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LOS ORÍGENES: DE KIEV A MOSCOVIA

LA ENTRADA DE RUSIA EN LA HISTORIA

Posiblemente no hay ningún otro país en el que sea tan difícil fijar de una manera concluyente los hechos que marcan su entrada en la Historia. Las escasas fuentes documentales existentes, de fecha tardía, posterior en varios siglos a los acontecimientos que relatan, mezclan leyenda con datos comprobados, contienen inexactitudes flagrantes en cuestión de fechas y hacen sospechar una finalidad política, al servicio de intereses de la época en que fueron redactadas. Por otra parte —y como sucede con los demás países o naciones—, Rusia no es una entidad eterna que haya existido siempre, cuyo desarrollo pueda rastrearse en el pasado, sino el fruto de una evolución que poco a poco ha ido cobrando forma. No es posible «encontrar» a Rusia en aquellos siglos iniciales sencillamente porque no existía. Como escriben Simon Franklin y Jonathan Shepard: «Solo en la fantasía nacionalista puede la palabra “Rusia” mantenerse como una especie de forma platónica, inmanente incluso cuando es invisible, constante en su esencia aunque variable en sus encarnaciones históricas»[1].

Por otra parte, el hecho de que la historia rusa comenzara en lo que hoy es territorio de Ucrania plantea problemas y «conflictos de patriotismo», agudizados sobre todo desde la recuperada independencia de esta otra gran nación eslava. A pesar de todo, nadie niega abiertamente, ni podría hacerlo, que fue en Kiev —cualesquiera que hayan sido después los avatares históricos— donde se puso en marcha la civilización rusa. James Billington escribe, en este sentido, refiriéndose a Kiev, que

[…] pese a su debilitamiento y transformación en años posteriores, pese a las pretensiones separadas de los historiadores polacos y ucranianos, Kiev continúa siendo la «madre de las ciudades rusas» y la «alegría del mundo» de los cronistas […]. De acuerdo con el proverbio popular, Moscú era el corazón de Rusia; San Petersburgo, su cabeza: pero Kiev era su madre[2].

El territorio que hoy ocupa la Rusia europea ha sido habitado, recorrido, invadido a lo largo de la historia por pueblos diversos, y solo muy tardíamente —respecto de la evolución de Europa occidental— se constituye una entidad a la que se puede llamar Rusia y considerar ya un Estado ruso en ciernes, antecedente directo del que ha llegado a nosotros. Lo cierto y comprobado por el estudio de los hallazgos arqueológicos más recientes es que el enorme territorio de lo que hoy es Rusia estuvo ocupado por tribus y pueblos diversos que, entre otras actividades, se dedicaban al comercio, relacionando el Báltico con el mar Negro y el Mediterráneo. En contra de la imagen de aislamiento y marginalidad que suele atribuirse a aquellos lejanos parajes, lo cierto es que, desde una etapa relativamente temprana de la Edad Media, por allí pasaban las rutas que relacionaban a la Europa del norte con Bizancio, el mundo árabe y Asia central. La abundancia de monedas de plata procedentes de esas últimas zonas y de algunos instrumentos, como espadas, originarias de Europa occidental corrobora la existencia de estas corrientes.

En este proceso, los grandes ríos rusos desempeñan un papel fundamental que debe destacarse. Si Heródoto dijo que Egipto era un don del Nilo, podría afirmarse que Rusia fue una consecuencia, un resultado, un fruto de esos grandes ríos que fluyen de sur a norte o de norte a sur y que fueron las vías naturales de relación y comercio. La «ruta de los Varegos» o «ruta del ámbar», que iba de Escandinavia hasta «los Griegos», transcurre precisamente utilizando esos ríos, que son las grandes arterias comerciales y de comunicación. El único documento ruso que trata del período inicial de la historia rusa, la llamada Crónica Primaria —cuyo nombre original es Povest’ vremennykh let, esto es «Historia de los viejos tiempos»— escrita a principios del siglo XII por el monje Néstor, pero que se refiere a hechos ocurridos más de dos siglos antes, ya destaca el papel de los ríos. Se subraya el valor del Dniéper (a cuyas orillas está Kiev, capital del principado a cuyo servicio están los redactores de la Crónica) y en el texto se explica que desde este río, directamente o utilizando sus afluentes, se puede llegar, hacia el norte, al «mar de los Varegos» (el Báltico) o, hacia el sur, a Zargrado (Constantinopla) y desde allí a Roma. Se señala que el Dniéper nace en el bosque de Okovski, situado al sur del lago Ilmen, y que el Dvina occidental, que fluye hacia el norte, y el Volga, que fluye hacia el este (para después girar al sur y llegar al mar Caspio), también tienen sus fuentes en las proximidades del mismo bosque. Por eso Franklin y Shepard afirman que «en la medida en que se pueda designar un punto de partida dentro de las tierras de la Rus, este sería el bosque de Okovski». No puede extrañar, en consecuencia, que los primeros establecimientos de los pueblos que habitaron aquellas tierras estén situados no muy lejos de esa zona de nacimiento de los más importantes ríos, según han revelado las excavaciones arqueológicas.

Heródoto estimaba que el Dniéper era, después del Nilo, el más productivo «no solamente de Escitia (así llamaban los griegos a esta zona al norte del mar Negro), sino de todo el mundo». El historiador griego ya se refería a las posibilidades que ofrecía el Dniéper, que con sus afluentes unía el Báltico y el mar Negro. Este papel central del Dniéper ha sido reconocido, por tanto, desde los orígenes, y desde entonces no ha hecho más que crecer. De alguna manera este río viene a ser como la fuente natalicia de Rusia.

Además de su red fluvial, el otro aspecto geográfico de importancia en las tierras rusas es la existencia de dos grandes zonas, una enorme de bosques al norte, otra de estepas al sur. Los ríos ofrecían una posibilidad, la única, de traspasar las masas boscosas, impenetrables en cualquier otro caso. Por su parte, las estepas del sur, fácilmente accesibles desde Asia, fueron la puerta de entrada de las continuas invasiones de los «pueblos de las estepas» que asolaban de forma periódica aquellos territorios. La relación y la alternancia entre bosque y estepas es uno de los factores más notables de la historia rusa. Iniciada esta en la zona de los bosques del norte, donde nacen los más importantes ríos, se traslada después su centro de gravedad a las estepas del sur, donde se desarrolla «la Rus de Kiev», la primera formación política rusa consolidada. Pero destruida esta estructura política, sobre todo a partir de la invasión mongola en el siglo XIII, Rusia vuelve de nuevo a la zona de bosques donde habían comenzado sus balbuceos históricos. Se trataría de tres etapas de la historia rusa que pueden simbolizarse en tres ciudades, Novgorod, Kiev y Moscú, a las que necesariamente hay que añadir una cuarta, San Petersburgo, que representa el apogeo imperial de Rusia.

En la zona de los bosques del norte y centro de la actual Rusia se habían ido instalando paulatinamente tribus del tronco ugro-finés, de cuya lengua proceden el finlandés y el húngaro moderno. Estas tribus procedían del norte de Escandinavia y de los Urales y se habían extendido a lo largo del curso del Volga hasta la confluencia con el río Kama. Hallazgos arqueológicos inducen a los historiadores a estimar que entre esas tribus también había elementos bálticos y escandinavos. Es más, hay autores que aseguran que en algunos establecimientos —como el de Staraia-Ladoga, situado en la orilla sur del lago del mismo nombre, en la desembocadura del río Volkhov— los primeros habitantes fueron escandinavos. Mucho más tarde, a partir de los siglos IX y X de nuestra era, los fineses se fueron mezclando con los eslavos del este, esto es, los rusos, que los absorbieron. Pero los fineses han dejado su impronta tanto en los caracteres físicos de los rusos del norte como en la toponimia. Se dice, por ejemplo, que Moscú, Moskva, sería un nombre de origen finés.

Bastante antes, a partir del año 200 de nuestra era, un nuevo pueblo había invadido la zona de las estepas del sur. Se trataba de los godos, que procedían del Báltico y que muy pronto se dividieron, precisamente en Rusia, en ostrogodos y visigodos. Los primeros, los «godos del este», bajo la égida de su rey Ermanarico, crearon una entidad política a orillas del mar Negro, entre el Dniester y el Don. La etapa de dominación goda termina cuando en el año 371 los hunos, procedentes como tantos otros pueblos de Asia central, invaden el sur de Rusia y obligan a los godos, junto con muchos de los otros pueblos que allí habitaban, a desplazarse hacia el oeste, penetrando en el Imperio romano en una de las oleadas más importantes de lo que la historia clásica denomina «invasión de los bárbaros del norte». Las raíces de estos pueblos y, especialmente las de los godos, tan vinculados a la historia de España, eran bálticas y escandinavas, pero su procedencia inmediata era, como vemos, el este y, más en concreto, las estepas del sur de la actual Rusia, esto es, Ucrania.

¿Cuándo podemos empezar a hablar de los eslavos? El término «eslavo» aparece por primera vez utilizado en el siglo VI por el historiador bizantino Procopio de Cesarea y por el godo Jordanes, que se refieren a las tribus eslavas de los «antes», los «venedos» y los «esclavenos», que a partir de la segunda mitad del siglo V habrían ocupado la zona comprendida entre el mar Negro y los ríos Dniéster y Dniéper. Según la historiografía clásica, los eslavos procederían de una patria común situada en las proximidades del valle del Vístula y en la vertiente norte de los Cárpatos y en el siglo VI se habría producido la importante división entre eslavos orientales, occidentales y meridionales. Según esta teoría, habría sido entre los siglos VII y IX cuando los eslavos orientales se habrían establecido en Rusia. Pero historiadores más recientes, apoyándose en hallazgos arqueológicos, ponen en duda estas hipótesis y niegan la existencia de ese lugar de origen común de los eslavos, ya que se han encontrado rastros de la presencia eslava en Rusia mucho antes de esas fechas y en zonas mucho más dispersas.

Lo que no admite ninguna duda es que, desde la segunda mitad del siglo IX, los Rus entran en la Historia, ya que su presencia es atestiguada por fuentes muy numerosas, y empiezan a tener impacto en la vida de otros pueblos. El acontecimiento más notable es el ataque contra Constantinopla en junio del año 860. Los asaltantes no lograron conquistar la capital y se limitaron a devastar los alrededores, para desaparecer después como habían llegado. En los sermones del patriarca Focio se alude en detalle a esta incursión llevada a cabo por «una gente bárbara e irresistible». Los historiadores subrayan el hecho de que por aquellas mismas fechas los vikingos estaban llevando a cabo incursiones marítimas similares contra Francia, España y, según algunas fuentes, habrían llegado tan lejos como Alejandría y territorios del Imperio bizantino.

