4
EL APOGEO DEL IMPERIALISMO:
PEDRO I EL GRANDE

EL ACCESO AL PODER Y LOS PRIMEROS PASOS

Pedro I el Grande es una de las figuras estelares de la historia rusa y uno de los más poderosos soberanos que han regido aquel inmenso país, pero, a diferencia de otros zares y emperadores, su acceso al poder no se produjo de una vez y en un solo acto, sino a través de un complejo proceso, que se desarrolla en varias etapas, bien marcadas. Elegido Pedro inicialmente a la muerte de Fedor como zar sucesor, a pesar de ser el hijo menor, la elección duró muy poco porque, como ya hemos relatado, la sangrienta rebelión de los streltsy impuso el doble poder de los dos hermanos como «co-zares», bajo la regencia de Sofía, analizada en el capítulo anterior. Hay que señalar que todos los biógrafos de Pedro coinciden en afirmar que el recuerdo de esa rebelión, con el consiguiente homicidio de muchos de sus parientes y partidarios y el alejamiento de los demás, no se borró nunca de su memoria y explica algunos de sus actos futuros, como la propia supresión de los streltsy.

Durante los siete años de la regencia de Sofía, Pedro vivió con su madre en Preobrazhenskoie y en Kolomenskoie, situados entonces en las afueras de Moscú, y no acudirá al Kremlin sino en las más imprescindibles ocasiones. Son años muy importantes, de formación y aprendizaje, en los que se revela ya su interés por la técnica, por los asuntos militares y por las cuestiones relacionadas con el mar. Es también la etapa en la que establece sus primeros contactos con extranjeros residentes en Moscú, algunos de los cuales se convierten en los maestros de Pedro en las ciencias y las técnicas occidentales, fascinantes para el joven «co-zar», seguramente porque ve en ellas los instrumentos fundamentales para la gran empresa de «modernizar» u «occidentalizar» Rusia. Las Humanidades despertaron mucho menos el interés de Pedro, que, no obstante, se inició en la lectura y la escritura, utilizando la Biblia como libro básico de texto, bajo la dirección de su tutor Nikita Zotov. Pero ya entonces andan en su entorno el escocés Paul Menzies y el neerlandés Franz Timmerman. El primero ya era notable por su trabajo diplomático y gubernativo al servicio de los zares y el segundo fue quien le enseñó las matemáticas y las técnicas relacionadas con la artillería, las fortificaciones y la navegación. En las aguas del estrecho río Yauza, vive sus primeras experiencias navales, sobre todo después de descubrir un viejo barco inglés que había pertenecido a su padre, el zar Aleksis, y que había sido reparado por otro neerlandés, Christián Brandt, que también contribuye a la formación naval del cozar. Pedro había practicado desde muy niño «juegos de guerra» y se había mostrado muy interesado por las armas. Estos juegos fueron evolucionando y muy pronto pasó a constituir dos regimientos de verdad, el Preobrazhenski y el Semionovski, que llegarán a ser el núcleo del futuro ejército petrino y que desempeñarán un destacado papel en la historia rusa.

A principios de 1689, a punto de cumplir los diecisiete años, se casó con Evdokie (Eudoxia) Lopukhina, perteneciente a una familia de la pequeña nobleza. Era un matrimonio arreglado por su madre, Nathalia Naryskhina, sin que Pedro hubiera tomado parte en la elección y sin que llegara a amar nunca a aquella esposa impuesta. El matrimonio produjo un extremo nerviosismo en la regente Sofía y en su círculo, porque Pedro se convierte, de pronto, en un competidor serio por un poder que hasta entonces solo tenía nominalmente. Sofía aspiraba a convertirse en zarina, pero la nueva situación de Pedro y la posibilidad de que este contara en poco tiempo con un heredero se presentan como un serio obstáculo, acaso insuperable, para esos planes, acariciados en secreto. A Pedro le llegan rumores insistentes de los planes de su hermanastra, que se convierten en alarmantes en la noche del 7 al 8 de agosto de aquel mismo año de 1689, en la que se le avisa de que un poderoso contingente de sus odiados streltsy se dirige a su residencia de Preobrazhenskoie con el decidido propósito de liquidarle, junto con su familia y partidarios. Aunque muchos de los historiadores se niegan a aceptar que pudiese sentirse atrapado por el miedo, uno de sus biógrafos más notables, Anderson, escribe que «en un acceso de terror, saltó de la cama, se refugió en un bosque cercano, donde se vistió apresuradamente, y buscó asilo en el gran monasterio de la Trinidad-San Sergio, a unos sesenta y cinco kilómetros de distancia»1. Heller escribe que «después, Pedro no mostrará más la menor cobardía, y a la hora del peligro dará siempre, por el contrario, pruebas de valentía». Debemos señalar, sin embargo, que algunos años más tarde, tras la derrota de Narva, huye otra vez, inexplicablemente, abandonando sus tropas. Heller añade que «puede que su huida estuviese ligada a sus recuerdos infantiles de la revuelta de los streltsy y de las terribles matanzas de que fue testigo». En cualquier caso, la noticia del inminente ataque de los streltsy en aquella veraniega noche de 1689 produjo en el todavía joven Pedro un enorme impacto, como revela el hecho de que, según el mismo Heller, «los contemporáneos notan que desde aquella noche, Pedro sufrió de un tic nervioso que le hacía torcer el rostro. Y él mismo atribuirá este hándicap a su miedo a los streltsy. Cuando lo recuerdo —dirá él mismo— tiemblan todas mis fibras y, solo de pensarlo, no puedo dormirme»2.

Desde el monasterio de San Sergio —siempre presente en los momentos culminantes de la historia de Rusia— Pedro exige la renuncia de Sofía, mientras se le van uniendo tropas y partidarios, entre los que se encontraba Patrick Gordon, el mercenario escocés que había servido a los zares rusos desde Aleksis, en la milicia y en la diplomacia, que con sus tropas se pone a las órdenes de Pedro y cuyo diario personal es una importante fuente para conocer aquellos acontecimientos. El pulso entre el monasterio de la Trinidad-San Sergio y el Kremlin duró casi un mes, durante el cual las filas de Pedro se fueron engrosando mientras se desflecaban las de Sofía y los suyos. A primeros de septiembre, Pedro escribe a su hermanastro, el «co-zar» Iván, una carta en la que, además de explicarle la necesidad de exigir a Sofía la renuncia, le ruega que le autorice a «liberarle de la carga de los asuntos del Estado». Finalmente, Sofía abandona y es recluida en el monasterio de Novodevichi, fuera del Kremlin pero en lo que hoy es casco urbano de Moscú. Menos suerte tuvo su favorito y ministro universal, Golytsin, que fue confinado en el lejano y frío norte.

Es entonces cuando se produce otro de esos curiosos hechos en la vida del zar Pedro I. Descartados sus rivales y competidores, queda dueño exclusivo de un poder que, sin embargo, no quiere ejercer directamente, ya que lo entrega a su madre, Nathalia Naryshkina, y a su familia, que lo ejercen de una manera arbitraria e inefectiva. En este prólogo del reinado más netamente occidentalizador de la historia rusa, se desata un rechazo de todo lo extranjero, como reacción al declarado occidentalismo de Golytsin, y en octubre de 1689 es quemado vivo en la Plaza Roja el milenarista misionero protestante Quirinus Kulhman. Pero es entonces también cuando Pedro intensifica sus visitas a la Nemestkaia sloboda, el barrio donde vivían los extranjeros y se hacen más frecuentes sus contactos con estos. De entonces data su estrecha relación con el ginebrino Franz Lefort, que será uno de sus íntimos y llegará a general y almirante. Una intimidad que comparte con el ruso Alesha Menshikov y con otros varios compañeros de juergas y borracheras. Es entonces cuando «fundan» el «concilio muy borracho y muy bufón» que, parodiando los ritos eclesiásticos, rinde culto a Baco y a Venus. No podía darse mayor ruptura con la tradición rusa de estrecha conexión entre ortodoxia y sentido nacional. También entonces Pedro inicia sus aventuras extraconyugales, la primera de las cuales es su relación con Anna Mons, hija de un artesano alemán, que durará desde 1691 hasta 1701.

Alejado de los asuntos públicos y del Kremlin, Pedro continúa entregado a sus aficiones militares y navales. Hace dos viajes a Arkhangelsk, para «ver el mar» y conocer el único puerto marítimo que entonces tenía Rusia. Su carencia de poder queda a la vista cuando, al morir el patriarca Joaquín, Pedro propone, sin éxito, a su propio candidato, el metropolita de Pskov, Markel, mientras su madre Nathalia y su entorno se inclinan por el metropolita de Kazán, Adriano. Markel no gustaba a la elite del Kremlin porque «conocía lenguas bárbaras» (hablaba latín, italiano y francés) y porque «su barba no era demasiado larga». Pero Pedro no estaba maduro todavía para su obra. Como escribe Anderson:

No se parecía en nada al soberano ruso tradicional, figura remota y hierática, raras veces visible para sus súbditos, rígidamente encerrado en las convenciones y el ceremonial y que casi nunca abandonaba Moscú (ni siquiera el Kremlin), salvo para algunas cacerías, muy organizadas y formalistas. A pesar de todo, este joven iconoclasta apenas tenía idea de lo que quería hacer de su país. Los conceptos que más tarde llegaron a adquirir una importancia fundamental para él —su responsabilidad por el progreso de Rusia, su deber de servir este bienestar y este progreso y de obligar a sus súbditos a servirlos también— no se habían aún formado en su mente3.

Cuando en enero de 1694 muere Nathalia Naryshkina, Pedro, que solo tiene veintidós años, da un paso más para asumir directamente el poder. La muerte de su madre supone un duro golpe para Pedro, que relata sus sentimientos en una carta dirigida a su amigo y compañero Fedor Apraksin. Pero enseguida se vuelca en las maniobras navales que se estaban realizando en Arkhangelsk, en las que participaban los grandes barcos, armados hasta con treinta cañones, que los carpinteros navales holandeses y venecianos habían construido bajo la dirección de Lefort, que, como escribe Voltaire, «ya no ostentaba en vano el título de almirante». Este mismo autor, en su clásica obra sobre Pedro el Grande, señala que «en 1689, el zar tenía de elegir a qué país, entre Turquía, Suecia y China haría la guerra»4. Eran muchas las razones por las que abrir las hostilidades con la lejana China o con la próxima Suecia no tenía mucho sentido, y muchas también las que hacían más razonable una guerra con Turquía, el poderoso enemigo del sur que, directamente o a través de sus aliados y protegidos los tártaros de Crimea, hostigaba permanentemente los establecimientos rusos del sur, tomando como esclavos a muchos de sus habitantes. Por otra parte, el momento de esplendor había pasado y Turquía empezaba a retroceder ante el Imperio germánico, que había iniciado con éxito la recuperación de Hungría. Una hipotética victoria sobre Turquía permitiría a Rusia, además, poner el pie en la orillas del mar Negro, que, después del Báltico, era otro de los objetivos permanentes del expansionismo ruso y de su estrategia defensiva y, posiblemente, la única manera de poner fin a las endémicas incursiones turco-tártaras sobre lo que hoy es Ucrania. Durante la regencia de Sofía habían fracasado dos expediciones contra Crimea, pero durante el reinado de Aleksis los cosacos habían conquistado Azov, aunque hubo que abandonarlo porque Moscú no se encontraba con fuerzas para mantener aquella alejada plaza marítima. Es así como en 1695 se decide iniciar las hostilidades con Turquía, en un doble despliegue dirigido contra las fortificaciones turcas del bajo Dniéper y contra Azov, que es sitiado por los nuevos regimientos formados por Pedro, que, como sargento, participa en el sitio. Pero después de tres meses y de tres infructuosos asaltos que les ocasionaron cuantiosas pérdidas, los rusos se vieron forzados a levantar el campo.

Como escribe Voltaire, «la constancia en toda empresa formaba el carácter de Pedro», que se crece en la derrota y se vuelca en la organización de una nueva expedición contra la misma plaza. Esta vez decide que el ataque se haga, simultáneamente, por tierra y por mar, por lo que los astilleros de Voronezh, en los que trabajan 26.000 hombres —campesinos reclutados a la fuerza que, en cuanto pueden, huyen y que, carentes de especialización, hacen un pésimo trabajo—, se ponen a trabajar a ritmo acelerado, con la participación directa de Pedro, que escribirá en marzo de 1696: «conforme al mandamiento de Dios a nuestro padre Adán, estamos comiendo el pan con el sudor de nuestra frente». Allí se construyen entre otros la galera Principium y las cañoneras Apóstol Pedro y Apóstol Pablo, los primeros buques de guerra importantes con que contó Rusia. Anderson señala que «inevitablemente se dejó sentir la escasez de marinos y técnicos experimentados» y considera el conjunto de este empeño del joven zar como «planes atrevidos y de gran alcance, puestos en marcha con poca preparación y sin detallar, pero conseguidos gracias a una energía implacable, arrolladora, frente al sufrimiento y a la oposición»5. Un reflejo patente de la personalidad y del estilo de Pedro.

Se formó así una flota, «improvisada», según el propio Anderson, una parte de la cual había sido construida nada menos que en Moscú y trasladada en piezas a Voronezh, a orillas del Don, donde fue montada. Con estos barcos los rusos entraron en el mar de Azov a finales de mayo de 1696 y sitiaron de nuevo la plaza. A principios de aquel mismo año había muerto su hermanastro Iván V, lo que convirtió a Pedro en el único zar y aumentó su capacidad de decisión y de acción, aunque el enfermizo Iván no fue nunca, ciertamente, un freno para su impetuoso hermano. Aislada por mar, lo que impide la llegada de refuerzos turcos, Azov se rindió tras dos meses de sitio. El joven zar quiso celebrar su primera victoria con un gran desfile, organizado según el estilo de la Roma imperial, en el que Pedro, rompiendo con los usos, no llevaba el traje tradicional ruso, sino que iba vestido al estilo occidental, con un casaca negra y un sombrero de plumas.

