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LOS COMIENZOS DEL GRAN IMPERIALISMO RUSO: IVÁN IV EL TERRIBLE

FORMACIÓN Y CARÁCTER DE IVÁN VASILIEVICH. LA REGENCIA

Con Iván IV, que había de llegar a ser conocido como el Terrible (Grozny), la hegemonía de Moscovia y su conversión en una potencia imperial alcanzan su punto culminante. Dice Carrère d’Encausse en su bello libro Le malheur russe, que «el reinado de Iván IV, que abarca medio siglo (1533-1584), fue el más largo y el más decisivo de toda la historia de Rusia»1. En efecto, Iván IV, sobre todo en la primera parte de su reinado, lleva a cabo la tarea de sentar las bases de un Estado moderno, similar desde muchos puntos de vista a los creados poco antes por los monarcas europeos occidentales, aunque no se desarrollará plenamente hasta el siglo siguiente. Al mismo tiempo, se inicia la expansión imperial de Rusia a gran escala y desbordando los límites tradicionales de la Tierra rusa. Desgraciadamente, a la historia y al anecdotario han pasado, casi exclusivamente, la crueldad y los excesos que caracterizaron la segunda parte de su reinado y que justifican largamente el apelativo con el que es conocido. También es habitual encontrar en Iván IV, más o menos razonablemente, algunas de las famosas constantes de la historia rusa, hasta el punto de que se ha llegado a ver en él una anticipación del terror staliniano. Se sabe, en efecto, que, en busca de modelos y precedentes históricos, el brutal dictador del siglo XX prefirió al zar del XVI, al que solo reprochaba su religiosidad, a otras figuras como Pedro I o Catalina II, demasiado preocupadas por una occidentalización que, por razones obvias, no suscitaba sus simpatías.

La personalidad de Iván IV es uno de los temas más apasionantes y, a la vez, más enigmáticos de la historia rusa porque, más que en ningún otro monarca, el sentido y significado de su reinado —que empieza con una enorme brillantez y un gran despliegue de poderío y termina dejando a Rusia en la ruina y la confusión— no puede establecerse convincentemente si no se intenta encontrar algunas claves en su compleja psicología. Los historiadores han recurrido con frecuencia a la psiquiatría para intentar explicar una biografía shakespeariana en la que no es difícil encontrar rasgos patológicos propios de un esquizofrénico o de un enfermo de manía persecutoria, porque casi todo en la dramática trayectoria vital de Iván IV le aleja de la normalidad. Para Edward L. Kennan, Iván era un enfermo crónico e inválido, incapacitado por las drogas y el alcohol que consumía para aliviar sus dolores. Pero la polémica sobre este atormentado zar, seguramente el más famoso, junto con Pedro el Grande, de los monarcas rusos está muy lejos de haber sido resuelta, y mientras algunos han visto en él un príncipe del Renacimiento o le han comparado con Enrique VIII de Inglaterra o con Felipe II de España, otros le niegan cualquier grandeza, estiman que lo positivo que se hizo durante su reinado fue obra de sus regentes, consejeros y colaboradores, y le consideran casi un analfabeto. En esta línea, muchos niegan, como hace el propio Kennan, que Iván fuera el autor de las sugestivas cartas que intercambió con el príncipe Kurbskii, un noble moscovita que pasó de hombre de confianza del zar a desertor exiliado en Lituania, textos que la mayor parte de los historiadores consideran esenciales para comprender a Iván y su reinado2.

Cuando Vasilii III muere en 1533, Moscovia es ya la gran potencia de la zona, más temida que admirada por su demostrada capacidad expansiva y porque sus objetivos a corto y largo plazo —los khanatos tártaros y la salida al Báltico— todos sus vecinos conocen o adivinan. Pero las perspectivas inmediatas no podían ser más complicadas, ya que, a la muerte de su padre, Iván tenía solo tres años, lo que condenaba a Moscovia a un largo período de regencia, con todas las incertidumbres que aquello implicaba. Las luchas dinásticas entre los miembros de la familia del gran príncipe parecían haber quedado atrás, pero los príncipes patrimoniales, que habían perdido sus udieles o territorios y formaban parte de la corte moscovita, no habían olvidado sus ambiciones ni su capacidad para la intriga, las cuales tendrían ocasión de desplegar a cabo de forma extensa durante la larga minoría de edad del pequeño gran príncipe. Las reglas sucesorias según las cuales la corona pasaba del padre al primogénito, y si este faltaba, a los otros hijos, estaban sólidamente establecidas y reconocidas, pero no tanto como para que los viejos usos estuvieran totalmente olvidados.

Iván había nacido el 25 de agosto de 1530, después de que su padre, el gran príncipe Vasilii III, repudiara a su esposa Salomé, de la que estaba muy enamorado pero que no había podido darle descendencia. La elegida como nueva esposa del gran príncipe fue Elena Glinskaia, hija de un tránsfuga lituano católico, lo que no dejó de producir descontento entre los boyardos. Escribe Henri Troyat que

[…] Elena era hermosa, inteligente, apasionada. Había sido educada «a la alemana» y descollaba por su cultura y su libertad de costumbres sobre las doncellas rusas de la época, ancladas en la ignorancia, la mojigatería, las supersticiones y las modestas virtudes caseras. El soberano estaba tan enamorado de ella que para quitarse años se afeitó la barba, lo cual, para los hombres piadosos de su tiempo, rayaba en el sacrilegio3.

Tres años después, en diciembre de 1533, Vasilii III murió dejando Moscovia ante la incertidumbre de una larga regencia, hasta que Iván alcanzara la mayoría de edad.

Vasilii III había nombrado regente del joven Iván IV a su viuda, la ambiciosa Elena Glinskaia, asistida por un consejo de siete tutores, la semiboiarchina o regencia de los siete boyardos, entre los que destaca Mikhail Glinskii, tío de Elena, a quien Vasilii había encomendado tanto a su mujer como a su hijo. En el consejo figuraban, además de los hermanos del fallecido Vasilii, Yuri de Dimitrov y Andrei de Staritsa, los representantes de las familias boyardas más distinguidas, como los Shuiskii, los Bielskii, los Obolenskii, Vorontzov, Zakharin y Morozov. Todos ellos aspiraban a aprovechar la larga regencia para recuperar los abusivos poderes que, en buena medida, habían perdido bajo el reinado de Vasilii III. Muy pronto quedaron excluidos del consejo los dos tíos del nuevo gran príncipe, los únicos que, según las viejas reglas sucesorias, podrían aspirar al trono. Como ya hemos avanzado, Elena no respondía, en absoluto, a la imagen de la mujer rusa de aquel momento, encerrada en el terem —zona del palacio reservada para ellas— y totalmente alejada de los asuntos públicos. Culta y enérgica, era evidente que no se resignaría al papel de figurante, sino que estaba decidida a ejercer en plenitud sus funciones de regente. Carrère d’Encausse —que, en nuestra opinión, hace la interpretación más coherente y aceptable del reinado de Iván el Terrible— la describe así: «Esta mujer, que por su educación parecía más próxima de las costumbres refinadas del Renacimiento europeo que de sus compatriotas, no duda en recurrir a los medios más crueles que se usaban en Rusia para eliminar a sus enemigos»4. Su primera víctima fue Yuri de Dimitrov, que ya había sido condenado al celibato por su hermano Vasilii III, con el propósito de evitar futuros pretendientes que pudieran rivalizar con su propia descendencia. Acusado de haber buscado apoyo entre algunos boyardos para disputarle el trono a su sobrino, Yuri fue encarcelado y murió al cabo de dos años sin haber recobrado la libertad. A continuación Elena eliminó a su propio tío Mikhail, que aspiraba a convertirse en el verdadero regente, sin haber medido la voluntad de poder de su sobrina, dispuesta a todo para que nadie le hiciese sombra. A Mikhail se le sacaron los ojos y fue encerrado en un monasterio, donde no tardó mucho en morir. Después llegó el turno de Andrei de Staritsa, el único hermano superviviente de Vasilii III, que, temiendo por su vida, pensó en la rebelión como única salida.

La inquietud de los boyardos ante el expeditivo modo de gobernar de Elena, por llamarlo de alguna manera, había ido en aumento, a pesar de que, tanto en la gestión administrativa como en la acción militar, los cinco años de regencia de Elena Glinskaia presentan un balance positivo. Los ejércitos moscovitas derrotaron en varias ocasiones a los tártaros de los khanatos independientes y a las tropas lituanas que pretendían ayudar a los boyardos contrarios a Elena. Pero estos no necesitaron de ninguna ayuda exterior para desembarazarse de la cruel regente, que en 1538 murió entre atroces dolores, seguramente por efecto del veneno, tradicional modo de eliminación política, tanto en Rusia como en la Europa renacentista. Desaparecida Elena, la lucha por el poder y las intrigas palaciegas no solo no desaparecieron, sino que se incrementaron con el consiguiente efecto negativo sobre la acción política, que se deslizó hacia la inoperancia. Los Glinskiis, que sin Mikhail pero amparados por Elena habían desempeñado un papel preponderante durante la regencia, perdieron temporalmente el poder desplazados por los Shuiskiis, uno de los cuales, Vasilii, que se decía descendiente, como el propio Iván, de Aleksandr Nevsky, aspiraba al trono al que decía tener más derechos que el joven gran príncipe.

En este ambiente de intrigas y rivalidades, perdido el apoyo de su madre, un joven Iván de ocho años va desarrollando una personalidad retorcida y atormentada, que seguramente explica muchos de sus excesos futuros. Utilizado por todos, nadie parece tomarle verdaderamente en serio. Cuando se celebra en la corte alguna ceremonia importante, como la recepción de algún embajador, se le reviste de todas las galas y se le sienta en el trono, pero terminada la recepción «es de nuevo relegado a su miseria moral y material»5. No puede extrañar que en aquel pobre niño creciera un enorme resentimiento contra aquellos orgullosos boyardos e incluso una instintiva proclividad a la venganza que se manifestará en la crueldad desatada con que trata a los animales. En la primera de las cartas que escribiría más tarde al príncipe Kurbskii, Iván relata la situación a la que se habían visto sometidos tanto él como su hermano menor Yuri. Enfrascados en sus peleas intestinas por el poder, los boyardos no prestaban la menor atención a aquellos dos pobres niños que vivían presas del terror. Un terror que, como oscura venganza, Iván proyectaría después contra los odiados boyardos y contra la población en general.

Un acontecimiento que tiene lugar en 1543, cuando Iván tiene trece años, deja entrever al futuro zar Terrible. Convocó a los boyardos inesperadamente y anunció su propósito de castigar al más importante de todos ellos, para que sirviera de ejemplo a todos los demás. El elegido para ese papel de víctima ejemplar fue Andrei Shuiskii, verdadero jefe del gobierno en aquel momento, que en el acto fue detenido por su guardia personal y arrojado a los perros de caza, que lo destrozaron a dentelladas. Carrère d’Encausse califica como «golpe de Estado» este acto que, en cualquier caso, es una brutal advertencia para los díscolos boyardos y una ilustración anticipada de la concepción absoluta del poder que Iván aplicará durante su reinado. Pero este incidente fue, hasta el momento, un hecho aislado: faltaba todavía mucho para que Iván ejerciera directamente el poder. Tras aquel arranque de autoridad, los boyardos continuaron destrozándose entre ellos mientras Iván, sumido en el miedo y la impotencia, rumiaba su venganza. Tenía solo dieciséis años cuando estando con el ejército en Kolomna e imaginándose víctima de una conspiración, mandó traer ante sí a los supuestos organizadores, Iván Kubenskii y los hermanos Vorontzov. Sin más dilación Iván ordenó que les cortara la cabeza delante de los demás boyardos. Troyat comenta que «en el rostro de Iván no se estremeció ni un solo músculo».

COMIENZO EFECTIVO DEL REINADO. PRIMERAS REFORMAS

Un año después de esta nueva demostración de autoridad y crueldad, en 1547, Iván asumió personalmente el poder y se hizo coronar por el metropolita Macario como «zar de toda Rusia». Tenía diecisiete años y era la primera vez que un monarca moscovita se envolvía oficialmente en la dignidad imperial, ya que zar, en cuanto derivado de césar, suponía una clara referencia a la condición imperial. Iván consideraba el nuevo título como expresión de plena independencia nacional y de no sometimiento a ninguna otra autoridad terrenal. Para que el uso del nuevo título, que implicaba la dignidad imperial, estuviera plenamente legitimado, se recabó la investidura del patriarca ecuménico de Constantinopla, que no la concedió hasta 1561, a pesar de haber recibido, hasta tres veces, una cuantiosa contraprestación económica por parte del monarca moscovita.

Desde hacía varios años, Iván se había planteado el matrimonio y varias embajadas habían intentado encontrarle novia. Pero, como escribe Heller, «Moscú no atrae entonces a sus vecinos» e Iván opta por una joven rusa, Anastasia, perteneciente a una familia de la vieja nobleza, los Zakharin-Kochkin, de la que derivan los Romanov, que reinarán como zares desde 1613 hasta 1917. La boda se celebró el 3 de febrero de 1547 en la catedral de la Asunción y tanto el pueblo como los boyardos mostraron su alborozo, especialmente felices porque el zar hubiera elegido como esposa a una joven rusa. Pero apenas terminados los fastos de la coronación y del matrimonio, el 21 de junio de 1547, un fuego devastador arrasó Moscú, sembrando el desconcierto y el pánico entre la supersticiosa población, que veía en el horroroso incendio un mal presagio y pronto lo consideró un castigo de Dios, encolerizado por los pecados de los hombres, especialmente los gobernantes. No era ese el primer fuego que sufría Moscú y tampoco sería el último: solo un par de meses antes otro incendio había destruido casas, iglesias y almacenes en el barrio central de Kitai Gorod. Pero en esta ocasión un furioso huracán extendió con rapidez el fuego y nada se pudo hacer para detenerlo. Construida casi exclusivamente en madera, cada cinco o diez años Moscú era pasto de las llamas, a veces por efecto de pirómanos. Zabelin, historiador de Moscú, supone que «las gentes, ofendidas y furiosas, pegaban fuego a esta ciudad envilecida». Y recuerda que el primer edificio de piedra databa de 1470 y que en el siglo XVII Moscú no tenía mucho más de doscientas casas de piedra6.

El incendio de 1547 dejó reducida a cenizas la ciudad, que entonces contaba con unos cien mil habitantes. Cinco días después, el 26 de junio, los moscovitas se echan a la calle, asaltan el Kremlin y dan muerte a Yuri Glinskii, tío de Iván. Parece como si el pueblo quisiera completar el castigo atribuido a Dios haciendo pagar las culpas de los gobernantes en la cabeza de uno de sus representantes más caracterizados, pariente próximo del propio zar. Se había extendido, además, el rumor de que los Glinskii, a los que se atribuían prácticas de brujería, eran los responsables directos del incendio. Iván IV huyó de Moscú y se refugió con su familia en Vorobievo, al otro lado del Moscova, mientras ordenaba dispersar a los revoltosos. Pero, en contra de lo que ya era habitual en él, Iván descartó la represión y optó por el perdón y la clemencia, seguramente a causa de la benéfica influencia de su joven esposa, Anastasia. Más aún, en la plaza situada enfrente del Kremlin, hizo un acto público de contrición y prometió gobernar en adelante teniendo como único objetivo el bien del pueblo. Se estableció así un sólido vínculo entre el pueblo y el zar, que apartó de su lado a los boyardos, considerados representantes de un viejo orden en declive.

A sus diecisiete años, Iván inicia un prometedor período de reformas encaminadas a la modernización y centralización del Estado. Podría decirse que quiere hacer en Rusia lo que los Reyes Católicos, Enrique VIII o Luis XI habían llevado a cabo poco antes en sus respectivos países. Son unos años durante los cuales Iván presenta muchos rasgos en común con los príncipes renacentistas. Carrère d’Encausse, que no disimula su simpatía por este joven Iván reformador, describe así al Iván de estos años, que parece no tener nada que ver con el futuro zar Terrible, ni con el muchacho juerguista y depravado de poco antes:

Un adolescente, después un jovencísimo soberano, que se sumerge en la lectura, en todas las lecturas, con el mismo frenesí que pone en la diversión. Esta sed de aprender le dota de un cerebro enciclopédico, aunque el saber acumulado, que es el de un autodidacta, no haya sido digerido del todo. Pero Iván está hecho a imagen de los grandes espíritus de su tiempo, para quienes, de acuerdo con Pico della Mirandola, el saber no se divide, porque para ellos todo lo que ha sido escrito, dicho, acumulado por los hombres a lo largo de los siglos debe ser absorbido por quien quiera conocer el mundo. Y ese es su caso.