ORIGEN Y PRIMERAS ETAPAS DEL PRINCIPADO DE KIEV

Según relata la Crónica Primaria, en el año 856 Rurik, un jefe varego o escandinavo, fundó la primera entidad política rusa con base en Novgorod, en el norte. Tres años después de su muerte, en 882, Oleg, sucesor suyo, tomó Kiev, «pequeña ciudad edificada sobre una colina» a orillas del río Dniéper, que dominaba las estepas pobladas por los eslavos orientales. Otro relato legendario, también recogido en la Crónica, pero sin pruebas que lo apoyen, atribuye la fundación de Kiev a tres hermanos, Kii, Scek y Choriv, que construyeron una pequeña fortaleza (gorodok) y echaron los cimientos de la primitiva Kiev (Starokievskaia), denominada así en honor del mayor de los tres. Los actuales ciudadanos de Kiev celebraron en 1982 el 1.500 aniversario de la fundación, que quedaría así fijada en el año 482, pero Franklin y Shepard dudan de que los restos hallados sean anteriores al siglo VII y afirman que bien podrían ser del VIII.

Oleg, personaje oscuro y confuso, cuyo perfil histórico-biográfico no está bien definido, eliminó previamente a Askold y Dir, que eran los gobernantes de Kiev y que, dice la Crónica, «no eran del clan de Rurik». A continuación, Kiev afirmó su poder en la zona y empezó por controlar la importante tribu de los polianos (una de las quince tribus eslavas descritas por la Crónica), pero muy pronto extendió su dominación al resto de las tribus, por el procedimiento de exigirles un tributo que debían pagar de grado o por la fuerza. Fusionado, de hecho, este principado con el de Novgorod, Kiev se convirtió en «madre de las ciudades rusas» y centro de un esplendoroso Estado que controlaba la comunicación fluvial en su mayor parte en aquel tiempo, como hemos dicho, entre el Báltico y el mar Negro, esto es, entre Europa del Norte y Bizancio.

La Rus de Kiev es, por tanto, una creación eslavo-escandinava en la que, muy pronto, acaba predominando el elemento mayoritario eslavo que absorbe al elemento directivo y minoritario escandinavo, representado por la dinastía de Rurik y Oleg y por sus nobles, los boyardos, que constituían la druzhina. La creación de este núcleo político no fue, por otra parte, algo excepcional, sino que fue uno más de los establecimientos fundados por los Rus desde mediados o finales del siglo IX a lo largo del Dniéper, ya que su posible expansión más al este, en la cuenca del Volga, era imposible por la existencia en la zona de una poderosa entidad política, la del los búlgaros del Volga.

Desde el principio, y todavía bajo el poder de Oleg, la presencia de la nueva entidad política kieviana se hace sentir en la zona, tanto desde el punto de vista mercantil como militar, ya que se atreve incluso a enfrentarse con Bizancio. Tanto en los textos rusos como en los bizantinos se hace referencia al tratado concluido entre ambas partes en 911, en lo que sería el primer acuerdo internacional firmado por los rusos. Se concedía a estos el derecho de comerciar libremente en Constantinopla, se les reservaba como residencia un barrio de la ciudad y se establecían normas para resolución de conflictos, intercambio de prisioneros, recuperación de esclavos y criminales huidos, etc. Puede afirmarse que, a partir de aquel momento, la primera entidad política rusa, la Rus de Kiev, adquiría personalidad política internacional.

El principado de Kiev llegó a extender su dominio desde el lago Ladoga hasta el mar Negro a lo largo de todo el valle del Dniéper, así como los cursos superiores del Volga, del Dvina occidental y del Don. Su pretensión era la de extender su dominio sobre toda la tierra rusa, la Rous’ka Zemlia, una aspiración en la que late ya una cierta voluntad imperial que no hará más que afirmarse desde aquel momento.

Mucho más importante que las amenazas exteriores fueron para el principado de Kiev los conflictos y las divisiones internas, consecuencia de los peculiares usos hereditarios de los Rus, no demasiado diferentes, por otra parte, de los de otros pueblos en aquella época. En efecto, aunque se entendía que el conjunto de la herencia correspondía nominalmente al hijo mayor del gran príncipe (Veliki Kniaz), que heredaba además esa denominación, los demás hijos o príncipes de la sangre o de la dinastía (Kniazi Ruski) recibían, de acuerdo con la tradición escandinava, un territorio o principado sobre el que ejercían poder. Las querellas sucesorias, las luchas entre hermanos y parientes que compartían la herencia, son así una constante en la historia rusa. La aspiración de todos los contendientes era alcanzar el título de gran príncipe, que confería una primacía algo más que honorífica sobre los demás príncipes de la dinastía. Aquellas estructuras políticas y sus prácticas sucesorias eran bastante similares a las que existían en la misma época en Europa occidental y corroborarían el carácter «europeo» de aquella Rusia de Kiev, que establece muy pronto relaciones, como hemos señalado, con el Imperio bizantino e incluso con las entidades políticas de Europa central.

A la muerte de Oleg, en 913, le sucede en el trono kieviano el príncipe Igor, que continúa con las campañas guerreras, una actitud que revela la voluntad expansiva del nuevo Estado. Su empuje bélico se vio frenado, sin embargo, por la aparición en 915 de los pechenegos, pueblo nómada procedente de Asia, de origen turco, especialmente feroz y primitivo, que se convirtió en un formidable enemigo para Kiev.

A Igor le sucedió su viuda, Olga, que ejerció la regencia en nombre de su hijo Sviatoslav. Se supone que Olga (Helga) era una princesa escandinava, procedente seguramente de Pskov, la ciudad más relevante del norte de aquella Rusia, tras Novgorod. Olga, la primera mujer importante de la historia de Rusia, se preocupó también por consolidar las relaciones entre Kiev y Novgorod, afirmando la primacía kieviana y asegurando las vías de comunicación entre ambas ciudades rusas. Un dato significativo es que Olga se convirtió al cristianismo, probablemente en 955, aunque algunas fuentes sitúan la solemne ceremonia en 957, con ocasión del viaje que hizo, acompañada de un vistoso séquito, a Constantinopla. Olga mantuvo largas entrevistas con el emperador Constantino VII Porfirogéneta, padrino en la ceremonia bautismal, que relató en su Libro de las ceremonias la fiesta dada en su honor. Olga, a pesar de todo, se resistió a las pretensiones políticas de su huésped, que intentaba incluir el principado de Kiev en lo que hoy llamaríamos su «zona de influencia», sobre todo porque Bizancio estimaba que la conversión de un príncipe al cristianismo hacía automáticamente de su país un vasallo del Imperio. Por eso la visita, que había empezado tan prometedoramente, no terminó demasiado bien. Posiblemente esa fue la razón que llevó a Olga a enviar, en el año 959, una embajada a Occidente, a las tierras del rey de Germania Otón I (que sería consagrado emperador en 962), a quien pidió el envío de misioneros. La misión se llevó a cabo, encabezada por Adalberto de Tréveris, que la narró en una crónica, pero concluyó en el fracaso: varios de los acompañantes de Adalberto fueron asesinados y él mismo escapó de milagro. No cabe duda de que si la misión de Adalberto hubiera tenido éxito, el destino de Rusia y del cristianismo habría sido muy diferente. La conversión de Olga no significó, sin embargo, la conversión «oficial» del principado de Kiev, aunque parece evidente que, desde tiempo atrás, muchos de sus habitantes ya se habían convertido.

CONSOLIDACIÓN, CRISTIANIZACIÓN Y APOGEO DE LA RUS DE KIEV

Sviatoslav, el hijo de Olga —primer príncipe de Kiev que lleva un nombre eslavo— reinó solo durante ocho años (964-972), pero dejó un marcada impronta en la Rus kieviana, ya que con él el nuevo Estado encuentra su forma definitiva y se hace un lugar en la llanura de Europa oriental. Sviatoslav era, ante todo, un guerrero y se le ha comparado con los cosacos y con los vikingos, por sus maneras rudas y osadas. En Sviatoslav se puede percibir también una clara voluntad expansionista que no se limitó a los territorios que hasta entonces habían interesado a los príncipes de Kiev, pues amplió sus objetivos hasta los Balcanes.

Tanto con Sviatoslav como después con su hijo Vladimiro I aparece ya de un modo muy claro otro de los rasgos persistentes de la historia rusa: la necesidad de establecer una defensa efectiva frente a las constantes invasiones de los pueblos de las estepas de Asia central, especialmente, como ya hemos señalado, de los pechenegos, que en aquel momento eran la amenaza inmediata. La necesidad de defender las imprecisas y movibles fronteras, sobre todo del sur y del este, se concreta en la creación de fortines y en la fundación de aldeas pobladas por soldados-campesinos. Como sus antecesores, Vladimiro empezó su reinado con campañas contra las tribus que se negaban a pagar el tributo, lo que demuestra que el dominio de Kiev no estaba todavía plenamente asegurado. Como Sviatoslav, también Vladimiro miró hacia Occidente y se enfrentó con tribus polacas establecidas al norte de los Cárpatos en la zona de Cracovia, que algunos años más tarde sería conquistada por Mieszko I, primer soberano histórico de Polonia. Era, según algunos historiadores, la primera manifestación de la lucha contra el Occidente latino, que ha sido otra constante de la historia rusa. En 987 el emperador Basilio II pide ayuda a Vladimiro después de varios reveses militares. El príncipe de Kiev logró sacar de apuros al bizantino, pero en contrapartida exigió la mano de Ana, princesa «porfirogéneta», hermana de los emperadores Basilio II y Constantino VIII. Bizancio se opuso, en principio, a la pretensión de Vladimiro porque tradicionalmente no se entregaba nunca en matrimonio a un extranjero a una princesa «nacida en la púrpura», esto es, mientras su padre reinaba y mucho menos si el pretendiente no era cristiano, pero cuando el gran príncipe de Kiev conquista la costa norte del mar Negro y la importante ciudad de Querson, los obstáculos desaparecen y en 988 —fecha destacada en la historia de Rusia— Vladimiro se convierte al cristianismo y toma en matrimonio a la princesa bizantina.

Según cuenta la Crónica, Vladimiro —dispuesto a abandonar un paganismo que había quedado obsoleto— se decide por el cristianismo ortodoxo después de que una «comisión de investigación» indagara las ventajas y los inconvenientes de las tres religiones monoteístas. Hasta se celebró en Kiev un «torneo de religiones», algo así como un debate público, antes de tomar la decisión final. Emisarios de Vladimiro también viajaron por el extranjero para presenciar cómo eran y cómo se expresaban las diferentes religiones. Los emisarios informaron que los musulmanes rezaban «sin alegría», «los templos alemanes estaban desprovistos de belleza», mientras que en los griegos «la belleza y el espectáculo» eran tan excelsos que —según declaran los enviados— no sabían si estaban «en el cielo o en la tierra». Vladimiro —a quien, según parece, le gustaba la buena vida— también valoró la prohibición musulmana de beber y comer cerdo y la Crónica pone en su boca este comentario: «La alegría de los rusos es la bebida, no podríamos prescindir de ella»[3]. Pero en la conversión de Vladimiro hubo también una motivación política. En aquella segunda parte del siglo X, casi todos los dirigentes de los países de Europa central, oriental y del norte se habían ido convirtiendo al cristianismo, y Vladimiro se dio cuenta de que el prestigio y el reconocimiento internacional que estaba buscando no podría conseguirlo promoviendo el culto de Perún y de los otros dioses paganos, como había hecho hasta entonces.