Después de la conquista de Azov, y durante los tres años siguientes, Pedro continuó la construcción de la flota en los astilleros de Voronezh. A finales de 1696 se ordenó la constitución de «compañías», formadas por los terratenientes laicos y eclesiásticos (esto es, los monasterios) que tuvieran a su cargo diez mil u ocho mil hogares campesinos, respectivamente, cada una de las cuales debía asumir la construcción, equipamiento y armamento de un buque de guerra. Pero este esfuerzo nacional era insuficiente porque Rusia carecía de las cualificaciones técnicas necesarias para tal empeño, y por eso, durante la segunda mitad de 1697, llegaron a Voronezh una cincuentena de carpinteros navales extranjeros (holandeses, ingleses, daneses, suecos, venecianos, etc.) que habían sido «fichados» por Pedro, que por entonces viajaba por Europa occidental. Al mismo tiempo se enviaba a Occidente un número similar de jóvenes rusos, para que aprendieran las técnicas navales. Era la primera remesa de lo que, durante el reinado de Pedro, se convertiría en una «corriente regular y creciente de estudiantes rusos de diverso tipo […] enviados a la Europa occidental y central»6. Pero aquellos trabajos resultaron poco fructíferos.

Se habían construido barcos, pero se habían construido mal […] se obtenían barcos de dimensiones incorrectas y con una construcción de ínfima calidad, que no aguantaban bien y que a menudo se mostraban más o menos incapaces de navegar ya desde el momento en que se botaban […]. El propio zar los juzgó «más apropiados para el transporte de mercancías que para el servicio militar» [y] ya en 1701, por lo menos diez de los botados un año o dos antes tuvieron que ser reconstruidos7.

Esta política de trabajo forzado de todo el país provoca un descontento creciente ante unos proyectos que el pueblo no comparte ni comprende. Para algunos autores del siglo XX, como el historiados Serguei Platonov, autor de una biografía de Pedro el Grande, y el escritor Andrei Platonov, autor de la novela histórica Las esclusas de Epifanía, existen puntos comunes entre estos proyectos de Pedro y los de Stalin, semejanzas que Heller sintetiza así: «Construcción a marchas forzadas, sin tener en cuenta ni las víctimas ni el resultado final»8. Pero, a pesar de esta preocupante situación de inquietud, que se manifiesta en las protestas de algunos clérigos y en la conspiración para asesinar al zar animada por un coronel de los streltsy, siempre propicios a la revuelta, Pedro decide, él también, emprender su «viaje de estudios» a Occidente. Se organiza entonces la «Gran Embajada», encabezada por Franz Lefort, por el gobernador de Siberia y experto diplomático Fedor Golovin, que había negociado el tratado de Nerchinsk con China, en 1689, y por otro diplomático, Prokofi Voznitsyn, y que estaba constituida por unas doscientas cincuenta personas. Del mismo modo que en el ejército Pedro había preferido empezar por abajo, con el designio de mostrar que a nadie se le debe nada y que cada uno es hijo de sus méritos y de su esfuerzo, en la Gran Embajada Pedro figura como «el capitán Piotr Mikhailov», seguramente para que no hubiera dudas de que él es el primero en la disposición a aprender y a sacar el máximo partido de este insólito viaje que, para Voltaire, «era una cosa inaudita en la historia del mundo: un rey de veinticinco años que abandona sus reinos para mejor reinar»9. Los objetivos que persigue el zar aparecen bien claros en el sello que pone en las numerosas cartas que escribe a Rusia durante los dieciséis meses que dura el viaje, en el que aparece un joven carpintero rodeado de instrumentos de navegación y con este lema: «Porque yo estoy al nivel de alumno y exijo que se me instruya».

No se puede decir, desde luego, que se tratase de un viaje «de incógnito», como aparece en algunos libros, porque Pedro no solo no encubrió su verdadera identidad, sino que aprovechó su largo viaje para entrevistarse con reyes y otras destacadas personalidades. Empeñado en la lucha contra Turquía, Pedro deseaba tantear las posibilidades de relanzar la Santa Liga antiotomana que, animada por el Papa Inocencio XI, habían formado, en los años ochenta del siglo que estaba a punto de concluir, el Imperio de los Habsburgo, Polonia y Venecia. Ya hemos señalado que el poder otomano estaba en un momento de reflujo y el zar soñaba con la idea de darle un golpe de gracia, a partir de una estrategia común. Pero a Pedro le impulsaba también su fascinación por Occidente, que había alimentado en sus visitas al barrio de «los alemanes», al que tantas veces se había acercado desde su residencia de Preobrazhenski, atravesando el Yauza, lugar de sus primeras experiencias navales. Por eso su propósito era visitar cuantos países pudiera. Según escribe Voltaire,

[…] solo Francia y España no entraban en absoluto en sus planes; España, porque esas artes que él buscaba estaban allí entonces muy descuidadas; y Francia, porque, seguramente, allí se reinaba con demasiado fasto y la altanería de Luis XIV, que había sorprendido a tantos potentados, se acomodaba mal con la simplicidad que él quería dar a sus viajes10.

No vamos a relatar todas las etapas de aquel histórico viaje, pero donde más tiempo pasó Pedro, nueve meses en total, fue en Holanda y en Inglaterra, y en ambos países su principal preocupación fue visitar a fondo los astilleros y también trabajar en ellos. Holanda era para Pedro el país más admirado de Occidente, y su lengua, la única extranjera que conocía y hablaba. El gran historiador clásico ruso Karamzin, que vivió a caballo de los siglos XVIII y XIX, acusa a Pedro de haber querido transplantar Holanda a Rusia, y Heller puntualiza que aunque a principios del siglo XIX esa pretensión podía parecer ridícula, a finales del XVII los Países Bajos eran una de las grandes potencias europeas y se encontraban en la cúspide de su riqueza tanto material como cultural11. En Utrecht, Pedro se entrevistó con Guillermo III, al que admiraba desde tiempo atrás y que tuvo con su huésped ruso el enorme detalle de regalarle su mejor yate, el recién construido Transport Royal.

El zar impresionó a todas las personas con las que tuvo oportunidad de encontrarse, no solo por su gigantesca estatura, sino por sus proyectos y actuación. Sus interlocutores no siempre le juzgaron favorablemente, y así las princesas de Hannover y de Brandenburgo, que eran madre e hija, comentaron que no se le había enseñado a comer y, según la primera, «si hubiera recibido una mejor educación sería un hombre perfecto, pues tiene muchas cualidades y un espíritu extraordinario». En el viaje de vuelta a Rusia, la Gran Embajada visitó Venecia, que a Pedro le interesaba por su potencia naval y porque ambos compartían la enemistad contra Turquía, y Viena, donde habló ampliamente de cuestiones internacionales con el canciller imperial, el conde Kinsky y con el propio emperador Leopoldo, con el que trató la política más conveniente frente a Turquía.

Al poco de llegar a Viena, a finales de julio de 1698, recibió el zar alarmantes noticias de una nueva rebelión de los streltsy, por medio de una carta del príncipe Romodanovskii, nombrado gobernador de Moscú poco antes de iniciar el viaje a Occidente. Pedro vio en esas informaciones la confirmación de sus temores de una posible conspiración de la desposeída regente Sofía, que había llegado al poder con la ayuda de los mismos streltsy, un acontecimiento que no se había borrado de su recuerdo. La noticia de la revuelta obligó a Pedro a acelerar su regreso, aunque nuevos mensajes le daban cuenta de que el orden había sido restablecido y de que no había indicios de que Sofía estuviera detrás de la intentona. De paso por Varsovia, Pedro se entrevistó con el rey Augusto, con el que también trató del común enemigo turco y de una posible acción común contra Suecia.

En el mes de septiembre del mismo año, Pedro estaba de vuelta en Moscú y su primera ocupación fue la sangrienta represión de los streltsy, cientos de los cuales fueron sometidos a tortura antes de ser ejecutados con el propósito de rastrear la hipotética implicación de Sofía. Aunque no se encontró ninguna prueba concluyente que la comprometiese, Sofía fue obligada a tomar el velo en el monasterio de Novodevichi (Nuevo Monasterio de las Vírgenes), donde permaneció, fuertemente vigilada, hasta su muerte en 1704. Entre septiembre de 1698 y febrero de 1699 se produjeron no menos de 1.150 ejecuciones entre los streltsy. Esta brutal represión tiene un carácter simbólico porque representaban el espíritu y los usos de la vieja Moscovia, de la que Pedro quería despegarse para siempre y definitivamente. Vinculados a los Viejos Creyentes y conscientes de que representaban un cuerpo militar anticuado, que no tenía encaje en la Rusia que Pedro comenzaba a diseñar, los streltsy se habían jugado el todo por el todo, aprovechando los rumores extendidos y supersticiosos que veían en la ausencia del zar la posible ocasión y pretexto para su sustitución por un falso zar que no sería otro que el Anticristo. La afición de Pedro por lo occidental en el atuendo y en tantas otras cosas era para los que difundían estos rumores señal inequívoca de que Pedro no era un auténtico zar ortodoxo. En junio de 1699 quedaron desmantelados los dieciséis regimientos de streltsy y sus hombres dispersados a las más alejadas ciudades, por supuesto sin armas y sin derecho a abandonar sus nuevas residencias.

Estos meses a caballo entre 1698 y 1699 fueron tal vez los de mayor tensión en el reinado de Pedro, que se sentía aislado, incomprendido y sin apoyos en su política de reformas. Para completar el desánimo de Pedro, en marzo de 1699 murió su amigo y mentor Franz Lefort, precisamente en el momento en que más le habría hecho falta su presencia y su consejo. A finales del mismo año murió también Patrick Gordon, el más destacado consejero militar de Pedro, cuyo último servicio había sido aplastar la rebelión de los streltsy en junio de 1698, cuando Pedro estaba ausente. De sus más estrechos amigos solo le quedaba Menshikov, el único que le sobrevivirá. Los despachos diplomáticos daban cuenta de la tensa situación que se vivía en Moscovia y que hacía temer lo peor para el joven zar.

En febrero-marzo de 1699, tanto el embajador austriaco como el prusiano advirtieron a sus gobiernos acerca del sentimiento general de confusión y tensión que reinaba en Moscú. En su opinión, había un peligro real de que una nueva oleada de resentimiento barriese al zar y sus impopulares innovaciones12.

Pero Pedro siguió adelante con sus planes y desde septiembre de 1698 prohibió, por una serie de decretos, la barba y la vestimenta tradicional rusa, estableciéndose un impuesto para los que persistieran en su uso. A corto plazo, sin embargo, la nueva moda solo fue seguida en la corte y por los funcionarios. Como escribe Dukes, «al acabar el siglo XVII, el fin de Moscovia había quedado bien a la vista por el visible afeitado de las barbas y la desaparición de los caftanes»13. En la misma línea estaba el establecimiento del nuevo calendario en virtud del cual el año comenzaría el 1 de enero en vez del 1 de septiembre, como había sido tradicional en Rusia. Además las fechas se calcularían desde el nacimiento de Cristo, como en Occidente, y no desde la hipotética creación del mundo, de modo que el año siguiente sería el 1700 y no el 7208.

Con el nuevo siglo, Pedro aprovechó la ocasión de las purgas contra los sospechosos de animadversión contra él, para librarse también de su esposa Evdokie, que había simpatizado con los rebeldes, a la que obligó a profesar en un convento de Suzdal, y poner ostensiblemente en su lugar a su amante Anna Mons, que disfrutó el favor del zar hasta que empezó a sospecharse que tenía una relación con el embajador prusiano. Tras ella estuvo al lado del zar María Hamilton, de ascendencia escocesa, que sería ejecutada por infanticidio y, ya años más tarde, Catalina Skavronski, una campesina de Livonia, que fue amante de Pedro después de haberlo sido del mariscal Sheremetiev y de Menshikov. En 1712 Catalina se convertiría en esposa de Pedro, al que sucedería como Catalina I.

LA POLÍTICA EXTERIOR: LA GRAN GUERRA DEL NORTE

En el período a caballo de los siglos XVII y XVIII se habían producido en Europa central y oriental una serie de cambios que habían alterado muy notablemente el paisaje político de la zona. Después del éxito de Azov, Pedro aspiraba a encontrar apoyos entre los países que, al igual que Rusia, estaban implicados en la guerra contra una Turquía cuyos síntomas de decadencia eran evidentes. Los propósitos de Pedro consistían en rematar su triunfo con la conquista de Kerch, la plaza que cerraba el estrecho del mismo nombre y que comunicaba el mar de Azov con el mar Negro. Esperaba que el control de ese estratégico punto le permitiera el acceso a este mar, que hasta aquel momento había sido un lago turco. Pero las conversaciones que mantuvo en su viaje le convencieron de que no existía ambiente propicio para proseguir la guerra contra Turquía. Por el contrario, todo apuntaba a una próxima paz que, efectivamente, se firmó en Karlowitz, en febrero de 1699, entre el Imperio de los Habsburgo, Polonia y Venecia, por una parte, y el Imperio otomano por la otra, con la mediación de Inglaterra y Francia. Rusia estuvo presente en las negociaciones, con el apuntado designio de obtener Kerch, pero no lo consiguió y los turcos, derrotados pero aliviados por la perspectiva de la paz, intentaron incluso que Rusia devolviese Azov. Los planes antiturcos de Pedro se volvían irrealizables porque él solo no se sentía con fuerzas para afrontar al poderoso enemigo. Empezó entonces a pensar en una nueva estrategia: la guerra contra Suecia para conquistar la orilla del Báltico. Las conversaciones con el nuevo rey de Polonia, Augusto, elector de Sajonia, durante el viaje de regreso a Moscú le habían llevado a la convicción de que podría contar con su ayuda en la empresa y se dispuso a poner en práctica el acariciado proyecto. Su primer paso fue concertar una tregua de dos años con Turquía para garantizarse la retaguardia del sur, en la guerra que se había de desarrollar en el frente norte. El tratado se firmó en Constantinopla en junio de 1700 y Rusia obtuvo el reconocimiento de la posesión de Azov a cambio de devolver a Turquía las fortalezas del bajo Dniéper, conquistadas por Sheremetiev cinco años antes. Además, Rusia consiguió dejar de pagar el humillante tributo a los tártaros de Crimea y logró que se aceptara el establecimiento de una embajada rusa en la capital otomana. La coyuntura parecía, además, favorable para los planes de Pedro porque en abril de 1697 había fallecido el rey de Suecia, Carlos XI, y le había sucedido su hijo, Carlos XII, que tenía solo quince años de edad. Nadie podía sospechar que aquel joven sería en poco tiempo uno de los más brillantes jefes militares de la época.