Aludiendo a su religiosidad y a la felicidad que le proporciona el matrimonio con Anastasia, esta autora añade: «Se imagina uno el soberano excepcional, humanista en el siglo del humanismo, que hubiera podido ser Iván si esta tensión hacia la luz hubiera podido mantenerse plenamente»7.

El joven zar se rodea de un pequeño equipo de consejeros, que nada tienen que ver con los viejos clanes boyardos, a los que no ha dejado de odiar. El metropolita Macario y el padre Silvestre, su confesor, son las dos figuras eclesiásticas más destacadas e influyentes. En el plano estrictamente político, el joven chambelán Aleksis Adashev y el brillante príncipe Andrei Kurbskii son los predilectos de Iván, que les distingue con su confianza. Con su ayuda se ponen en marcha las reformas que empiezan con la convocatoria, en 1549, de la Duma de los Boyardos —asamblea de la alta nobleza— y de un concilio de la Iglesia a los que presenta sus planes de reforma, al tiempo que pide a los grandes nobles que no opriman a los campesinos ni a los pequeños nobles, como, según él había comprobado directamente, se hacía durante su niñez. Esta convocatoria es la primera de una serie que tienen lugar durante los años cincuenta y sesenta del siglo XVI y que evolucionan hasta convertirse, por primera vez en la historia de Rusia, en un Zemski Sobor (asamblea de la tierra) de carácter consultivo, en la que están representados no solo elementos procedentes del clero y de la alta nobleza, sino funcionarios, mercaderes y artesanos, además de miembros de la pequeña nobleza y, en algunas convocatorias posteriores, hasta campesinos. Pero no se puede equiparar esta asamblea a las instituciones parlamentarias occidentales, ya que no disponen de poder decisorio y, por lo general, solo toman nota y aprueban las decisiones ya tomadas por el zar y sus consejeros. Sin embargo, no deja de ser curioso que haya sido el monarca que mejor caracteriza el absolutismo moscovita el que haya puesto en marcha estas instituciones representativas, aunque, como señala Kliuchevsky, su finalidad fuera, exclusivamente, movilizar a la población en apoyo de sus medidas políticas.

Las reformas de Iván IV se concretan sobre todo en cuatro sectores, el judicial, al administrativo, el militar y el eclesiástico. En el plano judicial Iván promulgó en 1550 un nuevo código, el Sudebnik, que no introdujo novedades radicales, ya que no era sino un perfeccionamiento del que su abuelo Iván III había promulgado en 1497. Se definen de un modo más preciso los delitos y las penas, se persigue de un modo específico la corrupción y, en línea con los principios básicos de la política de Iván, se trata de fortalecer la autoridad del Estado y de debilitar a los viejos clanes nobiliarios, mientras se intenta favorecer a los nuevos sectores sociales, sobre los que el zar quiere fundamentar su acción política. Podría decirse que Iván trata de sustituir la heredada «monarquía nobiliaria», en la que los boyardos son el factor más importante, por una «monarquía popular». Una versión rusa, en suma, de lo que antes habían hecho los Reyes Católicos o de lo que más tarde hará Luis XIII, en lucha contra la Fronda nobiliaria.

En el plano de la reforma administrativa Iván intenta que se desarrolle un auténtico poder local, basado en un sistema electivo, que permita a los habitantes elegir a sus representantes locales. Por otra parte, se fortalece la administración central creando el embrión de lo que más tarde serán los ministerios, que en un primer momento se denominan izby y, más tarde, prikazy. Destacan las oficinas dedicadas a recibir y estudiar las peticiones que se reciben, la de la lucha contra el bandidaje y la del servicio de postas, además de las más recientes que se ocupan de los asuntos exteriores, de la movilización militar y la que lleva el control de las tierras poseídas condicionalmente (pomestie) y vinculadas a la prestación de un servicio militar. El sistema administrativo que se diseña en tiempos de Iván IV se mantiene hasta las grandes reformas de Pedro I, aunque durante el siglo XVII crecerá espectacularmente.

La reforma militar se orienta a la creación de un ejército permanente y profesional. La caballería, arma nobiliaria, sigue siendo la principal fuerza militar, pero para incrementar su eficacia Iván regula el orden de precedencia y las relaciones entre los jefes militares (mestnichestvo), una cuestión que había producido en el pasado serios conflictos en el propio campo de batalla. La proximidad de la campaña de Kazán exigía no dejar nada a la improvisación. Como núcleo del ejército permanente, Iván ordena en 1550 la formación de seis compañías de mosqueteros (streltsy), que recibirán su bautismo de fuego también en la campaña de Kazán y que en el futuro desempeñarán también funciones de guarnición y de policía. Los streltsy eran hombres libres que se comprometían a un servicio militar vitalicio. En la misma línea de reforma militar, Iván estableció una lista de mil hombres jóvenes procedentes de la pequeña nobleza entre los que distribuyó tierras en los alrededores de Moscú —lo que suponía un disputado privilegio— a cambio del compromiso de estar dispuestos para la movilización inmediata, facilitada por la proximidad a la capital. Al mismo tiempo, la artillería se había ido desarrollando y desde el reinado de Iván III ya no era necesario importar los cañones, pues se fabricaban en Moscú. El embajador inglés, Giles Fletcher, llegó a decir que ningún soberano cristiano poseía una potencia de fuego semejante a la del zar. Implicada Moscovia en guerras permanentes, unas veces defensivas, otras de expansión territorial, el aparato militar era esencial para el estado moscovita.

La reforma eclesiástica se puso en marcha en el concilio de 1551, llamado de los Cien Capítulos (Stoglav), que reguló minuciosamente todas las cuestiones religiosas, tanto litúrgicas como de disciplina, además de limitar la compra de tierras por los monasterios y la cesión testamentaria a los mismos de haciendas nobiliarias. Un ukase del zar confiscó todas las tierras donadas a obispos y monasterios por los boyardos desde la muerte de Vasilii III y prohibió que la Iglesia adquiriera nuevas tierras sin informar previamente a las autoridades del Estado. No se trataba de una desamortización, porque la Iglesia conservó la mayor parte de su patrimonio inmobiliario, pero se frenó la desaforada ampliación de las tierras en poder del clero. Además, la Iglesia perdió las tarkhanas, cartas que la eximían de impuestos desde los tiempos de los tártaros. Asimismo el concilio actualizó el santoral —tarea necesaria porque muchos santos lo eran por la mera proclamación popular—, además de emprender no menos de sesenta nuevas canonizaciones.

EXPANSIÓN IMPERIAL Y POLÍTICA EXTERIOR

Expulsados de las tierras tradicionales rusas, los mongoles o tártaros, tras la decadencia del imperio de la Horda de Oro, habían consolidado varios estados o khanatos desde los que llevaban a cabo frecuentes incursiones sobre las tierras bajo el dominio de Moscú. Como ya sabemos, estos khanatos eran, en primer lugar y en orden de proximidad a Moscú, el de Kazán, al este de la capital, en el curso medio del Volga; el segundo de los khanatos era el de Ástrakhan, situado a orillas del Caspio, en el delta del mismo río Volga y en lo que había sido el núcleo central de la Horda de Oro. Finalmente estaba el khanato de Crimea, en el mar Negro, el más sólido de los tres y por eso mismo el más duradero, pues pervivirá hasta finales del siglo XVIII, en que será conquistado por Catalina II la Grande. Estos tres khanatos eran algo así como las «Granadas» rusas, que testimoniaban la secular dominación mongola, aunque habría que advertir que la mayor parte de sus territorios no habían formado nunca parte de las tradicionales Tierras rusas. Su conquista no obedecía, por tanto, a la política de «reunificación de la Tierra rusa», sino que se planteó como una exigencia defensiva y estratégica, como una manifestación del típico «imperialismo defensivo» ruso. De los khanatos de Kazán y, sobre todo, de Crimea partían las incursiones que devastaban el territorio de Moscovia, y volvían a sus bases con un cuantioso botín, incluidos miles de prisioneros de ambos sexos que se convertían en esclavos.

Iván IV se propuso acabar con aquella situación y el momento no podía ser más oportuno después de las reformas militares que habían puesto a punto al ejército moscovita. Durante la segunda mitad de la década de los cuarenta el acoso a Kazán había sido constante y la integración del khanato en Moscovia un objetivo claro de la política exterior del nuevo zar. Moscú, además, intervenía activamente en la política interior de Kazán, en el que existía un «partido moscovita». Moscú había utilizado, asimismo, en beneficio propio, el descontento de los pueblos no tártaros del khanato, como los cheremises, propicios a la revuelta contra los gobernantes de Kazán. Con ayuda de la Iglesia y del metropolita Macario, Iván puso en marcha, además, una inteligente campaña de preparación ideológica que presentaba la conquista de Kazán como una cruzada contra los infieles y como una empresa necesaria para que Moscovia y su Iglesia consiguieran la paz y la seguridad. No deja de ser curioso que, en esta «cruzada», Moscovia contase con la ayuda de los tártaros de la confederación Nogai, que ocupaban la estepa al este del bajo Volga. Iván intentó en vano la conquista dos veces, en 1547 y 1549. El establecimiento por los moscovitas en 1551 de la fortaleza de Sviazhsk, en la zona del territorio del khanato en la que vivían los cheremises, en el curso medio del Volga y muy cerca de Kazán, fue la preparación inmediata del asalto definitivo. Este, sin embargo, fue precedido por un proceso negociador iniciado por los kazaníes, que, para evitar la guerra, llegaron a ofrecer el trono al promoscovita Shah Ali. Agotada la vía diplomática, el ejército moscovita asaltó la ciudad de Kazán, que, tras una encarnizada resistencia que se prolongó durante seis semanas, fue conquistada por las tropas que dirigían los príncipes Mikhail Vorotynski y Andrei Kurbskii. Iván IV, que tenía en aquel momento veintidós años de edad, entró triunfalmente en la conquistada ciudad el 4 de octubre de 1552. Durante cinco largos años los moscovitas tuvieron todavía que luchar para controlar la totalidad del territorio del khanato. La completa pacificación de Kazán fue así, durante mucho tiempo, la preocupación más destacada del zar, lo que le obligó a nuevas expediciones militares para someter a los rebeldes. Como muestra de que el dominio moscovita ya era indiscutible y de que el antiguo khanato era tierra cristiana, en 1555 se erigió en Kazán una sede episcopal.

Si la conquista de Crimea se presentaba por el momento como imposible, no ocurría lo mismo con el khanato de Ástrakhan, situado en el territorio original de la que había sido la formidable Horda de Oro y donde había estado situada su capital, Saray. El khanato se extendía hasta el Don por el oeste y llegaba por el sur hasta los ríos Kuban y Terek. Inicialmente, los moscovitas habían logrado convertir al khanato en un protectorado, colocando en el trono a un khan que les rendía vasallaje. Pero los tártaros de Ástrakhan aspiraban a sacudirse la tutela rusa con ayuda de sus hermanos de Crimea y declararon la guerra santa contra los moscovitas. Iván decidió la ocupación pura y simple del khanato, que se incorporaría sin más a las tierras rusas, y con rapidez, para que los de Crimea no pudieran prepararse militarmente, envió un ejército. Las tropas de Moscovia descendieron por el Volga sin encontrar resistencia ni el menor rastro del enemigo, que había abandonado la ciudad ante el avance de los rusos. El ejército tártaro fue perseguido y aniquilado y Ástrakhan fue primero conquistada (1554) y dos años después se incorporó plenamente al naciente Imperio ruso. De esta manera Moscú lograba el control del bajo Volga y el acceso al mar Caspio. Además, desde ahí, se ponía en contacto con Persia y Asia central. El territorio de Moscovia se había ampliado de manera considerable y bajo la égida del zar quedaban pueblos de diversas etnias, culturas y religiones. Iván IV ya no era solo el gobernante de los Grandes Rusos, y Moscovia empezaba a convertirse en lo que en nuestra época llamamos un «imperio multinacional». Para celebrar el triunfo, Iván ordenó la construcción de la catedral de San Vasilii, en la Plaza Roja de Moscú, una de las manifestaciones más genuinas del arte moscovita de la época, que más que un lugar de culto —sus dimensiones internas son muy reducidas— es un monumento para contemplar desde fuera.

En contra de la opinión de algunos de sus consejeros, como los Adashev, que le pedían que acabase con el tercero de los khanatos, Iván no se atrevió, sin embargo, con Crimea, que, desaparecida la Horda de Oro, se había acogido a la protección del poderoso sultán otomano. Crimea estaba a mucha mayor distancia de Moscú, por lo que se planteaban serios problemas logísticos para los que el ejército de Iván todavía no estaba preparado. Por otra parte, la península era una fortaleza natural prácticamente inexpugnable, como había mostrado una fracasada expedición en 1559. Finalmente, atacar Crimea suponía provocar a su protector, el sultán otomano, lo que implicaba una guerra contra el poderoso Imperio turco. Estas razones fueron decisivas para que Iván, de acuerdo con su consejero en «asuntos exteriores», Iván Viskovatii, decidiera que el siguiente objetivo de su política exterior debía ser la conquista de Livonia, que le daría acceso al mar Báltico y facilitaría los contactos con Europa central y occidental, una opción estratégica que Iván estaba decidido a convertir en una de las prioridades de su política exterior.

La estrategia rusa dejaba, por el momento, de mirar hacia el este y el sur y proyectaba su atención sobre el norte y el noroeste. Como recoge Crummey, en 1547, el año en que asumió formalmente el poder, Iván había enviado a Europa central a Hans Schlitte, un alemán que estaba a su servicio, para que reclutara médicos, profesores y artesanos. Por otra parte, un acontecimiento fortuito había abierto la vía para establecer relaciones comerciales con Inglaterra. Fue en 1553 cuando un grupo de mercaderes de Londres organizaron una expedición para intentar llegar a Asia bordeando por vía marítima las costas del norte de Europa, ya que las rutas del sur, por el Índico, estaban controladas por sus enemigos españoles y portugueses. De los tres barcos que formaban la expedición, dos se perdieron con toda su tripulación en las heladas y estériles costas del Ártico, pero el tercero, el Edward Bonaventura, capitaneado por Richard Chancellor, logró refugiarse en el mar Blanco, en la desembocadura del Dvina. Trasladada a Moscú la tripulación superviviente, adonde llegaron en diciembre de 1553, Iván les recibió y Chancellor entregó al zar una carta de su rey, Eduardo VI, en la que solicitaba asistencia y ayuda para sus súbditos. Iván se volcó con los ingleses, a los que sentó a su mesa y ofreció un fastuoso banquete que duró cinco horas y satisfizo vivamente a sus huéspedes. Los ingleses regresaron a su país en febrero de 1554, no solo con una amable respuesta de Iván a su «hermano y primo Eduardo» (que, de hecho, sería recibida por su sucesora, María Tudor), sino, además, con una carta en virtud de la cual concedía a los ingleses el derecho a comerciar en sus dominios. Chancellor fundó la Russia Company y volvió a Rusia en 1555 con dos navíos y con poderes para firmar un tratado comercial con el zar. La Russia Company estableció representación en Moscú y Kholgomory, donde el Dvina del norte desemboca en el mar Blanco. Se puso así en marcha una fructífera relación comercial, no exenta de dificultades, ya que el mar Blanco, la vía de acceso de Inglaterra a Moscovia, estaba helado la mayor parte del año. Esto intensificó el interés moscovita por Occidente y, al mismo tiempo, la necesidad de contar con puertos en aguas más templadas que permitiesen mantener ininterrumpidas las relaciones comerciales durante todo el año. Cuando Chancellor regresó de nuevo a Inglaterra en julio de 1556, aparte de un rico cargamento en cinco barcos, llevaba con él al primer embajador del zar en Londres, Joseph Grigorievich Nepeia. Una terrible tempestad, ya en las costas de Escocia, hizo naufragar a la expedición y Chancellor murió ahogado. Solo llegó a Londres, haciendo honor a su nombre, el afortunado Edward Bonaventura con Nepeia a bordo. El embajador ruso fue calurosamente recibido por la reina María Tudor y por su esposo, Felipe II de España. Nepeia volvió a su país en un buque de la Russsia Company, cargado de regalos y de noticias. Nada halagó más a Iván que María y Felipe se dirigieran a él, en la carta que le enviaron, con el tratamiento de augusto emperador. Porque, como veremos, no todos los monarcas aceptaban que Iván se hubiese autodesignado zar, es decir, emperador8.