La conversión al cristianismo, un siglo después de la fundación de Kiev, y el matrimonio de Vladimiro I con Ana fortaleció los lazos con el Imperio de Bizancio y consolidó la posición de Kiev en el contexto europeo. La elección del cristianismo ortodoxo tuvo consecuencias no solo religiosas, sino también políticas de largo alcance, y es muy posible que también pesara en la decisión de Vladimiro su admiración por el sistema político bizantino. Rusia se convierte así en la avanzadilla de la Cristiandad, que todavía no había sido desgarrada por el Gran Cisma. La presencia como evangelizadores de sacerdotes de origen búlgaro introdujo el eslavón como lengua litúrgica, lo que marca ya desde entonces una neta diferencia de la Iglesia rusa con la bizantina y con las occidentales, cuyas lenguas litúrgicas eran, respectivamente, el griego y el latín. El establecimiento en 1037 en Kiev de un metropolita o arzobispo dependiente del patriarca de Constantinopla refuerza los vínculos bizantinos de la Iglesia rusa y cuando en 1054 Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla, rompa con Roma en nombre de la Ortodoxia, la Iglesia rusa no vacilará en seguir a los que, desde Occidente, eran considerados cismáticos.

Los lazos religiosos y culturales con Bizancio y el rechazo oficial de lo latino no obstaculizan, sin embargo, el interés político y militar por Occidente. Como sus predecesores, Vladimiro no quería, en ningún caso, convertirse en una especie de satélite de Bizancio. En consecuencia, trata de fortalecer sus vínculos dinásticos con Occidente y son frecuentes los matrimonios con príncipes y princesas de los reinos «latinos».

Cuando Vladimiro muere en el año 1015, se plantea de nuevo la cuestión de la herencia y el principado kieviano se sume en una larga serie de luchas fratricidas. Tras Sviatopolk, que ha pasado a la historia con el sobrenombre de el Maldito, ocupa el trono Yaroslav, que llegó a ser denominado el Sabio. El poder y el prestigio del gran príncipe de Kiev alcanzan con él su punto culminante y, como subrayan Franklin y Shepard, desde 1036 hasta su muerte en 1054, Yaroslav dispone de un poder político, militar, económico y territorial sin posibles competidores o antagonistas. Su modelo y su fuente de inspiración cultural fue Bizancio y la ideología a la que responde su obra es la de la nueva fe cristiana, que llegará a convertirse en la más característica seña de identidad de la Rus. Yaroslav quiso darle a Kiev «un aura de Constantinopla» y en buena medida lo consiguió[4]. Por toda su intensa actividad cultural, urbanística y legisladora, no puede extrañar que Yaroslav haya sido considerado el Carlomagno de Rusia, pues no cabe duda de que llevó a Kiev a su apogeo político y cultural.

LA DECADENCIA DE KIEV, LA DIVISIÓN DE LA RUS Y EL DESPLAZAMIENTO HACIA EL NORESTE

Con la muerte de Yaroslav el Sabio en 1054, el principado de Kiev inició un período de decadencia que se prolongaría hasta la invasión mongola que comenzó en el año 1223. Tras una serie de guerras civiles e intentos de arreglo entre los príncipes de la familia, ocupó el poder Vladimiro II, llamado Monomakho por su ascendencia bizantina, ya que su madre era hija del emperador Constantino IX, que reinó hasta su muerte en 1125. Su reinado y el de su hijo Mstislav (1125-1132), que será llamado el Grande y que, además, será canonizado, marcan el último momento de esplendor de Kiev y, por un instante, pudo parecer que la decadencia, que ya era tan palpable, se había detenido.

En este período es cada vez más patente la influencia de la Iglesia, que se convierte en uno de los pilares esenciales del orden kieviano. Desde 1054 el Gran Cisma era una realidad y el pretexto formal fue la cuestión del filioque, un típico bizantinismo teológico. Según Roma, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (filioque), mientras que en Bizancio se niega la participación de la Segunda Persona en el proceso trinitario. Pero había otras muchas causas que explican la ruptura. Desde Constantinopla se contemplaba despectivamente al Cristianismo romano, al que se veía sumido en la barbarie tras la caída del Imperio de la «Primera Roma» y no eran propicios a reconocerle ningún primado sobre Bizancio, que no solo había mantenido la continuidad imperial, sino un alto grado de civilización, bien evidente frente al retroceso que se había sufrido en Occidente.

La Rus de Kiev entra en su etapa terminal, caracterizada porque los príncipes de sus diferentes territorios dejan de reconocer la primacía kieviana, o bien lo hacen de una manera puramente retórica. La Primera Crónica de Novgorod escribe contundentemente, al dar cuenta de la muerte de Mstislav: «Entonces, toda la Tierra rusa se hunde». A partir de ese momento, se multiplica la división territorial, que ya no se detendrá hasta que en el siglo XIV los príncipes de Moscovia inicien el proceso de recuperación y reunificación de las tierras de la Rus. Los historiadores calculan que a mediados del siglo XII existían quince principados; a principios del siglo XIII eran ya casi cincuenta y en el siglo XIV aproximadamente doscientos cincuenta.

Los no pocos autores que han querido ver ciertas semejanzas en los desarrollos históricos de Rusia y España podrían encontrar aquí un primer paralelismo, al que, sin embargo, no se suele prestar atención. Como la España visigoda, la Rus pierde la unidad preexistente, pero no como consecuencia de un ataque procedente del exterior, que en nuestro país fue la invasión musulmana, sino por causas internas anteriores a la invasión mongola, que suele ser el habitual elemento de comparación. Cuando los mongoles llegan a la Rus en 1223, Kiev había perdido, hacía varios decenios, su prestigio y su capitalidad, que se había trasladado a Vladimir, en la zona boscosa del centro-norte. Pero, de la misma manera que en España se mantiene viva la idea y el recuerdo de la unidad visigótica, en Rusia permaneció también vivo, antes y después de la invasión mongola, el recuerdo de la Rus kieviana, que extendió su dominio sobre un extenso territorio, parte muy importante de lo que después se llamará Rusia. Como en la España posvisigótica, en la dividida Rus de finales del siglo XII y principios del XIII se conserva la idea de la unidad de la Rus, en la que se ve una necesidad insoslayable de hacer frente al enemigo exterior, sean estos los povlotsianos o los mongoles-tártaros.

La segunda mitad del siglo XII contempla la aceleración de un proceso de traslación hacia el noreste de la población, de la actividad económica y de los centros de poder. La decadencia de Kiev traslada el centro de gravedad de la Rus desde las estepas meridionales a la zona boscosa del norte, lo que supone cambios de enorme importancia, que están motivados por causas de muy distinto tipo, de las que no pueden excluirse las de carácter defensivo. En este sentido hay que subrayar que, ante la constante amenaza de los pueblos nómadas esteparios, la región de los bosques permite organizar la defensa de un modo mucho más eficaz que en los espacios abiertos del sur. La nueva entidad hegemónica es el principado de Vladimir-Suzdal, que vivió un momento de esplendor bajo el reinado de Vsevolod III (1176-1212).

LA INVASIÓN DE LOS MONGOLES

En la última década del siglo XII se había ido generando en Asia oriental un nuevo y formidable poder militar y político que en menos de cien años llegaría a formar un inmenso imperio euroasiático, uno de los más extensos que han existido en la historia de la humanidad. Los mongoles eran una confederación de tribus procedentes del alto Amur que posteriormente se habían instalado en las orillas de los ríos Onon y Kerülen, hasta llegar a la Mongolia y las tierras próximas al lago Baikal. En guerra continua con otras tribus, especialmente con sus vecinos orientales, los tártaros, con los que llegaron a ser identificados, los mongoles eran un pueblo nómada y pastoril que vivía permanentemente a caballo. Estos hábitos esteparios les otorgaron la posibilidad de crear la más impresionante y temible caballería militar que jamás haya existido, convirtiendo a aquellas tribus primitivas en una asombrosa máquina de guerra. En el año 1194, Temujin, retoño de una de las familias dirigentes de aquellas modestas tribus, fue elegido rey o khan de los mongoles y adoptó el nombre de Genghis, que significa el Fuerte. A partir de ese momento Genghis Khan llevó a cabo, en un tiempo muy breve, la conquista de todo el territorio comprendido entre la cuenca del Tarim, el Amur y la gran muralla de China. En 1206, un kurultai —asamblea de todos los jefes tribales, que se reunía para tomar decisiones importantes o para elegir sucesor del khan— confirma los poderes de Genghis Khan y, como piensa Jean-Paul Roux, le sitúa en un nivel más elevado y le atribuye una autoridad más extensa de la que había tenido hasta entonces[5].

A partir de ese momento, los mongoles emprenden sus fulgurantes conquistas, ya que Genghis Khan tiene la capacidad de darles un designio imperial, que aspira a la creación de una monarquía universal.

Dos de los generales mongoles, Yebe y Subotai, llegaron por el sur al Cáucaso y se enfrentaron con los georgianos, que, como escribe Roux, «eran soldados y pertenecían a la fina flor de la caballería cristiana de la Edad Media». La lucha fue dura y los de Georgia resistieron e incluso vencieron a los mongoles en algunas batallas, pero al final la formidable máquina de los nómadas de las estepas se impuso abrumadoramente. Desde allí, atravesando el Cáucaso por el desfiladero de Derbent, se dirigieron a la estepa habitada entonces por los polovtsianos, que se extendía entre el mar Negro y el Caspio septentrional. El ejército mongol había ido entretanto engrosando sus efectivos con muchos fugitivos, eslavos o turcos, antecesores de lo que más tarde serán los cosacos, enemigos de cualquier Estado organizado que les obligara a pagar impuestos o que pretendiera dirigir sus vidas.

En contra de ciertas visiones sumarias y legendarias, que describen a los invasores como una fuerza ciega y bárbara con la que sería impensable cualquier trato, las mismas crónicas rusas —al menos algunas de ellas— presentan un panorama mucho más matizado y casi podríamos decir que civilizado. Como explica la Primera Crónica de Novgorod, los generales mongoles, Yebe y Subotai, envían una embajada a los príncipes rusos que les advierte sin rodeos:

Nos hemos enterado de que habéis prestado oídos a las apelaciones de los polovtsianos […]. Pero nosotros no hemos tomado vuestras tierras, ni vuestras ciudades, ni vuestras aldeas y no marchamos contra vosotros, sino, incitados por Dios, contra nuestros esclavos […]. Si los descreídos polovtsianos huyen a vuestras tierras, castigadlos, expulsadlos y quedaos con sus bienes.

Pero, como respuesta, los príncipes rusos ejecutaron a los enviados mongoles y prosiguieron su avance contra los invasores al frente de un ejército de unos 80.000 hombres. Es muy probable que esas frases no fueran más que un invento, pero expresan el deseo de los tártaros de no comprometerse en una guerra mayor con los rusos y su voluntad de no invadir las tierras situadas al oeste del Dniéper.