Como ya hemos señalado, Rusia, a finales del siglo XVII, había completado en muy buena medida su expansión hacia el este, llegando al Pacífico, pero por el oeste y el sur padecía un cierto complejo de encierro. En efecto, del Báltico la separaban las posesiones suecas de Carelia, Ingria y Livonia, mientras que del mar Negro estaba separada por cientos de kilómetros de estepa, prácticamente deshabitada. Su única salida al mar seguía siendo, pues, la del mar Blanco, por medio del puerto de Arkhangelsk, que permanecía bloqueado por el hielo durante la mayor parte del año. Como sabemos, la aspiración de llegar al Báltico se remontaba a los primeros tiempos de los principados rusos. Ya en el siglo XI el príncipe Yaroslav el Sabio de Kiev había logrado controlar, tras enfrentarse con las tribus lituanas, la desembocadura del Niemen, y los rusos se mantuvieron allí hasta que en 1106 fueron expulsados por los daneses. Rusia tuvo así, entonces, un primer y fugaz acceso al Báltico. El principado de Novgorod dispuso también desde el siglo XII de un estrecho acceso al golfo de Finlandia, en la desembocadura del Neva, acceso que, con Aleksandr Nevsky, vencedor sobre suecos y teutónicos en el siglo XIII, quedó ampliado hasta Narva. Cuando el principado de Novgorod es conquistado por Iván III en el siglo XV, Moscovia logra por primera vez un acceso al Báltico. Con Iván IV se amplía, por poco tiempo, ese acceso al conquistar Dorpat y hasta una veintena de fortalezas de Livonia. Pero tras los tratados de 1582 con el Estado polaco-lituano y de 1583 con Suecia, Rusia pierde toda aquella costa báltica, aunque en 1595 recupera la desembocadura del Neva.

Ya en el siglo XVII, la aspiración rusa por acceder al Báltico no decrece, pero debe reprimirse ante la gran potencia de la zona, Suecia, que, como ya hemos señalado, trata de hacer del Báltico un mar sueco. La paz de Westfalia (1648), primero, y las de Oliva y Copenhague (1660), después, representan la culminación de este designio sueco, que es respetado por Rusia en la ya citada paz de Kardis. El formidable poderío militar sueco, construido por el rey Gustavo Adolfo, que toda Europa había contemplado y admirado durante la Guerra de los Treinta Años, era suficientemente disuasorio como para que Moscú prefiriera explorar las posibilidades del enfrentamiento con Turquía, no menos temible, pero ya en los comienzos de su decadencia. Luchar contra Turquía permitía, además, contar, como ya hemos señalado, con el concurso de otras potencias cristianas. Pero el poco entusiasmo de estas obliga a Pedro a volver de nuevo sus ojos al norte. Entre Pedro el Grande y Carlos XII, ambos excepcionales monarcas, tendrá lugar desde 1700 la que se llamó Gran Guerra del Norte, que va a dirimir la hegemonía en la región y que será la guerra más larga del siglo XVIII, ya que se prolongará hasta 1721, solo cuatro años antes de que Pedro muera, en 1725. Esta guerra marcará, por tanto, el reinado del zar reformador.

Tras guardarse las espaldas con el tratado con Turquía, Pedro prosiguió la preparación diplomática de la contienda, en la que intentaba implicar a Dinamarca y al rey Augusto de Sajonia, que, como veremos un poco más adelante, trataba de asegurarse el trono polaco, para el que no había sido debidamente elegido. Augusto, esperando la ayuda rusa en la contienda sucesoria polaca, se comprometió a atacar Riga, cuando llegase el momento. Un diplomático danés, Heins, y otro polaco, Karlowicz, viajan a Moscú para poner a punto los planes antisuecos. A Karlowicz le acompaña un intrigante noble de Livonia, Johan Reinhold Patcul, que presenta un panorama optimista de la proyectada guerra contra Suecia y logra disipar las últimas dudas de Pedro. Este avispado personaje juega abiertamente con dos barajas y mientras a Augusto le promete la anexión de Livonia y convence a Polonia de que sería inadmisible dejar a Pedro apoderarse de Narva, a este le presenta un plan de reparto de la Rzeczpospolita, con un trozo para Prusia. Como se ve, el reparto de Polonia tenía no pocos promotores y Rusia no podía sino considerarlo favorablemente porque sin una Polonia débil la lucha contra Suecia se hacía mucho más difícil. La debilidad polaca era «estructural», en el sentido de que su peculiar monarquía electiva y el sistema del liberum veto, que permitía a cualquier noble vetar las decisiones de la Dieta, hacían de ella una presa fácil en el despiadado contexto de la época. Esto era especialmente perceptible cuando moría el rey, ya que la guerra de sucesión era prácticamente inevitable.

Tras los acuerdos diplomáticos contra Suecia de Rusia, Polonia y Dinamarca, se iniciaron las hostilidades contra la primera a finales del verano de 1700. Pero Carlos XII mostró su indiscutible genio militar y, atravesando los estrechos, entró como un huracán en Dinamarca, obligándola a capitular el mismo día que Pedro, sin tener noticia de la rendición de su aliado, declaraba la guerra a Suecia. Poco después, ya en octubre, al frente de un ejército de 35.000 hombres, Pedro sitió la fortaleza de Narva, y fue entonces cuando se enteró de que los daneses habían sido derrotados y Augusto, con sus tropas sajonas, había preferido retirarse. Los rusos se quedaban solos ante Carlos XII, que, tras atravesar el Báltico con solo 8.000 hombres, el 30 de noviembre, y bajo una impresionante tormenta de nieve, les infligió una humillante derrota, ante los muros de Narva, a pesar de la superioridad numérica de las tropas de Pedro. Las cifras de la derrota son elocuentes: 10.000 rusos fueron muertos o hechos prisioneros y 30.000 obligados a huir abandonando su artillería. El ejército ruso puso en evidencia su falta de preparación y su indisciplina, y solo tuvieron un comportamiento honorable los regimientos de la guardia, Preobrazhenski y Semonovski, y otro regimiento de infantería.

Cuando la derrota no se había consumado todavía, se produjo uno de esos hechos sorprendentes de la vida de Pedro sobre el que todavía discuten biógrafos e historiadores. Tan pronto como el zar se enteró de que los suecos se acercaban, entregó el mando a un mercenario francés, el duque de Cruyi, al que dejó por escrito unas instrucciones calificadas por los expertos contemporáneos como «absolutamente insensatas» y marchó aceleradamente hacia Moscú. La victoria de Carlos XII ha sido descrita con todo detalle por Voltaire, según el cual el duque de Cruyi y los oficiales alemanes se rindieron porque

[…] temían más a los rusos sublevados contra ellos que a los suecos. El zar se mostraba sin recursos para sostener la guerra —continúa Voltaire— y el rey de Suecia, vencedor en menos de un año de los monarcas de Dinamarca, de Polonia y de Rusia, fue considerado el primer hombre de Europa, a una edad en la que los otros no aspiran todavía a tener reputación14.

El prestigio de Pedro y de Rusia cayó espectacularmente y Golitsyn, embajador en Viena, escribe que Europa se mofa de los rusos. «Nuestro soberano necesita aunque solo sea una pequeña victoria para que su nombre sea de nuevo celebrado en Europa».

Los historiadores estiman que Carlos XII no explotó a fondo el triunfo de Narva, ya que si hubiera proseguido el ataque a Rusia, habría podido llegar a Moscú sin demasiadas dificultades, dado el estado del ejército ruso. En su lugar, se volvió contra Augusto II, al considerarlo un enemigo más peligroso, y le obligó a levantar el sitio de Riga. Fue un tiempo precioso, bien utilizado por Pedro, que, efectivamente, no se arredró y preparó incansablemente el desquite. Haciendo gala de su optimismo y de una inmensa seguridad en sí mismo, consideró que la derrota de Narva era un bien porque iba a forzar a los rusos «a trabajar día y noche». Y, efectivamente, entre 1701 y 1709 los gastos militares llegaron a suponer entre el 80 y el 90 por 100 de todos los gastos del Estado. Desde 1702, Pedro puso en marcha un ambicioso programa armamentístico. Se fundieron las campanas de las iglesias para hacer cañones y se inició la construcción de una flota en el río Sjas, que desemboca en el extremo meridional del lago Ladoga.

Entretanto habían continuado los enfrentamientos entre rusos y suecos, tanto en tierra, en la zona ribereña del Báltico, como navales, en los lagos Peipus y Ladoga, y aunque los primeros obtienen algunos pequeños triunfos, la ventaja general era favorable a los suecos. Aquel mismo año Sheremetiev se apoderó de Noteburg, la fortaleza sueca situada en el lugar en que el río Neva desemboca en el lago Ladoga, lo que les dio a los rusos el control de todo el curso de este río hasta su desembocadura en el golfo de Finlandia. Pedro decidió que en adelante la plaza se denominara Schlüselburg, esto es, «la ciudad de la llave», porque veía en su control la llave de Ingria y de Finlandia. En la primavera siguiente, el ejército ruso reanudó la ofensiva y se apoderó de la pequeña fortaleza de Nyensschantz, situada en una elevación en la que confluyen el Gran Okhta y el Neva, enfrente de lo que, más tarde, será el monasterio Smolny, en la actual San Petersburgo. Cinco días después Pedro logra una modesta victoria naval contra los suecos, a los que arrebata dos barcos en el estuario del Neva. La inscripción que figura en la medalla que ordena acuñar es muy expresiva del carácter del zar: «Lo imposible puede ocurrir»15.

Con la finalidad de defender estos territorios, Pedro decidió construir fortificaciones, lo que presentaba no pocas dificultades dado el carácter pantanoso de la zona en la que el Neva se vuelca en el mar. Así es como se inició la construcción de la fortaleza de Pedro y Pablo, que se considera el acto de la fundación de San Petersburgo16. Solo unos pocos años después, en 1712, San Petersburgo se convertiría en capital del Imperio, con gran escándalo de los tradicionalistas y de la Iglesia ortodoxa, que veían en Moscú, la capital patriarcal, el símbolo y expresión, como Tercera Roma, de todas las esencias de la Santa Rusia. Andando el tiempo, ya en el siglo XIX, Pushkin pondrá en boca de Pedro el Grande estas palabras, como una especie de «profecía a posteriori»: «Y pensaba: Desde aquí amenazaremos a los suecos. Aquí se edificará una ciudad que encolerizará a nuestro altivo vecino. Aquí la naturaleza nos ordena abrir una ventana sobre Europa». Metáfora esta de la ventana a Europa o sobre Europa que alcanzará una enorme popularidad, hasta convertirse en un tópico y que había sido utilizada por primera vez por un intelectual italiano, Francesco Algarotti, que visitó la ciudad en 1739.

También en 1703 se construyó la fortaleza insular de Kronstdat, que guarda el acceso por mar de la futura capital y que había de ser la base naval en el golfo de Finlandia. Durante estos años Pedro desarrolla una actividad desbordante e increíble y se desplaza una y otra vez del teatro bélico del norte a Moscú, donde prosigue con empeño sus reformas en el campo político y administrativo. En el campo de batalla la posición de los rusos había mejorado relativamente y Pedro decidió sacarse la espina de la derrota de Narva y conquistar de una vez la ansiada plaza, sin cuyo control resultaba imposible mantenerse en Ingria. Tras vencer a los suecos en el cercano lago Peipus, Narva fue asediada en abril de 1704, al mismo tiempo que se ponía sitio a la ciudad de Dorpat, en Estonia. No todo es fácil para los rusos, que ven cómo su aliado Augusto es destronado y las tropas ruso-lituanas derrotadas en Curlandia, pero Pedro no ceja y en el mes de agosto, y tras haber conquistado Dorpat, logra un pleno éxito en el asalto a Narva, mientras Carlos XII impone como rey de Polonia a Estanislao Leszcynski, que fue coronado en Varsovia en octubre de 1705. Con la ayuda de Pedro I, Augusto II intenta resistir, aunque la mayor parte de la nobleza polaca le vuelve la espalda.

Las nuevas conquistas de Pedro inquietan a las potencias occidentales, que se ofrecen como mediadoras, aunque lo que desean de verdad es frenar a los rusos, pues prefieren que el Báltico siga siendo un lago sueco. De hecho nadie quiere la paz y Carlos XII decide, en el otoño de 1706, aprovechar la situación y por medio de una operación relámpago entra en la Silesia austriaca, teóricamente neutral, y cae como un rayo sobre Sajonia, apoderándose de su capital, Dresde. Por medio del tratado de Alt-Ranstadt, firmado en octubre de aquel mismo año, Augusto II se ve forzado a abdicar de su corona polaca, en beneficio del ya proclamado Estanislao Leszcynski. Esto supone que Pedro se queda sin su aliado polaco-sajón y que la Rzeczpospolita se convierte en un satélite del imparable Carlos XII.

Las tropas rusas se encuentran, pues, agotadas y sin aliados y parece que nada puede impedir que Carlos XII, controlada Polonia, invada la Tierra rusa. Por otra parte, el descontento entre la población rusa, asfixiada por las levas y los impuestos, no hace más que crecer y en el ambiente se respiran aires de revuelta. El primer estallido se produce en el verano de 1705 en Ástrakhan, donde campesinos huidos, Viejos Creyentes y los streltsy, exiliados tras la disolución de sus regimientos, se levantan contra el zar o, más exactamente, contra la nobleza y los extranjeros. A sus viejos agravios se añaden las vejaciones a que les someten funcionarios corruptos, muchos de ellos extranjeros, y la para ellos inaceptable prohibición de llevar barba y vestimenta tradicional rusa. Los rebeldes se apoderaron del kremlin de Ástrakhan, forman su propia administración y tratan de difundir la rebelión en los territorios próximos, con éxito diverso. Mientras tanto propalaban el rumor de que Pedro había sido sustituido por un extranjero durante su viaje a Occidente, de modo que el zar no era el zar: ahí radicaba, como en los Tiempos Turbulentos, la «legitimidad» de su levantamiento.

