A la muerte de Pedro, la vieja aristocracia estaba absolutamente a favor de que el trono lo ocupase su nieto Pedro Alekseevich, que tenía entonces diez años, ya que esa era la solución concorde con las viejas prácticas moscovitas. Entre estos aristócratas se encontraban personajes tan influyentes como Dmitrii Galitzin, Iván Dolgorukii, Nikita Repnin y Boris Sheremetiev, «todos ellos descontentos por haber sido vejados por el zar —escribe Troyat— y ávidos de tomarse el desquite bajo el nuevo reinado»1. Pero el partido que Dukes denomina de los «hombres nuevos», que eran conocidos como «los Aguiluchos de Pedro el Grande», prefería que la sucesora fuera su viuda, Catalina. Estaba a la cabeza de este grupo el poderoso Aleksandr Menshikov, que había sido distinguido por Pedro con el título de príncipe serenísimo, entre otros honores, el teniente coronel de la Guardia, Iván Buturlin, el senador conde Pedro Tolstoi, el canciller Gabriel Golovkin y el gran almirante Fedor Apraxin. Este segundo partido contó enseguida con el apoyo del prestigioso arzobispo Feofan Prokopovich y, sobre todo, con los no menos influyentes regimientos de la guardia, el Preobrazhenski y el Semonosvski. Para estos, Catalina es «la verdadera depositaria del pensamiento imperial» y rechazan tanto al nieto de Pedro como a las hijas de este, sin negar los derechos de estas últimas, que, en todo caso, supeditaban a los de su madre.
La decisión se toma en una tormentosa reunión de lo que se denomina la «Generalidad» del Imperio, en el Palacio de Invierno, en la que están presentes los senadores, los miembros del Santo Sínodo y otros altos dignatarios. Se barajan diversos argumentos a favor y en contra de las dos candidaturas y mientras unos argumentan que las mujeres no son aptas para gobernar el Imperio, los otros replican que la obligada regencia que habría que establecer si se proclamaba al nieto Pedro sería causa de desórdenes como había pasado siempre en Rusia con las regencias. Además subrayan estos que Catalina ha dado muestras de su coraje acompañando a su marido en las campañas militares e interesándose activamente por los asuntos públicos. En la sala se han introducido, sin tener ningún derecho para ello, varios oficiales de la Guardia, que se mezclan en el debate. Pero, sobre todo, en un patio interior esperan los dos regimientos de la Guardia, que, a una señal de Buturlin, hacen redoblar el tambor y penetran en el interior del palacio. La causa de Catalina está ganada y ante el poderoso argumento de las armas todos aceptan a la nueva emperatriz, Catalina I, y en el documento que se redacta al efecto se hace constar que esa era la voluntad del fallecido Pedro el Grande, como lo muestra su decisión de coronarla «a causa de los grandes e importantes servicios que ha prestado para beneficio del Imperio ruso».
Este acontecimiento es importante porque revela el poder decisivo de los regimientos de la Guardia, que, durante todo el siglo XVIII, van a ser un factor determinante en las sucesiones en el trono de los zares, casi siempre problemáticas y difíciles. Se matiza así la afirmación, muy repetida por muchos historiadores, según la cual en Rusia no ha habido golpes militares, lo que es cierto si se quiere decir que el ejército nunca se ha hecho cargo del poder, ya que, como escribe Heller, «nunca un general ha subido al trono de Rusia», pero no es menos cierto que «si el ejército no quiere el poder para sí mismo, se convierte en un factor importante, ayudando a “hacer zares”». Este mismo autor hace remontar esta tendencia a la sucesión del zar Aleksis, padre de Pedro el Grande, en la que participaron tan activa y sangrientamente los streltsy, y señala que «en el curso de los cien años siguientes, la Guardia se convertirá en un elemento determinante de las querellas dinásticas, compensando, de alguna manera, la ausencia de una ley de sucesión»2.
Catalina I reinó solo poco más de dos años y apenas se ocupó de los asuntos públicos, que fueron dirigidos por Menshikov, figura clave en un recién creado Consejo Privado Supremo, que se convirtió en la institución fundamental del gobierno, a costa del Senado, que perdió competencias. Formaban también parte de este Consejo, que actuaba en secreto, Tolstoi, Apraxin, Golovkin y Ostermann, entre otros. Catalina apenas sabía leer y escribir y, «ávida de carne fresca», como escribe el mismo Troyat, su ocupación preferida eran los amantes jóvenes y las fiestas interminables en las que se comía y se bebía sin tino. Como consecuencia de esta vida desordenada la salud de Catalina era mala y, aunque andaba en torno a los cincuenta años, los embajadores, como el francés, Jacques de Campredon, escribían a sus cortes que era probable que «cualquier accidente abreviara sus días».
Catalina impulsó la inauguración y puesta en funcionamiento de la Academia de Ciencias que Pedro había creado y cumplimentó, igualmente, otros proyectos del zar reformador, como la expedición de Vitus Bering y el canal del lago Ladoga. Asimismo se consolidaron las medidas de tolerancia respecto de los Viejos Creyentes, en la línea ya iniciada por Pedro el Grande. La política exterior de Catalina se caracterizó por la continuidad respecto de la seguida por su antecesor y marido, cuya última actuación en este ámbito había sido la alianza defensiva acordada en 1724 con el enemigo de la víspera, Suecia, que, por los términos que se utilizaban —se aludía al ataque de «una potencia cristiana»— excluía la hipotética amenaza turca y se dirigía claramente contra Dinamarca y Prusia, según subraya Le Donne3. En un artículo secreto, ambas partes se comprometían a usar sus buenos oficios en la corte de Copenhague, para ayudar a la familia Holstein-Gottorp a recuperar Schleswig, que había sido atribuido a Dinamarca. Los ducados de Schleswig-Holstein han constituido, durante varios siglos, una zona de fricción, causa de conflictos y enfrentamientos en las relaciones internacionales europeas como consecuencia de su situación fronteriza entre Alemania y Dinamarca, y de ser territorio habitado por poblaciones de ambas etnias. Schleswig había pertenecido tradicionalmente a Dinamarca, mientras que Holstein —situada al sur de Schleswig, del que la separa el río Eider— formaba parte del Sacro Imperio Romano Germánico.
Carlos Federico de Hosltein-Gottorp aspiraba al trono de Suecia en su condición de hijo de la hermana mayor de Carlos XII y la alianza ruso-sueca de 1724 alimentaba esas aspiraciones, fortalecidas además porque en diciembre de aquel mismo año se formalizó su matrimonio con Ana Petrovna, hija de Pedro el Grande, que asumía como propios los deseos de su nuevo yerno. Ana Petrovna renunció a sus derechos a la corona rusa, pero Pedro el Grande tuvo cuidado de hacer constar que si la nueva pareja tenía un hijo, este mantendría sus derechos al trono de Rusia. Y, efectivamente, a Carlos Federico y Ana les nació en 1728 un hijo, Carlos Pedro Ulrich, que en 1761 se convertiría en emperador de Rusia como Pedro III, después de haber contraído matrimonio con una princesa alemana, Sofía de Anhalt-Zerbst, que le sucedería como Catalina II, llamada la Grande. Pero no adelantemos acontecimientos.
Fallecido Pedro, en 1726 Catalina I pensó en un ataque contra Dinamarca, pero Gran Bretaña, prosiguiendo su política de mantener el equilibrio europeo, no podía consentir que se afirmara el creciente poder de Rusia y en el mes de mayo envió una escuadra que se presentó ante Reval (actual Tallin) en una advertencia clara de que las potencias occidentales no iban a consentir que Rusia llegara hasta el Sund.
Política exterior y política matrimonial seguían en el siglo XVIII estrechamente unidas y si Catalina I se había tenido que resignar para su hija mayor, Ana, con una boda de segundo nivel, aspiraba para la menor, Isabel, un enlace que fortaleciera los vínculos de Rusia con uno de los países más importantes de Europa occidental, concretamente Francia. Como escribe Troyat, «si Pedro el Grande estaba seducido por el rigor, la disciplina y la eficacia germánicas, ella [Catalina] era, por su parte, cada vez más sensible al encanto y el esprit de Francia»4. En esta operación político-matrimonial, la emperatriz contaba con la ayuda del embajador de Francia en San Petersburgo, Jacques de Campredon, que aspiraba a coronar su misión diplomática con un estrechamiento de relaciones entre los dos países, asentado en una alianza matrimonial. El elegido era nada menos que el propio rey francés, Luis XV, que entonces tenía quince años. Menshikov se empleó a fondo para conseguir ese importante objetivo de política exterior que estrecharía definitivamente los vínculos de Rusia con Europa occidental y la anclaría en el sistema de Estados europeos. Pero después de tres meses de intercambio de información, en septiembre de 1725, llegó a San Petersburgo la noticia de que el joven rey francés se casaría con María Leszcynska, hija del destronado rey de Polonia, Stanislas, que vivía exiliado en Wissemburg (Alsacia). Catalina recibió como un mazazo el desaire, que se hizo aún más insoportable porque también fracasó su propósito alternativo de intentar que su hija Isabel se casara con el duque de Charolais5. Como consecuencia de esta operación fallida, la política exterior de Rusia dio un viraje y se orientó hacia Viena, buscando una alianza con el Imperio de los Habsburgo, que hasta entonces había sido rechazada siempre por los zares.
La mala salud de Catalina I, prematuramente envejecida por sus excesos de todo tipo, convirtió la cuestión de su sucesión en el problema básico de la Corte de San Petersburgo. La candidatura apoyada por la vieja nobleza, el clero provincial y, en general, los que se sentían nostálgicos de lo que había significado otrora Moscovia era la de Pedro, hijo del asesinado zarevich Aleksis y nieto, por tanto, de Pedro el Grande. Su popularidad parecía ir en aumento, hasta el punto de que Menshikov, preocupado, planeó casarlo con su tía Isabel, la malquerida hija de Catalina, a pesar de que esta le sacaba cinco años a su medio sobrino. Pero la consanguinidad era un obstáculo importante desde el punto de vista de la Iglesia y, llevando la audacia al límite, Menshikov pensó que la mejor esposa para el joven Pedro no podía ser otra que su propia hija María, proyecto que fue aprobado por Catalina, en contra de la opinión de sus dos hijas, Ana e Isabel, que veían como ese hipotético matrimonio desvanecía sus propias aspiraciones al trono. Efectivamente, Ana soñaba con suceder a su madre a pesar de su renuncia a la corona rusa, que se formalizó cuando firmó su contrato matrimonial con Carlos Federico de Holstein-Gottorp. Y, por supuesto, este era el más activo valedor de su causa.
A finales de abril de 1727, Catalina enferma gravemente y pronto pierde la conciencia. La alarma en la Corte es enorme porque se sabe que la emperatriz no ha redactado testamento, pero Menshikov no se detiene ante obstáculos menores y reúne al Consejo Privado, que redacta un documento, con la esperanza de que Catalina lo firme in articulo mortis. Pero Catalina, dada la gravedad de su estado no llegó a estampar su firma. En el documento se estipulaba que «según la voluntad expresa de Su Majestad», el zarevich Pedro Alekseevich sucederá, cuando llegue el momento a Catalina I. Si Pedro muriera sin posteridad se establece que la corona corresponderá a su tía Ana y a sus herederos y, después, a Isabel Petrovna, la otra hija de Pedro el Grande y Catalina. Estas maniobras in artículo mortis provocan la indignación de otros dignatarios de la Corte, especialmente del grupo que encabeza Tolstoi, pero el primero no se arredra y los somete a un proceso, acusándolos de crimen de lesa majestad. Tolstoi fue confinado en el convento de Solovetsk, reducto de los Viejos Creyentes y situado en una isla en el frío y lejano mar Blanco, y otros «conspiradores» fueron exiliados a Siberia. Ante esta situación Ana y su marido, el duque Carlos Federico, optaron por retirarse a una de sus propiedades. Nada se oponía, pues, a que Menshikov ratificase su condición de hombre fuerte, reforzada por el hecho de ser el futuro suegro del futuro zar.
Tras una prolongada agonía, Catalina I murió el 6 de mayo de 1727, después de un breve reinado de dos años y dos meses, y el día 8 el gran duque Pedro Alekseievich, de doce años de edad, fue proclamado emperador con el nombre de Pedro II. Hasta que llegase a su mayoría de edad, fijada en los diecisiete años, la regencia sería ejercida por el Consejo Supremo Privado, que, después de haber sido depurado de los elementos discrepantes, estaba totalmente controlado por el hábil Menshikov, que, como escribe Troyat, relega al joven soberano «al rango de figurante imperial». Los poderes de Menshikov son amplios y, en la práctica, ilimitados, y como demostración de su nuevo poder, apenas una semana después del fallecimiento de Catalina I, Menshikov se atribuye el título de generalísimo. Su prepotencia llega hasta el punto de decidir que Pedro viva no en el imperial Palacio de Invierno, sino en el palacio que el todopoderoso personaje se había hecho construir en la isla Vassilii, situada en medio del Neva, en pleno centro de la ciudad. Pero las maquinaciones del «príncipe serenísimo» y la arrogancia con que ejerce un poder que no le pertenece suscitan la sorda oposición de algunos personajes y la antipatía creciente del propio Pedro II, al que, cada vez más, irritan las ínfulas que se da quien había de ser su suegro. El vicecanciller Andrei Ivanovich Ostermann se convierte en el catalizador de esta oposición naciente, que se propone liberar de la humillante tutela de Menshikov al joven emperador adolescente, que, entretanto, se dedica, en compañía de su tía Isabel y, hasta que marcha con su marido a Kiel, de su otra tía, Ana, a continuas orgías.
