6
CATALINA II LA GRANDE:
AUTOCRACIA, IMPERIALISMO E ILUSTRACIÓN

MONARQUÍA AUTÓCRÁTICA Y PACTO CON LA NOBLEZA

Conocemos ya la etapa de Catalina como esposa del gran duque Pedro —después Pedro III—, su voluntariosa adaptación a la vida y a los usos rusos, sus permanentes discrepancias matrimoniales y su participación en el destronamiento de su marido y, seguramente, en su posterior asesinato. También nos hemos referido a la flagrante ilegitimidad de su acceso al trono, que no estaba fundamentaba en ninguna base legal ni consuetudinaria. No tenía Catalina ni una gota de sangre Romanov y el único precedente que podía esgrimir era el de la otra Catalina, la Primera, que también sucedió a su marido, pero con la notable diferencia entre ambos casos de que Pedro I murió de muerte natural, mientras que Pedro III fue primero destronado y después asesinado. En la mejor de las situaciones, Catalina habría podido aspirar a convertirse en regente de su hijo Pablo, que tenía ocho años en el momento del destronamiento de su padre «oficial», pero Catalina, que recordaba lo mal que habían terminado las regencias anteriores de Menshikov, Biron y Anna Leopoldovna, quería a toda costa ser emperatriz y, de hecho, se había preparado para el cargo con la lectura atenta y permanente de los clásicos políticos de la Ilustración. En sus años de formación hay una voluntad patente de poder, y el propósito de deshacerse de su extravagante esposo —que, no lo olvidemos tampoco, acariciaba la idea de repudiarla e, incluso, de desheredar a su hijo— no fue en absoluto improvisado. Por eso a los pocos meses de comenzar el reinado de su marido pone en marcha el golpe de Estado.

Este fantasma de su ilegitimidad la persiguió durante todo el reinado, especialmente en los primeros años, y ya hemos señalado cómo el afán por eliminar a cualquier rival con más derechos que los suyos la llevó a ordenar el asesinato del pobre Iván VI Antonovich en 1764. Escribe Young que, como consecuencia de todo ello, «durante algunos años no tuvo ningún serio rival al trono excepto su hijo Pablo, aunque los derechos que este tenía por nacimiento para suceder a su padre no eran válidos de acuerdo con la ley de sucesión de Pedro el Grande»1, que, como sabemos, consideraba la voluntad del soberano como única fuente de derechos sucesorios. Para superar el vicio de origen de su ilegitimidad, Catalina intenta congraciarse con sus nuevos súbditos desde el mismo momento de su acceso al trono, como revela el hecho de que, solo una semana después, promulgara un ukase por el que se rebajaba el precio de la sal. Además, es notable cómo en los documentos de la primera etapa de su reinado insiste una y otra vez —con técnica que hoy llamaríamos goebbelsiana— en frases como «habiendo ceñido la corona por el deseo de todos Nuestros súbditos» o «el ardiente deseo de todos Nuestros súbditos de vernos ocupar el trono». Como escribe Heller, «recordando constantemente su “derecho” a la corona, ella sabe que estas interminables repeticiones acabarán por persuadir a sus súbditos de la legitimidad de su presencia en el trono»2. Catalina sabía, además, que la legitimidad de origen se sana por la legitimidad de ejercicio, esto es, por un buen gobierno que atienda a las necesidades y a los clamores del pueblo y, sobre todo, de las clases dirigentes que constituyen la «opinión pública», expresión que utiliza ya la emperatriz, en un alarde de modernidad y puesta al día. En efecto, esta expresión, que nos es tan familiar, circulaba desde hacía muy poco tiempo en los ámbitos cultos de Europa occidental.

Se explica así que la nueva emperatriz intentase también desde el principio congraciarse con «un ambicioso sector de la nobleza, dirigido por Nikita Panin, que estaba dispuesto a aceptarla […] si ponía fin a la monarquía absoluta en Rusia y entregaba las más importantes funciones reales a una oligarquía privilegiada»3. Una vez más la nobleza rusa —como la de otros países y como la propia nobleza rusa intentó con Ana Ivanovna— pretendía limitar el poder real en beneficio propio. Isabel de Madariaga entiende que a Panin y a los que pensaban como él «no solo les movía la ambición personal, sino también el miedo a la influencia que los validos pudieran ejercer en el reinado de una mujer», ya que recordaban cómo Catalina I, Ana e Isabel habían dejado el poder en manos de sus favoritos, en vez de en las instituciones4. Además, Panin, que destacaba por su cultura y distinción, había sido designado en 1760 por la emperatriz Isabel preceptor del gran duque Pablo, hijo de Pedro y Catalina, y se encontraba entre los que hubieran preferido proclamar emperador a su pupilo bajo la regencia de su madre. Pero no se puede despachar el papel de Panin tan sumariamente como el de un mero representante de impresentables ambiciones nobiliarias. En Panin se daban también preocupaciones «constitucionalistas».

En cualquier caso, lo cierto era que Catalina quería el poder y deseaba ejercerlo personalmente. Por eso archivó los proyectos de Panin, aunque trató de ganarse a la nobleza, especialmente a la nueva nobleza provincial, tan distinta de la orgullosa vieja nobleza, proveniente de los boyardos. Por esa razón, inicialmente al menos, aplicó una política contemporizadora que se concretó en la concesión de generosos privilegios a la nobleza, pero sin ceder ni un ápice de sus poderes absolutos. Para salir al paso del descontento de la nobleza, que murmuraba por la no confirmación de sus privilegios, se creó una Comisión de la Libertad de la Nobleza, que trató de revisar y actualizar el Manifiesto de Pedro III de 1762, que liberaba a la nobleza, del que ya nos hemos ocupado y que, de momento, no se había aplicado. La Comisión llevó a cabo un trabajo casuístico, resolviendo casos concretos y «dedicando mucha atención a las condiciones de los deberes nobiliarios en las fuerzas armadas y en la burocracia y muy poco a su emancipación de tales obligaciones»5.

Los propósitos «constitucionales» de Panin —aunque el adjetivo no resulta, desde luego, plenamente aplicable— se plasmaron, después de una amplia discusión, en un proyecto de ukase que preveía la creación de un consejo o cuerpo imperial, cuya naturaleza fue explicada en un largo memorándum del propio Panin y en un manifiesto de la misma emperatriz, publicados en 1762, es decir, apenas llegada al poder. Pero los historiadores más recientes le han quitado valor «revolucionario» al proyecto y se inclinan a pensar que no iba más allá de una reforma administrativa que, ante el lamentable estado de los asuntos públicos, proponía ese consejo imperial, así como la división de Senado en seis departamentos, todo lo cual supondría la separación de los poderes legislativo y ejecutivo6. No olvidemos que Catalina era una lectora atenta de Montesquieu, cuyo L’Esprit des lois era uno de sus libros de cabecera. Young insiste, sin embargo, en que «los que esperaban que Catalina delegara sus poderes en un consejo de nobles quedaron igualmente defraudados», aunque señala que Panin presentó el ukase que estipulaba «la transferencia de un razonable ejercicio del poder legislativo a un pequeño número de personas elegidas para este fin», y reconoce que Catalina llegó no solo a firmarlo, sino incluso a nombrar a los seis miembros del consejo. Young concluye, sin embargo, que «tan pronto como comprendió los planes de Panin, el proyecto fue archivado sin más explicaciones»7.

La deferencia de Catalina hacia la nobleza también quedó bien a la vista en el asunto de las propiedades de la Iglesia y los monasterios. Pedro III había confiscado todas las tierras eclesiásticas, hasta el punto de que el descontento del clero fue una de las causas de su caída, y Catalina fue recibida con satisfacción por el mismo clero, con la esperanza de que reparara ese agravio. Según había prometido en el manifiesto que acompañó a su golpe de Estado, Catalina revocó el decreto de Pedro, pero enseguida algunos nobles protestaron porque entendían que solo ellos tenían el monopolio de la propiedad agraria. Así es como en 1764, de acuerdo con la propuesta de una comisión de mayoría seglar creada al efecto, todas las tierras de la Iglesia, con sus siervos, pasaron de nuevo al Estado, lo que supuso el cierre de 500 monasterios, de los 900 existentes. Se cerraron también los seminarios diocesanos, por lo que la cultura del clero descendió extraordinariamente. Solo protestó Arsenii Matseievich, obispo de Rostov, que fue condenado por el Santo Sínodo y enviado a un lejano monasterio del norte, para después ser trasladado a la fortaleza de Reval, donde murió de hambre y frío. Todo esto demuestra la peculiar religiosidad de Catalina, que Young describe así:

La actitud de la emperatriz hacia la religión de su país adoptivo era, por calificarla de la mejor manera, de una absoluta doblez. Protestante por nacimiento, librepensadora por educación, no era probable que emulara la sencilla devoción de su predecesora Isabel, y se sabe que en privado escarnecía los ritos de la Iglesia. Pero en público sabía muy bien lo que se esperaba de ella como emperatriz y, cuando la ocasión lo exigía, rezaba una oración con los demás8.

Así es como a partir de 1764 la propiedad de toda la tierra se atribuyó a la nobleza, aunque este monopolio no quedó reconocido hasta dos décadas largas después. Como precio para conservar su poder autocrático sin discusión, Catalina concedió a la nobleza otros muchos privilegios, lo que repercutió en perjuicio de las otras clases sociales. Mientras Europa occidental se preparaba para superar la sociedad estamental e iniciar el camino hacia una mayor igualdad entre las clases sociales y los individuos, Rusia daba pasos en la dirección contraria. De este modo, si el siglo XVIII, y sobre todo el reinado de Catalina, fue para la nobleza «una verdadera edad de oro», como escribe Riasanovsky, la situación de los siervos se fue degradando cada vez más hasta llegar a su punto más bajo hacia 1800. Al mismo tiempo, el clero carecía de riqueza y prestigio, a diferencia de lo que ocurría en otros países europeos. El mismo Riasanovsky escribe que «en el campo sobre todo, el género de vida de los sacerdotes y de sus familias no se distinguía apenas del de los campesinos»9.

Desde los primeros momentos del reinado, Catalina mostró su peculiar estilo de gobernar. Si Pedro el Grande intentó aplicar en Rusia las técnicas occidentales, en las que veía la clave del progreso, la condición necesaria para hacer de ella un país al nivel de las otras potencias, en Catalina es patente la voluntad de aplicar los principios del pensamiento político moderno, tal y como había sido formulado por los filósofos de la Ilustración, pero solo mientras no supusieran ningún riesgo para su poder absoluto. Pretensión imposible que, en muy poco tiempo, fracasa estrepitosamente. Su contacto con el movimiento intelectual europeo no se limitó a las incesantes lecturas a las que se dedicó en su etapa juvenil de preparación y espera, pues apenas instalada en el trono inicia una intensa relación epistolar con alguno de los grandes escritores del momento. Desde 1763, y con solo treinta y cuatro años de edad, Catalina se cartea con Voltaire, que ya estaba cerca de los setenta y que se convierte en uno de los grandes propagandistas de esta «Semíramis del Norte», como fue denominada. Asimismo utiliza como corresponsal al avispado Frederick Melchior von Grimm, ilustrado alemán que, desde París y sucediendo al abate Raynal, puso en marcha una revista quincenal titulada Correspondance littéraire et politique, que se distribuía entre los reyes que querían estar al día. Como escribe Isabel de Madariaga, se trataba de un «chismoso y bien informado boletín privado sobre literatura, poesía, drama y política del momento»10. Desde la lejana San Petersburgo, Catalina pretendía seguir con atención las novedades parisinas y hasta intentaba convertirse en protectora de los ilustrados, tan a menudo escasos de dinero. Así, enterada de que Diderot pasaba por dificultades financieras le compró la biblioteca al precio que él fijó, pero le permitió que la conservase mientras viviera, además de asignarle una renta anual de mil libras en concepto de bibliotecario. Y cuando supo que la edición de la Encyclopédie se enfrentaba con problemas, ofreció un imprenta de Riga. Se explica así que por toda Europa se difundiera la imagen de una auténtica soberana ilustrada y que algunos historiadores hayan hablado de una etapa «liberal», al comienzo de su reinado, que, sin embargo, se habría ido endureciendo paulatinamente, para pasar después por una fase netamente autoritaria y desembocar, finalmente, en una fase reaccionaria tras el estallido de la Revolución francesa.

A pesar de su falta de legitimidad inicial y de los obstáculos de los primeros tiempos y, desde luego, de la sublevación de Pugachev, que tanto la inquietó, Catalina se mantuvo en el trono hasta su muerte, después de 34 años de reinado, durante los cuales la actividad de la emperatriz fue incesante. En 1781, cuando Catalina llevaba diecinueve años en el trono y le quedaban otros 15, Grimm publicó en París un balance de su imperial gobierno en el que se daba cuenta de la construcción de 144 ciudades, de la firma de 30 tratados, de 78 victorias militares, de 88 decretos relativos a nuevas leyes o nuevas instituciones y de 123 encaminados a «aliviar la suerte del pueblo», un anticipo de lo que hoy llamaríamos política social. Este documento es una ilustrativa muestra de la voluntad propagandística de Catalina, que, por todos los medios a su alcance, que desde luego eran muchos, intenta obtener la aprobación y el aplauso de los círculos intelectuales y aristocráticos de la Europa occidental. Para eso montó una campaña permanente de propaganda que ensalzaba sus realizaciones y que, sin duda, consiguió resultados muy positivos. Así es como Voltaire, en una carta a Diderot, escribía refiriéndose a su admirada Catalina: «¡Qué tiempos tan asombrosos estos que vivimos! Francia persigue a la filosofía y los escitas le ofrecen su protección»11. En esta permanente campaña de «propaganda exterior» que impulsó Catalina, Grimm actuó «como una especie de agente de relaciones públicas». Del éxito de esta propaganda puede dar idea el hecho de que Voltaire, crítico acerbo en relación con lo que sucedía en Francia, llegue con Catalina a increíbles extremos de papanatismo, hasta el punto de afirmar, según cita Gooch (Catherine the Great and other studies): «No hay más Dios que Alá y Catalina es el profeta de Alá». En esta campaña permanente de propaganda, Catalina tomó su propia pluma, como demuestra su libro Antidotum, publicado en el año 1770, que es una respuesta a los maliciosos comentarios del príncipe de Chappe sobre Rusia. En una curiosa anticipación de lo que casi dos siglos después afirmaría Krushchev cuando dijo que la URSS enterraría a los países capitalistas, Catalina escribía en ese libro que Rusia era un país próspero que superaba a Europa occidental en su observancia de la legalidad y en los niveles de vida de su pueblo […]12.

