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LA FORMACIÓN DEL ESTADO MODERNO:
LA DINASTÍA ROMANOV

LOS PRIMEROS ROMANOV:
EL ZAR MIKHAIL Y SU PADRE FILARET

El período convulso que la historia ha denominado Tiempos Turbulentos termina con la elección, por parte de la asamblea de toda la Tierra rusa, en 1613, de Mikhail Romanov como nuevo zar. Con él se inicia la dinastía que gobernará el Imperio ruso hasta la revolución de 1917. Comienza entonces un lento período de recuperación. El nuevo zar se ve obligado a enfrentarse con un país devastado y con un Estado en plena bancarrota. Por todo el territorio merodean bandas armadas errantes dedicadas al pillaje. En Ástrakhan el cosaco Zarutski, con Marina Mniszek y el Pequeño Bandido, desafía al nuevo zar, mientras amplias zonas del país siguen ocupadas por tropas extranjeras, ya que prosiguen las guerras con Polonia y Suecia, que no tienen solo carácter territorial, dado que ambos países mantienen sendas candidaturas al trono ruso en las personas de los príncipes Ladislao y Felipe, respectivamente. Mikhail Romanov sube al trono, pues, en unas circunstancias en las que Moscovia está en ruinas, física, institucional y moralmente, y carece de todo atisbo de seguridad interior y exterior. El nuevo régimen tiene que partir de cero para afrontar una reconstrucción que se presenta difícil y compleja, pero que los rusos abordan con buen ánimo y con un talante que podemos denominar conservador, pues, mucho más que experimentos innovadores, lo que se hace es recoger y adaptar a la nueva situación los usos y prácticas tradicionales. Aunque, como veremos, los Tiempos Turbulentos no habían pasado en balde y dejan tras de sí nuevos enfoques y nuevas ideas.

El nuevo zar, de tan solo dieciséis años, es un joven inexperto y poco dotado para gobernar un país tan complejo en una situación tan difícil, y además le falta la presencia y el consejo de su padre, el inteligente y emprendedor Filaret, prisionero en Polonia. La madre, Marta, tiene una gran influencia sobre su hijo y tarda en dar su consentimiento para que el joven Mikhail asuma tan pesada carga. Durante los primeros cinco años de su reinado y hasta que regresa de su cautiverio Filaret, los principales cortesanos que rodean y aconsejan al nuevo zar pertenecen a su propia familia, los Romanov, pero también a otras, como los Saltykov, los Cherkassky, los Sitsky y los Sheremetiev, que desplazan a los que se habían comprometido con Shuiskii y con los polacos, como los Golytsin, los Kurakin y los Vorotynski. Durante el reinado de Mikhail, el poder del zar se comparte con la Duma de los Boyardos y con el Zemski Sobor, que se reúne con mucha más frecuencia de lo que era habitual en los tiempos de la antigua dinastía.

El nuevo régimen empieza por restablecer el orden y la seguridad interior y, con mano de hierro, se dedica a acabar con las bandas de salteadores que asolan el territorio e imponen la ley de la violencia. Algunos de estos delincuentes son «nobles» que se han echado al campo o cosacos que habían tomado parte en las pasadas luchas sociales y dinásticas. En junio de 1614, los streltsy, la nueva infantería que se ha convertido en el elemento clave del ejército, cercan a 600 cosacos del Volga, que, con el polaco Zarutski al frente, eran lo que quedaba del contingente militar que apoyó primero al segundo Falso Dmitrii y, fallecido este, a su hijo el Pequeño Bandido y a la madre, Marina Mniszek. Los cosacos entregan a su jefe, a Marina y al hijo de esta, de solo cuatro años de edad, y prestan juramento de fidelidad a Mikhail, mostrando así su disposición al cambio de lealtades. Zarutski muere empalado, el pobre niño es ahorcado y Marina arrojada a la cárcel, donde muere poco después. Como señala Heller, durante mucho tiempo corrió sin embargo por Moscú el rumor de que el Pequeño Bandido seguía vivo. La sombra de los Falsos Dmitrii era decididamente muy alargada […]. Pero no solo había bandidos en las estepas del sur.

Otra tarea prioritaria que debe afrontar el nuevo zar y sus consejeros es la paz exterior, lo que exige poner fin al estado de guerra con los poderosos vecinos occidentales, aun a costa de renunciar a viejas aspiraciones territoriales e incluso a tierras que siempre habían sido consideradas rusas. Moscovia está exhausta y no puede proseguir las hostilidades, pues carece de un ejército capaz de ponerse a la altura sus enemigos, uno de los cuales, Suecia, estaba formando el que muy pronto sería considerado el mejor ejército de Europa. Con los suecos, la ocasión para alcanzar la paz se presenta relativamente propicia, porque su nuevo rey, Gustavo Adolfo, está muy atento a las discordias religiosas europeas que darían origen a la serie de conflictos que han pasado a la historia como Guerra de los Treinta Años. Así es como se firma con Suecia, el 27 de febrero de 1617, la paz de Stolbovo, por la que Rusia renuncia a Ingria y Carelia, en el golfo de Finlandia, con lo que pierde el acceso al mar Báltico, tan fugazmente conseguido. Hasta un siglo después, en tiempos de Pedro el Grande, Rusia no contará con más puerto que el de Arkhangelsk, situado en la desembocadura del Dvina del Norte en el mar Blanco, cuyas aguas están heladas casi la mitad del año. Los suecos devuelven a Rusia Novgorod, Staraia Ladoga, Gdov y las regiones limítrofes, aceptan levantar el sitio de Pskov y reciben una indemnización de veinte mil rublos. Con los polacos todo será bastante más complicado, pues todavía en 1617-1618 Ladislao, que se considera legítimo soberano de Moscovia sobre la base del acuerdo de 1610, lleva a cabo una campaña militar que le permite alcanzar Moscú, pero no puede ocuparla y tiene que retirarse a Tushino, donde se había instalado años atrás otro pretendiente, el segundo Falso Dmitrii. Este fracaso militar hace posible, el 1 de diciembre de 1618, el armisticio de Deulino, cuya duración se fija en catorce años y medio, en virtud del cual Rusia cede a Polonia Smolensko y una franja de territorio en la frontera occidental. Por este mismo armisticio los polacos liberan a los distinguidos prisioneros rusos que habían estado en su poder desde 1610. Entre ellos se encuentra Filaret, padre del nuevo zar, que, desde que llega a Moscú en 1619, no solo recupera el cargo y las funciones de patriarca, sino que se convierte en el verdadero y efectivo gobernante. Su hijo le concede el título de Gran Soberano (Veliki Gosudar) y los documentos se redactan en nombre de los dos, aunque los historiadores estiman que era Filaret quien controlaba en exclusiva las riendas del poder. Algunos denominan incluso «régimen de Filaret» al período que transcurre desde aquel momento hasta su muerte en 1633.

Las imperiosas exigencias militares y la administración ordinaria del Estado hacen necesario un sistema fiscal, pero los intentos de establecerlo fracasan una y otra vez. Eso explica el desorden financiero heredado, que los Romanov no pudieron remediar. Al poco de subir Mikhail al trono, el Zemski Sobor establece un impuesto de «un quinto», es decir, un veinte por ciento, sobre todos los negocios, pero su recaudación fracasa porque el Estado carece de instrumentos administrativos adecuados y, sobre todo, la población está empobrecida. Los contribuyentes más importantes son los Stroganov, que, además, tienen que convertirse en prestamistas del Estado. También se le pide dinero a John Merick, que está al frente de la Compañía moscovita de mercaderes ingleses y que desempeñará también funciones de mediador en las negociaciones con Suecia. Las finanzas del Estado están en una situación tan lamentable que en 1620 el zar se dirige a los mercaderes moscovitas con estas palabras: «Sabéis que en el Estado moscovita reina la indigencia, como consecuencia de la guerra y de nuestros pecados; el Tesoro está vacío y no recauda nada, salvo las tasas de aduana y el dinero de los despachos de alcohol». La venta de alcohol es un monopolio del zar y se estimula el consumo, con las nefastas consecuencias a largo plazo que conocemos1.

Con el regreso de Filaret se producen cambios de importancia en la administración: se renueva a fondo el sistema de los prikazy o departamentos ministeriales, que ya habían sido reformados a principios del reinado de Mikhail Romanov. Entre 1613 y 1619 se crearon, en efecto, once nuevas cancillerías, que vinieron a sumarse a las veintidós ya existentes, siete de las cuales persistieron durante todo el siglo XVII. Para mejorar la recaudación de impuestos, entre 1620 y 1630 se lleva a cabo un censo y un catastro, a la vez que se emprende la lucha contra el fraude y la corrupción. Aunque las arcas del Estado no logran escapar de su falta de recursos, se estima que durante el reinado de Mikhail se produce un cierto desarrollo económico. Una muestra de ello sería el aumento de la población, que llega a crecer hasta un cincuenta por ciento en algunas ciudades. Moscú alcanza las 27.000 familias, y otras quince ciudades superan las 500 familias, entre ellas Pskov, Novgorod, Kazan, Ástrakhan, Arkhangelsk, Vologda y Kholgomory.

Para avanzar en la lucha contra el bandidaje, que estaba muy lejos de haber sido erradicado, se restablece el sistema de autonomía local, con administradores elegidos, que había sido ensayado durante el reinado de Iván el Terrible. El país se dividió en distritos, uezd, al frente de los cuales había un voivoda. A efectos militares, estos distritos se agrupaban a veces, especialmente en las zonas fronterizas del oeste y del sur, en unidades territoriales más amplias, denominadas razriady. Se sientan así las bases de una reforma y modernización el Estado. Es, en efecto, en este momento histórico de los primeros Romanov cuando en Rusia se inicia la formación del Estado moderno y se superan definitivamente las reminiscencias de la época patrimonialista.

POLÍTICA EXTERIOR Y EXPANSIÓN TERRITORIAL

La tregua de Deulino había puesto fin al estado de guerra con Polonia porque, exhausta, Moscovia no estaba en condiciones de proseguir las hostilidades, pero los rusos —y muy especialmente Filaret— no renunciaban a recuperar las tierras rusas del oeste que habían quedado en poder de Polonia y, sobre todo, la ciudad de Smolensko. Entre 1618 y 1648, Europa entera se implicó en la Guerra de los Treinta Años, que fue, de hecho, la primera guerra continental europea y Filaret se propuso obtener ventajas de la situación, tomando partido a favor de los protestantes. El Imperio de los Habsburgo, que tras la Defenestración de Praga había tenido que afrontar la rebelión de Bohemia, no podía ayudar a sus aliados católicos polacos como había hecho hasta entonces y Filaret se planteó una posible alianza con Suecia, que en 1620 había roto las hostilidades con Polonia, pero, antes de que los rusos estuvieran preparados, el rey sueco, Gustavo Adolfo, firmó la paz con Polonia, después de haber conquistado Riga. A principios de 1631, Filaret hizo un llamamiento a Inglaterra, Escocia, Dinamarca y Holanda para que le ayudaran en la lucha contra el flanco oriental del bloque católico que dirigían los Habsburgo y, poco después, rusos y suecos negocian una nueva coalición contra Polonia. Detrás de estas luchas en la orilla sur del Báltico, lo que está en juego es el dominio por este mar en el que, hasta ese momento, la potencia dominante había sido Dinamarca, que tenía el control de los estrechos de acceso al mismo.

Cuando en 1632 murió el rey de Polonia, Segismundo III, Filaret pensó que era el momento adecuado para atacar a los polacos, implicados, como era habitual en tales situaciones, en la batalla por la sucesión al trono. Un Zemski Sobor convocado al efecto aprobó el proyecto, pero hubo que aplazar el ataque porque los tártaros de Crimea llevaron a cabo una incursión, a pesar de los acuerdos existentes. Finalmente se reclutó un ejército dirigido por el boyardo M. B. Shein, con experiencia en la defensa de Smolensko, la ciudad que se pretendía recuperar. Mientras las tropas rusas avanzaban y conquistaban algunas ciudades, se intentaba sellar la deseada alianza con Suecia e incluso lograr la participación del Imperio otomano en la guerra contra Polonia. Pero los turcos se encontraban inmersos en su lucha con el sah de Persia y los suecos rompieron la alianza con los moscovitas, sobre todo después de la muerte de Gustavo Adolfo en la batalla de Lützen, en Sajonia, el 6 de noviembre de 1632, en la que los suecos vencieron a los imperiales comandados por el famoso Wallenstein. Los rusos se quedaron solos, pero, después de un largo asedio invernal, Shein tomó Smolensko en la primavera del 1633, aunque las divisiones entre los generales rusos, la baja moral de las tropas, el agotamiento de los recursos, una nueva amenaza de los tártaros, que llegaron muy cerca de Moscú, y el contraataque polaco dirigido por el nuevo rey Ladislao IV (el zar que no llegó a sentarse en el trono de Moscovia) obligaron a Shein a abandonar la codiciada ciudad. De los 35.000 soldados que habían salido de Moscovia, solo regresarían 8.000. Entretanto Filaret había muerto y Shein se vio forzado a aceptar un armisticio. Se trataba de la paz «perpetua» de Polianovka, firmada en el verano de 1634, en virtud de la cual Polonia conservaba todas sus conquistas, incluida Smolensko. La única ventaja que obtenían los rusos, si es que se puede considerar así, era la renuncia de Ladislao a sus pretendidos «derechos» al trono de Moscovia […] a cambio de un «presente» informal de 20.000 rublos. Sucedía que el astuto polaco aspiraba al trono sueco, y con vistas a conseguirlo pretendía solucionar los asuntos pendientes con los rusos.