Esta insostenible situación no se prolonga más allá de unos pocos meses. Una inoportuna enfermedad retira de la circulación durante algún tiempo a Menshikov y le da la ocasión a Pedro II y a los «conspiradores» de la vieja aristocracia para reaccionar. En septiembre de 1727, Menshikov, acusado de apropiación de fondos públicos y de alta traición es destituido de todos sus cargos y se le condena al destierro con toda su familia, incluida, por supuesto, la joven prometida del emperador. Se le obliga a residir forzosamente, primero en Orenburg, en una casa-fortaleza donde se vigilan todos sus movimientos y contactos y, ya en 1728, en Berezov, localidad situada a mil verstas (1.067 kilómetros) de Tobolsk, en la inhóspita Siberia, donde murió, víctima de un ataque de apoplejía, en noviembre de 1729. María, su hija, murió también un mes después.
Pedro II se veía liberado de la tutela de Menshikov, pero cayó muy pronto bajo la de los Dolgorukii y los Galitzin, aunque era Ostermann quien desempeñaba las actividades de gobierno. Pero la persona que tenía más influencia sobre el emperador seguía siendo su tía Isabel, hasta el punto de que Troyat detecta en esas relaciones «un ligero perfume de incesto». A principios de 1728 la Corte se traslada a Moscú, con el propósito de convertirla de nuevo en capital del Imperio, en un gesto que demuestra la nostalgia por la vieja Moscovia, característica de las viejas familias boyardas, que no se resignaban a perder el poder y sus circunstancias. Además, si recordamos que un Dolgorukii fue el fundador de Moscú, no puede sorprender que un descendiente suyo influyera tan decisivamente para devolver la capitalidad a la ciudad de sus mayores. Se había proyectado, asimismo, celebrar el 24 de febrero, en la catedral de la Asunción, la ceremonia de coronación del nuevo zar-emperador y el acto tuvo, en efecto, toda la brillantez deseada y contó con la asistencia de la vieja Evdokie, la primera esposa de Pedro el Grande, abuela, por tanto, del nuevo soberano.
La influencia de los Dolgorukii sobre Pedro II —al que algunos denominan el Pequeño para distinguirle de su ilustre abuelo— se demuestra de nuevo cuando en el otoño de 1729 se anuncia que el emperador va a contraer matrimonio con Katia Dolgorukii y hasta se celebra una ceremonia de esponsales. Pero unos meses después, en enero de 1730, Pedro cae enfermo de varicela y muere prematuramente en la madrugada del 19 de enero, cuando solo tenía catorce años. Tras este breve e inútil reinado de dos años y medio, se plantea de nuevo la cuestión de la sucesión. Reunida la «Generalidad», como a la muerte de Catalina I, se impone la idea de que, agotada la línea de los descendientes varones de Pedro el Grande, se hace preciso recurrir a los descendientes del medio hermano de este, Iván V, que fue «co-zar» con él durante los cinco años de la regencia de Sofía. Previamente se había rechazado la candidatura de la hija de Pedro el Grande y Catalina I, Isabel, a la que se consideraba ilegítima y, en consecuencia, inhábil para el trono, ya que había nacido antes del matrimonio de sus padres. Por otra parte, se estimaba que Isabel había renunciado de hecho a la corona al abandonar la capital y recluirse, dolida, en el campo.
Iván V —el hermano de Pedro el Grande prematuramente fallecido— había tenido tres hijas: Catalina, casada con el inquieto e inestable Carlos Leopoldo de Mecklemburgo, pero es rechazada, precisamente por este matrimonio, ya que, aunque estaban separados, asociaría al trono de Rusia a un príncipe poco fiable; Ana, viuda del duque de Curlandia que residía en Mitau, capital del ducado, y Prascovia, la menor, enfermiza y débil de espíritu, casada con un noble ruso. Desde el primer momento se considera preferible a Ana, en buena medida porque daba la imagen de una persona acomodaticia y muchos de los nobles y cortesanos pensaron que sería una persona fácil de dominar. El único inconveniente era su estrecha relación con un advenedizo noble curlandés (se decía que era hijo de un palafrenero), Johann Ernest Bühren, pero Golitsyn se mostró convencido de que Ana Ivanovna abandonaría a su amante si así se le exigía. El Consejo Supremo Privado decidió ofrecerle la corona, pero supeditando la oferta a la aceptación por parte de la candidata de una serie de «condiciones» que suponían, de hecho, la sustitución del sistema autocrático tradicional por una especie de «monarquía constitucional». No hay que olvidar que en aquel período de la historia europea la tendencia predominante de la monarquía absoluta luchaba en algunos países, por ejemplo, en la cercana Suecia, contra las pretensiones de determinados sectores, fundamentalmente nobiliarios, que intentaban limitar el poder real en beneficio propio. A este ejemplo cercano en el tiempo y en el espacio, podemos añadir la larga tradición de los boyardos rusos empeñados una y otra vez en recortar la autocracia de los zares obteniendo cotas de poder.
Dmitrii Golitsyn, uno de los más destacados miembros del Consejo —al que Heller denomina «ideólogo en jefe de la limitación de la monarquía»— puso a punto las condiciones que prohibían a la futura emperatriz volver a casarse y designar un heredero y la obligaban a aceptar la existencia del Consejo, compuesto de ocho miembros, sin cuyo permiso no se podría declarar la guerra ni hacer la paz, establecer impuestos, conferir grados civiles y militares superiores al de coronel, conceder títulos o dominios territoriales o usar las rentas del Estado. La emperatriz se obligaba, además, a trabajar por la extensión de la fe ortodoxa, a colocar los regimientos de la Guardia y otras fuerzas militares bajo el control directo de los consejeros, así como a no privar a los nobles de la vida, el honor o la propiedad sin juicio. Golitsyn pone a punto un proyecto completo de nuevo gobierno, en virtud del cual la emperatriz mantendría el poder sobre la Corte, para cuyo mantenimiento el Tesoro entregará anualmente una cierta suma, pero todo el poder político pasaría íntegramente a las manos del Alto Consejo secreto, formado por diez o doce representantes de la alta nobleza. Además del Alto Consejo, se preveía todo un complejo de instituciones limitadoras del poder de la emperatriz.
Las «condiciones» se redactaron en el ámbito cerrado del Consejo sin que los nobles que no formaban parte del mismo fueran debidamente informados. Algunos de estos reaccionaron con rapidez y, seguramente porque veían en el proyecto del Consejo un marco de gobierno del que quedaban excluidos, enviaron una delegación a Curlandia —que llegó allí poco después de la propia delegación oficial del Consejo—, que aconsejó a Ana Ivanovna que rechazase cualquier limitación de poder que se le sometiese. Ana Ivanovna había mostrado la mayor de las amabilidades ante la delegación del Consejo y había aceptado sin la menor protesta todas las «condiciones». Pero, bien informada, se había percatado enseguida de la división existente entre la nobleza rusa y trató de sacar partido de la situación, al percibir que eran muy amplios los apoyos con que podía contar para restablecer la plenitud de la autocracia. Un signo de su actitud se pudo comprobar cuando, de camino hacia Moscú para asumir la corona, se detuvo en la pequeña localidad de Vsiesviatskoie (10 de febrero de 1730), en las afueras de la capital donde, en contra de lo que se estipulaba en las «condiciones», se proclamó a sí misma coronel del regimiento Preobrazhenski y del regimiento de caballería de la Guardia, que habían enviado destacamentos para saludarla. Un gesto que mostraba su voluntad de liberarse de cualquier tutela y que implicaba ganarse para su causa el decisivo apoyo militar. Y, como prueba de que sus planes eran muy claros, designó teniente coronel a su más próximo colaborador, el conde Simón Andreievich Saltykov. También se acercaron a saludarla los miembros del Consejo, a los que recibió con una estudiada frialdad, mostrando que se sentía soberana sin limitaciones y provocando un incidente protocolario a propósito de la orden de San Andrés, a la que tenía derecho como zarina, pues hizo ver que no la recibía del canciller, Gabriel Golovkin, allí presente, sino que la asume por derecho propio. Las cartas quedan boca arriba y los miembros del Consejo empiezan a percibir que no va a ser fácil llevar sus planes a término. Después de una serie de vicisitudes, incluida la recogida de firmas entre la nobleza provincial, opuesta a los planes de la alta nobleza y con la decisiva participación de los oficiales de la Guardia, en una solemne sesión celebrada el 25 de febrero de 1730 Ana Ivanovna es proclamada emperatriz autocrática. Los boyardos habían perdido una vez más la batalla.
Así terminó el intento de limitar los autocráticos poderes imperiales en una secuencia de acontecimientos que podemos considerar «un golpe de Estado dentro del golpe de Estado». El intento de los miembros del Consejo de limitar los tradicionales poderes imperiales era un típico golpe de Estado porque suponía una ruptura del sistema establecido. La respuesta de Ana Ivanovna fue un «contragolpe» llevado a cabo con la imprescindible ayuda de los oficiales de la Guardia. Dukes subraya que «en líneas generales […] las revoluciones de palacio después de 1725 […] eran mucho más civilizadas que las que ocurrieron antes de 1700». Y tras comentar que los Dolgorukii y los Golytsin, como antes que ellos Menshikov, fueron enviados al exilio, añade: «Incluso los individuos caídos en desgracia podían contar con que la mayor parte de ellos eran enviados a un pacífico, aunque empobrecido, exilio, y solo los menos perdían sus cabezas, aun cuando sí perdían la cara y las propiedades»6.
Ana Ivanovna se rodeó de gente de su confianza entre los que destacaban muchos extranjeros cuya presencia se convertiría en uno de los signos distintivos de su reinado y en una causa de descontento y crítica. Pero el más importante de todos estos extranjeros era el conde Ernst Johann Bühren (conocido en Rusia por la versión afrancesada de su nombre como Biron), de origen westfaliano, amante de Ana en Curlandia, que afanosamente le mandó llamar tan pronto como quedó resuelta la cuestión de los poderes de la emperatriz. Tan decisiva fue la influencia de este último favorito durante el reinado de Ana que este período ha pasado a la historia como la Bironovshchina, terminación esta (shchina) que en ruso da idea de desorden y despilfarro. Bühren se convierte durante todo el reinado de Ana en un odiado y caprichoso tirano, responsable de la germanización a ultranza a que fue sometida Rusia. Se aludía al «yugo germano», recordando el histórico yugo mongol, y en la Corte se hablaba en voz baja de la Bironovshchina «como de una epidemia mortal que se había abatido sobre el país»7. Aunque habría que añadir que muchos de estos «germanos» procedían de las regiones bálticas incorporadas por Pedro el Grande al Imperio, que aportaron a Rusia los saberes y las técnicas occidentales. Heller recuerda que es entonces cuando Feofan Prokopovich inventa el término rossiianin, para designar a los extranjeros establecidos en Rusia, pero que no son rusos desde el punto de vista étnico. Dukes advierte, no obstante, de que sería inadecuado «pintar la década de los años treinta del siglo XVIII con oscuros colores uniformemente extranjeros» y recuerda la presencia en la Corte de rusos importantes, muchos de ellos colaboradores de Pedro el Grande, como el príncipe A. M. Cherkasski, el príncipe N. Iu. Trubestkoi, V. F. Saltykov y G. I. Golovkin. También estaban encomendadas a la supervisión de un ruso de la época de Pedro, el mayor general Andrei Ivanovich Ushakov, las desagradables actividades de la Cancillería para la Investigación de Asuntos Secretos. Esta Cancillería era una especie de policía política —antecedente remoto, por tanto, del KGB— que trabajó intensamente durante el reinado de Ana, a la que informaba directamente Ushakov.