Livonia comprendía aproximadamente los territorios de las modernas Estonia y Letonia, y políticamente era una laxa confederación de obispados, ciudades libres y territorios controlados directamente por la Orden de los Caballeros Teutónicos de Livonia, que eran la principal fuerza política de la zona y la que la daba una cierta unidad. La difusión del protestantismo había roto aquel equilibrio y Livonia se convirtió en una presa deseada por sus ambiciosos vecinos, Suecia, Dinamarca y Polonia-Lituania, además de Moscovia. Debe recordarse también que los Caballeros Teutónicos eran enemigos tradicionales de los príncipes rusos desde el siglo XIII, en los tiempos de Aleksandr Nevsky. Iván no ocultaba sus ambiciones, que chocaban con las pretensiones del rey de Polonia y gran duque de Lituania, Segismundo Augusto, que, ante la palpable decadencia del régimen de la Orden Teutónica, aspiraba a incluir Livonia en su órbita de influencia. Con el deliberado propósito de ofender a Iván, en 1553 envió embajadores a Moscú que, en sus credenciales, figuraban como representantes ante Su Majestad el gran duque de Moscú, en vez de Su Majestad el zar de Rusia. Iván respondió con una misiva dirigida no al rey de Polonia, sino al gran duque de Lituania. Pero su irritación no quedó ahí y esta ofensa protocolaria influyó, sin duda, en su decisión de hacer la guerra a los polaco-lituanos. Además, como ya sabemos, una de las constantes de la acción exterior de Moscovia había sido la «reunificación de las tierras de la Rus» y, seguramente, la más importante de esas tierras perdidas era la región de Kiev, donde había nacido la primera Rus, que en aquel momento pertenecía al gran imperio polaco-lituano, que se extendía desde el Báltico hasta el mar Negro.

Se trataba, por tanto, de una razón más, y muy poderosa, para enfrentarse a Polonia, aunque, de momento, prefirió no hacerlo directamente. Iván IV decidió, en efecto, declarar la guerra a los «alemanes» de Livonia, a pesar de que, como ya hemos anticipado, la mayor parte de sus consejeros se oponían. La decisión de emprender la guerra contra Livonia estuvo, pues, precedida por un intenso debate estratégico entre quienes deseaban la guerra contra «los alemanes» y quienes preferían luchar contra los bessermans, esto es, los musulmanes. Pero no se trata de un mero conflicto de concepciones estratégicas, ya que algunos historiadores conectan esta cuestión con la de los bienes patrimoniales de la Iglesia, a cuya secularización aspiraban los boyardos. Algunos otros ven en este debate un anticipo de la histórica polémica entre occidentalistas y antioccidentalistas que arreciaría siglos más tarde. En efecto, mientras los primeros habrían sido los partidarios de dirigir las armas contra Crimea, los segundos serían los que apostarían por la guerra contra Livonia.

Pero Iván estaba decidido a la guerra contra Livonia y la polémica solo consiguió retrasar la puesta en marcha de la iniciativa. En enero de 1558 las tropas moscovitas, al mando, por cierto, del antiguo khan de Kazán, Sha Ali; invadieron el territorio livonio, sin encontrar apenas resistencia. Un ejército formado en buena parte por tártaros asoló al país y masacró a sus indefensos habitantes. La fortaleza costera de Narva, considerada inexpugnable, cayó el 12 de mayo en manos del boyardo Aleksei Basmanov y, «purgada de la religión latina y de la luterana», se le permitió comerciar con Rusia. Dos meses después, el 18 de julio, cayó la ciudad de Dorpat (actual Tartu) y, controlada toda la Livonia meridional, los rusos se acercaron peligrosamente a Reval (Tallin) y Riga, las ciudades más importantes. Las tropas ruso-tártaras volvieron a la carga el año siguiente y entraron en Curlandia, donde derrotaron de nuevo a los Caballeros Teutónicos. Pero el partido contrario a la guerra contra Livonia, dirigido por Adashev, se impuso y logró, al año siguiente, que se detuviera la ofensiva, precisamente en el momento más favorable para los moscovitas y con el pretexto de que se estaba preparando una expedición contra Crimea que, en su opinión, debía ser prioritaria. La tregua de seis meses les dio a los teutónicos un inapreciable respiro que les permitió reorganizar la resistencia. Este acontecimiento, que nos revela a un Iván incapaz de imponer sus decisiones, alimentó, sin duda, el resentimiento del zar contra sus consejeros y contra los boyardos, que estallaría brutalmente en la segunda parte de su reinado. En septiembre de 1559, el gran maestre Gotthard Kettler obtuvo por fin la promesa de ayuda de Segismundo Augusto, que inmediatamente se dirigió a Iván exigiéndole que sus tropas se retirasen de Livonia. El zar contestó que Livonia había sido siempre tributaria de Rusia y que solo admitió la tregua a la que ya nos hemos referido porque, efectivamente, el khan de Crimea amenazaba de nuevo a Rusia y parecía decidido a llegar hasta Moscú. La amenaza del sur obligó al zar a retirar tropas del frente livonio y, en el verano de 1559, envió un ejército que derrotó en varios encuentros al khan crimeano, Devlet Giray.

Kettler rompió unilateralmente la tregua y sitió Dorpat, y la guerra se reanudó, ya en 1560, con el nuevo envío de fuertes contingentes rusos a Livonia. El emperador Fernando I intentó inútilmente frenar la acometida rusa recordándole a Iván que Livonia era un territorio dependiente del sacro Imperio en una carta en la que cometió el error de no usar el título de zar, lo que provocó el rechazo de Iván, al que no importaban demasiado las advertencias del lejano emperador Habsburgo. Para entonces el conflicto se había transformado abiertamente en una conflagración internacional en la que intervinieron otras potencias, que intentaban obtener alguna parte del territorio livonio.

Un importante cambio de situación se produjo en Livonia cuando, el 21 de noviembre de 1561, la Orden de los Caballeros Portaespadas se autodisolvió, sus tierras fueron secularizadas y su último gran maestre, Gotthard Kettler, se convirtió en duque hereditario de Curlandia y vasallo del rey de Polonia, que, de este modo, se encontraba legitimado para intervenir. Catalina, la hermana de Segismundo Augusto a la que había pretendido Iván, se casó con el heredero del trono sueco, Juan, duque de Finlandia. Se configuraba así una coalición de las dos potencias bálticas contra Rusia. A pesar de todo, las tropas del zar consiguieron conquistar, en 1563, la ciudad de Polotsk —capital de uno de los principados históricos rusos— y llegaron a amenazar Vilnius, capital histórica de Lituania. Pero, al año siguiente, los rusos sufrieron una importante derrota frente a los polaco-lituanos, en las orillas del río Ulla, con un efecto demoledor sobre la moral moscovita. La contraofensiva polaco-lituana planteó un serio problema militar a los moscovitas, que se vieron obligados a luchar en dos frentes a la vez, ya que el khan de Crimea, aprovechando la situación, llevó a cabo una de las habituales incursiones tártaras, que logró llegar hasta Riazan.

LA SEGUNDA PARTE DEL REINADO DE IVÁN IV: LA OPRITCHNINA

En el año 1564 se puede situar el fin la primera parte del reinado de Iván, la que muchos historiadores consideran la parte «buena», caracterizada por las reformas interiores y los éxitos militares en el exterior, y se inicia entonces la etapa que le ha hecho acreedor de su sobrenombre. Una etapa en la que Iván vuelve toda su furia, contenida desde la infancia, contra los boyardos y contra sus consejeros.

Como precedente de esta nueva situación, hay que referirse a la crisis de 1553, producida como consecuencia de una grave enfermedad de Iván, que lo llevó, y también a aquellos que lo rodeaban, a pensar que había llegado su última hora. Iván cayó enfermo en marzo de aquel año, poco después de que recibiera preocupantes noticias acerca de la situación en Kazán, que no acababa de pacificarse. Se trataba, seguramente, de una infección pulmonar, frente a la que los galenos de entonces se mostraron impotentes. El buen pueblo de Moscú, que consideraba a Iván un santo, se echó a la calle mientras en las iglesias se rezaba incesantemente por su curación. Como era habitual entonces, los más humildes pensaban que como castigo por los pecados del pueblo y de los boyardos, Dios se llevaba al zar, padre de todos. Presionado por los boyardos, Mikhailov, secretario del zar, se acercó al doliente lecho y le sugirió que hiciese testamento. Con el propósito de garantizar su sucesión de acuerdo con las reglas moscovitas basadas en el derecho del primogénito, Iván intentó que los boyardos prestasen juramento de fidelidad a su hijo Dmitrii, que no era más que un bebé. Pero el recuerdo de la propia minoría de edad de Iván, con las permanentes luchas intestinas entre los diversos clanes boyardos indujo a algunos de los principales consejeros áulicos, como el padre Silvestre, a negarse al juramento. Como solución alternativa, los que no aceptaban la candidatura del pequeño hijo de Iván, propusieron como sucesor a Vladimir de Staritsa, hijo de aquel Andrei de Staritsa, tío de Iván, que había sido víctima de Elena Glinskaia, la madre del zar, durante la regencia. Vladimir, a pesar de estos precedentes, había anudado unas buenas relaciones con su primo, el zar, que le distinguía con su confianza. La crisis quedó resuelta porque, finalmente, los boyardos, incluido el propio Vladimir, acataron los deseos de Iván, con más o menos buena disposición, y juraron lealtad a Dmitrii.

Poco después el zar recobró la salud y, aparentemente, todo volvió a la normalidad, pero el rencoroso Iván nunca iba a olvidar el incidente, que quedó grabado en su conciencia como muestra irrefragable de que su entorno inmediato, sus consejeros y toda la casta de los boyardos eran traidores en potencia frente a los que todas las cautelas eran escasas. Sin embargo, en contra de lo que cabía esperar, Iván no se vengó inmediatamente de los desleales boyardos, porque, al borde de la muerte, había prometido a Dios que si lograba recuperar la salud perdonaría a todos los que tan escasa fidelidad le habían mostrado. Pero ya no confiaba en nadie, ni siquiera en el padre Silvestre ni en Aleksei Adashev, que hasta la enfermedad habían sido sus más próximos colaboradores. Para el zar no cabía ninguna duda de que la deslealtad de estos dos antiguos colaboradores había quedado en evidencia. Solo podía confiar en adelante en su amada esposa Anastasia, que, por cierto, también le puso en guardia contra esos antiguos hombres de confianza. Todavía débil y en plena convalecencia, Iván emprendió una peregrinación por algunos de los más importantes monasterios, cumpliendo así otra promesa hecha durante la enfermedad. Le acompañaban Anastasia y el pequeño zarevich Dmitrii, pero los males de Iván no habían terminado, porque cuando se encontraban en el punto final del viaje, el monasterio de la Trinidad, en Kirilov, el niño enfermó y murió. Deshecho por el dolor y la desesperación, Iván ordenó el inmediato regreso a Moscú. Un rayo de esperanza brilló nueve meses después, en marzo de 1554, cuando Anastasia dio a luz un nuevo niño, que recibió el nombre de Iván y que estaba llamado también a un cruel destino. En plena guerra de Livonia, en mayo de 1557, Anastasia le dio al zar un nuevo hijo, Fedor, que era quien había de sucederle. Era el sexto parto de una debilitada Anastasia que le había dado, además del fallecido Dmitrii y de otra hija también muerta, María, dos hijos, Iván y Fedor, y dos hijas, Ana y Eudoxia.

Iván recibió un nuevo y definitivo golpe en julio de 1560 cuando Anastasia, su amada y escuchada esposa, que había tenido sobre el zar una influencia moderadora y benéfica, murió, después de una enfermedad que se había iniciado en noviembre anterior, en el curso de otro viaje por las desoladas tierras rusas. Convencido de que había sido envenenada por el pope Silvestre y por Adashev, Iván les hizo objeto de un procedimiento sumarísimo, sin posibilidad de defensa, que terminó con la condena de ambos. Silvestre fue recluido en un alejado monasterio y Adashev fue enviado a prisión, donde, como tantos otros antes y después de él, murió al poco tiempo. El régimen del terror ivaniano daba así sus primeros pasos —si hacemos caso omiso de tantas otras atrocidades anteriores— y entre los boyardos cundió el pánico, lo que impulsó a muchos a huir a Lituania. Algunos de estos fugitivos fueron detenidos y sobre ellos Iván descargó su furia, al tiempo que crecía su convicción de que en cada boyardo había un traidor en potencia. Entre estos fugitivos, el más notable fue, sin duda, Andrei Kurbskii, amigo desde la infancia y colaborador estrecho del zar, que huyó en 1564. Con Kurbskii —al que algunos consideran el primero de una larga serie secular de emigrados rusos—, a pesar de la ruptura y de la huida, Iván intercambiará una serie de cartas que son un documento indispensable para conocer los hechos del reinado del Terrible y las concepciones políticas imperantes en aquel momento. Aunque, como ya hemos advertido, Edward L. Kennan, en solitario y contra la opinión más generalizada de los historiadores, niega la autenticidad de esas cartas.

Con la muerte de Anastasia se abre un período de transición entre las dos partes del reinado de Iván el Terrible; la primera, caracterizada por las reformas y las conquistas, y la segunda, la que le ha hecho acreedor de la negra fama con la que ha pasado a la historia. Durante esta segunda parte, la irracionalidad, el despotismo más arbitrario, el terror sistemático y la más inaudita y sádica de las crueldades serán la marca definitoria. A lo largo de los dieciocho años que dura esta etapa desaparece todo lo que quedaba del zar piadoso que en algunos momentos fue, e Iván se nos presenta con los lúgubres y demoníacos rasgos de un autócrata sin freno ni medida, encarnación de la maldad más increíble, como un sádico enfermizo que solo disfruta con la destrucción de cuanto le rodea y con el sufrimiento de los demás. Como corresponde a un tirano de estas características, Iván estaba siempre dispuesto a escuchar a los acusadores gratuitos que, sin pruebas, le advertían de imaginadas conspiraciones.

La gran crisis que se conoce con el nombre de opritchnina —que también da nombre a esta segunda parte del reinado de Iván IV— estalló abiertamente el 3 de diciembre de 1564, cuando Iván IV, acompañado de toda su familia y de un gran séquito, a bordo de una gran caravana de trineos en la que incluso se transportaba el tesoro del zar, abandonó Moscú con el pretexto de celebrar la fiesta de San Nicolás. Pero, en contra de lo que todos esperaban, ya no regresó, sino que se instaló en su pabellón de caza en Aleksandrovskaia Sloboda, una pequeña población a unos noventa kilómetros de Moscú. Tras un mes de inquietud creciente entre los moscovitas por la inexplicable ausencia del zar, el 3 de enero de 1565, Iván dirigió dos cartas al metropolita Afanasii en las que denunciaba con duras palabras las traiciones de los boyardos, de los voivodas o gobernadores, del clero y, en general, de todos los altos personajes de la corte y de la administración. Concluía declarando que, como no estaba dispuesto a tolerar más traiciones, se proponía abdicar. En la segunda carta, que Iván ordenaba que se leyera ante el pueblo, manifestaba que nada tenía en contra de la gente del común. Ante tan sorprendente amenaza de abdicación, una delegación de los boyardos y del clero se dirigió a Aleksandrovskaia para rogarle al zar que permaneciese en el trono y que tratase a los traidores como mejor le pareciese. Satisfecho con su victoria, el zar accedió a retirar la supuesta abdicación, exigiendo como condición tener en adelante las manos totalmente libres para castigar a los traidores con el destierro y la muerte y la confiscación de sus bienes, sin verse obligado a soportar las críticas del clero.

Más seguro que nunca de sus poderes, Iván regresó triunfante a Moscú, entre el alborozo del pueblo, que se sentía agradecido por haber recuperado a su soberano. Solo unos días después firmó un ukase, febrero de 1565, en virtud del cual se establecía la opritchnina: el territorio de Moscovia quedaba divido en dos partes, la opritchnina, que quedaba excluida de la administración general del país y que sería regida directamente por el zar, y el resto del territorio, la zemshchina, que continuaría sometido al régimen ordinario. Opritchnina es una palabra rusa no usada anteriormente, pues parecer ser que fue acuñada por el propio Iván, que da idea de exclusión (opritch significa «fuera de» y originalmente se había utilizado para designar la parte de la herencia reservada a la viuda) y suponía el establecimiento de un dominio reservado a la exclusiva y omnímoda voluntad del zar, en el que podría actuar sin sometimiento a ninguna norma. El carácter de esta peculiar institución cobraba pleno sentido si añadimos que otra de las condiciones de la vuelta de Iván había consistido en que se le daba el derecho a castigar a los traidores y criminales como mejor le pareciese, confiscando sus bienes y entregándolos al verdugo sin ninguna restricción procedimental.