Pedro reprimió como pudo las revueltas, formando un cuerpo expedicionario, con tropas regulares, cosacos del Don y algunos kalmukos, al mando del prestigioso Sheremetiev, que acabó con el levantamiento de Ástrakhan, que fue tomada el 13 de marzo de 1706. La represión fue tan brutal como era habitual y unas 350 personas fueron ejecutadas o murieron bajo la tortura. Apenas un año y medio después, la revuelta estalla en el Don, donde los cosacos se levantan contra los intentos de regularizar el servicio y contra la avalancha de siervos huidos que llegan a la zona. En octubre de 1707 un destacamento ruso fue aniquilado cerca de Bakhmut (actualmente Artyomovsk, en Ucrania) por una fuerza de unos 200 cosacos al mando del atamán Kondrati Bulavin, jefe de la revuelta. Tras varias vicisitudes las tropas cosacas de Bulavin son derrotadas en el verano de 1708, pero la pacificación total no se consiguió hasta 1710, gracias al príncipe Khovanski, que combinó la acción militar con medidas políticas, como la de suprimir los impuestos. Mientras tanto, Pedro, haciendo gala de su incansable actividad, se disponía a defender el territorio ruso, poniendo a punto fortificaciones en la zona fronteriza y forzando a los campesinos a esconder sus provisiones y el forraje para los animales, con el propósito de dificultar el probable avance del enemigo. Al mismo tiempo puso en pie de guerra un ejército de unos 135.000 hombres, con los que esperaba parar a las tropas suecas, que totalizaban unos 50.000 efectivos. Pedro llevó a cabo también una intensa acción diplomática para encontrar mediadores con Carlos XII. En esa línea, recurrió a la reina Ana de Inglaterra, al duque de Marlborough y a los reyes de Dinamarca, Prusia y Francia. Y advertía que estaba incluso dispuesto a abandonar Narva. Solo San Petersburgo no será en ningún caso objeto de negociación. Pero Carlos XII no tiene ninguna intención de hablar de paz y no parece preocuparle en absoluto la campaña de Pedro en la zona báltica, porque piensa que, en definitiva, todo ese territorio volverá a Suecia en su momento.

Pero, inesperadamente, Carlos XII, que había franqueado el Vístula para, aparentemente dirigirse a Moscú, cambió sus planes y en septiembre de 1708, después de un agotador verano, dirigió el grueso de sus tropas hacia Ucrania, en busca de la ayuda de los cosacos del atamán Mazepa, que, defraudado por las tendencias autocráticas de Moscú, maquinaba en secreto levantarse contra el zar y a favor de las tradicionales libertades cosacas. Informado de la rebelión de Ástrakhan y pensando en la ayuda de los cosacos, y quizá también de los turcos, Carlos XII pretendía atacar Rusia por el sur, aprovechando las dificultades que la revuelta le estaba ocasionando a Pedro. A partir de aquel momento, sin embargo, la estrella de Carlos empezó a oscurecerse. A finales de aquel mismo verano, los 15.000 suecos que formaban las tropas de refuerzo, al mando del conde Loewenhaupt, el más brillante de los generales de Carlos, fueron severamente derrotados en Lesnaia, en la actual Bielorrusia, victoria que, más adelante, fue calificada por Pedro como «la madre de Poltava». Por otra parte, Mazepa —que, según Heller, «es uno de los héroes más populares de la historia rusa»— no estaba tan bien dispuesto como había pensado Carlos XII, pues estimaba que no había llegado el momento de la rebelión abierta contra Moscú. Sin embargo, la inesperada llegada a Ucrania de Carlos XII obligó a Mazepa, como escribe Heller, «a poner las cartas boca arriba» y en el otoño de 1708 se pasó abiertamente al campo sueco, en un acto que para los rusos solo puede ser calificado de traición, aunque para los ucranianos no fue sino un acción a favor de la independencia nacional ucraniana. La traición de Mazepa dejó a Pedro estupefacto, pero reaccionó con rapidez y envió a Menshikov con una expedición de castigo que destruyó la capital cosaca, Baturin. Por otra parte, salvo los cosacos zaporozhis, los ucranianos no se sumaron a la rebelión de Mazepa. También en 1705 se levantaron los bashkires, pueblo de origen turco que habitaba en la zona de los Urales, que protestaban por la exigencia de hombres y caballos para el ejército a que les sometían los rusos y que no fueron subyugados hasta 1711. Dukes subraya que además de estas revueltas de Ástrakhan, del Don y de la de los bashkires, hubo otras de menor entidad durante el reinado de Pedro el Grande, como las que se produjeron en empresas industriales o con ciertas tribus no rusas.

El invierno de 1708 fue de una excepcional dureza —lúgubre y glacial, según Riasanonvsky—, lo que no dejó de afectar a la moral de los suecos, que se vieron forzados a soportar penalidades sin cuento, ya que, como recuerda Renouvin, «los cirujanos no cesan de amputar miembros congelados». Este mismo autor comenta que, fracasada su actuación diplomática para lograr parar a Carlos XII, a cambio de la devolución de los territorios conquistados en el Báltico, salvo la desembocadura del Neva, Pedro I puso en marcha el gran recurso estratégico ruso que consistía en aprovechar en beneficio propio la enorme extensión territorial rusa.

Forzado a no contar sino consigo mismo —escribe—, se inspira en una idea estratégica que puede considerarse específicamente rusa: crear el vacío ante el invasor, atraerle tan lejos de sus bases como sea posible y no aceptar batalla sino cuando parezca suficientemente debilitado, lo más tarde y lo más lejos que sea posible. De este modo, a partir del momento en que Carlos XII abandona el territorio polaco, es un verdadero desierto lo que tiene que atravesar. El hambre se une al frío para hostigar y desmoralizar a las tropas17.

Llegada la primavera, los suecos pusieron sitio a Poltava, importante centro de comunicaciones situado al este de Kiev, a orillas del río Vorskla, que es un afluente de Dniéper. En el mes de julio un ejército ruso que doblaba en efectivos a los suecos (50.000 contra 20.000, aproximadamente), con Pedro al frente, llegó a la zona y se enfrentó con los sitiadores, que fueron contundentemente derrotados. Era el 8 de julio de 1709. Herido pocos días antes en un pie, el rey sueco había tenido que entregar el mando a Loewenhaupt y se limitó a contemplar la batalla desde lejos, en una litera, con la consiguiente desmoralización de sus soldados, acostumbrados a su presencia. Acompañado de Mazepa, Carlos XII consigue huir y, atravesando el Dniéper, busca refugio entre los turcos, concretamente en Bender (Moldavia), desde donde no cejaría en sus intrigas contra Pedro. En el campo de batalla quedaron 7.000 soldados suecos y 300 oficiales, mientras que otros 3.000 fueron hechos prisioneros. Eufórico, Pedro brinda con los oficiales suecos prisioneros y les agradece las «lecciones» que le han enseñado. Dos días después de la batalla el resto del ejército sueco, con Loewenhaupt al frente, se tuvo que rendir con armas y bagajes. Como escribe Renouvin, «el ejército sueco ha dejado de existir […]. Suecia, privada de su ejército, deja de ser una potencia europea y retoma su rango, más modesto, de potencia báltica»18. Los 16.000 suecos que caen en poder de los rusos se pudrirán en las minas del Ural, mientras que algunos otros enseñarán a sus vencedores la técnica del acero. Solo a la firma de la paz, en 1721, volverán a su patria.

Poltava es la más importante batalla que libró Pedro I y la que cambió su fortuna. Destrozado el ejército sueco y huido su rey, la «Gran Guerra del Norte» se decidió a favor del zar, que llegó al cenit de su poder y consiguió la admiración y el respeto de Europa entera. Dukes ha sintetizado así los efectos de este importante hecho de armas:

Poltava no fue solo un motivo de celebración en Rusia, sino que logró el más amplio reconocimiento de la causa de Rusia en toda Europa. Dinamarca volvió a tomar parte en la guerra y Prusia prometió hacerlo cuando terminase la Guerra de Sucesión de España. Augusto II, que estaba en una posición subordinada, recobró el trono polaco […]. Mientras tanto tropas rusas consolidaban sus bases en el Báltico, apoderándose del resto de Estonia y Livonia, con la satisfacción general de la población local. Los barones alemanes estaban felices de liberarse del control de los suecos, los mercaderes vieron enormes posibilidades como mediadores en el comercio internacional y hasta los campesinos estimaron que librarse de las depredaciones de los sucesivos ejércitos invasores produciría una cierta mejora en su miserable situación19.

La victoria de Poltava constituyó no solo el triunfo militar, sino también diplomático, pues, como señala, Anderson, «el atractivo de una alianza con el zar, ya fuese por matrimonio o de cualquier otra forma, había aumentado de manera espectacular». Como consecuencia de la nueva situación, Pedro no solo logró casar al zarevich Aleksis con la princesa Carlota de BrunswickWolfenbüttell, matrimonio que se negociaba sin éxito desde 1707, porque Pedro, como soberano europeo «era casi insignificante», sino que consiguió el establecimiento de relaciones diplomáticas permanentes con las grandes potencias occidentales. En 1721, Rusia tenía ya 21 delegaciones permanentes incluyendo las consulares. Pedro se entrevistó con Federico de Prusia en Marienwerder (Prusia Oriental) en 1709 y allí se empezaron a perfilar los futuros repartos de Polonia. Con Viena se produce también una aproximación y Pedro hasta llegó a sugerir, sin éxito, que Livonia se incorporase al Sacro Imperio Romano Germánico, adquiriendo él, como su nuevo soberano, la condición de príncipe del Imperio, con voz y voto en el Reichtag imperial20. El filósofo Leibniz reflejaba esta nueva situación al afirmar: «Se viene diciendo que el zar va a ser un gigante para toda Europa y que será una especie de turco del norte». Y pocas semanas después aconsejaba a su señor, el elector de Hannover, que procurase esforzarse en tener buenas relaciones con Pedro. Se llegó incluso a sugerir que el zar actuase como mediador en la Guerra de Sucesión española21.

Pero cuando Pedro podía haber consolidado la conquista de la orilla báltica hubo de enfrentarse con una guerra declarada por los turcos en el otoño de 1710, fruto de las manipulaciones del huido Carlos XII y a pesar de que en enero de aquel año se había renovado la tregua existente entre Rusia y el Imperio otomano. Para algunos autores, como Riasanovsky, es «el momento más difícil del reinado». El pretexto turco fue, precisamente, la extradición de Carlos XII, que, inútilmente, Pedro había pedido, advirtiendo que, en caso contrario, recurriría a la armas. Al triunfante Pedro no pareció importarle mucho este nuevo desafío y hasta soñó con repetir en el mar Negro la hazaña ya cumplida en el Báltico. Además, los cristianos de los Balcanes —especialmente los príncipes de Moldavia y Valaquia (hospodares)— prometieron su ayuda contra los opresores otomanos. Pero el ejército de Pedro, compuesto por 45.000 hombres, se encontró, a orillas del Prut, sin intendencia y rodeado por una fuerza otomana de unos 130.000 soldados. Los refuerzos de los eslavos balcánicos no llegaron nunca y el príncipe valaco Brancovan prefirió renovar su lealtad al sultán turco. Pedro se salva del desastre por las hábiles artes diplomáticas de su vicecanciller, Piotr Shafirov, que, uniendo su capacidad negociadora al soborno, logró evitar la destrucción del ejército ruso, al precio del abandonar las plazas conquistadas y de las joyas de Catalina, la esposa de Pedro, que le acompañaba en la campaña. También se incluía en ese precio la devolución de Azov y la destrucción de Taganrog. Asimismo Pedro se obligaba a dejar libre paso a Carlos XII y a retirarse de Polonia. La nueva derrota meridional del zar no impidió que en el norte la suerte le fuera más propicia. Estonia y Livonia fueron retenidas y las tropas rusas penetraron en Pomerania y Mecklenburgo, conquistando Wismar y arrojando a los suecos del continente. Los acuerdos del Prut fueron ratificados por el tratado de Adrianópolis, que se firmó en 1713.

A pesar del retroceso que supuso la derrota del Prut, Pedro I consiguió que Rusia, garantizado ya su acceso al Báltico, fuera considerada una potencia europea con la que era necesario contar. Con la ayuda de daneses y sajones, Pedro continuó su actividad bélica, tanto en el norte —donde en 1710 se había apoderado de Vyborg, de Riga y de Reval (Tallin)— como en el sur. Los aliados polacos, sajones y daneses que le habían abandonado se le unieron de nuevo al ver a Carlos XII derrotado y huido, e incluso Prusia y Hannover se le suman. Mientras estos aliados actúan en la orilla meridional del Báltico, con participación de tropas rusas, Pedro se vuelve hacia Finlandia y en el verano de 1714 derrota con su armada a los suecos en la batalla del cabo Gangut, actualmente Hankö, en el extremo meridional de Finlandia y se apodera de las islas Aland, a la entrada del golfo de Botnia, que eran una importante base sueca. En el ámbito diplomático Pedro firmó tratados con Prusia, en junio de 1714, y con Hannover, cuyo Elector, Jorge, acababa de convertirse además en rey de Gran Bretaña, en octubre de 1715.

La hostilidad contra Rusia fue en aumento y los socios de la víspera empezaron a pensar que quizá sería mejor pararle los pies a Pedro que enfrentarse con Suecia, que había dejado de ser una amenaza. Ante la nueva situación y sintiéndose aislado, Pedro decidió en el verano de 1717 abandonar Mecklenburgo.

El prestigio de Rusia, así como el personal de Pedro, había crecido espectacularmente después de Poltava, pero también se incrementó el temor de las otras potencias, que intentan neutralizar o utilizar en beneficio propio al inmenso coloso que aparecía por el este. Anderson escribe:

Temida, poco grata y, en algunos aspectos, despreciada, no podía seguir ignorándose a Rusia. El exotismo y barbarie de algunos aspectos de su vida nacional, la incomprensibilidad de su lengua, las supersticiones de su Iglesia no podían ocultar el hecho de que el país estaba participando cada vez más en modelar la política de los Estados europeos22.

Como reflejo de esa situación, en la edición de 1716 del Almanach Royal francés, Rusia aparecía ya en la lista de las grandes potencias. La hostilidad contra Rusia adquirió los caracteres de una auténtica «rusofobia», sentimiento que periódicamente ha prendido en los países occidentales y que en aquellos años iniciales del siglo XVIII fue muy intenso. Hacia 1719, John Stanhope, secretario de Estado británico, se convirtió en el enemigo más activo de Pedro I y trató de formar una amplia coalición contra el zar —en la que entrarían Hannover, con el apoyo de Inglaterra, Suecia, Sajonia, Prusia y Polonia—, pero que nunca se hizo realidad.