Biron, que marca con su sello la década del reinado de Ana Ivanovna, ha merecido un unánime juicio negativo por parte de todos los historiadores. Biron gobernó directamente con una crueldad extrema y sin consultar a Ana en asuntos que, lógicamente, ella debería conocer. Las primeras víctimas de su arbitraria crueldad fueron los miembros del grupo Dolgorukii-Golitsyn, que fueron descuartizados, decapitados o, en el mejor de los casos, desterrados. La propia novia del fallecido Pedro II, Katia, fue encerrada de por vida en un convento, como se hacía tradicionalmente en Rusia con las mujeres. Pero Ana Ivanovna no era de mejor condición. La Cancillería secreta, dirigida por el también muy cruel Ushakov, se empleó a fondo y se calcula que más de 20.000 personas fueron deportadas a Siberia y otras muchas fueron ejecutadas. «Un ejército de espías se disemina a través de Rusia —escribe Troyat—. Por todas partes se expande la delación». Kliuchevskii afirma que «el espionaje fue a partir de entonces el servicio del Estado más estimulado». En virtud de un ukase especial se condenaba a muerte a los que no denunciasen expresiones irrespetuosas para Ana que hubieran llegado a sus oídos. La actuación policial de Biron es descrita así por Troyat:
Su odio innato por la vieja aristocracia rusa le incita a creer bajo palabra a todos los que denuncian crímenes de cualquiera de los florones de esta casta. Cuanto más altamente situado es el culpable, más se regocija el favorito al precipitar su caída. Bajo su reino, las cámaras de tortura estaban raramente vacantes y no pasa ni una semana sin firmar órdenes de exilio en Siberia o de relegación vitalicia en cualquier lejana provincia. En el Departamento especializado de la Sylka (la Deportación), los empleados, desbordados por la afluencia de expedientes, envían a menudo a los acusados al fin del mundo sin tiempo para verificar su culpabilidad, ni incluso su identidad8.
No puede sorprender que este reinado de diez años haya aportado muy pocas cosas positivas a Rusia, aunque, como escribe Heller, «el impulso dado por Pedro el Grande era tan fuerte que la nave rusa continuó navegando en la dirección indicada, a pesar de la ausencia de un verdadero capitán»9. Lo mejor de su equipo eran gentes como Ostermann o Münnich, provenientes de aquella época. En efecto, la presencia de un hombre inteligente como Ostermann al frente del gobierno evitó el desastre total. En el ámbito militar fue notable la actuación del mariscal de campo Burkhard Cristophe Münnich, que, además de una amplia experiencia militar —se decía que a los veinte años había combatido en todos los ejércitos de Europa—, tenía formación de ingeniero y había dirigido la construcción del canal del Ladoga en tiempos de Pedro el Grande. Münnich reformó el ejército, creó el cuerpo de cadetes del ejército de tierra, elevó el sueldo de los oficiales hasta equipararlos con los extranjeros y construyó un sistema de fortificaciones denominado la «Línea ucraniana». Antiguo gobernador general de San Petersburgo, se le atribuye la decisión de trasladar de nuevo la capitalidad a la ciudad del Neva.
Entre las realizaciones más notables de la época cabe señalar el establecimiento de un servicio postal permanente, con estaciones cada 25 verstas, con 25 caballos en tiempos de guerra y cinco en tiempo de paz para garantizar el servicio. Asimismo se estableció una administración de policía en las 23 ciudades más importantes y, en 1737, se ordenó a las autoridades municipales que mantuvieran médicos pagados a doce rublos al mes, que procedían del ejército. También se abrieron farmacias.
En el plano social el reinado de Ana Ivanovna supuso la consolidación de la nueva nobleza (chliakhetstvo) como clase privilegiada, como era lógico dado el papel que desempeñó en el advenimiento al trono de la emperatriz. Así es como, en 1736, se atendió a una de las reivindicaciones de este sector social y por un ukase se limitó la duración del servicio militar obligatorio de los nobles, que antes era vitalicio, a veinticinco años. La servidumbre del campesinado se refuerza y los siervos son, de hecho, verdaderos esclavos. Escribe Heller que
[…] si el siglo XVIII es la era de las emperatrices y de la nobleza, lo es también de la servidumbre de los campesinos. Los azares de la Historia —añade— han querido manifiestamente que la legislación que privaba, al final del siglo, a los campesinos de todos los derechos humanos fuera impuesta por mujeres. Cuando Catalina II, ídolo de los filósofos franceses, modelo de monarca ilustrado, se extinga en 1796, Rusia contará con 36 millones de habitantes: 9.790.000 almas campesinas estarán en manos de propietarios privados y 7.276.000 pertenecerán a la Corona. Si se añaden las familias, se puede considerar que el 90 por 100 de la población de Rusia son esclavos, en manos de propietarios o del Estado10.
En el ámbito religioso, durante el reinado de Ana Ivanovna se prosigue la política de Pedro el Grande basada en el pleno sometimiento de la Iglesia al Estado, que regula todos los aspectos de la vida eclesiástica por medio de Santo Sínodo. En relación con las otras religiones, no se puede hablar de una política general de tolerancia, ya que la actitud del Estado no es uniforme. Los Viejos Creyentes son perseguidos y sometidos a doble capitación, más por razones políticas que religiosas, pero los protestantes gozan de una situación muy favorable, reflejo de la abundancia de gentes de esta confesión, especialmente luteranos procedentes del Báltico, en el entorno de la emperatriz, y así se abrieron iglesias luteranas en San Petersburgo y en otras ciudades en las que había obreros alemanes.
La cuestión de su sucesión fue una preocupación constante de Ana Ivanovna, que, sin hijos, contemplaba con inquietud cómo en Rusia no cesaban de correr rumores acerca de la aparición de pretendientes que se hacían pasar por el asesinado zarevich Aleksis Petrovich, el desgraciado hijo de Pedro el Grande. Por otra parte, Ana siempre temió que su prima Isabel, única hija viva de Pedro el Grande, pudiera en algún momento convertirse en una alternativa a su propia legitimidad. Decidida a que la sucesión no saliera de la línea de su padre Iván V, el hermano de Pedro el Grande, en 1731 adoptó a su sobrina Ana Leopoldovna, hija única de su hermana mayor, Catalina Ivanovna y de su esposo Carlos Leopoldo, príncipe de Mecklemburgo. Con solo trece años, Ana Leopoldovna es llevada a San Petersburgo y convertida a la Ortodoxia desde su luteranismo natal, pasando a ser el segundo personaje de la Corte. La emperatriz intenta casarla lo antes posible para garantizarse descendencia. La elección de esposo estuvo rodeada de todas las intrigas cortesanas imaginables, complicadas porque una Ana Leopoldovna ya de veinte años tenía sus propias preferencias amorosas y algún embajador llegó a informar de que el público la acusaba «de ser del gusto de la famosa Safo»11. La emperatriz desea resolver cuanto antes el problema sucesorio y elige como marido de su sobrina a Antonio Ulrich de Brunswick-Luneburg. El matrimonio se celebra el 14 de julio de 1739, en contra de la voluntad de la joven gran duquesa Ana Leopoldovna, que la noche de bodas escapa de la cámara nupcial. Una sonora bofetada de la zarina somete a la díscola sobrina, que, trece meses después, el 23 de agosto de 1740, da a su irascible tía el heredero que buscaba, que será el futuro Iván VI. Pero la emperatriz Ana Ivanovna ya estaba muy enferma y se temía su próximo fin, por lo que, resuelto el problema de la sucesión, se planteaba ahora el de la regencia. Una conspiración de Corte en la que entran personajes tan importantes como Loewenwolde, Ostermann, Münnich, Cherkaaski y Bestuzhev decide apoyar las avanzadas pretensiones de Biron, como medio de mantenerse en el poder. Redactado el oportuno documento, Ana lo firma pocos días antes de morir el 28 de octubre de 1740 (17 de octubre, según la datación antigua) y Biron quedan investido con todos los poderes para dirigir los asuntos del Estado, «tanto interiores como exteriores».
Muerta Ana Ivanovna, el nuevo emperador, Iván VI, no tiene más que nueve meses, y por delante quedan diecisiete años de regencia de un personaje de la calaña de Biron. El nuevo regente desvela enseguida sus propósitos de no compartir con nadie el poder al comunicar a los conjurados su intención de alejar de la Corte a los padres del bebé Iván VI. Münnich calibra lo peligroso de la situación y no solo pone en guardia a Ana Leopoldovna y a su esposo Antonio Ulrich, sino que se ofrece para, con los regimientos de la Guardia, dar un golpe de Estado contra el funesto Biron. Tras unas dudas iniciales el matrimonio da su acuerdo y en la noche del 8 al 9 de noviembre de 1740 un centenar de granaderos al mando de tres oficiales del regimiento Preobrazhenski irrumpen en el dormitorio de Biron, le someten, pese a su resistencia, y le trasladan a la fortaleza Schlüselburg, sobre el lago Ladoga. Acusado de diversos crímenes fue condenado a muerte en abril de 1741, pero la pena le fue conmutada por la de exilio perpetuo en un lejano lugar de Siberia, Pelym, a tres mil verstas de San Petersburgo.
Desplazado Biron, es designada regente la madre del emperador niño, Ana Leopoldovna, que tenía entonces veintidós años, y el hombre fuerte del gobierno es Münnich, muñidor de la nueva situación. Desplazado del lugar preeminente que había ocupado durante años, Ostermann toma posiciones contra Münnich, en estrecha alianza con el marido de la regente, Antonio Ulrich de Brunswick, que ha sido nombrado generalísimo. Y aparece de nuevo en la Corte el conde Lynar, antiguo embajador de Augusto III de Sajonia y Polonia, que años atrás había tenido una relación sentimental con la regente. Troyat habla de una ménage à trois del que la Corte ni se escandaliza, dispuesta a acostumbrarse a «una regente más preocupada por lo que ocurre en su alcoba que en su Estado»12.
Entretanto, el prestigio de Rusia está bajo mínimos en toda Europa. Mientras la credibilidad de la regente palidece a causa de su vida privada, se está formando en torno a Isabel Petrovna, la hija más joven y más agraciada de Pedro el Grande, un «partido francés» que postula su candidatura al trono cada vez de un modo más patente, con el apoyo, más o menos discreto, del embajador francés, marqués de La Chétardie. Además, Isabel hace alardes de su gusto por los refinamientos de la moda y la cultura francesas, en contraste con los gustos germánicos de la gente del entorno de la regente. Esta inclinación de Isabel Petrovna no es óbice para que su popularidad vaya en aumento, hasta el punto de que parece que nadie le recrimina su relación íntima con Aleksis Razumovskii, un campesino de origen ucraniano convertido en cantor del coro de la capilla de palacio. «En los cuarteles y en la calle —escribe Troyat— los ecos de esta liaison de la hija de Pedro el Grande con un hombre del pueblo son comentados con indulgencia e incluso con benevolencia. Como si las gentes “de abajo” le agradecieran que no despreciara a uno de los suyos»13.
Cuando llega el mes de noviembre de 1741, la inminencia del golpe a favor de Isabel es un secreto a voces, pero Ana Leopoldovna se resiste a creer las informaciones, mientras prepara la coronación, prevista para el 25 de noviembre. Isabel había dudado mucho antes de dar el paso definitivo, pero su entorno le plantea la disyuntiva: o subir al trono o entrar en un convento, ya que se le hace creer que esos son los planes de la regente. En la noche del 24 al 25 Isabel, acompañada, entre otros, de Lestocq, Razumovskii y Saltykov, se presenta en el cuartel del regimiento Preobrazhenski donde tiene lugar una emotiva escena en la que los soldados juran defender los derechos de su matushka y lograr la felicidad de Rusia. De allí, Isabel, su séquito y la fuerza militar se dirigen silenciosos por la avenida Nevski hacia el Palacio de Invierno, en el que penetran sin dificultad y sin necesidad de derramar sangre: Isabel ha ordenado que nadie muera. Despertada la regente, que dormía con su marido, por la propia Isabel, comprende inmediatamente que todo ha terminado y no presenta resistencia. Es también Isabel quien, con estudiada ternura, toma al niño zar Iván VI de su cuna y, con voz suficientemente alta para ser oída por todos los presentes, dice:
«¡Pobre pequeño querido, tú eres inocente! ¡Solo tus padres son culpables!».
Así se consumaba el quinto golpe de Estado en quince años que tenía lugar en Rusia. El papel de los regimientos de la Guardia —y muy principalmente del Preobazhenski— se ponía una vez más de relieve14.
Inmediatamente después de su acceso al trono, Isabel publica un manifiesto en el que trata de justificar su acción «en virtud de nuestro derecho legítimo y a causa de nuestra proximidad de sangre con nuestros queridos padres, el emperador Pedro el Grande y la emperatriz Catalina Alekseievna, y también a la unánime plegaria de los que nos eran fieles». Se percibe en esta frase un intento encubierto de justificar el golpe de Estado sobre la base de unos derechos de sangre que contradicen abiertamente el sistema jurídico establecido, en virtud del cual el soberano legítimo era, sin ninguna duda, Iván VI. Por eso Dukes destaca que uno de los pocos funcionarios prominentes del reinado anterior que se mantienen en sus puestos es A. I. Ushakov, jefe de la tenebrosa Cancillería Secreta, de la que nos hemos ocupado en el apartado anterior. «Él y sus policías se mantuvieron ocupados hasta su retiro en 1744». Y alude a los «fuertes sentimientos de inseguridad» de la nueva emperatriz15. Por cierto que, cuando se retire Ushakov, su puesto será ocupado por Aleksandr Shuvalov, que, en opinión de Heller, «sobrepasa ampliamente en crueldad a su terrible predecesor»16. Troyat sintetiza así los primeros momentos del nuevo reinado: «El golpe de Estado se ha convertido en una tradición política en Rusia e Isabel se siente moral e históricamente obligada a obedecer las reglas de uso en estos casos extremos: proclamación solemne de los derechos al trono, detención masiva de los oponentes, lluvia de recompensas sobre los partidarios»17.