Heller ha establecido las diferentes fases del reinado de Catalina la Grande de la siguiente manera: en primer lugar cinco años apacibles (1762-1768) en los que Rusia se repone de las guerras de los reinados anteriores. Vienen después siete años (1768-1774) de guerras exteriores, seguidos de una epidemia de peste, que provocará un levantamiento en Moscú, y la revuelta de Pugachev. A continuación, y durante un período de doce años (1774-1786), Rusia vive otro período de tranquilidad, volcada en la asimilación de los nuevos territorios conquistados. Finalmente, los nueve últimos años del reinado (1787-1796) se caracterizan de nuevo por las guerras contra Turquía, Suecia, Polonia y Persia, y por la preparación de la guerra contra la Francia revolucionaria. Heller sintetiza el reinado en diecisiete años de guerra y diecisiete años de recuperación.

Catalina mantuvo siempre una clara voluntad de gobernar autocráticamente y nunca dejó el gobierno en manos de sus validos, al contrario que las emperatrices que la precedieron. Tuvo no menos de una o dos decenas de amantes, pero ninguno de ellos intervino tan activamente en política como había sido tan frecuente antes. El primero de ellos como emperatriz, Grigorii Orlov (tercero de su vida tras Saltykov y Poniatowski), recibió muchas prebendas, entre ellas la de comandante en jefe de la artillería, pero nunca se inmiscuyó en la dirección de la política. Una muestra de su estilo personal de gobernar se refleja en el hecho de que Panin —del que se dice que ella siempre desconfió, por sus propósitos de limitar su poder— fue puesto al frente del Colegio de Asuntos Exteriores, pero no fue nunca nombrado canciller. Los principales colaboradores de la emperatriz fueron Panin, para los asuntos exteriores, hasta 1781, en que Catalina prescindió de él por discrepancias políticas, y Vyazemsky, para la política interior, hasta 1792, en que se retiró. Pero Catalina no dejó en ningún momento de ejercer directamente el poder.

Uno de los acontecimientos del reinado de Catalina que contribuyeron a acreditar su fama de «soberana ilustrada», según los ideales de los filósofos y enciclopedistas franceses, fue su decisión, largamente preparada, de convocar la Comisión Legislativa, amplia asamblea a la que se encargó la actualización del ordenamiento jurídico ruso, si es que se puede denominar así. Como recuerda Isabel de Madariaga, el caos legislativo en Rusia era enorme. Hasta que se fundó la Universidad de Moscú en 1755 no comenzó la enseñanza de la jurisprudencia, primero en latín o en alemán, basada en el Derecho romano o en las teorías que sobre el Derecho natural eran corrientes en la Europa de aquella época. La enseñanza del Derecho positivo ruso no dio comienzo hasta 1767. Ninguno de los altos funcionarios del gobierno que rodeaban a Catalina había estudiado Derecho y Catalina, por supuesto, solo conocía lo que había podido extraer de sus lecturas. Fue «para abrirse camino en esta jungla» para lo que Catalina se embarcó en ese «experimento original» que fue la Comisión Legislativa13.

La Comisión se reunió en Moscú, en el Palacio de las Facetas del Kremlin, el 30 de junio de 1767, y comenzó sus trabajos tomando en consideración una larga «Instrucción» o Nakaz, redactada personalmente por Catalina en forma de artículos y concebida como una guía de los debates. Este documento es muy importante porque refleja del modo más completo el pensamiento político de Catalina y sus fuentes ilustradas, que proceden de L’Esprit des lois de Montesquieu (250 artículos sobre 526), que se había publicado apenas veinte años antes, y de la obra de Cesare Beccaria Dei delitti e delle pene (más de cien artículos), que acababa de publicarse (1764), lo que demuestra cómo estaba Catalina al tanto de las novedades intelectuales. También hay referencias procedentes de Blackstone, cuyos Commentaries, traducidos en tres volúmenes, fueron estudiados por Catalina, y de las Instituciones políticas del barón de Bielefeld, que resumían los principios del «cameralismo» germánico, fundamento del llamado «Estado de policía» —que no es lo mismo que Estado policíaco, materia en la que los rusos tenían poco que aprender— y antecedente de las modernas doctrinas administrativistas. También hay indicios del pensamiento de Adam Smith y del utilitarismo de Bentham. Este último visitó Rusia, donde fue recibido con todos los honores, y sus libros, o los que trataban sobre su pensamiento, constituyeron en Rusia un notable éxito editorial. La pretensión de Catalina era la aplicación de la teoría ilustrada de la ley natural, que, al menos retóricamente, consideraba que podía transformar la vida y la sociedad rusas. «No permita Dios —escribió Catalina en su Nakaz— que después de que se hayan completado todas las medidas legislativas exista una sola nación en el mundo regida más justamente ni más próspera que Rusia».

El primer principio que fija Catalina en su «Instrucción» es que «Rusia es una potencia europea», lo que era, ya de entrada, una negación de la afirmación frecuente de que Rusia tenía un régimen próximo al despotismo asiático y sentaba las bases para el siguiente principio, según el cual «el soberano es autócrata, porque no hay otra autoridad, fuera de la que se centra en su persona, que pueda actuar de la manera adecuada en un Estado de tan vasta extensión». Como subraya Madariaga, «Catalina pretendía que Rusia no fuera un despotismo asiático, gobernado por el miedo, sino una monarquía absoluta, en el sentido que Montesquieu daba al término, con sus leyes fundamentales», pero advierte que «adaptó lo que su maestro francés había dicho sobre el despotismo a la monarquía» y cambió la expresión «poder despótico» por «poder autocrático», como señala Heller14. Sus diferencias con Montesquieu no se limitaban a esta cuestión del despotismo, ya que otra de las ideas fundamentales del gran pensador francés, la de los «cuerpos intermedios», no entra en la consideración de Catalina. Esta idea podía haberle servido para asignar a la nobleza una función independiente entre soberano y pueblo, pero, en su concepción, la nobleza no tenía otra misión que la de transmitir fielmente la autocrática voluntad imperial. Por supuesto, nada hay tampoco en la acción de Catalina que pueda considerarse un intento, por tímido que fuese, de aplicar en Rusia algún atisbo de división de poderes, en el sentido auténtico de Montesquieu, que no se limitaba, desde luego, a una diferenciación de funciones.

Es evidente que Catalina aspiraba a un absolutismo sin fisuras, que le parecía un régimen plenamente europeo y moderno, porque, efectivamente, no eran pocos los Estados europeos que en aquel momento —aunque ya por poco tiempo— encajaban en esa definición. En ese sentido, Catalina es una de las más cumplidas expresiones del «despotismo ilustrado» y, sin duda, hizo suya la máxima que lo define: «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo». Pero en la propia Rusia surgieron las críticas a esta visión del absolutismo.

LA REVUELTA DE PUGACHEV

La guerra con Turquía absorbió todas las energías rusas entre 1768 y 1774, lo que provocó el final de los trabajos de la Comisión Legislativa. Algunos historiadores estiman que el comienzo de esta guerra fue el espléndido pretexto que buscaba Catalina para cerrar los trabajos de la Comisión, que empezaban a resultarla engorrosos. La guerra se convierte en el acontecimiento que ocupa durante casi siete años la escena rusa, pero, poco antes de que concluyera, en 1773, estalla la revuelta de Pugachev, que en poco tiempo alcanza tales proporciones que obligan a ver en ella una de las razones de que Rusia negociara la paz con los turcos. Pugachev era un militar cosaco que se había distinguido en la Guerra de los Siete Años y después en la guerra contra Turquía, aunque ya había dado muestras de su carácter revoltoso e indisciplinado. Enviado a casa por enfermedad, decide desertar y durante el bienio de 1772 y 1773 se pone al frente de los cosacos descontentos que se habían amotinado en la zona del río Iaik, el actual Ural, en protesta por el celo excesivo de un inspector gubernamental. Muy pronto el movimiento se extiende por un amplio territorio al este de la Rusia europea y logra apoderarse de ciudades importantes como Kazán, llegando incluso a amenazar Moscú. Ninguna de las revueltas similares anteriores, como las de Bolotnikov, Stenka Razin y Bulavin había logrado tal extensión, y ninguna mereció la consideración de «guerra campesina» más que la de Pugachev, aunque en su momento de apogeo sus huestes estuvieron formadas no solo por cosacos, sino por gentes de tribus no rusas, como los siempre revoltosos bashkires, obreros de las fábricas del Ural, Viejos Creyentes y siervos huidos. Pugachev se presentó a sus seguidores como el asesinado Pedro III, que, como había sido tan tradicional en la historia rusa, muchos estimaban que no había muerto y que habría de volver para restablecer la justicia y la auténtica monarquía zarista. La «iniquidad de las estructuras sociales de Rusia», como señala Riasanovsky, era el caldo de cultivo ideal para un movimiento de este tipo y así se explica que lo que originariamente fue una alzamiento puramente local se transformase en una revuelta de masas a la que, como relata Pushkin en La hija del capitán, se opuso muy poca gente, aparte de funcionarios y terratenientes15.

Todos los historiadores están de acuerdo en que la revuelta de Pugachev fue la más importante de las tradicionales rebeliones campesinas rusas y la que ha dejado mayor impacto en su historia, en la literatura y en la memoria popular. Riasanovsky escribe que Pugachev «actuó con gran estilo» y recuerda que se rodeó de una especie de corte imperial, a imitación de la de San Petersburgo. Organizó una cancillería muy eficaz y montó un hábil servicio de propaganda, que manejó ideas muy modernas acerca del poder y de las relaciones entre gobernantes y pueblo. Llegó a contar con una especie de Colegio de Guerra y puso en pie algo muy parecido a un ejército regular, con su estado mayor y con una respetable artillería, formada en parte por los cañones fabricados por los metalúrgicos de los Urales. Pero el mismo Riasanovsky subraya que la revuelta de Pugachev mostró «de una manera tan brutal como trágica el abismo que separaba la filosofía francesa de la realidad rusa». A partir de entonces no cabe duda de que se acentúan los rasgos más conservadores y autocráticos de Catalina, aunque esta era «demasiado inteligente como para convertirse en una reaccionaria pura y simple», por lo que supo combinar la represión y la coacción con una pequeña dosis de reforma y una gran cantidad de propaganda. Walicki sitúa en este momento el fin del «entusiasmo francófilo» que había caracterizado a Catalina hasta entonces, y que compartían con ella los salones aristocráticos empapados de un volterianismo superficial, y afirma que se vuelve hacia el «nacionalismo primitivo característico de la pequeña nobleza provincial» y aumenta su interés por las viejas tradiciones rusas.

LA SEGUNDA ETAPA DEL REINADO DE CATALINA:
LEYES, REFORMAS Y AMANTES

Terminada la revuelta de Pugachev y como una consecuencia inmediata de ella, Catalina se apresuró a poner en marcha la reforma de las estructuras locales, cuya debilidad había quedado bien a la vista, ya que, por su escasa capacidad política y de resistencia, se habían derrumbado estrepitosamente ante Pugachev. Catalina no quería unas instituciones locales tan débiles que se desmoronasen al primer embate y con esa finalidad promulgó el 7 de noviembre de aquel mismo año de 1775 el Estatuto de la Administración Local, primero de los códigos parciales que verían la luz a partir de entonces y tras el fracaso de las más amplias expectativas que había suscitado la Comisión Legislativa. Se inicia así lo que algunos historiadores consideran la etapa autoritaria del reinado de Catalina, que sucedería a la presuntamente liberal de los primeros años. Esta intensa promulgación de nuevas leyes respondía a lo que la propia Catalina denominó su «manía legislativa», en la que, como señala Walicki, la emperatriz rechaza la teoría de los derechos naturales de los enciclopedistas, sus primeros maestros, y elige como mentor a William Blackstone, el jurista conservador inglés16.

Se trataba de reforzar la administración provincial por medio de la descentralización, estableciendo una repartición explícita de los poderes y de las funciones, con una destacada participación de la nobleza. Se redujo el tamaño de las circunscripciones administrativas, denominadas gubernii, que inicialmente fueron unas quince, aunque al final del reinado llegaron a ser cincuenta. Cada uno de estos gubernii estaba dividido en unos diez distritos (uiezdy). Cada provincia o gubernii contaba con unos 300.000 habitantes y cada distrito con unos 30.000, sin que se tuvieran en cuenta las realidades históricas o regionales, como poco después harían los revolucionarios franceses al trazar los departamentos, con gran escándalo de Edmund Burke, que criticará el sistema en sus Reflections on French Revolution.

Dukes destaca la importancia de estos años centrales de la década de los setenta en el reinado de Catalina, no solo en el ámbito político, sino incluso en el personal de la emperatriz, pues fue entonces cuando Grigorii Orlov fue sustituido como principal amante por Grigorii Potemkin, «un hombre de no menor ambición y probablemente de mayor talento». Esta nueva relación sentimental de Catalina dio origen a una voluminosa correspondencia amorosa, de la que se ocupan con algún detalle algunas biografías de la emperatriz, como la de Carolly Erickson, Great Catherine (1994). Pero las relaciones entre Catalina y Grigorii Potemkin no se limitaron a lo sentimental, pues ambos compartían ambiciones expansionistas y en la colaboración entre ambos está el origen del «Proyecto Griego» que contemplaba como último objetivo la conquista de Constantinopla. No fue ninguna casualidad que el nieto de Catalina nacido en 1779 recibiese el nombre de Constantino, pues desde antes de su nacimiento su abuela y su amante le asignaban la histórica misión de restaurar, bajo la hegemonía rusa, el Imperio bizantino.

George Soloveytchik, en su obra biográfica Potemkin (1939), ha subrayado la «importancia capital» que en la Rusia de Catalina tenía el puesto de favorito. «En sus luchas por alcanzar el poder —escribe—, los partidos políticos y las camarillas cortesanas hacían de la alcoba de la emperatriz uno de sus objetivos principales, protegían o desprestigiaban a los candidatos rivales y continuaban la lucha hasta mucho después de ocuparse la “vacante”, cuando ocurría una». Este mismo autor señala que aunque a la emperatriz Isabel solo se la conocieron dos favoritos, Aleksis Razumovskii e Iván Ivanovich Shuvalov, Catalina, según cálculos fidedignos, tuvo 21 favoritos en cuarenta y cuatro años, desde Saltykov y Poniatowski en su juventud, antes de acceder al trono, a Platón Zubov, el joven amante de los últimos diez años de su vida. Orlov primero, cuya relación se prolongó durante once años, y Potemkin después fueron, desde luego, los más importantes de esta larga serie de amantes, que tanta influencia tuvieron sobre Catalina.

Tras la instalación de Potemkin como favorito y principal consejero político, la tarea legislativa y de reforma de Catalina prosiguió en los años siguientes y deben destacarse en esta línea el Código de la Navegación Comercial y el Código de la Sal en 1781, la Ordenanza Policial de 1782, las Cartas de Nobleza y de las Ciudades de 1785 y el Estatuto sobre la Educación Nacional de 1786. La «Carta de los Derechos, Libertades y Privilegios del Noble Ruso» o Dvorianstvo, publicada el 21 de abril de 1785, tuvo especial interés porque refleja el pacto entre la emperatriz y la nobleza que constituía la clave del sistema político de Catalina la Grande, que no hizo sino reforzarse con el transcurso de los años.