Tanto Carlos XII, regresado de su exilio, como Pedro están dispuestos a firmar la paz. En el nuevo viaje que, en 1717, hizo Pedro a Francia —aliado tradicional de Suecia— consiguió que los diplomáticos galos se ofreciesen como mediadores entre Rusia y Suecia y hasta que se comprometieran a dejar de subvencionar a Carlos XII. Por cierto que en ese nuevo viaje a Occidente, en el que tras visitar su amada Amsterdam se dirigió a París, deteniéndose en Dunquerque y en Calais, Pedro, que tenía entonces cuarenta y cuatro años, tuvo ocasión de constatar el prestigio y popularidad de que gozaba como vencedor de Poltava.

No cesó de sorprender a los parisinos —escribe Renouvin—. Conducido en primer lugar al Louvre, se espantó de la suntuosidad del lugar y prefirió establecerse en el hôtel de Lesdiguiéres, cercano al Arsenal, al que se hizo llevar una sencilla cama de campaña. Durante seis semanas recorrió la ciudad en todos los sentidos, mostrando una infatigable curiosidad y una completa sencillez en sus maneras. Visitó la Sorbona, el Parlamento y, finalmente, la Academia de Ciencias, que, después de su regreso, le concedió el título de miembro de honor. Consiguió llevarse a Petersburgo toda una cohorte de artesanos, en particular tapiceros cedidos por las manufacturas de Gobelinos y Beauvais, a los que encargó la introducción de su industria en Rusia. En el plano diplomático no obtuvo gran cosa. El Regente [francés] se contuvo por el temor a disgustar a los ingleses, en malas relaciones entonces con el rey de Prusia, Federico Guillermo, amigo del zar23.

Fruto de esta nueva situación y del cansancio de ambas partes por la larga guerra, fueron las negociaciones de un tratado de paz que se abrieron en las islas Aland en la primavera de 1718 y que se alargaron porque Inglaterra, que no deseaba que se consolidasen las posiciones rusas en el Báltico, las saboteaba secretamente a través de Suecia. Además, una flota británica, al mando del almirante Norris, patrullaba por el Báltico con intenciones hostiles hacia la flota rusa. Como medida de presión ante esta compleja situación, Pedro ordenó que se reanudasen las operaciones militares. Pero un nuevo y grave hecho retardó aún más las negociaciones cuando en diciembre de 1718 Carlos XII murió inesperadamente en el sitio de la fortaleza danesa de Friedrikshall, situada en Noruega, víctima de una bala enemiga o, según algunos autores, del disparo de uno de sus propios hombres.

Las negociaciones de Aland no condujeron a ningún resultado práctico y los rusos mostraron su capacidad naval e incluso anfibia, ya que en varias ocasiones, al menos en 1717, 1720 y 1721, lograron desembarcar tropas en Suecia, y ya la primera vez en llegar a las puertas de Estocolmo. En el verano de 1720 la flota rusa derrotó a la sueca en las inmediaciones de las islas Aland. Aquel mismo año, el zar y el rey de Prusia llegaron a un acuerdo en relación con Polonia, en virtud del cual se comprometían a defender las «libertades polacas», fórmula hipócrita que expresaba su voluntad de mantener el desastroso statu quo de Polonia y los privilegios de la levantisca nobleza como una garantía de debilidad de la Rzeczpospolita. Eso implicaba que no se permitiría que la dinastía sajona se hiciera hereditaria en Polonia.

En febrero de 1721 se iniciaron nuevas negociaciones de paz entre Rusia y Suecia, esta vez en Nystadt, en Finlandia, en las que los rusos mostraron desde el principio su voluntad de no abandonar las plazas del Báltico, presionando con sus 115.000 soldados «de la mejor infantería de Europa», según reconocía el embajador francés en Estocolmo24. En agosto de 1721 se firmó por fin la paz que reconocía a Rusia la soberanía sobre la costa báltica, de Riga a Vyborg, mientras Finlandia continuaba en poder de Suecia. Rusia se comprometía a garantizar los derechos y privilegios de las ciudades, gremios, corporaciones e iglesias de los territorios adquiridos. Años más tarde, en 1724, Rusia y Suecia firmaron incluso un tratado de defensa mutua.

El tratado de Nystadt supuso para Pedro el Grande un impresionante éxito diplomático y alimentó sus sueños expansionistas, que aspiraban ahora a lograr un acceso al mar del Norte, idea que fraguó durante la ocupación de Mecklenburgo, que el zar veía como base para el comercio ruso con Occidente. Según Anderson, «incluso albergaba la esperanza de fomentar [el comercio] construyendo un canal desde Wismar hasta el Elba, que proporcionaría una salida al mar del Norte, pasando por el Sund»25. Para Dukes, «este grandioso proyecto puede verse como prueba de las ambiciones a largo plazo de Pedro, que aspiraría a lograr para Rusia la hegemonía europea. Y si se toman en consideración sus políticas en relación con Asia, se podría afirmar que Pedro soñaba con la influencia rusa en todo el mundo»26.

Para Suecia, por el contrario, Nystadt significó el fin de sus sueños expansionistas e incluso su retirada de la escena europea. Ragnhild Hatton ha subrayado que con Carlos XII terminaron las esperanzas de mantener a Suecia como una gran potencia en el concierto de los pueblos. «La mayoría de los suecos —escribe— tenía la sensación de que la lucha por sostener la posición de gran potencia había sido tan larga y tan dura que era un alivio verse libres de ella y del Stora Ofreden, la “gran tensión” que provocó en toda la sociedad sueca». No hay que olvidar que aunque Suecia era un país perfectamente organizado, su población no llegaba a los tres millones y que sus posesiones conformaban «un imperio excesivamente disperso que, como la experiencia había demostrado en muchas ocasiones a lo largo de la Historia, no era posible defender de un modo eficaz y permanente»27.

Escribe Riasanovsky que «la guerra del Norte, así como la guerra de Sucesión de España, que se desarrolló al mismo tiempo, pueden ser consideradas dos tentativas, coronadas por el éxito, para anular los resultados de la Guerra de los Treinta Años y reducir el poder de sus dos principales vencedores, Suecia y Francia». Pero añade que «los resultados conseguidos en la guerra del Norte se iban a revelar, por otra parte, más duraderos que los obtenidos en el oeste de Europa. A causa de la desproporción entre la talla, los recursos y las poblaciones respectivas de Rusia y de Suecia, la victoria de Pedro el Grande sobre Carlos XII era irreversible»28.

RUSIA, GRAN POTENCIA EUROPEA. LA EXPANSIÓN EN ASIA

Después de la firma del tratado de Nystadt, el Senado ruso decidió conceder a Pedro los títulos de Grande, Padre de la Paria y, sobre todo, de Emperador de todas las Rusias. Como señala Heller,

[…] la elección del término latino Imperator en vez del griego [esto es, basileus] es significativa: la «Tercera Roma» se proclama heredera de la «primera». Iván el Terrible no afirmaba otra cosa cuando hacía remontar sus orígenes a Augusto. En su discurso solemne el canciller conde Golovkin hizo el balance de la acción del emperador: ha conducido a Rusia «de las tinieblas de la ignorancia a la escena de la gloria mundial», la ha hecho pasar «de la nada a la existencia», la ha introducido «en la sociedad de los pueblos civilizados». Pedro respondió con el deseo de que el pueblo de Rusia reconociese los beneficios de la pasada guerra y de la paz conseguida, pero lanzó una advertencia: «En espera de la paz, no nos conviene debilitarnos militarmente, para no conocer la suerte de la monarquía griega», es decir, de Bizancio.

El mismo Heller señala que el nuevo título hace de Pedro «emperador y autócrata de todas las Rusias, de Moscú, Kiev, Vladimir, Novgorod; y no guarda el título de zar sino para las antiguas tierras tártaras: Kazán, Ástrakhan y Siberia»29.

Por cierto que la adopción del título de Emperador suscitó no pocos recelos en los países occidentales, especialmente en el Imperio de los Habsburgo, que se opusieron durante dos décadas a tal título. Como escribe el mismo Anderson, «con esto no solo atacaba el amor propio de la Casa de Habsburgo, sino que amenazaba la unidad de la Cristiandad, simbolizada por el Sacro Emperador Romano y su título imperial, hasta entonces único». Anderson recuerda cómo en los siglos XVI y XVII, cuando Rusia no era vista como parte del sistema europeo, nadie objetaba los títulos que los zares se atribuían. «Aplicados al soberano de un país exótico y aparentemente exterior a Europa, “emperador” o “majestad imperial” no eran títulos que planteasen problemas graves […] Pedro era ahora un soberano europeo. Sus títulos debían ser pesados a escala europea». A pesar de todo, «casi todos los Estados del norte de Europa —Prusia, Suecia, Dinamarca, la República holandesa— lo reconocieron formalmente, sin oponer apenas dificultad. Inglaterra y Austria, en cambio, no lo reconocieron hasta 1742, y Francia y España tardaron tres años más»30.

Poco después de Nystadt, el barón Shafirov, uno de los mejores diplomáticos de Pedro el Grande, le decía a un diplomático francés:

Sabemos muy bien que nuestros vecinos ven con muy poco agrado la buena posición en que Dios se ha complacido en ponernos; que se sentirían felices si se les presentase la ocasión de encerrarnos de nuevo en nuestra antigua oscuridad, y que si buscan nuestra alianza, se debe más al miedo y al odio que a ningún sentimiento de amistad.

Y es que, como subraya Anderson, «el malestar y la hostilidad, tan extendidos, que provocaron los logros rusos tardaron mucho tiempo en desvanecerse». Y añade: «De todos modos, la categoría de Rusia como parte importante del sistema político europeo era ahora un hecho que nadie podía negar»31.

Durante el reinado de Pedro el Grande, Rusia inicia su penetración en Asia central, lo que, indudablemente, suponía establecer contacto con Persia, que controlaba toda la extensa zona desde Transcaucasia y el mar Caspio hasta la frontera de la India y el golfo Pérsico. La dinastía Safávida, abanderada de la rama shií (chiíta) del islam gobernaba el imperio persa desde el siglo XVI, en conflicto permanente con los otomanos sunníes, pero vivía entonces un proceso de decadencia que hacía del imperio persa una presa apetecible para los vecinos. Para Rusia los intereses comerciales y la posibilidad de ampliarlos eran un estímulo para la acción. La presencia militar rusa era reclamada por los comerciantes rusos establecidos en el valle del río Kura, en Azerbaiyán, para negociar con Persia y que, frecuentemente, eran víctimas de las incursiones de las tribus de las montañas del Cáucaso. Por otra parte, los gobernantes cristianos de Georgia y de Armenia buscaban la ayuda rusa, imprescindible en una zona de predominio islámico. Como escribe Le Donne, «el espíritu de cruzada era inseparable de las ambiciones comerciales. Más allá del Caspio, el comercio de la seda con Persia, el comercio de caravanas con Asia central y la mágica palabra “India” atraía a todos los comerciantes, con independencia de sus convicciones religiosas»32. Los informes de los viajeros y comerciantes que conocían la zona situada más allá del Caspio aseguraban que en las orillas del río Oxus, el actual Amu Darya, existían ricos depósitos de oro, y por lo que se refiere a la India, eran legendarias las riquezas que se atribuían a aquel remoto país. Hopkirk escribe, refiriéndose a los sueños asiáticos de Pedro el Grande, que «su fértil cerebro concibió un plan para apoderarse tanto del oro de Asia central como de una parte de los tesoros de la India»33.

El interés de Pedro por la zona posiblemente se despierta cuando en junio de 1701 un comerciante armenio con amplia experiencia viajera presentó al zar en Smolensko un plan para liberar a Armenia y Georgia del yugo persa, que consistía esencialmente en conquistar Azerbaiyán a partir de Shemakha, hasta llegar a Tabriz, la capital. Con la derrota de Narva todavía sin asimilar, Pedro no estaba para nuevas aventuras, pero cuando en 1712 los lesguianos, una tribu guerrera del Daguestán, arrasaron Shemakha y mataron a comerciantes rusos y armenios, renacieron el interés por Persia y las posibilidades comerciales de la zona. En 1715 Pedro mandó a A. P. Volynsky como enviado especial a Persia, con la intención de que se instalase allí como representante permanente. Su misión consistía en obtener compensaciones por las pérdidas sufridas en Shemakha y negociar un tratado comercial. Pero también se le encomendó que investigase la zona y las rutas hacia la India, así como, de una manera especial, las condiciones políticas, las capacidades militares y los recursos económicos de Persia y, según Dukes, de explorar las posibilidades de adquirir posiciones monopolísticas en el comercio de la seda. Los rusos querían saber, además, si el Caspio estaba conectado con la India por vía fluvial. Acostumbrados al uso de los ríos rusos como vías comerciales, pensaban que los ríos asiáticos también podían tener esa utilidad. Para hacerse una idea de las dificultades que en aquella época presentaban ese tipo de contactos señalemos que Volynsky salió de San Petersburgo en julio de 1715 y llegó a Isfahan, capital de Persia en marzo de 1717. El enviado ruso se percató enseguida de la inestabilidad de los Safávidas y, con un exagerado optimismo, en el informe que redactó a su regreso a San Petersburgo estimaba que, como Alejandro Magno, un pequeño destacamento de rusos se podría hacer con el país sin demasiadas dificultades, al menos la parte norte, entre el Caspio y los montes Elburz, donde se concentraba la producción de seda. Volynsky consiguió del sah un ventajoso tratado comercial, firmado en julio de 1717, que daba a los rusos derechos ilimitados para adquirir seda virgen. Pero el sah no aceptó la permanencia del ruso, que tuvo que abandonar el país, porque pensó que Rusia proyectaba una ofensiva contra la India que alteraría el statu quo de la región y afectaría a los intereses y los territorios persas.