Los dos personajes más destacados de la breve regencia de Ana Leopoldovna, Münnich y Ostermann, son condenados a tortura y a muerte, pero Isabel, «benigna» y fiel a su palabra de evitar cualquier muerte, conmuta la última pena por la deportación a Siberia. Otros personajes de la anterior situación son también indultados después de haber sido condenados a muerte, en una muestra de «sadismo teñido de mansedumbre» que Troyat ve como un instinto ancestral que viene de Pedro el Grande. Sadismo patente pues a muchos de los condenados a la última pena solo se les comunica el indulto, fruto de la «infinita bondad de la emperatriz» cuando ya están en el cadalso. Pero todos estos «afortunados» se ven condenados de por vida a las profundidades de Siberia. A la familia de la ex regente, como deferencia por su alta alcurnia, se la asigna residencia en Riga, pero por poco tiempo, ya que después son enviados a Kholmogory, en el lejano norte.
Como era de esperar, los participantes en la conspiración que la ha llevado al trono —Lestocq, Vorontsov, Shuvalov y el favorito y futuro esposo Aleksis Razumovskii— son premiados por Isabel con honores y riquezas. El regimiento Preobrazhenski se convierte en la guardia personal de la emperatriz y algunos de sus oficiales son distinguidos con títulos de nobleza hereditarios y generosas cantidades de dinero. Karamzin, en 1811, sintetiza el golpe que lleva a Isabel al trono con esta frase: «Un médico francés [Lestocq] y algunos granaderos borrachos elevaron a la hija de Pedro al trono del mayor Imperio del mundo, a los gritos de “¡Muerte a los extranjeros! ¡Honor a los habitantes de Rusia!”». Se explica así que Isabel trate de dar a los rusos las oportunidades de que antes se les había privado, designándoles para los cargos más destacados de la Corte. Pero no se libra de tener que recurrir a los extranjeros, obligada por la falta de personal ruso cualificado. Como vicecanciller y sustituto de Ostermann para dirigir los asuntos exteriores, Isabel designa a Aleksis Petrovich Bestuzhev-Riumin, que tenía amplia experiencia europea y que había desempeñado funciones diplomáticas durante el reinado de Ana. Como era frecuente en Rusia, en 1758, ya cerca del final del reinado de Isabel, fue acusado de traición y condenado a muerte, conmutada una vez más por la pena de relegación en una de sus propiedades. Catalina II le rehabilitará, pero ya no participará activamente en política. Isabel también levantó la pena de exilio que pesaba sobre la familia Dolgorukii, muchos de cuyos miembros recuperaron puestos destacados en el ejército. El embajador francés, marqués de La Chétardie, que había desempeñado un papel tan destacado en el golpe de Estado, se convirtió en uno de los personajes más influyentes de la Corte.
La preocupación de Isabel por su seguridad y el miedo a un complot para restituir el trono a Iván VI fueron permanentes durante todo su reinado, especialmente en los primeros años. Esta obsesión patológica tuvo ocasión de manifestarse abiertamente en 1743, cuando, sin ningún fundamento, se le hizo creer a Isabel que se había descubierto una conspiración para entregar el trono a Iván VI. La víctima propiciatoria de este enredo cortesano montado en todas sus piezas fue una bella dama de la Corte a la que la emperatriz guardaba especial animadversión, Nathalia Lopukina, porque en un baile se había atrevido, como ella misma, a ponerse una rosa en los cabellos. Convencida de que no se trataba de una coincidencia fortuita sino de una agravio culpable contra Su Majestad Imperial, Isabel humilló en pleno baile a la desgraciada y, tras hacer parar la música, la obligó a arrodillarse, cortó la rosa y parte del pelo de Nathalia, la abofeteó y ordenó que se reanudase la música mientras esta se desmayaba de vergüenza. Cuando se difunde el rumor de la conspiración que, se decía, estaba instigado por el embajador de Austria, Botta d’Adorno —que, por cierto, había logrado escapar al adivinar lo que iba a ocurrir—, se implicaba también en la misma a una parte de la nobleza de San Petersburgo, especialmente al clan Lopukin. Isabel descarga toda su furia vengativa contra la pobre Nathalia. Con una crueldad increíble, Isabel entrega a la tortura a Nathalia y a su hijo, así como a una amiga de esta. Todos ellos son condenados a muerte, pero, una vez más, Isabel muestra su infinita «clemencia» y, por cierto, en el curso de un baile, anuncia que les perdonará la vida. A pesar de todo, las condenadas son llevadas al patíbulo, donde el verdugo las desnudó y maltrató delante de la plebe, y finalmente les corta la lengua, que exhibió brutalmente ante la multitud. Ambas damas sobrevivieron en el exilio de Siberia varios años más18.
Las condiciones personales de Isabel, su belleza, su simpatía, su interés más o menos sincero por la cultura, le han valido una opinión generalmente favorable de los historiadores, que han contrapuesto su reinado —del que Kliuchevskii escribe: «ningún reinado dejó un recuerdo tan placentero»— al de Ana, marcado por la pesadilla de la Bironovshchina. A veces también se ha querido ofrecer el contraste entre Ana, que nunca se ocupó verdaderamente de los asuntos públicos, e Isabel, que sí los habría seguido muy de cerca. Pero esa imagen contrastada no responde a la realidad. Ciertamente, Isabel no llegó a los extremos de indolencia y degradación de su tía la Ivanovna y fue, como señala Dukes, menos negligente en el cumplimiento de sus deberes. «Pero no mucho», añade este autor, porque no cabe duda de que su imperial desempeño estuvo muy lejos de ser un modelo. Karamzin, por ejemplo, la describe como «ociosa y a la búsqueda de todas las voluptuosidades» y, desde luego, con ella los favoritos siguieron siendo en Rusia los personajes decisivos. Eran estos favoritos, Aleksis Razumovskii, su esposo morganático desde 1742, los Shuvalov o los Vorontsov, pero en cualquier caso quedaba acreditada esa imagen de la Rusia del siglo XVIII gobernada oficialmente por mujeres que, por su intensa dedicación a la vida social, sus frivolidades y su desinterés por la vida pública, dejaban la gestión de los asuntos en manos de su favoritos, que, casi siempre, eran al mismo tiempo sus amantes. Esta situación le permitirá afirmar al conde Nikita Panin —ilustre diplomático contemporáneo que se convertiría en el principal consejero de Catalina la Grande en cuestiones de política exterior— que durante el reinado de Isabel, Rusia fue gobernada no por «la autoridad de las instituciones del Estado», sino por «el poder de las personas».
Como había sucedido con Ana, Isabel se preocupa enseguida del problema de la sucesión y, carente de hijos como ella, busca también un sobrino al que declarar heredero. Esta preocupación sucesoria se hacía más acuciante por la existencia del destronado Iván VI, que en ningún caso Isabel podía aceptar como sucesor en el trono a su muerte, y menos aún después de una conspiración como la que le había dado a ella la corona. Se explica así que cuando el pobre Iván VI cumplió dieciséis años fuera trasladado a la fortaleza de Schlüselberg, donde en 1764 —ya reinando Catalina II— moriría a manos de un guardián. La elección de sucesor no era en absoluto problemática para Isabel, porque el elegido no podía ser otro que su sobrino Carlos Pedro Ulrich de Holstein-Gottorp, hijo de su hermana Ana Petrovna, que, como sabemos, había casado con Carlos Federico, duque de Hosltein. Al llamamiento de su tía Isabel, el joven Carlos Pedro se traslada a San Petersburgo y acepta la condición de zarevich, aunque, descendiente a la vez de Pedro el Grande y de su gran rival Carlos XII de Suecia, «el futuro emperador Pedro III no hará ningún misterio de su preferencia incondicional por su gran antepasado sueco»19. El joven gran duque ya asiste a las solemnes ceremonias de la consagración como emperatriz de su tía Isabel, que tienen lugar el 23 de abril de 1741 en la catedral de la Asunción del Kremlin en Moscú, según manda la tradición.
Muy pronto Isabel se da cuenta de que su sucesor designado carece de todas las cualidades que pudieran hacer de él un digno emperador de Rusia. Nunca acabó de adaptarse a la vida de la Corte de San Petersburgo y su intensa y patológica germanofilia se demostraba en todos los aspectos de su vida, hasta el punto de preferir vestirse con el uniforme de los regimientos de Holstein antes que con el uniforme ruso. Sentía aversión por el idioma y por las costumbres rusas y, como escribe Troyat, no vacilaba en decir a todo aquel que quisiera escuchar: «¡No he nacido para los rusos, no les convengo!»20.
Muy pronto, Isabel se plantea la cuestión de buscarle una novia a su heredero, que, según lo que ya era una tradición, debería ser una princesa alemana. Decide la emperatriz utilizar los buenos oficios del rey de Prusia Federico II —otro de los «Grandes» del siglo XVIII—, que, metido a casamentero, designa como candidata a una joven princesa de quince años de edad, hija de un noble de segundo nivel, Christian Augusto de Anhalt-Zerbst, cuya madre, casualmente, era prima hermana del padre del que iba a ser su esposo. Acompañada por su intrigante madre, Sofía —que así se llamaba la quinceañera— llega a Rusia, donde causa una espléndida impresión. «Al lado de esta deliciosa niña, Pedro [el sobrino y sucesor designado de Isabel] […] parece todavía más feo y antipático que de costumbre», escribe Troyat. Además, a diferencia de su prometido, la joven princesa alemana se siente desde el principio atraída e interesada por las costumbres y la historia de Rusia. Con dedicación inusitada, estudia bajo la dirección de los tutores que se le han asignado, la lengua y la religión que van a ser las suyas. Sofía cumple los quince años en abril de 1744, y dos meses después, el 28 de junio, es recibida en la Iglesia ortodoxa, pronuncia sus votos de bautismo y cambia su nombre por el de Catalina Alekseievna. El matrimonio se celebrará el 21 de agosto de 1745, pero los esposos, que nunca se han sentido atraídos, se alejan cada vez más, hasta el punto de que se puede hablar de una patente animadversión entre ellos. Cinco años después de haberse casado, el matrimonio no se ha consumado y, por el contrario, en la Corte corre el rumor e incluso, más que el rumor, la convicción de que la princesa, despechada por el desprecio de que la hace objeto su marido, ha encontrado un amante, Sergio Saltykov. Ahorramos los detalles de esta historia de corte y alcoba, que Troyat narra con su habitual maestría y que refleja muy bien el ambiente reinante en la Corte imperial rusa a mediados del siglo XVIII. La emperatriz se siente angustiada por la falta de un heredero de su presunto sucesor inmediato y, según algunos testimonios fiables, está dispuesta a todo con tal de que la gran duquesa Catalina se quede embarazada; incluso a buscarle un amante que cumpla con el papel al que parece negarse el gran duque Pedro. La espera y el deseo de Isabel por un heredero que garantice el porvenir de la dinastía se ven cumplidos cuando el 20 de septiembre de 1754 la gran duquesa Catalina da a luz a Pablo Petrovich, que andando el tiempo sería el emperador Pablo I y que, según todos los indicios, es hijo del joven Saltykov. Troyat alude a los cáusticos comentarios que, en voz baja, hacen los diplomáticos, pero, añade, «Isabel […] sabe también que, incluso aunque nadie se engañe en las cancillerías acerca de este ingenioso pase de manos, nadie osará decir en voz alta que el pequeño Pablo Petrovich es un bastardo y el gran duque Pedro el más glorioso cornudo de Rusia»21. La cuestión de la paternidad de Pablo sigue discutiéndose, y no pocos historiadores se inclinan, a pesar de aquellos rumores de Corte, a atribuir a Pedro la condición de verdadero padre de quien oficialmente y a todos los efectos figura en la Historia como su hijo.
Desde el punto de vista social, el reinado de Isabel consolida a la nobleza de servicio (schliakhetsvo) a costa de los campesinos siervos, que ven cómo se deteriora aún más su situación. Son los siervos quienes constituyen el principal núcleo de contribuyentes, quienes pagan la capitación de la que están excluidos la nobleza, el clero y la mayor parte de los habitantes de las ciudades. Según los cálculos de Kliuchevskii, cada cien contribuyentes mantenían a quince personas que no pagaban impuestos. Esta presión fiscal, combinada con la institución de la servidumbre, impedía cualquier atisbo de progreso en Rusia, que, por una parte, disfruta del estatus de gran potencia en las relaciones internacionales y, por la otra, se ve lastrada por la situación miserable en que vegeta la mayor parte de su población, parasitada por una clase dirigente, una nomenklatura avant la lettre, que hace ya entonces de Rusia una «potencia pobre», de acuerdo con el título del libro de Georges Solokoff22. En esta misma línea, Kliuchevskii califica de «miseria dorada» el reinado de Isabel y alude a que la emperatriz siempre tiene necesidad de dinero —aunque recuerda que emplea una parte considerable de las rentas del Estado en sus necesidades personales— y al hecho de que el propio Estado vive en la miseria a pesar de aumentar continuamente la presión fiscal explotando la principal riqueza del país, es decir, la población que paga impuestos. Por eso, en otro momento, este historiador alude al «pillaje de la sociedad por la clase superior».