Durante diecisiete días los mongoles retrocedieron tácticamente, lo que llevó a los rusos a creerse vencedores. Recibieron entonces una nueva embajada mongola en la que se reiteraba la advertencia: «Habéis escuchado a los polovtsianos y matado a nuestros enviados y ahora marcháis contra nosotros. Sois vosotros los que atacáis y Dios es testigo de que no os hemos causado ningún daño». Para los rusos esa actitud demuestra que los tártaros tienen miedo y, en consecuencia, se niegan a cualquier negociación, mientras los príncipes discuten entre sí sin alcanzar acuerdo alguno. El 31 de mayo del 1222, los mongoles dieron inesperadamente la vuelta y atacaron un ejército combinado ruso-polovtsiano a las orillas del Kalka, un pequeño río, probablemente un afluente del Kalmius, que desembocaba en el mar de Azov, al oeste del Don. La batalla, que duró tres días, fue un completo desastre para los rusos, aunque no tuvo consecuencias inmediatas en la historia de Rusia, ya que los mongoles volvieron a sus bases asiáticas atravesando el Volga y por el norte del Caspio. A pesar de todo, la batalla del Kalka se considera el punto de partida de la invasión mongola, que, en realidad, no se produjo hasta quince años después, cuando los tártaros vuelven para quedarse, sometiendo a las Tierras rusas a su dominio, que se prolongará durante más de dos siglos. La Crónica de Novgorod dará cuenta de esta histórica batalla de un modo que demuestra qué poco sabían de los mongoles los rusos y, en general, todos los europeos: «Los tártaros se han marchado sin que sepamos de dónde venían ni a dónde se han ido». Y otra crónica rusa, la Laurentina, reflejará una actitud similar: «El mismo año, aparecieron unos pueblos de los que nadie sabía con certeza quiénes eran, ni de dónde venían, qué lengua hablaban, de qué tribu o de qué confesión»[6].

En cuatro años los mongoles habían recorrido unos 20.000 kilómetros, batallando incansablemente con ejércitos superiores en número a los suyos sin ser nunca derrotados. Pero aquella no fue una simple expedición militar, ya que, además, aprendieron mucho de Occidente y, como subraya Roux, «sus conocimientos no se perderían». Por todo eso Gibbon afirma que esta fantástica cabalgada «no había sido jamás intentada ni será jamás repetida». Cuando Genghis Khan muere en 1227 su imperio se extiende ya desde Corea al Caspio y comprende una gran parte de China, el Asia central, Afganistán y Persia. Sus sucesores continuarán su designio imperial de conquistar el mundo y ampliarán mucho más aquellos ya inmensos territorios.

En el otoño de 1236 —tras un kurultai que había decidido la invasión de Occidente— se puso en marcha un formidable ejército mongol al mando de Batú, nieto de Genghis Khan, que entró en Rusia por el norte del Caspio. Una tras otra cayeron en manos del invasor todas la ciudades principescas de la Rus, Riazan, Kolomna, Moscú, Suzdal y Vladimir, la capital residencia del gran príncipe. Todas ellas fueron tomadas a sangre y fuego. El temor a los problemas de desplazamiento de la caballería en la época del deshielo aconsejó a los asiáticos retirarse, lo que impidió la caída de Novgorod, cuando estaban a solo 200 kilómetros. Pero la ciudad debió hacer acto de vasallaje y pagar el impuesto.

Un año después comenzó la segunda fase de la invasión. Batú atacó el sureste y entre marzo de 1239 y finales de 1240 cayeron Pereiaslav, Chernigov y, finalmente, Kiev, conquistada el 6 de diciembre, fiesta de San Nicolás, después de una brava resistencia que indujo a los tártaros a perdonar la vida de su comandante, Dmitrii. Se hundía así, definitivamente, el proyecto político que había durado casi cuatro siglos. En solo tres años los mongoles se habían apoderado de toda la Tierra rusa. Después de la toma de Kiev y de la Galitzia, los mongoles dividieron sus tropas y mientras un ejército penetraba en Polonia, otro invadía Hungría. En cualquier caso, va más allá de nuestro propósito relatar la historia da la invasión mongola en Europa central.

Muchos historiadores se han preguntado cómo pudieron los mongoles apoderarse con tanta facilidad y rapidez de unos territorios tan extensos. Evidentemente, la primera causa fue la falta de unidad y de preparación militar de los rusos. El gran príncipe de Vladimir tenía una autoridad puramente nominal sobre los otros príncipes de los territorios del noreste, respecto de los que no era más que un primus inter pares, casi nunca reconocido plenamente. Y en cuanto a los principados del sur y suroeste la endémica guerra civil hacía ilusoria cualquier pretensión de unidad o resistencia. Se atribuye una importancia decisiva a la extraordinaria capacidad militar de los tártaros, que no solo disponían de superioridad numérica, sino también de una estrategia y unas tácticas mucho más eficaces. El ejército mongol tenía unos efectivos de unos 120.000-140.000 soldados, según los cálculos del historiador soviético Kargalov, frente a unas tropas rusas que, según Soloviev, llegaban, como mucho, a los 100.000, incluidos auxiliares. Pero, sobre todo, los tártaros prestaban atención a lo que hoy llamaríamos «inteligencia», no descuidaban la guerra psicológica, imponían una rígida disciplina y disponían de una excelente organización, de la que se ha podido decir que, en ciertos aspectos, se parecía a la de un estado mayor moderno. Muy eficaces con la caballería, también usaban a la infantería, formada por habitantes de las ciudades tomadas, hechos prisioneros. Y eran muy hábiles en las técnicas de sitio, entre las que se incluía el uso de catapultas, rampas y fuego griego. No responde a la realidad la imagen que los presenta como unos puros jinetes de la estepa.

Los mongoles establecieron el control directo de toda la zona suroriental de Rusia y Ucrania, el Cáucaso y toda la ribera norte del mar Negro. En el centro y norte de Rusia subsistieron los principados rusos, como tributarios del imperio mongol de la Horda de Oro, cuya capital se había establecido en Sarai, en el curso bajo del Volga. La recaudación del impuesto así como la leva de hombres para el ejército se organizaba regular y sistemáticamente desde 1257 y para ello los mongoles levantaron un censo de población y de recursos, el primero de la historia de Rusia. Una vez pacificada la Tierra rusa, los mongoles establecieron relaciones privilegiadas con la nobleza rusa y con el clero, aproximando estos estamentos al sistema imperial que habían implantado. De entre todos los príncipes rusos, el khan designaba un gran príncipe, que recibía el yarlik o autorización para gobernar y se convertía así en el primero de los príncipes cristianos rusos. Esa es una de las peculiaridades más notables del Imperio mongol, que no era un «régimen de ocupación», sino que, para sus fines, utilizaba el sistema institucional existente, aunque ya hemos señalado que en el sur establecieron un dominio directo.

Se ha debatido mucho cuáles fueron los efectos de la dominación mongola, del «yugo tártaro», como llaman al período las fuentes rusas. Según el punto de vista tradicional, la única impronta que habrían dejado los mongoles sería la de la destrucción, que arrasó ciudades, masacró poblaciones o las sometió a la esclavitud y dejó muchas zonas convertidas en desierto. Pero en ningún otro aspecto de la vida social, política o cultural los mongoles habrían dejado huellas relevantes. Por el contrario, la escuela llamada «euroasiática» sostiene que la influencia mongola no solo habría sido importante y profunda, sino muy positiva. Pero Nicholas Riasanovsky estima que estas tesis no resisten apenas el análisis y, además de señalar la tendencia de la teoría «euroasiática» a idealizar la naturaleza de los Estados mongoles, recuerda que por las mismas fechas en que se estaba formando la autocracia moscovita, en los Estados europeos, «del Atlántico al Ural la monarquía absoluta tendía a reemplazar al feudalismo y sus divisiones». Este mismo autor no niega toda influencia, pero afirma que fue muy limitada. En todo caso, la invasión mongola no alteró la vida normal de los principados del norte o lo hizo solo momentáneamente. El comercio con Occidente, a través de Novgorod y Smolensko, que escaparon indemnes de la invasión tártara, no se vio afectado, sobre todo el que utilizaba la vía del Báltico, y una buena prueba es que durante la segunda mitad del siglo XIII se firmaron varios tratados comerciales[7].

RESISTENCIA O SOMETIMIENTO: ALEKSANDR NEVSKY

El khan mongol concedió el yarlik de gran príncipe a Aleksandr, que tenía unos veinticinco o veintiséis años y que ya era muy conocido tanto por su defensa de las fronteras occidentales de Suzdalia como por su discutida gobernación de la difícil ciudad de Novgorod y de su extenso territorio, que su padre, otro gran príncipe llamado Yaroslav, le había encomendado. Aleksandr, que estaba decidido a llevar la política de colaboración con los mongoles hasta el límite, era ya un héroe prestigioso por su victoria sobre los suecos en el Neva (1240) —de donde le vino el apelativo de Nevsky con el que ha pasado a la historia— y sobre los Caballeros Teutónicos en el lago Peipus (1242). Con la determinación del que sabe muy bien lo que quiere, Aleksandr decidió aceptar la protección mongola para mejor defenderse de los occidentales o «latinos», que en aquel momento eran, seguramente, la amenaza más inminente para los principados rusos. Durante las tres primeras décadas del siglo XIII, los Caballeros de la Orden Católica de los Portaespadas, fusionados desde 1237 con los de la Orden Teutónica, denominación con la que serán conocidos, habían penetrado en lo que hoy día es Letonia y Estonia, amenazando las fronteras occidentales de Suzdalia. Nada hizo Aleksandr para impedir la penetración lituana por el sur de la Rus, pero tuvo más éxito en detener las acometidas contra la zona de Novgorod y Pskov, en el norte. Fennell estima que las batallas del Neva y del Peipus, a las que ya hemos aludido, fueron «dos victorias relativamente menores» y cree que el «tratamiento hagiográfico, con plegarias, visiones de los santos Boris y Gleb, asistencia angélica aérea, clichés e hipérbole» que da la Vida de Aleksandr obedece al exclusivo propósito de glorificar al héroe que estaba a punto de ser canonizado por la Iglesia ortodoxa cuando, cuarenta años después de las batallas y por encargo del metropolita Kiril, se escribe ese texto. Se trataba de presentar una visión contraria a todo lo que representaba el Occidente latino, haciendo de Aleksandr el campeón de la fe ortodoxa frente a la agresión de los católicos. Muchos autores estiman que la batalla del Neva no fue sino un choque más en el enfrentamiento permanente entre rusos y suecos por el control de Finlandia y Carelia. Asimismo estima que la visión heroica y laudatoria de Nevsky que da su Vida posiblemente solo intentaba compensar su posterior sometimiento a los mongoles, que debió de sorprender un tanto a sus contemporáneos, poco comprensivos de la colaboración con el invasor infiel.