También en 1785 se publicó una «Carta de las Ciudades» que se ocupaba de los derechos individuales y colectivos de los habitantes de las ciudades, de la ordenación de los gremios artesanales y del gobierno municipal. Pero Catalina no avanzó en su supuesto propósito de desarrollar un Tercer Estado, porque por aquellos años su entusiasmo inicial por las teorías de los enciclopedistas había empezado a disminuir o porque, como señala Dukes, «con el paso de los años se había ido rusificando y se había hecho más entusiasta de la idea de que la política rusa tenía una naturaleza diferente, que pronto defendería celosamente frente al asalto ideológico de la Revolución francesa»17.

Las guerras y la política expansionista de Catalina exigieron la puesta en pie de un ejército numeroso y modernizado y de una armada que ya no se limitaba al Báltico, sino que navegaba normalmente por el mar Negro y por el Mediterráneo. Los mercenarios extranjeros habían dejado de ser necesarios y, salvo algunos oficiales, la recluta era exclusivamente rusa y, asimismo, la preparación y el entrenamiento se habían perfeccionado mucho, lo que permitía liberarse de la dependencia extranjera. A partir de la Guerra de los Siete Años, el principal componente del ejército ruso, que era la infantería, fue aumentando y modernizándose, especialmente las unidades de «cazadores», o de infantería ligera. También la armada se desarrolla ampliamente durante el reinado de Catalina. A la ya poderosa flota del Báltico se añadió, especialmente después de la primera guerra con Turquía, la construcción de una flota del mar Negro, que al final del reinado estaba constituida por 22 buques de línea, 12 fragatas y 6 buques de bombardeo, además de otros barcos menores. En tiempos de paz la flota estaba bajo el control del Colegio del Almirantazgo.

La Administración civil también se moderniza y se adapta a la nueva situación, como era lógico en una monarquía cuyo carácter burocrático era tan importante como el nobiliario. La burocratización llega hasta el extremo de que se ordena el archivo de cualquier documento, incluso de los de menor importancia. Se hacía patente, cada vez de un modo más acuciante, la necesidad de una reforma a fondo de la Administración, de la que se venía hablando mucho desde el principio del reinado, y aunque Catalina consiguió algunas mejoras, la gran reforma no se abordó nunca, salvo, como hemos indicado, en el ámbito de las provincias.

Por lo que hace a la economía, los indicadores disponibles reflejan una situación contradictoria, porque si bien en ciertos aspectos son notables los datos de crecimiento y expansión, en otros son muy evidentes los de subdesarrollo. Como escribe Riasanovsky, «Rusia era un país pobre, retrasado, casi exclusivamente agrícola y analfabeto», lo que no impide que un historiador norteamericano de origen ruso, Michael Karpovich (1888-1859), haya escrito lo siguiente:

Ninguno de los autores contemporáneos de Europa occidental que se han ocupado de la economía rusa de finales del siglo XVIII y de principios del XIX se refieren a Rusia como un país económicamente atrasado. En efecto —continúa— hubo un momento, en el curso del siglo XVIII, en el que la industria rusa, al menos en ciertos ramos, no solo estaba a la cabeza de los países europeos del continente, sino que incluso superaba a la misma Inglaterra. Esto era particularmente cierto respecto de las industrias metalúrgicas. A mediados del siglo XVIII, Rusia era el primer productor mundial de hierro y cobre y solo hacia 1770, por lo que hace al cobre y al final del siglo respecto del hierro, la producción inglesa iguala a la de Rusia18.

El fundamento de la intensa actividad económica que se registra en la Rusia de Catalina es una población escasamente preparada, sin duda, pero que crece de una manera espectacular después de haber permanecido estabilizada hasta finales del siglo XVII. Cuando Pedro el Grande muere en 1725, Rusia cuenta con unos 13 millones de habitantes, que son ya 19 millones en 1762 y 29 en 1796. Y si se añaden los siete millones de nuevos súbditos que Catalina incluye en su Imperio, gracias a sus conquistas y a los repartos de Polonia, la cifra llega hasta los 36 millones de habitantes. En estos nuevos territorios hay que incluir zonas relativamente más desarrolladas desde el punto de vista económico, como las nuevas provincias del oeste, que, sumándose a la zona báltica anexionada por Pedro el Grande, proveen a Rusia de una población más cualificada, que se convierte en punta de lanza del nuevo desarrollo ruso.

La agricultura es la actividad económica más extendida en Rusia, pero existe una enorme diferencia entre las regiones del sur, cuyas «tierras negras» son las más fértiles de todo el Imperio, y las extensas zonas del centro y del norte, cuya productividad es muy baja. Mientras que en el sur predomina el sistema de la barchtchina, es decir, el trabajo del siervo en beneficio del amo, en el centro y norte se usa más el obrok, según el cual el trabajo es sustituido por una renta en dinero o especie. Los campesinos, ante la escasa productividad del campo, se ven obligados a complementar las faenas agrícolas con otros trabajos, por ejemplo, de carácter artesanal. Según los datos aportados por Riasanovsky, en torno a una cuarta parte de la población, sobre todo en las provincias menos fértiles, se ve forzada a abandonar sus pueblos en invierno en busca de un trabajo estacional. La agricultura rusa estaba muy retrasada y las técnicas de explotación que se utilizaban eran muy primitivas, a pesar de los esfuerzos realizados por la Sociedad Libre de Economía fundada en 1765, y algunos otros grupos. El mismo Riasanovsky subraya que la modernización era prácticamente imperceptible y recoge el punto de vista de los historiadores marxistas, según los cuales «la servidumbre y la mano de obra sin cualificar que proporcionaba en abundancia eran todavía capaces de satisfacer las necesidades de la economía rural, estancada y encerrada en sí misma, de la Rusia del siglo XVIII»19.

La industria, sin embargo, hizo progresos bastantes sorprendentes en este período, como lo prueba que el número de fábricas pasó de 200 o 250 a la muerte de Pedro el Grande a 663 en 1767 y a 1.200 o, según otras fuentes y si se tienen en cuenta las fábricas menos importantes, a 3.000 a finales del siglo. Muchas de estas fábricas empleaban a centenares de obreros y existía una que contaba con 3.500. El desarrollo minero y metalúrgico, al que ya hemos aludido, se concentró especialmente en la zona del Ural20. También el comercio, tanto interior como exterior, se desarrolla ampliamente durante el reinado de Catalina, continuándose la tendencia ya iniciada en el de la emperatriz Isabel, que había suprimido las aduanas interiores. Asimismo se construyen nuevos canales que completan la red fluvial. Moscú es el principal centro del comercio interior, pero otras ciudades también comparten la prosperidad mercantil, como San Petersburgo, Riga, Arkhangelsk, Penza, Tambov, Kaluga y los puertos del Volga, Nizhni-Novgorod, Yaroslavl, Kazán, Saratov y, en Siberia, Tobolsk, Tomsk e Irkustsk. Numerosas ferias, grandes y pequeñas, animan el tráfico mercantil. La más conocida era la del monasterio de San Macario, cerca de Nizhni-Novgorod, en el Volga, la de Kursk, en la estepa meridional, y la de Irbit, en la región del Ural. El comercio exterior se desarrolla especialmente en la segunda mitad del siglo. Entre 1762 y 1793 las exportaciones pasan de algo menos de 13 millones de rublos a más de 43 millones. Los metales y los textiles representan casi la mitad de este comercio que se realiza sobre todo con Gran Bretaña, principal socio comercial de los rusos desde el siglo XVI, con el que en 1766 se actualizó el tratado comercial firmado en 1734. Otros productos de exportación son la madera, el cáñamo, el lino y la tela para velas. El comercio de cereales inicia entonces asimismo su desarrollo. También crecieron las importaciones en este período, que pasaron de algo más de 8 millones de rublos a casi 28 millones. En este caso, las mercancías eran por lo general artículos de lujo para las clases superiores, las únicas que vivían por encima de los niveles mínimos de mantenimiento.

Las finanzas del Estado reflejan esta ambigua situación económica. Los ingresos del Estado pasaron de unos 24 millones de rublos en 1769 a 56 millones en 1795, y el porcentaje procedente de la imposición directa aumentó del 40 al 46 por 100. Pero los gastos aumentaron de una manera aún más espectacular, pasando de 23 millones y medio de rublos en 1767 a unos 79 millones en 1795. Para cubrir la diferencia entre ingresos y gastos, el gobierno ruso se ve forzado, ya a finales del siglo, a recurrir a los préstamos del extranjero, especialmente de Holanda. El gasto militar era la partida más importante, como es natural, en una época de guerras continuas, a pesar de lo cual descendió desde un 50 por 100 de presupuesto total a un 37 por 100. El presupuesto estaba, lógicamente en situación endémica de déficit, que se cubría con la emisión de moneda, lo que explica la elevada inflación que depreciaba el valor de la moneda21.

POLÍTICA EXTERIOR Y EXPANSIÓN TERRITORIAL

A mediados del siglo XVIII Rusia era ya una potencia europea que desarrollaba una activa política exterior y participaba en las alianzas militares que anudaban y desanudaban los Estados europeos, según hemos tenido ocasión de señalar al ocuparnos de las guerras y de la política exterior de los predecesores de Catalina. Consciente de este lugar relevante que ocupa Rusia, la emperatriz desde el primer momento de su reinado se propuso llevar a cabo una revisión de la política exterior para recuperar el lugar y el prestigio que Rusia había tenido y reparar los daños que Pedro III había causado a su imagen durante su breve reinado. Para la nueva emperatriz está muy claro que la política exterior no puede tener más guía que los intereses de Rusia y por aquellas fechas escribe: «El tiempo desmostrará que no nos arrastraremos nunca más, a remolque de nadie»22. Pero la pirueta final de Pedro III retirándose de la Guerra de los Siete Años y abandonando a sus aliados, Austria y Francia, y devolviendo sus conquistas a Federico II de Prusia, ha dejado a Rusia en una cierta situación de aislamiento, hasta el punto de que no es invitada a las negociaciones que ponen fin a aquel conflicto y que culminan en la paz de Hubertsburg (1763). De hecho, Catalina había confirmado la paz firmada en 1762 entre Pedro III y Federico, pero no la alianza entre ambas potencias. También había proseguido la retirada de las tropas rusas estacionadas en Prusia Oriental, hasta el punto de que Luis XV llega a decir que la nueva emperatriz «se adhiere al sistema de su predecesor». Pero, por otra parte, Catalina suspende los agresivos propósitos de Pedro III contra Dinamarca, motivados por razones dinástico-familiares, y en uno de sus manifiestos iniciales llama a Federico «el peor enemigo» de Rusia23. La nueva emperatriz aspiraba a un período de paz y estabilidad, pues era muy consciente de que Rusia, aunque temida y prestigiosa, estaba exhausta después de la guerra. En una nota sin fecha que Madariaga cree fue escrita a mediados de 1763, Catalina afirma: «La única ventaja que Rusia ha sacado del tratado de paz es la paz. Las finanzas están agotadas hasta el punto de que el déficit es de siete millones de rublos […]. No se ha pagado al ejército durante ocho meses»24. Razón más que suficiente para que Catalina desease un período suficientemente largo de paz e incluso de aislamiento, que permitiese recuperarse al exhausto país.

El enfriamiento de relaciones con los frustrados aliados de la Guerra de los Siete Años, Austria y Francia, y las reticencias de Inglaterra a firmar un tratado comercial y militar con Rusia, forzaron a Catalina a ceder ante las presiones de Federico de Prusia, con el que firma en 1764 un pacto de asistencia por el que ambos Estados se comprometían a ayudarse con subsidios si alguno de los dos era atacado por una tercera potencia. En el caso de que fueran dos las potencias atacantes la ayuda sería de carácter militar.

En el curso de unas operaciones contra rebeldes polacos, destacamentos rusos traspasaron la frontera con Turquía y mataron a algunos turcos y moldavos, lo que sirve de pretexto a este país para declarar la guerra a Rusia en octubre de 1768. La creciente influencia política y militar que Catalina ejercía sobre Polonia era para los turcos una amenaza inadmisible y optan por una «guerra preventiva», que corte en la raíz el creciente poderío ruso. Sola contra Turquía, porque Federico no quiere saber nada de la guerra, Catalina toma la iniciativa y lanza tres ejércitos a la lucha, uno que desde Polonia avanza hasta el Dniéster y el Danubio, otro que, bajando por el Dniéper, se dirige hacia Crimea y un tercero que actúa en la zona del Cáucaso. Las tropas rusas del primer ejército, dirigidas por Rumiantsov, un brillante militar que ya se había distinguido en la Guerra de los Siete Años, ocuparon Khotin y Jassy, en Besarabia, que se convirtió en el principal teatro de operaciones. Pero los intentos de conquistar Crimea fracasaron. Estas victorias rusas conseguidas en 1769 continuaron al año siguiente.

El acontecimiento más importante de aquellos primeros años de la guerra —e incluso de toda la contienda— fue el envío, por vez primera, de la flota rusa del Báltico al Meditarráneo, con la misión tanto de enfrentarse con la flota turca y de mantenerla fuera del mar Negro como, en la medida de lo posible, de desembarcar en la península Balcánica, donde se contaba con la rebelión y ayuda de los cristianos que allí habitaban bajo dominio turco. La compleja operación no se hubiera podido realizar sin la cooperación de Gran Bretaña, que, para las necesarias escalas, ofreció a la flota rusa los puertos de Hull y Porstmouth y las bases de Gibraltar y Menorca. Muchos oficiales británicos colaboraron con los rusos, como Samuel Greig, que llegó a ser uno de los almirantes más notables de la armada rusa. Esta se concentró en Livorno, en el gran ducado de Toscana, que era una base utilizada normalmente por los rusos, y desde allí, bajo el mando de Aleksis Orlov, se dirigió al Mediterráneo oriental. Los rusos no consiguieron que las poblaciones cristianas de los Balcanes se levantaran contra los turcos, a pesar de las promesas que sus dirigentes habían hecho a los agentes rusos. Faltos de esta esperada ayuda, tampoco lograron poner pie en territorio continental, aunque sí ocuparon algunas de las islas. Pero el mayor éxito naval ruso y, seguramente, el acontecimiento militar más importante de toda la guerra fue la batalla de Chesme (25 de junio de 1770), cerca de Esmirna, en la que la flota turca quedó casi totalmente destruida. En San Petersburgo se celebró por todo lo alto aquella victoria naval que convertía al Imperio de los zares en potencia mediterránea.