Terminada en el fracaso y la frustración la llamada Guerra de Smolensko, Moscovia tuvo que ocuparse de la frontera sur, donde tenía pendiente el secular problema de la presencia de los tártaros de Crimea, apoyados por el poderoso Imperio otomano. Para un país continental, que acababa de ver cerrado su acceso al mar Báltico, era imperativo intentar llegar al mar Negro, pero Moscovia no se encontraba con fuerzas para acometer ese empeño. Mucho más grave y urgente era la presencia, en las orillas de ese mar meridional, del khanato tártaro de Crimea, desde el que continuamente se lanzaban ataques e incursiones, que obligaban a los campesinos rusos a vivir en un permanente estado de inseguridad. Solo durante la primera mitad del siglo XVII murieron doscientos mil rusos, hombres, mujeres y niños, víctimas de las incursiones tártaras. Según señala Isabel de Madariaga, cada año miles de rusos, capturados por los tártaros de Crimea, eran vendidos como esclavos en Constantinopla2.

Eso explica que en los años inmediatamente posteriores a la Guerra de Smolensko el gobierno del zar dedique un enorme esfuerzo a establecer y fortificar una compleja línea defensiva en la frontera sur. Esta actuación fue especialmente intensa en el bienio 1635-1636, pero hasta la década de los cuarenta no se completó la llamada «línea de Belgorod», que dio a Moscovia más seguridad de la que había tenido hasta entonces frente a la amenaza tártara. Este programa de construcción de fuertes y ciudades fortificadas (como Tambov, fundada en 1635) se acompañó con una intensa política colonizadora. La culminación de esa política sureña era, sin duda, el acceso al mar Negro, pero tal objetivo quedaba totalmente fuera de cualquier proyecto realista. Los rusos aspiraban, en concreto, a conquistar Azov, fortaleza situada a orillas del mar de su nombre que, en realidad, no es sino un cerrado golfo desde el que era posible acceder al mar Negro. Pero Moscú no se atrevía a lanzar el ataque, tanto por su propia debilidad, aumentada por la inexistencia de una flota que le permitiera el asedio de la plaza fuerte marítima, como por la convicción de que una guerra contra el khanato de Crimea suscitaría la intervención del Imperio otomano, aliado y protector de los tártaros.

Los cosacos

En este punto, es preciso referirse a los cosacos, que desempeñan un importante papel en el proceso de la expansión imperial de Rusia. Nos hemos ocupado de ellos ya con anterioridad en muchas ocasiones, pero es preciso analizar con más detalle quiénes eran y qué papel desempeñan en esta importante coyuntura de la historia rusa y en la historia de Ucrania, que no se puede escribir sin hacer mención de ellos3. La palabra «cosaco» procede, según algunas interpretaciones, del turco kazak y significa aventurero y hombre libre. Algunos filólogos aproximan el término a koza, «cabra», porque los cosacos a caballo son rápidos y ligeros como cabras. No se discute solo el nombre, sino también el origen de los cosacos. Voltaire les hace descendientes de los tártaros; para otros son descendientes de una tribu turca, y hay quien ve en ellos el último residuo de los polovtsianos. Vasilii O. Kliuchevskii afirma que los cosacos son una parte de la sociedad rusa que, originariamente, existió en toda Rusia y los considera una consecuencia de las luchas contra los tártaros.

Cuando disminuyeron los peligros de la invasión tártara —escribe— se produjeron una serie de luchas menores entre los habitantes de las estepas fronterizas y los tártaros nómadas. Las ciudades fortificadas fronterizas fueron el punto focal de la lucha. Como resultado de todo ello, apareció una clase de hombres armados que marchó a la estepa para pescar y cazar4.

La información más antigua que se tiene sobre los cosacos data del siglo XV y alude a los «cosacos de Ryazan», que en 1444 defendieron la ciudad contra los tártaros, lo que confirmaría que los primeros enfrentamientos entre cosacos y tártaros tuvieron lugar en la franja oriental de la estepa del sur, según señala Kliuchevskii. Ya en el siglo XVI, un cronista polaco, Marcin Bieslki, que se supone conocía bien la cuestión porque un tío suyo era starchina o coronel del ejército cosaco, afirma, en línea con la posición de Kliuchevskii, que la «cosaquería» (kazatchestvo) procede de las poblaciones locales. Ese es también el punto de vista de los historiadores ucranianos, que «explican la aparición de los cosacos por las condiciones de vida de la época, que obligaban a los hombres a armarse para defender su vida y sus bienes y, por tanto, a llevar un modo de vida militar»5. En cualquier caso, los cosacos formaban comunidades que habitaban en el sur y el sureste de Moscovia en tierras sometidas, al menos teóricamente, a Lituania y Polonia. Gozaban de un alto grado de independencia e incluso de ciertos privilegios a cambio de servicios militares a los Estados vecinos. Algunos documentos del mismo siglo XVI refieren también el caso de algunos hijos de boyardos empobrecidos que se marchaban a la estepa y se juntaban con los cosacos, compartiendo su vida durante algún tiempo, para después reintegrarse a sus lugares de origen.

Según el mismo Kliuchevskii, el «país cosaco» original abarcaba el territorio comprendido dentro de una línea que atravesaba la zona urbana fronteriza del Volga central, hasta Ryazan y Tula, después giraba bruscamente hacia el sur, hasta el Dniéper, a través de Putivl y Pereyaslav. Kliuchevskii afirma que las primeras comunidades cosacas fueron las formadas por «cosacos urbanos», sobre todo procedentes de Ryazan, que fundaron establecimientos, a la vez militares y comerciales, en la región del alto Don. Estos cosacos del Don se convertirían en el prototipo de los cosacos de la estepa. Posteriormente, a mediados ya del siglo XVI, Dmitrii Wisniewecki funda sobre la isla de Khortitsa, en el Dniéper, al abrigo de los infranqueables rápidos, la Setch o, en ucraniano, Sitch (ciudad fortificada de madera) de los zaporozhi, que quiere decir «los de más allá de los rápidos». Más tarde, las comunidades cosacas, que tenían una organización militar y estaban dirigidas por un ataman —palabra, al parecer, derivada del alemán hauptmann, capitán—, están formadas por campesinos de Polonia, Lituania y Moscovia que, huyendo de sus señores y de la autoridad, se establecen en las regiones del Dniéper y del Don para escapar al poder del Estado polaco-lituano, mantener la religión ortodoxa o bien, simplemente, para liberarse de la servidumbre. La lengua de estos grupos se diferencia progresivamente del ruso y evoluciona hasta convertirse en la lengua ucraniana. Estos cosacos del Dniéper, es decir, los cosacos ucranianos, adquieren una enorme importancia porque, de alguna manera, asumen una cierta personalidad internacional y se convierten en un elemento clave en los conflictos que tienen como principales actores a Rusia, Lituania, Polonia, Turquía y la Crimea tártara. Desde el Dniéper, estos cosacos atacaban con frecuencia por tierra y mar a las ciudades tártaras y turcas, y con sus embarcaciones ligeras se aventuraban en el mar Negro, hasta llegar incluso a las costas del sur y acercarse a Constantinopla por el Bósforo.

Aunque sometidos teóricamente a Polonia, los cosacos eran de hecho independientes, lo que no impedía que los turcos reclamaran ante Polonia por las incursiones de aquellos díscolos súbditos de la Rzeczpospolita. Durante bastante tiempo desempeñan, sin embargo, un útil papel defensivo como custodios de la frontera frente a turcos otomanos y tártaros de Crimea, contra los que, muy a menudo, además de las citadas incursiones, lanzan ataques de represalia. Durante el reinado de Esteban Bathory (1575-1587), los cosacos habían sido reconocidos oficialmente, a pesar de las reticencias de la Dieta polaca, y los que se dedicaban a tareas militares ven confirmada su autonomía. Se crearon seis regimientos, cada uno formado por mil jinetes. Los cosacos no reconocidos son considerados forajidos. Las relaciones con Polonia son, a pesar de todo, difíciles y a principios del siglo XVII se registran diversos enfrentamientos. Poco a poco los cosacos se vuelven hacia Rusia y participan activamente en los movimientos populares y militares durante los Tiempos Turbulentos. Los zares no facilitan al principio estos contactos porque no quieren añadir nuevos motivos al secular enfrentamiento con Polonia, de cuya soberanía teórica dependen los cosacos. A partir de la segunda mitad del siglo XVI el número de cosacos aumentó notablemente, ya que a las comunidades cosacas del Dniéper afluían continuamente fugitivos procedentes de Rusia, Polonia y Lituania, entre otros países. Se sabe, por ejemplo, que algunos tártaros de Crimea conversos a la ortodoxia fueron admitidos en las comunidades cosacas6. Como describe Gogol en Taras Bulba, el rito de inclusión en la comunidad era de una enorme simplicidad y solo se comprobaba la fe ortodoxa del recién llegado, para lo cual se le pedía que hiciera la señal de la cruz, que era una manera simple de diferenciar a los ortodoxos de los católicos. Estas comunidades tienen un carácter popular, ya que los magnates de la zona se «polonizan» e incluso se marchan hacia al oeste, mientras no cesa la llegada de elementos populares de las procedencias citadas7.

La «religiosidad» de los cosacos tenía un carácter puramente ritual y, como escribe Kliuchevskii, «la ortodoxia […] una idea abstracta con la que no se sentían comprometidos y que era irrelevante para la vida del cosaco. En tiempo de guerra —continúa— no discriminaban entre rusos y tártaros y, de hecho, se comportaban peor con los rusos que con los tártaros». En 1636, Adam Kissel, emisario del gobierno ante los cosacos, escribía que estos estaban fuertemente vinculados a la religión griega ortodoxa y a su clero, aunque se comportaban más como tártaros que como cristianos en cuestiones religiosas. El mismo Kliuchevskii afirma que «los cosacos eran netamente amorales y [que] habría resultado difícil encontrar en la Rzeczpospolita otro grupo con tan bajos criterios de moralidad y conciencia social». Como elemento de comparación, el historiador ruso añade que «posiblemente solo la jerarquía de la Iglesia Pequeño-Rusa [es decir, ucraniana], antes de la Unión de las Iglesias, era tan ignorante y retrasada como los cosacos». Estos, por otra parte, «nunca sintieron que Ucrania era su patria, posiblemente porque, intelectualmente, eran incapaces de hacerlo». La historia de las rebeliones cosacas contra los reyes y los terratenientes polacos llena una buena parte de los últimos años del siglo XVI, que fueron testigos de las brutales incursiones de los jefes cosacos Kosinski, Nalivaiko y Loboda. Kliuchevskii concluye que, «eventualmente, estos mercenarios sin dios y sin Estado se vieron forzados a unirse bajo una bandera religiosa y nacional y se vieron destinados a convertirse en bastión de la Ortodoxia de Rusia occidental»8. Efectivamente, poco a poco los cosacos zaporozhi del Dniéper se transforman en defensores de la Ortodoxia perseguida y marginada por los católicos polacos y en 1625 el metropolita de Kiev les convoca para que defiendan a la población ortodoxa. A partir de ahí, la ruptura definitiva con Polonia y la aproximación al zar moscovita se va haciendo crecientemente inevitable.

Mientras tanto, en 1637, los otros cosacos, los cosacos del Don, conquistan, por propia iniciativa, Azov, fortaleza turca cerca del mar del mismo nombre, y resisten con éxito el tardío y formidable contraataque terrestre y naval que los turcos llevaron a cabo en 1641. Después de un sitio de tres meses el ejército turco, fuerte de 300.000 efectivos, se vio forzado a abandonar la empresa ante la heroica resistencia de los 7.590 cosacos. A continuación, los cosacos ofrecieron la plaza al zar, al que sitúan ante un penoso dilema: Azov suponía el cumplimiento de la vieja aspiración moscovita de llegar al mar, pero, por otra parte, aceptar ese preciado regalo supondría, con toda seguridad, una guerra con el Imperio otomano —que ya había exigido al zar su devolución— en la que Rusia tendría pocas posibilidades de obtener la victoria. No obstante, Mikhail Romanov convocó en 1642 un Zemski Sobor en el que se somete a deliberación la cuestión de Azov. Mientras la nobleza de servicio se inclina por la guerra, los mercaderes y las gentes de las ciudades prefieren el abandono, con el argumento del alto costo financiero de una campaña militar. Al zar le convencen estos últimos argumentos y ordena a los cosacos que se retiren. Azov es abandonada, pero los tártaros, que entendieron la evacuación como una señal de debilidad, arreciaron en sus ataques contra las zonas fronterizas del sur.