Una serie de ukases promulgados durante el reinado de Isabel agravan aún más la condición de los siervos. La respuesta de los siervos a esta opresión sistemática es, como es tradicional ya en Rusia, la huida, que se intensifica. No menos tradicionales son las revueltas campesinas, que estallan en diversos lugares del país. A veces también los campesinos huidos forman bandas criminales que se dedican al pillaje y al asalto de propiedades. Se destaca su presencia a lo largo de los ríos Volga, Oka y Kama, en los caminos que conducen a Moscú, en los bosques de Murom y en Siberia. Heller señala que «los informes de la policía dan cuenta de los vínculos entre levantamientos campesinos y bandidaje»23.
Las dificultades financieras del Estado no impidieron a Isabel dedicar grandes cantidades de dinero a proyectos culturales que la acreditan como una «déspota ilustrada». Además de la restauración del Palacio de Invierno, ordenó la construcción de la que será su residencia predilecta, el Palacio de Verano en Tsarskoie Selo, con su espléndido jardín, obras todas ellas del italiano Bartolomeo Rastrelli. Bajo el consejo de Iván Shuvalov, Isabel hizo llamar, como a pintores de corte, a varios maestros franceses, como Caravaque, Louis Tocque, Louis Joseph Le Lorrain y Louis Jean François Lagrenée. El mismo Shuvalov —uno de los varios amantes de la emperatriz, que, como escribe Troyat, «estimuló a Su Majestad a unir los placeres de la alcoba con los del estudio»— está en el origen de la fundación de la Universidad de Moscú y de la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo. Asimismo corresponde a Isabel la promoción de las primeras representaciones teatrales en Rusia, a cargo de una compañía francesa que actuaba en San Petersburgo, mientras a un alemán llamado Hilferding se le permitía la organización de comedias y óperas en las dos capitales. A diferencia de lo que ocurría en tiempos del zar Aleksis, estas representaciones ya no eran exclusivas de la Corte, sino que estaban abiertas al público24.
El tramo final del reinado de Isabel se caracteriza por la dificultad de sus relaciones personales con su sucesor designado, Pedro, pero también con la esposa de este, Catalina —la futura Catalina II—, por la que inicialmente había sentido una profunda simpatía. Las relaciones matrimoniales entre Pedro y Catalina, que nunca habían sido buenas, iban de mal en peor, y mientras él no ocultaba su abierta relación con Isabel Vorontsova, sobrina del vicecanciller, Catalina mantenía, también abiertamente, una relación más que íntima con el noble polaco Stanislas Poniatowski —al que, andando el tiempo, convertiría en rey, el último, de Polonia—, del que quedó embarazada: daría a luz una niña a finales de 1758. Al año siguiente Catalina tuvo un serio enfrentamiento con la emperatriz y estuvo incluso a punto de abandonar Rusia en el contexto del llamado «asunto Apraxin», un mariscal de campo acusado de connivencia con Prusia durante la Guerra de los Siete Años. Aunque no aparecieron pruebas comprometedoras, los recelos de la emperatriz no dejaban de estar justificados si consideramos que el «partido prusiano» era muy fuerte en la Corte de San Petersburgo, encabezado como estaba por el propio gran duque Pedro, el sucesor designado, que sin ningún rubor mostraba su disgusto cada vez que las tropas rusas obtenían un triunfo sobre las prusianas de Federico II, a quien admiraba hasta la adoración. Se llega incluso a murmurar que el gran duque Pedro comunica al rey de Prusia todo lo que se trata en secreto en el consejo de guerra de Isabel, por intermedio del embajador de Inglaterra, George Keith.
Esta entrega del gran duque a los intereses de Prusia, que tiene todas las características de una traición, amarga los últimos meses de Isabel, que no puede disimular su animadversión por Federico II el Grande. Los espectaculares triunfos de las tropas rusas, que incluso llegaron a entrar en Berlín, no satisfacen plenamente a la emperatriz, porque no ve garantías de que tales éxitos se puedan consolidar en el futuro, una vez que falte ella. En las últimas semanas de 1761 la salud de Isabel, que acababa de cumplir cincuenta y tres años, se deteriora rápidamente y el 25 de diciembre muere. El procurador general del Senado, el príncipe Nikita Trubestkoi, al anunciar su fallecimiento —«Su Majestad Imperial Isabel Petrovna se ha dormido en la paz del Señor»— añade: «Dios guarde a nuestro Muy Gracioso Soberano, el emperador Pedro III». Hacía tiempo que no se producía en Rusia una sucesión en el trono de una manera tan automática, sin pretensiones cruzadas y sin conflictos aparentes. Pero el nuevo reinado iba a durar muy poco.
El breve reinado de Pedro III ha recibido, en general, valoraciones muy negativas y, aunque ciertamente no faltan los argumentos, hay que tener en cuenta que una de las fuentes más importantes para este período son las Memorias de su esposa, sucesora y «destronadora», Catalina II. Como recuerda Dukes, el texto fue enmendado muchas veces después de su redacción inicial, hasta el punto de que hay al menos una media docena de versiones en las que, sobre todo en las últimas, se da de Pedro una visión muy negativa, mientras que Catalina aparece con los mejores colores25.
Lo primero que hizo el nuevo emperador fue ordenar a las tropas rusas que evacuaran inmediatamente los territorios que ocupaban en Prusia y Pomerania, ofreciendo a la vez a Federico II un «acuerdo de paz y de amistad eternas». No sería muy difícil calificar esta conducta, que iba en contra de las tradiciones y de los intereses rusos en política exterior, de alta traición. Su germanofilia adquiere caracteres grotescos y va acompañada de una clara rusofobia que le indispone con la Corte y con el país. Pedro III amenaza con disolver los regimientos de la Guardia, a los que veía demasiado vinculados a la fallecida emperatriz y planea vestir con el uniforme de Holstein a las unidades que subsistan. Llega a exigir que los sacerdotes rusos se afeiten la barba y se vistan como los pastores protestantes, así como que se retiren los iconos de las iglesias, órdenes estas que el Santo Sínodo no cumplimenta. Una de las razones del fracaso de Pedro III fue, posiblemente, la imprudencia de su política religiosa. El propio representante británico en San Petersburgo, Robert Keith, alude a la confiscación de muchas tierras de la Iglesia y a su negligencia respecto del clero. También se refiere al resentimiento militar provocado por su deseo de imponer una severa disciplina en los regimientos de la Guardia, que, según parece, habían caído en la «ociosidad y licencia». Varios autores señalan, además, que la retirada de la Guerra de los Siete Años no fue impopular y que muchos de la clase dirigente pensaban que una Prusia completamente derrotada podría ser tan peligrosa para la estabilidad en Europa central y oriental como una Prusia triunfante.
Pero en el breve reinado de Pedro III no todo fueron extravagancias. Una serie de medidas, algunas de la cuales se quedaron en mero proyecto, tuvieron un carácter positivo y liberalizador que le han merecido el apelativo de «reformista audaz», que le ha dado algún historiador. En este sentido cabe señalar que Pedro III proyectó la abolición de la tenebrosa Cancillería secreta y, por el llamado manifiesto de 18 de febrero de 1762 (1 de marzo, según la datación occidental), suprimió la obligación de servicio de los nobles. Diversos autores, como Leontovich y Martin Malia, subrayan el carácter positivo de la medida, porque al menos una clase social ganaba su independencia respecto del Estado. Riasanovsky añade que «era el primer paso, decisivo, de Rusia por la vía del liberalismo; la ley permite, además, el desarrollo de una rica cultura nobiliaria y, a más largo plazo, la aparición de la intelligentsia»26.
A pesar de estas medidas liberalizadoras —cuya paternidad algunos historiadores atribuyen al canciller Mikhail Vorontsov—, en solo unos meses Pedro III suscita el desprecio general. Su conducta extravagante se acentuó al convertirse en emperador, y a sus treinta y tres años parece un niño caprichoso y atrasado que solo piensa en sus inmediatos intereses, sin que parezca cuidar, ni poco ni nada, de los verdaderos intereses del Imperio. Y así, por ejemplo, después de su entreguismo ante Federico II de Prusia, se pone a preparar una guerra contra Dinamarca con el único objetivo de ampliar el territorio del ducado de Holstein, su patrimonio familiar, guerra que no llega a declararse, al precipitarse los acontecimientos.
Ya en vida de Isabel, algunos importantes personajes de la Corte, como Nikita Panin y Aleksis Bestuzhev-Riumin, habían hecho planes para impedir que Pedro accediera al trono. En este sentido se había llegado a pensar en proclamar sucesor a Pablo, hijo —al menos oficialmente— de Pedro y Catalina, previéndose que reinaría, durante su minoría de edad, bajo la regencia de esta. Pedro III, por su parte, no solo planeaba el repudio de Catalina —para lo que ya en 1758 habían intentado obtener el acuerdo de la emperatriz Isabel—, sino que, convencido de su ilegitimidad, estaba considerando la idea de excluir de la sucesión a su hijo «legal», Pablo. Carrère d’Encausse, en las espléndidas páginas que dedica al destronamiento de Pedro III, afirma incluso que este hizo venir a la capital a Iván VI —que, prisionero en Schlüselburg, no parecía gozar de todas sus facultades— para examinar si se podía hacer de él un posible sucesor, y recuerda que Pablo ostentaba la condición de zarevich, pero no se le había dado el título de naslednik (heredero)27. Pero a la ambiciosa Catalina no le satisfacían los planes que querían hacer de ella una transitoria regente, y no se conformaba con menos que con acceder al trono. Después de tres emperatrices, Catalina no veía obstáculo en convertirse en la cuarta. Además, «la conquista del trono tenía para Catalina la triple ventaja de garantizar su seguridad, permitirle realizar su ambición y preservar el porvenir de su hijo», como escribe Carrère d’Encausse28.
Ya entrado el año 1762, la conspiración contra Pedro III se acelera cuando los hermanos Orlov, dirigidos por Grigorii, amante de Catalina, convencen a esta de los planes de Pedro III para casarse con su favorita, la Vorontsova, lo que para Catalina implicaría el temido repudio y el forzado ingreso en un convento. La amenaza de disolver los regimientos de la Guardia, que había sembrado la lógica inquietud entre sus componentes, no solo era un argumento más a favor del destronamiento de Pedro, sino que también indicaba cuál podría ser, de nuevo, el instrumento más adecuado para llevar a cabo los planes de los conspiradores. Una vez más los regimientos de la Guardia iban a ser la pieza básica en el proceso de cambio de emperador. El complot contra Pedro III era casi público y el propio Federico II de Prusia había advertido de su inminencia a su amigo y admirador, que no había querido creer que nadie se atreviera a alzarse contra el nieto de Pedro el Grande. Además, mientras se preparaba el complot contra el nuevo emperador, este acariciaba sus propios planes para deshacerse, a la vez, de su esposa oficial y del hijo que, también oficialmente, se le atribuía.
Complot contra complot, conspiración contra conspiración, el caso es que Catalina y sus partidarios se adelantan y el 28 de junio de 1762 —el mismo día que el embajador francés, barón de Breteuil, enviaba a su gobierno un despacho en el que escribía que en el país se elevaba «un grito público de descontento»— Catalina visitó, acompañada de otro de los hermanos Orlov, Aleksis, los acuartelamientos de los regimientos de la Guardia, empezando por el Ismailovski, donde fue aclamada como soberana. El golpe de Estado se lleva a cabo, como queda a la vista, por un procedimiento calcado del que Isabel utilizó en 1741. De allí Catalina se dirigió a la iglesia de Nuestra Señora de Kazán, donde también el clero, que había sentido como una afrenta las medidas relacionadas con la Iglesia que había tomado Pedro III, le da su bendición como nueva emperatriz. De este modo, con una enorme facilidad, los conjurados se apoderan de San Petersbugo. Como era habitual en esos casos, se redactaron y publicaron los correspondientes manifiestos en los que se explicaban las razones que habían llevado a Catalina a la decisión de destronar a su esposo: se trataba de proteger a la Iglesia atropellada, al ejército humillado, a la política exterior puesta a las órdenes de Prusia.
Pedro III estaba, mientras tanto, en la residencia veraniega de Peterhof (hoy Petrodvorets), en las afueras de la capital (a unos dieciocho kilómetros), divirtiéndose con su amante Vorontsova, y durante veinticuatro horas ignora que ha sido depuesto por su esposa. Informado del golpe y aconsejado por Münnich, Pedro decide acelerar su marcha, por mar, para reunirse con las tropas rusas que todavía estaban en Pomerania, en espera de la proyectada guerra contra Dinamarca. Otras fuentes sitúan a Pedro III en Oranienbaum (hoy Lomonosov), al noroeste de San Petersburgo, inspeccionando las tropas que iba a enviar a esa guerra. Pero no le da tiempo a escapar. Ni Pedro ni las tropas de Holstein que formaban su guardia personal intentan la menor resistencia cuando los conjurados llegan a Peterhof y le detienen. Solo pide que le permitan conservar las cuatro cosas que más quiere en el mundo: su contrabajo, su perro preferido, el paje negro que le servía y a Isabel Vorontsova, su amante. Las tres primeras las obtiene sin dificultad, pero la Vorontsova es enviada a Moscú. Así terminó uno de los reinados más breves de la historia de Rusia, el de Pedro III, que, a pesar de sus patentes limitaciones, «hubiera podido gobernar hasta su muerte natural si no hubiese sido por la ambición de su esposa», según escribe Heller29.