Aleksandr Nevsky reinará durante once años (1252-1263), período sobre el que las crónicas son casi mudas, muy probablemente porque de su política solo se puede decir que estuvo marcada por la colaboración e incluso el sometimiento a la voluntad de los tártaros, como insinúa Michel Heller, por «un agudo sentimiento de la amenaza occidental». Recuerda este autor la escena del guión de Aleksandr Nevsky, escrito por Serguei Eisenstein en 1937, en la que el príncipe de Novgorod le dice a su pueblo: «Por lo que hace a los tártaros se puede esperar. Hay un enemigo más peligroso que ellos […] más próximo, más agresivo y del que no nos libraremos con un tributo: el Alemán». Y añade que, en la película, Nevsky expone la estrategia de Stalin en aquel año de 1937: ante la amenaza alemana al oeste y la japonesa al este, la más peligrosa en aquel momento era la occidental. Pero dos años después se firmó el acuerdo Molotov-Von Ribbentrop y los alemanes se convirtieron en aliados circunstanciales. Aleksandr Nevsky, la película de Eisenstein, fue entonces retirada de las pantallas.

Desde muchos puntos de vista, Aleksandr puede ser considerado un dócil instrumento en manos de los tártaros. Esta política de colaboración —o de apaciguamiento, como la llama John Fennell— con los tártaros infieles era apoyada por la Iglesia ortodoxa, molesta por la política unionista del Papa Inocencio IV, que pretendía someter a Roma aquella lejana Cristiandad oriental. Mientras que los cruzados católicos de las citadas órdenes militares convertían a la fuerza a las poblaciones conquistadas, los mongoles eran mucho más tolerantes en materia religiosa, ya que no solo permitían el culto, sino que eximían de impuestos a la Iglesia y a los clérigos. Poderosas razones todas ellas que explican esa actitud colaboracionista del clero ruso, que a primera vista puede parecer sorprendente. Las buenas relaciones de la Iglesia con los tártaros continúan incluso cuando estos se convierten al islam, y en 1261, el khan Berke, ya musulmán, autoriza la creación de una sede episcopal en su capital, Sarai.

Pero si en los altos estamentos de la sociedad rusa la norma fue la colaboración con los mongoles, el pueblo mantuvo una sorda resistencia frente a un invasor que, a menudo, le hacía víctima de sus excesos y sus arbitrariedades. En esta resistencia popular se va fraguando la conciencia nacional rusa que encuentra en el cristianismo, en los consuelos de la religión, tan necesarios en aquella época dura y oscura, las claves de su propia identidad. Los monasterios, que se multiplican por doquier, se convierten no solo en centros religiosos y culturales, sino también en motores de un movimiento de recuperación nacional que se propone como objetivo la expulsión de los mongoles. Así es como la Iglesia combina su colaboracionismo con la defensa de la idea de la identidad y unidad rusas, tanto más necesaria en aquel momento en que —estimulada por los tártaros, que practican con habilidad la política de divide et impera— prosigue la fragmentación de las tierras rusas: el número de principados se multiplica por dos y solo en la región noreste se cuentan dieciocho, bajo la primacía nominal y evanescente del gran príncipe de Vladimir.

Después de la muerte de Aleksandr Nevsky, y tras las habituales luchas dinásticas y la búsqueda del patrocinio mongol, el principado hegemónico de Vladimir-Suzdal entra en una fase de decadencia. Entretanto se estaban formando en el noreste de Rusia dos nuevos polos de poder que aspiran a la hegemonía y al título de gran príncipe. Los primos Mikhail Yaroslavich y Daniil Aleksandrovich, hijo este de Nevsky, príncipes respectivamente de Tver y de Moscú, se perfilan ya en la última década del siglo XIII como los poderes en alza que durante el siglo siguiente lucharán por esa hegemonía. Ya sabemos cuál de las dos ciudades conseguirá la victoria final, pero mientras duró el enfrentamiento los recursos y las posibilidades de ambas parecían muy igualados y ninguna de las dos tenía ganada la partida de antemano. Cuando Daniil Aleksandrovich de Moscú muere en 1302, la oscura ciudad fundada por Yuri Dolgoruki un siglo y medio atrás es ya un influyente centro de poder.

LOS COMIENZOS DEL ESPLENDOR DE MOSCOVIA: IVÁN I KALITA

La primera referencia escrita de Moscú aparece en la Primera Crónica, donde se dice, muy de pasada, que el 4 de abril de 1147 Yuri Dolgoruki, gran príncipe de Vladimir-Suzdal, invitó a su pariente y aliado, el príncipe de Novgorod-Seversky, a celebrar un banquete «en Moscú». La fecha recibió reconocimiento oficial cuando en 1947 Stalin ordenó celebrar solemnemente el octavo centenario de la fundación de la ciudad. Se sabe también por las viejas crónicas que, poco después de aquella fecha, en 1156 el mismo Dolgoruki mandó construir las primeras fortificaciones moscovitas constituidas, como era costumbre en aquellos tiempos y en aquellas tierras, por terraplenes rodeados de zanjas y coronados por una empalizada. Aquel fue el primer kremlin (esto es, parte central, fortificada, de la ciudad) de Moscú, que estaba situado en una elevación del terreno entre el río Moscova y su afluente, el Neglinnaya. Además de su condición de puesto fortificado militar, Moscú se beneficia de su situación geográfica, en medio de la red fluvial del noreste ruso, y se convierte enseguida en un centro comercial y artesanal que, a finales del siglo XIII, ya rivaliza en importancia con Suzdal y Vladimir. Pero, como otras ciudades de la zona, Moscú había sufrido el asalto de los tártaros, que en el crucial invierno de 1237 la tomaron e incendiaron. La ciudad fue objeto de un nuevo saqueo por parte de los mongoles en 1293 en la llamada «campaña de Dyuden», por el nombre del jefe de las tropas tártaras. A partir de entonces empieza a crecer la prosperidad económica y la relevancia política de Moscú, que da la bienvenida al siglo XIV como una de las ciudades más importantes de la zona, con una dinastía propia con una clara voluntad de desempeñar un papel decisivo en el complejo mosaico de principados rusos del noreste.

Muerto sin herederos directos el gran príncipe Yuri Daniilovich, nieto de Aleksandr Nevsky, es sucedido en el trono de Moscú por su hermano menor, Iván I, llamado Kalita, esto es, «escarcela», porque siempre llevaba colgada de la cintura una bolsa o monedero, unos dicen que para dar limosna a los pobres, por su espíritu caritativo, otros que para no dejar escapar ni una moneda, por su tacañería o espíritu ahorrativo. Iván I Kalita (1325-1340) consigue hacer de Moscú el centro político y religioso de la renaciente Rusia. Iván transfiere la capitalidad del principado a Moscú y asume el título de Príncipe de Moscú y de toda Rusia, pero sigue siendo vasallo de la Horda de Oro mongola.

El metropolita Pedro, que tenía su residencia en Vladimir, la traslada a Moscú a instancias de Iván y poco antes de morir proclama, en lo que se considera una profecía, la misión universal de Moscú y de la dinastía que la rige: «Dios te bendecirá y te colocará más alto que todos los príncipes; y extenderá la gloria de esta ciudad más que de ninguna otra; tu descendencia conservará este lugar por los siglos de los siglos y la mano del Altísimo se abatirá sobre vuestros enemigos». De este modo la Iglesia se compromete con la nueva dinastía, tomándola bajo su protección y asigna a la naciente Rusia una misión imperial. Aquí está ya prefigurada la tesis de la Tercera Roma, que, en el futuro, será uno de los conceptos básicos del imperialismo ruso. Moscú ya no es solo la capital del más importante de los principados rusos, sino el centro espiritual de toda la Tierra rusa, lo que supondrá un reforzamiento del poder de sus príncipes y confirmará la estrecha relación entre poder político y poder religioso.

¿Por qué consigue Moscú alzarse con la hegemonía? Son muchas las explicaciones que se han dado, pero ninguna de ellas es convincente por sí sola. Heller hace un análisis de los razonamientos más manejados para explicar la ascensión de Moscú. La primera explicación es la geográfica y ya hemos aludido anteriormente a ella. Según este argumento, Moscú tendría una situación ideal, en el corazón de los bosques y en la encrucijada de las vías de comunicación fluvial, lo que le habría producido innegables beneficios económicos, además de la seguridad de estar al abrigo de la incursiones enemigas. Se explicaría también así que Moscú se hubiera convertido en una tierra de refugio, con el consiguiente aumento de población. Pero no pocos historiadores estiman que otras ciudades, como Nizhni-Novgorod o Tver, disfrutaban de ventajas geográficas similares[8]. Billington es todavía más tajante y escribe que

[…] de todas las ciudades del norte ortodoxo que sobreviven al inicial asalto mongol, Moscú debía de parecer uno de los menos probables candidatos para la futura grandeza. Era un establecimiento relativamente nuevo construido en madera a lo largo de un tributario del Volga, con unas gastadas murallas que ni siquiera eran de roble. No tenía las catedrales ni los vínculos históricos con Kiev y Bizancio de Vladimir y Suzdal; la fortaleza económica y los contactos occidentales de Novgorod y Tver ni la posición fortificada de Smolensko[9].

Recuerda Heller que apenas fundada la ciudad se hizo popular la máxima según la cual «Moscú se construyó sobre la sangre», porque la tierra sobre la que se edificó pertenecía al boyardo Kutchka, pariente por su esposa de Andrei Bogoliubsky, quien sería el asesino de este príncipe. Heller aporta además el dato de que, muchos siglos después, el antiguo «campo de Kutchka» sería la calle de la Lubianka y la plaza Dzerzhinski, fundador este de la CHEKA o policía política soviética, antecesora del KGB, que tendría su sede en un sombrío edificio en aquella calle. Abundando en esta visión tan tenebrosa, Heller escribe que «los primeros príncipes moscovitas se conducen [respecto de los otros príncipes rusos] como lobos en un redil que tuvieran el apoyo del pastor», esto es, del khan mongol.

También se valora como una de las razones de la ascensión de Moscú el abandono del sistema tradicional de sucesión, que había sido una de las causas más evidentes de la decadencia de la Rus de Kiev y del propio principado de Vladimir. Aunque no desaparece totalmente la costumbre de dividir el territorio entre los hijos, desde Iván Kalita se respeta el derecho de primogenitura, en virtud del cual el mayor de los hijos siempre se lleva la mayor y la mejor parte. El francés Anatole Leroy-Beaulieu también se inclina por la visión crítica de estos príncipes moscovitas

[…] hombres astutos, ávidos, poco caballerescos, poco escrupulosos, que preparan pacientemente la grandeza por la bajeza; príncipes por lo general de un espíritu mediocre, muy alejados de las brillantes cualidades de los príncipes de la época precedente; figuras apagadas, con poco relieve, poca personalidad, cuyos rasgos parecen confundirse en la distancia, estos Ivanes y Vasiliis del siglo XIV acumulan riquezas y amplían su patrimonio al modo de una herencia privada[10].

