñanza de la filosofía para que no se convirtiera en vehículo del «liberalismo». La Universidad de San Petersburgo, que había sido fundada en 1819, también fue objeto de este tipo de represión cultural y su fundador, Uvarov, que se había hecho eco de las mismas ideas liberales que había expresado el emperador en su discurso de Varsovia, tuvo que dimitir. Sin embargo, en 1824 la Universidad de San Petersburgo logró un estatuto similar al de la de Moscú, primera en el tiempo de todas las universidades rusas. No salieron mal paradas ni la universidad báltica de Dorpat ni la ucraniana de Kharkov, que se convirtieron en focos de cultura en estas zonas periféricas del Imperio. Magnitskii sugirió el total aislamiento de Rusia respecto de Europa para que «el rumor de los espantosos acontecimientos que allí se desarrollan no la alcancen».

Los historiadores, a pesar de todo, suelen hacer un balance bastante positivo de la política educativa de Alejandro I por la gran cantidad de centros de enseñanza que se fundaron durante su reinado. Además, las donaciones del público, a través de organismos provinciales, suplían las insuficiencias del presupuesto público. La exigencia de que los funcionarios no pudieran ascender sin cumplir previamente una serie de requisitos educativos, obligó a la burguesía propietaria acomodada a prestar más atención a la educación.

LA POLÍTICA EN LOS TERRITORIOS NO RUSOS

Muy poco tiempo después de haber cesado a Speranskii, Alejandro I hizo un elogio de la Constitución española de 1812 y dos años después, cuando Fernando VII regresó a España y la declaró nula y sin ningún efecto, interpuso sus buenos oficios para moderar la furia absolutista del restaurado monarca, y algo parecido ocurrió en Francia en los primeros años de su Restauración. Por esas fechas también, y en contra de lo que le aconsejaban Nesselrode, Capo d’Istria y Pozzo di Borgo —que no veían posible que el Imperio se dividiera en una parte autocrática y otra «liberal»—, Alejandro pone en marcha el experimento constitucional de Polonia. La parte de Polonia sometida a Rusia se convirtió desde 1815 en «Reino del Congreso» (en alusión al congreso de Viena que lo había delimitado), dotado de una carta constitucional, de un virrey representante del zar, de una administración formada por polacos y de una Dieta que se reunía cada dos años, votaba el presupuesto y los proyectos de ley que presentaba el virrey. En noviembre de 1815 promulgó esta nueva Constitución de Polonia que concedía también a los polacos una amplia gama de derechos civiles y políticos que incluían la libertad de prensa, de religión, el hábeas corpus y un derecho de sufragio restringido, que permitía votar a un número de polacos superior al de franceses electores bajo el régimen de la Carta Otorgada de 1814. La Dieta fue inaugurada por Alejandro, como rey de Polonia, en marzo de 1818. Allí hizo público su propósito de utilizar a Polonia como banco de pruebas de sus experimentos constitucionales y expresó su convicción de que este reino estaba suficientemente avanzado como para disfrutar de «instituciones liberales», que el emperador esperaba extender a todos los territorios del Imperio. La promesa de extender a toda Rusia el experimento constitucional polaco llevó a Alejandro a encargar a Novosiltsev un proyecto de Carta constitucional del Imperio de Rusia en la que se recogían muchas de las propuestas de Speranskii, con la diferencia notable de que la centralización rigurosa de este era sustituida por un cierto federalismo.

En cualquier caso, las esperanzas suscitadas al principio del reinado por la imagen «liberal» de Alejandro I fueron quedando defraudadas, sobre todo en la última parte de su reinado. La revolución decembrista, que estalló inmediatamente después de su muerte, fue en buena medida la consecuencia de este descontento acumulado. A pesar de todo, debe señalarse que Alejandro I se caracterizó por su política tolerante en relación con algunos de los nuevos pueblos que habían sido incorporados al Imperio. Como recuerda Bogdan, Rusia favoreció a las poblaciones lituanas frente a la nobleza polaca, a la que teóricamente estaban sometidas, y prosiguió en Estonia y Livonia la política seguida durante el siglo XVIII, que se basó en el respeto por el régimen social establecido, que suponía la preponderancia de los «barones bálticos» de origen alemán sobre el campesinado indígena. Por el contrario, Bielorrusia y Ucrania fueron totalmente integradas a Rusia y sometidas a una política de asimilación y rusificación.