El territorio que formaba la opritchnina fue cuidadosamente fijado por el zar, y no constituía un todo compacto, sino una serie de ciudades y territorios dispersos por todo el país, incluida una parte de Moscú en la que Iván se hizo construir un nuevo palacio. En total, el dominio reservado representaba aproximadamente un tercio del territorio de Moscovia. Enseguida el significado del término opritchnina se amplió para incluir no solo el territorio que Iván se reservaba, sino también el cuerpo de funcionarios armados a las órdenes directas del zar y encargado de aplicar sus decisiones. Los miembros de la opritchnina se denominaron opritchniki y pronto se convirtieron en Moscovia en la misma imagen del terror y de la arbitrariedad. Vestidos totalmente de negro, cabalgando sobre caballos negros y llevando colgados de la silla de montar una cabeza de perro y una escoba (expresión simbólica de la voluntad de Iván de morder y barrer a los boyardos), los opritchniki fueron un instrumento de exterminación en manos del zar. Los mil opritchniki iniciales llegaron a ser unos seis mil y en sus filas se incluían muchos extranjeros y una legión de desalmados en busca de aventuras y riquezas. Las incursiones de los opritchniki destruyeron la riqueza rusa acumulada a lo largo de muchas generaciones y fueron una de las causas principales de la postración en que quedó Rusia tras el reinado del Terrible.

Heller subraya cómo Stalin, después de haber considerado fugazmente como referente histórico a Pedro el Grande, tomó a Iván el Terrible, a partir de los años cuarenta, como modelo político. Alude a una entrevista, el 25 febrero de 1947, con Eisenstein y Nicolai Cherkassov, que encarnaba el personaje del zar en la película Iván el Terrible, como consecuencia de que la segunda parte de la película había sido prohibida y condenada por las autoridades culturales soviéticas. El dictador, expresando con cinismo «su punto de vista de espectador», reprochó a los cineastas la imagen que daban de Iván el Terrible y les dijo que no le habían entendido:

Vuestro zar es irresoluto, se diría que es un Hamlet. Cada cual no deja de soplarle lo que debe hacer y no toma las decisiones él mismo… El zar Iván era un soberano grande y prudente y, comparado a Luis XI (¿han leído ustedes las obras sobre Luis XI que prepara el absolutismo de Luis XIV?), Iván el Terrible está cien codos por encima […]. No presentáis la opritchnina como es conveniente. La opritchnina es un ejército real. A diferencia del ejército feudal, que en cualquier momento podía plegar banderas y abandonar el combate, se formó un ejército regular, un ejército progresista.

Stalin añade:

Iván el Terrible era muy cruel. Se puede, por supuesto, mostrar este aspecto [en la película], pero hay que mostrar igualmente por qué era indispensable que lo fuese […]. Uno de los errores de Iván el Terrible fue no haber sabido liquidar a las cinco grandes familias feudales que todavía existían, no haber llevado hasta el límite el combate contra los feudales. Si lo hubiese hecho, la Rus se habría evitado el Tiempo de las Turbulencias […]. En este plano, Iván estaba preocupado o limitado por Dios: el Terrible aniquila una familia de feudales, pero después se arrepiente y entona su mea culpa durante un año, cuando lo que tendría que haber hecho era actuar con más determinación todavía.

Los juicios de Stalin sobre su lejano antecesor tal vez ayuden a entender a Iván el Terrible, pero de lo que no cabe duda es de que son perfectos para comprender al dictador soviético que, en pleno siglo XX, puso en pie su propia opritchnina. Las «purgas» de finales de los años treinta son lo más parecido que se puede imaginar a la política de exterminio que llevó a cabo el zar Terrible. Heller no puede resistir la tentación de comparar el «gran terror» staliniano con lo que, refiriéndose a la época de Iván el Terrible, su amigoenemigo Kurbskii denominó «gigantesca llamarada de ferocidad» y afirma que, del mismo modo que Iván hubo de enfrentarse con la contradicción existente entre la monarquía autocrática que él representaba y el aparato dirigente aristocrático (boyardo), «en los años treinta, el secretario general se apodera del poder absoluto, hasta entonces limitado por el “antiguo” partido comunista»9.

Entretanto, Iván perdía posiciones en el ámbito de la política exterior, pues, descartada la victoria militar en Livonia, tampoco en el terreno diplomático conseguía hacer avanzar sus peones. Las demás potencias concurrentes en el área, Polonia-Lituania, Dinamarca y Suecia, parecían decididas a hacer cualquier cosa con tal de mantener a Moscovia al margen. La política de «todos contra Rusia», que se repetirá muchas veces a lo largo de la historia, tuvo aquí una primera manifestación. Las diferencias religiosas, la creciente mala fama de Iván y la incompatibilidad entre la «cultura política» moscovita y la de las avanzadas ciudades bálticas eran dificultades añadidas que impedían el arraigo del poder de Iván en la zona. Por toda Europa se extendieron noticias y rumores sobre la política represiva de Iván que confirmaron a los muchos rusófobos de Occidente en su idea de que Rusia era un país diferente con el que era difícil, por no decir imposible, llegar a ningún tipo de acomodación. En un momento en que Rusia intensificaba su acción diplomática con sus vecinos del oeste, esta imagen tan negativa fue un pesado lastre que impidió cualquier progreso y mantuvo a Moscú en su tradicional aislamiento.

La resistencia sorda y encubierta a la política represiva de Iván, que cobró nuevas fuerzas desde 1567, tuvo otras manifestaciones, como la voluntaria retirada a un monasterio del metropolita Afanasii. Su sucesor, Filipo, después de un período inicial de acomodación, se atrevió a interceder por las víctimas de la demencial furia ivaniana y en un sermón pronunciado ante el propio zar en la catedral de la Asunción, en el Kremlin, llegó a pedir la supresión de la opritchnina. La reacción de Iván fue brutal y Filipo acabó en la cárcel, donde uno de los sádicos jefes de la opritchnina, Maliuta-Skuratov, le estranguló con sus propias manos. Carrère d’Encausse, que ha descrito con especial atención el «terror total» al que se entregó Iván, convertido en «príncipe de las tinieblas», concede una gran relevancia a este asesinato del metropolita Filipo,

[…] muerte imperdonable, que rompe la continuidad que unía al Estado y la Iglesia […] A los ojos de un pueblo martirizado, el martirio del hombre de Dios es el desafío supremo […]. A partir de esta muerte, los enemigos del zar se convierten, en la conciencia popular, en los verdaderos defensores de la Santa Rusia, función hasta entonces tradicionalmente atribuida al soberano10.

En los últimos años de la década de los sesenta, la obsesión de Iván por su seguridad adquiere tintes patológicos. Desconfía de todos, huye de Moscú y pasa cada vez más tiempo en Aleksandrovskaia Sloboda o en Vologda, la «ciudad de piedra» que había ordenado construir, en 1556, a orillas del río del mismo nombre, a cuatrocientos kilómetros de Moscú. Su obsesión por escapar de los imaginarios peligros que le acechaban le llevó a pensar en retirarse, él también, a un monasterio. En 1567 llegó a pedirle a la reina Isabel I, por medio de su embajador en Moscú, Anton Jenkinson, que le garantizara el asilo si se veía forzado a huir de Moscovia, al tiempo que, insólitamente, pedía su mano. La reina Tudor dio largas como pudo a la petición de matrimonio no sin que Iván, irritado por el desaire, rompiera los acuerdos comerciales con Inglaterra, con gran disgusto de la Compañía inglesa, que recurrió a la reina para intentar solucionar la cuestión. En 1568 Isabel I envió a Moscú una embajada extraordinaria dirigida por Thomas Randolph, jefe de los Correos Reales, que, con un enorme derroche de habilidad, no solo logró restablecer la situación anterior, sino que obtuvo nuevos privilegios para la Compañía inglesa: derecho exclusivo a comerciar con Persia, a extraer hierro de algunas minas y a atacar a las naves extranjeras en el mar Blanco11. Sin embargo, la irritación de Iván con los ingleses no cesó, porque nuevamente Isabel frustró sus esperanzas de lograr un acuerdo militar ofensivo y defensivo, que le habría venido muy bien al zar, dadas sus difíciles relaciones con sus vecinos. Pero Isabel no se quiso comprometer y el embajador enviado por Iván a Londres con Randolph, Savin, regresó al cabo de diez meses con unas vagas promesas de la reina: ofrecía asilo al zar si llegaba a necesitarlo, pero dejaba muy claro que «viviréis a Vuestras expensas todo el tiempo que consideréis oportuno permanecer entre nosotros». La respuesta de Iván fue una agresiva misiva en la que declaraba anuladas «todas las ventajas concedidas hasta hoy».

El miedo patológico a perder la vida y el trono llegó al paroxismo cuando Iván se enteró, en 1568, de que el rey de Suecia, Eric XIV, había sido destronado por una conspiración de la nobleza. Para la concepción autocrática del poder de Iván el acontecimiento era tan inconcebible como inadmisible y envenenó aún más las relaciones con Suecia, en cuyo trono se sentaba ahora un usurpador, Juan III, hermanastro del rey derrocado y, a mayor abundamiento, enemigo personal de Iván, ya que se había casado con Catalina, la frustrada novia del zar ruso, hermana de Segismundo Augusto. La coalición báltica contra Rusia quedaba de este modo reforzada. La posición internacional del zar se debilitó aún más cuando el 1 de julio de 1569, Polonia y Lituania, que hasta entonces habían constituido algo así como una «monarquía dual» o una unión personal, se convirtieron, por medio del acuerdo que se denominó la Unión de Lublin, en una única entidad política, la Rzeczpospolita, peculiar república monárquica con un rey elegido al frente, una dieta y un senado para los asuntos exteriores. Lituania mantenía su plena autonomía en todos los asuntos internos y la Ucrania lituana, con su capital, Kiev, se cedía a Polonia. El acontecimiento suponía un evidente fracaso para Iván, sobre todo porque Kiev, en cuanto primera capital de la Rus, era una permanente reivindicación rusa.

En plena obsesión conspiratoria, Iván «descubre» que el complot de los boyardos tenía sus raíces en Novgorod, la vieja e ilustre ciudad libre que hacía tiempo había perdido su independencia, pero que conservaba su riqueza y vitalidad económica como segunda ciudad de Moscovia. Iván sospechaba, además, que el arzobispo de Novgorod, Pimen, y otros elementos de la ciudad eran reconocidos traidores, ya que no solo intentaban entregarla a los polacolituanos, sino que habían sostenido la candidatura al trono moscovita de Vladimir Staritski. En enero de 1570 Iván se instaló en Novgorod al frente de una nutrida tropa de opritchniki y desplegó sobre la ciudad y sus habitantes todo su odio y su rabia. Detenciones, torturas y muertes particularmente crueles se multiplicaron y el propio arzobispo Pimen fue encerrado en un monasterio, donde murió al poco tiempo. La matanza sistemática de que fueron objeto los habitantes de Novgorod se prolongó durante cinco semanas, durante las cuales el zar estuvo acompañado de su hijo el zarevich, también llamado Iván, que, educado en los sádicos métodos criminales de su padre, participó activamente en la carnicería, disfrutando con el sufrimiento ajeno tanto como su progenitor. Como escribe Troyat, Iván y su hijo «compartían su afición por el vino, el estupro y la sangre»12. El número de víctimas mortales de Novgorod varía, según las diferentes fuentes entre los 15.000 (cálculo de Kurbskii) y los 60.000 (según la Primera crónica de Pskov). En palabras de Troyat, «el río Volkhov se llenó de cadáveres y las aguas arrastraban la sangre y los restos humanos hasta el lago Ladoga»13.

De Novgorod, Iván se dirigió a Pskov para darle el mismo tratamiento, pero la aparición de Nikola, un «loco de Cristo» que se dirigió a Iván y le recriminó «alimentarse de sangre y carne humana», advirtiéndole del castigo divino que le esperaba, cambió sus planes. El supersticioso zar se sintió de pronto aterrorizado ante aquel hombre de Dios y ordenó suspender la expedición punitiva. Pero la retirada ante Pskov no significaba que Iván hubiera abandonado la política represiva y, de vuelta en Moscú, sometió también a su población a la vejación de los opritchniki. En la segunda mitad de aquel año de 1570, la opritchnina comenzó a devorarse a sí misma en una espantosa saturnal. El favorito de Iván, Fiodor Basmanov degolló a su padre, Aleksis, otro de los iniciadores de la opritchnina, para probar su lealtad al zar y por orden de este; pero esto no impidió que Fiodor fuera después condenado a muerte «por parricida». Igual suerte corrieron otros destacados opritchniki, como Viazemski, que no pudo ser ejecutado porque murió mientras era torturado. Solo salvaron la vida los más crueles, que eran también los más comprometidos con la represión, como el sádico Maliuta-Skuratov, que, solo en esta operación contra la población de Moscú, había ahogado en el Moscova a ochenta mujeres de prisioneros. El martirio de Moscú se prolongó durante una larga temporada y aumentó aún más el terror de la población. Un terror mezclado con un fuerte componente de resignación y de sometimiento a la voluntad del zar, en la que las masas humildes veían la expresión de la voluntad divina.

A los problemas interiores y los reiterados fracasos militares en Livonia se añadió de nuevo la amenaza turca. El sultán Selim, consciente de la debilidad rusa, exigió la devolución de los khanatos de Kazán y Ástrakhan o, en su defecto, el pago por parte de Moscú de un humillante tributo anual a la Sublime Puerta. Como era de esperar, Iván se negó y, en respuesta, a comienzos de 1571, 100.000 tártaros invadieron Rusia, al mando del khan de Crimea, Devlet Giray, e iniciaron un decidido avance hacia Moscú, animados por los boyardos que, huyendo de la opritchnina, se habían refugiado en la zona meridional y anteponían su odio contra el zar a su patriotismo. Los argumentos que animaron a los tártaros eran sólidos: el grueso del ejército estaba en Livonia y el pueblo, que ya no podía soportar más el régimen de terror de la opritchnina, no se opondría al avance tártaro. Apresuradamente, Iván preparó un ejército para enfrentarse a Devlet Giray, que desafió al zar a un combate singular y al que amenazó con cortarle las orejas para ofrecérselas al sultán. El zar Terrible no estuvo, ciertamente, a la altura de las circunstancias. Con el propósito de organizar la resistencia ante los invasores, Iván se había trasladado con su hijo el zarevich a Serpukhov, una ciudad situada a algo más de cien kilómetros de Moscú y que, desde su fundación en 1374, tenía la misión de puesto avanzado frente a las invasiones tártaras. Esta huida significaba, sin lugar a dudas, que Iván consideraba que, inevitablemente, los tártaros tomarían Moscú.

Los tártaros saquearon primero los alrededores de Moscú sin que las desconcertadas tropas moscovitas presentasen resistencia y el 24 de mayo de aquel año de 1571, día de la Ascensión, prendieron fuego a la casas de madera de los arrabales de la capital. Un enorme ventarrón facilitó la extensión de las llamas por toda la ciudad, mientras los tártaros saqueaban cuanto encontraban y mataban a cuantos moscovitas no lograban escapar. Todos querían refugiarse en el Kremlin, pero los guardias habían atrancado las puertas de la muralla y ni los moscovitas ni los tártaros lograron entrar. Los invasores tártaros, espantados por las llamas, se retiraron con un enorme botín, dejando tras de sí una ciudad que, salvo el Kremlin, quedó casi totalmente destruida por las llamas. Aquel incendio fue uno de los peores que ha sufrido Moscú, que tantas veces en su historia había sido víctima del fuego. Iván, que, como hemos dicho, había huido, acobardado, solo regresó cuando el peligro tártaro hubo pasado. En su retirada, los tártaros arrasaron todo el territorio por donde pasaron, llevando consigo un botín del que formaban parte unos cien mil prisioneros, que serían vendidos como esclavos en el mercado de Feodosiya, al sur de Crimea.