Moscovia consolida su presencia en toda la región del Volga, teatro permanente de luchas tribales y actividades de bandidaje. Los tártaros de la nómada horda de Nogai, presionados por los kalmukos, mantuvieron durante el período que se extendió entre 1634 y 1636, duros enfrentamientos con los cosacos del Don, hasta que lograron reunirse con los tártaros de Crimea, que así se vieron fortalecidos. Más pacíficas fueron las relaciones con los bashkires, situados en la zona de los Urales y cuya capital, Ufa, se convirtió en un destacado centro comercial y en un obligado lugar de paso en la ruta sureña hacia Siberia. Los bashkires prestaron juramento de fidelidad al zar, pagaron tributo y contribuyeron a la defensa de la frontera, lo que no impidió, ya en el siglo XVIII, que se rebelaran contra las autoridades moscovitas.

Expansión en Siberia

Mientras por el sur la situación era de conflicto, latente unas veces, manifiesto otras, por el este la expansión colonial continuó, a través de las amplias extensiones de Siberia, durante el siglo XVII y desde el principio, a pesar de la crisis. El interés de Rusia por los territorios al este de los Urales se remontaba, al menos, al siglo XIII, época en la que los mercaderes de Novgorod mantenían ya relaciones comerciales con los pueblos fineses que habitaban más allá de los Urales, a los que compraban pieles destinadas al mercado hanseático. Además, en la primera mitad del siglo XVI los pescadores rusos del mar Blanco habían explorado las costas septentrionales de Siberia en torno a las desembocaduras del Obi y del Yenisei. Algo más tarde, las exploraciones de marinos británicos, como Willoughby (1554), Burrugh (1556), Pet y Jackman (1580), y holandeses, como Barents (1594-1597), permitieron un mejor conocimiento de las costas siberianas. Es en esta época cuando los rusos realizan sus primeros establecimientos en el llamado Gran Norte, fundando en 1584 el puerto de Novokholmogory, llamado más tarde Arkhangelsk, en la desembocadura del Dvina del norte, y el de Obdorsk, sobre el Obi, en 1595.

Entretanto, y como ya hemos relatado, se había llevado a cabo la conquista del khanato tártaro de Sibir, que ocupaba la cuenca del Obi, y la penetración, que empezó siendo puramente comercial, a cargo de los Stroganov, se fue haciendo más permanente. La colonización de la cuenca del Obi, el más occidental de los ríos siberianos, había avanzado sobre todo después de la fundación de Tobolsk, a orillas del Irtish, su principal afluente, en 1587. El control de la cuenca del Yenisei se consolida en 1628 con la fundación de Krasnoyarks, y no mucho más tarde, hacia 1630, se controla la cuenca del Lena y se funda, a sus orillas, la ciudad de Yakutsk en 1632. En la primera mitad del siglo XVII ya se habían instalado en Siberia unos 40.000 campesinos rusos que gozaban del estatuto de campesinos libres, mientras que, paradójicamente, en la parte europea se consolidaba la situación de servidumbre. No todos estos colonos eran voluntarios, ya que algunos eran enviados allí por la fuerza, lo que reproduce el fenómeno ya conocido de los campesinos que huyen. Algunos de los peores rasgos de la vida rusa, como el alcoholismo, se transplantan a Siberia y adquieren tal gravedad que el gobierno ordena cerrar los establecimientos que vendían bebidas alcohólicas en Tobolsk. Los establecimientos rusos eran, en un principio, fortines que servían como símbolos de la autoridad del zar y como casas de postas y lugares de intercambio mercantil. Tomsk, fundado en 1604, contaba a mediados de siglo con 1.000 habitantes y se consideraba ya como una ciudad. Se calcula que entre 1610 y 1640 los rusos habían avanzado, del Obi al Pacífico, unos 4.800 kilómetros, en un proceso de exploración y conquista que ha sido comparado, muy a menudo y con razón, a la conquista americana del Oeste. Siberia era, como escribe Paul Dukes, «un lugar de misterio y fábula» que atraía a los aventureros y que dio origen a no pocos relatos fantásticos, de los que se hace eco en su diario el explorador inglés John Tradescent, que hacia el 1618 viajó, vía cabo Norte, por el norte de Rusia y describió a los samoyedos9. El aspecto religioso o misionero también tuvo importancia en la colonización siberiana, como muestra el hecho de que en 1621 el patriarca Filaret designara a Cipriano primer obispo siberiano. Pero el aspecto económico de la colonización siberiana posee también una excepcional relevancia, ya que el comercio de pieles, principal riqueza del inmenso territorio, se convierte en una de las principales fuentes de ingresos del exhausto Tesoro moscovita.

Los cosacos de Tomsk dieron cuenta en 1632 de la existencia del río Amur y poco después llegan hasta él. En 1639, un destacamento ruso llegó al océano Pacífico, cerca de Okhost, y cuatro años después una expedición exploró Transbaikalia (es decir, la zona más allá del lago Baikal, en Siberia oriental) y, siguiendo el curso del Amur, llegó a su desembocadura, también en el Pacífico, frente a la isla de Sakhalín. El Amur se convertiría en la frontera natural entre Rusia y China, y ya desde entonces se establecieron contactos intermitentes con el gran imperio asiático. Los primeros contactos se produjeron cuando en 1618 el voivoda de Tobolsk, príncipe Kurakin, envió a Pekin a los cosacos Iván Petlin y Andrei Mundov. Allí recibieron dos cartas del emperador Wan-Li dirigidas al zar Mikhail, pero su contenido no se conoció hasta 1675 por la ignorancia de la lengua china en el correspondiente prikaz10 moscovita.

Además de la expansión colonial hacia el sur y el este, durante el reinado de Mikhail Romanov se lleva a cabo una intensa actividad diplomática que ya no se limita a los tres países clave de la política exterior moscovita: Polonia, Suecia y Turquía, con los que los conflictos de intereses obligan a permanentes negociaciones, cuando no se está con alguno de ellos en abierta situación bélica. Con el zar Mikhail se intensifican las relaciones políticas y comerciales con Inglaterra, Escocia, Holanda y Francia. Ya nos hemos referido a las relaciones comerciales con Inglaterra, iniciadas en tiempos de Iván el Terrible y que siguen siendo importantes. Con Dinamarca se produce un intento de estrechamiento de relaciones, ya al final del reinado de Mikhail, que no tuvo un final feliz debido a la inflexibilidad moscovita. En la primavera de 1642, el zar envió una misión especial a Dinamarca para ofrecer la mano de su hija Irene al príncipe Waldemar, hijo del rey Christián IV. Los enviados rusos se comportaron de una manera escasamente de acuerdo con las convenciones diplomáticas vigentes entre los países europeos y hasta se negaron a mostrar un retrato de la princesa, práctica habitual en este tipo de misiones, al parecer porque temían que le echasen mal de ojo y se causase algún daño a su salud. Hay que recordar que las mujeres rusas vivían habitualmente recluidas en el terem, una especie de gineceo o zona apartada de la casa a la que solo tenían acceso los parientes más próximos. La contemplación de las mujeres al natural o en efigie no estaba bien vista en la cultura rusa, como en otras culturas orientales y mediterráneas. Además, estaba también establecido que el esposo no viera a la esposa hasta después de la ceremonia nupcial. La negativa del príncipe danés a abandonar el luteranismo impidió, asimismo, que las negociaciones avanzasen al principio, aunque finalmente los rusos admitieron que el danés conservase su fe luterana. No obstante, cuando Waldemar viajó a Moscú, con un séquito de trescientas personas, el afán proselitista del zar, empeñado en hacer de su futuro yerno un buen ortodoxo, siguió presionando al danés hasta el punto de efectuar con él algo parecido a un arresto domiciliario. El clero ruso hace todo lo posible por bloquear este matrimonio por considerarlo una consecuencia de la creciente y peligrosa influencia protestante en Moscovia, y al final alcanza su objetivo. Waldemar intenta en vano huir y el desgraciado incidente solo termina cuando Mikhail, que había caído en una profunda depresión tras la muerte de sus dos hijos mayores, murió en julio de 1645, a la edad de cuarenta y ocho años, dejando como heredero a Aleksis, de dieciséis años, los mismos que tenía él cuando subió al trono en 1613.

Durante el reinado de Mikhail se incrementa la presencia de extranjeros en Moscovia, que se había iniciado el siglo anterior. La actitud de los rusos respecto de los extranjeros es ambivalente. Por una parte, los extranjeros son objeto de un rechazo total e incluso de una manifiesta hostilidad, pero, por la otra, se les considera necesarios porque sin ellos es imposible abordar las inaplazables exigencias de modernización en sectores tan sensibles como el ejército o la administración. A los extranjeros se les permite la creación de empresas, tales como fábricas de cañones, de munición, de cristalería, de relojería, joyería o curtidos. Pero la desconfianza ante los latinos o los luteranos no se doblega y se procura que estos establecimientos industriales se instalen lejos de los centros habitados. Se trata de evitar, en suma, que estos herejes necesarios contagien al buen pueblo ortodoxo ruso. Entre 1620 y 1630 existían en Moscú, al menos, una iglesia calvinista, construida y mantenida por los holandeses residentes, y tres luteranas que atendían al millar de familias protestantes que, según Adam Olearius, autor de una valiosa Relation du voyage en Moscovie, Tartarie et Perse, publicada en 1659, vivían en Moscú. Al final solo se permitió una iglesia protestante, radicada en Nemestkaia sloboda, el barrio de los alemanes, que estaba a varios kilómetros del centro de Moscú.

Los extranjeros eran especialmente necesarios para el ejército, que estaba muy retrasado en comparación con los ejércitos occidentales. Los cuadros de mando del ejército ruso estaban formados, en muy buena medida, por oficiales mercenarios procedentes de otros países, especialmente de los países protestantes del norte de Europa, que aportaban las nuevas técnicas de organización y armamento. Mientras en el resto de Europa lo habitual eran soldados mercenarios extranjeros encuadrados por oficiales nacionales, en Rusia la tropa era, aunque no exclusivamente, nacional, y la oficialidad, extranjera. En torno a 1630 Rusia contaba con unos 5.000 soldados de infantería no rusos y, de acuerdo con las normas de reclutamiento, se podía aceptar a hombres de todas las naciones, siempre que no fueran católicos. Todo esto ocurre en el contexto de un espectacular incremento de los efectivos militares, que, a lo largo del siglo, pasan de un total de unos 100.000 a unos 300.000 hombres hacia la década de los sesenta. Y de todos estos efectivos, al menos una cuarta parte eran extranjeros.

A pesar de las reticencias respecto de los luteranos (ya Iván el Terrible decía que el nombre de Lutero procedía de la palabra rusa luty, que significa malvado, diabólico), son los extranjeros procedentes de los países protestantes los que dejan sentir su presencia en Moscovia. Esta actitud recelosa hacia los protestantes es, sin embargo, poco intensa si se la compara con el rechazo total y furibundo que suscitan los latinos, término en el que se incluye a todos los católicos. Los países nórdicos aportan a Moscovia las nuevas técnicas militares, así como la táctica y los sistemas de formación y entrenamiento de los soldados.

En contra del tópico que atribuye a los rusos una total indiferencia hacia la marina de guerra hasta la época de Pedro el Grande, es también durante este conflictivo período a caballo de los siglos XVI y XVII cuando se inicia el interés por las cuestiones navales. Los rusos perciben la necesidad de dotarse de barcos cuando el control de los ríos Volga y Don, que desembocan, respectivamente, en el mar Caspio y en el mar Negro, les enfrenta a persas y turcos, que ya poseían medios navales en esos mares. Daneses, ingleses y holandeses prestan la primera ayuda para este empeño. Billington sintetiza así los esfuerzos anteriores a Pedro el Grande por construir una fuerza naval: «Iván IV fue el primero en pensar en una armada; Boris Godunov, el primero en construir buques que navegasen bajo pabellón ruso; Mikhail Romanov, el primero en construir una flota fluvial, y Aleksis, el primero en construir un buque ruso oceánico»11.