LA POLÍTICA EXTERIOR EN LA ETAPA FINAL DEL REINADO

Las discrepancias entre los vencedores de Napoleón aparecieron, como ya sabemos, inmediatamente y se manifestaron ya en el mismo congreso de Viena. Los dos hombres fuertes del continente, Alejandro y Metternich, mantenían puntos de vistas muy diferentes y sus concepciones del orden internacional no eran en absoluto similares. Para Alejandro la idea de la Santa Alianza era la más adecuada para garantizar la paz y la seguridad, pero, frente a esta concepción místico-religiosa, Metternich confiaba más en la realpolitik que había inspirado el pacto de la Cuádruple Alianza y coincidía con el británico Castlereagh en la necesidad de frenar las ambiciones de Rusia en la que veía la mayor amenaza a largo plazo. De este modo, Alejandro quedaba, de alguna manera, en minoría en el «sistema de congresos» o «Concierto de Europa» que, a partir de Viena, presidió los destinos del continente34.

El 1 de enero de 1820 el coronel Rafael de Riego se sublevó en Cabezas de San Juan, en la española provincia de Sevilla, y proclamó la Constitución de 1812 en contra del absolutismo de Fernando VII. Un movimiento similar estalló poco después en el borbónico reino italiano de las Dos Sicilias. El 13 de febrero de aquel mismo año, un obrero parisino, Louis Pierre Louvel, apuñaló mortalmente al duque de Berry, hijo del conde de Artois, heredero de la corona francesa y futuro Carlos X. Pushkin se atrevió a mostrar en el teatro un retrato de Louvel, con esta leyenda: «Una lección para los zares». El atrevimiento le costó el exilio. La revolución se ensañaba con los Borbones, que no dejaban de ser uno de los más firmes puntales del sistema establecido y mostraban la debilidad del sistema de la Santa Alianza. Con su dramatismo, estos acontecimientos echaban por tierra las esperanzas de contener la riada revolucionaria, pero, al mismo tiempo, obligaban a Alejandro a aclarar una política que hasta entonces había sido vacilante y contradictoria y que desconcertaba a sus aliados. Se explica así que el «intervencionismo» que venía propugnando el emperador de Rusia se abriese paso con facilidad en los congresos que se celebraron con posterioridad. El primero de ellos, que se reunió en Troppau (Silesia) entre el 20 de octubre y el 20 de diciembre de 1820, formula el principio de intervención, que constaba de los siguientes puntos: todo Estado en el que triunfe la revolución queda excluido de la Santa Alianza; si la revolución amenaza el orden de otros Estados, las potencias aliadas tienen el deber de intervenir, recurriendo en primer lugar a «exhortaciones amistosas» y después a la «fuerza represiva», para restablecer el orden.

Hasta ese momento, la mayor diferencia entre Alejandro y Metternich radicaba en sus distintas concepciones de la intervención. El zar ruso propugnaba una política de «intervención colectiva», mientras que el canciller austriaco prefería una intervención unilateral, sin contar con las demás potencias. Para «restablecer el orden» en Italia, Austria no necesitaba de nadie, según su punto de vista, y algo parecido significaba el Acta de Viena de 1820 que permitía a la Dieta de la Confederación Germánica intervenir en ciertos casos en los asuntos internos de los Estados alemanes. Pero el intervencionismo de Alejandro era también muy distinto al de Metternich por sus objetivos últimos: mientras que este solo pensaba en el restablecimiento del principio de legitimidad, es decir, de los regímenes absolutistas, el zar proponía en Troppau que el reino de las Dos Sicilias dispusiese de una constitución liberal. Como se ve, la actual polémica sobre el unilateralismo y el multilateralismo —más o menos eficaz— no es una novedad.