También por tierra, el año 1770 fue de éxito para las armas rusas. Rumiantsev derrotó en tres batallas a los turcos y a los tártaros y tomó Izmail, Kilia y Braila. Al final de aquel año los principados de Moldavia y Valaquia, incluida la capital, Bucarest, estaban en manos rusas. Controlado el valle del Danubio, los rusos se vuelcan en dirección a Crimea, que es invadida en julio de 1771, mientras desde Azov una flotilla rusa desembarca tropas y abastecimientos por el este de la península. Pero los rusos se retiran después de firmar un acuerdo con el nuevo khan, Sahib Girei, en virtud del cual se reconoce la independencia de Crimea, bajo la protección de Rusia, a cambio de la cesión de las fortalezas de Kerch y Enikale, que controlan la salida del mar de Azov. Mientras tanto, el ejército que opera en el Cáucaso, mucho más pequeño que los que se mueven en torno al mar Negro, toma Kutais, en Georgia occidental, con ayuda de los georgianos, pero no tiene capacidad suficiente para asaltar los dos bastiones turcos más importantes en la zona, Poti, en la orilla oriental del mar Negro, y Akhaltsykh. Las tropas expedicionarias en el Cáucaso se retiran en 1772 y aunque territorialmente no han conseguido apenas nada, han mostrado la superioridad rusa sobre turcos y tártaros25.

Turquía se ve obligada a pedir la paz que también Rusia desea, preocupada como está por la rebelión de Pugachev. Otomanos y rusos se reúnen para negociar en Fokshany, en Moldavia, pero la cuestión de la independencia de Crimea impide que se avance en las negociaciones, que se suspenden, reanudándose las operaciones militares. Algún historiador atribuye directamente el fracaso de estas negociaciones al abandono de Grigorii Orlov, que encabezaba la delegación rusa. Fue el momento en que Catalina decide sustituirle como favorito por el fugaz Wassilchokov y, como escribe Soloveytchik,

[…] cuando Grigorii Orlov tuvo noticias de lo ocurrido, sintiose acometido de tal furor que, olvidando el congreso [en que se negociaba la paz] y las enormes responsabilidades que sobre él pesaban, pidió inmediatamente el coche y marchó a San Petersburgo a mata caballo. Su marcha repentina de Fokshany y la agitación de su estado de ánimo contribuyeron, sin duda alguna, al fracaso de sus negociaciones de paz26.

Poco después, sin embargo, en noviembre de 1772, se vuelve a la mesa de negociación, esta vez en Bucarest, sin que tampoco se alcancen resultados, después de cuatro meses de conversaciones, sobre todo a causa de la cuestión de Crimea, como en la ocasión anterior. Se vuelve de nuevo, en consecuencia, al campo de batalla. En 1773 Rumiantsov atraviesa el Danubio, aunque, dada su inferioridad numérica, no consigue ninguna victoria decisiva. Pero en 1774 sí se alcanza el que había de ser triunfo definitivo. Los rusos pasaron de nuevo el Danubio y penetraron en Bulgaria, logrando la capitulación de Shumla, mientras otro ejército sitiaba Ochakov, en la orilla norte del mar Negro. Los turcos comprenden que su capacidad de resistencia está agotada.

Solo entonces, después de dos campañas adicionales y ocho años de guerra, y dos años después del primer reparto de Polonia, se llega a la paz entre rusos y turcos, que se acuerda por el tratado de Kutchuk-Kainardji (1774), una pequeña localidad situada cerca de Silistria, en la orilla derecha del Danubio. Como escribe Le Donne, el tratado, firmado sesenta y cinco años, día a día, después de la paz del Prut, suponía dar la vuelta total a la situación que entonces se había creado. El tratado era de una enorme complejidad. En primer lugar, suponía un acuerdo de carácter territorial que diseñaba una nueva frontera entre Rusia y Turquía, hasta el punto de que Le Donne escribe que «propiamente fue la primera partición del Imperio otomano». En virtud del mismo se cedía a Rusia un amplio territorio en la costa del mar Negro, y Rusia devolvía los conquistados principados de Moldavia y Valaquia, pero con la condición de que su población no sufriera ningún tipo de represalia y de que se le reconociera libertad para ejercer la fe ortodoxa y para que sus hospodares estuvieran representados en Constantinopla. Se concedía, además, a Rusia —que reivindicaba el título de protectora de las poblaciones ortodoxas— un «derecho de queja» ante el Sultán a través de su ministro ante la Sublime Puerta, lo que suponía que la influencia rusa se extendía hasta la cuenca del Danubio, incluso después de la retirada de sus tropas.

Se proclamaba, además, la existencia de una «nación tártara», compuesta principalmente por el khanato de Crimea, que se declaraba independiente respecto de los turcos y estaría gobernado por un khan «de la raza de Genghis Khan», que sería elegido por «todos los pueblos tártaros». En el Cáucaso, se incorporaba a Rusia la región de Kabarda, admitiéndose la subsistencia de ciertos derechos de los tártaros. Rusia retiraba sus tropas de Georgia occidental, con la condición de que los otomanos dejaran de percibir tributos en la zona, incluido el ominoso tributo en niños, lo que suponía que Rusia también imponía su derecho de protección en esa región. En síntesis, Rusia adquiría bases e influencia que preparaban la conquista definitiva de Crimea, que tendría lugar nueve años más tarde, y consolidaba su situación en el Cáucaso.

La protección de los súbditos ortodoxos del Imperio otomano era el segundo gran capítulo del tratado y uno de los de mayor transcendencia posterior para el expansionismo ruso, pero también fuente de controversias futuras. La tercera gran cuestión del tratado de Kutchuk Kainardji, también de la máxima importancia para el futuro del expansionismo ruso, fue el reconocimiento del derecho a la libre navegación por el mar Negro, cerrado desde hacía dos siglos a todos los barcos rusos, y del derecho de paso de mercantes por los Dardanelos. Se ponía fin así al monopolio otomano sobre los estrechos y el mar Negro, y para Rusia se abrían enormes posibilidades futuras, no solo de índole militar, sino también mercantil. Asimismo se reconocía el derecho de San Petersburgo a nombrar cónsules allí donde lo estimase oportuno y ambas potencias se concedían los beneficios de «nación más favorecida» en sus tratos comerciales.

Por lo que hace a la expansión en Asia, Catalina la Grande buscó consolidar las posiciones en la estepa-océano de los kakhazos, cuya parte más noroccidental estaba ya sometida de hecho al Imperio. Pero eso exigía también mantener sobre unas bases sólidas las relaciones con el imperio manchú, cuyas horas de máxima gloria ya habían pasado. El principal conflicto potencial era el Amur, que, acertadamente, los rusos consideraban una importante vía comercial, que consolidaría sus posiciones en la costa de Pacífico, además de tener un valor estratégico como límite entre ambos imperios. Por otra parte, el comercio con China, que se desarrollaba en Kiakhta —único lugar en el que se permitía el intercambio mercantil desde que se suprimeron las caravanas a Pekín en 1763—, crecía en importancia para las finanzas rusas, como muestra que si en 1760 suponía el 20 por 100 de la renta de aduanas, en 1775 ya era el 38 por 100. Catalina liberalizó ese comercio no solo impidiendo cualquier tipo de monopolio, sino también levantando la prohibición de exportar ciertas mercancías que se había establecido en los reinados anteriores. El inconveniente era que los chinos suspendían los intercambios mercantiles —tres veces entre 1762 y 1792— como medida de presión cuando surgían algunos problemas políticos, como los derivados de los disidentes chinos que se refugiaban en territorio ruso. Pero el comercio de Kiakhta era poca cosa comparado con el otro único lugar del imperio manchú en el que se permitía el comercio con extranjeros, que era el puerto de Cantón.

Rusia no permaneció al margen de las exploraciones del Pacífico norte que varios países emprendieron en el último cuarto del siglo XVIII. Era lo lógico, dada su tradición exploradora, sus intereses comerciales y políticos y su decidida voluntad de mantener alejados a hipotéticos competidores. Algunos de los exploradores extranjeros penetraron abiertamente en lo que los rusos consideraban ya su coto cerrado. En 1778 —el año antes de ser asesinado por un indígena en las Hawai— el famoso James Cook navegó por la costa de América del Norte, hasta el estrecho de Bering, y por dos veces visitó Kamchatka; el francés Jean François La Perouse —que según parece también fue asesinado por indígenas tras un naufragio— navegó también por las mismas aguas y dio su nombre al estrecho que separa la isla rusa de Sakhalin de la japonesa Hokkaido; el inglés Vancouver, que había navegado con Cook, exploró la costa de Alaska y las islas Aleutianas27. A partir de esas exploraciones se aventuraron por aquellas aguas balleneros norteamericanos, amenazando así el incipiente control por parte de los rusos de la costa de Alaska, ya que, también durante el reinado de Catalina la Grande, Rusia puso pie en aquel territorio, que había sido descubierto en 1732, aunque las primeras colonias rusas no se establecieron hasta 1784, fecha en la que comerciantes de pieles se instalaron en la bahía de los Tres Santos, en la isla Kodiak, situada en el golfo de Alaska. Esta isla había sido descubierta también por otro comerciante de pieles llamado Esteban Glotov, que la bautizó como Kikhtak, que en lengua esquimal significa precisamente «isla».

En 1783 los rusos recogieron a unos náufragos japoneses en una de las islas Aleutianas, y fueron enviados a Irkutsk, adonde llegaron en febrero de 1791 suscitando una enorme curiosidad, según relata Le Donne. Se trataba de convencer a Catalina de que, con el pretexto de devolver a los náufragos, se preparase una nueva expedición a Japón, para forzar su apertura comercial. Catalina aceptó el plan y, en septiembre de 1791, ordenó al gobernador general de Siberia Oriental en Irkutsk que preparase una expedición al mando de Adam Laxman. La expedición desembarcó en Nemuro, en la isla de Ezo u Hokkaido, en octubre de 1792, con gran sorpresa de las autoridades japonesas, que pidieron instrucciones a Edo (Tokio). A Laxman se le ordenó que llevase sus barcos a Hakodate, en el extremo sur de la isla, donde en julio de 1793 se le comunicó que Japón mantenía su política de exclusión y que no abriría sus puertas al comercio28. Los japoneses reaccionaban así ante la presencia rusa en las Kuriles, desde donde aspiraban a comerciar con los nipones. Estos hechos alarmaron al shogunato, que entonces regía el Japón, y determinaron la colonización de la isla de Ezo u Hokkaido, frontera norte del imperio, que hasta entonces había estado muy abandonada y que, de hecho, solo estaba poblada en su parte meridional. El temor a la presencia extranjera fue origen en Japón de «fantásticos informes y recomendaciones», según afirma John Whitney Hall, incluido alguno que, ante la hipotética amenaza rusa, recomendaba trasladar la capital del Imperio nipón a la península de Kamchatka, como base para una dominación mundial29.

«FINIS POLONIAE» Y GUERRAS CONTRA TURQUÍA Y SUECIA

A pesar de su alianza secular, ya hemos señalado que las relaciones entre Rusia y Austria se habían deteriorado desde el abandono por parte de Pedro III de la Guerra de los Siete Años. Las victorias rusas en el Danubio habían suscitado los celos de los Habsburgo y Austria buscaba compensaciones territorales al progreso ruso en el Danubio y los Balcanes. Polonia era la presa indicada, a pesar de los escrúpulos de María Teresa, que, a través de su embajador en Berlín, había rechazado inicialmente algunas propuestas del ambicioso Federico en este sentido. Catalina aprovecha la ocasión y se muestra abierta a un acuerdo que, además del prusiano, desean José II, asociado al gobierno por su madre María Teresa, y el ministro Kaunitz. Un viaje a Moscú del hermano del rey de Prusia, el príncipe Heinrich, propicia las conversaciones con Catalina en las que esta muestra su disposición a hablar de un reparto de Polonia. Era un importante cambio de actitud, porque hasta entonces Rusia siempre había considerado Polonia un dominio reservado a su exclusiva influencia. Catalina, en guerra todavía con Turquía, hace saber al príncipe prusiano que está dispuesta a rebajar sus exigencias territoriales en el sur a cambio de obtener compensaciones en Polonia. Rusia y Prusia comienzan a negociar el posible reparto. Las negociaciones se prolongan hasta julio, momento en que se llega a un acuerdo y se firma una convención en San Petersburgo.

Este primer reparto de Polonia fue, de algún modo, la compensación que Prusia y Austria ofrecieron a Catalina por la negativa de ambas potencias a que tropas rusas se instalasen permanentemente en Moldavia y Valaquia. Prusia lograba su continuidad territorial al unirse Brandenburgo con la Prusia oriental (solo Dantzig continuaba como enclave polaco) en un único territorio continuo del Elba al Niemen. Austria conseguía la Galitzia, incluida la importante ciudad de Lvov, en la actual Ucrania, y la nueva frontera seguía el curso inferior del Vístula. Rusia, por su parte, recibía la Livonia interior o polaca y las regiones septentrionales y orientales de la actual Bielorrusia, es decir, la cuenca del río Dvina, quedando establecida la frontera a lo largo de los ríos Dvina, Ulla, Prut y Dniéper, como querían sus generales, asumiendo, además, el control del comercio de Bielorrusia con el Báltico y el mar Negro. Como señala Le Donne, Rusia también veía acortadas las líneas para «proyectar poder» en Lituania y Polonia.

Por aquellos años había estallado la Guerra de Independencia de los Estados Unidos de América (1775) e Inglaterra trató de establecer una especie de polícía de los mares para evitar que los americanos recibiesen ayuda, bajo bandera neutral. Su doctrina, según la cual cualquier mercancía destinada a los rebeldes era contrabando de guerra susceptible de confiscación, produjo una comprensible alarma entre las potencias marítimas del Báltico y era contraria a las teorías imperantes. Para salir al paso de las pretensiones británicas, Rusia, por una parte, hizo una Declaración de Neutralidad Armada en marzo de 1780 (27 de febrero según la datación antigua) y, por la otra, firmó sendas convenciones marítimas con Dinamarca y Suecia, que también tenían interés en proteger sus marinas mercantes (agosto de 1780). Las convenciones se proponían coordinar la protección de sus barcos y declaraban que el Báltico era un mar cerrado y al margen de todos los conflictos internacionales. Se trataba de mantener a Inglaterra fuera del Báltico, pero la enemistad insuperable de los dos guardianes del Sund, Suecia y Dinamarca, condenaban al fracaso ese propósito. Pero, más allá de este planteamiento regional, la iniciativa de las convenciones sobre libre navegación de los neutrales tuvo un enorme éxito y en poco tiempo se adhirieron a la misma, además de todas las capitales del norte, París, Berlín, Madrid y Nápoles. Incluso Portugal, estrechamente vinculado a Inglaterra, se adhirió en junio de 1783. Se fraguó así lo que Catalina denominó la «Liga de la Neutralidad Armada», claramente dirigida contra Inglaterra.