El interés por la «ciencia militar» tuvo efectos positivos en otros ámbitos de la vida social y económica. Dice el mismo Billington que «la revolución científica llegó a Rusia tras la revolución militar y, durante muchos años, la ciencia natural fue entendida básicamente al servicio del establishment militar»12. No en vano la palabra nauka, usada más tarde en Rusia como equivalente a ciencia y aprendizaje, fue utilizada en el manual militar de 1647 como sinónimo de «destreza militar».

LOS ROMANOV, DE ALEKSIS A PEDRO EL GRANDE

Como ya hemos referido, a la muerte del zar Mikhail en 1645, un Zemski Sobor ratificó como zar a su hijo Aleksis, que tenía dieciséis años, los mismos que su padre cuando accedió al trono en 1613. Sin embargo, alguien extendió el rumor de que Aleksis no era hijo auténtico de Mikhail, porque Boris Morozov habría llevado a cabo un cambio de personas13. Este Morozov había sido el preceptor de Aleksis y, desde su acceso al trono, se convirtió en su principal consejero. Su poder, que ya era considerable, aumentó cuando, a principios de 1648, exactamente diez días después de que Aleksis contrajera matrimonio con María Miloslavsky, él se casó con Ana, hermana de la nueva zarina, a pesar de la diferencia de edad. El suegro del zar, príncipe Ilia Miloslavsky, desempeñó también un papel importante en el entorno de Aleksis.

Aleksis fue denominado el muy apacible (traducción de griego bizantino galenotetos), a pesar de que, según el testimonio de sus contemporáneos, tenía un carácter explosivo y reinó durante una época que no se caracterizó, precisamente, por la tranquilidad. El largo reinado de Aleksis (1645-1676) estuvo plagado de revueltas urbanas en Moscú y otras ciudades, que culminan, ya muy al final, en una guerra campesina de muy amplio alcance, la rebelión de Stenka Razin. Fue un período también de muchas guerras, perdidas casi siempre, pero que consiguen para Rusia la devolución de Smolensko y la adquisición de Ucrania. Seguramente el acontecimiento más importante del reinado fueron las disputas religiosas provocadas por la reformas de los ritos y de los textos eclesiásticos, que desembocó en el cisma (raskol) de los Viejos Creyentes, que había de tener enormes repercusiones en la historia rusa. El sometimiento de la Iglesia al Estado que resulta de esa crisis trae consigo la secularización y una primera y limitada recepción del espíritu de la ciencia moderna, que ya estaba transformando Europa occidental. La restauración de la autocracia absoluta corre de forma paralela a otros cambios importantes en la estructura social, como la consolidación de la servidumbre y de la nueva nobleza de servicio, que durante mucho tiempo serán las señas de identidad del régimen zarista. Como señala Heller, aunque el reinado de Pedro el Grande eclipsará a Aleksis, «un hecho es, en todo caso, cierto: sin los progresos realizados y los éxitos obtenidos bajo el gobierno de Aleksis, las reformas de Pedro habrían sido imposibles»14.

El descontento de la población adquiere, casi desde el primer momento, unas proporciones preocupantes, por muy diversos motivos. La nobleza está molesta por el monopolio del poder por parte de la camarilla que rodea al zar, los mercaderes por los privilegios que se han concedido a los extranjeros, el pueblo en general por los impuestos y, muy especialmente, por el incremento del impuesto sobre la sal a principios de 1646. La reducción de este impuesto, a finales de 1647, no calma el descontento porque nuevos impuestos vienen a gravar a la esquilmada población. Aunque la inquietud no se limita a la capital, es en Moscú donde estalla la revuelta, el 1 de junio de 1648, cuando se producen varias detenciones entre una multitud que pretendía acercarse al zar, para expresarle su protesta. En los días siguientes, la Revuelta de la Sal —como ha sido denominada— crece y los revoltosos exigen que se les entregue a Pleshcheiev, hombre de confianza de Morozov y encargado del prikaz, que recibe las quejas de la población. Al mismo tiempo se acusa de corrupción tanto a Morozov como a Pleshcheiev y a un tercer alto funcionario, Trakhaniotov, especialmente odiado por los hombres de servicio. Después de varios días de vandalismo desatado, de asalto y destrucción de las casas de boyardos distinguidos, de fuego, que afectó a una buena parte de Moscú, el zar se vio forzado a entregar a la expeditiva justicia popular a Pleshcheiev, pero se resistió a enviar al exilio a Morozov, como le pedían los amotinados, hasta que la presión de estos se impuso y el favorito fue despedido, aunque regresó poco después de transcurrido un año. Revueltas parecidas se desencadenaron, ya en 1650, en otras ciudades, como Novgorod y, sobre todo, Pskov, donde protestaban por la exportación de grano a Suecia, en una época de cosechas pobres.

En septiembre de aquel mismo año 1648, se convocó un Zemski Sobor que prolongó sus sesiones hasta enero de 1649 y que llevó a cabo un importante trabajo, sobre todo por la aprobación del nuevo código legal conocido por Ulozhenie, que estaría vigente en Rusia hasta 1835. Pero en el Sobor quedaron también a la vista las inquietudes y preocupaciones de las «fuerzas vivas» allí representadas: la nobleza terrateniente aspiraba a fijar a los campesinos a la tierra, aspiración que quedó cumplida con el Ulozhenie, mientras que los habitantes de las ciudades exigían que terminasen las exenciones de impuestos a las categorías privilegiadas. Unos y otros deseaban, por otra parte, que se decretase la desamortización de los bienes eclesiásticos, que, desde Iván el Terrible, habían vuelto a ser muy cuantiosos.

Después de aquella primera oleada de revueltas, Moscovia vivió una etapa de relativa calma hasta principios de la década de los sesenta bajo la égida de Aleksis, que contaba a su lado con la recuperada presencia de Morozov y con la creciente influencia del patriarca Nikon, una de las personalidades más destacadas del siglo y, según algunos historiadores, de toda la historia rusa. Pero las revueltas no habían terminado y en 1662 se produce en la capital un nuevo estallido popular, que tiene como motivo la alteración de la moneda. Es la llamada Revuelta del Cobre, que se va fraguando desde 1656 —en plena guerra con Polonia— cuando el gobierno, sumido en el caos financiero, decide sustituir el uso de la plata pura en las monedas por una aleación de plata y cobre, que se falsificaba fácilmente, lo que, lejos de resolver los problemas del Tesoro, agravó la situación y generó una inflación que cayó como una losa de plomo sobre los sectores económicamente más débiles de la población. Las iras de los rusos se dirigían especialmente contra el suegro del zar, Ilia Miloslavski, considerado uno de los más activos falsificadores de moneda desde la poderosa posición que ocupaba como jefe de cinco prikazy importantes, entre ellos el Gran Prikaz del Tesoro. Según algunos testimonios de la época, el astuto y activo suegro habría «producido» unos 120.000 rublos falsos o ilegales en un momento en que el Tesoro percibía 1.311.000 rublos. La revuelta estalla el 25 de julio de 1663 cuando la multitud se dirigió al bello palacio de Kolomenskoie, en las afueras de Moscú, donde se encontraba el zar, al que llegaron a zarandear, hasta el punto de que perdió algunos botones del traje. La revuelta prosiguió durante dos días más y la durísima represión exigió la intervención de los strelsy. Unos ciento cincuenta amotinados fueron ahorcados cerca de Kolomenskoie y otros muchos fueron torturados, se les amputaron los miembros o fueron desterrados a Siberia.

La revuelta más grave del reinado de Aleksis tuvo lugar al final del mismo y su protagonista fue un mítico jefe de los cosacos del Don, Stenka (Esteban) Timofeevich Razin, «la única figura poética de la historia rusa», según Pushkin, cuyas hazañas pasarían al folclore popular ruso en forma de canciones y relatos. La trayectoria de Razin había empezado con una serie de incursiones, «bucaneras» las denomina Dukes, que le habían llevado hasta Persia y los países ribereños del Caspio. En la primavera de 1670, lo que había empezado poco más que como una banda de piratas, es ya un ejército que emprende la conquista de la cuenca superior del Volga, después de haberse apoderado, el año anterior, de Ástrakhan y Tsaritsyn. Stenka Razin levanta la bandera de la rebelión contra el sistema establecido y, mientras avanza, proclama que ya no se siente obligado a obedecer a los funcionarios del zar ni a los terratenientes y que se propone «eliminar a los chupasangres de las comunas campesinas». A medida que, imparable, avanza río arriba asesina a cuantos nobles y terratenientes caen en sus manos, mientras el pueblo le acoge con entusiasmo. El ejército de Razin, con unos efectivos de unos 20.000 soldados, llega hasta Simbirsk, en el Volga superior, donde se enfrenta con las tropas regulares del zar, que, entre otras unidades, cuenta con varios regimientos entrenados según las técnicas occidentales. Razin huye hacia sus bases en el Don, pero en 1671 las propias autoridades cosacas lo aprehenden y lo entregan al gobierno moscovita, que lo ejecuta en público, en junio de 1671. Ástrakhan, último reducto de la revuelta de Stenka Razin, no se rendirá hasta varios meses después. Según era ya tradicional en la historia rusa, en los primeros momentos de la rebelión se corre el rumor de que con Razin estaba el hijo mayor del zar, que acababa de morir en Moscú. Una vez más la rebelión no es antimonárquica, sino que busca su propia legitimidad en el fantasma de un falso zarevich. En una de sus proclamas, Stenka Razin afirmará que «viene por orden del gran zar para ejecutar a todos los boyardos, nobles, senadores y otros grandes, como enemigos y traidores al país». Y, ya finalizada la rebelión, otro cosaco del Don, seguidor de Razin, se presenta a sí mismo como el «zarevich Semon Aleksievich» y pretende inútilmente iniciar una nueva revuelta15.

La rebelión de Stenka Razin tiene lugar en el ambiente tenso y emocional del cisma que desgarra la sociedad rusa, importante fenómeno religioso del que nos ocuparemos más adelante, y hay momentos en los que ambas manifestaciones de inquietud social y de oposición al gobierno parecen converger. No puede extrañar, por eso, que los últimos ecos de la rebelión se sintieran en el lejano norte, entre los cismáticos «Viejos Creyentes» del Monasterio Solovetsky. También Billington subraya los puntos de semejanza entre los rebeldes campesinos dirigidos por los cosacos y los fundamentalistas «Viejos Creyentes», movimientos ambos contra el nuevo orden político y religioso que empieza a diseñarse con Aleksis y que alcanzará su culminación con su hijo Pedro el Grande. Por eso escribe que «Stenka Razin fue para la Rusia del sur el mismo héroe semilegendario que Avvakum [el líder religioso del cisma] y los monjes de Solovets fueron para el norte»16.

El zar Aleksis enviuda en 1669 y en enero de 1671 vuelve a casarse. La nueva zarina es Natalia Naryshkin, mujer abierta a las influencias occidentales y que se había educado en casa de los Matveev, una familia que destacaba en el ambiente moscovita de la época.

LA POLÍTICA EXTERIOR DE RUSIA DURANTE EL REINADO DE ALEKSIS

Durante el reinado de Aleksis los intereses exteriores de Moscovia siguen las líneas trazadas por sus predecesores. Se prosigue la recuperación de los territorios que históricamente habían pertenecido a la Rus, pero, por razones de seguridad exterior, a veces se incluyen territorios que nunca fueron rusos. Se mantiene la situación de alerta en la frontera sur, tradicional punto de procedencia de algunas de las más graves amenazas para Moscovia y donde se consolida el formidable poder del Imperio otomano, protector del khanato tártaro de Crimea, que desde siempre ha representado un riesgo inmediato para la seguridad moscovita. Por el oeste se mantiene con Polonia, el enemigo tradicional, una situación de guerra latente, que se activa tan pronto como uno u otro de los contendientes se sienten suficientemente fuertes como para intentar un ataque con perspectivas de éxito. Pero, como escribe Pierre Renouvin,

[…] el gran porvenir de la potencia rusa no se deja todavía adivinar. El Imperio de los zares continúa confinado en su aislamiento tradicional —continúa—, prácticamente fuera de esta Europa con la cual, a pesar de la vecindad, no siente ningún interés común. No está ligado por relaciones permanentes con ninguno de los grandes Estados del momento y solo intercambia embajadores con Viena. A veces, aflora la tentación pasajera de acercarse a España, pues el recuerdo de Felipe II sigue siendo muy vivo hasta en los extremos del continente17.