Pero el 15 de noviembre, estando todavía en Troppau, le llega a Alejandro una noticia que cae sobre él como un mazazo: el regimiento de la Guardia Semionovskii, uno de sus preferidos, se había amotinado en San Petersburgo. Los soldados se rebelan contra la crueldad caprichosa e inhumana de su coronel, Schwarz, pero Alejandro, obsesionado por maniobras conspiratorias de las sociedades secretas, no duda en atribuir a estas el inesperado motín. Piensa que las ideas revolucionarias ya han llegado a Rusia hasta al regimiento en el que más confió cuando tras el golpe de Estado contra su padre se encontró inesperadamente en el trono. Según cuenta Vallotton, Alejandro «se entrevistó de nuevo con Metternich, le confió que lamentaba su entusiasmo por el liberalismo y que a partir de entonces dedicaría sus fuerzas a defender el Antiguo Régimen y el mantenimiento del orden político». Triunfante, el ministro escribe, el 15 de noviembre: «Se diría que es hoy cuando entra en el mundo y abre los ojos. Actualmente está en el lugar donde yo había llegado hace treinta años». «Gracias a su extrema habilidad y a su perseverancia —añade Vallotton— Metternich había conseguido hacer de la Santa Alianza ideológica un instrumento disimulado de su absolutismo»35. La crisis personal de Alejandro es patente para los que le rodean y, en medio de su confusión, cada vez se inclina más por una actitud reaccionaria.

Alejandro había mirado siempre con simpatía a los patriotas griegos, ortodoxos a mayor abundamiento, que trataban de librarse del yugo turco, pero como guardián de la legitimidad no se cree capaz de defender un levantamiento contra un régimen establecido. Además, Metternich, el otro guardián de la legitimidad, le presiona para que no se ponga del lado de los rebeldes y en octubre de aquel mismo año de 1821, junto con Gran Bretaña, dirige una advertencia formal a Rusia. Si Alejandro mantenía todavía alguna veleidad de intervención, la posición de Londres y Viena le disuade. Mientras tanto, y ante la brutal represión turca, Alejandro protesta ante la Sublime Puerta, amenazando incluso con una intervención armada, poco creíble después de gestos como el de borrar de las nóminas del ejército ruso a todos los militares griegos que habían tomado parte en el levantamiento. Todo queda en la retirada del embajador ruso en Constantinopla. La cuestión griega amargó los últimos meses de la vida de Alejandro I, que no se decide a actuar en uno u en otro sentido. Las potencias occidentales, especialmente Gran Bretaña y Austria, temen que la cuestión griega evolucione en el sentido de beneficiar los intereses rusos.

La compleja cuestión griega no fue obstáculo para que durante los últimos años de Alejandro se atendiese a los intereses rusos en Asia central, en confrontación permanente con los británicos. También durante el reinado de Alejandro I se prosiguió la atención a los intereses rusos en el Pacífico, que, ya desde finales del siglo XVIII, consistían fundamentalmente en penetrar comercialmente en Japón y ser admitidos en Cantón, el único puerto donde los extranjeros podían comerciar con los chinos. Se trataba de explorar una ruta similar a la que los británicos utilizaban para llegar a la India, esto es, la ruta del Cabo de Buena Esperanza. En el caso ruso, se pensaba salir de Kronstadt y llegar a Alaska vía Cantón y, si era posible, Japón, bien por el mismo cabo de Buena Esperanza o por el todavía más difícil cabo de Hornos. Poco después, en febrero de 1803, el ministro de comercio Nikolai Rumiantsev logró que Alejandro I permitiese que se enviara a Japón una misión, cuyo objetivo era establecer relaciones amistosas con ese país. La expedición dobló el cabo de Hornos en marzo de 1804 y, a partir de ahí, se dirigió a las Aleutianas y Rezanov a Nagasaki, adonde arrivó en octubre. Como solían hacer los nipones, se le hizo esperar hasta que llegó de Edo (Tokio) la respuesta del gobierno que, una vez más, reafirmaba la tradicional política de exclusión.

Después de aquel nuevo intento frustrado, Rezanov convenció a dos oficiales de marina, Gavril Davydov y Nikolai Khvostov, que, convertidos en piratas, en mayo de 1807, a partir de Petropavlovsk, en Kamchatka, atacaron las instalaciones japonesas en Iturup y en Urup, dos de las islas de Kuriles, y en la ruta de regreso hasta Okhotsk hundieron varios barcos japoneses.