El factor religioso no puede dejar de tenerse en cuenta al analizar las razones del auge de Moscú, que gracias a los metropolitas se convierte en centro religioso de un enorme país que, como señala Billington, «mucho antes de que tuviera una homogeneidad política o económica […] tenía un vínculo religioso». En este sentido, debe señalarse que la ola de restauración monástica, que tanta importancia tuvo en la elaboración de la «ideología moscovita» y en la formación de una identidad nacional rusa que se desarrolla a mediados del siglo XIV, es estimulada por los príncipes de Moscovia y por los metropolitas. En estos monasterios se genera la idea de que Rusia tiene una misión universal y que corresponde a los príncipes de Moscovia asumir el liderazgo de la misma[11].

Después de Iván I Kalita, que murió en 1340, reinaron dos grandes príncipes menos notorios, su hijo Simeón (1340-1353) y el hermano de este, Iván II, que murió en 1359. Le sucedió el hijo menor de este último, Dmitrii (1359-1389), que había de convertirse en uno de los príncipes más destacados de Moscovia y el primero que se opuso abiertamente al «yugo tártaro». Durante toda su minoría de edad, el notable metropolita Aleksis dirigió la administración y se ocupó de las relaciones con los otros príncipes y con la Horda de Oro.

La hegemonía moscovita no estaba definitivamente establecida y todavía en las décadas centrales del siglo Moscú debe enfrentarse con nuevos aspirantes a la misma. Enfrentado con Mikhail de Tver, se produce la inevitable guerra en la que Moscú estuvo a punto de ser conquistada (1368). La salvan las nuevas fortificaciones de piedra. El asalto se repite dos años después, pero nuevamente fracasa. La situación de tira y afloja se prolonga hasta 1375, fecha en la que De Tver renuncia definitivamente a su pretensiones y reconoce a Dmitrii como «su hermano mayor».

LA IGLESIA, LOS MONASTERIOS Y LOS ORÍGENES DE LA IDEOLOGÍA MOSCOVITA

Nunca se insistirá bastante sobre el papel fundamental que desempeña la Iglesia ortodoxa en la construcción de la hegemonía de Moscovia y, en general, en el despliegue posterior de la historia rusa. En ese sentido, el metropolita Aleksis es una de las figuras clave para entender este importante período de la historia moscovita que transcurre a lo largo de los dos últimos tercios del siglo XIV. Pero si Moscú tuvo que mantener una dura y prolongada lucha para que su supremacía fuera reconocida por los otros principados rusos, no fueron menores los esfuerzos para que se aceptara su preeminencia espiritual y religiosa. Bizancio-Constantinopla estaba inmersa en un proceso de franca decadencia, pero, mucho antes de que Moscú hiciera suya la pretensión de alzarse como «Tercera Roma», en los Balcanes habían surgido centros de poder con amplias ambiciones políticas y religiosas. Cuando los turcos otomanos derroten a los serbios y sus aliados en la batalla de Kosovo en 1389, desaparecerán estos centros de poder, pero es necesario tenerlos en cuenta porque allí se fraguan algunas ideas que después Moscú hará suyas y formarán parte de lo que podemos llamar la ideología moscovita. No podemos entrar en estas vicisitudes de carácter religioso, que, sin embargo, tienen una innegable incidencia política.

En la lucha de Moscú por la hegemonía, tan peligroso como los principados rusos, tal es el caso de Tver, era el reto que representaba una Lituania en expansión, que, de haber triunfado, podría haber cambiado el desarrollo de la historia. Como escribe Heller,

[…] entre 1360-1370, las fuerzas de los dos adversarios [Moscovia y Lituania] son aproximadamente iguales y ambas partes en presencia temen lanzarse en auténticas acciones militares, ya que cada una se siente amenazada en su retaguardia: una, por los tártaros, la otra, por los cruzados alemanes. En este contexto la Iglesia va a desempeñar un papel decisivo haciendo inclinar uno de los platos de la balanza. Algún autor ha llegado a estimar que Aleksis es para Rusia lo que Gregorio VII para la Iglesia de Roma, Solón para Atenas y Zarathustra para Persia[12].

En la ascensión de Moscovia a la hegemonía rusa los monasterios son un factor de la máxima importancia. La figura central de la nueva oleada de monasticismo que se desarrolla durante el siglo XIV es Sergio de Radonezh, que en 1337 fundó el monasterio de la Santa Trinidad, con el fin de renovar la vida monástica, que había entrado en decadencia. Este monasterio, situado cerca de Moscú en lo que hoy es ciudad de Sergiyev Posad (Zagorsk durante la época comunista), se convirtió en el centro de recuperación económica y cultural más importante de Rusia, después del retroceso producido por la invasión de los mongoles. Allí se creó una escuela monástica en la que se formaron los misioneros que evangelizaron el norte de Rusia y de allí partió el impulso que se concretó en la creación de numerosos monasterios, más de un centenar, casi todos en zonas inhóspitas, ya que se trataba de volver al «desierto», como los primitivos eremitas. Sergio de Radonezh (san Sergio, para la Iglesia ortodoxa), además de una actividad política decisiva para consolidar las aspiraciones hegemónicas de Moscovia, enseñó a los campesinos métodos para cultivar la tierra. La actividad misionera de estos monasterios consiguió la integración de los pueblos que habitaban en los extensos territorios del este y el norte en la Rusia que se estaba forjando. Los monasterios de Moscovia desempeñaron vitales funciones de índole militar (como el de Zagorsk, algunos eran imponentes fortalezas y lugares de refugio), social y política. También eran centros de asistencia social y sanitaria, de aprendizaje y cultura. La literatura que se produce en los monasterios o por su impulso e influencia tiene un carácter mixto religioso y político, en una imbricación de ambos planos típicamente rusa y muy difícil de encontrar en otros países. Solo la historia española muestra, en algunos momentos, rasgos similares.

En este ambiente monástico se va fraguando, a partir de la segunda mitad del siglo XIV y durante el siglo siguiente, esa ideología moscovita que está en la raíz del proyecto imperial ruso, que se desplegará en toda su amplitud en los siglos siguientes, a partir de Iván III el Grande y, sobre todo, de Iván IV el Terrible. El primer elemento de esta ideología es la unificación de todas las Tierras de Rusia, objetivo por el que, en una buena parte del siglo XIV, Moscovia compite con Lituania, que también aspira a ser el centro de un gran Estado ruso-lituano. A veces se habla de «reunificación», como si se tratara de volver a un pasado ideal de unidad rusa que, si bien existió bajo Kiev, en ocasiones incluye territorios que nunca habían sido propiamente rusos.

El aspecto mesiánico de esta ideología es el que, sobre todo en sus formas más elaboradas, presenta a la Cristiandad ortodoxa como la coronación de la historia sagrada o de la historia de la salvación de la Humanidad. Los monjes rusos, ante lo que parece la inminente caída de Constantinopla, ven a Moscú como la heredera necesaria de todo lo que representa la capital del Imperio bizantino, que si desde el siglo IV había sido considerada la Nueva Roma, desde que en el año 638 cayera Jerusalén en poder de los musulmanes, era vista también como la Nueva Jerusalén. La teología ortodoxa quiere hacer del Imperio el anticipo y la prefiguración de la agustiniana Ciudad de Dios y para eso le asignan una misión transcendente que, ante el fracaso de Constantinopla, creen que debe asumir Moscú, correspondiendo a sus príncipes la responsabilidad político-religiosa de llevarla a cabo.

Para conseguir alcanzar estos objetivos políticos (la reunificación de las Tierras de Rusia) y religiosos (la misión espiritual heredada de Constantinopla) es preciso reforzar el poder de Moscovia y de sus príncipes, una meta que el metropolita Aleksis persigue denodadamente hasta su muerte en 1378. Esto implica la consolidación de la autocracia, como expresión de un poder absoluto, que no admite ningún contrapeso y que no se siente responsable ante ninguna instancia terrenal. Por eso se hace cada vez más insostenible el yugo tártaro y la propia Iglesia no vacila en conciliar su buenas relaciones con los mongoles, tan tolerantes desde el punto de vista religioso, con la doctrina de una especie de «liberación nacional» que expulse de la Tierra rusa al invasor infiel. Esta incipiente autocracia también supone erradicar cualquier atisbo de estructuras o instituciones capaces de resistir o controlar al gran príncipe.

LA VICTORIA DE DMITRII DONSKOY SOBRE LOS TÁRTAROS

Durante estos últimos años de la década de los setenta del siglo XIV, los enfrentamientos de los rusos con los tártaros son constantes y se multiplican los encuentros en los que los moscovitas unas veces vencen y otras son vencidos. Como señala Heller, todo eso les da a los militares moscovitas una gran experiencia en el arte de hacer la guerra contra los tártaros. La lucha contra los mongoles llega a su momento culminante en 1380, cuando el khan Mamai forma una gran coalición para dirigirse contra Moscovia, de la que forman parte el nuevo gran duque de Lituania, Jagelón o Jagielo, algunos príncipes rusos que prefieren la tutela tártara a la de Moscovia, como el de Riazan, y contingentes genoveses de las colonias de esta ciudad italiana en el mar Negro. Por el contrario, del lado de Dmitrii se sitúan dos príncipes lituanos enemigos de su medio hermano Jagelón, así como otros príncipes rusos. La batalla tiene lugar el 8 de septiembre de 1380, en Kulikovo, cerca del Don, en la desembocadura del río Nepriavda y las tropas moscovitas, que antes de la batalla son bendecidas por Sergio de Radonezh, logran una aplastante victoria sobre los mongoles, antes de que los lituanos de Jagelón logren unirse al grueso del ejército. La victoria le valió a Dmitrii el apelativo de Donskoy (el del Don), con el que es conocido, pero no fue una victoria definitiva, como muestra el hecho de que, solo dos años después, en 1382 los tártaros de Tokhtamysh, el nuevo khan de Sarai, saquearon Moscú. No obstante, los efectos psicológicos del triunfo militar fueron decisivos, ya que el príncipe de Moscovia había pasado de ser un súbdito a un rival poderoso del khan tártaro. La batalla de Kulikovo es considerada un excepcional hito histórico que reveló la existencia de una incipiente conciencia nacional, fuertemente teñida de sentimiento religioso. Un punto de inflexión en la historia de Rusia y una confirmación del papel hegemónico de Moscovia. Los grandes príncipes de Moscovia logran establecer su indiscutible derecho al título de grandes príncipes de Vladimir y su condición de primeros protectores de la Iglesia ortodoxa de Rusia. La solidez del principado ruso con capitalidad en Moscú parece asegurada entonces, aunque, por el momento, su autoridad es puramente moral.