Aunque Aleksis estaba más interesado por el Báltico y por el oeste (Polonia) que por el sur (Pequeña Rusia, esto es Ucrania), los acontecimientos lo obligan a prestar atención a esta última región. Los cosacos del Dniéper, teóricamente bajo la soberanía polaca, emprendieron, ayudados por los campesinos ucranianos, una prolongada lucha contra la Rzeczpospolita, que se inició en 1648, cuando concluyó la Guerra de los Treinta Años. La razón de su levantamiento era la defensa de sus tradicionales libertades y, como hemos dicho más arriba, de la ortodoxia, de la que se convierten en campeones. El atamán Bogdan Khmelnitsky creyó que podría encontrar en Moscú la autonomía que los polacos le negaban y por ello pidió la protección del zar, ofreciendo aceptar su soberanía. No era la primera vez que los cosacos de Dniéper se volvían hacia Moscú, pues ya en 1625 y después en 1649 y en 1651 se habían producido gestiones similares, que el gobierno moscovita no había aceptado nunca porque tal cosa habría supuesto la guerra con Polonia. La prioridad de la política exterior rusa en aquel momento era la recuperación de Smolensko y de la provincia de Seversk y, como escribe Kliuchevskii, «la Pequeña Rusia [Ucrania] se situaba todavía más allá del horizonte de la política moscovita». Los enviados cosacos expresan sin ambages sus deseos de «servir al Soberano Ortodoxo de Moscovia», pero Moscú elude el compromiso y, extremando la cautela, se limita, vagamente, a prometer su intervención solo en el caso de que los ortodoxos fueran oprimidos por los polacos. El argumento es importante porque se convertirá en una de las constantes de la política exterior rusa: las intervenciones rusas en los Balcanes utilizarán, a lo largo de los siglos, el argumento de la protección de las poblaciones ortodoxas como justificación o pretexto.

Las cautelas de Moscú empiezan a difuminarse cuando contempla los éxitos militares de Khmelnitsky, que tras tres sorprendentes victorias consigue, en su lucha contra Polonia, apoderarse de casi todo el territorio de la Pequeña Rusia. Los cosacos obtienen en la paz de Zborov (cerca de Lvov), en 1649, unas espléndidas condiciones, pero la resistencia de la Iglesia polaca impide que el acuerdo se aplique y, de nuevo en 1651, se reanuda la guerra, que esta vez es más favorable a los polacos. Todo esto incrementa la indecisión de los rusos, que siguen mirando con desconfianza a los cosacos, a los que prefieren tener más como eventuales aliados, en el caso de que necesiten sus servicios, que como embarazosos súbditos, que puedan involucrarlos en una guerra no deseada. Como escribe Kliuchevskii, «después de todo, a un súbdito hay que protegerle, mientras que un aliado puede ser abandonado cuando ha dejado de ser útil»18. Pero Khmelnitsky es muy consciente de su importancia estratégica y amenaza con aliarse con los tártaros de Crimea, protegidos por el poderoso sultán turco o, alternativamente, con hacer la paz con los polacos. Para Moscú, todo esto quiere decir que o bien acepta a los cosacos ucranianos, con todas sus consecuencias, o bien los tendrá inevitablemente enfrente, en el campo de sus enemigos seculares.

Moscú no toma la decisión de anexionarse la Pequeña Rusia hasta principios de 1653, asumiendo el riesgo seguro de una guerra con Polonia. En el verano de aquel mismo año se le comunica a Khmelnitsky la aceptación de su reiterada oferta y en el otoño el zar Aleksis convoca al Zemski Sobor para que ratifique la decisión ya tomada. La respuesta de la asamblea es claramente favorable a que el atamán Bogdan Khmelnitsky, con su ejército y «con todas sus ciudades y territorios», pasen a estar sometidos a la autoridad del zar. Pero los rusos no parecen tener demasiada prisa en llevar a cabo la anexión y mientras tanto el jefe cosaco, traicionado por sus aliados tártaros, sufre una derrota ante los polacos en Zhvanets. El acuerdo definitivo entre ambas partes se toma el 8 de enero de 1654, en la Rada o Asamblea reunida en Pereiaslavl, en la que los cosacos prestan juramento de fidelidad al «zar cristiano ortodoxo de Oriente», representado en la ocasión por el boyardo Vasilii Buturlin. En virtud del acuerdo, los territorios del ejercito cosaco zaporozhi quedan integrados en Moscovia con el nombre de Pequeña Rusia. En su mensaje de agradecimiento Khmelnitsky se dirige al zar Aleksis como «zar y gran príncipe, autócrata de todas las Rusias, Grande y Pequeña», expresando el deseo de que la unión «pueda ser eterna». El zar promete a los cosacos «favor y defensa contra los enemigos y protección», y estos últimos enumeran sus derechos y pretensiones, como individuos y como grupo. Los delegados de la Rada pretenden también que los embajadores moscovitas juren en nombre del zar que estos derechos serán mantenidos. Pero su petición no es atendida y cuando los cosacos recuerdan que «los reyes de Polonia siempre habían prestado juramento a sus súbditos», los moscovitas afirman que «nunca se ha pedido a los soberanos (gosudari) que juren a sus súbditos» y no aceptan el ejemplo polaco porque «los reyes de Polonia son infieles, no son autócratas (samoderzhtsy) y no respetan su juramento, mientras que el zar moscovita, monarca absoluto, no tiene más que una palabra»19. El clero de la Pequeña Rusia no prestó juramento de fidelidad al zar hasta que, tras arduas negociaciones, obtuvo las garantías que exigía sobre diversas cuestiones de disciplina eclesiástica.

El acuerdo de Pereiaslavl es interpretado de manera radicalmente distinta por los historiadores rusos y por los ucranianos. Para los primeros se trató de una aceptación incondicional de la soberanía moscovita, mientras que los segundos estiman que la anexión estaba sometida a unas condiciones que Moscú no respetó en ningún momento. Se explica así que, según algunos testigos de la época, poco después de haberse colocado «bajo la alta mano del zar» y de haber experimentado su peso, Khmelnitsky comenzara a lamentarse y a repetir que «esto no es lo que yo quería, y no debería haber sido así». Pero, según insiste Riasanovsky, no hay nada que haga pensar que la anexión fue condicionada y, más bien, todos los datos de que se dispone van en la otra dirección, tanto por el hecho de que eran los ucranianos y no el Estado moscovita quienes habían pedido el acuerdo, como por los precedentes, en cuanto a la bien establecida práctica moscovita en este tipo de asuntos y por las propias circunstancias de la unión. Es decir, que si alguna vez lo hubo, el buen entendimiento con los cosacos no duró mucho tiempo. Muy pronto estos, defraudados, comprobaron que el zar era tan poco respetuoso con sus libertades como lo habían sido los polacos. Por eso, añade Riasanovsky, durante los decenios y los siglos siguientes los ucranianos tuvieron buenas razones para quejarse del gobierno ruso, que abolió la amplia autonomía acordada a los ucranianos tras el juramento prestado al zar, les impuso pesadas cargas y restricciones de todo tipo y puso muchos obstáculos al desarrollo de la lengua y la cultura ucranianas20.

La aceptación por los cosacos de la soberanía del zar puso bajo el control de Moscú una importante parte de la actual Ucrania, en concreto la parte oriental, que llegaría a ser la más rusificada, y la fecha de ese acontecimiento (1654) se considera la de la incorporación de Ucrania al Imperio ruso. La parte situada al oeste del Dniéper, es decir, Volhynia, Polodia y Galitzia, continuó bajo dominio polaco hasta el tratado de Andrusovo (1667), en virtud del cual Rusia recuperaba no solo Smolensko, sino también Kiev y otros territorios de su zona habitados por ortodoxos. Pero, desde el primer momento, las relaciones entre Moscú y los cosacos o las relaciones ruso-ucranianas fueron difíciles y algunas facciones cosacas se rebelaron con frecuencia o se aliaron con los enemigos del zar. Se explica así también que todavía a principios del siglo XVIII, los cosacos, aliados con los suecos, se enfrenten con las armas contra Pedro I el Grande.

La reacción de Polonia ante la «traición» cosaca no se hizo esperar y Rusia se vio obligada, como era de prever, a una nueva guerra con Polonia, que comienza en mayo de 1654. Era el precio por la recuperación de aquellas tierras donde había nacido la Primera Rusia, la Rus de Kiev. La guerra se desarrolla victoriosamente para los rusos, que en septiembre logran la capitulación de Smolensko y en noviembre toman Vitebsk al asalto. En 1655 se apoderan de Bielorrusia y de las ciudades lituanas más importantes, como Vilnius, Kovno y Grodno, mientras que por el sur los cosacos al servicio del zar llegan a las puertas de Lvov. Aleksis puede ostentar el título de zar y gran príncipe de todas las Rusias, Grande, Pequeña y Blanca. Al año siguiente el voivoda de Moldavia, teóricamente vasallo del sultán turco, pide al zar que asuma la soberanía sobre el territorio, habitado por ortodoxos, y Aleksis acepta. Mientras tanto continúa la guerra contra Polonia, que se había complicado aún más cuando, en 1655, el nuevo rey sueco, Carlos X, que ha sucedido a su prima la reina Cristina tras la abdicación de esta, invade la debilitada Polonia y se apodera de casi todo el país, incluidas las capitales de Varsovia y Cracovia. El rey Jan Casimir abandonó el país, que parece totalmente desarbolado. Es en este momento cuando Polonia inicia el imparable proceso de decadencia y desintegración que la llevará a su desaparición como entidad política independiente en el siglo siguiente.

La entrada en liza de los suecos interrumpe temporalmente la guerra con Polonia, con la que los rusos firman un armisticio y se llega a un acuerdo de colaboración militar contra aquel enemigo común. En esta guerra contra los suecos, los rusos conquistan Dvinsk y Dorpat, pero fracasan ante Riga, que pudo ser abastecida por mar. Mientras tanto Polonia se recupera, el pueblo se alza y el rey Jan Casimir regresa. En el invierno de 1657 Polonia y Rusia reanudan las negociaciones para llegar a un acuerdo de paz, aunque sin éxito. En la Pequeña Rusia (Ucrania) también cambia la situación como consecuencia de la muerte del atamám Bogdan Khmelnitsky en julio de 1657. Se producen disturbios y el sentimiento antirruso se manifiesta, hasta el punto de que el nuevo atamán, Vigovsky, llega a un acuerdo con Polonia que se concreta en el tratado de Hadziacz, firmado en septiembre de 1658, por el que Polonia promete incluir a Ucrania en la Unión de Lublin, al tiempo que garantiza los derechos de los cosacos. Preocupada por estos acontecimientos, Moscú firma con Suecia un armisticio de tres años, para ocuparse más libremente de los asuntos de la Pequeña Rusia, donde un sector de los cosacos no acepta la vuelta a la soberanía polaca y elige como atamán al hijo de Khmelnitsky, Yuri, en octubre de 1659. Moscú establece unas condiciones aún más duras que las de 1654: se revocan los derechos diplomáticos que habían conservado los cosacos, se impone el consentimiento del zar para la elección y deposición del atamán y se prevén voivodas nombrados por Moscú para las principales ciudades de la Pequeña Rusia, entre otras condiciones.

La recuperada Polonia decide revolverse de nuevo contra su enemigo tradicional y reanuda la guerra contra Rusia, lo que obliga a esta a firmar apresuradamente la paz con Suecia (paz de Kardis, junio de 1661), que restablece las antiguas fronteras ruso-suecas y consigue la neutralidad del país escandinavo en la guerra ruso-polaca. En el verano de 1666 se reanudaron las conversaciones de paz ruso-polacas, que conducen, después de ocho meses de negociaciones, al armisticio de Andrusovo en enero de 1667, que tendría una duración de tres años y medio, durante los cuales se prepararía una «paz perpetua». Rusia ve reconocida la posesión de Smolensko y la Pequeña Rusia se divide: el territorio situado al este del Dniéper permanece bajo soberanía de Moscú; el oeste y la Rusia Blanca son para Polonia y, finalmente, Kiev, así como algunos territorios situados en la orilla derecha, habitados por ortodoxos, se ceden a Moscú por dos años. Esta cesión era teóricamente temporal, pero, diecinueve años después, la paz perpetua de 1686 la ratificó, garantizándose, además, la libertad religiosa de los ortodoxos, que permanecieran bajo dominio polaco. Pero antes de este último acuerdo, en 1681, una buena parte de la Ucrania al oeste del Dniéper, salvo Kiev, cayó en poder de los turcos, que iniciaban así su condición de enemigo secular y amenaza permanente desde el sur para el Imperio de los zares, que se prolongaría durante los siglos siguientes.

Mientras en el sur Moscovia no lograba estabilizar sus fronteras ni alcanzar el mar Negro, en el norte-noroeste las cosas no iban mejor. Polonia perdió ostensiblemente su condición de principal potencia de la zona mientras el poderío sueco alcanza su punto culminante, con el dominium maris Baltici como primer objetivo del imperialismo sueco, que no ocultaba su propósito de convertir el Báltico en un mare clausum. La ya citada paz sueco-rusa de Kardis mantuvo el statu quo, lo que significaba que a Rusia seguía negándosele el acceso al Báltico.