Al año siguiente, en julio de 1572, Devlet Giray, que «no había desensillado sus caballos», emprendió una nueva incursión contra Moscovia y, como en la vez anterior, Iván huyó ante la sola noticia de que el khan planeaba una nueva invasión. Devlet Giray y sus tropas lograron vadear el Oka, perseguidos por las tropas rusas, que, al mando del príncipe Vorotinski, estaban atrincheradas en la orilla derecha de ese río. Aunque inferiores en número, los rusos lucharon con arrojo y derrotaron por completo a los tártaros en Molodia, a unos cuarenta y cinco kilómetros de Moscú. Devlet Giray se retiró, abandonando sus pertrechos y hasta sus banderas. Sería la última vez que los tártaros llegaban al corazón de Moscovia. Animado por la victoria, Iván regresó a la capital, donde fue recibido con gran alborozo popular. Los súbditos atribuían a su escurridizo señor un triunfo que solo se debía al esfuerzo de sus soldados.

A partir de aquel momento Iván decidió suprimir la opritchnina y un ukase prohibió bajo pena de muerte hasta el uso de esa odiada palabra. Se ha dicho que el carácter obsesivo y temeroso de Iván le hizo concebir miedo ante la prepotencia asesina de sus sicarios, los opritchniki. Ya hemos señalado que el zar había ordenado eliminar a alguno de los más destacados jefes de la opritchnina. ¿Y si los arrogantes opritchniki se revolvían contra su amo? Para otros la supresión de la opritchnina obedecía al deseo de Iván de mejorar su imagen internacional, en un momento en que la muerte del rey Segismundo Augusto II de Polonia el 18 de julio de 1572 abría un período «electoral» e Iván aspiraba a ocupar el peculiar trono electivo polaco. Sabía muy bien el zar que muchos nobles polacos, cuyo apoyo necesitaba para aquella peculiar campaña electoral, temblaban ante la sola mención de la odiada opritchnina y que estarían dispuestos a cualquier cosa con tal de que semejante institución no fuera implantada en Polonia. La larga pesadilla, que había ensombrecido los últimos años de Rusia, pasaba así a la historia, aunque sus terribles consecuencias tardarían mucho en desaparecer. Algunos de los más crueles opritchniki, como Maliuta-Skuratov, siguieron en el entorno del zar. Pero nuevas figuras empezaban a dar muestras de relevancia. El más notable de estos nuevos consejeros del zar era Boris Godunov, yerno de Skuratov y pariente lejano de Anastasia, la primera esposa de Iván, que, según parece, pudo ser tanto el que logró convencerle de que era necesario disolver la opritchnina como el que le aconsejó ganarse a los nobles polacos y lituanos con vistas a la deseada elección como rey de Polonia.

EL OTOÑO DEL ZAR TERRIBLE. BALANCE DE SU POLÍTICA EXTERIOR

Después de la supresión de la opritchnina, en 1572, el reinado de Iván se prolongó todavía doce años, durante los cuales fue patente la disminución de sus facultades como gobernante y en lo referente a su salud, pero no menguó su crueldad ni el asesinato sistemático de los nobles y personas de su entorno, junto con sus familias, tan pronto como le placía a la patológica personalidad del zar. Iván tenía entonces solo 42 años, aunque estaba prematuramente envejecido, tanto por su vida desenfrenada como por la permanente tortura psicológica a que le sometía su atormentada personalidad. En los últimos años de su reinado no se llevaron a cabo ni las brillantes reformas ni las espectaculares conquistas que habían caracterizado su primera etapa como zar, pero durante ese último período no disminuyó su afición por la política exterior ni por los planes imperialistas.

Como ya hemos adelantado, cuando en 1572 falleció el rey Segismundo II Augusto de Polonia, agotándose con él la dinastía de los Jagelones, Iván presentó su candidatura y la de su segundo hijo Fedor, por si la suya no salía adelante. Le apoyaban algunos nobles lituanos de religión ortodoxa que querían un rey eslavo, condición que, entre los candidatos posibles, solo se daba en Iván y su hijo. Sin embargo, la candidatura no prosperó, no solo por la mala fama que le habían dado a Iván sus bien conocidas crueldades y arbitrariedades, sino también por las inaceptables condiciones que impuso. En concreto, Iván quería que a partir de él el trono polaco se convirtiera en hereditario y unido a Rusia «por los siglos de los siglos», así como que se cediesen a Moscovia la Livonia y Kiev, entonces en la órbita polaca. Claro está que estas exigencias no eran sino la respuesta a los enviados polacos que habían negociado previamente con Iván su elección y que o bien proponían directamente la elección de su hijo Fedor, sin prestar atención a su candidatura, o bien le exigían una rectificación de las fronteras en beneficio de Polonia, que implicaría la cesión por parte de Rusia de Polotsk, Smolensko y otras ciudades, con la consiguiente irritación del zar. En el fondo de todas esas discusiones, y lo que las hacía imposibles, subyacía la enorme diferencia entre los regímenes políticos ruso y polaco. Iván era un autócrata que no concebía ninguna otra manera de gobernar que no fuera el brutal autoritarismo que él ejercía sobre Rusia. Polonia, por el contrario, era una peculiar monarquía electiva en la que, además, el rey debía contar en todo momento con el Senado y la Dieta. Finalmente, en la Dieta polaca se impuso la candidatura de Enrique de Valois, hermano del rey Carlos IX de Francia, que solo estuvo en el trono polaco algo más de tres meses, pues fue llamado a ocupar el francés por el fallecimiento de su hermano. Abierto un nuevo período electoral, durante el cual Iván fue descartado de plano, los dos candidatos más fuertes eran el emperador Maximiliano II de Habsburgo y el príncipe de Transilvania, Esteban Bathory. Incapaz de decidirse por uno de los dos, la Dieta eligió a ambos, lo que muestra el peculiar carácter de aquella monarquía. El empate se resolvió, sin embargo, rápidamente a favor de Bathory porque Maximilano no pudo viajar a Cracovia para el previsto acto de la coronación, mientras que el húngaro se ganaba las simpatías de sus nuevos súbditos, al tiempo que, para reforzar sus posibilidades, se casaba con una hermana del fallecido rey Segismundo Augusto. El príncipe de Transilvania, vasallo teórico del sultán turco, recibió el apoyo secreto de este, que veía en el nuevo rey polaco un freno a la influencia de los Habsburgo.

En este momento, el viejo sueño de la salida al Báltico parecía casi completamente realizado, pues todo el territorio de Livonia situado a orillas del Dvina occidental, con excepción de las ciudades y plazas fuertes de Reval (actual Tallin) y Riga, estaban controladas por Moscú, que dominaba el litoral de los golfos de Finlandia y Riga. La resistencia de estas ciudades se explica por la mala fama del zar, que estimulaba a sus habitantes a extremar al máximo su defensa para evitar caer bajo su férula.

Iván había intentado ganar tiempo con Bathory, con el que intercambió mensajes. Pero cuando en 1578 llegó a sus oídos la noticia de que los reyes de Polonia y Suecia habían firmado un tratado de alianza ofensiva y defensiva con el objeto de recuperar la parte de Livonia ocupada por los rusos para repartírselas entre ambos, decidió tomar la iniciativa. Las tropas rusas, al mando del príncipe Golitsyn, lograron algunos éxitos, pero un doble ejército polacosueco, al mando de Sapieha y de Boe, respectivamente, les infligió una tremenda derrota que costó la vida a varios miles de rusos. La superioridad numérica rusa no pudo imponerse a los polacos, bien entrenados y disciplinados. Bathory era un genio militar, y de una masa de mercenarios extranjeros formada por unos 20.000 efectivos había logrado hacer una formidable máquina de guerra de una impresionante eficacia. A principios de 1578 Bathory sitió Polotsk, que cayó tras tres semanas de resistencia. Después de esta importante ciudad fueron tomadas también Sokol, Krasnoi y Starodub. En una brillante exhibición militar, Bathory se apoderó también de la importante ciudad de Velikie Luki en septiembre de 1580. Esta ciudad era la base de operaciones rusas y servía, además, como depósito militar. Bathory se adueñó de toda la provincia en un mes. Mientras, los suecos se sumaban al contraataque con el propósito de recuperar la orilla sur del golfo de Finlandia y en 1581 conquistaban Narva. Iván perdía la mayor parte de sus conquistas y volvía a estar casi como al principio de su aventura báltica. Las negociaciones de paz con Bathory no llegaron a ningún resultado positivo, pues el rey polaco, crecido por sus victorias, no aceptó la oferta de Iván, que estaba dispuesto a cederle toda Livonia menos cuatro ciudades. Por el contrario, Bathory no solo exigía Livonia entera, sino también Novgorod, Pskov, Smolensko y una parte de Ucrania que estaba en poder de los rusos, además de una abultadísima indemnización de guerra de 400.000 ducados. A finales del verano de 1581 Bathory sitió Pskov, pero fue rechazado después de cruentos combates que costaron al atacante 5.000 muertos.

La mala fortuna del zar despertó las ambiciones de sus vecinos y mientras los tártaros volvían a pensar que era el momento adecuado para recuperar Kazán y Ástrakhan, los daneses sopesaban qué podrían obtener en el disputado Báltico. Al borde de la extenuación, Iván trató de encontrar una solución diplomática con Polonia y, en un nuevo rasgo de patológica excentricidad, hizo saber indirectamente a Roma que si el Papa mediaba para conseguir la paz, estaría dispuesto a discutir la Unión de las Iglesias («la fe griega y la fe romana deben ser una sola»). Gregorio XIII envió a Rusia al jesuita Antonio Possevino, que, al mismo tiempo y con el propósito de obtener la formación de una gran liga contra los turcos, hizo escala, mientras viajaba hacia el este, en Venecia, Viena, Praga y Vilnius, sin resultados apreciables. En esta última ciudad se entrevistó con Esteban Bathory, al que instó a llegar a la paz con Iván, pero el rey polaco no dio ninguna facilidad y reiteró sus propósitos ya conocidos, totalmente inaceptables para los rusos. Por las mismas fechas en que Bathory se acercaba a Pskov, Possevino fue presentado ante el zar, que, tras conocer la derrota de los polacos en esa ciudad, se ratificó en sus posiciones. El jesuita volvió a donde estaba acampado Bathory, que solo accedió a renunciar a la indemnización dineraria, pero no a sus exorbitantes exigencias territoriales, que amputaban a Rusia algunas de sus ciudades y de sus territorios más tradicionales.

Iniciadas, finalmente, las negociaciones entre rusos y polacos, en presencia de Possevino, ambas partes, después de tres meses, firmaron la tregua de Jam Zapolski el 15 de enero de 1582. Se fijaba para la tregua una duración de diez años y se restablecían las fronteras anteriores a la guerra, que había durado veinticinco años y había dejado arruinado el país. De sus conquistas, Moscú solo conservaba Polotsk y la satisfacción de haber resistido el duro acoso a que fue sometida la histórica ciudad de Pskov. La salida al Báltico se perdía y, con ella, uno de los grandes objetivos de la política exterior de Iván el Terrible. Al año siguiente se firmó con Suecia una tregua de tres años, en virtud de la cual esta conservaba todas sus conquistas, es decir, Estonia y los territorios situados entre Narva y el lago Ladoga. Moscú perdía así el acceso al golfo de Finlandia, salvo el pequeño enclave de la desembocadura del Neva.

En la frontera sur también Iván se vio forzado a proseguir el secular enfrentamiento con los tártaros. Desde la conquista de Kazán y de Ástrakhan se había llevado a cabo una política de colonización forzada de las regiones del Volga y del Oka, que estuvo acompañada por la construcción de plazas fuertes fronterizas (ukrainiyie), enlazadas entre sí por un sistema de fosos y murallas terreras —conjunto que se ha llamado la gran muralla de Moscovia—, que si no impedían totalmente las reiteradas incursiones tártaras, al menos las dificultaban. Pero, frente a Moscovia, se perfilaba por el sur un nuevo y más poderoso enemigo, los turcos otomanos, con los que los rusos iban a mantener un enfrentamiento secular. El primer choque ruso-turco ya se había producido en 1569 con el infructuoso intento del sultán Selim II de apoderarse de Ástrakhan.

El tercer frente de interés y de expansión natural para Moscovia era el este, donde se abrían las inmensidades de Siberia, que andando el tiempo se convertirían en parte integral de la Rusia imperial. Es curioso reseñar que en un Estado tan centralizado y tan intervencionista como el moscovita, la expansión inicial por esos territorios se debiera a lo que hoy denominaríamos la «iniciativa privada». El papel esencial en ese proceso expansivo estuvo desempeñado por la poderosa familia de los Stroganov, que desde la conquista de Kazán habían obtenido del gobierno la concesión de amplios territorios y controlaban la zona nororiental de Rusia. En 1558, el zar había expedido un documento por el que les eximía de impuestos, pero se reservaba los derechos sobre las minas de plata, cobre y plomo que pudieran encontrarse, así como el especial privilegio de reclutar soldados, poseer cañones y munición, construir fortalezas y administrar justicia. Los Stroganov habían dirigido la colonización del territorio, habían establecido algunas guarniciones, y situado su cuartel general en Sol Vychegodsk, en el valle del Dvina del norte. Desde allí, y porque así lo exigían sus negocios de pieles, sal y otros productos, habían penetrado progresivamente en el territorio más allá de los Urales, lo que les había llevado a enfrentarse con el khanato de Sibir, una entidad política tártara asentada en el valle del río Obi. Los Stroganov se dieron cuenta de que necesitaban un ejército privado cuando las exigencias defensivas se hicieron evidentes, después de que el khan tártaro siberiano Kuchum lograse la unificación de las tribus locales. Para ello, los Stroganov contrataron los servicios militares de una fuerza de cosacos de unos 1.500 hombres al mando del ataman (capitán o jefe cosaco) Yermak Timofievich, que había luchado del lado ruso en la última parte de la guerra de Livonia y que terminada esta estaba disponible. En el otoño de 1582 y tras una espectacular guerra relámpago, los cosacos de Yermak derrotaron a los tártaros siberianos, tomaron su capital, Sibir, y forzaron al exilio al viejo khan Kuchum. Stroganov escribió al zar felicitándose de que «sus pobres cosacos proscritos», como los había llamado Iván, habían logrado «añadir un extenso estado a Rusia por los siglos de los siglos y por todo el tiempo que plazca al Señor prolongar la existencia del universo»14.

Yermak pidió ayuda a Moscú para organizar y defender los nuevos territorios, pero antes de que el gobierno del zar hiciera algo efectivo, Kuchum volvió con tropas frescas y expulsó de su territorio a los cosacos y mató a muchos de ellos. El propio Yermak se ahogó en el Irtich, según se dice, a causa del peso de la coraza con adornos de oro que, entre otros presentes, le había enviado el zar, una vez que se dio cuenta de la importancia de las conquistas llevadas a cabo por los «cosacos proscritos», que ponían en sus manos un inmenso imperio y sellaban el destino euroasiático de Rusia. A pesar de las escaramuzas y de las ocasionales victorias de los tártaros siberianos, los rusos lograron recuperar la mayor parte de los territorios y el zar envió dos voivodas que se encargaron de organizar la administración de los nuevos territorios. Ya muerto Iván IV, en la época turbulenta de su hijo el débil Fedor I, Moscú se anexionó definitivamente las tierras siberianas y se fundaron allí las primeras ciudades, Obski Gorodk (1585), Tiumen (1586) y, sobre todo, Tobolsk (1587).

La tormentosa vida matrimonial y familiar de Iván —caracterizada, como escribe Heller, por «la caza frenética de mujeres»— culminó en 1580, a sus cincuenta años, con su discutido matrimonio con María Nagaia o Nagoi, celebrado mientras negociaba otros posibles matrimonios con princesas extranjeras. La historia matrimonial de Iván el Terrible es un fiel paralelo de su vida y carácter. Sin mencionar sus reiterados y frustrados intentos de casarse con Isabel I de Inglaterra, después de Anastasia y de María, la circasiana, que murió en 1569, Iván se había casado con Marta Sobakin en 1571, matrimonio que solo duró quince días por la muerte repentina de la zarina. En 1572 celebró sus cuartas nupcias con Ana Koltovski, en contra de la opinión de la Iglesia ortodoxa, que solo admitía tres matrimonios, por lo que no pidió la bendición episcopal. En 1574 la Koltovski fue repudiada e Iván se casó o se unió, porque seguramente no hubo boda, con otra Ana, Vassilchikov de apellido, muerta al poco tiempo misteriosamente de muerte violenta. Fue sustituida por la bella Basilisa Melentiev, su sexta esposa. Solo unos meses después, sorprendida Basilisa en flagrante adulterio con el príncipe Iván Devtelev, se la obligó a presenciar la tortura de su amante para ser recluida a continuación en un monasterio. Inmediatamente después Iván eligió otra esposa, la séptima, de ilustre linaje moscovita, María Dolgoruky, de trágico y rápido destino, ya que, al comprobar Iván, la misma noche de bodas, que no era virgen, fue atada a un coche y arrastrada hasta el Moscova, donde se ahogó.