Con la Declaración y la consiguiente Liga de Neutralidad Armada, Rusia se oponía claramente a la pretensión británica de afirmar su hegemonía naval. Sus compromisos bélicos en el continente americano y su propia dependencia de los suministros navales rusos, vitales para su flota, impidieron que Gran Bretaña recogiese el guante que le lanzaba Catalina. Pero las aprehensiones británicas respecto de Rusia aumentaron aún más tras la anexión de Crimea y la creación de la base naval de Sevastopol. Todavía más, Catalina se negó a renovar el tratado comercial con Gran Bretaña y, por el contrario, firmó uno con Francia en enero de 1787. Era un movimiento más en la línea de acercamiento de Rusia a Francia. Este acercamiento avanzó cuando fue nombrado embajador francés en San Petersburgo el conde de Ségur, en marzo de 1785. Pero la luna de miel franco-rusa duró poco porque la Revolución francesa volvió a enfrentar a París y San Petersburgo.

El tratado de Kutchuk-Kainardji, como ya hemos dicho, no dejó satisfechas ni a Rusia ni a Turquía. La primera no había conseguido el que había sido su principal objetivo durante siglos, que era el control directo de Crimea. Tampoco había alcanzado el domino total de la costa norte del mar Negro. Por otra parte, Turquía había experimentado una derrota clara y su lógica aspiración era volver al statu quo ante bellum. Crimea había sido, desde su independencia en 1774 y hasta su definitiva anexión por Rusia en 1783, un permanente motivo de conflicto con Turquía, que se había reservado el derecho de investir, en ceremonia de mero significado religioso, a los khanes crimeanos. Shahin Girai, khan protegido por San Petersburgo, concedió a los griegos y armenios los mismos derechos que tenían los musulmanes, lo que fue considerado por la Sublime Puerta una provocación y el sultán otomano decidió intervenir en su condición de califa y protector de los derechos del islam. Cuando la flota turca estaba a punto de llegar a Crimea, la mediación francesa consiguió que rusos y otomanos firmasen la convención de Ainali-Kawak, el 31 de marzo de 1779, por la que ambas partes acuerdan la no intervención en los asuntos de Crimea. Rusia logró también para sus barcos mercantes el derecho de atravesar el Bósforo y los Dardanelos. Se establecía un límite en cuanto al tonelaje para impedir que esos barcos se utilizasen con fines militares. Pero este convenio no acabó con las tensiones ruso-turcas.

Catalina y Potemkin habían diseñado un ambicioso proyecto que aspiraba nada menos que a la conquista de Constantinopla, a la expulsión de los turcos de Europa y a la puesta en valor de las cuencas bajas del Volga, el Don y el Dniéper, que ya habían empezado a colonizarse con alemanes procedentes del Palatinado. Todos estos planes se habían concretado en el llamado «proyecto griego» preparado en 1781 por Aleksander Andreyevich Bezborodko, un consejero de Catalina, muy importante en esta época, que actuaba como ministro de Asuntos Exteriores. Este plan preveía una primera fase por la que el imperio zarista ampliaría su dominio de la costa del mar Negro hasta llegar a Dniéster. A continuación se liberarían del domino turco Besarabia, Moldavia y Valaquia para formar un Principado de Dacia gobernado por un príncipe ortodoxo. Se pensaba que este príncipe podría ser Potemkin, favorito en ejercicio y, según algunos autores como Soloveytchik, esposo secreto de Catalina. El principado sería teóricamente independiente de San Petersburgo, pero estaría, sin ninguna duda, en su órbita de influencia. Tras la expulsión total de los turcos de territorio europeo se restablecería el Imperio de Bizancio y hasta se proponía como futuro emperador de Constantinopla al gran duque Constantino, nieto de la zarina, que había nacido en mayo de 1779. Hasta se había acuñado una moneda en la que Constantino (la elección del nombre no había sido casual) era presentado como basileus de los helenos y se le dotaba de una guardia personal formada por jóvenes griegos. En el «proyecto griego» se asignaban a Austria, como compensación, una serie de territorios otomanos fronterizos con el Imperio de los Habsburgo, como Serbia, Dalmacia, Bosnia, Herzegovina, e incluso Albania, si así lo deseaba el emperador Habsburgo.

La inestabilidad política en Crimea culmina en 1782 cuando el khan protegido por los rusos es destronado en una revuelta interior. En abril de 1783, el príncipe Potemkin, al frente de un ejército de 70.000 hombres, invadió y conquistó Crimea (Táuride), que fue colonizada con campesinos rusos mientras muchos tártaros huían hacia el este. Potemkin, convertido en gobernador, hizo de Sevastopol la base de la incipiente flota rusa del mar Negro. Al mismo tiempo Rusia declaró la anexión del Kubán, el territorio situado en la orilla derecha del mar de Azov, al norte del Cáucaso. Turquía reconoció la anexión en 1784.

En la cumbre de su gloria, Catalina organiza, durante la primavera de 1787, el «viaje a Táuride», el nombre histórico de Crimea y zonas adyacentes de Ucrania, donde la mitología sitúa el sacrificio de Ifigenia. Un viaje que se haría famoso y que se consideró una espléndida operación propagandística, dirigida a impresionar a su invitado de honor, José II, con quien celebró una entrevista en el puerto de Querson, en el bajo Dniéper, fundado por Potemkin en 1782. La repartición del Imperio otomano fue el principal tema de las conversaciones entre la emperatriz y el emperador. Tambien fue invitado al viaje Stanislas Poniatowski, el rey de Polonia, a quien su antigua amante prometió amistad eterna, una promesa que quedaría rota en la década siguiente cuando los repartos de Polonia borrasen del mapa la desgraciada nación. El nuevo embajador francés, conde de Ségur, y el príncipe de Ligne se contaron también entre los invitados a aquella ocasión memorable. Por Rusia y por los países europeos circuló el rumor de que las elogiadas realizaciones rusas en sus nuevos territorios no eran sino decorados inmensos que, simulando pueblos, mostraba Potemkin a su amante y señora Catalina en las recién conquistadas estepas meridionales. Soloveytchik considera este viaje un «ejemplo de publicidad internacional» y asegura que «costaría unos 10 millones de rublos». «Pero nada resultaba caro —añade— tratándose de una exhibición de la gloria de Catalina ante el mundo». Este autor describe cómo durante mucho tiempo Potemkin preparó cuidadosamente todos los viajes, ordenando la construcción de lujosas galeras y editando una especie de guía turística para que la emperatriz conociera con todo detalle sus nuevos territorios, que se publicó en 1786. Los poetas y los músicos prepararon también composiciones para el evento y Potemkin llegó a ocuparse del contenido que había de tener el discurso de bienvenida del obispo. «No quedó ni un farolillo chino, ni un arco triunfal en todo el recorrido de miles de verstas que no examinara». Con relación a los supuestos pueblos fantasmas de Potemkin, Soloveytchik escribe: «Los detractores de Potemkin aseguraban que construyó pueblos enteros con casas y palacios de cartón, piedra y yeso y que había obligado a desfilar ante Catalina a millones de esclavos disfrazados de campesinos y ganaderos con sus ganados, con objeto de presentarle a la emperatriz un cuadro de adelanto y prosperidad completamente ficticio, para abandonar después a aquellos infelices y dejarles morirse de hambre una vez terminada la farsa. El inventor de estas calumnias, que encontraron fácilmente eco en los círculos hostiles a Potemkin, fue el diplomático sajón Helbig, y la leyenda de los “Pueblos de Potemkin” (Potemkische Dorfer), frase consagrada en el alemán familiar como sinónimo de falsedad, se debe al mismo. Ni Helbig, ni nadie, sin embargo, ha podido presentar pruebas sobre las que asentar acusaciones tan mezquinas […]. En cambio, las hay a cientos de que no son ciertas». Isabel de Madariaga escribe al respecto que «desde luego que Potemkin mostró a Catalina sus nuevas tierras en sus mejores galas, pero sus logros eran demasiado reales, como lo demuestran los comentarios del embajador francés y como lo han confirmado más tarde los expertos soviéticos»30. También Soloveytchik cita los testimonios de primera mano del conde de Ségur y del príncipe de Ligne y añade que la propia Catalina salió al paso de la campaña contra Potemkin y, de regreso a San Petersburgo, escribió una relación del viaje explicando todo lo que se había hecho a aquellas tierras meridionales recién incorporadas al Imperio: «Los que no lo crean pueden ir allá y ver los caminos nuevos que se han abierto —escribió— y se convencerán de que las empinadas torrenteras son ahora cuestas cómodas»31.

Catalina se mostró especialmente orgullosa de la nueva base naval de Sevastopol, construida por mandato de Potemkin apenas conquistada Crimea, aprovechando el espléndido puerto natural que forma la larga y estrecha bahía Akhtiarskaya. Dirigió la construcción de la nueva ciudad (1783) un ingeniero naval inglés, Samuel Bentham, hermano de Jeremy. El nombre elegido era una transposición al ruso de la versión griega (sevaste polis), del latín Civitas Augusta. El nuevo puerto se hallaba situado cerca del lugar que ocupó la colonia griega de Quersoneso, de tanta importancia en la Antigüedad. Para Catalina el recién creado puerto de Sevastopol simbolizaba la capacidad de ofensiva rusa y su acreditada voluntad de hacer del mar Negro un lago ruso. Venía a ser, además, algo así como el contrapunto de Ochakov, que había desempeñado durante tanto tiempo el papel de puesto avanzado de la defensa turca frente a los rusos. Por fin Rusia tenía una base naval en sus mares meridionales que sería la base de la flota de los mares Negro y Meditarráneo y haría innecesario en el futuro el complicado traslado de la flota de Báltico hasta el sur, que solo podía hacerse contando con la buena voluntad de los ingleses, que debían prestar sus puertos como bases de aprovisionamiento de la flota rusa.

Entretanto los rusos se habían movido muy activamente en el Cáucaso, donde su aspiración era la consolidación de un Estado cristiano que girara en la órbita de San Petersburgo. Hasta entonces, Georgia había estado sometida a las influencias turca y persa y había sido un motivo de enfrentamiento entre ambas potencias, que aspiraban a dominar Transcaucasia. El rey o zar Heraclio II, amenazado por intensas rivalidades internas y por Nadir, sah de Persia, que pretendía reconstruir su imperio, pide ayuda a Rusia, que se muestra muy bien dispuesta a facilitársela. Como consecuencia, se firma el tratado de julio de 1783 en virtud del cual Georgia oriental se convierte en protectorado ruso y tropas rusas se instalan en su territorio. No era la primera vez que Georgia buscaba protección en un vecino de más allá del Cáucaso, pues, como relata Riasanovsky, ya en 1586, reinando por tanto Iván el Terrible, los georgianos, amenazados por los musulmanes, suplicaron al zar que los admitiese entre sus vasallos. A rusos y georgianos les separaba el Cáucaso pero les unía la religión32.

Para consolidar su presencia en el Cáucaso, en 1784 los rusos fundaron la ciudad de Vladikavkaz (nombre que significa «el dominador del Cáucaso»). Este establecimiento ruso sirvió como terminal norte de la carretera militar que conducía a Tbilissi (Tiflis)33. Los rusos consolidaban así su presencia en el Cáucaso, especialmente en Kabarda, y esperaban llevar su influencia a Ossetia. Pero los turcos no permanecieron impasibles ante esta penetración rusa y apoyaron la rebelión de Sheik Mansur, dirigente musulmán del Daguestán, que en 1785 pretendía cortar las comunicaciones entre Tbilissi y Ástrakhan. Aquel movimiento antirruso fue el primero de una larga serie de revueltas que se prolongarían durante no menos de tres generaciones y en las que se puede ver el remoto precedente de las actuales guerras de Chechenia.

Los turcos se sienten acosados y temen lo peor después de los acuerdos entre Catalina y José II. Alarmados ante la acción rusa en el Cáucaso, envían un ultimátum a Catalina, exigiéndole que abandone el protectorado que los rusos ejercían sobre Georgia oriental, y llegan a exigir que este territorio se reconozca como vasallo del sultán. Asimismo exigen la devolución de Crimea, el cierre de los consulados rusos en Jassy, Bucarest y Alejandría, y que se reconozca el derecho turco a inspeccionar los barcos mercantes rusos que circulaban por los estrechos, para impedir el paso de buques de guerra «disfrazados» de mercantes, algo que era bastante cierto. Rechazado, por supuesto, el ultimátum por los rusos, el embajador ruso en Contantinopla fue encarcelado en la fortaleza de las Siete Torres, según la acreditada costumbre turca, y las hostilidades con la Sublime Puerta, que en esta ocasión toma la iniciativa, se reanudaron en 1787. Así empezaba la segunda guerra contra Turquía del reinado de Catalina la Grande. Consciente de las dificultades de mantener una guerra en dos frentes —que podían ser tres si Suecia atacaba por Finlandia, como efectivamente hizo—, Catalina decidió retirarse de Georgia y hasta canceló la acreditación del representante georgiano en San Petersburgo, ordenando además la demolición de Vladikavkaz. Como escribe Le Donne, Heraclio, el zar georgiano, fue abandonado a su suerte34.

La guerra contra Turquía continuó y en 1789 Suvorov ocupó Moldavia, pero los turcos no se rindieron. En 1790 los rusos consiguen imponerse militarmente. Por el mar logran la rendición de las fortalezas situadas en el delta del Danubio y en diciembre de aquel mismo año conquistan Izmail. Ya en 1791 los otomanos son derrotados en la batalla terrestre de Malchin, en la orilla derecha del Danubio (junio) y en la naval de Cabo Kaliakra, cerca de Varna (agosto). Este rosario de derrotas acaba con las posibilidades de resistencia de los turcos, que piden que se abran las negociaciones de paz, que culminarán en el tratado de Jassy, firmado en enero de 1792, después de un retraso ocasionado por la muerte de Potemkin. Por este tratado, Rusia obtiene la franja de costa entre el Bug y el Dniéster. En esa zona se fundó la ciudad de Odessa, entre 1792 y 1793, sobre las ruinas de una pequeña fortaleza turca, Khadzhibey, a sugerencia del vicealmirante Ribas, un español al servicio de Rusia. Catalina aceptó la sugerencia del español y, tras pedir consejo a la Academia de Ciencias, eligió Odessa como nombre de la nueva ciudad, en recuerdo de la antigua colonia griega de Odessos, que se suponía había estado en las proximidades. El «proyecto griego» la seguía inspirando, hasta el punto de que la zona se pobló con colonos griegos35. También por este tratado los turcos reconocen la anexión definitiva de Crimea a Rusia. Las adquisiciones rusas incluían un extenso territorio continental que hacían del mar de Azov un lago ruso y daban continuidad territorial a toda esta franja sur de las nuevas conquistas rusas, que ya habían llegado a los ríos Kuban y Terek36.