Dos días después del golpe de Estado, el domingo 30 de junio, Catalina hizo su entrada triunfal en San Petersburgo. Después de Catalina I, de Ana Ivanovna, de la regente Ana Leopoldovna y de Isabel Petrovna, Catalina II era la quinta mujer que en menos de cuarenta años ocupaba el trono del Imperio. Seis días más tarde, Catalina recibe una carta de Aleksis Orlov en la que le comunica que Pedro III ha muerto, en el curso de una pelea con uno de sus guardianes. Por un momento piensa que el pueblo la va a culpar del crimen, pero nadie se aflige por la muerte del destronado emperador ni nadie culpa a nadie de su muerte. Troyat escribe que «ella tiene incluso la impresión de que esta muerte que ella reprueba responde a un deseo secreto de la nación»30.
Esta visión benévola de la desaparición del depuesto Pedro III —cuya oportuna muerte, tan beneficiosa para Catalina II, no habría querido nadie, ya que se habría producido como un inesperado accidente— no es aceptada por todos los historiadores, muy destacadamente por Hélène Carrère d’Encausse en su libro Le malheur russe. Essai sur le meurtre politique31. Para esta autora, «en su residencia-prisión, Pedro habría sido visitado por Aleksis Orlov, hermano del favorito del momento, y por dos cómplices que, en el curso de una juerga, le habrían envenenado o estrangulado, o las dos cosas sucesivamente». Para Carrère d’Encausse, «la muerte de Pedro III era, en efecto, indispensable para garantizar definitivamente la seguridad de Catalina y su mantenimiento en el trono», ya que «de seguir vivo, a pesar de su abdicación, podía ser considerado de nuevo el verdadero zar, en tanto que nieto de Pedro el Grande». Además, en cuanto esposo legítimo, Pedro III vivo hacía imposible cualquier proyecto de futuro matrimonio, y aunque Catalina no tenía ninguna intención de volver a casarse, parece cierto que sí estaba en los planes de Grigorii Orlov, su amante, cuya ambición a largo plazo era convertirse en esposo de la emperatriz. Subraya la carencia total de derecho o de legitimidad de Catalina para ocupar el trono, lo que hacía muy conveniente para ella eliminar a cualquiera que pudiera exhibir mejores títulos. Por eso la autora francesa no vacila en hablar de regicidio y en considerar a Catalina «la emperatriz regicida», culpándola no solo de la muerte de Pedro III, sino también de la de Iván VI, cuya legitimidad era incomparablemente superior a la suya. Hay que tener en cuenta que en 1762 había fracasado ya una intentona de liberar al desgraciado Iván, por lo que Catalina había dado órdenes estrictas de que, ante cualquier tentativa de evasión se matase inmediatamente al prisionero. Por eso cuando en 1764 un pequeño grupo de conjurados, al mando de un oficial ucraniano llamado Mirovich, intentó de nuevo liberar a Iván VI, tras llegar a la fortaleza de Sclüsselberg y lograr penetrar en la celda del que era llamado «prisionero número uno», solo encontraron su cadáver. Mirovich fue detenido, condenado a muerte y ejecutado en un puente sobre el Neva. Era la primera ejecución en veinte años.
Carrèrre d’Encausse subraya que «a lo largo del tiempo se ha ido produciendo un cierto consenso para liberar a Catalina de la responsabilidad de haber ordenado la muerte de Pedro III» y cita a Voltaire, «su admirador más consecuente», que sin negar el crimen, lo comenta de esta curiosa manera: «Sé que se le reprochan algunas bagatelas en relación con su marido, pero eso son asuntos de familia en los que yo no me mezclo; por otra parte, no es mala cosa que haya una falta que deba ser reparada, porque eso obliga a hacer grandes esfuerzos para lograr la estima del público». Reconoce esta historiadora que «Catalina dará más lustre a los Romanov que ninguno de los que la habían precedido después de Pedro el Grande y que la mayor parte de los que la siguieron», pero al mismo tiempo estima que «este primer regicidio en la historia de Rusia pesará de diversas maneras sobre el porvenir».
La académica francesa, con una agudeza ausente en otros análisis de este importante acontecimiento de la historia de Rusia, se ocupa de lo que considera aspectos desconcertantes, contradicciones y ambigüedades del mismo. Es muy notable, en efecto, y no es ella la única en señalarlo, que, siendo el golpe de Estado de 1762 una «reacción rusa contra la humillación impuesta por Pedro III a todo lo que era ruso», haya sido, paradójicamente, una princesa alemana, Catalina, a la que le correspondiera encarnar el interés y la especificidad rusas, aunque ella misma sea después la más decidida abanderada de la occidentalización. En esta situación paradójica encaja también el hecho de que fueran, precisamente, las masas más inequívocamente rusas, las más apegadas a las formas externas de la cultura religiosa rusa, los Viejos Creyentes, los que hayan nutrido los batallones de los nostálgicos de Pedro III que se unirán a Pugachev en calidad de representante de la verdadera fe y de la nación rusa.
Finalmente, también le resulta paradójico a Carrère d’Encausse que Catalina, la regicida, seguidora de la cultura francesa, amiga de los filósofos de aquel país, «concibiera una hostilidad muy viva hacia la Francia revolucionaria y rompiera todos los vínculos con ella después de la ejecución de Luis XVI, que la indigna. La francófila se adhirió de súbito a una francofobia que la dominará hasta su muerte. La emperatriz regicida —escribe la académica francesa— no podía perdonar a la revolución haber puesto fin a los días de un rey […]»32.
A partir de Pedro el Grande, Rusia es una de las grandes potencias de Europa y está presente en todos los grandes acontecimientos que se producen en el continente, como un elemento clave en las relaciones internacionales. El horizonte exterior de Rusia ya no se agota en los endémicos conflictos con sus vecinos del oeste y del sur, Suecia, Polonia y Turquía, según había sido la norma hasta entonces. El historiador norteamericano de origen ruso Michael Karpovich señala que durante el siglo XVIII Rusia sigue la estrategia del damero, en virtud de la cual, y en líneas generales, era la enemiga de sus vecinos y la amiga de los vecinos de sus vecinos. El conocimiento más detallado de las relaciones exteriores de Rusia nos muestra que no han existido amigos ni enemigos eternos, aunque como pauta general se puede decir que, efectivamente, en la lucha por la supremacía en el continente que enfrenta a Francia y al Imperio de los Habsburgo, la primera está aliada con Suecia, con Polonia y con Turquía. Estos tres países son los tradicionales enemigos —y vecinos— de Rusia, lo que, por una parte, convierte a esta en adversaria de Francia y, por la otra, hace de Austria su aliado natural, hasta el punto de que Riasanovsky la considera «la piedra angular de la política exterior rusa hasta la guerra de Crimea, a mediados del siglo XIX»33 y Renouvin ve en ella «uno de los elementos permanentes de la política europea»34. Prusia es la otra potencia que, muy poco después del ascenso de Rusia con Pedro el Grande, se convierte, con Federico II, en un referente obligado en Europa central y oriental. Ambas potencias alteran el equilibrio de la zona y ambas aspiran a la hegemonía, por lo que las relaciones entre ellas son de desconfianza cuando no de franco enfrentamiento, como durante la Guerra de los Siete Años. Los repartos de Polonia, ya a finales de siglo, durante el reinado de Catalina la Grande, representan para ambas potencias un interés común, que implica una aproximación entre ellas.
También son especialmente intensas y complejas las relaciones con Inglaterra, potencia importante en la zona pues desde Jorge I sus reyes lo son también de Hannover, lo que supone su participación en la compleja política de la Alemania del norte, en la libertad de circulación por los estrechos daneses y en evitar que se consolide allí ningún poder hegemónico. Se explica así que, aun siendo un socio comercial de Moscovia desde el siglo XVI, Inglaterra haya intervenido en el Báltico y a favor de Suecia desde que, durante la Guerra del Norte, Rusia se configurase como la potencia hegemónica de la zona. A esta misma motivación obedece la Unión de Hannover, formada por Gran Bretaña, Francia y Prusia, y a la que, en mayo de 1727, dos meses después de la muerte de Catalina I se unen Suecia y Dinamarca. Esta Unión representa un claro intento de frenar a Rusia, que pretendía arrebatar a Dinamarca las tierras del ducado de Schleswig para entregárselas al duque Carlos Federico de Hosltein-Gottorp, casado con Ana Petrovna, hija de Pedro el Grande. Al mismo tiempo, en Suecia se incrementaba la tendencia que buscaba el desquite del tratado de Nystadt y la recuperación de los territorios que habían pasado a Rusia como consecuencia del mismo. Esa era la motivación esencial de que Suecia se adhiriera a la Unión de Hannover.
La guerra de sucesión de Polonia
A principios de la década de los treinta del siglo XVIII se diseña una nueva distribución de fuerzas en el continente que, con alguna reversión en las alianzas —el aliado de ayer es ahora el enemigo y viceversa— típica de este período, hay que tener presente para entender las relaciones internacionales y las cinco guerras en las que Rusia interviene entre 1725 y 1762. La primera de estas guerras es la de Sucesión de Polonia, que se plantea como consecuencia de los intereses cruzados de las potencias de la zona ante la inminencia de la muerte del rey de Polonia y de Sajonia Augusto II, el 1 de febrero de 1733. Dos meses antes se había firmado en Berlín el tratado de Loewenwold (nombre del diplomático que representaba a Rusia) o también tratado de las tres águilas negras, en virtud del cual Austria, Prusia y Rusia decidían entregar la corona de Polonia a un príncipe portugués. Pero las situación cambia por completo cuando, muerto ya Augusto II, Francia propone como candidato para el trono polaco a Stanislas Leszcynski, que, brevemente, ya había sido rey de Polonia (1706-1709) hasta que fue depuesto por Pedro el Grande en beneficio de Augusto II. La operación tiene pleno éxito y el 12 de septiembre de 1733 la Dieta polaca elige como rey a Stanislas I Leszcynski por unanimidad.
Ante esta situación, que le daba a una potencia extraña a la zona una baza estratégica tan importante, los firmantes del tratado de las tres águilas reconsideran su acuerdo y deciden apoyar para la corona polaca a Augusto III, que se había convertido sin dificultad en rey de Sajonia. Se trataba de que, al igual que su padre, Augusto III reuniese las dos coronas, de Polonia y Sajonia bajo el patronazgo de las potencias de la zona, que algunas décadas después habían de repartirse el territorio polaco. Para hacer valer los derechos del sajón, un ejército ruso al mando del mariscal Lacy, seguido por otros contigentes comandados por los generales Zagriaiski, Ismailov y príncipe Repnin, entra en Polonia y logra que una parte de la nobleza polaca y lituana de la szlachta formaran una dócil «confederación» —como se denominaban estas asociaciones coyunturales— que eligió como rey a Augusto III solo unos días después de la elección de Stanislas I (5 de octubre de 1733). Ante el empuje militar ruso, Stanislas huye y se refugia en Gdansk (Dantzig), donde aguanta el sitio hasta que, en junio de 1734, las tropas de Münnich toman la ciudad y derrotan a la flota y a la fuerza francesa que había sido enviada para ayudar a Leszcynski. Este huye de nuevo, disfrazado de campesino, y se ve forzado a abdicar por segunda vez, a principios de 1736. Antes de que se llegara al tratado de paz que reconoce a Augusto III como rey de Polonia, las tropas rusas al mando de Lacy llegan hasta muy cerca de Heidelberg en el verano de 1735. Es entonces cuando, como señala Dukes, Francia, «alarmada por la presencia de los rusos en el Rin», decide poner término a la lucha35. Los éxitos militares rusos en Europa central causan alarma entre todos sus enemigos, hasta el punto de que algunos de estos olvidan sus diferencias para oponerse al que ya consideran enemigo común. Tal es el caso de Suecia y Dinamarca, que en octubre de 1734 forman una alianza defensiva contra Rusia con el apoyo en la sombra de Gran Bretaña, que juega a su habitual política de equilibrio y contención.