María Nagaia o Nagoi, que era por tanto la octava esposa del Barba Azul ruso (todo apunta a que algunas de sus esposas fueron asesinadas), le dio a Iván un hijo, Dmitrii, que andando el tiempo se convertirá en una «piedra de contradicción» de la historia rusa, según veremos más adelante. Al año siguiente, en 1581, se produjo el que seguramente es el hecho más impresionante de toda su vida y el que amargó los pocos años que le quedaban al zar Terrible. Nos referimos a la muerte, por mano de su padre, de su hijo y heredero el príncipe Iván, «el acto más trágico de su existencia, la ruptura suprema», según Carrèrre d’Encausse. En el contexto de un trivial incidente familiar, el 9 de noviembre de 1581 (15 de noviembre del calendario gregoriano occidental) Iván reprendió, se puede suponer que con la brutalidad que le era propia, a su nuera, Elena Sheremetieva, a la que encontró, según él, inadecuadamente vestida y que estaba en avanzado estado de gestación. Al escuchar el escándalo, Iván Ivanovich se precipitó para defender a su esposa y se enzarzó en una disputa con su padre el zar, que, presa de su espíritu obsesivo, le acusó de fomentar la rebelión contra él, ya que, recientemente, el zarevich le había recriminado algunos aspectos de la lucha en Livonia. El zar se imaginó que su hijo conspiraba con los boyardos contra él y, fuera de sí, en el curso de la riña familiar, le golpeó rabiosamente con el báculo, más bien chuzo, terminado en una punta de hierro que el zar llevaba habitualmente y con el que, años atrás, había dejado clavado al suelo el pie de Chibanov, el mensajero que le entregara la primera carta de Kurbskii. Boris Godunov, que estaba presente, no logró parar la saña del zar. Sin duda, Iván no pretendía matar a su hijo, por lo que no se puede hablar de asesinato sino de homicidio involuntario, pero el caso es que el zarevich quedó malherido. Durante cuatro días el zarevich se debatió entre la vida y la muerte, mientras el zar se hundía en la desesperación y los médicos se reconocían impotentes para evitar el fatal desenlace, que tuvo lugar el 13/19 de noviembre15. Ilya Yefimovich Repnin (1844-1930), un conocido pintor contemporáneo que se especializó en obras sobre la historia rusa, pintó en 1885 un impresionante cuadro que está en la Galería Tretiakov de Moscú en el que un zar al borde de la locura abraza desesperado a su hijo, que derrama sangre por la sien. En el suelo, casi a los pies de Iván, se ve el arma mortal que ha acabado con la vida del zarevich.

Algo más de dos años después de aquel dramático suceso, el 19 de marzo de 1584, Iván IV moría, a los 54 años de edad, dejando el trono a su segundo hijo, Fedor, que carecía de cualidades y de salud para gobernar un país tan enorme y complejo. Un país arruinado desde el punto de vista económico, con el tesoro público agotado por las continuas guerras, despoblado, internacionalmente aislado y, lo más grave de todo, sin moral, sin cohesión social y sin un proyecto nacional. Pero es evidente que, a pesar de tanta ruina, Moscovia era ya un imperio, y no solo porque el gran príncipe hubiera asumido el título de zar. Como ya hemos señalado, la debilidad —producida por tantas causas— en que había quedado sumida Moscovia en el período final del reinado de Iván IV le había impedido hacer realidad sus ambiciosos planes imperiales, pero reinando ya su hijo, el débil Fedor I, Rusia estableció una sólida cabeza de puente en Siberia que le permitiría convertirse en una potencia euroasiática en un tiempo excepcionalmente breve. La voluntad imperial aparece muy clara, tanto en Iván como en sus sucesores, si comprobamos que Moscovia ya no se conforma con la tradicional política de reunificación de todo el territorio de la Rus. La vocación imperial es patente, y acaso se trate de una fase obligada cuando se completa un proceso como el que Moscovia había vivido, marcado por la lucha contra los tártaros. Completada la recuperación del territorio perdido, el impulso de unidad cobra una dimensión imperial y se lanza a la conquista de nuevos horizontes. Escasamente un siglo antes, por ejemplo, España terminaba la Reconquista con la toma de Granada y emprendía su política de expansión ultramarina. ¿Hay en el caso de Rusia algún otro elemento que explique este expansionismo que, según algunos autores, se convertirá en otra constante de su historia? Los factores geográficos, la falta de fronteras naturales, pueden, quizá, aportar alguna respuesta.

RUSIA Y ESPAÑA

España, latina, con toda la carga peyorativa que los moscovitas daban al término, y situada al otro extremo de Europa, no fue, ciertamente, uno de los países occidentales con los que la Moscovia de Iván el Terrible estableció una relación más intensa, pero James Billington afirma que «los contactos tempranos de Rusia con España fueron más amplios de lo que pudiera parecer», y cita como prueba el trabajo de A. López de Meneses «Las primeras embajadas rusas en España», publicado en 1946 en la revista Cuadernos de Historia de España, que fundó en Buenos Aires Claudio Sánchez Albornoz. En el ámbito cultural ya hemos hecho referencia al interés que hubo en Moscovia por la obra de Raimundo Lulio, y en el religioso, a la admiración del arzobispo Gennadius de Novgorod por la «firmeza» de Fernando de Aragón, que, por medio de la Inquisición, ha «purificado» al país, según escribe al metropolita de Moscú en 1490. «Contempla la firmeza que despliegan los “latinos” —escribe Gennadius—. El embajador del César me ha explicado la manera en que el rey de España ha limpiado (ochistil) su país. Te envío un memorándum de estas conversaciones». Billington cree que en la persecución de los herejes «judaizantes» se utilizaron técnicas de investigación ritual, flagelación y quema de herejes que antes eran desconocidas para la Iglesia rusa. «Aunque los purgas moscovitas —señala este autor— estaban dirigidas contra los católico-romanos, a menudo con especial furia, los instrumentos utilizados eran los de la Inquisición, que habían florecido en la Iglesia católica»16.

Pero más que a las relaciones, que aunque existentes fueron indudablemente escasas, diversos autores se han esforzado en encontrar semejanzas entre «los dos extremos de la gran diagonal europea», como escribe José Ortega y Gasset en el capítulo de España Invertebrada dedicado a «La ausencia de los mejores». Claro está que Ortega no exagera la comparación, ya que parte de sus notables diferencias:

Muy diferentes en otra porción de cualidades —escribe—, coinciden Rusia y España en ser las dos razas «pueblo»; esto es, en padecer una evidente y perdurable escasez de individuos eminentes. La nación eslava es una enorme masa popular sobre la cual tiembla una cabeza minúscula. Ha habido siempre, es cierto, una exquisita minoría que actuaba sobre la vida rusa, pero de dimensiones tan exiguas en comparación con la vastedad de la raza, que no ha podido nunca saturar de su influjo organizador el gigantesco plasma popular. De aquí el aspecto protoplásmico, amorfo, persistentemente primitivo que la existencia rusa ofrece17.

Pero las comparaciones se han centrado muy a menudo en ciertas peripecias o ciertos rasgos de la historia de ambos países que se nos presentan como muy parecidas. Tanto España como Rusia fueron invadidas por los musulmanes —árabes y tártaros, respectivamente— y se dedicaron durante varios siglos —ciertamente muchos más España que Rusia— a sacudirse el yugo mahometano. Y quizá por esa razón ambos países identifican tan estrechamente su identidad nacional con la religión. El catolicismo romano para España y la ortodoxia para Moscovia-Rusia no han sido, simplemente, la religión predominante, sino un elemento inseparable de su propia identidad colectiva. Como hemos visto, la ideología moscovita se hizo desde la ortodoxia y no se puede entender sino con referencias constantes a ella. Y algo parecido ha sucedido históricamente, como bien sabemos, con España y el catolicismo. Solo en España es concebible esa actitud llamada nacionalcatolicismo, y es en la Rusia zarista donde alcanza su plenitud esa peculiar identificación entre lo político y lo religioso que es propia de la religión ortodoxa. Billington insiste en esa línea y después de subrayar que, como España, Moscovia «encontró su identidad en la lucha para expulsar a los invasores», resalta la interrelación en ambos países de la autoridad política con la religiosa «y el fanatismo resultante que los llevó a convertirse en portavoces particularmente intensos de sus respectivas versiones de la Cristiandad». A ese respecto explica que la famosa querella teológica por la cuestión del filioque, que había de dividir tan drásticamente Oriente y Occidente, fue introducida en el credo en un concilio de Toledo y siempre fue negada en Rusia. Y durante los planes de Unión de las Iglesias que culminan en el concilio de Florencia, las jerarquías española y rusa fueron las más opuestas, dentro de los respectivos campos, a la reconciliación. Algunas investigaciones afirman que los textos utilizados por los herejes «judaizantes» rusos, como la Logica de Maimónides, procedían de España, y se ha llegado a decir que, a finales del siglo XV, se produjo en Moscovia una confusión entre la palabra del ruso primitivo que significaba «judío» (Evreianin) y la que significaba «español» (Iverianin)18.

A partir de ahí, escribe también Billington, que se ha interesado especialmente por las relaciones entre España y Rusia,

[…] una extraña relación de amor-odio se ha mantenido entre estos dos pueblos orgullosos, apasionados y supersticiosos, cada uno de ellos regido por un improbable folclore de heroísmo militar; animados ambos por fuertes tradiciones de veneración a los santos locales; preservando los dos hasta los tiempos modernos una rica tradición de lamento atonal, popular y primitivo; destinados ambos a ser durante el siglo XX viveros del anarquismo revolucionario y campos de guerras civiles, con profundas implicaciones internacionales.

Billington señala que, durante las guerras napoleónicas, los rusos llegaron a albergar un «nuevo sentimiento de comunidad con España» y que la guerra popular contra Napoleón se inspiró en las técnicas de guerrilla que los españoles habían desarrollado en su lucha contra los franceses. Asimismo afirma que los reformistas del movimiento decembrista de 1825 se inspiraron en los «catecismos patrióticos» y en las propuestas constitucionalistas de los doceañistas españoles19.

Pero, dejando a un lado las mutuas influencias literarias, que serán patentes en otros momentos de la historia, volvamos a la época de Iván el Terrible. Billington alude a la «fascinación española por Rusia» y cree que probablemente fue estimulada por los estrechos vínculos de España con la católica Polonia, y señala cómo durante el siglo XVII español, el Siglo de Oro, se produce una avalancha de libros y folletos sobre Rusia y cómo en la literatura española aparecen figuras rusas. Tal es el caso del personaje del Duque de Moscovia en La vida es sueño de Calderón de la Barca. También aparece el tema ruso en la obra de Lope de Vega El Gran Duque de Moscovia y Emperador perseguido, que aborda dramáticamente la historia del falso Dmitrii. Son obras que, como señala Billington, nunca fueron populares «por buenas razones artísticas». Para escribir El Gran Duque de Moscovia (1617) Lope de Vega utilizó, seguramente, la traducción española de la Relation del jesuita Antonio Possevino, escrito laudatorio sobre los planes del Falso Dmitrii, que había aparecido originalmente en 1605. Algunas obras españolas de esta época —muy especialmente el Quijote— habrían de hacerse más tarde bastante populares en Rusia, pero desde luego no en la cerrada Moscovia de los siglos XVI y XVII, sino mucho más tarde, a finales del siglo XIX. Señalemos solamente que, según el mismo autor, «los rusos no amaban el cansancio de los placeres mundanos ni el sentido del honor presentes en las obras del Calderón, sino los planteamientos fantásticos y las perspectivas irónicas que ofrece un hombre para el que “la vida es sueño” y la historia es toda ella sombras»20. Donde resulta difícil estar de acuerdo con Billington es cuando escribe, seguido por Heller, en referencia a Iván el Terrible, que «su celo de cruzada, su fanatismo ideológico y su odio de la desviación hacen de él alguien muy próximo a Felipe II de España, más que a cualquier otro contemporáneo»21. Solo si se acepta la tópica imagen del monarca español difundida por sus enemigos flamencos, que hacían de él el demonio del Mediodía, se podría insistir en su hipotética semejanza con Iván el Terrible. Pero si atendemos a los trabajos sobre Felipe II de Geoffrey Parker, Henry Kamen, Manuel Fernández Álvarez o Joseph Pérez resulta grotesca esa aproximación.

LOS SUCESORES DE IVÁN EL TERRIBLE:
LOS FALSOS ZARES Y LOS TIEMPOS TURBULENTOS

Desde la muerte de Iván el Terrible en 1584 hasta el acceso al trono de los zares de la nueva dinastía Romanov en 1613, Moscovia vive un largo período de incertidumbre, ruina, invasión y derrota que estuvieron a punto de echar por tierra la gran obra de construcción nacional que habían llevado a cabo los Ivanes y los Vasiliis. Es el período histórico que la historiografía rusa ha denominado Smutnoe Vremia, los Tiempos Turbulentos, que para algunos empiezan más tarde —a la muerte del zar Fedor en 1598 o a la del zarevich Dimitrii en 1591—, pero que, en cualquier caso, comprenden dos o tres decenios que suponen una de las crisis más profundas de toda la historia rusa. Cinco zares distintos, a veces compitiendo entre sí, ocupan durante esta etapa el trono moscovita, entre ellos el heredero de Polonia, Ladislao, que mantuvo sus pretensiones durante largo tiempo. Como en otros momentos de su historia —nos referimos a la época de la revolución bolchevique—, es un período de legitimidades enfrentadas, guerra civil e intervención extranjera.

Muerto Iván, sube al trono su hijo Fedor (Teodoro), de veintisiete años de edad, hombre débil y de escasas luces, pero lleno de buena voluntad, que apenas si se puede decir que gobernó porque la dirección de los asuntos quedó en mano de sus consejeros. Las descripciones que hacen los extranjeros del nuevo zar le pintan como un tonto «que se sienta en el trono, sonriendo todo el tiempo y admirando primero el cetro, después el orbe» —según Sapieha, embajador polaco—, o como prácticamente un imbécil, que solo encuentra placer en las cosas espirituales y va de iglesia en iglesia repicando las campanas y oyendo misa, según la opinión del sueco Petreius. Su propio padre, Iván el Terrible, decía de él que parecía más un sacristán que el hijo de un zar. Kliuchevskii estima que se trata de descripciones exageradas y que son caricaturas, y recuerda que otros contemporáneos dieron de él una visión distinta, pues le consideraban un «asceta bienamado».

En este ambiente, llegó la oportunidad de Boris Godunov, que más tarde se convertiría en zar, y que ya había sido muy influyente durante la última etapa del reinado de Iván el Terrible. Su tío Dmitrii había sido chambelán de Iván y ambos, tío y sobrino, formaron parte de la tropa de los opritchniki, aunque no tomaron parte en los excesos de la opritchnina. Godunov se abrió paso hábilmente entre los Bielskii, Romanov y Shuiskii, que, por unas u otras razones, fueron marginados, lo cual le dejó el campo libre, y, con independencia de otras valoraciones, se acreditó como un buen gestor. Todavía en vida de Iván el Terrible, los Godunov habían logrado que Fedor, el futuro zar, contrajese matrimonio con Irina, hermana de Boris, lo que había hecho aumentar el peso político de este, pues sabida es la influencia tradicional en Rusia de la familia de la zarina. Riasanovsky afirma que Boris Godunov era prácticamente iletrado, pero reveló una inteligencia y unas aptitudes sorprendentes, bien como intrigante de corte, bien en calidad de diplomático y hombre de Estado. Y añade que

[…] en pocos años Boris Godunov logró triunfar sobre sus rivales en la corte y hacia 1588 era el amo efectivo de Rusia. Además del poder de que disponía y de su enorme fortuna privada, Boris Godunov se hizo conceder —fenómeno sin precedentes— los signos exteriores de sus altas funciones: títulos oficiales impresionantes, a los cuales añadía sin cesar nuevos títulos; el derecho, reconocido formalmente, de dirigir los asuntos exteriores en nombre del Estado moscovita; y una corte distinta, imitada de la del zar, en la que los embajadores extranjeros debían presentarse, después de haber expresado sus respetos a Fedor22.

Aunque nunca cayó en los excesos de Iván el Terrible, Godunov llevó a cabo una purga muy amplia de sus enemigos o de los que podían convertirse en tales, que afectó a los Bielskii, los Shuiskii, los Nagois, y cualquier otro que pudiera hacerle sombra a su creciente poder.