Pedro también intentó establecer relaciones amistosas con los khanatos de Khiva y Bukhara, situados más allá del mar de Aral, sobre todo después de que, en 1703, el khan de Khiva hubiera pedido ayuda militar a Rusia contra las tribus rebeldes de la región. A cambio, el khan prometía convertirse en vasallo del zar. Pero Pedro se había olvidado de esta oferta, que, sin embargo, recordó años después, cuando, soñando con la India, pensó que Khiva podía ser una buena base intermedia. Hopkirk explica así los planes de Pedro:

Desde esa base, sus geólogos podían buscar el oro y sus caravanas podían hacer un alto en el camino cuando, según esperaba, volvieran de la India cargadas con mercancías lujosas y exóticas para los mercados rusos y europeos. Asimismo, explotando la ruta directa por tierra, podía dañar al existente comercio marítimo, que tardaba un año en hacer el viaje entre la India y Europa. Y, sobre todo, un khan amistoso podía proveer escoltas armadas para las caravanas, con el ahorro consiguiente de las enormes sumas que supondría el empleo de tropas rusas34.

En 1716, en tardía respuesta a la petición de 1703, Pedro envió a Khiva una expedición, fuertemente armada, compuesta por 4.000 hombres, que incluía infantería, caballería, artillería y un buen número de mercaderes rusos, así como 500 caballos y camellos. Al mando de la expedición estaba Aleksandr Bekovich-Cherkassky, que era un príncipe musulmán del Cáucaso, convertido a la ortodoxia, y que el emperador estimaba que era el hombre ideal para entenderse con los khanes orientales. Se pretendía establecer una especie de protectorado (poddanstvo) sobre el khanato de Khiva, al que se consideraba amigo, así como explorar el territorio: los ingenieros de la expedición debían estudiar la posibilidad de desviar el curso del Amu Darya hasta el Caspio, así como investigar si el curso del río partía de la India. Un jefe turcomano les había contado a los rusos que, años atrás, el río Oxus no desembocaba en el Aral, sino en el Caspio, y que las tribus locales lo habían desviado por medio de un sistema de presas. Los rusos, históricamente muy duchos en la navegación fluvial, pensaron que si se destruían las presas se restablecería el curso original del Oxus, lo que permitiría utilizarlo como vía de transporte, evitándose así el peligroso desierto de casi 1.000 kilómetros existente entre el Caspio y Khiva. Sería más cómodo llegar a la India, desde el Caspio, por vía fluvial. El entusiasmo se apoderó de los expedicionarios cuando una patrulla de reconocimiento creyó encontrar, no lejos de las costas del mar Caspio, lo que parecía ser el cauce original del Oxus. La marcha de la expedición fue mucho más penosa de lo previsto, pues si en abril estaban en el Caspio, no avistaron Khiva hasta mediados de agosto y después de dos terribles meses de travesía por el inhóspito desierto.

El khan salió al encuentro de los rusos en lo que parecía un gesto amistoso. Una vez en la ciudad, el khan explicó a Bekovich-Cherkassky que no era posible acomodar y alimentar a tantos hombres en Khiva, por lo que era necesario dividir al contingente ruso en varios grupos y alojarlos en los poblados vecinos de la capital. Bekovich-Cherkassky, deseoso de no ofender al khan, aceptó la propuesta, aunque su segundo, el mayor Frankenburg, advirtió de los riesgos implícitos en esta operación de dispersión de los componentes de la expedición. Tanta fue su insistencia que Bekovich-Cherkassky le amenazó con someterle a un consejo de guerra. Como temía Frankenburg, una vez que los soldados rusos estuvieron divididos en pequeños grupos, fueron sistemáticamente asesinados, incluidos Bekovich y Frankenburg. Solo se salvaron unos cuarenta rusos, gracias a la intervención del akhund o líder espiritual, que se atrevió a decirle al khan que las victorias conseguidas por medio de la traición eran peores que un crimen a los ojos de Dios. Solo algunos de estos pocos supervivientes lograron culminar con éxito el viaje de vuelta, mientras el khan, para mostrar su poder, enviaba la cabeza de Bekovich-Cherkassky, «el príncipe musulmán que había vendido su alma al zar infiel», a su colega el emir de Bukhara, que, nervioso ante la posible reacción rusa, se la devolvió al remitente porque «no quería tomar parte en semejante perfidia». Pedro andaba muy ocupado en el Cáucaso y no envió la temida expedición punitiva. «Pero si la traición del khan quedó impune —escribe Hopkirk—, no fue ciertamente olvidada, confirmando la desconfianza rusa respecto de los orientales». El khan de Khiva no quería convertirse en vasallo del zar y prefería la protección del sah, que le premió la hazaña con 20.000 rublos35.

Después de regresar de su misión en Persia, Volynsky fue nombrado gobernador de Ástrakhan, que, durante más de un siglo, fue en el cuartel general de la acción y de las operaciones contra Persia. Desde allí realizó una activa política con las tribus de Kabarda y el Daguestán, así como con Armenia y Georgia, dividida esta última por luchas internas. La dinastía Bragration, que regía la zona oriental de Georgia, pidió la ayuda de los rusos en esos conflictos, con la promesa de unirse en la lucha contra Persia, que, concluida la Gran Guerra del Norte, se inició con el pretexto de un nuevo ataque de los lesguianos contra Shemakha, en el verano de 1720, en el que murieron 300 mercaderes rusos, sin que el sah aceptara responsabilidad, con el argumento de que los atacantes eran sunníes. La campaña se inició desde Ástrakhan, en mayo de 1722, bajo la dirección del propio zar, que logró algunos éxitos militares en la costa oeste y sur del mar Caspio. Pero el calor y la falta de forraje para los caballos hicieron que la expedición acabara en desastre. También se intentó establecer contactos con el emir de Bukhara.

Pedro no solo estaba interesado por el comercio con la India, sino que exploró las posibilidades de ampliar las relaciones comerciales que se habían establecido con la China manchú en virtud del tratado de Nerchinsk, firmado en 1689. Como este tratado impedía el acceso de Rusia al valle del Amur, el impulso ruso se desvió hacia la exploración y colonización de la costa del Pacífico, en concreto en el mar de Okhostk. Kamchatka fue descubierta en 1697 y tres años después se fundó en esa península la ciudad de Bolsheretsk. Los rusos descubren también la punta meridional de Kamchatka, el cabo Lopatka, a partir del cual, y a lo largo de 1.200 kilómetros, se extienden las islas Kuriles, hasta Hokkaido, la más septentrional de las islas del Japón. Conocen así la existencia de este país, hasta entonces desconocido para ellos y por el que se interesan como posible socio comercial. Un pescador japonés, Dembei, al que una tormenta había llevado hasta Kamchatka, fue conducido a San Petersburgo, donde fue recibido por el propio Pedro el Grande, en enero de 1702, al que dio «una información valiosa, aunque parcialmente inexacta, acerca de la situación, economía, sociedad y gobierno del Japón […] tenía ya 30 millones de habitantes y cuya capital, Edo [Tokio], posiblemente con un millón de personas, era la ciudad más populosa del mundo». Informados de que el comercio japonés estaba basado en productos manufacturados, los rusos pensaron que la economía nipona era complementaria con su negocio de pieles. Para estas eventuales relaciones comerciales con el archipiélago Nipón, le faltaba a Rusia una marina mercante, por lo que puso en marcha la conversión de Okhostk en puerto comercial y naval, construyéndose allí un primer barco que hizo la travesía de ida y vuelta a Bolsherets en 1716. Pero, ya al final del reinado de Pedro, el sueco Lorents Lange, primer agente comercial de Rusia en Pekín, donde había residido desde 1719 hasta su expulsión en 1722, informó de la política japonesa de exclusión, establecida por el gobierno de los shogunes en 1636, en virtud de la cual estaban prohibidos los contactos con los extranjeros, y muy especialmente los de carácter comercial36.

La exploración de las Kuriles se inicia en 1711 y el comercio con los nativos ainus empieza a desarrollarse. En 1713 Rusia declara su soberanía sobre las dos islas más septentrionales del archipiélago y entre 1721 y 1722 ya habían sido exploradas las islas meridionales. Mientras tanto, dentro del mar de Okhostk, los cosacos habían llegado a las islas Shantar, situadas en la desembocadura del río Uda, punto terminal de la frontera ruso-china, según el tratado de Nerchinsk. Estas expediciones culminaron, inmediatamente después de la muerte de Pedro, con el descubrimiento por Vitus Bering, marino danés al servicio de Rusia, del estrecho que lleva su nombre. Este explorador hizo dos expediciones, una entre 1725 y 1730, la segunda entre 1738 y 1741, como resultado de las cuales no solo se conoció mejor la costa del Pacífico hasta Alaska, sino que aumentó la información sobre Japón, hasta el punto de que en abril de 1730 recomendó que se establecieran relaciones comerciales con aquel país37.

LAS REFORMAS DE PEDRO EL GRANDE

A pesar de su casi permanente actividad militar y de sus viajes, Pedro tuvo tiempo para transformar en profundidad las instituciones rusas, y ya sabemos que también intentó cambiar las costumbres con su prohibición de las barbas y del atuendo tradicional ruso. Según muchos autores, la motivación de las reformas habría sido casi exclusivamente militar, provocada por las urgencias bélicas del momento y eso explicaría, además, su carácter escasamente sistemático. Se trataría de una reforma «a parches», sin un plan de conjunto y sin que previamente se hubieran hecho los mínimos estudios para garantizar su adecuación a las concretas circunstancias rusas. Y ahí estaría también la causa principal del fracaso y falta de arraigo de muchas de las medidas impuestas por Pedro. En esta línea, Miliukov, siguiendo a Kliuchevskii, califica la reforma como fruto del azar, caótica, incoherente y fragmentaria. Por el contrario, Marc Raeff denomina al conjunto de las reformas «revolución petrina» y añade: «Contrariamente a Kliuchevski y Miliukov, yo no tengo la sensación de que la política de Pedro fuese dictada por las exclusivas necesidades de la guerra, ni de que consistiese en una serie de medidas ad hoc, en respuesta a las necesidades del momento». Y concluye que «Pedro realiza muy lógicamente un programa de transformaciones, copiado sobre el modelo del Estado policía». Heller, que aporta estas referencias, desarrolla a continuación una serie de consideraciones sobre un hecho que podemos considerar típicamente ruso: «el fenómeno de las revoluciones decretadas desde arriba»38. Parece, efectivamente, una constante de la historia rusa que las grandes transformaciones no sean tanto consecuencia de movimientos en la base, como de decisiones tomadas en el ámbito del gobierno.

Pero, precisamente por eso, no parece muy correcto reducir la obra de Pedro el Grande a una serie de medidas inconexas exigidas por las circunstancias del momento. Lo cierto es que Pedro atravesó, desde su misma infancia, por situaciones muy comprometidas, derrotas militares, conspiraciones y traiciones, revueltas de diferentes tipos, aislamiento diplomático, etc., que le obligaron en muchas ocasiones a tomar decisiones improvisadas y equivocadas. Pero no se puede negar que, desde muy joven, es patente en él una voluntad de cambio en profundidad y que quiso, con toda consciencia, asentar esa política de reformas sobre el estudio de los modelos más adecuados, el aprendizaje, en ocasiones personal, de las técnicas modernas, desde la construcción de buques a la organización administrativa. Al servicio de ese ambicioso proyecto, Pedro adopta como patrón de referencia el modelo de Europa occidental, aunque según el diplomático ruso del mismo siglo, Andrei Ostermann, se trataría de un modelo coyuntural, ya que Pedro habría comentado en alguna ocasión: «Tenemos necesidad de Europa durante algunos años, pero, después, deberemos volverle la espalda», lo que le lleva a Kliuchevskii a afirmar que «el acercamiento a Europa no era a sus ojos sino un medio para alcanzar sus fines, no un fin en sí mismo»39.

Riasanovsky se sitúa entre los que estiman que Pedro tenía un plan, aunque ciertamente no logró realizarlo en plenitud:

En realidad —escribe— quería occidentalizar y modernizar totalmente el gobierno, la sociedad, la vida y la cultura de Rusia, y aun si está muy lejos de haber alcanzado este fin prodigioso, incluso si las medidas tomadas se adecuaban mal entre ellas y dejaban enormes huecos, el proyecto de conjunto no es menos visible con mucha claridad.

Pero añade que, a pesar de que los países occidentales eran el modelo, «Pedro no se limitó a imitar servilmente a Occidente: buscaba adaptar las instituciones occidentales a las necesidades y a las posibilidades de Rusia». Y concluye que no era un teórico, sino que pertenecía «a la raza de los visionarios»40.

Por otra parte, es preciso tener en cuenta también que, aunque muchas de las medidas que tomó no eran otra cosa que la continuación de las políticas emprendidas en el siglo XVII, especialmente por su padre, el zar Aleksis, Pedro fue un reformador «contra viento y marea» que se propuso imponer sus reformas a pesar del ambiente poco propicio para tal empeño que se respiraba en Rusia. Apenas si encontró comprensión y colaboración para llevar a cabo sus planes. Como escribe Riasanovsky,

[…] su propia familia, los medios de la corte, la Duma de los boyardos, todos estaban resueltamente opuestos al cambio. Como no encontraba apenas apoyos en la cumbre y como no dio nunca importancia al origen social o al rango, el soberano reclutó colaboradores en cualquier sitio que fuera posible. Pronto se constituye un grupo extremadamente heteróclito, pero competente en su conjunto41.