Guerra con Turquía
Pero antes de que las relaciones con Suecia se complicaran aún más, Rusia se vio implicada en una nueva guerra con su otro enemigo tradicional, Turquía, por intermedio, como en otras ocasiones, del vasallo de esta, el khanato de Crimea, que volvió a la vieja práctica de las incursiones en territorio ruso. La humillación de Rusia después del Prut y del tratado que siguió a la derrota, que consolidaba la presencia turca en la parte de Ucrania situada a la derecha del Dniéper, y la debilidad patente de Turquía eran otras causas que estimulaban a San Petersburgo a tomarse el desquite. También antes de que Rusia iniciara las hostilidades en 1735, su diplomacia se había visto forzada a encontrar una solución satisfactoria a sus relaciones con Persia, ya que la situación de los rusos en la zona del Caspio, obtenida al final del reinado de Pedro el Grande, era muy comprometida ante el nuevo poderío militar persa. Las dificultades para la expansión rusa en esta zona del Cáucaso-Caspio eran muy grandes, y todavía mayores las que planteaba mantener las posiciones.
A partir de esta situación Rusia firma con Persia dos tratados, el de Resht (1732) y el de Ghiandia (1735), que fijan las fronteras entre ambos imperios y regulan el comercio y las relaciones diplomáticas entre ellos. Rusia devuelve también Bakú y Derbent, que eran los dos puertos que, durante más de una década, habían servido como puntos de desembarco para las tropas que procedían de Ástrakhan, y como bases de operaciones en Transcaucasia. Esto significaba también que se abandonaban los principados cristianos de Georgia y Armenia.
La guerra ruso-turca se inicia oficialmente como una operación de castigo contra los tártaros de Crimea. En el otoño de 1730, una revolución palaciega, con los jenízaros como protagonistas, había producido en Estambul un cambio de sultán, lo cual otorgaba al khan de Crimea una posición relevante en el gobierno otomano. Los tártaros de Crimea habían intensificado sus incursiones en territorio ruso, y Rusia declara oficialmente la guerra a Turquía en mayo de 1735. Inicialmente los rusos obtienen señaladas victorias, aunque al precio de cuantiosas pérdidas humanas. Lacy vuelve a tomar Azov (junio de 1736), que se había perdido tras la derrota del Prut, y Münnich entra en Crimea, donde conquista varias ciudades, incluida la capital, Bakhchisaray. Pero problemas logísticos, especialmente la falta de víveres, además del calor y las epidemias, fuerzan a los rusos a retirarse hasta el istmo de Perekop.
Tras el fracaso de las negociaciones de paz de Nemirov se reanudan las hostilidades en 1738, con diversa suerte para las armas rusas, que se ven forzadas a abandonar Ochakov y la zona ribereña del mar Negro, aunque Münnich cruza el Dniéper y toma Khotin en agosto de 1739 y Jassy en septiembre de 1739, donde un grupo de nobles moldavos ofrecen su corona a Ana Ivanovna, hasta el punto de que se firmaron los documentos por los que el principado se incorporaba al Imperio ruso. Ocurre entonces algo incomprensible, y es que Rusia, que contaba con diplomáticos experimentados y avezados, por alguna razón poco conocida, encarga las negociaciones, que desembocarán en la paz de Belgrado, firmada en septiembre de 1739 cuando las tropas de Münnich siguen ganando batallas, a un diplomático francés, el marqués de Villeneuve, embajador de su país en Constantinopla. Como tradicional aliado de Turquía, el francés no parece demasiado preocupado en defender los intereses de Rusia, que, por los términos del tratado, conserva Azov, pero con la prohibición de fortificarla y se le atribuye una zona de los cosacos zaparozhis al este del Dniéper y ribereña del Azov, pero se tiene que resignar a la declaración de la Kabarda como zona neutral entre ambos imperios. También se le prohibe la reconstrucción de Taganrog y el acceso de sus barcos tanto al mar Negro como al de Azov. Las victorias rusas, las enormes sumas de dinero gastadas y los casi 100.000 muertos habían servido para bien poco.
Guerra contra Suecia
Como consecuencia de las negociaciones realizadas en 1738 entre Turquía y Suecia para llegar a una alianza contra el enemigo común cuando todavía Rusia estaba en guerra con los otomanos, Suecia se mostró dispuesta a enviar a estos 20.000 mosquetes, y un oficial sueco, el mayor Malcolm Sinclair, se ofreció para viajar a Contantinopla a través de Rusia, recogiendo durante el camino información sobre los movimientos de las tropas rusas. Pero el residente ruso en Estocolmo, Mikhail Bestuzhev-Riumin, descubrió el plan y avisó a San Petersburgo para que Sinclair fuera secuestrado. Al parecer, en su viaje de ida el espía sueco pasó inadvertido, pero en el de vuelta, en junio de 1739, fue detenido y asesinado por orden de Münnich, pasando a poder de los rusos la documentación de que era portador. Como era de esperar, la liquidación de su agente fue interpretada como una afrenta que solo podía lavarse con las armas. Los suecos intensificaron sus preparativos bélicos, pero no llegaron a intervenir en la guerra ruso-turca porque hasta diciembre de aquel año de 1739 no firmaron la alianza con la Sublime Puerta y, como acabamos de relatar, la paz entre las dos partes beligerantes se había firmado en Belgrado en el mes de septiembre. Como Suecia y Francia habían conspirado intensamente para que Isabel Petrovna se convirtiera en emperatriz, los suecos pensaban erróneamente que iban a encontrar «compresión» en la nueva soberana que reinaba en San Petersburgo. Pero todos sus cálculos, diplomáticos y militares, se mostraron equivocados y la pequeña fuerza de 3.000 hombres que Suecia envió para reconquistar la parte de Finlandia que había pasado a Rusia en Nystadt fue severamente derrotada en Villmanstrand (Lappeenranta), a orillas del lago Saimaa por un ejército ruso tres veces superior al mando del ya mariscal Lacy. Lo que no habían logrado por las armas, los suecos intentaron conseguirlo por la vía diplomática e insistieron en recuperar Karelia y Viborg. Pero esta zona, que controlaba el acceso a San Petersburgo, no era negociable, desde el punto de vista ruso. Por eso fracasaron las negociaciones que, con la correspondiente suspensión de hostilidades, se iniciaron a la llegada de Isabel al trono. La guerra se reanudó en marzo de 1742 y los rusos pidieron a los fineses que se separaran de Suecia si no querían que Finlandia fuera destruida «por el fuego y por la espada». Los suecos se vieron forzados a capitular y por el tratado de Abo, en agosto de 1743, Suecia reconoció la pérdida de las que habían sido sus provincias bálticas. Rusia adquirió un nuevo trozo de territorio de Finlandia, incluida la provincia de Kiumene (Kymijoki) y las tres fortalezas de Frediksham (Hamina), Villmanstrand y Neislot, básicas para la defensa sueca, pero también posiciones avanzadas hacia San Petersburgo. También prometió Rusia respetar los privilegios locales y la religión luterana, aunque insistió en reconocer idénticos derechos a los ortodoxos. Por su parte, a Suecia se le reconoció el derecho a comprar grano de Livonia por un valor de 50.000 rublos al año.
A partir de los años cuarenta del siglo XVIII la participación de Rusia en los asuntos de Europa central se hace más intensa y su influencia, y a veces su presencia, ya no se limita a Polonia y al Báltico. A pesar de su situación geopolítica, San Petersburgo forma parte del sistema europeo de Estados y su peso es a menudo decisivo en las relaciones internacionales del momento. El otro elemento de la situación es el papel activo que empiezan a desempeñar los Estados alemanes, lo que altera los equilibrios políticos existentes desde los tratados de Westfalia de 1648. Entre todos estos Estados destaca Prusia, que no solo busca la supremacía en el norte de Alemania, sino que cuestiona la posición histórica de Viena en el Imperio romano-germánico, «reliquia medieval que, en la época [a que nos referimos], sobrevive curiosamente a la ruina de una ideología definitivamente periclitada», como escribe Renouvin36.
Prusia, convertida en reino desde 1701 y cuya voluntad de expansión territorial es notoria, sobre todo desde que en 1740 Federico II sucede a su padre Federico Guillermo I, el Rey Sargento, que le había dejado un ejército numeroso, bien organizado y equipado que lo convertía en el tercero de Europa después de los de Rusia y Francia. El «apetito territorial» de Federico II se veía además estimulado por la extraordinaria dispersión de sus territorios, que, como recuerda el mismo Renouvin, «era más bien una colección de Estados que un Estado propiamente dicho», con Brandenburgo y Prusia como núcleos más sólidos37.
Guerra de sucesión de Austria y de los Siete Años
El de 1740 fue un año de cambios en Europa, pues en el mes de mayo murió el rey de Prusia Federico Guillermo, que fue sucedido, como ya hemos señalado, por su hijo Federico II. En octubre, murieron el Emperador de Austria, Carlos VI, lo que dio origen a la Guerra de Sucesión de Austria, y la Emperatriz de Rusia, Anna Ivanovna. Apenas dos meses después de muerto Carlos VI, Federico II, juzgando que Austria se encontraba necesariamente debilitada y con incapacidad de reaccionar con una joven mujer en el trono como era María Teresa, decidió llevar a la práctica el plan, acariciado desde hacía tiempo, de apoderarse de Silesia, una de las más ricas provincias del Imperio de los Habsburgo, próxima a Brandenburgo. Federico estimó que ninguna potencia se opondría, más allá de alguna condena retórica, a esa conquista, para la que exhibía unos remotos e imprecisos derechos. Solamente la oposición de Rusia parecía un factor capaz de desbaratar sus planes. Así fue cómo, con una enorme rapidez, en una especie de blitzkrieg y sin previa declaración de guerra, invadió Silesia el 16 de diciembre de 1740. Con la desfachatez que le caracterizaba, el prusiano pidió a Viena la cesión de la provincia conquistada, ofreciendo a cambio dar su voto en la elección imperial a Francisco de Lorena, esposo de María Teresa. Esta, por supuesto, no aceptó el chantaje.
En aquel momento Rusia estaba bajo el gobierno de la regente Anna Leopoldovna que, con serios problemas internos y a punto de iniciar una guerra con Suecia, no estaba en condiciones de intervenir en «un conflicto en el que los intereses del Imperio ruso no estaban directamente comprometidos», como escribe Renouvin. Rusia hizo, pues, oídos sordos a las primeras peticiones austriacas de ayuda. Para mejor valorar la negativa rusa a intervenir en esta Guerra de Sucesión de Austria —solo lo hace simbólica y tardiamente en 1746—, quizá conviene recordar que Rusia estaba unida con Austria en una «alianza natural» desde que en 1683 ambos países se dieron cuenta de la importancia del entendimiento mutuo ante el enemigo común, esto es, la Turquía otomana. A pesar de no pocos contratiempos, la alianza se había mantenido, al menos tácitamente, aunque Austria se muestra muy inquieta por los netos propósitos de Rusia de llegar al Danubio y penetrar en los Balcanes, utilizando el pretexto ya aludido de la protección de los cristianos ortodoxos sometidos al dominio otomano. Por ejemplo, cuando en 1711 los húngaros, recién liberados de Turquía, se rebelan contra Viena, dirigidos por Ferenc Rákòczi, Rusia apoya la revuelta y acoge a algunos rebeldes.
Muy pronto surgieron problemas entre Austria y Rusia, precisamente a causa de la cuestión religiosa, pues Isabel Petrovna se mostró propicia, como gran defensora de la Iglesia ortodoxa que era, a proteger a los ortodoxos de Croacia, Transilvania y otras zonas del Imperio austriaco, que eran perseguidos o, al menos, tenían problemas a causa de sus creencias. Quedaba bien a la vista así el gran argumento o pretexto —la situación de los ortodoxos en los Balcanes y zonas próximas— que la política exterior rusa iba a utilizar en lo sucesivo para justificar su intervención en la Europa del sureste y que iba a marcar decisivamente sus relaciones, no solo con Turquía, sino, como se comprueba por esta incidente, también con Austria.
En aquel verano de 1756, Federico II trató, nuevamente, de ganar por la mano a sus enemigos y a finales de agosto penetró en Sajonia, conquistando enseguida sus principales ciudades, Dresde y Leipzig. Así empezó la Guerra de los Siete Años, pero Rusia tardó en entrar en la contienda, seguramente, como opinan algunos historiadores, porque el deterioro de la salud de la emperatriz Isabel dio una influencia en la política exterior rusa a la llamada «joven corte», es decir, a la que formaban el gran duque Pedro, futuro Pedro III, admirador ferviente de Federico II, según ya hemos señalado.