Una de sus más hábiles gestiones se concretó en la creación del patriarcado de Moscú, ya que logró la elevación al título de patriarca del metropolita de Moscú, en 1589, después de exitosas negociaciones con el patriarca de Constantinopla, Jeremías. La situación era favorable para las aspiraciones moscovitas, pues los cuatro patriarcados existentes en la Iglesia ortodoxa oriental, los de Constantinopla, Antioquía, Alejandría y Jerusalén, estaban en territorio del Imperio otomano y padecían dificultades de todo tipo, de las que las menores no eran las económicas. Aprovechando el paso por Moscú, primero del patriarca de Antioquía, Joaquín, y del propio Jeremías después, los moscovitas presentaron hábilmente la conveniencia de contar con un patriarcado independiente al lado del zar ortodoxo, y Jeremías, que llega a sentirse casi secuestrado por sus obsequiosos anfitriones, estableció la dignidad de Patriarca de Toda Rusia, que el 25 de enero de 1589 fue ocupada por el metropolita Job, un hombre de Boris Godunov. Como consecuencia de esta elevación de categoría del jefe de la Iglesia rusa, el resto de la jerarquía eclesiástica se reformó y se amplió, creándose un gran número de metropolitas, arzobispos y obispos, reforzándose así la organización eclesiástica que había de desempeñar un destacado papel durante los Tiempos Turbulentos.

En el ámbito de las relaciones internacionales, Polonia es el punto de referencia más importante y hace el papel de «enemigo tradicional», aunque en la corte moscovita hay un activo «partido polaco» dirigido por los Shuiskii y apoyado por muchos boyardos, entusiasmados por el sistema vigente en la Rzeczpospolita, en el que el rey debe contar con la Dieta, controlada por la alta nobleza, para todos los asuntos de alguna transcendencia. El rey polaco Esteban Bathory, a la muerte de Iván el Terrible, dio por concluida la tregua de diez años firmada en 1582 y se dispuso a reemprender las hostilidades contra una Moscovia a la que ve débil y carente de los necesarios recursos militares. Consiguió el apoyo económico del papa Sixto V, empeñado en organizar una cruzada contra los turcos, y le convenció de que para llegar a Estambul el mejor camino era el que pasaba por Moscú. Al mismo tiempo presiona diplomáticamente al nuevo gobierno moscovita exigiéndole la renuncia a Smolensko, Novgorod y Pskov, a cambio de una futura unión en virtud de la cual el primer soberano, polaco o ruso, que falleciese sería sucedido por el otro. Como es lógico, Moscovia rechazó de plano la «oferta», poco antes de que la situación cambiara radicalmente por la muerte de Esteban Bathory en 1586. La Rzeczpospolita inició la búsqueda de un nuevo rey y Godunov presentó la candidatura de Fedor, apoyada por los nobles ortodoxos polaco-lituanos, a los que también se había estimulado con dinero moscovita. Pero Fedor —como antes su padre— quedó desplazado ante los otros dos candidatos, Segismundo Vasa, hijo del rey de Suecia Juan III, y Maximiliano de Habsburgo, que dirimieron el pleito por las armas. Finalmente fue proclamado rey de la Rzeczpospolita polaco-lituana Segismundo III Vasa, pero, como no renunció a sus eventuales derechos a la corona sueca, se abrió un contencioso polaco-sueco que Moscovia aprovechó para declarar la guerra a Suecia. En el curso de las hostilidades, que se desarrollaron durante el invierno de 1590, los moscovitas recuperaron los territorios perdidos ante Suecia durante la guerra de Livonia, como las fortalezas de Ivangorod y Koporie, pero no Narva, que era el principal objetivo, y que resistió el asalto de las tropas rusas dirigidas por el propio Godunov, que demostró ser mucho peor estratega que estadista. En 1591 los suecos trataron de sacarse la espina, aprovechando además que los tártaros de Crimea, reforzados por los turcos, llevaron a cabo una nueva incursión que llegó hasta las inmediaciones de Moscú. Pero, por razones que se desconocen, el 4 de julio de 1591 los tártaros emprendieron la huida, dejando atrás la impedimenta. Los suecos, agotados también, desistieron del ataque. En 1595, suecos y moscovitas firmaron en Teusina o Tiavzine una «paz definitiva» que dejaba las cosas como estaban y que consagraba, por una parte, la decisión sueca de hacer del Báltico un lago sueco y, por la otra, la incapacidad de Moscú para lograr su largamente acariciado objetivo de hacerse con una salida al mar. Pero ¿qué podía hacer Moscovia sin una flota de guerra? Habrá que esperar a Pedro el Grande para encontrar la respuesta.

Godunov prosiguió las buenas relaciones comerciales con Inglaterra iniciadas durante el reinado de Iván IV, que se desarrollan a través del mar Blanco y firmó un nuevo tratado con Isabel I al tiempo que dio a Inglaterra lo que podríamos denominar condición de nación más favorecida, pero se negó a la petición británica de exclusividad.

En relación con las fronteras del sur y del sureste, permanentemente acosadas por los tártaros, durante este período se fundaron varias ciudades fortificadas que consolidaban las posiciones moscovitas. A pesar de todo, el khan de Crimea, Khazy-Girey, todavía fue capaz de llegar a Moscú en 1591. También durante el reinado de Fedor I se inició la penetración en el Cáucaso, que ya había interesado a Iván IV. En 1586 el rey Alejandro I de Khakhetia, uno de los principados que formaban parte de la antes unificada Georgia, acosado por los Estados musulmanes de la zona, se puso bajo la protección del zar de Moscovia. Los rusos llegaron así por primera vez al río Terek, donde construyeron una ciudad fortificada. Desde allí se vigilaba no solo a los tártaros, sino también a las bandas de cosacos, cuyo número y actividad crecía sin cesar.

Pero el acontecimiento más importante del reinado de Fedor I, por la incidencia que había de tener en la evolución posterior de Rusia, fue la extraña y debatida muerte del último hijo de Iván IV y su séptima esposa, Dmitrii, hermanastro, por tanto, de Fedor. Aunque sus hipotéticos derechos al trono eran muy discutibles, pues aquel matrimonio era canónicamente ilegítimo porque la Iglesia ortodoxa solo reconocía los tres primeros, la realidad era que al no tener el débil Fedor descendencia, Dmitrii era considerado un sucesor potencial. Godunov lo había alejado de Moscú y, como príncipe, vivía confortablemente en Uglich, con su madre, perteneciente a la familia de los Nagoi, y bajo la vigilancia de un atento funcionario, Bitiagovskii, que trabajaba para Godunov. La posibilidad de que Godunov, cuyas ambiciones eran bien conocidas, se propusiera eliminar a Dmitrii había corrido por los círculos cortesanos. Cuando Dmitrii murió el 15 de mayo de 1591, aparentemente al clavarse accidentalmente un cuchillo mientras jugaba con sus amigos y como consecuencia de un repentino ataque epiléptico, las buenas gentes de Uglich se echaron a la calle, convencidas de que Godunov estaba detrás del doloroso incidente. La multitud, azuzada por los Nagois, atacó las oficinas oficiales y linchó a Bitiagovskii y a algunas personas más. Godunov nombró una comisión de investigación, a cuyo frente puso al príncipe Vasilii Shuiskii, que se trasladó a Uglich e interrogó a cuantos pudieran aportar alguna información sobre la tragedia. La comisión concluyó que todo había sido un desgraciado accidente, lo que dejaba a Godunov libre de cualquier responsabilidad. Una nueva revuelta en Uglich en la que murieron quince partidarios de Godunov le sirvió de pretexto a este para castigar a la familia: María Nagoi fue encerrada en un convento y sus hermanos ejecutados, privándose a los supervivientes de cualquier derecho sucesorio al trono. Pero ni entonces ni después pudo Godunov librarse de las sospechas de culpabilidad, arraigadas históricamente en la mentalidad colectiva rusa por obra de historiadores como Karamzin o de creadores literarios y musicales como Aleksandr Pushkin o Modesto Mussorgsky. La obra de teatro del primero y la ópera del segundo, tituladas ambas, Boris Godunov, han difundido ampliamente la tesis de la culpabilidad de Godunov en la muerte de Dmitrii Ivanovich. Las investigaciones históricas más modernas, empezando por las de Serguei Platonov, uno de los mejores conocedores de la época y concluyendo con las de Skrynnikov, otro gran especialista en aquel período, han ratificado, sin embargo, que Boris Godunov no estuvo implicado en la muerte del joven príncipe.

En el ámbito religioso se produjo en Polonia en 1596 un importante acontecimiento que inevitablemente debía repercutir en Rusia. Segismundo III Vasa, rey de Polonia, había llevado hasta Europa central los aires de la Contrarreforma y, como escribe Billington —para quien Segismundo es desde muchos puntos de vista más fanático que Iván el Terrible—, «si los josefitas habían tomado algunas ideas de la Inquisición, Segismundo entregó virtualmente su reino a otro monumento tardío del celo de cruzada español: la Orden Jesuita de Ignacio de Loyola»23. Esta influencia jesuita llevó a Segismundo a promover un concilio en Brest-Litovsk en el que una parte importante de los obispos ortodoxos de la parte occidental de la actual Ucrania, sometida entonces a Lituania y Polonia, optaron por la Unión de la Iglesias y reconocieron la autoridad del Papa, aunque conservaron sus ritos litúrgicos. Apareció así la Iglesia Uniata, que dividía a los ortodoxos, ya que mientras una parte de ellos volvía los ojos a Roma, la otra se colocó bajo la tutela de Moscú, donde, además, había un patriarca. Aquella herida sigue abierta y la actual Iglesia ortodoxa considera todavía una afrenta imperdonable la creación por Roma de la Iglesia Uniata. El propio término «uniata» fue acuñado por los oponentes a la unión y lleva carga negativa, ya que implica latinización y traición a las tradiciones.

El zar Fedor I o Teodoro murió el 6 de enero de 1598 sin dejar heredero y sin testamento. Terminaba así la dinastía de los rurikidas y, en concreto, se agotaba la descendencia de Vadimiro Monomakho. La falta de unas reglas de sucesión precisas y suficientes desató una previsible lucha por el poder. Boris Godunov, que había sido el hombre fuerte durante el reinado de Fedor y que seguía controlando la situación, ideó en un primer momento proclamar zarina a su hermana Irina, viuda del zar fallecido, a la que, según Heller, se llegó a prestar el preceptivo juramento de fidelidad. Irina era una persona dotada, pero Moscovia no se mostraba propicia al ejercicio femenino del poder y el caso es que la zarina preconizada, pocos días después, prefirió seguir la tradición de tomar el velo y se retiró a un monasterio. Godunov decidió entonces que el único zar lógico era él mismo y se lanzó a una frenética campaña frente a otros candidatos posibles. El patriarca Job desempeñó un papel decisivo en aquella auténtica campaña electoral de Godunov, que movilizó, a través de asambleas y manifestaciones populares, a los sectores más destacados de la sociedad moscovita. Además, combinando la persuasión con la demostración de fuerza, Godunov, con el pretexto de la amenaza crimeana, movilizó a principios del verano de 1598 un gran ejército, que dejaba muy claro quién mandaba en Moscovia. El proceso sucesorio culminó en un zemski sobor o asamblea de la tierra, presidido por el patriarca, en el que, designados por el gobierno, estaban representadas las cuatro categorías sociales más importantes de la población: alto clero, alta administración del Estado, clase militar y funcionarial, comercio e industria. Boris fue proclamado zar, el primero elegido por una asamblea en la historia de Moscovia, que siempre antes había recurrido a los mecanismos de la herencia para resolver los problemas sucesorios.

El reinado de Boris Godunov fue una etapa bastante tranquila y algunos historiadores la describen como un período de respiro entre las agitaciones, tan próximas todavía, del reinado de Iván el Terrible y los smutnoe vremia, los Tiempos Turbulentos, esa etapa crucial de la historia de Rusia que Platonov caracteriza por tres profundas crisis: la dinástica, la social y la nacional. Pero algunas de estas características son ya perceptibles en el breve reinado de Godunov, especialmente la primera de esas crisis, la dinástica, que tiene como origen la ruptura de la sucesión hereditaria y la incapacidad de Godunov, como sus inmediatos sucesores, para asentar su propia legitimidad. El carácter divino del zar, que para los rusos era incuestionable, era absolutamente incompatible con el procedimiento electivo que había llevado a Boris al trono. El vacío dejado por la legitimidad inexistente se llenó con el sustitutivo de la popularidad, que Godunov cultiva, como hemos visto, para acceder al trono y que sigue siendo un elemento esencial de su poder, durante su breve reinado de siete años. Por eso, aunque se revela como «un soberano capaz e inteligente», en palabras de Riasanovsky, y aunque «había llegado al poder por la vía legal, no dejó de ser un advenedizo y, sin duda por eso mismo, vive en el terror, porque todos saben, y él en particular, que su presencia en el trono no está clara», afirma Heller24.

A la crisis dinástica se añade, casi simultáneamente, la crisis social, que, como la anterior, no se limita al reinado de Godunov, sino que se prolongará durante sus inmediatos sucesores. A los fenómenos sociales relacionados con el establecimiento de la servidumbre, debe añadirse que la sequía se ceba en la tierra moscovita y las cosechas de 1601, 1602 y 1603 fueron desastrosas y produjeron una gran hambruna, con su cortejo de epidemias. A pesar de la ayuda de urgencia dispuesta por el gobierno, la catástrofe fue enorme y solo en Moscú se registraron más de cien mil muertos.

En agosto de 1604, aparece por el sur el Falso Dmitrii, que había de hacerse famoso. Se trataba de un personaje que afirmaba ser el zarevich Dmitrii, hijo de Iván IV el Terrible y muerto en 1591, como ya hemos relatado. El rumor de su supervivencia se había extendido por Moscú desde 1600, antes incluso de que el fantasma del hijo de Iván IV se personificase en el Falso Dmitrii. Según la mayor parte de los historiadores —y así aparece también en la ópera de Mussorgsky—, el Falso Dmitrii era un monje, Grigori o Grishka Otrepev, que había huido del monasterio Chudov, en Moscú, aunque persistan los enigmas en torno a su personalidad. Tras diversas peripecias, aparece en Lituania, donde, con el apoyo de los jesuitas —ya hemos hablado de su influencia en la corte de Segismundo III Vasa— y de diversos elementos de la nobleza, afirma sus legítimas pretensiones al trono de Moscovia. Se atribuye un papel decisivo en la conformación o invención del Falso Dmitrii al nuncio papal en Polonia, Claudio Rangoni, que veía en el impostor un útil instrumento para la conversión de Rusia al catolicismo y que convencerá al papa Paulo V de su plan. Segismundo III, por su parte, ve en el Falso Dmitrii una herramienta providencial para sus ambiciones expansivas, que pasaban por el desmembramiento de Moscovia y por la conquista de Suecia.

A finales de 1604 y al frente de un pequeño ejército de unos 1.500 hombres, cosacos, polacos y algunos rusos, Dmitrii invade Rusia y, más que acciones militares, emprende una campaña propagandística en la que no faltan manifiestos y cartas estratégicamente dirigidas. Entre la población sin esperanza, especialmente en las zonas fronterizas del suroeste, su mensaje cala inmediatamente y pocos dudan de que sea otro que el auténtico hijo de Iván el Terrible. Más allá del aspecto dinástico, el movimiento adquiere el carácter de una revuelta de las regiones meridionales del Estado contra Moscú, como señala Platonov. Algunos historiadores, como su biógrafo Philip Barbour, estiman que el propio Dmitrii creía firmemente que era quien decía ser25. Tras un período de espera en el que las tropas de Godunov y los magros efectivos de Dmitrii se vigilan y estudian, el zar dio la orden de atacar y con facilidad derrotaron a los invasores, que huyeron. Pero Dmitrii, refugiado en una fortaleza, había ganado ya la batalla de la propaganda y sus partidarios no cesaban de aumentar, tanto entre las desvalidas gentes del común como entre las mismas guarniciones militares.