EL REINADO DE FEDOR ALEKSEIEVICH Y LA REGENCIA DE SOFÍA (1676-1689)

A la muerte de Aleksis, en 1676, fue proclamado zar su hijo Fedor, de catorce años de edad, que había sido designado sucesor por su padre dieciocho meses antes de su fallecimiento. Enfermizo y con poca inclinación por el poder, Fedor dejó el gobierno en manos de los favoritos familiares, durante su breve reinado que solo duró seis años. Los Miloslavsky, parientes de su madre, la primera esposa de Aleksis, fueron en un principio quienes tuvieron en sus manos las riendas del poder, aunque al final del reinado empezó a adquirir cada vez más influencia Vasilii Vasilievich Golitsyn, que será el hombre fuerte durante la regencia de Sofía.

El reinado de Fedor tuvo que empezar volcándose en el sur, ya que en 1677 los turcos invadieron Ucrania, cuya asimilación en el Imperio moscovita, aunque inconclusa, había alcanzado el punto de no retorno, como subraya Dukes21. Este mismo autor señala que lo que hizo Rusia en Ucrania no era muy diferente de lo que estaba pasando en toda Europa, donde el absolutismo se estaba consolidando, aunque afirma que entiende que a los nacionalistas ucranianos les parezca trágico y ultrajante. Y cita a Carl Bickford O’Brien, para quien

[…] hay poca justificación para considerar a la política de Moscú como engañosa o siniestra. El tratamiento que hizo el zar del problema habría sido bien entendido por Richelieu o Mazzarino, como lo fue por el emperador alemán Leopoldo I, el Gran Elector Federico Guillermo y Luis XIV. Si existieron ambigüedades acerca de la naturaleza de la unión moscovita-ucraniana, databan del tiempo de Bogdan Khmelnitsky y tanto él como sus consejeros deben compartir la responsabilidad. Moscú había extendido, simplemente, su jurisdicción sobre un área que era ortodoxa, que era considerada por los zares como tradicionalmente «rusa» y que había solicitado la protección moscovita frente a enemigos extranjeros22.

La invasión turca de 1677 se dirigió a la parte central de Ucrania, Kiev y Chigrin, y pudo ser rechazada por las fuerzas rusas, numéricamente inferiores, pero mejor entrenadas, gracias en buena medida a los esfuerzos de Patrick Gordon, mercenario escocés, que, después de haber luchado en las guerras sueco-polacas —en ambos lados— había entrado al servicio del zar en 1661. En 1678 Gordon defendió heroicamente Chigrin del asedio turco. Aunque Moscovia intentó que Polonia y Austria se unieran en la lucha contra los turcos, no tuvo éxito en las negociaciones y en 1681 firmó con la Sublime Puerta el tratado de Bakhchisarai, en virtud del cual conservó la orilla izquierda del Dniéper, pero cedió el curso bajo del río y se comprometió a pagar un tributo anual al khan de Crimea, como en los tiempos del yugo mongol.

A la muerte del débil Fedor el 27 de abril de 1682, sin dejar descendencia, se plantea una vez más en la historia de Moscovia la cuestión de sucesión. Le sobrevivían dos hermanos, Iván, de dieciséis años, hijo como él de María Miloslavsky, pero enfermizo, «de espíritu dañado», según la expresión de los contemporáneos, y Pedro, hijo de la segunda esposa de Aleksis, Nathalia Naryshkina, desbordante de salud, pero de solo diez años. Apenas muerto Fedor, el patriarca Joaquín reunió a los notables civiles y religiosos para proponerles la inmediata elección de nuevo zar. La mayoría es favorable a Pedro y el pueblo, que se agolpa en la plaza del Kremlin, también es favorable al hermanastro del zar muerto. Pero las princesas Miloslavsky maniobran para oponerse a que el hijo de su odiada madrastra sea elevado al trono. La más hábil de estas princesas, hijas de la primera esposa de Aleksis, Sofía, que tenía unos veinticinco años, aproximadamente los mismos que la zarina viuda, se pone al frente de la conspiración y consigue el apoyo de los poderosos streltsy, que actúan casi como una guardia pretoriana. Con motivo del entierro de Fedor, se dirige en actitud plañidera al pueblo, afirmando que su hermano el zar ha sido envenenado y en el aire queda una acusación contra los Naryshkin, totalmente carente de fundamento. Apenas quince días después, el 15 de mayo, los streltsy, que aspiran a obtener ventajas corporativas de la confusa situación, invaden el Kremlin con una lista de cuarenta y tres personas, presuntas partidarias de los Naryshkin, incluido el médico, acusado del supuesto envenenamiento. Durante tres días los streltsy asesinan a los boyardos y altos funcionarios próximos al clan Naryshkin, y Sofía les premia con una gratificación de diez rublos por cabeza y el título honorífico de infantería de palacio; asimismo se les permite comprar a bajo precio los bienes confiscados de los asesinados o represaliados. Los streltsy exigen que se revise la decisión que había entronizado al joven Pedro y consiguen que la Duma de los boyardos decrete que habrá dos zares: Iván V, «primer zar», y Pedro, «segundo zar», ambos bajo la regencia de la ambiciosa Sofía, que se hace llamar «gran soberana, pía princesa y gran duquesa Sofía Alekseievna». Escribe Heller que «antes de ella solo dos mujeres habían gobernado el Estado ruso: la princesa Olga en Kiev y Elena Glinskaia durante la infancia de su hijo, el futuro Iván IV el Terrible». Añade que «la regencia de Sofía abre, de algún modo, una época de supremacía del “sexo débil” en Rusia» y comenta que «el reinado de las emperatrices no será, en su conjunto, ni mejor ni peor que el de los emperadores». Se trata, desde luego, de un hito en la historia rusa, ya que, hasta entonces, las mujeres habían estado recluidas en el terem, y no se entendía ni se admitía su participación en los asuntos públicos23.

A Sofía le costó consolidarse en el poder porque los streltsy, que la habían ayudado tan decisivamente a conquistarlo, se convirtieron en un difícil problema. Moscovia vivía en aquella época un ambiente tenso y cargado como consecuencia del cisma que había dividido a la sociedad rusa entre los partidarios de la Iglesia oficial y los cismáticos (raskolniki) o Viejos Creyentes, que se resistían a las nuevas tendencias secularizadoras. El caso es que el nuevo jefe de los streltsy, el príncipe Iván Khovanski —que había sustituido al también príncipe Dolgorukii, asesinado en los incidentes de mayo de 1682—, fue acusado de simpatizar con los Viejos Creyentes, y puso al servicio de la «Vieja Fe» el poderío militar de los streltsy, que se sublevan para defenderla. Sofía se vio forzada a aceptar la celebración de un debate público, ante una gran audiencia, sobre las tesis teológicas de ambas tendencias religiosas. El debate tuvo lugar en el bello Granovitaya Palata (Palacio Facetado), situado dentro del recinto del Kremlin y construido en el siglo XV, por orden de Iván III, por los arquitectos italianos Marco Ruffo y Pietro Solaro. El debate no sirvió para nada y la polémica continuó en la calle, por lo que Sofía decidió actuar con rapidez y violencia. Era una advertencia de que el nuevo régimen no admitía dudas en cuanto a su política religiosa. Pero no se detuvo ahí. Por Moscú corrían rumores de que el jefe de los streltsy aspiraba a algo así como a una dictadura militar, estimulado quizá por el ejemplo, ya lejano, de Cromwell, que veinte años antes había impresionado mucho a la Moscovia de Aleksis, sobre todo por la ejecución del rey Carlos I Estuardo. A mediados de septiembre Sofía atrajo a Khovanski a Kolomenskoie, le detuvo y le ejecutó, junto con su hijo. Todavía Sofía tuvo que negociar con los streltsy, que se habían sublevado en varias ciudades y consiguió que aceptaran un nuevo jefe, Fedor Shaklovity, castigó a los más levantiscos y ordenó la demolición de la columna que se había erigido en la Plaza Roja, en memoria y homenaje de los acontecimientos de mayo. Así terminaba este primer amago de golpe de Estado religioso-militar en la historia de Rusia, que habría de ser el tema de la gran ópera de Mussorgski Khovanshchina.

Desde el primer momento de la regencia de Sofía, el príncipe Vasilii Vasilievich Golitsyn, que al menos durante un tiempo fue también su amante, se convirtió en su principal consejero, jefe del posolsky prikaz, o ministro de asuntos exteriores, y, desde 1684, «guardián del gran sello». Golitsyn era un auténtico intelectual y no es exagerado considerarlo el hombre más instruido de su tiempo en Moscovia. Enormemente interesado en la cultura occidental, manejaba con soltura el latín y poseía una impresionante biblioteca. Cuando Sofía se hizo con el poder, Golitsyn tenía treinta y nueve años y ya había hecho una importante carrera política y militar. En 1676 el zar Aleksis le había dado el título de boyardo y después había desempeñado varios puestos en Ucrania y en Moscú. Golitsyn formó parte de la comisión que suprimió el anticuado sistema de precedencia (mestnichestvo), que era uno de los obstáculos que impedían la modernización del ejército. Propuso también otras medidas reformadoras que, según muchos historiadores, hacen de él un precursor de Pedro el Grande, pero las resistencias de los tradicionalistas y sus propias limitaciones como gobernante le impidieron llevarlas a cabo.

La acción política de Golitsyn se despliega, sobre todo, en los asuntos exteriores, donde se empeñó a fondo por abrir Rusia y establecer relaciones políticas y comerciales con diversos países occidentales. Con Suecia consolidó el comercio y se vivió una etapa de paz. Más complicadas fueron las relaciones con Polonia, el enemigo secular, aunque al final se impuso la idea de alcanzar la paz con Polonia y de organizar una gran coalición contra tártaros y turcos, que amenazaban de nuevo a la Cristiandad. Los otomanos, efectivamente, estaban en guerra con Austria desde 1682, y desde el verano de 1683 habían sitiado Viena. La capital del Imperio se salvó gracias al rey de Polonia, Jan Sobieski, que en virtud del tratado de ayuda mutua que le unía con el emperador Leopoldo I, firmado pocos meses antes, acudió con un ejército de 25.000 hombres y, dada su reconocida capacidad militar, se puso al frente del conjunto de la tropas cristianas, que totalizaban unos 75.000 hombres. El 12 de septiembre de 1683 los turcos fueron derrotados en Khalenberg, en la que se tiene por una de las batallas más decisivas de la historia de Europa.

Pero el peligro turco no había desaparecido y los enviados del emperador Leopoldo no cejaban en su empeño de implicar a Moscovia en la cruzada antiturca, mostrándoles el señuelo de la ocupación de las costas del mar Negro: «Toda Grecia y Asia os esperan», era la invitación de los austriacos a los rusos. Las relaciones con Polonia se basaban en la paz de Andrusovo, firmada en 1667, que establecía una tregua de trece años y medio, según ya hemos indicado, al término de los cuales el zar tenía que devolver Smolensko, Kiev y los otros territorios que ocupaba al oeste del Dniéper. Como Moscú no estaba dispuesto a volver a perder estas ciudades y territorios, que consideraba plenamente rusos por tradición y cultura, las negociaciones para llegar a un arreglo definitivo, que habían empezado en 1684, no avanzaban. Las presiones del Imperio y de los propios polacos para que Moscovia se sumara a la coalición antiturca fueron haciendo mella en Golitsyn, que dirigía a los negociadores rusos. Pero, seguramente, fue decisivo un detallado informe que el director de la diplomacia rusa había pedido al escocés Patrick Gordon, en el que, valorando pros y contras, llegaba a la conclusión de que no era bueno mantener a los soldados desocupados mientras los otros países guerreaban.

Como consecuencia de estos enfoques, en 1686 se firmó en Moscú un tratado de Paz Perpetua y Alianza entre Moscovia y Polonia, que confirmaba los términos de Andrusovo y cedía definitivamente a Moscú Smolensko y los disputados territorios al oeste del Dniéper, con Kiev. El zar se obligaba a declarar la guerra a los tártaros de Crimea, pero nada se decía de la gran cruzada antiturca, de la que se seguía hablando en las cancillerías de Europa central y oriental, sin que se llegara a nada concreto. Es este el momento de máximo prestigio de la regencia y Sofía empieza a denominarse autócrata y a pensar en la posibilidad de ceñir ella misma la corona. En cumplimiento del compromiso alcanzado y con el confesado designio de conquistar Crimea, el propio Golitsyn dirigió dos campañas contra los turcos, en 1687 y 1689, que acabaron en fracaso, aunque la propaganda oficial trató de presentarlas como grandes éxitos. La responsabilidad de la derrota recayó sobre el atamán cosaco Samoilovich, que se había opuesto a la guerra contra los tártaros. Como castigo se le desposeyó de la dignidad de atamán, que se confirió a Mazepa, que daría mucho que hablar, como veremos, durante el reinado de Pedro el Grande.