Apenas terminada la segunda guerra ruso-turca, en enero de 1792, Catalina II, en pleno triunfo, ordena a Nikolai Repnin que prepare la invasión de Polonia desde la parte de Ucrania situada en la orilla derecha del Dniéper, territorio bajo soberanía polaca. Potemkin ha muerto y el nuevo favorito y hacedor de la política exterior rusa, Platon Zubov, había decidido, con anuencia de la emperatriz, dirigir toda la potencia de la victoriosa Rusia contra la debilitada Polonia. Austria y Prusia, cuyos intereses en Polonia eran evidentes, estaban inmersos en la lucha contra los ejércitos de la Revolución francesa en Alemania, por lo que podían dirigir su atención a lo que ocurre en el este. La aparente buena disposición de Catalina hacia su vecino occidental se había venido abajo cuando en mayo de 1791 los polacos redactaron una nueva Constitución que establecía una monarquía constitucional y hereditaria. Catalina vio en la nueva situación polaca una peligrosa e inaceptable imitación de la Revolución francesa y, en concreto, de la Constitución, que aquel mismo año había impuesto la Asamblea Nacional francesa a Luis XVI, por lo que veía en la nueva política polaca una claudicación indigna ante el jacobinismo. La invasión de Polonia se produjo en mayo de 1792 y el rey Stanislas Poniatowski capituló en el mes de julio. El segundo reparto de Polonia se consagra por medio de una convención ruso-prusiana, firmada en enero de 1793, y se utiliza como pretexto el «inminente y universal peligro» creado por el espíritu de insurrección e innovación en Polonia y por la necesidad rusa de compensar los enormes gastos exigidos para mantener el ejército en su actual «formidable nivel». Austria, muy implicada y entregada a la guerra contra Francia, no toma parte en el expolio. Como resultado de este segundo reparto, Prusia se anexiona la Posnania y las regiones de Lodz y Czestochowa, así como Danzig y Thorn. Rusia consigue la Bielorrusia central, incluida Minsk, y toda la Ucrania polaca.

La anexión se culmina en el mes de abril y, como cínicamente se había hecho en nombre de las libertades polacas, las dos potencias invasoras pretendieron que el reparto se ratificase por la Dieta polaca. Rusos y prusianos intervienen en el proceso electoral que debe elegir a los diputados de la Dieta, que, reunida en Grodno (junio de 1793), reconoció este expolio. La Dieta, además de aceptar el brutal tributo territorial, anuló la Constitución del 3 de mayo, redujo el ejército a un contingente casi simbólico de 18.000 hombres, restauró la monarquía electiva y el liberum veto. Es la llamada «Dieta muda», porque la moción fue declarada adoptada aunque todos los diputados permanecieron en silencio. Para acabar de rematar el expolio, Rusia impuso a la Dieta en el mes de octubre un tratado de alianza que suponía la desaparición de lo poco que quedaba de la independencia polaca.

Pero los polacos no se sometieron y, estimulados por el espíritu de la Revolución francesa, se alzaron contra la opresión rusa. El levantamieno, que exigía el restablecimiento de la Constitución del 3 de mayo, se extendió a Lituania y Volhynia y encontró un líder en Tadeusz Kosciuszko. Después de un primer momento de indecisión, las tropas rusas al mando de Repnin y Suvorov y las prusianas, con su propio rey al frente, reaccionaron con violencia y derrotaron a Kosciuszko, que cayó prisionero en octubre. Suvorov, que tantas jornadas de gloria daría a las armas rusas, no se cubre precisamente ni de gloria ni de honor con la sangrienta matanza de los habitantes de Praga, suburbio de Varsovia (nada que ver con la capital checa) que fue tomado al asalto. El mariscal envió a la emperatriz un lacónico mensaje: «¡Hurra! ¡Varsovia es nuestra!», que fue contestado por Catalina con idéntico estilo: «¡Hurra, mariscal de campo!», expresándole así su ascenso al más elevado empleo del ejército imperial. El coronel Lev Engelhardt, que participó en el asalto, escribió al final de su vida:

Para hacerse una idea del horror del asalto, una vez acabado, es preciso haber estado presente. Hasta en el mismo Vístula se veían a cada paso muertos de todas las graduaciones y en la orilla se amontonaban trozos de los muertos entre los moribundos: guerreros, habitantes de la ciudad, judíos, monjes, mujeres, niños. Ante este espectáculo se hiela el corazón humano y la mirada se siente invadida de una gigantesca vergüenza.

Los rusos, que habían llevado el peso de la lucha contra los polacos, decidieron que había llegado la hora del reparto final, el tercero, que marca el Finis Poloniae, ya que borra del mapa al desgraciado país. Este expolio final queda inicialmente formalizado por el acuerdo de San Petersburgo de 24 de noviembre de 1794, firmado por Rusia y Austria, a la que se invita a participar de nuevo en el botín porque Catalina quería congraciarse con su vieja aliada ante la eventualiadad de una nueva guerra contra Turquía. Ambas potencias firman en enero de 1795 con Prusia una nueva convención que consagra el reparto final. Austria reconoce la partición de 1793 y renuncia a sus reclamaciones sobre territorios situados más allá del río Bug, y se queda con la zona de Cracovia y Lublin. Asimismo reconoce la anexión por parte de Rusia de Lituania, que implicaba también la de Curlandia. Prusia, que inicialmente se había sentido al margen, fue recompensada con la zona de Varsovia y otros territorios en Bohemia y Silesia. Rusia obtiene la mejor parte —casi dos millones de nuevos súbditos—, que incluye Lituania, Bielorrusia occidental, Curlandia y Volhynia, en la Ucrania occidental.

Esta política expansionista de Catalina II resultaba difícil de justificar con argumentos que no fueran su ambición imperialista. Ucrania, Bielorrusia y los actuales países bálticos quedaban así incluidos en el Imperio, en el que permanecerán hasta finales del siglo XX, con el paréntesis, para los bálticos, de 1918-1940, en que fueron independientes. Rusia, además, completaba el dominio del golfo de Riga y toda la costa del Báltico al norte de la Prusia Oriental. Por cierto que, como recuerda el polaco Walicki, Catalina justificó ideológicamente los repartos de Polonia, así como su política balcánica, con teorías que anticipaban el Paneslavismo37.

Gran Bretaña contemplaba cada vez con más inquietud el aumento del poderío y la expansión territorial de Rusia, ya que consideraba la aspiración rusa de apoderarse de Constantinopla como una mera etapa hacia la India que los británicos no estaban dispuestos a compartir con nadie y veían amenazada por la expansión rusa hacia el Cáucaso y Asia central. Se iniciaba así un largo proceso de recelos y tensiones entre Rusia y Gran Bretaña que duraría prácticamente hasta principios del siglo XX. El deterioro de las relaciones ruso-británicas llegó a ser tan serio que Rusia y Gran Bretaña incluso estuvieron a punto de ir a la guerra en 1791, pero la Revolución francesa alteró profundamente la situación internacional así como los sistemas de alianzas y, en febrero de 1795, ocho meses después del reparto final de Polonia, Rusia y Gran Bretaña renovaron la alianza de 1742, a la que se añadió un nuevo artículo, el 15, que, según escribe Le Donne, «simbolizaba la emergencia [de ambos países] como potencias planetarias: cada una apoyaría a la otra en el caso de un ataque por parte de una potencia europea contra sus posesiones “en cualquier parte del mundo” y, por primera vez, Gran Bretaña se comprometía a apoyar a Rusia en la eventualidad de una ataque otomano». Por otra parte, se reconocía implícitamente que el Báltico quedaba en la esfera de influencia rusa, pero «se invitaba a los barcos rusos a cruzar el mar del Norte en defensa de los intereses británicos». Pitt necesitaba a Catalina como pieza básica de la primera coalición contra la Francia revolucionaria, que el primer ministro estaba tratando de armar. Pero aunque el odio de Catalina por la Revolución estaba probado —había roto las relaciones diplomáticas con Francia cuando Luis XVI fue ejecutado en enero de 1793—, hizo cuanto pudo por no comprometerse.

EL FINAL DEL REINADO DE LA GRAN CATALINA

Lo que verdaderamente influyó más en las actitudes de Catalina en los siete u ocho últimos años de su vida fue la Revolución francesa, que la impresionó y la trastrornó hasta un extremo que difícilmente se puede exagerar. El cataclismo francés, con todo lo que supuso para las monarquías europeas, sorprendió por completo a Catalina, que, todavía en abril de 1787, escribía a su confidente Grimm: «No comparto la opinión de los que estiman que nos encontramos en vísperas de una gran revolución». Los acontecimientos de Francia sacan a la superficie los verdaderos sentimientos de Catalina hacia la patria de la Ilustración, que, seguramente, no eran tan fervososos como se podía imaginar, ya que, como escribe Miliukov, «nutrió toda su vida hacia la nación francesa los sentimientos propios de una alemana»38. El caso es que «poco a poco Catalina fue cerrándose a Francia y a la cultura francesa […] se alejó de los amigos intelectuales de su juventud y ordenó la confiscación de las obras de Voltaire»39. Muy simbólica de este desapego de Catalina por la Ilustración francesa y sus filósofos fue su orden de que se quitaran del Hermitage los bustos de los ilustrados que se habían colocado en plena francomanía. Solo quedó, momentáneamente, el de Voltaire, pero poco después también fue relegado a los sótanos de Palacio. Pero no todo quedó en los símbolos40.

A medida que la Revolución se fue radicalizando, la actitud de Catalina, que empezó pensando que se trataba de un acontecimiento menor, se fue endureciendo y emprendió la persecución de los autores ilustrados rusos, que en buena medida ella había contribuido a que existieran. Radischev, autor de Viaje de San Petersburgo a Moscú fue detenido y condenado, así como Novikov, editor y difusor del pensamiento ilustrado. La masonería, introducida en Rusia, según algunas fuentes, por Pedro el Grande, fue prohibida, y se cerraron sus logias por orden de Catalina en 1786, tres años antes de que estallara la Revolución francesa. Cuando en 1793 Luis XVI es ejecutado, Catalina rompe relaciones con la Francia revolucionaria y se produce el acercamiento a Gran Bretaña.

Hay un acuerdo general en que la última etapa del reinado de Catalina careció de la imaginación y de la brillantez de las anteriores. Isabel de Madariaga, autora de una de las más conocidas y completas biografías de la gran emperatriz, señala que, tras la desaparición de Potemkin y de los ministros que le sirvieron durante tanto tiempo, «se rodeó de hombres de menos talla» y añade que «la misma Catalina sufría entonces el encogimiento de horizontes que viene con la edad, justo cuando la tormenta de la Revolución francesa azotaba toda Europa. Catalina se sentía cansada y no podía controlar ni los acontecimientos ni a la gente»41. Como escribe Billington,

[…] Catalina se sentía frustrada físicamente por la diferencia de edad cada vez mayor entre ella y sus cortesanos e ideológicamente por la creciente distancia entre sus viejos ideales ilustrados y la realidad de la revolución […]. En 1791 exigió el regreso de todos los estudiantes rusos que estaban en París y Estrasburgo y declaró una guerra ideológica a la revolucionaria «constitución del Anticristo». El asesinato de Gustavo III de Suecia en un baile de máscaras en 1792, seguido poco después por la ejecución de Luis XVI y de su estrecha amiga María Antonieta, profundizaron su melancolía y desencadenaron una ridícula caza de brujas42.

Al igual que Iván el Terrible y Pedro el Grande, Catalina II dejó a su muerte el Imperio en plena bancarrota. Una desmesurada deuda nacional y una moneda devaluada fueron la penosa consecuencia de las aventuras imperialistas de la gran zarina, sin que, por otra parte, el despilfarro pareciera importarle demasiado, ni a ella ni a la clase dirigente rusa. A pesar de la difícil situación financiera en que se encontraba el Imperio, Catalina «gastó sus últimos años (y casi sus últimos rublos) —escribe Billington— en construir pretenciosos palacios para sus favoritos, consejeros extranjeros y parientes: Táuride en San Petersburgo y Gatchina y Tsarskoe Selo (que pretendió denominar Constantingorod) en las inmediaciones de la capital»43. El imperio de los zares, como su sucesor el imperio soviético, parecía estar condenado a reproducir en sí mismo el modelo del gigante con los pies de barro. Todo era una enorme e imponente apariencia que restaba solidez a aquella enorme estructura, pero que no impidió que fuera observada, entonces y después, con enorme cautela, y aun con un indisimulado temor por las otras potencias europeas.

EL REINADO DE PABLO I (1796-1801)

Pablo I podría haber pasado a la Historia con el sobrenombre de el mal amado, porque no gozó del amor de sus familiares más próximos ni del respeto de sus contemporáneos. Si descontamos los inevitables aduladores que siempre abundan en torno a las gentes de su estirpe, apenas si hay datos que nos permitan atribuirle relaciones de amistad íntima o sentimientos de afecto con alguna de las personas con las que convivió antes y después de acceder al trono. Su sino, más que desgraciado, le marcó desde el mismo momento de su nacimiento. Basta recordar que sus contemporáneos nunca creyeron que fuera verdaderamente hijo de Pedro III. Y todavía los historiadores no se han puesto de acuerdo, pues aunque abunden los que estiman que, a pesar de todo, Pablo I era hijo de Pedro III, para otros no hay ninguna duda de que no lo fue.

Por razones que no están muy claras, Catalina no sintió el menor afecto por su primogénito, al que mantuvo siempre alejado, y Pablo le correspondió con el mismo desapego. Posiblemente no dejó de influir en el complicado carácter de Pablo y en el desafecto entre madre e hijo el hecho de que, en los primeros años de su vida, tan esenciales para la conformación de la personalidad como señalan psicólogos y psiquiatras, no hubo apenas trato entre ellos, ya que la emperatriz Isabel se lo arrebató literalmente a sus padres, Pedro III y Catalina II, que solo podían verlo en determinados momentos. Por cierto, un modo de actuar que Catalina repetirá al pie de la letra con los hijos de Pablo, Alejandro y Constantino, que, apenas nacidos, fueron separados de sus padres y sometidos al control directo de su abuela la emperatriz.

Más que el desapego la animadversión de Catalina por su presunto heredero llegó al extremo cuando en 1777 nació su nieto Alejandro, arrebatado por la abuela emperatriz de los brazos de su madre María Feodorovna, esposa de Pablo, apenas dio los primeros vagidos. Según relata Mourousy en su biografía de Alejandro I, Catalina llegó incluso a ordenar que Pablo fuera recluido en la sombría fortaleza de Schlüsselburg. Solo la intervención de Potemkin impidió que se llevara a cabo esta monstrusosa arbitrariedad. «¡Qué vergüenza para ti, Catalina, para ti que has elegido ser rusa para que Rusia aparezca gloriosa, si algún día hicieras desaparecer a tu hijo: tu nombre, tu reinado y toda tu descendencia se cubrirían de fango por todos los siglos por venir!». Mourousy comenta: «El gran duque Pablo Petrovich, futuro emperador Pablo I, no sabría nunca hasta qué punto debía considerar a Potemkin como su salvador»44.