El Falso Dmitrii es el primero de una larga serie de pretendientes-impostores, que son un rasgo muy peculiar y característico de la historia de Rusia. Crummey se ha preguntado por las razones de esta oleada de pretendientes-impostores y ha encontrado una explicación: solo cuando se dan dos condiciones simultáneamente, ilegitimidad del poder y agitación social, aparecen los pretendientes en la historia rusa. Los elementos oprimidos de la sociedad moscovita carecen de una ideología o de una concepción política alternativa que oponer al poder, porque no conciben otro orden sociopolítico que el que se fundamenta en la monarquía hereditaria, de modo que «la rebelión solo es defendible moralmente en nombre de un verdadero zar legítimo que ha sido desplazado por el usurpador que ocupa el trono». Por eso era probable la aparición de impostores «cuando las condiciones económicas eran malas y las tensiones sociales altas, y cuando se podía razonablemente cuestionar el derecho al trono del zar que está gobernando». De ahí que Crummey concluya que el Falso Dmitrii apareció porque existía una «demanda popular», y que la aparición de pretendientes se prolongó en Rusia, como una forma de protesta social, hasta bien entrado el siglo XX26. Pero los impostores no aparecen solo en Rusia en aquella época, ya que en Occidente, desde que el rey de Portugal Don Sebastián desapareció luchando contra los moros en Alcazarquivir en 1578, surgieron algunos impostores que intentaron hacerse pasar por el rey perdido, al amparo de la creencia de que Don Sebastián volvería como liberador, ilusión mesiánica que se llamó sebastianismo. De hecho, cuando Rangoni escribió al papa Clemente VIII para informarle de la aparición del Falso Dmitrii, este escribió al margen de la carta: «Ha nacido un nuevo impostor portugués».

La situación cambia dramáticamente cuando Boris Godunov muere inesperadamente el 13 de abril de 1605 dejando como heredero a su hijo Fedor, de dieciséis años. Pero ni las tropas que vigilaban a los rebeldes ni los más importantes generales rusos, como Basmanov y los Golitsyn, accedieron a prestar juramento de lealtad a Fedor. Por el contrario, tropas y generales se pasaron en gran número al bando del Falso Dmitrii, que emprendió un triunfal paseo que le llevó a Moscú, donde entró como un conquistador el 20 de junio de 1605. Según era habitual en Moscovia, los Godunov y cuantos pertenecían al entorno inmediato de Boris fueron relegados, entre ellos el patriarca Job, que fue sustituido por un partidario del Falso Dmitrii, el sacerdote griego Ignacio, que coronó solemnemente a Dmitrii el 30 de julio en la catedral de la Asunción. Peor suerte corrieron la mujer y el hijo de Boris Godunov, el frustrado zar Fedor, que fueron asesinados. Entre los que se beneficiaron del nuevo régimen hay que señalar a la familia Romanov, que había sufrido los rigores de Godunov, y cuyo miembro más destacado, Fedor Nikitich, fue nombrado metropolita de Rostov con el nombre de Filaret, con el que pasará a la historia de Rusia. La supuesta madre del nuevo zar, la viuda de Iván IV, María Nagoi, que estaba recluida en un monasterio como la monja Marta, fue llevada a Moscú, donde reconoció a «su hijo», con gran satisfacción de toda la familia, y recobró la influencia que había perdido desde la muerte del Terrible, veintidós años atrás. Una mención especial merece la suerte de Vasilii Shuiskii, el «ponente» de la comisión de investigación que había declarado en 1591 la muerte accidental de Dmitrii. En el mismo año de 1605, Shuiskii había hecho dos cosas tan contradictorias como confirmar primero que Dmitrii efectivamente había muerto en Uglich, para después, cuando la victoria del Falso Dmitrii parecía probable, proclamar ante la multitud que el hijo de Iván IV había escapado a la muerte, por lo que el pretendiente era el auténtico Dmitrii. Vasilii Shuiskii fue primero condenado a muerte, pero fue perdonado y se le permitió regresar a Moscú. Esta atención del Falso Dmitrii por la alta nobleza boyarda se explica porque su triunfo no se debe tanto al movimiento popular como al apoyo que le da la aristocracia descontenta con Boris Godunov.

El régimen del Falso Dmitrii, a pesar de sus prometedores comienzos, cayó muy pronto en la impopularidad más absoluta. Rodeado de jesuitas, a los que, como ya hemos dicho, había prometido en Polonia que llevaría Rusia al seno de la Iglesia católica, polacos y otras gentes ajenas al estilo y tradiciones de Moscovia, fue siempre visto como un extraño. Convertido en Polonia secretamente al catolicismo, sus vínculos con la Iglesia de Roma eran cada vez más patentes, así como su escaso seguimiento de los ritos ortodoxos. Se destaca, sin embargo, que, una vez en el trono, el Falso Dmitrii no solo no se plegó a las pretensiones del rey polaco, sino que, según rumores insistentes, planeó una invasión de Polonia. Además, observó estrictamente la tradición moscovita de la autocracia, hasta el punto de que utilizó el título de emperador, que no se establecería definitivamente hasta Pedro el Grande.

Pero el desconcierto y la frustración de los moscovitas fue en aumento y llegó a su punto culminante cuando el Falso Dmitrii se casó solemnemente con una aristócrata católica polaca, Marina Mniszek —hija de uno de los nobles que más le habían ayudado—, con la que ya había celebrado esponsales, por poderes, en Cracovia. La novia del zar llegó a Moscú el 2 de mayo de 1606 y el matrimonio se celebró el 8, según los ritos ortodoxos, aunque Marina, que fue proclamada zarina, no abandonó su fe católica. Con ella vinieron aún más polacos, que se comportaron como si estuvieran en territorio conquistado, mostrando un enorme desprecio por los rusos. Todo aquello fue la gota que colmó el vaso. Los orgullosos boyardos no podían tolerar una situación como aquella, con un impostor en el ilustre trono moscovita, y algunos de ellos, pertenecientes a las viejas familias principescas, se sentían con más derechos al trono que el Falso Dmitrii, por lo que, ya antes de la boda, los príncipes Vasilii Shuiskii, Vasilii Golitsyn y otros boyardos se confabularon para acabar con el impostor. Con el pretexto de «liberar al zar de los polacos que querían matarlo», acantonaron tropas cerca de Moscú, que en la noche del 26 de mayo penetraron en la capital y se dirigieron al palacio, donde mataron a cuantos polacos encontraron, así como a los rusos que permanecían fieles al Falso Dmitrii. Una vez allí echaron a un lado el pretexto y, acusándolo de impostura, expresaron su verdadero propósito de destronar y eliminar al falso zar, que, entregado por los streltsy de la guardia, fue ejecutado, después, según parece, de que su «madre», María Nagoi, manifestara que se trataba de un impostor. El cuerpo del Falso Dmitrii fue descuartizado y quemado y sus cenizas disparadas por un cañón en dirección a Polonia. Durante dos días los moscovitas, que se habían echado a la calle, se dedicaron a la caza del polaco y del «latino»; en total murieron entre dos y tres mil personas. Así terminó la aventura del Falso Dmitrii como zar reconocido e instalado en Moscú, que había durado poco más de once meses.

Los boyardos debatieron cuál de ellos tenía más derecho al trono y, por supuesto, se olvidaron de que, pocos meses antes, Shuiskii y Golitsyn, que ya entonces conspiraban contra el Falso Dmitrii, habían ofrecido el trono moscovita al hijo del rey de Polonia, Ladislao. Tras diversas vicisitudes de las que prescindiremos, Shuiskii fue proclamado zar y se mantuvo en el trono durante siete años, pero nunca tuvo el control efectivo de todo el territorio moscovita, por lo que difícilmente se puede hablar de reinado, en el sentido pleno de este término. Durante este septenio, los Tiempos Turbulentos alcanzarán su momento culminante y Shuiskii apenas si logra ser reconocido como zar en Moscú y sus alrededores inmediatos, a pesar de los esfuerzos del patriarca Hermógenes por lograr que Vasilii sea aceptado y se le preste el juramento de lealtad. De hecho, se produce la secesión de todas las regiones fronterizas, las ukrainas, así como de las ciudades y territorios situados al sur, como Tula, al este, como Riazan, en el lejano sureste, o como Ástrakhan, en la zona de la frontera polaco-lituana.

Pero todos sus esfuerzos son inútiles, porque en la conciencia popular sigue arraigada la idea de su ilegitimidad y, de acuerdo con el mecanismo a que hemos hecho referencia con anterioridad, continúa la floración de impostores, que se postulan como zares y se presentan como legítimos herederos de la dinastía histórica. Sin embargo, lo más notable o curioso es que el Falso Dmitrii «resucita», ya que se propaga el rumor de que había sobrevivido al asalto del Kremlin por los nobles boyardos y Marina Mniszek, su viuda, hace que se sepa que ella no reconoce que el cuerpo expuesto ante el pueblo antes de ser disparado por el cañón sea el de su esposo. Aparece así la idea o el fantasma de un segundo Falso Dmitrii, y ya es solo cuestión de tiempo que alguien se apreste a desempeñar el papel. Se da incluso el caso de que el principal ejército popular contra Shuiskii, el de Bolotnikov, que llega a las puertas de Moscú en octubre de 1606, lucha en nombre de un Falso Dmitrii que todavía no se ha «encarnado».

El segundo Falso Dmitrii aparece finalmente «en carne mortal» durante el verano de 1607. Hay una polémica acerca de quién sería verdaderamente este extraño personaje, que, de acuerdo con Skrynnikov, sería un maestro de escuela judío de nombre Bogdanko, convertido a la ortodoxia pero «guardando permanentemente consigo el Talmud», como escribe Heller27. Riasanovsky señala que, contrariamente al primer pretendiente, este segundo Falso Dmitrii «sabía sin ninguna duda que era un impostor y sus lugartenientes no se hacían ninguna ilusión al respecto»28. Apenas revelado, el nuevo impostor logra que se le sumen miles de personas y forma un ejército con el que se dirige a Moscú en la primavera de 1608. Fracasado en su intento de tomar la ciudad, se instala en Tushino, a unos pocos kilómetros al noreste del Kremlin, en lo que actualmente es área urbana de la capital, donde establece una corte y un gobierno. Es en este momento cuando se percibe el peor efecto de los Tiempos Turbulentos, la degradación moral de la sociedad moscovita. Un amplio número de nobles importantes se convierten en «pájaros migratorios» que van y vienen entre Moscú y Tushino, sin optar definitivamente por ninguno de los dos regímenes y manteniendo los contactos con ambos, a la espera de la evolución de los acontecimientos. No en vano es entonces cuando aparecen en la lengua rusa la palabra «tránsfuga» y la expresión «cambiarse de traje»29. Entre los apoyos más decididos del nuevo impostor hay que citar a Filaret Romanov, metropolita de Rostov y cabeza de la futura dinastía, que fue incluso promovido a la dignidad de patriarca, a pesar de que en Moscú ya existía otro patriarca, Hermógenes. En la corte del Bandido de Tushino, como se le conoce en la historia rusa, abundaban también los polacos, como ocurrió con el primer Falso Dmitrii. Muchos nobles polacos habían ayudado decisivamente al impostor a formar su ejército. A pesar de ello, Shuiskii y el rey de Polonia, Segismundo, firmaron un tratado de paz por cuatro años por el que se comprometían a no intervenir en los asuntos internos del otro. También negoció Shuiskii con el rey de Suecia, Carlos IX, concluyéndose entre ambos un tratado de asistencia militar. Pero era imposible mantener a la vez una alianza con Polonia y con Suecia, y Segismundo, después del acuerdo entre Shuiskii y Carlos IX, entendió que se había violado el tratado ruso-polaco y emprendió las hostilidades contra los moscovitas sitiando una vez más Smolensko. Los polacos presentan su campaña bajo el patrocinio de Ignacio de Loyola y Segismundo exige al papa Paulo V, que le apoya en su «cruzada», la pronta canonización del fundador de los jesuitas.

Las tropas ruso-suecas al mando del sobrino de Shuiskii, Skopin-Shuiskii, consiguen que los de Tushino levanten el sitio de Moscú y a principios de 1610 toda la región norte de Moscovia queda liberada del segundo Falso Dmitrii, que huye hacia el sur. Pero la aparente buena fortuna de Shuiskii se hunde definitivamente aquel mismo año. Los nobles que habían apoyado al segundo Falso Dmitrii le abandonan cuando huye, pero no se pasan a Shuiskii. Deseosos de encontrar un nuevo zar que no esté comprometido con ninguno de los clanes boyardos, los nobles de Tushino, entre los que no hay ningún representante de las grandes familias, forman una delegación para negociar con el rey de Polonia, Segismundo, la elección como zar de su hijo Ladislao. Al frente de la delegación estaba un boyardo llamado Mikhail Saltykov.

El 17 de julio de 1610, las masas entran en el Kremlin, se apoderan de Shuiskii y exigen su abdicación. El viejo y hábil Vasilii, con suerte hasta el último momento, salva la vida, pero es tonsurado, lo que, según el derecho canónico, le incapacitaba para el trono. Se inicia entonces el período final de los Tiempos Turbulentos, un interregno que se prolongará hasta 1613, durante el cual la única institución que desempeña unas ciertas funciones gubernamentales es la Duma de los boyardos. Empieza entonces la que Platonov denomina «fase nacional» de esta larga crisis, caracterizada por la injerencia de Suecia y, sobre todo, de Polonia en la política de Moscovia.

EL FIN DE LA CRISIS. LA ELECCIÓN DE MIKHAIL ROMANOV

A finales de 1610 el caos y la confusión reinan en Moscovia. En un movimiento que a los españoles nos puede recordar el alzamiento del alcalde de Móstoles, pero apoyado por toda la fuerza de la Iglesia ortodoxa, mensajeros recorren la tierra rusa difundiendo manifiestos que piden un levantamiento en armas contra los invasores. Se despierta el sentimiento nacional, al que se suma el religioso, que en realidad son uno y el mismo. No hay que olvidar tampoco, que los católicos polacos aspiraban a la extensión por toda Rusia de la Iglesia Uniata, algo absolutamente inaceptable para la visión nacional-ortodoxa de los rusos. Un ejército nacional formado por nobles, campesinos, antiguos soldados de Shuiskii y del bandido de Tushino, cosacos y gentes de la más diversa procedencia, al mando de una troika formada por nobles no boyardos, se pone en marcha hacia Moscú. En marzo de 1611 los polacos incendian la capital y se refugian en el Kremlin y en Kitaigorod, la ciudad vieja, donde son sitiados por los rusos dirigidos por la troika. Parece imposible que la situación pueda complicarse hasta tal extremo. Como reacción al caos se produce una especie de cantonalismo en virtud del cual cada territorio empieza a actuar con plena autonomía. Kliuchevskii afirma que «el país empieza a parecer una federación amorfa y decrépita».

Es entonces cuando se pone en marcha el segundo gran levantamiento nacional, que parte de la ciudad de Nizhni-Novgorod y que tiene como dirigente más destacado a Kouzma Minin. El papel que desempeñó el patriarca Hermógenes en el primer levantamiento, lo desempeña ahora otro eclesiástico, el archimandrita Dionisio, superior del monasterio de Santa Trinidad-San Sergio. Se forma así un nuevo ejército nacional que a principios de septiembre de 1612 sitia Moscú, ocupada por los polacos. Como ya había sucedido con el primer ejército nacional, en el seno del segundo funcionó un consejo de representantes de las diversas regiones, por lo que Riasanovsky afirma que venía a ser «algo así como un Zemski Sobor ambulante». Desde finales de octubre los rusos desencadenan el asalto y, después de encarnizados combates, Moscú es liberada de los polacos. Se forma inmediatamente una especie de gobierno provisional que envía mensajeros a todo el reino pidiendo que se nombren representantes para un Zemski Sobor que debe elegir un nuevo zar. La respuesta es unánime.

A principios del año siguiente, 1613, se reunió el Zemski Sobor, formado por unos 500 representantes de todas las clases de la sociedad. Los delegados rechazan las candidaturas extranjeras y se inclinan por la elección de un aristócrata ruso, aunque años atrás habían preferido lo contrario para evitar las rivalidades entre los clanes de boyardos. Este simple hecho muestra que se había producido una evidente maduración de las clases dirigentes de la sociedad moscovita. Pero elegir un noble ruso no dejaba de ser complicado, pues algunos de los más destacados estaban retenidos o prisioneros en Polonia, otros se habían comprometido demasiado como colaboracionistas con los ocupantes y, finalmente, los dirigentes del movimiento popular no pertenecían a familias suficientemente distinguidas. Finalmente el Zemski Sobor elegiría como zar, el 7 de febrero de 1613, al joven Mikhail Romanov, hijo del patriarca Filaret, prisionero en Polonia, que solo tenía dieciséis años. Mikhail vivía bajo la protección de su madre, Marta, monja en un convento de Kostroma, que tuvo muchas dudas antes de permitir que su hijo asumiera una carga tan comprometida. Finalmente se produjo la aceptación y Mikhail fue coronado zar el 21 de julio de 1613. Se ponía así fin al largo período de los Tiempos Turbulentos.