Reconocer el amplio designio modernizador de Pedro no impide, por supuesto, que no se acepte el papel incitador de las reformas que supuso la guerra, especialmente el prolongado y agotador conflicto con Suecia. La necesidad de movilizar todos los recursos disponibles e imaginables para hacer frente a la entonces gran potencia escandinava por tierra y por mar, obligó a Pedro a organizar un sistema eficaz de reclutamiento que hacia 1720 totalizaba unos 130.000 hombres, lo que era impresionante para la época y convertía al ejército ruso en uno de los más formidables de Europa. El proceso modernizador, especialmente en relación con las fuerzas armadas, había empezado durante los reinados anteriores, pero se intensificó durante el de Pedro, que no solo creó los dos regimientos de elite de su guardia, el Preobrazhenski y el Semenovski, sino que aumentó el número de unidades de todas las armas. Después de la derrota de Narva, que puso en evidencia las carencias militares rusas, se puso en marcha un nuevo programa de reclutamiento a gran escala, en virtud del cual cada veinte familias campesinas debían aportar un hombre joven, de quince a veinte años, con buena salud y apto para el servicio en infantería. Por otra parte, cada ochenta familias debían aportar un hombre para la caballería. Este tipo de levas se repitieron durante los primeros años del siglo XVIII, acompañadas, a veces, de otras menos cuantiosas para la marina. Los seleccionados debían abandonar su familia y trabajo y pasar toda su vida en el ejército; solo en el último decenio del siglo XVIII la duración del servicio se redujo a veinticinco años. A las fuerzas regulares procedentes de ese sistema de reclutamiento, se deben añadir otras fuerzas irregulares, como los cosacos; las procedentes de las nacionalidades no rusas, que llegaron a totalizar por sí solas unos 100.000 hombres; la landmilitsiia, una especie de guardia territorial, cuantificada en unos 6.000 hombres, y la fuerza de guarnición, que estaba en torno a los 70.000. Para ordenar e instruir adecuadamente un ejército tan complejo se escribieron diversos manuales, el más importante de los cuales fue el Ustav voinskii, o Manual Militar, de 1716, que abarcaba temas como la composición y estructura del ejército; derechos y deberes de los oficiales; disciplina militar y justicia; preparación y táctica. Pedro tomó parte activa en la redacción de este manual, que contenía también normas para elevar el nivel de la moral y la educación de los militares. Con justicia se ha considerado que Pedro fue el fundador del ejército ruso moderno.

Para este ejército tan numeroso hacían falta muchos oficiales y ese fue siempre uno de los problemas que más trabajo le costó resolver al zar. La vieja institución de la nobleza de servicio siguió siendo un elemento fundamental y fue reforzada, de modo que el servicio se convirtió en vitalicio y los miembros de la nobleza debían vivir con el regimiento al que estaban destinados. Pero la formación de los oficiales tardó en institucionalizarse y esa fue una de las más graves carencias del ejército de Pedro en la primera época. La primera escuela militar creada en Rusia fue la que el regimiento Preobrazhenski abrió en 1698 para preparar a sus mandos. En 1701 se creó la primera escuela de artillería y en 1709 y 1719 se crearon dos escuelas de ingenieros en Moscú y San Petersburgo, respectivamente. La presencia e influencia de oficiales extranjeros fue decreciendo, aunque en las armas más técnicas, como la artillería y la de ingenieros, fueron necesarios durante algún tiempo, hasta que en 1721 el Colegio de Guerra ordenó que solo los rusos fueran nombrados oficiales de artillería. Un año después se estableció que los oficiales extranjeros ocupasen siempre rangos inferiores a los de sus colegas rusos. La hora de los extranjeros en el ejército había pasado. Por ejemplo, después del desastre del Prut en 1711 se destituyó a cinco generales extranjeros, seis coroneles y cuarenta y cinco oficiales de Estado Mayor.

La Marina, que era algo así como «la niña de los ojos» de Pedro, fue también en muy buena medida obra personal suya. Cuando murió, la Marina rusa estaba formada por 48 navíos de guerra grandes, 787 barcos de menor tonelaje y embarcaciones auxiliares con dotaciones que totalizaban los 28.000 hombres. A su servicio tenía una poderosa industria de construcción naval y un buen sistema de puertos en el Báltico. Sus victorias sobre los suecos dieron a la Marina rusa un enorme prestigio y los ingleses, cuya Marina era el modelo en que Pedro se había inspirado, consideraban que los barcos rusos eran equivalentes a los mejores de los suyos. Preocupados por esta Marina ascendente, en 1719 el gobierno de Su Majestad británica ordenó a todos sus súbditos que servían en la Marina rusa que se reintegraran a Gran Bretaña.

También la guerra fue el motor que indujo a Pedro a fomentar la industria, por ejemplo, en el ámbito de la producción de piezas de artillería y munición, de modo que se fabricaban en Rusia, tanto los pesados cañones de sitio como los más ligeros de campaña. En 1713, las 18 fortalezas rusas más importantes contaban en su conjunto con unos 4.000 cañones de diversos tipos. Los rusos adoptaron el fusil de pedernal y con bayoneta, que, en el momento de Poltava, eran de fabricación nacional casi en su totalidad. Aunque la bayoneta tenía, en principio, la finalidad defensiva de resistir las cargas del enemigo, los rusos la transformaron en ofensiva y fueron los primeros en cargar a la bayoneta. La producción industrial la realizaba directamente el Estado, pero también se promovía la creación de empresas privadas, a cargo de rusos o de extranjeros, a los que a veces se concedía el monopolio.

La reforma de lo que podemos llamar la Administración central afectó a la Duma de los boyardos, que, aunque seguía existiendo, había perdido poder y competencias. Sin suprimirla, sino dejándola que vegetara, se creó un Consejo Privado del Zar, teóricamente subordinado a la Duma pero, de hecho, controlado por personas de la máxima confianza de Pedro. En febrero de 1711, cuando se inició la campaña del Prut, Pedro creó un Senado que, inicialmente, debía cubrir las ausencias del zar, pero que pasó enseguida a ser un órgano permanente, compuesto de nueve miembros y dotado de amplios poderes, que se convirtió en la instancia suprema del Estado. Dependiente del Senado se creó un ober-fiskal, con funciones de supervisión y que tenía a su cargo una red de agentes fiscales extendida por todo el territorio del Imperio. Como enlace entre el zar y el Senado se estableció un Procurador general al que Pedro consideraba «el ojo del soberano». Siete años después de poner en marcha el Senado, en 1718, se crearon nueve collegia o colegios, también dependientes del Senado, cada uno de los cuales tenía a su cargo uno de los grandes sectores de la Administración. La idea de los colegios se la dio a Pedro un teólogo británico, Francis Lee, al que conoció en 1698 durante su viaje a Inglaterra. El filósofo Leibnitz también aportó sus ideas al proyecto, que fue puesto a punto por un barón de Silesia, Johann Luberas, y un funcionario de Holstein llamado Heinrich Fick, que había estudiado los sistemas administrativos existentes en Europa, especialmente las prácticas «cameralistas» de los Estados escandinavos y germánicos. El sistema de colegios venía a sustituir al viejo sistema de prikazy, que se había hecho ingobernable, como muestra que en 1699 ya existían 44 organismos de este tipo, que hacían de la Administración una verdadera maraña. Los tres principales colegios, Guerra, Almirantazgo y Asuntos Exteriores, fueron creados en 1718. Esta administración colegial, que tiene una semejanza con el sistema español de los consejos, vigente en la época de los Austrias, es el germen de los futuros ministerios y responde a la moda del momento.

La reforma también llegó a la administración territorial y se inició con dos decretos en 1699, el primero de los cuales restringía el poder de los voivodas sobre los mercaderes y sobre la burguesía urbana, y les daba la posibilidad de elegir entre ellos burmistry o burgomaestres, mientras el segundo regulaba el gobierno de las ciudades provinciales, que a cambio del derecho a elegir a sus representantes municipales debían pagar el doble de impuestos. Este sistema apenas si era novedoso, ya que se inspiraba en viejas prácticas moscovitas y no tenía otra motivación que la financiera: se trataba de asegurar la recaudación de los impuestos. Pero la reforma más amplia de la administración territorial y ya inspirada en los modelos occidentales fue la que Pedro aplicó entre 1708 y 1710 que dividía el país en ocho gubernii (provincias): Moscú, Ingermanland, (después San Petersburgo), Kiev, Smolensko, Kazán, Azov, Arkhangelsk y Siberia. Al frente de cada una de ellas —que pasaron de ocho a diez y después a once— había un gobernador con amplios poderes y perteneciente al círculo más próximo al zar. Curiosamente, esta última reforma anuló la anterior y devolvió algunos poderes a los voivodas. En 1719 se crearon 50 provincias, dirigidas cada una por un voivoda y subdivididas en uiezdy (distritos), con un comisario al frente. Todo esto muestra que Pedro «ensayaba» diferentes soluciones en busca de la más apropiada a las condiciones de Rusia. Dukes subraya que, a pesar de estos cambios, el gobierno central siguió siendo confuso e ineficiente y añade que «los intrincados esquemas de gobierno de las ciudades nunca se aplicaron»42.

Pedro también abordó la reforma de la Iglesia. Cuando en 1700 falleció el patriarca Adriano no nombró sucesor y dejó la sede vacante, y designó al metropolita Stepan Yavorski como «guardián y administrador de la sede patriarcal». Con la intención de presionar al clero regular, en diciembre de 1701 restableció el prikaz de los monasterios, que había sido suprimido en 1667, e impuso gravámenes sobre los monjes y sobre las tierras de los monasterios. Pero la auténtica reforma eclesiástica se produjo en 1721 y por medio de un Estatuto —debido a la inspiración y, seguramente, a la pluma del arzobispo Feofan Prokopovich, ferviente partidario de las reformas— que creaba el Santo Sínodo, encabezado por un Alto Procurador, funcionario laico. Esta institución sustituía al Patriarcado y llevaba a término los proyectos secularizadores iniciados en tiempos del zar Aleksis, acabando con las veleidades de supremacía respecto del Estado. Pedro limitó la propiedad eclesiástica y la sometió a un estricto control. En contrapartida, estimuló la enseñanza eclesiástica, promoviendo las escuelas de la Iglesia, se ocupó del empobrecido clero secular y se mostró tolerante respecto de los no ortodoxos, en la línea clásica de preferir a los protestantes sobre los católicos. La tolerancia se extendió a los Viejos Creyentes, hasta que la oposición de estos a la reformas petrinas dio pie para nuevas sanciones y cargas fiscales.

La política de Pedro el Grande, con todas sus implicaciones: guerra permanente, construcción de San Petersburgo y de otras ciudades, de fortalezas y canales, construcción de buques, explotación de los recursos mineros, suministros para el ejército, fomento de la industria, etc., supuso una carga enorme y agobiante sobre la población, especialmente la campesina. Además de las levas para el Ejército y la Marina, que entre 1699 y 1714 afectaron a más de 330.000 hombres, la construcción de Azov y otras fortalezas exigía reunir 30.000 trabajadores por año, y solo la construcción de San Petersburgo obligó a trasladar hasta allí a 20.000 campesinos entre 1712 y 1715. Por otra parte, en las minas de hierro y cobre de los Urales había en 1725 unos 30.000 campesinos. El precio en vidas humanas de esta política de trabajos forzados fue impresionante. Según testigos extranjeros, durante la construcción del puerto de Taganrog hubo 300.000 muertos de hambre o de enfermedad. Y se calcula que la construcción de San Petersburgo fue aún más mortífera. No puede extrañar que los campesinos huyeran como en el pasado hacia las regiones más alejadas del Imperio, donde era más difícil que llegara el poder de las autoridades, y que muchos de ellos formaran bandas de delincuentes que hicieron aumentar hasta extremos increíbles la criminalidad y la inseguridad. En algún momento Pedro intentó evitar y corregir los abusos de ciertos terratenientes, pero el resultado final del reinado fue que la servidumbre se consolidó aún más, en beneficio de la nobleza, que, indiscutiblemente, era la clase dominante. Aunque Dukes señala que «la burguesía realizó un significativo avance en su toma de conciencia y organización durante el reinado de Pedro el Grande» y que aparecieron algunos señalados burgueses, procedentes por lo general del ámbito mercantil o entre los pioneros de la industria.

Es difícil calcular qué población tenía la Rusia de Pedro el Grande. La mayor ciudad era Moscú y su población tenía oficialmente 13.673 almas43. Cualquier cálculo sobre el número de habitantes del Imperio es aventurado. Con los datos del primer censo ordenado por Pedro, que se hizo en 1719, Dukes calcula una población total de 15.577.85444. La mayor parte de esta gente se dedicaba a la agricultura, que sufría de un bajísimo nivel técnico.

Las necesidades financieras de Pedro eran permanentes, lo que condujo a gravar incesantemente todo lo imaginable, desde las colmenas hasta las barbas. Y el resultado fue que en 1702 la carga fiscal sobre la población se había doblado en relación con la de 1680, y en 1724 era cinco veces superior a la de esta última fecha. Si la fiscalidad gravaba sobre todo a los campesinos, los nobles estaban obligados al servicio personal al Estado desde los dieciséis años hasta el fin de su vida. Aproximadamente dos tercios de los jóvenes retoños de la nobleza eran destinados a la vida militar y el tercio restante era asignado a la administración. Posiblemente uno de los rasgos más modernos de Pedro era esta auténtica «meritocracia» que hacía posible para cualquiera, con independencia de sus orígenes sociales, llegar a lo más alto en las jerarquías del Imperio. El caso más notable era el de Menshikov, hijo de un cabo o de un palafrenero, que empezó como vendedor callejero, después se convirtió en ordenanza del propio Pedro y llegó a ser generalísimo, príncipe de Rusia y príncipe del Santo Imperio Romano-Germánico, entre otros títulos honoríficos45.

LA CULTURA DURANTE EL REINADO DE PEDRO EL GRANDE

Pedro el Grande era un hombre de una enorme e ilimitada curiosidad que se interesaba por todas las ciencias y las artes y que tuvo muy claro que había que hacer un esfuerzo por elevar el nivel educativo y cultural de Rusia, y sacarla de las tinieblas de la ignorancia y la superstición. Pero no fue en absoluto un intelectual, sino un gobernante pragmático que fomentó, sobre todo, los saberes que podían tener una utilidad práctica e inmediata. Como escribe Billington, «sus esfuerzos por hacer progresar los conocimientos rusos estuvieron casi exclusivamente concentrados en aquellas materias científicas, técnicas o lingüísticas que tenían un valor directo en el ámbito militar o en el diplomático». Este enfoque pragmático queda bien a la vista si consideramos que el primer libro secular impreso en Rusia fue la Aritmética de Leonty Magnitsky, que, más que una aritmética sistemática, era un manual de conocimientos útiles. En su subtítulo aparecía el término «ciencia» (nauka), que en ruso no significaba tanto «conocimiento teórico», como sería el caso en Europa occidental, sino algo así como «técnica especializada»46. También se refleja este pragmatismo y la preocupación por divulgar las modernas técnicas en el primer periódico publicado en Rusia, el Vedomosti, a través del cual pretendió explicar su política de reformas, tan escasamente entendida por un pueblo muy apegado a las tradiciones, habituado al aislamiento y dominado intelectualmente por la Iglesia ortodoxa. Pedro no se ocupó de la cultura filosófica o artística a pesar de sus relaciones con los doctores de la Sorbona, durante su visita a París, y de que inició la espléndida colección imperial de cuadros de Rembrandt. Por eso Billington escribe que «desde este punto de vista, el reinado de Pedro fue por muchas razones una regresión respecto del de Aleksis e incluso del de Sofía»47.