LA EXTRAÑA MUERTE DE ALEJANDRO I

La crisis espiritual de Alejandro se acentuó en los últimos años de su vida, que transcurrieron en una continua búsqueda interior. Siempre había viajado mucho, pero en ese último período sus afanes viajeros se incrementan y recorre la Rusia europea incansablemente. La zarina, de la que había estado tan alejado, se convierte de nuevo en su refugio preferido: es la única persona en la que confía. Alejandro parece haber tomado la decisión de abdicar y habla de ello con frecuencia con sus más íntimos. El zar solo parece estar aguardando el momento adecuado para dejar las obligaciones del trono y «vivir como un particular», como dirá a uno de sus próximos. El 6 de enero de 1825, con motivo de la habitual ceremonia de la bendición de las aguas del Neva, Alejandro coge una neumonía, de la que se cura. A uno de sus ayudantes de campo, el antiguo comandante de la Guardia, Hilarión Wassilchikov, le confiesa que «la carga de la corona le pesa terriblemente», y a otro de sus amigos íntimos, el príncipe Piotr Volkonski, le dice: «Piotr, lo sabéis, desde hace algún tiempo solo tengo un deseo: abdicar». Mientras tanto los informes policiales sobre complots y conspiraciones se multiplican y siempre aparecen implicados los mismos personajes de la elite rusa, incluidos oficiales del ejército. La pasividad de Alejandro es impresionante, casi fatalista: en esos conspiradores se reconoce a sí mismo, al Alejandro joven que un cuarto de siglo atrás soñaba con las ideas liberales. Esa constatación aumenta su malestar y hasta sus remordimientos.

Como la salud de la emperatriz empeora, se le recomienda que se instale en un clima más suave: pasar el invierno en San Petersburgo podría ser fatal para su vida. Pero Isabel no acepta las recomendaciones de salir de Rusia, sobre todo porque no se quiere separar de Alejandro. Ambos deciden que pasarán juntos el invierno en Taganrog, a orillas del mar de Azov. Extraña elección la de este lugar perdido porque, sin salir del Imperio, en la bien cercana Crimea, el clima es más soleado y las costas están plagadas de las señoriales villas de la nobleza rusa. El 13 de septiembre Alejandro se adelanta para preparar la estancia donde van a pasar la temporada invernal, y llega a su destino el 25, después de recorrer a toda velocidad los más de 2.000 kilómetros que hay entre la capital y esa pequeña localidad ribereña del «Mar Pútrido». Poco después, con mucha más calma, llega la emperatriz y ambos se instalan en la modesta casa de planta baja de un antiguo gobernador. Alejandro e Isabel viven el uno para el otro y los informes de nuevos complots o las peticiones de que haga visitas de inspección a la cercana Crimea no logran sacar de su indolencia al emperador, que solo accede a viajar hasta la próxima península el 20 de octubre. A principios de noviembre, en Sevastopol, Alejandro se resfría de nuevo y poco después emprende el viaje de vuelta a Taganrog, a pesar de que su médico, preocupado por su mal aspecto, le ruega que descanse. Ya de vuelta su estado empeora y aparecen todos los síntomas de las fiebres palúdicas. El 1 de diciembre de 1825 (19 de noviembre según el calendario juliano aplicado en Rusia) Alejandro muere.

Este zar, que había suscitado tanta expectación en vida, da origen después de muerto a una leyenda. Pronto se difunde el rumor de que el zar, muerto a edad temprana, ha abandonado el trono para retirarse del mundo. Se llega a decir que el féretro que llega a Moscú el 15 de febrero de 1826 está ocupado por un cadáver que no es el suyo. Se rumorea que un misterioso starets (sabio popular) aparecido en Siberia en 1836, y que se hace llamar Fedor Kuzmich, es el propio zar Alejandro, en línea con lo que es una arraigada tradición rusa, que tantas veces ha creído ver en otra persona al zar fallecido, muy a menudo un impostor. Pero la leyenda continúa y, según cuenta Mourousy, Nicolás I descubre que el cadáver depositado en el féretro no es el de su hermano y antecesor y ordena vaciarlo. Este autor afirma que todos los sucesores en el trono de los Romanov (Alejandro II, Alejandro III y Nicolás II) y el mismo gobierno soviético constatan que, en efecto, no había nada en aquel féretro36.