En el plano militar, después de algunas victorias iniciales la situación de Federico se había hecho muy difícil, hasta el punto de que, cuando llegó el verano de 1757, se podía calificar de desesperada. Es en este momento cuando Rusia interviene militarmente invadiendo Prusia Oriental con un ejército dirigido por Stepan F. Apraksin y P. A. Rumiantsev, que, tras tomar Memel y Tilsitt, obtuvieron una aplastante victoria sobre los prusianos del general Lewald en Gross Jägerndorf. Nada se opone en el camino hacia Königsberg. Sin embargo, sorprendentemente, el mariscal Apraksin, comandante en jefe de los rusos, no solo no explota la victoria, sino que da la orden de retirada. Los rumores se disparan en las cortes de los aliados y mientras que unos afirman que Apraksin, junto con el propio canciller, el anglófilo Bestuzhev-Riumin y la gran duquesa Catalina, están vendidos a Londres, aliada de Prusia, otros piensan en la influencia de la «joven corte» del gran duque Pedro, que, mientras todos celebraban la victoria sobre los prusianos, había paseado por la Corte su desolado rostro porque, como escribe Troyat, «no digiere la derrota de su ídolo»38. Isabel, ya muy enferma, exige la presencia del mariscal y le revoca el mando al tiempo que se le abre una investigación. Pero, antes de que se completara, Apraksin muere de una apoplejía cuando salía del primer interrogatorio. Le había dado tiempo, negando su culpabilidad, a reconocer que había mantenido correspondencia con la gran duquesa Catalina, que, ya muy enfrentada con Isabel, tenía orden de no escribirse con nadie sin previo control. Esto suscita en la Corte una campaña de descrédito no solo contra Catalina y su amante, Stanislas Poniatowski, sino contra el propio canciller Aleksis Bestuzhev-Riumin, que es destituido, detenido y condenado a muerte. En abril de 1759 su sentencia fue conmutada por la de exilio en sus propiedades de Goretovo.
Mientras tanto había continuado la guerra, con las tropas rusas al mando de V. V. Fermor en sustitución de Apraksin, que había recibido orden de tomar la Prusia Oriental, con Königsberg. Pero el avance ruso empieza a preocupar a sus aliados, Austria y Francia, que temen su expansionismo, y en mayo de 1758 firman un acuerdo en relación con los territorios conquistados a Prusia. Mientras el ejército ruso de tierra continúa su avance hacia el oeste, la flota, en unión de la sueca, cierra el Sund a la penetración naval británica. El contraataque prusiano se produce en agosto de 1758, en Zorndorf, batalla que mientras que algunos historiadores consideran, sin más, un triunfo prusiano, otros estiman que quedó en tablas, aunque, ciertamente, los rusos tuvieron más pérdidas y se retiraron ordenadamente al Vístula. Pero, de hecho, ambas partes se apuntaron la victoria. En 1759 Fermor fue sustituido por Piotr S. Saltykov, que, en unión del general austriaco Laudon, vence a los prusianos en Kunersdorf, cerca de Francfort del Oder, a principios de agosto. Tampoco en esta ocasión los rusos explotaron adecuadamente la victoria.
La guerra empieza a cansar a las partes beligerantes, mientras en la alianza franco-ruso-austriaca se suscitan las diferencias sobre los objetivos de la contienda y los recelos hacia Rusia, que ha mostrado su eficacia militar y porque temen su expansionismo más que el prusiano. En el otoño de 1760, los rusos, al mando de Buturlin, que había sustituido a Saltykov, toman Berlín, la capital prusiana, aunque la ocupación solo se mantuvo durante unos días. Dukes escribe que
[…] Voltaire le habría escrito a Aleksander Shuvalov que la presencia de las tropas rusas en Berlín le causó una impresión más agradable que las obras completas de Metastasio, pero aquí puede haber cierta ambigüedad, ya que no hay duda de que tras las felicitaciones oficiales de los aliados de Rusia latía un profundo malestar39.
A principios de 1761, mientras Francia y la propia Austria desean cuanto antes llegar al fin de las hostilidades, Rusia prosigue la lucha avanzando en Pomerania. Rumiantsov, el general más distinguido que surge de esta guerra, se apoderará, a finales de ese año y con ayuda de la flota, de la importante fortaleza de Kolberg, que hasta entonces se les había resistido. De nuevo estaba abierto el camino a Berlín y la situación de Federico era otra vez complicada, sobre todo porque el nuevo rey inglés, Jorge III, menos interesado en Hannover que sus antecesores, le había abandonado. Para Heller, «la pérdida de Kolberg sella la derrota de Prusia»40 y Anderson escribe que «un poco más de iniciativa por parte de los enemigos de Federico, particularmente de Rusia, habría destruido la monarquía prusiana»41. Pero entonces ocurre lo inesperado, una de esas situaciones que, ya hemos visto, no son demasiado extrañas en la historia de Rusia. El 25 de diciembre de 1761, según el viejo calendario ruso (5 de enero de 1762, según el occidental), la emperatriz Isabel Petrovna muere y, según estaba previsto, sube al trono su sobrino el gran duque con el nombre de Pedro III, que dio orden inmediata de que cesaran las hostilidades contra su admirado Federico II.
Los historiadores rusos suelen subrayar la inutilidad de la guerra y de las victorias militares de las armas rusas, que terminan con el abandono de todas las amplias conquistas territoriales conseguidas. Pero, como escribe Dukes, «si la Guerra del Norte situó firmemente al Imperio ruso en la escena europea, la Guerra de los Siete Años confirmó su posición dirigente en ella». Y cita a Marx y Engels, para quienes la guerra puso cara a cara con los otros poderes del continente «a una Rusia unida, homogénea, joven y en rápido crecimiento, casi invulnerable e inaccesible a la conquista»42. Desde el punto de vista militar, la Guerra de los Siete Años, a la que Heller considera «la verdadera escuela del ejército ruso», tuvo una enorme importancia en el proceso de modernización y «europeización» de las fuerzas armadas rusas, que mostraron sus capacidades y su eficacia. Nunca hasta entonces habían penetrado tanto hacia el oeste, lo que también determinó que, a partir de entonces, se empezara a temer a los soldados rusos. Y más que a los rusos, a los contingentes de su ejército formados por los otros pueblos no rusos. Algunos años antes de la guerra, en lo que se denomina su «testamento político», Federico II escribía que de las tropas rusas «solo hay que temer a los kalmukos y a los tártaros, espantosos incendiarios que devastan las tierras de las que se apoderan». La Guerra de los Siete Años también mostró la existencia de un buen plantel de generales rusos, alguno de los cuales, como Rumiantsov, estaban dotados de un auténtico genio militar. Suvorov, por ejemplo, inició allí su carrera militar, que había de ser muy brillante.
Pero al final de la Guerra de los Siete Años, Rusia estaba arruinada y con serios problemas económicos y financieros. Las fundiciones de hierro de los Urales, dirigidas por el Colegio de Minas, que habían tenido un período de esplendor en la década de los cincuenta, entraron en una fase regresiva. El Estado las arrendó a empresas privadas, hacia 1763 la producción ya declinaba y Rusia dejó de ser el importante exportador de hierro que, fugazmente, había sido, porque los rusos fueron incapaces de pasar de la fundición con carbón vegetal a la fundición con coque. Pese al aumento constante de la presión fiscal, el presupuesto del Estado presentaba un elevado déficit y las arcas del Tesoro estaban vacías. Rusia se veía forzada a solicitar de sus aliados subsidios como contraprestación de sus intervenciones internacionales. Nada pudo impedir que, como recuerda I. Young, «durante ocho meses en 1762 los soldados rusos que se encontraban en Pomerania no [recibieran] ni un solo kopec de su paga»43.
La expansión en Asia
Durante el período que va desde la muerte de Pedro I el Grande hasta que accede al trono Catalina II la Grande, Rusia prosigue la consolidación de sus posiciones en Asia central y en Extremo Oriente, aunque las dificultades de la política interior y las guerras en Europa imponen un ritmo mucho más pausado en la expansión. Pero la pasión rusa por las ricas pieles siberianas de castores, martas cibelinas y zorros siguió empujando a cazadores, comerciantes y aventureros a la búsqueda de nuevas zonas de caza. Esta expansión peletera se detuvo en los confines de Manchuria y de Mongolia, tanto porque la calidad de las pieles era allí menor, como, sobre todo, porque los manchúes, que estaban en el punto culminante de su poderío, frenaron la penetración rusa.
La relaciones comerciales ruso-chinas habían quedado interrumpidas en 1722 cuando fue expulsado de Pekín el agente comercial ruso Lorents (Iván) Lange, un sueco al servicio de San Petersburgo, que había llegado a la capital china en 1719. Tres años después, en agosto de 1725, llega a Pekín una nueva embajada rusa, dirigida por Savva Vladislavich, un serbio-bosnio de Ragusa, con el triple propósito de resolver los contenciosos fronterizos, reanudar las relaciones comerciales y lograr el establecimiento de una misión eclesiástica en Pekín. La embajada permaneció en Pekín hasta mayo de 1727. Entre agosto y octubre de aquel año continuaron las negociaciones en Kiakhta, donde se llegó a una serie de acuerdos que son conocidos como tratado de Kiakhta. En relación con la frontera —que no estaba en absoluto fijada, lo que planteaba problemas en relación con los desertores mongoles que abandonaban las unidades militares manchúes y se refugiaban entre los rusos—, el tratado la dividió en dos sectores. El sector oriental tenía una longitud de 1.046 kilómetros, y el occidental, 1.664 kilómetros. Si contemplamos en un mapa actual el trazado de la frontera ruso-mongola y ruso-china, veremos que no se aparta mucho del establecido en 1727. El comercio se reguló de acuerdo con la costumbre china que mantenía una política de exclusión en virtud de la cual solo se permitía a los mercaderes extranjeros comerciar en Canton. En el caso de las relaciones mercantiles con Rusia se establecieron dos puntos fronterizos, Kiaktha y Tsurukhait (Priargunsk) sobre el Argun, únicos lugares permitidos para comerciar, y se acordó que cada tres años una caravana rusa pudiera penetrar en el imperio manchú y llegar a Pekín. A pesar de todo, las continuas restricciones a que se sometía la trienal caravana oficial rusa la condujeron a su desaparición. Rusia veía así cómo sus planes de activar el comercio, por razones fiscales y políticas, recibían el frenazo del celoso gobierno de Pekín. Sin embargo, los manchúes admitieron una «misión eclesiática y diplomática» compuesta por cuatro jóvenes sacerdotes ortodoxos y estructurada al modo de la misión de los jesuitas, que tan buena impresión había causado en China. Permitieron, además, que otros cuatro jóvenes, que conocían el latín, fueran a Pekín para aprender el chino. En 1728 se inauguró en Pekín una escuela de lengua china para rusos; los estudiantes recibían un subsidio chino durante su estancia de diez años y estaban obligados a llevar vestido chino44.
Pero a las dificultades con que hubieron de luchar los rusos en aquellos confines orientales de su expansión deben añadirse las que encontraron en Asia central, donde los rusos chocaron con las divididas tribus nómadas kazakhas, que asaltaban a las caravanas rusas que se dirigían a Khiva y Bukhara y que se movían en el infinito océano de la estepa en busca de pastos para su ganado. Pero una mejor comprensión de aquel momento histórico exigiría explicar la situación de Asia central en el siglo XVIII, lo que escapa a nuestro presente propósito.
Durante este período central del siglo XVIII los rusos continuaron la exploración marítima de la costa del Pacífico, uno de los últimos proyectos de Pedro el Grande. El danés Vitus Bering llevó a cabo por cuenta del gobierno ruso dos expediciones exploratorias, la primera entre 1725 y 1730, y la segunda entre 1738 y 1741. Se trataba de explorar la costa del Pacífico norte y la costa de Alaska. Pero, como escribe Le Donne,
[…] no se podía dejar de tomar en cuenta la relaciones con el misterioso poder situado más allá de las islas Kuriles […]. Bering era plenamente consciente de que el comercio japonés con los ainus del archipiélago [de las Kuriles] suponía una invitación a participar en él, ya que los rusos, como los ainus, tenían pieles para el trueque, mientras que los japoneses tenía instrumentos, alimentos y vestidos.
De ahí que en abril de 1730 Bering recomendase que se hiciese un esfuerzo para abrir relaciones comerciales con Japón. Fue así como en su segunda expedición se comisionó a uno de sus miembros, Martin Spanberg, que también era danés, para que iniciase las relaciones con Japón. En junio de 1739 desembarcó en la costa oriental de la isla de Honshu (Hondo), la mayor de las islas niponas, donde constató un gran interés en tratar con extranjeros, a pesar de que la postura oficial era, como en China, la de la exclusión, que implicaba un riguroso aislacionismo mercantil y político. Aunque Spanberg no obtuvo resultados inmediatos, el interés por ese nuevo comercio se mantuvo y los rusos hicieron intentos tanto en la más norteña de las islas del Japón, Hokkaido (antiguamente Yeso), como en Nagasaki, donde los holandeses habían logrado algunos resultados. Pero los rusos no tuvieron demasiada suerte, a pesar de lo cual prosiguieron sus exploraciones, de isla en isla, a la búsqueda de castores y nutrias.
El escaso éxito de sus planes comerciales no afectó a la decidida voluntad de los rusos de consolidar sus posiciones en la costa del Pacífico. En el curso de su ya citada segunda expedición, Bering fundó en 1740 la ciudad de Petropavlosk, en la costa oriental de Kamchatka, y desembarcó en la costa de Alaska. Ya en la década de los sesenta, el cosaco Chernyi exploró las Kuriles, pero no se limitó a las islas situadas más al norte, las más pequeñas, que los rusos consideraban integradas ya en el Imperio, sino que se atrevió con las cuatro más grandes, Simusir, Urup, Iturup y Kunashir, las más próximas a la nipona Hokkaido, donde comprobó la resistencia de sus habitantes ainus y la proximidad del celoso poder japonés45.