Estas difíciles relaciones entre madre e hijo estuvieron presididas por la mutua sospecha. Catalina veía en Pablo al único competidor serio que, con una legitimidad de la que ella carecía, podía aspirar a desbancarla del trono. Por su parte, Pablo no podía dejar de sospechar que la voluntad de Catalina estaba detrás de la muerte de Pedro III, de quien no dejó nunca de considerarse hijo. Además, como escribe Carrère d’Encausse, «a este confuso rencor se añadía su creciente indignación ante el notorio desarreglo moral de la emperatriz, cuyos sucesivos amantes se comportaban como amos y trataban con condescendencia al heredero, todo lo cual chocaba con su natural puritanismo». Esta misma autora señala que los favoritos veían en Pablo la mayor amenaza imaginable a su posición privilegiada y afirma que este complejo problema de la relaciones entre Catalina y Pablo se hizo especialmente agudo cuando este cumplió dieciocho años.

La única justificación que Catalina podía invocar hasta ese momento para su presencia en el trono era la minoría de edad de su hijo. Si no, ¿cómo se podía hacer aceptar a Rusia la coronación de una alemana sin ningún vínculo con este país, más o menos sospechosa, además, de la muerte de su marido? ¿Es que su reinado se podía prolongar después de que Pablo alcanzase la mayoría de edad?45.

Todo esto creó en la Corte una crisis soterrada, pero no menos grave, que explica los planes de Catalina para desheredar a Pablo, que había sido declarado sucesor en el mismo momento de su accesión al trono.

A los diecinueve años, en 1773, Pablo fue casado con una princesa alemana, Guillermina de Hesse-Darmstadt, que murió muy pronto de sobreparto aunque sí tuvo tiempo de engañar al gran duque convirtiéndose en amante de unos de sus mejores amigos, el conde Razumovski. Pablo ignoraba el adulterio de su esposa, a la que dedicó un cariño sincero, y solo se enteró del penoso papel que había desempeñado cuando, ya viudo, su madre, la gran Catalina, le enseñó unas cartas delatoras, se dice que para atenuar la pena que le produjo la muerte de su fugaz esposa. Pero, sin duda, la influencia de ese fracaso matrimonial en su ya retorcido carácter debió de ser muy negativa. Cinco meses después, Catalina —empeñada como Pedro el Grande en reforzar su política exterior con una intensa política matrimonial— lo volvió a casar, con otra princesa alemana, Sofía-Dorotea de Würtemberg, sobrina de Federico el Grande, que tras la preceptiva conversión a la ortodoxia se llamó María Feodorovna. Pablo fue también fiel a su segunda esposa, al menos hasta que subió al trono, momento en que, siguiendo la bien acreditada tradición, eligió una amante. Alejado como estaba de la Corte imperial, durante su etapa de zarevich, Pablo creó su propia corte en las posesiones que se le asignaron, especialmente en Gatchina, muy cerca de San Petersburgo, donde prácticamente se recluyó después del largo viaje por Europa que realizó en 1783.

Catalina no solo le mantuvo alejado de la Corte y de los asuntos, sino que, como ya hemos avanzado, pensó seriamente en desheredarle, declarando sucesor a Alejandro, su nieto favorito. Solo su inesperada muerte le impidió, seguramente, llevar a cabo sus planes. A pesar de todo, Pablo se preparó para la misión a que estaba llamado lógicamente por nacimiento, con una legitimidad, además, muy superior a la de su propia madre. En esta línea redactó en 1788, cuando tenía treinta y cuatro años, un proyecto de organización del Estado que responde a los principios del despotismo ilustrado. Allí declara que para Rusia «no hay mejor modelo que la autocracia, porque combina la fuerza de la ley con el carácter ejecutivo de una autoridad única» y manifiesta su admiración por Prusia, en la que ve el ideal de la armonía. En su opinión el autócrata solo debe estar sometido a una inmutable ley de sucesión, en una muy probable respuesta a los planes de su madre de pasar por encima de él. No puede extrañar que el mismo día de su coronación, el 5 de abril de 1797, dictase un ukase en el que establecía el orden sucesorio según el principio de primogenitura, dentro de la casa Romanov.

La crisis entre Catalina y Pablo alcanzó su máxima virulencia a finales de los años ochenta, a propósito de los vínculos de este con la masonería. Aceptada, en principio, por Catalina como una manifestación más de la Ilustración, la masonería y en concreto la rama de la Rosa Cruz, muy implantada en Rusia, se había convertido en una de las bestias negras de la emperatriz, que sospechaba que utilizaba a Pablo al servicio de sus fines. Catalina ordenó una investigación que confirmó las relaciones de Pablo con los Rosacruces, cuyas puritanas concepciones morales eran totalmente antitéticas con el comportamiento de la emperatriz. Para Carrère d’Encausse es entonces cuando Catalina, convencida de que había un complot en marcha para destronarla en el que su hijo estaba implicado, proyecta su sustitución como sucesor, presionando incluso a su esposa, María Fedorovna, para que Pablo renuncie al trono. Pero el sucesor presentido por Catalina, el joven gran duque Alejandro, se niega a privar a su padre de sus derechos sucesorios, a pesar de lo cual la emperatriz prosigue en su propósito, convencida, como antes que ella Pedro el Grande en relación con el zarevich Aleksis, que su hijo puede echar por tierra toda su política modernizadora, en nombre de la recuperación de las tradiciones rusas. Poco antes de morir se murmuraba en la Corte que la emperatriz estaba decidida a proclamar el nuevo sucesor el día de Santa Catalina (24 de noviembre) y se daba por hecho que existía un testamento en el que Pablo era desheredado en beneficio de Alejandro. Dice la autora francesa que «si este hecho es exacto, este testamento habría sido destruido por acuerdo entre el padre y el hijo»46.

Apenas muerta Catalina, el 7 de noviembre de 1796, sin haber dejado ninguna previsión sucesoria conocida, Pablo subió automáticamente al trono sin ninguna dificultad e inició desde el primer momento una frenética actividad movido por su deseo patente de hacer todo lo contrario de lo que había realizado su madre. El mismo 7 de noviembre Nikolai Novikov es liberado y el 19 lo fueron Kosciuszko y otros polacos que habían tomado parte en la insurrección de 1794, entre ellos el príncipe Potocki. Del carácter frenético de la actividad de Pablo puede dar idea el hecho de que en los 1.546 días que duró su reinado promulgó 2.179 manifiestos, ukases y otros actos legislativos. Al lado de reformas positivas, muchos de esos actos solo obedecen al capricho del emperador, que a menudo se corrige a sí mismo y se contradice. Entre las primeras cabe citar la puesta en marcha en la Administración central de las bases para una organización de gobierno que se aproxima ya al sistema de ministerios, que empieza a sustituir al de los colegios. A Pablo le movía una intensa preocupación por incrementar la eficacia de la actuación pública y por la disminución de los costes. Es esta una de las razones principales por las que el número total de provincias pasó de 50 a 40. En el ámbito de las finanzas, Pablo trató de afrontar la ruinosa situación en que los había dejado Catalina y, mientras que esta había impreso desaforadamente papel moneda, él suprimió momentáneamente su circulación, hizo quemar públicamente seis millones de rublos de papel y alineó el valor del billete con el del rublo de plata47.

Entre las medidas caprichosas de Pablo habría que señalar su orden de que todas las casas de la capital se pintasen de blanco y negro o la que ordenaba que se llevase el traje ruso y prohibía el atuendo francés, mientras al ejército se le obligaba vestir el uniforme prusiano. Estos caprichos en relación con la vestimenta reflejaban las preferencias ideológicas del emperador y sus opciones de política exterior.

Todo lo que exhalaba un aroma de jacobinismo —sombreros redondos, fracs, chalecos, corbatas grandes— estaba prohibido. Estos cambios caprichosos llegaron incluso al vocabulario, en el sentido de que se depuraron del mismo los términos «sociedad» y «ciudadano», que habían penetrado en Rusia. Prohíbe incluso a los mercaderes utilizar el término magasin, sin dudar en enviar a la policía siempre que fuera necesario imponer que se sustituyera esa palabra por su equivalente ruso, lavka. Los libros, el teatro, la música procedentes de Europa se sometieron a una censura despiadada. Los rusos que viajaban por el extranjero fueron llamados y, para penetrar en Rusia, los franceses debían exhibir un pasaporte firmado en nombre de los Borbones. Las reglas de la censura eran tan estrictas que el número de publicaciones, revistas y obras se desplomó48.

El historiador Kliuchevskii ha llegado a decir que la actividad de Pablo fue más patológica que política. En 1901 Yuri Tynianov publicó un grueso volumen de anécdotas del reinado de Pablo I que refleja un ambiente que podría calificarse de kafkiano cuando describe los absurdos excesos a lo que llevó la manía burocratizadora que impulsó Pablo personalmente. Una de las anécdotas más conocidas es la del «teniente Kijé», que inspiró a Prokofiev una conocida suite. Según esta historieta, un error burocrático «creó» al tal teniente, que no existía en absoluto en la realidad. Curiosamente, el militar virtual, existente solo en los expedientes, le cayó en gracia al emperador, que le promovió, en meteórica carrera, hasta el grado de general. Cuando Pablo pidió que se llevase hasta él al «heróico soldado» tuvieron que decirle que el ya general Kijé había fallecido.

En la política de Pablo no todo fue caótico, sin embargo, ya que se perciben algunas líneas claras de acción, casi todas ellas enmarcadas en su voluntad de rectificar la política de Catalina. Tal es el caso de su «política social», en la que es patente su actuación contra la nobleza y, hasta un limitadísmo punto de vista, favorable a los siervos, según todos los indicios, no tanto por un propósito de avanzar hacia su liberación como por el de limitar los poderes de los nobles sobre ellos.

La animadversión de la Corte contra Pablo era cada vez mayor. Heller da cuenta de una conversación que tuvo lugar, en 1799, entre Alexis Orlov, que, no lo olvidemos, fue el ejecutor de Pedro III, y una influyente dama de la Corte, Natalia Zagriajskaia. Se extraña Orlov de que «se soporte a tal monstruo», ante lo que la dama pregunta: «Pero ¿qué se puede hacer? ¿No se le podría estrangular?». Orlov, visiblemente sorprendido, contesta: «¿Y por qué no, querida?». Heller, que narra esta anécdota, señala que «la idea de retirarle la corona [a Pablo I] toma formas cada vez más concretas» y alude a «un proyecto de regencia justificado por la enfermedad mental que sufre el emperador», elaborado por el veterano conde Nikita Panin, que aporta casos recientes, como el del enfermo rey Jorge III, cuya regencia era desempeñada por el príncipe de Gales, y el caso similar del rey de Dinamarca Cristián VII. El proyecto de Panin preveía que la regencia fuera encomendada al gran duque Alejandro, primogénito del emperador… Superados estos trámites «legales» se pasa a la conspiración pura y simple, en la que desempeña un papel principal el conde Pedro von der Pahlen, gobernador militar de San Petersburgo, al que acompañan algunos oficiales de los regimientos de la Guardia, el último amante de Catalina, Platón Zubov, con sus hermanos y un sobrino de Panin que se llamaba exactamente igual que él y era conde como él. «Así —comenta Dukes— un conde Nikita Panin estuvo implicado en la eliminación tanto de Pedro III como de Pablo I». El propio Alejandro está al tanto de todo, aunque no participa directamente y nunca aceptó la idea de la eliminación personal de su padre. Pahlen le había garantizado que la vida de Pablo sería conservada. Alejandro no logró superar nunca la mala conciencia que su muerte le produjo y que le dejó profundamente marcado. Dukes relata que fue Panin quien informa al zarevich de la inminencia del golpe, presentándolo como el establecimiento de una regencia en vez de como el asesinato de un monarca, pero añade: «Sin embargo, el presunto heredero podría no haber sido tan inocente, sabiendo cómo se desarrollaban los golpes de Estado rusos, como para haberse mantenido en la ignorancia acerca del probable desenlace»49.

La conspiración culmina en la noche del 11 al 12 de marzo de 1801 con el regicidio del emperador. Aunque existen más de 40 relatos sobre el sombrío y criminal suceso, los historiadores todavía discuten las circunstancias del golpe de Estado que destronó a Pablo y los detalles de su asesinato. El regimiento Semionovski, que estaba de guardia aquella noche, no hizo mucho por impedir que un pequeño grupo de conspiradores penetrara en la cámara imperial con la pretensión de que Pablo firmara un acta de abdicación. El acosado emperador intentó primero la huida, pero, acorralado, trató de defenderse. Según relata Carrère d’Encausse, «en la confusión de la lucha, la lámpara que iluminaba la escena cae y entonces Pablo fue golpeado desde todos los lados. Los miembros rotos, la cabeza fracturada por una tabaquera, estrangulado, Pablo sucumbre a los golpes. ¿De cuál de los asesinos precisamente? La historia no dice nada». Mientras unos afirman que Pablo fue estrangulado, otros dicen que uno de los hermanos Zubov, Nikolai, le dio en la sien un terrible golpe con una tabaquera de oro. «El furor de los que habían venido a suprimirle —continúa Carrère d’Encausse—, que no podían fracasar so pena de perder ellos mismos su vida, crea un caos indescriptible. Inmediatamente, uno de los conjurados, el conde Pahlen, gobernador de Petersburgo, se dirigió hacia el heredero, Alejandro, para anunciarle que era emperador»50.

Oficialmente se anunció que el emperador había fallecido víctima de una apoplejía. Sin ninguna dificultad subió al trono el heredero legítimo, Alejandro I, que entonces tenía veinticuatro años. La citada académica francesa, la mejor especialista en el tema del asesinato político en Rusia, subraya que

[…] este regicidio, el segundo en el espacio de dos generaciones —el hijo después del padre—, es mucho más complejo que el que había desembarazado a Catalina de su molesto marido. Mucho más trágico también. En primer lugar porque pone en cuestión —el esquema antiguo del padre matando al zarevich se invierte aquí— al heredero del trono, ya que plantea el problema de su complicidad. A continuación, porque esta vez se trata —y es el único caso en Rusia— de un regicidio propiamente político. En esta ocasión, no se trata, como en 1762, de salvar a un candidato al poder que se encuentra amenazado, ya que el heredero del trono estaba protegido por la ley de sucesión que Pablo I había promulgado. Los que han asesinado a este último no son intrigantes ávidos de llevar al poder a un pretendiente que les protegerá, sino hombres responsables que hacen una elección política.