Puede afirmarse que la obra de Pedro no es sino una continuación, quizá mejor una culminación, cualquiera que fuese su éxito, de empeños iniciados en los reinados anteriores. Efectivamente, no era nuevo ni el interés por el Báltico y por las cosas de la mar, ni el deseo de aprender las técnicas y los saberes occidentales, ni el uso de expertos extranjeros. Pero, como escribe el mismo Billington, «si el reinado de Pedro representa la culminación de procesos en marcha desde hacía mucho tiempo, fue, sin embargo, nuevo en espíritu y de consecuencias de largo alcance»48.

La voluntad secularizadora de Pedro resulta evidente con su reforma de la Iglesia, que, a través del Santo Sínodo, queda estrechamente sometida a la voluntad imperial, hasta el punto de que, de alguna manera, el zar se convierte en jefe de la Iglesia oficial, como lo eran, por otra parte, los reyes en los países protestantes. La Iglesia queda sometida y «secularizada», pero, al mismo tiempo, Pedro la sigue utilizando como un instrumento de poder y como un arma en su expansión imperialista, como muestra la ayuda que le prestó para sus actividades en Polonia, políticamente útiles para sus planes. Esta mezcla de sometimiento, utilización y secularización se demuestra con la fundación en San Petersburgo del gran monasterio de San Aleksandr Nevsky. Era preciso que la nueva capital tuviera su gran monasterio y nada mejor que dedicarlo a Nevsky, gran príncipe, guerrero y santo, que además era el patrón de la ciudad y de la región. Pero es muy significativo que Pedro decretase que en adelante se representara al santo como un guerrero y no como un monje y que su fiesta se celebrase el 30 de julio, día del tratado con los suecos.

El aspecto más importante de lo que podríamos llamar la «política cultural» de Pedro el Grande fue seguramente la creación de instituciones culturales y educativas, muy en primer lugar de centros de enseñanza, encomendados con frecuencia a extranjeros. La primera institución fundada por Pedro fue la Escuela de Matemáticas y Navegación, que vio la luz tras un decreto de 14 de enero de 1701 y que es considerada el principio de la educación secular en Rusia. En 1715 se inauguró en San Petersburgo una Academia Naval, dirigida por un francés, el barón Saint Hilaire, con experiencia en las escuelas navales francesas de Brest y Tolón, que fue cesado poco después. Más prestigio tuvo la Escuela de Ingeniería de Moscú, fundada en 1712, o la Compañía de Ingeniería de San Petersburgo, en cuyo seno 74 ingenieros procedentes de Moscú levantaron el mapa de la costa báltica. Una Escuela Médica fue fundada en Moscú en 1719. De 1705 a 1715 funcionó en Moscú un Gymnasium Glück. De más importancia fue la Escuela de Minas, que se abrió en Olonets en 1716, a la que siguieron otras del mismo tipo en los Urales. En el mismo año el gobierno inició la creación de «escuelas de cifra», de carácter elemental, 12 de las cuales empezaron a funcionar en otras tantas ciudades de provincia.

La preocupación de Pedro por el desarrollo de las ciencias coincidía con las esperanzas que en él habían puesto los filósofos occidentales, que, como Leibniz, entendían que el camino del progreso intelectual había pasado desde Grecia, a través de Europa Central, al norte. En este sentido tiene la máxima importancia la fundación, poco después de la muerte de Pedro, y fruto de su decisión y proyecto según decreto de 18 de febrero de 1718, de la Academia de Ciencias, que tenía como objetivo la investigación y propagación de los saberes superiores. Sus departamentos eran los de matemáticas, física e historia, con una sección de bellas artes.

El esfuerzo modernizador de Pedro el Grande se tuvo que enfrentar desde el primer momento con una feroz resistencia, no solo por las cargas que hacía pesar sobre la población, sino por razones que podemos denominar ideológicas. La política de Pedro significaba un rechazo frontal de la visión del mundo y de la vida propia de la vieja Moscovia y había amplios sectores de la sociedad rusa que estaban dispuestos a impedir lo que les parecía una traición a la identidad y a los valores rusos, anclados en la Ortodoxia. Ya nos hemos referido a las insurrecciones que esmaltan el reinado de Pedro y que tienen una motivación de protesta contra todo lo que representaba el zar reformador. El otro polo de resistencia es el de los Viejos Creyentes. Ambos movimientos, escribe Billington, «se solapan y refuerzan a menudo el uno al otro y comparten una común idealización del pasado moscovita y el odio a la nueva burocracia secular». Añade este autor que estos dos movimientos «contribuyeron notablemente a conformar el carácter de todos los movimientos de oposición que se produjeron bajo los Romanov, sin exceptuar los que provocaron el fin de la dinastía en 1917»49.

LA SUCESIÓN DE PEDRO EL GRANDE

Las reformas de Pedro el Grande encontraron, como ya hemos subrayado, una enorme resistencia en amplios sectores de la sociedad rusa, que cifraron sus esperanzas en el zarevich Aleksis, nacido en 1690 de la primera esposa de Pedro, la repudiada Edvokie. Entre el padre y el hijo no hubo nunca una relación de afecto o de proximidad y Aleksis, que temía a su progenitor y que nunca entendió ni compartió sus programa de reformas, se fue convirtiendo, progresivamente, en la esperanza de cuantos aspiraban a que las cosas volvieran al «orden natural» del que las había sacado el emperador. Aleksis era la antítesis de su padre y, como escribe A. G. Brikner, «el espíritu emprendedor, la fuerza física y la energía de Pedro estaban en los antípodas de la suavidad, la indolencia y la debilidad física del zarevich». Y mientras «el padre se interesaba por las artes aplicadas, la técnica, el trabajo manual, el hijo prefería la teología y la historia de la Iglesia»50. El alejamiento entre Pedro y Aleksis seguramente se incrementó cuando en 1712 el primero se casó con Martha Skavronski, nombre de nacimiento de Catalina, que le sucedería como la Primera de ese nombre.

Preocupado por el futuro de su política reformista y por la actitud negativa de Aleksis, Pedro le había presionado para que o bien aceptase «el nuevo orden», o bien renunciase a sus derechos, y según parece, en algún momento, el zarevich asumió la idea de la renuncia. En 1716, encontrándose Pedro en Dinamarca, reclamó la presencia de Aleksis, que aprovechó la ocasión para huir a Austria, donde reclamó la protección del emperador Carlos VI, cuñado de la esposa del zarevich, fallecida un año antes. En 1718 Aleksis atendió a las llamadas de su padre y volvió a Rusia, donde obtuvo el perdón, pero a condición de que renunciara a sus derechos al trono y diera los nombres de quienes le ayudaron a escapar. Como consecuencia de la investigación que se abrió, que no detectó ninguna conspiración, le fue retirado a Aleksis el perdón y se inició un proceso. Un tribunal extraordinario, compuesto por un centenar de personalidades de la nueva situación, condenó a muerte a Aleksis por felonía. El zarevich murió, antes de la hipotética ejecución, en la fortaleza peterburguesa de Pedro y Pablo, donde estaba encerrado, durante el verano de 1718. Los historiadores hablan del choque físico y moral que sufrió Aleksis como causa de su muerte, pero no se descartan las torturas, que Anderson da como ciertas y alude a 25 latigazos de knut en una primera ocasión y 15 en la segunda. Afirma este autor que nunca se llegó a saber la causa precisa de su muerte, que oficialmente se achacó a una apoplejía, aunque se pusieron en circulación otras versiones que hablaban de decapitación, envenenamiento, ahogamiento o venas abiertas. Anderson añade que «fueran las que fueran las circunstancias exactas, ninguno de sus contemporáneos puso en duda que la responsabilidad de esa muerte recaía en Pedro, y la posteridad se hizo eco de ese veredicto»51.

Aun sin que se descubriera ningún complot, Heller escribe que «los historiadores son unánimes en reconocer que, sin embargo, la razón de Estado, los intereses de Rusia exigían al gran reformador acabar con su hijo». Y para Voltaire «la muerte del heredero era un precio demasiado pesado de pagar, pero Pedro estaba resuelto a ello, en nombre de la felicidad que aportaba al pueblo». La resistencia a las reformas de Pedro era, desde luego, muy amplia y, como ya hemos dicho, se había polarizado en torno a Aleksis. Su renuncia al trono no tendría ningún valor una vez que muriera Pedro y, ante esa perspectiva, este toma la terrible decisión de eliminar a su propio hijo. Iván el Terrible había matado a su hijo involuntariamente en un ataque de rabia; Pedro se deshace de Aleksis de una manera reflexiva y con una frialdad que espanta. En la escalofriante decisión de Pedro el Grande parece ser que influyeron mucho las informaciones que se obtuvieron del interrogatorio a que fue sometida Eufrosina, la amante de Aleksis que le había acompañado en su fuga a Austria. Según esta fuente, después de su acceso al trono, Aleksis pensaba renunciar a cualquier aventura bélica y proyectaba disolver una buena parte del ejército y desmantelar la armada. También tenía la intención de abandonar San Petersburgo y volver a Moscú. La muerte de Aleksis no pareció afectar en absoluto a Pedro, que no solo no declaró duelo oficial, sino que, al día siguiente, se celebraron, como estaba previsto, festejos populares por el aniversario de la batalla de Poltava y, tres días después, el 10 de julio, la onomástica del emperador.

Los últimos años del reinado de Pedro fueron muy duros para él y pudo sentir en muchos momentos el temor de que su obra acabara con él.

La sensación de aislamiento que experimentaba Pedro, su impresión de estar luchando solo contra el peso muerto de la oposición y el oscurantismo, se intensificaron más que nunca en los últimos años de su vida. Muchos de sus amigos de los primeros años habían muerto. Incluso Menshikov cayó en desgracia y tuvo que devolver parte de su inmensa riqueza.

De su soledad personal y política puede dar idea lo que escribía el embajador sajón en 1723: «Compadezco de todo corazón al monarca, puesto que no puede encontrar un solo súbdito leal, dejando aparte a los dos extranjeros que llevan las riendas del imperio, esto es, Yaguzinskii y Ostermann»52.

Posiblemente la mayor preocupación del emperador era la de su sucesión, que, desaparecido Aleksis, no estaba clara. Con su segunda esposa, Catalina, Pedro había tenido varios hijos que murieron siendo aún muy niños y solo sobrevivían dos hijas, Ana e Isabel, cuyos derechos al trono no parecían muy sólidos porque habían nacido antes de que se hubiera celebrado el matrimonio entre sus padres, lo que, según la mentalidad de la época, las convertía en bastardas. Quedaban como potenciales herederos el hijo del zarevich Aleksis, Pedro, y las hijas de Iván V, el medio hermano de Pedro que había sido «co-zar» con él hasta su muerte, Catalina y Ana. Asimismo no podía dejar de tenerse en cuenta que, significativamente, Pedro había hecho coronar como emperatriz, en 1724, ya en los últimos meses de su vida, a su esposa Catalina, lo que, de alguna manera, la asociaba al trono y hacía de ella una heredera potencial. Si Pedro no se decidió a declarar esa voluntad abiertamente, pudo ser porque le llegaron rumores de que Catalina tenía un amante. Pedro promulgó un decreto en 1722 que atribuía al emperador el derecho a nombrar a su sucesor, abandonando el automatismo de la primogenitura, pero Pedro no hizo uso de ese derecho. Comenta Anderson que «la actitud de Pedro dejó deprimentemente claro hasta qué punto el gobierno y la sociedad rusos carecían de la forma bien definida, de las instituciones arraigadas y los derechos legales garantizados de manera efectiva, normales en aquel tiempo en la Europa occidental»53.

Cansado y abatido, Pedro pasó los últimos años de su vida minado por la enfermedad, pero nadie hubiera presagiado una desaparición tan repentina. La campaña del Caspio afectó seriamente a su salud, pero, a sus cincuenta y dos años, todavía tenía muchas fuerzas y un gran empuje, como demuestra que, en el otoño de 1724, viendo que peligraba la vida de unos soldados que habían caído al golfo de Finlandia desde un barco que había encallado, se lanzó a aquellas heladas aguas para salvarlos. Como consecuencia del chapuzón atrapó un resfriado, lo que no le impidió seguir trabajando con el empeño de siempre. Fue por entonces cuando dictó las instrucciones para la expedición de Vitus Bering a Kamchatka. Su salud no mejoró durante el invierno y, febril, se vio forzado a guardar cama, con un complicado cuadro médico caracterizado por las secuelas de una enfermedad venérea y complicado con retención de orina, litiasis renal y gangrena, todo lo cual le hacía delirar. El 28 de enero (8 de febrero del calendario occidental) de 1725, viendo que se aproximaba su muerte, pidió un escritorio y, sobre el papel, escribió temblorosamente: «Lego todo a…», pero no pudo seguir escribiendo el nombre de la persona al que quería nombrar sucesora en el trono. El Imperio tendría que afrontar de inmediato el problema de la sucesión.

Como había sucedido tras el primer empujón imperial, en tiempos de Iván el Terrible, Pedro el Grande dejó tras sí un país arruinado. Como tantas veces en la historia de Rusia, los momentos de máxima expansión han sido seguidos por los de máxima debilidad. Durante el reinado de Pedro hubo etapas en las que el 82 por 100 de los ingresos públicos se dedicaron a las necesidades bélicas. El reclutamiento permanente para nutrir a los ejércitos privó de brazos a las actividades productivas, incluida la agricultura. Todo el esfuerzo para reformar el Estado se orientó, según ya hemos señalado, a las necesidades militares, incluidas las propias reformas educativas. Además, y en contradicción flagrante con su propósito europeizador, hay que subrayar que durante el reinado de Pedro I queda definitivamente consolidada la servidumbre, el rasgo más peculiar de Rusia hasta su supresión en 1861, y, según muchos historiadores, el que impidió que el país alcanzara niveles de desarrollo similares a los occidentales.