Diversos historiadores subrayan que la antigua etnia rusa aparece dividida desde el siglo XIV en tres grupos distintos, cuyo particularismo cultural y lingüístico será cada vez más patente. Al norte, de Novgorod al Ural, están los «Grandes Rusos», que son el grupo dominante, que acaba asimilándose a «Rusos», sin más, y que son el producto de la mezcla de los rusos con otros grupos étnicos, sobre todo fineses. Frente a la noción de Gran Rusia (Velikaia Rus) y por oposición a ella, el clero griego de Constantinopla —como consecuencia de la división de la Iglesia rusa en dos metrópolis, la de Kiev, trasladada a Vladimir, y la de Galitch— introduce la noción de Pequeña Rusia (Malaia Rus), que muy pronto comenzará a llamarse Ucrania (Ukrajina, tierra de frontera). Es esa la tierra que gobernaron directamente los mongoles y que después se disputaron polacos y lituanos. También por entonces aparece la noción de Rusia Blanca (Bielaia Rus), que designa las tierras situadas al oeste, cuyos habitantes los Rusos blancos o Bielorrusos, convertidos en súbditos lituanos, ocupan las regiones del Pripet y la cuenca del Dvina occidental. Poco a poco, cada uno de estos pueblos, procedentes de un núcleo común, desarrollará su particularismo nacional y religioso, afirmando así su propia identidad. Tres Rusias que los azares históricos han unido o separado, pero con una raíz común en Kiev, la primera de las Rusias.

Dmitrii Donskoy murió en 1389, el mismo año en que el mundo ortodoxo tuvo que lamentar la derrota de Lázaro de Serbia y otros príncipes de los Balcanes ante el sultán otomano Murad, en la batalla de Kosovo. Con los mongoles ya islamizados imponiendo su ley en las Tierras rusas y los turcos otomanos apoderándose sin pausa de territorios del Imperio bizantino y de los principados balcánicos, las cristiandades —tanto la ortodoxa como la católica— comenzaron a experimentar la angustia del acoso musulmán, que ya no cedería hasta Lepanto y el sitio de Viena.

Dmitrii dejó la mayor y mejor parte de su herencia a su hijo Vasilii I, que aquel mismo año recibiría el yarlik de gran príncipe de Moscovia, no sin antes entregar al khan una enorme suma en oro y plata. Vasilii intenta proseguir así la política de expansión territorial iniciada por sus antecesores en el trono moscovita, pero no tendrá mucha fortuna. El nuevo gran príncipe llevó sus miras expansionistas a las lejanas tierras del Dvina del norte, que se revolvían contra su teórico soberano, la poderosa ciudad de Novgorod. Pero Vasilii fracasó en sus intentos de conservar esos territorios y hasta perdió algunas partes del principado de Nizhni-Novgorod. Tampoco tuvo éxito en su política respecto de los otros principados rusos, que ganaron amplios márgenes de independencia. La gran política moscovita sufría así un claro retroceso que, con toda seguridad, confirmó los puntos de vista de quienes no veían a Moscú liderando el proceso de unificación de las Tierras rusas.

En 1395 Moscú se enfrentó a la amenaza del poderoso y destructivo Tamerlán, que, en guerra con el khan de Sarai, Tokhtamysh, se propuso devastar sus territorios vasallos. Mientras Vasilii hacía los preparativos militares y los moscovitas se disponían a otro nuevo asedio, el metropolita Cipriano decidió trasladar a Moscú el icono más famoso y reverenciado de Rusia, la Madre de Dios de Vladimir, también llamada Nuestra Señora de Kazan, a la que se atribuían poderes milagrosos. Se trata de un bello icono del siglo XII, procedente de Constantinopla y trasladado a Kiev y, más tarde, a Vladimir. Inesperadamente, Tamerlán dio media vuelta y abandonó el territorio ruso, según algún cronista porque tuvo una visión en la que la Virgen, al frente de un ejército celestial, defendía Moscú mientras le pedía que se retirase. En la opinión de los historiadores modernos, Tamerlán, consciente de que había ya destruido la resistencia de Tokhtamysh, comprendió que no valía la pena gastar esfuerzos en unos territorios que nunca habían entrado en sus planes de conquista.

LA CONSOLIDACIÓN DEL PODER DE MOSCOVIA

Derrotado y exiliado Tokhtamysh, la Horda de Oro entró en un período de imparable decadencia que, ya en el siglo XV, desembocaría en su fragmentación, apareciendo sobre sus ruinas los nuevos khanatos de Kazan y Crimea. Para Rusia, el peligro lituano cobró una nueva dimensión después de que, en 1410, una coalición polaco-lituana a la que se sumaron algunos príncipes rusos derrotara a los Caballeros de la Orden Teutónica en la batalla de Grunwald, que los alemanes denominan Tannenberg. Aquella batalla, que detuvo definitivamente el avance alemán hacia el este, se convirtió en el símbolo del enfrentamiento entre eslavos y alemanes y, como señala Heller, «para estos últimos la derrota es una mancha negra en su historia, una vergüenza que no será lavada, en su espíritu, hasta agosto de 1914, cuando el ejército ruso sea derrotado en Prusia oriental, en la batalla de Tannenberg». Witowt, el gran duque de Lituania salió, indudablemente, muy reforzado de aquel victorioso encuentro con los occidentales, pero Moscovia se alarma, hasta el punto de que, después de quince años de no pagar el tributo a los tártaros, reanuda la ominosa obligación y Vasilii I viaja de nuevo a Sarai cargado de presentes para el khan. El peligro polaco-lituano se incrementa aún más cuando en 1413 una dieta conjunta de ambas naciones aprueba un nuevo tratado de unión que refuerza los vínculos entre ambos, pero dando una neta primacía a Polonia. Muerto Vasilii I en 1425, le sucede su hijo Vasilii II, que pasa su reinado empeñado en luchas sucesorias.

Por aquellas mismas fechas se planteó un problema religioso en relación con la vieja aspiración católico-romana de la unión de las Iglesias, que habría de tener amplias repercusiones en la vida política de Moscovia. La sede metropolitana de Moscú había quedado vacante desde la muerte de Photius, y era preciso que el patriarca de Constantinopla nombrara un sucesor. Tras diversas vicisitudes, con el problema del Cisma al fondo, en 1448, un concilio de obispos rusos eligió a Jonás, el obispo de Riazan, para la vacante sede metropolitana. El hecho tuvo una gran importancia, ya que a partir de entonces la Iglesia rusa no solo se convierte en Iglesia nacional, sino también en autocéfala, esto es, independiente de Bizancio. Con este acontecimiento Moscú acrecienta su prestigio y consolida su posición de capital religiosa de todas las Rusias, lo que potencia las aspiraciones de sus grandes príncipes a rematar su misión de grandes federadores del fragmentado mundo ruso, compuesto todavía de tantos principados con diversos grados de independencia.

El orden de sucesión basado en la primogenitura recibe una nueva confirmación cuando Vasilii II —cuyo reinado había estado tan convulsionado por las cuestiones sucesorias— designa en 1448 a su hijo Iván —el futuro Iván III— como heredero y le asocia a la gobernación, según una práctica habitual en el mundo bizantino. El hecho de que este paso lo diese Vasilii unilateralmente, sin contar con la decadente Horda de Oro, demuestra hasta qué punto la situación se había transformado en beneficio de los príncipes de Moscovia. Una muestra de esta nueva situación es que Vasilii empieza a usar la denominación de gosudar, que puede ser una versión directa del griego despotes y que implica una condición de señorío indiscutible, dotado de «soberanía», en el sentido en que esta última palabra será más tarde utilizada en Occidente. Ya muy al final de su reinado, los escritores eclesiásticos califican al gran príncipe como zar y samoderzhets (autócrata), en un proceso de ensalzamiento que ya no se detendrá. Vasilii II reafirmó también el control sobre las ciudades y principados menos dispuestos al sometimiento a Moscú, como Novgorod, Viatka, Pskov y Riazan. Hasta Tver, uno de los más acérrimos rivales de Moscú, se aproximó a Moscú en los últimos años de Vasilii II.

Iván III, cuyo reinado (1462-1505) ocupa el último tercio del siglo XV y el primer tercio del XVI, ha pasado a la historia con el sobrenombre de el Grande porque con él los objetivos seculares de Moscovia —la expansión territorial, el reforzamiento de su poder y la aceptación de su hegemonía por el resto de los príncipes rusos— alcanzan un punto culminante. Durante los reinados de Iván III el Grande y de su hijo Vasilii III, Moscovia culminará el proceso de expansión territorial y de consolidación de la autocracia. Los historiadores suelen tratar como una unidad ambos reinados, que abarcan el período que va de 1462 a 1533, porque su acción política, tanto interior como exterior, sigue las mismas líneas de fuerza, hasta el punto de que las del segundo se pueden considerar una continuación de las del primero. Fennell, biógrafo de Iván III, escribe que «su objetivo era la unión de todas las Rusias —la Grande, la Pequeña y la Blanca— bajo el liderazgo independiente del gran príncipe de Moscú, y la creación de un Estado centralizado»[13]. Vasilii III persiguió los mismos objetivos, utilizando los mismos métodos, esto es, las presiones sobre los nobles rusos en territorio lituano, los otros príncipes y el gran duque lituano; las alianzas matrimoniales; la diplomacia con los países occidentales, incluidos el Sacro Imperio de los Habsburgo y los khanatos tártaros (diplomacias todas ellas que obedecen a distintos usos y convenciones) y la acción militar, cuando los anteriores métodos no daban resultado. Esta política, proseguida sistemáticamente durante más de setenta años, produce unos espléndidos resultados, ya que al final del período el territorio del principado de Moscovia se ha más que triplicado, hasta alcanzar una extensión aproximada de unos 3.000.000 de kilómetros cuadrados, una inmensidad si se la compara con los reinos de Europa occidental. El designio político al que obedece esta política estaba muy claro en la mente de estos grandes príncipes moscovitas, hasta el punto de que Iván III manifestará abiertamente que «desde los tiempos de nuestros antepasados, la totalidad de la tierra rusa ha sido nuestro patrimonio».

Con la anexión en 1478 de Novgorod, la Moscovia de Iván III lleva su territorio hasta el océano Glacial Ártico y los Urales y aporta una plataforma para la futura expansión a Siberia y el Pacífico, pero, desde otro punto de vista, contribuye al debilitamiento de las relaciones con Occidente, que Novgorod había mantenido secularmente. No solo Lituania había sido desde mucho tiempo atrás socio comercial de Novgorod, sino también las ciudades hanseáticas alemanas. Quizá lo más importante es que con la caída de esta peculiar ciudad-estado desaparece el único atisbo de democracia que ha existido en Rusia. Como escribe Heller, «un sistema, extraño a la concepción moscovita de poder absoluto, quedaba liquidado»[14]. La política represiva y confiscatoria de Iván en relación con Novgorod continuó durante los últimos años del siglo XV y supuso un revolucionario cambio de propiedades e importantes movimientos de población. Debe subrayarse la peculiaridad de los sistemas rusos de propiedad, tan alejados de los occidentales, no solo en aquellos tiempos, sino después, mucho más recientemente. Esta inexistencia en Rusia de un sistema de propiedad privada similar al que, procedente del Derecho Romano, es propio de los países occidentales explica, en muy buena medida, las dificultades que ha encontrado la Rusia poscomunista para establecer una economía de mercado. A esto añadimos la existencia de comunidades rurales, esto es, de unidades corporativas que regulaban el aprovechamiento colectivo de los pastos, de los bosques, de los ríos, y, en parte también, de los cortes de las hierbas.