Lo más destacado de este regicidio es el papel que desempeña el heredero Alejandro, y la académica francesa se pregunta si fue cómplice o simple beneficiario.

LA POLÍTICA EXTERIOR DURANTE EL REINADO DE PABLO I

Durante los cinco años del reinado de Pablo I (1796-1801), la política exterior continuó siendo muy activa y, sobre todo, cambiante y sorprendente. En un primer momento, la voluntad del nuevo emperador de rectificar todo lo que había hecho su madre y predecesora le lleva a mantener una política de paz, consecuente con sus ideas, contrarias a toda expansión territorial. Lo primero que hace Pablo es suspender el envío de tropas rusas al frente occidental para luchar contra la Francia revolucionaria. También ordenó el regreso de la expedición de 20.000 hombres que, al mando de Valerian Zubov, operaba en el Cáucaso.

Los triunfos de la Francia revolucionaria sacan a Pablo de su aislamiento y, aunque no estaba muy predipuesto en contra de Napoleón, le hacen mella los relatos de los emigrados instalados en San Petersburgo y, sobre todo, la ocupación por Bonaparte, en el verano de 1798, de la isla de Malta, propiedad y sede oficial desde 1530 de la Orden de la que Pablo acababa de ser elegido Gran Maestre. De este modo, desde finales de 1798 Pablo se implica en la guerra contra la Revolución, hasta el punto de que se le considera uno de los principales artífices de la segunda coalición que comprendía Rusia, Gran Bretaña, Austria, Nápoles, Portugal y Turquía, que quedó lista en 1799. Pablo toma conciencia del papel de Rusia en Europa y comprende que no puede mantenerse al margen del conflicto que afectaba al continente. Un conflicto, además, cuyo carácter ideológico era bien evidente. Y Pablo no tenía ninguna duda de cuál era su bando.

En aquella coalición había algunos aspectos sorprendentes. Nada más insólito, en efecto, que la alianza de Rusia con su enemigo tradicional, Turquía, consecuencia de la amenaza napoleónica y, en concreto, de la expedición de Bonaparte a Egipto y Oriente Próximo, territorios otomanos. La flota rusa se moviliza y una escuadra sale del Báltico y se une a los británicos, con quienes hizo una serie de operaciones en la costa holandesa en un fracasado intento de restaurar la perdida independencia de aquel reino. La fragilidad de la coalición antifrancesa quedó ya entonces a la vista, pues el poco éxito de la campaña dio origen a las primeras recriminaciones entre británicos y rusos. Mientras tanto, otra escuadra rusa del mar Negro se unió a los turcos con la pretensión de frenar la penetración napoleónica. Las operaciones se desarrollan en el invierno de 1798 en los mares Jónico y Adriático, y la fuerza combinada ruso-turca logra expulsar a los franceses de las islas Jónicas, que se convirtieron en bases rusas. Rusia se instalaba así en el Mediterráneo y recibía un confuso derecho de intervención que daría mucho juego en el futuro y que, como sabemos, venía buscando desde tiempo atrás. Asimismo efectivos rusos desembarcaban también en Montenegro, cuyo príncipe-obispo, el metropolita Pedro I Petrovich, había pedido protección al zar, a finales de 1799, para defenderse de Austria.

Pero Pablo I no se conformaba con las islas Jónicas y, para consolidar su creciente influencia en el Meditarráneo, aspiraba a ocupar Malta, de cuya Orden había logrado hacerse proclamar Gran Maestre en noviembre de 1797. Sus simpatías por el catolicismo y, sin duda, el evidente valor estratégico de la isla promovían esas pretensiones, que Pablo, ingenuamente, compartió con los ingleses, que, hipócritamente, desaconsejaron al almirante Ushakov la operación que este había planeado, con diversos pretextos, aunque la razón última era que querían mantener a los rusos fuera de lo que consideraban su zona exclusiva de influencia. En septiembre de 1800 los ingleses expulsaron a los franceses de Malta, pero se negaron a devolvérsela a la Orden cuyo Gran Maestre era Pablo. El emperador ruso, resentido, se enteró entonces de lo que significaba lo de «la pérfida Albión» y en noviembre de 1800 embargó todos los barcos británicos anclados en puertos rusos y ordenó el internamiento de 1.000 marinos. Rusia e Inglaterra se enfrentaban no solo en Asia, sino también en el Mediterráneo.

Pero además de estas operaciones navales en el Mediterráneo, las tropas rusas intervienen en las operaciones continentales. La lucha directa contra la Francia revolucionaria —que Catalina no había llegado a poner en práctica— se hizo así realidad con Pablo I. A petición del emperador Francisco II de Austria, incapaz de soportar la presión militar de los franceses, un ejército ruso al mando de Suvorov llegó al norte de Italia en abril de 1799, donde obtuvo brillantes victorias. El 10 de abril toman Brescia, el 27 de mayo Turín, en agosto vencen en Trebia y Novi, y el 30 de septiembre Suvorov entra en Roma, entre el alborozo de los romanos, que gritan «¡Viva Paulo Primo! ¡Viva Moscovito!». Una vez más, las victorias rusas preocupan a sus aliados casi tanto como a sus enemigos, y una vez más, también, profundos desacuerdos enfrentan a Suvorov con sus colegas austriacos. Esa es la razón de que se les pida a los rusos que se trasladen a Suiza, adonde llegan después de una épica travesía de los Alpes. Suvorov es elevado por Pablo al rango de «generalísimo», pero Massena le derrota cerca de Zurich y poco después los rusos reciben orden de retirarse, mientras Pablo I escribía, irritado, a su colega austriaco, Francisco II, protestando por «mis tropas abandonadas y entregadas al enemigo por su aliado».

A partir de ahí se va a producir una espectacular reversión de alianzas y, poco después de la paz de Luneville (1801), que pone fin a la segunda guerra napoleónica, se produce un acercamiento entre Rusia y Francia. Poco antes, Bonaparte, todavía Primer Cónsul, envía a Pablo los 7.000 prisioneros rusos capturados por los franceses en Suiza y le escribe (21 de diciembre de 1800) expresándole su convicción de que si «las dos naciones más poderosas del mundo se unen, impondrán la paz». El emperador ruso, al recibir la carta de Bonaparte, habría cogido un mapa de Europa, y doblándolo por la mitad habría exclamado: «Así y solo así es como podemos ser amigos».

El nuevo entendimiento de Pablo con Bonaparte alcanza un grado sorprendente y, como escribe Carrère d’Encausse,

[…] los enviados de Pablo I exhortaron a Bonaparte a sentarse en el trono de Francia y a proclamar el carácter hereditario de su dinastía, todo lo cual el futuro Napoleón I escuchaba con un no disimulado placer […]. Para subrayar su simpatía por Bonaparte, en el que veía al hombre que pondría fin a la Revolución, Pablo expulsa al futuro Luis XVIII de Mitau, donde hasta entonces le había acogido.

Pero este cambio de aliados acabó por poner a todos los campos en su contra, tanto a los Estados de la coalición, empezando por Inglaterra, como a los legitimistas franceses. «En su propio país, Pablo tenía dificultades para justificar su repentina francofilia, que sucedía a la bien reciente persecución de todo lo que era francés»51.

Pablo I también tuvo que luchar en el Cáucaso, pues, desde 1795, el nuevo sah de Persia, Agha Muhamad, había iniciado las hostilidades decidido a impedir que Georgia basculara hacia la órbita de influencia rusa. La guerra se prolongó hasta 1801 y fue favorable a los rusos, que anexionaron al Imperio el cristiano reino transcaucasiano. La monarquia georgiana fue abolida y la Iglesia colocada bajo la autoridad del Sínodo ruso. La anexión comprendía la Georgia oriental, esto es, toda la zona en torno a Tbilissi, que quedaba unida al territorio ruso por el entrante del Vladikazkav. En el marco del «proyecto indio» y de la nueva política antibritánica, Pablo concibió el desmesurado plan de invadir India por tierra. El plan consistía en el desembarco en Astrabad, en la orilla del Caspio, y proseguir por Herat y Kandahar hasta India. El plan le fue propuesto a Napoleón con todo detalle en 1801, en una larga carta que Pablo le envió. 35.000 cosacos atravesarían el Turquestán reclutando a su paso guerreros de las tribus turcomanas. Al mismo tiempo un ejército francés con efectivos similares descendería por el Danubio y, en barcos rusos, cruzaría el mar Negro, y por el Don, el Volga y el Caspio llegaría a Astrabad, donde se encontraría con los rusos. A continuación, el ejército combinado atravesaría Persia y Afganistán para llegar a India. En su carta Pablo estimaba que los franceses tardarían 20 días en llegar al mar Negro, en 55 alcanzarían Persia y en otros 45 llegarían al Indo. En total la expedición llegaría a su objetivo en cuatro meses. A las poblaciones de India se las explicaría que Francia y Rusia, «movidos por la compasión», se proponían liberarlos «del yugo tiránico y bárbaro de los ingleses». Napoleón no hizo caso de semejante plan, que ignoraba las enormes dificultades que implicaría atravesar un territorio tan amplio y desértico, aunque Pablo no vacilaba en afirmar que existían «amplios y espaciosos caminos», que había agua en abundancia, así como forraje para los caballos y alimento para la tropa, ya que «el arroz es muy abundante»52.

A pesar del rechazo de Napoleón, que, además, tenía a sus tropas ocupadas en otros frentes, Pablo ordenó en enero de 1801 que 22.000 cosacos del Don se pusieran en marcha, vía Orenburg, Khiva, Bukhara y el paso de Khyber, para llegar al valle del Ganges, destruir las factorías británicas y provocar un levantamiento de la población contra Inglaterra. Hopkirk escribe que se sabe poco de los detalles de la expedición, que llegó hasta la orilla norte del mar de Aral. Alejandro I canceló la expedición tan pronto como subió al trono, impidiendo así que la descabellada idea de su padre terminase en catástrofe, ya que hay pocas dudas de que el clima, las enfermedades, la escasez y los ataques de las tribus nativas habrían diezmado la tropa cosaca y los supervivientes se habrán tenido que enfrentar con los bien entrenados regimientos europeos y nativos del ejército de la Compañía de Indias, apoyados, además, por artillería. El «Gran Juego» que iba a enfrentar a Rusia y Gran Bretaña hasta bien avanzado el siglo XIX comenzaba a diseñarse.

Durante el reinado de Pablo I se consolidó la presencia rusa en Alaska. En julio de 1799, Aleksandr Baranov, primer gobernador ruso de Alaska fundó fuerte San Mikhail, destruido por los indios tinglit en 1802 y refundado en 1804 como Novo Arkhangelsk. Baranov trasladó allí la sede de la Compañía Rusa de América, que hasta entonces había estado en Kodiak. Desde allí Branov amplió el área de influencia rusa.

LA CULTURA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVIII

Con la influencia francesa comienza un siglo de «cultura aristocrática» que se extenderá aproximadamente entre 1756 y 1855, etapa que ha sido denominada «la edad de oro de la aristocracia rusa». El francés se convierte en la lengua habitual en que se hablan los nobles, que incluso piensan en francés y, por supuesto, escriben en este idioma, aun cuando muchos de ellos desempeñen también un importante papel en la creación de la moderna literatura rusa. Un caso bien característico es el de Pushkin, que casi aprendió antes a leer en francés que en ruso, como cuenta en su biografía Henri Troyat. El hermano menor de Pushkin, Léon, escribirá que «Pushkin estaba dotado de una memoria extraordinaria y a los once años sabía de memoria toda la literatura francesa». Se trata, sin duda, de un caso excepcional, dadas las excelentes cualidades del gran poeta ruso, pero que respondía a la situación y las tendencias de la época, como muestra esta queja del canciller conde de Vorontsov, en 1805, que también recoge Troyat: «Rusia es el único país en el que se descuida la lengua materna y en el que todo lo que se refiere a la Patria es ajeno a la joven generación»53.

Es, precisamente, durante el reinado de Isabel cuando se puede percibir un auge cultural, tanto en el aspecto de la creación como en el institucional. Las historias clásicas y las cronologías de este reinado señalan tres fechas, referidas a tres acontecimientos típicamente culturales, como las más importantes de la etapa isabelina: la fundación de la Universidad de Moscú (1755), la del teatro público de San Petersburgo (1756) y la de la Academia de Bellas Artes (1757). Por su parte, un biógrafo clásico de Isabel, Nikolai Ivanovich Kostomarov, estima que los dos actos más importantes del reinado, en el ámbito del gobierno interior, son la propagación de la instrucción y la supresión de las aduanas interiores. Este auge cultural isabelino está representado de la mejor manera imaginable por la excepcional figura de Mikhail Lomonosov, considerado el primer gran sabio ruso y, según un historiador de la literatura rusa, Dmitri Mirsky, «verdadero fundador tanto de la nueva literatura rusa, como de la nueva cultura […] y padre de la nueva civilización rusa». A Lomonosov se le considera un típico hombre del Renacimiento, un hombre universal, que fue tanto un científico y un educador como un poeta, un ensayista o un historiador, que se interesó, en suma, por todas las ramas del saber humano. Asimismo fue autor de la primera gramática rusa, publicada en 1755, que gozó de una enorme influencia. No es una casualidad que, como recuerda Billington, Lomonosov junto con Pushkin sean las únicas figuras de la historia cultural rusa admiradas y reconocidas como propias por todas las corrientes del pensamiento ruso, y Riasanosvsky considera a Lomonosov «el homólogo ruso de los grandes sabios universales de Occidente»54.

Durante el reinado de Isabel se desarrolla también muy notablemente la publicación de libros, a pesar de las dificultades que existían para conseguir traducciones fiables. La actividad editorial alcanza el punto culminante del siglo durante el reinado de Catalina la Grande, hasta el punto de que el número de libros publicados en los años sesenta y setenta es siete veces mayor que el de los editados en las dos décadas anteriores. Además, mientras que a principios de siglo los pocos libros que se publicaban tenían siempre un carácter religioso, de los 8.000 libros publicados en la segunda mitad del siglo (la mayor parte durante el reinado de Catalina), el 40 por 100 versaban sobre materias profanas. En este período aumenta también el número de libros importados. El libro extranjero que, seguramente, gozó de mayor popularidad en Rusia en esta época fue las Aventuras de Telémaco del francés Fénelon.

Esta eclosión cultural no se limitó a las grandes capitales, Moscú y San Petersburgo, sino que tuvo también su reflejo en las provincias, en las que empiezan a publicarse periódicos, los primeros de los cuales aparecieron en Yaroslavl y en Tobolsk, en plena Siberia. La moda de utilizar preceptores extranjeros para educar a los niños y a los jóvenes es imitada por las familias nobles y burguesas de las provincias, lo que contribuye a implicarlas en el movimiento cultural. Al servicio de este movimiento se crean una serie de revistas, la primera de las cuales aparece también en la fecha estelar de 1755, editada por la Academia de Ciencias.