Golitsyn también dirigió las negociaciones con China, con la que concluyó el tratado de Nerchinski en 1689. Desde el siglo XVI, Moscovia había mostrado su interés por el remoto país y ya hemos relatado la embajada enviada, a principios del reinado de Mikhail Romanov, por el príncipe Kurakin, gobernador de Tobolsk. La penetración rusa hacia Extremo Oriente había proseguido. Maxim Perfilyev había explorado fugazmente la región en 1638 y en la primavera de 1644 Vasilii Poyarkov emprendió una minuciosa exploración de toda la cuenca del Amur. Yerofey Khabarov continuó en 1649-1651. En 1648, un cosaco, Semion Ivanov Dezhnev o Dezhnyov, al frente de una flota de siete navíos navegó desde el río Kolima hacia el este y descubrió el estrecho de Bering, ochenta años antes de que un danés al servicio de Rusia, Vitus Bering, llegara allí desde el este, partiendo de Kamchatka.

Desde que los rusos llegaron al valle del Amur, también llamado Heilongjiang, se produjeron choques esporádicos con los chinos, y el citado Khabarov, que había fundado en 1651 el puesto fortificado avanzado de Albazin o Yaksa, en la región del río Zeya, ya había derrotado a un destacamento chino en 1652. Dos años después, en 1654, el zar Aleksis envió una embajada a China, con Fedor Baikov al frente, que llevaba una carta en la que el zar no solo se presentaba como un poderoso soberano, sino que aludía a su mítica ascendencia romana que hacía del emperador Augusto el iniciador de su linaje. Pero Baikov no llegó a ser recibido por el emperador chino, Shunzhi, que pertenecía a la nueva dinastía Qing o Manchú, procedente de Manchuria, que se había hecho con el poder en 1636, sustituyendo a la dinastia Ming, que había reinado desde el siglo XIV. La razón fue un famoso problema de ceremonial, el kotow, que exigía que todos cuantos comparecían ante el emperador se arrodillasen tres veces, prosternándose, es decir, llevando la cabeza hasta el suelo, y lo tocara nueve veces con la frente. Esta exigencia, que crearía muchos problemas diplomáticos en las relaciones de los países occidentales con China24, ya era conocida por los rusos, que habían dado orden a Baikov de que no se sometiera al humillante ceremonial. No hay que olvidar que a finales del siglo XVII China era, sin ninguna duda, el Estado más rico y más extenso del mundo, pues la dinastía Qing, que había llevado su poder hasta Mongolia, Asia central y el Tíbet, llegaría a controlar desde mediados del siglo XVIII un inmenso territorio de unos doce millones de kilómetros cuadrados25.

Durante el último tercio del siglo XVII, el fuerte de Albazin se convirtió en el punto neurálgico del enfrentamiento ruso-chino. Otros fuertes se establecieron en Argunskii y Nerchinsk. En 1685, los chinos toman y destruyen Albazin, tras un asedio, pero los rusos lo reconstruyen y los chinos vuelven a asediarlo en 1686. La cuestión del kotow había seguido dificultando las relaciones diplomáticas entre ambos países y un nuevo enviado ruso, Nicolás Spafari, que había llegado a Pekín en 1675, fracasa también en su misión. A pesar de ello, y como señala Gernet, «entre 1650 y 1820, Rusia será el país de Europa que enviará mayor número de embajadas a Pekín: 11 ella sola frente a 13 de Portugal, Países Bajos, el Vaticano e Inglaterra»26. Los motivos de fricción se multiplican tanto porque los manchúes no ven con buenos ojos la presencia rusa en el valle del Amur, como porque las tropas del zar someten a pueblos que los chino-manchúes consideran que son súbditos naturales del emperador de Pekín.

Para poner término al conflicto, en 1689 se iniciaron negociaciones entre las dos partes en Nerchinsk, a 1.300 kilómetros de Pekín. Los holandeses actuaron como intermediarios y los jesuitas Gerbillon y Pereira participaron en las negociaciones como intérpretes. Los enviados rusos tenían órdenes de Moscú de llegar a un acuerdo, aun a costa de hacer grandes concesiones. Después de tres largos años, se alcanzó el tratado de Nerchinsk, redactado en latín, manchú, chino, mongol y ruso, que fijaba la frontera entre el gran Imperio chino y la zona de influencia rusa, a lo largo de los ríos Argun y Goritsa y la cordillera Stanovoy. Los rusos accedían a la destrucción de Albazin y a la evacuación de su guarnición. Asimismo se establecían las condiciones que habían de regir el comercio entre ambas partes. El tratado suponía la renuncia por parte de Rusia a ocupar la cuenca del Amur, que quedaría fuera de su influencia hasta el siglo XIX, y veía dificultado el acceso al mar de Okhotsk, pero se aseguraba el control de la Transbaikalia y el derecho de paso a Pekín para sus caravanas. Pero, sobre todo, significaba que Pekín reconocía a Rusia como un Estado igual, algo que no había conseguido ningún otro Estado europeo. A partir de 1698 se estableció una comunicación regular entre Moscú y Pekín, lo que, evidentemente, facilitaría las relaciones futuras.

Las derrotas ante los tártaros de Crimea, mucho más que la discutible penetración en Siberia, causaron una penosa impresión en los ambientes de la corte moscovita y desgastaron seriamente el poco prestigio que le quedaba al régimen de la regente Sofía y de su favorito Golitsyn. El descontento era creciente, no solo por estas derrotas militares, sino también por el influjo que en la corte tenía el «partido latino-polaco». Dice Heller que «la historia rusa no conoce otro momento en el que Polonia estuviese hasta tal punto de moda en la corte. Este fenómeno —añade— hizo más profunda la fractura entre la clase dirigente y el pueblo y contribuye a aumentar la tensión». Por otra parte, el segundo zar, Pedro, a punto de cumplir los diecisiete años, se casó el 27 de enero del mismo año 1689 con Eudokie o Eudoxia Lupokhina, lo que, según el mismo Heller, «le convertía en un hombre casado y mayor»27. Ya nada se oponía a la realización de sus planes.

CISMA Y SECULARIZACIÓN

El siglo XVII es en toda Europa una época de violencia desatada, especialmente durante su primera mitad, que estuvo marcada, de 1618 a 1648, por la Guerra de los Treinta Años, mientras Inglaterra se deshacía en una feroz guerra civil. Cuando terminó aquella primera gran conflagración europea, en la que se dilucidaba, al hilo del enfrentamiento entre católicos y protestantes, la hegemonía en el continente, el campo de batalla se trasladó a Europa oriental, que, a principios del siglo ya había presenciado la guerra entre Suecia y Polonia. Los turcos pretendían proseguir su expansión, polacos y rusos vivían en estado de guerra permanente, los suecos aspiraban a consolidar un imperio báltico. Muchos contemporáneos vieron en aquella sucesión de guerras, que se prolonga hasta bien entrado el siglo XVIII, un único y gran conflicto, que convirtió Europa en un enorme campo de batalla a lo largo de más de cien años. Así Gustavo Adolfo, en una carta al canciller Oxenstierna, en 1628, escribe que «todas las guerras europeas están entrelazadas como en un nudo y se están convirtiendo en una guerra universal», del mismo modo que Jacob Roussel, un aventurero, de origen hugonote, que sirvió al zar y le prestó servicios diplomáticos, en una carta a Mikhail Romanov alude a «la gran guerra civil que Dios ha sembrado por todos los rincones de la Cristiandad».

Billington —que es, seguramente quien mejor ha estudiado el conflicto intelectual y religioso de Rusia durante el siglo XVII y a quien más de cerca vamos a seguir en esta exposición28— ha señalado el fondo de violencia que hay en la historia rusa de este período. Señala cómo las gentes de las provincias que a principios del siglo liberaron Moscú de la ocupación polaca y sentaron las bases para la designación de Mikhail Romanov («fuerzas primitivas de frontera») rendían culto a la violencia, hasta el punto de que el sello de Yaroslavl, de donde procedían muchas de esas fuerzas, que consistía en un oso portando un hacha, se convirtió durante un tiempo en un símbolo del nuevo régimen. La violencia se percibe también en el propio texto legal promulgado en 1649, que castiga la violencia, pero con violencia, como muestra que se prescriban castigos corporales, incluida la pena capital, por una serie de delitos menores.

El nuevo régimen de los Romanov no se puede liberar del largo período de violencia que había vivido Moscovia durante los Tiempos Turbulentos. Comparativamente con los países de Europa occidental, Rusia era un país atrasado, que impresionaba a los extranjeros que la visitaban por sus brutales conductas, aunque los relatos de los viajeros carecen de cualquier análisis y se fijan solo en aspectos anecdóticos. No puede extrañar, por eso, que «la mayor parte de los escritores occidentales identificaban a los rusos con los tártaros más que con los otros eslavos […] e incluso en la eslava Praga, un libro publicado en 1622 agrupaba a Rusia con Perú y Arabia en una lista de civilizaciones particularmente extrañas y exóticas»29.

Durante el siglo XVII se consolida la apertura al oeste de Rusia, tímidamente iniciada en el anterior siglo. Ya nos hemos referido a la presencia de extranjeros, a su actividad en los ámbitos militar e industrial y a la convicción de las elites rusas de que las técnicas y los métodos de organización occidentales eran absolutamente imprescindibles para Rusia. Es un reduccionismo abusivo imaginar que hasta Pedro el Grande no se produce esa apertura a Occidente, porque lo cierto es que durante el siglo XVII, desde Boris Godunov hasta Golitsyn, muchos dirigentes moscovitas habían ido preparando el terreno para las reformas de Pedro. Pero también es evidente que si bien aceptan y utilizan las técnicas occidentales, muestran una resistencia feroz a las ideas y creencias de esa procedencia, que chocaban frontalmente con las tradiciones ortodoxas propias de la ideología moscovita, que hemos analizado en los capítulos precedentes. Hay, pues, un enfrentamiento entre los que ya podemos llamar occidentalistas y los tradicionalistas ortodoxos, enfrentamiento que anticipa la polémica entre occidentalistas y eslavistas del siglo XIX.

Una de las manifestaciones más señaladas de la influencia occidental es la introducción del sentido de la medida, del cálculo, que desde la Baja Edad Media era un componente esencial de la cultura y de la concepción de la vida de Europa occidental. Uno de sus ejemplos más conocidos y significativos es la difusión del reloj, que, desde las torres de las iglesias a las casas de los burgueses, se difunde por todo el Occidente, mientras que entre los eslavos orientales predominaba lo que Billington llama «una soñadora imprecisión». En este sentido fue todo un acontecimiento la colocación de un reloj de fabricación inglesa en la Torre del Salvador (Spasskaia bashnya) del Kremlin en 1625, cuando los arquitectos Bazhen Ogurtsov y Christopher Holloway añadieron el cuerpo superior a la torre edificada en 1491 por Pietro Solaro.

Pero este conflicto entre lo antiguo y lo moderno, entre la técnica occidental y la tradición ortodoxa rusa, por interesante y premonitorio que pueda parecer, no fue el más importante ni el más significativo desde el punto de vista histórico que ocurre en la Rusia del siglo XVII. El conflicto que marca indeleblemente la vida rusa en este período, con duraderas consecuencias en los siglos siguientes, es el cisma (raskol) que se produce en el seno de la Iglesia ortodoxa. El fenómeno supone dos interpretaciones antagónicas y excluyentes de la religión y de su papel en la civilización rusa. Ambas interpretaciones proceden del movimiento de recuperación religiosa que vive Rusia a principios del XVII, después de los Tiempos Turbulentos, período en el que, de nuevo, actúa como catalizador el mundo monástico y, muy especialmente, el monasterio de la Trinidad-San Sergio de Radonezh, cercano a Moscú, que a su prestigiosa tradición unía ahora el mérito de haber sido un foco de resistencia frente al extranjero en las luchas de principios de siglo, no solo por haber soportado el largo asedio polaco, sino también por iniciar el movimiento de restauración nacional rusa.

El cisma ruso del siglo XVII no versa, como en otros momentos de la historia, sobre grandes cuestiones dogmáticas. No hay aquí complejos problemas teológicos, como lo fue, por ejemplo, la famosa cuestión del filioque, ya que se trata de una mera cuestión de formas, pues el origen del cisma está en las reformas litúrgicas introducidas por el patriarca Nikon, a las que se resisten los que serán llamados Viejos Creyentes, con el arcipreste Avvakum a la cabeza. Ambos son los hombres clave en la Rusia del siglo XVII y su personalidad explica el carácter y sentido de los movimientos que dirigieron. Billington afirma que las dos facciones religiosas, la que dirige Nikon y la que se reconoce en Avvakum, son dos respuestas diferentes a una misma pregunta: «¿Cómo puede mantenerse la religión en el centro de la vida rusa en las condiciones radicalmente cambiantes del siglo XVII?». Y denomina a la primera «la respuesta teocrática» y a la segunda «la respuesta fundamentalista»30.