Al carecer de hijos Alejandro, y en la ausencia de testamento, el derecho al trono correspondería en principio a su hermano Constantino, dos años menor que aquel. Pero desde años atrás era conocido el nulo interés de Constantino por suceder a su hermano. Según Saunders, la renuncia de este no era una decisión totalmente voluntaria, sino, más bien, originada porque el matrimonio morganático que había contraído en mayo de 1820 con la condesa polaca Jeanne Grudzinska le privaba de sus derechos sucesorios, en opinión de su hermano el emperador. El caso es que el 14 de enero de 1822 Constantino le escribe a su hermano Alejandro una carta en la que le dice: «No reconociendo en mí ni el genio, ni los talentos, ni la fuerza necesaria para ser elevado a la dignidad soberana a la que podría tener derecho por mi nacimiento, suplico a Vuestra Majestad imperial que transfiera ese derecho a quien le pertenezca después de mí, asegurando así la estabilidad del Imperio». El 2 de febrero, Alejandro le responde a Constantino: «Como sé apreciar los altos sentimientos de vuestra buena alma, no me ha sorprendido vuestra carta […]. Solo nos queda, por respeto a los motivos que habéis expuesto, concederos plena libertad para seguir vuestra inconmovible resolución y rogar al Todopoderoso que bendiga las consecuencias de tan puras intenciones». Estas cartas privadas eran insuficientes para arreglar un asunto de tanta importancia. Por ello en agosto de 1823, Alejandro ordena al metropolita de Moscú, Filarete, que redacte un manifiesto solemne que reconozca la renuncia de Constantino y declare heredero a Nicolás, su hermano siguiente, que tenía diecinueve años menos que él. El manifiesto se redacta, pero sigue siendo un secreto, aunque se envían tres copias lacradas del mismo al Consejo de Estado, al Senado y al Santo Sínodo, «hasta nueva reclamación por mi parte». El original se deposita en el altar de la catedral de la Asunción, bajo la custodia del metropolita. En todos los sobres se pone este texto: «En ocasión de mi muerte, abrir por el metropolita de Moscú y por el gobernador general de esta ciudad, en la catedral de la Asunción, antes de proceder a cualquier otra acción».

Cuando llega a San Petersburgo la noticia de la muerte de Alejandro, Nicolás, que desconoce el manifiesto pero que sabe que Alejandro pensaba en él como heredero porque informalmente se lo ha comunicado en alguna ocasión, no quiere tampoco ni oír hablar de ocupar el trono en perjuicio de los para él derechos legítimos de su hermano Constantino y pone en marcha la ceremonia de prestar juramento a este como nuevo zar. Como escribe Troyat: «En el espíritu de Nicolás, que ignora la existencia del manifiesto, solo una renuncia oficial de Constantino podría acallar sus escrúpulos». Además, el gobernador de San Petersburgo, el general Miloradovich, declara que un manifiesto no publicado carece de fuerza legal, aparte de contravenir las normas sucesorias promulgadas por Pablo I en 1797, por lo que los Guardias podrían estimar que la hipotética proclamación de Nicolás era una usurpación. Se impone, por tanto, la renuncia pública de Constantino.

En consecuencia, la ceremonia del juramento de Constantino como nuevo emperador, por parte de toda la familia imperial y de toda la Corte, se lleva a cabo el mismo día 27 de noviembre en que llega de Taganrog la noticia de la muerte de Alejandro. Terminada la ceremonia Nicolás escribe a Constantino, que está en Varsovia, donde desempeña el cargo de virrey de Polonia, considerándole emperador. Este le contesta informándole de la carta enviada al emperador en la que le comunicaba «su voluntad irrevocable», pero no da ni un paso para firmar una renuncia pública o para trasladarse a San Petersburgo a clarificar la situación. La confusión se prolonga durante dos semanas más en un interregno propicio a todas las audacias, que será aprovechado por los decembristas. El Imperio ha jurado a un emperador que no siente que aquello le concierna ni acepta el llamamiento para ocupar el trono y sin que su hermano, siguiente en el orden de sucesión, se considere legitimado para dar él mismo ese paso. El 12 de diciembre Nicolás recibe un informe del general Dibich, jefe del Estado Mayor, en el que se da cuenta de que está en marcha un complot originado en el ejército del sur, pero con ramificaciones en la guarnición de San Petersburgo, que trata de aprovechar el interregno para instaurar en Rusia un régimen constitucional. Ante esta nueva situación, Nicolás se siente obligado a asumir sus responsabilidades dinásticas y encarga a Karamzin que redacte el manifiesto que proclame su acceso al trono. Como no le acaba de convencer el tono del borrador que se le somete, Nicolás encarga a Speranskii que lo reescriba. Entretanto, siguen llegando informes sobre las acciones que preparan los conspiradores. Al día siguiente, Nicolás convoca una sesión del Consejo del Imperio —que, en espera de la llegada de Constantino, se inicia hacia medianoche al no aparecer este— en la que se decide que, a la mañana siguiente, Nicolás será jurado como nuevo emperador. A las siete de la mañana del 14 de diciembre los miembros de las altas instituciones del Imperio, Senado y Santo Sínodo, juran su acatamiento al nuevo soberano.

Pero, mientras tanto, los conspiradores se agitan y durante la noche del 13 al 14 celebran una reunión en casa de uno de ellos, la del poeta Kondratii Ryleev, y deciden sublevar a la guarnición de la capital, con el pretexto de la ilegalidad del juramento a Nicolás. Al coronel príncipe Trubestkoi se le nombra «dictador designado» del movimiento que pretende convocar una Asamblea Nacional que elaborará una Constitución para Rusia. Uno de los conspiradores, Kakhovski, se muestra incluso dispuesto a asesinar a Nicolás. Sus consignas llegan a algunos regimientos, que se niegan a un segundo juramento. Los oficiales del regimiento de Moscú prohíben que sus soldados presten juramento a Nicolás I y aseguran que Constantino, para ellos el auténtico zar, ha sido encarcelado. En plena actitud insurreccional, conducen el regimiento hasta la plaza del Senado, donde forman en cerrado bloque. Pronto se les unen otros regimientos. Ante esta situación, el nuevo emperador llama al regimiento Preobrazhenski, unidad de elite famosa por su lealtad, y se pone a su frente. El popular general Miloradovich intenta parlamentar con los insurrectos, pero es muerto por un civil. Los dirigentes de la sublevación lanzan el grito de «¡Viva Constantino! ¡Viva la Constitución!», que es contestado por la tropa que les sigue y que, según parece, creían que la Constitución era la esposa de Constantino. Sublevados y leales se mantienen frente a frente en la plaza del Senado en una calma tensa solo rota por algunas escaramuzas, como la que se salda con el rechazo por parte de los primeros de la caballería que, al mando del general Orlov, es enviada contra ellos por Nicolás. Fracasan también diversos intentos de parlamentar y alcanzar una solución pacífica. Ya muy tarde, al caer la noche, Nicolás da orden de que dispare la artillería. Tras la segunda andanada, se produce la desbandada de los insurrectos, que huyen a través del helado Neva para alcanzar la orilla opuesta. Pero el hielo cede bajo el peso de los soldados y muchos de ellos se ahogan. Nicolás ha triunfado en su primera batalla y se sienta en el trono, despejados todos sus escrúpulos, con una legitimidad que ya nadie puede discutirle37.

El movimiento decembrista, que fracasa estrepitosamente, supone, a pesar de todo, un hito importante en la historia de Rusia y fue fruto de un largo proceso que se había venido gestando durante los últimos años del reinado de Alejandro I. No se puede entender la historia contemporánea de Rusia sin una consideración detallada de este movimiento que tiene una vertiente intelectual y otra claramente inmersa en el activismo político. Desgraciadamente carecemos de espacio para ocuparnos de tan interesante asunto.