Lo que hemos denominado respuesta teocrática encuentra su expresión más cumplida en Nikon, un clérigo gigantesco, por su estatura (medía más de dos metros) y por la influencia espiritual que proyectó en la Rusia del XVII. Procedente de la región del curso alto del Volga, llegó a Moscú, donde impresionó al nuevo zar, Aleksis, y al patriarca José, que le designaron para ocupar el puesto de archimandrita del Nuevo Monasterio del Salvador (Novospassky), lugar de enterramiento de la familia Romanov. Muy pronto empezó a ejercer una decisiva influencia sobre el joven zar, que se reunía semanalmente con él. Apenas tres años después, Aleksis le llamó para ocupar la sede patriarcal moscovita, desde la que, durante los seis años siguientes, «se convirtió en el virtual gobernante de Rusia», compartiendo con el zar el título de «Gran Soberano», como su antecesor, Filaret, en tiempos del primer Romanov. De hecho, en sus ausencias a causa de la guerra contra Polonia, Aleksis le encomendó la gobernación del país, con plenos poderes sobre todos los órganos del Estado.

Ayudado por clérigos griegos y kievianos, Nikon puso en marcha un amplio programa de reformas que incluía aspectos rituales como el modo de santiguarse, que pasó a hacerse con tres dedos, en vez de con dos, como era tradicional. Un concilio que convocó en 1654, y que estuvo presidido por el zar y contó con la presencia de la Duma de los boyardos, le autorizó a la revisión de los libros litúrgicos, acción que acompañó con la de retirar de las iglesias los iconos que no se consideraban adecuados. Había en Rusia en aquel momento dos escuelas de pintores de iconos, la de Moscú, más tradicional, y la de Stroganov, fundada cerca de Perm por la rica familia del mismo nombre, y que había adoptado técnicas propias de artistas católicos, lo que bastaba para hacerla sospechosa de herejía. Aprovechando la ausencia del zar en la campaña de 1654, el patriarca buscó por todas partes, incluidos los domicilios particulares de los miembros destacados de la corte, los iconos que no consideraba adecuados y agujereó sus ojos, ante el escándalo del pueblo sencillo. El incidente fue seguido de una plaga y de un eclipse de sol que muchos habitantes de Moscú vieron como un castigo de Dios por la profana conducta del patriarca. Para llevar su provocación al extremo, con motivo de la celebración del Domingo de Quadragésima en 1655, ante el zar que asistía al culto en la catedral de la Asunción, el patriarca arrojó al suelo algunos iconos y ordenó que se quemaran los demás. El propio zar se acercó al airado patriarca y le dijo: «No, padre, no ordene que se quemen, mejor se les entierra»31.

Como sus antiguos amigos, Avvakum y otros, se resistían a estas reformas, el patriarca les condenó al exilio, y como estos contrarreformistas no cejaban en su empeño, les excomulgó en otro concilio que se reunió en 16551656. En la misma línea de resistencia estaba una gran parte del pueblo, sencillo y analfabeto, que identificaba forma con fondo y entendía que las reformas de Nikon afectaban a la esencia de sus creencias. Además, la arrogancia y falta de tacto del patriarca adoptaron una actitud claramente provocadora que escandalizaba al pueblo sencillo. Así es como las imprudencias de Nikon sentaron las bases del cisma que dividió no solo a la Iglesia ortodoxa, sino, como hemos avanzado, a toda la sociedad rusa.

Nikon estimuló la misión imperial de Rusia y durante su patriarcado se volvió a la vieja idea de la Tercera Roma, y uno de sus colaboradores, el monje Arsenius Sukhanov, difundió de nuevo esa ideología y añadiendo además que «toda la Cristiandad» espera la liberación de Constantinopla por los rusos. No hay seguridad de que esta idea de la conquista de Constantinopla formara parte de los designios de Aleksis en política exterior, pero los panegiristas del zar la manejan con frecuencia y, en una carta de enero de 1657, el secretario de la reina de Polonia escribió que Aleksis «tiene en mente el gran designio de liberar a Grecia de la opresión». El prestigio de Rusia alcanzó altos niveles en Europa oriental e incluso «principados no ortodoxos como Moldavia y Georgia empiezan a explorar las posibilidades de obtener un estatus de protectorado bajo Moscú, similar al que los cosacos de Khmelnitsky habían aceptado en 1653»32. Impulsado por estos estímulos, por sus asesores griegos y por su propia e ilimitada arrogancia, Nikon aspiraba a que la Iglesia rusa ocupase el lugar que le correspondía en la Iglesia universal.

Al mismo tiempo, y eso explica que se pueda hablar de «respuesta teocrática», Nikon promovió un incremento de la autoridad del patriarca y de toda la jerarquía eclesiástica, respecto del poder temporal. Pero su pretensión de situarse por encima del zar no podía sino perderle y Nikon se buscaba su propia ruina porque Aleksis no podía contemplar pasivamente cómo se constituía un poder superior al suyo propio. En su arrogancia, Nikon no calculó que era imposible una vuelta atrás y subestimó tanto al pueblo como a sus oponentes. Las reformas de Nikon, en efecto, provocaron un amplio movimiento de resistencia tanto en la administración y en la sociedad como en la Iglesia. Con su empecinamiento, Nikon se hizo muchos enemigos, a la vez que debilitaba su autoridad pastoral, mientras crecía el prestigio de los perseguidos tradicionalistas, convertidos en mártires y que, dispersos por toda Rusia, predicaban la resistencia. El monasterio de Solovetsk, en el lejano norte, se convirtió, a partir de 1667, en foco de este movimiento que rechazaba los caprichosos cambios del patriarca y se negó a aceptar los nuevos libros de culto revisados. Muchos rusos veían en las reformas o innovaciones de Nikon una sutil maniobra de los latinos, que obedecían a un designio del papa de Roma, y esta sospecha se alimentaba por el papel tan importante que en toda la reforma nikoniana habían desempeñado los extranjeros griegos y ucranianos, en muy buena medida educados en los métodos del escolasticismo occidental. Y en una sociedad tan espontáneamente xenófoba como la rusa, todo cuanto venía de fuera era sospechoso. Ni siquiera el marchamo griego de las reformas las legitimaba ante la opinión rusa porque, desde tiempo atrás, los rusos sospechaban que los griegos practicaban «una variedad impura de ortodoxia»33.

El más activo opositor a Nikon, que se convirtió en cabeza del movimiento de resistencia a sus reformas, fue su antiguo amigo y paisano (ambos procedían de la región de Nizhni-Novgorod) el arcipreste o protopope Avvakum, que expresó mejor que nadie la visión tradicional rusa. Pensaba que todas las desgracias de Rusia procedían de la aceptación de las ideas, los libros y las costumbres occidentales. Avvakum es autor de una autobiografía, Zhitiye (Vida), la primera obra de este género en la literatura rusa, considerada una de las grandes obras de la primera etapa de la historia literaria de Rusia. En ella Avvakun sintetiza sus ideas y las razones de su oposición a Nikon. «Aunque soy un hombre de poco sentido y no he recibido educación, yo sé que todo cuanto proviene de los Santos Padres es puro y sagrado; yo guardaré esta fe hasta que muera, tal y como la he recibido, y no le pondré límites a lo eterno. Lo que ha sido establecido antes de nuestros tiempos debe seguir así hasta la eternidad»34. Con no menos arrogancia que su enemigo Nikon, Avvakum escribe: «No estoy doctorado en retórica, ni en dialéctica, ni en filosofía, pero la mente de Cristo me guía desde dentro». La propia idea de una Iglesia universal, tan cara a Nikon, molestaba a los «fundamentalistas» —por utilizar la terminología de Billington—, ya que, al exigir la armonización con las prácticas de las otras Iglesias, atentaba contra su orgullo nacional. Kliuchevskii afirma que «el cisma no hizo sino reflejar la opinión pública» y lo resume en tres grandes motivos: la «nacionalización» de la Iglesia Universal, que podríamos considerar una especie de «ortodoxia nacional»; la «latinofobia» y la «xenofobia ritualista».

El zar empezó a inquietarse por la extensión de la protesta contra Nikon y, al mismo tiempo, por las pretensiones autoritarias de este, y, desde 1658, se fue alejando de él, mostrando su desagrado con su inasistencia a los actos de culto celebrados por el patriarca. A mediados de ese año, en un acto celebrado en la catedral de la Asunción, en el Kremlin, Nikon, arrogante y herido en su orgullo, anunció que se retiraba al monasterio Voskresensky hasta que el zar reafirmara su confianza en él y en sus reformas. Aleksis no se movió ni contestó a las cartas de Nikon, en las que buscaba la reconciliación o, en caso contrario, pedía que se le destituyese. Pero el zar no se atrevía a lo uno ni a lo otro. La situación duró ocho años, hasta que en noviembre de 1666, Aleksis convocó un concilio, al que concurrieron los patriarcas de Antioquía y Alejandría, con el propósito de resolver el contencioso. Nikon fue formalmente acusado ante el concilio y el propio zar presentó los cargos, que se basaban, sobre todo, en el uso que había hecho de los poderes civiles durante sus ausencias. El concilio falló salomónicamente, pues, por una parte, privó a Nikon del patriarcado y de todas sus funciones sacerdotales, exiliándolo al remoto monasterio de Beloozero (Lago Blanco), pero, por la otra, aceptó sus reformas. El concilio excomulgó, asimismo, a los Viejos Creyentes por haberse opuesto a la autoridad canónica de sus superiores eclesiásticos. A partir de aquel momento, los raskolniki (cismáticos) se dotaron de una organización fuera de la Iglesia oficial.

El cisma fue un acontecimiento típicamente ruso que, seguramente, resultaba difícil de entender desde fuera, en el momento en que se produjo y, quizá, todavía ahora. Pero Billington encuentra conexiones exteriores cuando escribe que el cisma fue «bizantino en la forma y occidental en el contenido». El bizantinismo aparece bastante claro por el papel tan destacado que desempeñaron cuestiones rituales y de detalle. El occidentalismo del contenido, afirmación que habría escandalizado y sublevado tanto a Nikon como a Avvakum, significa para Billington que Rusia no estaba tan cerrada al exterior como podría suponerse, de modo que el cisma ruso vendría a ser el eco en la periferia europea de las batallas religiosas que se habían desarrollado en Occidente un siglo antes, y un intento de hallar una respuesta religiosa a los cambios que caracterizan los tiempos modernos, como lo fue en Occidente el enfrentamiento entre Reforma y Contrarreforma.

Ciertamente, en 1666 —fecha del concilio que resolvió la querella religiosa con la excomunión de los raskolniki— no se acabó el mundo, como auguraban los apocalípticos, pero sí terminó un cierto mundo, el de la vieja Moscovia, que había querido asentar sobre la tierra una civilización organizada en torno a la creencia religiosa. Sin embargo, el concilio no dio la victoria a ninguno de los dos bandos en pugna, aunque a partir de ese momento empezó a configurarse, cada vez con más fuerza, un tercer bando, el del Estado secularizado que impone su poder sobre la Iglesia, que es el que a la postre se alza con el triunfo. Nikon y Avvakum no fueron capaces de percibir que, en realidad, era mucho más lo que les unía que lo que les separaba, porque no eran sino dos maneras de entender esa civilización religiosa que se ve forzada a ceder ante la corriente secularizadora. Al final, el gran instrumento inventado por el odiado Occidente, el Estado absoluto hobbesiano, desconectado de toda transcendencia, se acaba imponiendo en aquella Rusia que nikonianos y raskolniki querían preservar del contagio occidental. Quizá no es ocioso recordar que el Leviatán de Thomas Hobbes apareció en 1651, en pleno reinado de Aleksis, y aunque no hay constancia de que el libro llegara a Rusia, algunas de sus ideas se pueden detectar en obras aparecidas poco después, durante el reinado de Pedro I el Grande.

Este nuevo Estado renuncia al aislamiento tradicional y, aunque con dificultades, se regulariza el tráfico postal con Occidente, vía Smolensko y Riga, bajo el control del departamento de asuntos exteriores. Se suele decir que en torno a 1672 Rusia es ya un miembro del sistema europeo de Estados que se había conformado desde la paz de Westfalia en 1648. Aunque el título de «emperador» no se oficializa hasta el reinado de Pedro I el Grande, Aleksis ya lo utiliza, como, por otra parte, lo había hecho también Mikhail Romanov, sobre todo en sus relaciones con el extranjero. Y en el nuevo trono, de diseño polaco y fabricación persa, que Aleksis estrenó en los años sesenta figuraba la inscripción latina: Potentissimo et Invictissimo. Moscovitarium Imperatori Alexio. La propia imagen de Aleksis reemplaza a la de san Jorge en el sello con el águila bicéfala.