Conquistadas Tver, Pskov y Riazan, Moscovia ve asegurada su hegemonía. Según concluye Robert O. Crummey, «Moscú regía ahora todas las tierras del norte y del este de Rusia que durante un tiempo habían sido independientes. En el proceso de expansión, Iván III y Vasilii III transformaron Moscovia de un ambicioso principado en una nación-estado de enorme dimensión»[15].

El khanato de Crimea, que además de esta península comprendía los territorios limitados por los cursos inferiores del Don, al este, y del Dniéper, al oeste, es, durante el reinado de Iván III, un aliado de Moscú. Su khan, Mengli-Girey, dispone del apoyo de Moscú en sus luchas contra otros jefes tártaros, especialmente con lo poco que queda de la Horda de Oro. Pero los moscovitas siempre tuvieron la conciencia de que en su frontera sur persistía un peligro potencial. Muy diferente es el problema del khanato de Kazan, sumido en luchas intestinas sucesorias, en las que se injieren tanto Moscú como Crimea. Las relaciones entre Moscú y Kazan mejoraron, a pesar de lo cual no desaparecieron los choques armados en torno a Nizhni-Novgorod. Algo parecido ocurre con las relaciones con Lituania, que estuvieron marcadas por el signo de la confrontación, con el añadido de las diferencias religiosas entre los católicos lituanos y los ortodoxos rusos. Una primera guerra lituana de Iván III terminó con un tratado firmado en 1494 que reconoció el derecho de Moscovia a conservar las tierras conquistadas, así como las de los nobles que habían desertado. El gran duque de Lituania reconocía además al gran príncipe de Moscovia el título de soberano de toda la Rusia (gosudar vseia Rusi), que venía a significar el derecho moscovita a regir todas las tierras rusas, se supone que también las que todavía estaban en territorio lituano. Otras guerras se suceden hasta que una nueva tregua acordada en 1522 establece la frontera ruso-lituana para el resto del siglo. La importante plaza de Smolensko ya formaba parte de Moscovia.

CULMINACIÓN DE LA IDEOLOGÍA MOSCOVITA:
LA TERCERA ROMA

Como acertadamente señala Goehrke —en contra de la historiografía marxista, oficial en la época soviética—, en el proceso de consolidación del principado moscovita, ya desde el segundo cuarto del siglo XV, «los aspectos ideológicos, políticos y religiosos desempeñaron un papel por lo menos tan importante como los intereses económicos»[16]. En este sentido la afirmación de la autocracia se produce consistentemente a lo largo de los reinados de Iván III y Vasilii III. Ya Vasilii II había hecho acuñar monedas con la expresión de soberano (gosudar) de todo el territorio de Rusia, simplificado después por soberano de toda Rusia. En este proceso de consolidación del poder autocrático de los grandes príncipes —que no tardarán en convertirse en zares— es esencial el papel desempeñado por la Iglesia ortodoxa, que contribuye decisivamente a fortalecer el poder del gran príncipe, a la larga en perjuicio propio. Así, cuando el sínodo ruso de 1459 elige a un metropolita, por primera vez sin la aprobación del patriarca de Constantinopla, se establece que bastaba la aprobación del gran príncipe, lo que supone reconocerle algo más que un protectorado sobre la Iglesia.

A partir de ahí se configura una especie de «cesaropapismo» en virtud del cual el soberano llega a asumir algunas funciones espirituales propias de la autoridad eclesiástica. En cualquier caso, en Oriente la idea de dos poderes —sacerdotium e imperium— totalmente separados no madura nunca plenamente, a diferencia de lo que ocurre en Occidente. Estas diferencias en cuanto al sistema de relaciones entre la Iglesia y el Estado quizá expliquen, más de lo que pudiera parecer a simple vista, las peculiaridades de Rusia respecto al mundo occidental. La insuficiente autonomía espiritual de la Iglesia ortodoxa rusa explicaría así la peculiar evolución de Rusia y la tardía recepción en aquellas tierras de la idea de los derechos humanos y de las libertades. La aplicación de todas estas ideas al gran principado de Moscovia explica la tendencia de los metropolitas rusos a fortalecer la autoridad del gran príncipe, en el entendimiento de que eso es conveniente para la protección de la Iglesia y por exigencias de la propia tradición ortodoxa. La conclusión es que la Iglesia se convierte en un firme apoyo de la dinastía y en un instrumento de sus planes políticos.

Estas ideas se concretarán, de una manera más articulada, en el concepto de la «Tercera Roma» que surge durante el reinado de Iván III, aunque la primera constancia escrita es de 1511, fecha de la famosa carta-profecía del monje Philoteus, del monasterio Eleazer de Pskov, dirigida al gran príncipe Vasilii Ivanovich, hijo de Iván y de la princesa bizantina —dato importante— Sofía Paleólogo. Se describe en la epístola el destino fatal de las dos precedentes Romas y se le asigna una misión a la Tercera y definitiva, esto es, Moscú:

La Iglesia de la antigua Roma cayó a causa de la herejía apolinaria como la segunda Roma —la Iglesia de Constantinopla— ha sido tajada por el hacha de los agarenos. Pero esta tercera nueva Roma, la Iglesia Universal Apostólica, bajo tu poderosa autoridad, irradia la fe ortodoxa cristiana hasta los confines de la tierra, más brillantemente que el sol […]. En todo el universo tú eres el único zar de los cristianos […] escúchame, oh piadoso zar, todos los reinos cristianos han convergido en el tuyo solo. Dos Romas han caído, la tercera es sólida y no habrá una cuarta.

Es un hecho comprobado, además, que la «profecía» de Philoteus conoció en Rusia una amplia difusión y que, hasta el reinado de Pedro el Grande, formó parte, palabra por palabra, del rito de coronación de los zares.

Relacionado con esta pretendida herencia bizantina está el creciente uso del título de zar, palabra que deriva del latín caesar[17], que en los textos medievales rusos se reservaba para los emperadores bizantinos y para los khanes de la Horda de Oro. Usos ocasionales anteriores aparte, es con Iván III con quien se inicia el uso sistemático, si bien cauteloso y prudente, del título de zar en los documentos oficiales y, lo que es aún más importante y significativo, en sus negociaciones con los Habsburgo. Estas negociaciones son el fruto del viaje de un caballero alemán, Nicolás Poppel, que, en 1487, a su vuelta de Moscovia, informa al emperador Federico III del creciente poderío de aquel nuevo Estado, que acababa de sacudirse el yugo tártaro y que se había enfrentado con éxito con los lituano-polacos. Federico III, aplicando el viejo principio de que «los vecinos de mis enemigos son mis amigos», cree que Iván III puede ser un buen aliado contra la Polonia de los Jagelones y vuelve a enviar a Poppel en calidad de embajador imperial, con la oferta de casar a su sobrino, el margrave Alberto, con la hija del gran príncipe ruso, al tiempo que le ofrecía el título de rey. La respuesta de este no puede ser más significativa: Los soberanos moscovitas, «nombrados por Dios […] no han recibido jamás la investidura de nadie, ni tampoco la quieren ahora». En el contexto de estas negociaciones Iván insiste en darse a sí mismo el título de zar, pretensión a la que se resiste el emperador habsburgo. Por fin en 1512, y dentro del tratado firmado entre el ya emperador Maximiliano I y Vasilii III, este recibe el título de zar y el reconocimiento de igualdad que implica. En la década de los noventa del siglo XV, Iván empieza a utilizar también el águila de dos cabezas, como símbolo de soberanía e igualdad con los emperadores. En contra de la tesis tradicional, que veía en el águila bicéfala un emblema bizantino, un trabajo, ya clásico, de Gustave Alef de 1966 ha demostrado que este símbolo se adopta en imitación del escudo de armas de los Habsburgo, aunque, por ser Moscovia un Estado oriental ortodoxo, se copia un diseño bizantino.

En el mesianismo de la ideología de la Tercera Roma hay también un fuerte componente milenarista derivado del hecho de que el viejo calendario ortodoxo llegaba solo hasta el año 1492, fecha en la que se cumplían los 7000 años desde la creación del mundo, que, según el mismo calendario, habría tenido lugar en el año 5508 a. C. Esto dio origen a la creencia de que se acercaba «el fin de la historia» (quinientos años antes que Fukuyama), cuando no el fin del mundo. Para Philoteus, «el “zarato” ruso es el último reino terrenal, que será seguido por el eterno reino de Cristo», aunque en plena psicosis escatológica otro monje de Pskov verá en el zar conquistador un heraldo del Anticristo.

Por cierto que, en este contexto, despertó un enorme interés la figura del mallorquín Raimundo Lulio y sus pretensiones de encontrar una «ciencia universal», hasta el punto de que su obra Ars Magna, Generalis et Ultima fue traducida al ruso. No fue esta la única influencia mallorquina y del propio Lulio en la Moscovia de esta época, ya que, por sorprendente que pueda parecer, según la tesis de G. Uspensky, en una obra publicada en Kharkov en 1818, la destilación del vodka se perfeccionó en Mallorca y fue transmitida a los genoveses por el propio Raimundo Lulio, de forma que este conocimiento llegó a Rusia a finales del siglo XIV o principios del XV, vía las colonias genovesas de Crimea. Desde nuestra perspectiva de finales del siglo XX resulta curioso señalar que fueron los médicos los principales introductores del vodka en Rusia y que esta bebida era popularmente considerada una especie de elixir de vida dotado de ocultas cualidades curativas. Se explica quizá así la rápida difusión del consumo de vodka entre todas las clases sociales, hasta llegar a ser uno de los más graves problemas que siguen afectando a la sociedad rusa[18].

En este ambiente semiapocalíptico surgió una herejía, la de los «judaizantes», que arraigó sobre todo en Novgorod procedente de Occidente, de carácter nítidamente cristiano, a pesar de su nombre. Extendida hasta Moscú y bien acogida por las clases dirigentes, el arzobispo de Novgorod, Gennadius, inicia la lucha contra esta herejía. Vale la pena destacar que, informado por un fraile dominico que vivía en Novgorod de los objetivos y métodos de la Inquisición, que acababa de ser instaurada en Castilla por los Reyes Católicos, Gennadius organiza incluso una especie de auto de fe.

Durante los reinados de Iván III y Vasilii III, Moscovia se configura como una potencia, la más importante de la zona y se diseñan, con trazos ya muy señalados, algunas de las constantes estratégicas de la política exterior rusa. En suma, Moscovia empieza a contar en el escenario político internacional, aunque, como escribe Heller, «a principios del siglo XV, Moscú conoce al mundo incomparablemente mejor de lo que el mundo conoce a Moscú». Empiezan a existir, no obstante, relatos de viajeros occidentales que narran aspectos de la vida moscovita. El más importante de estos relatos es el Rerum Moscovitarum Comentarii, del diplomático alemán Segismond de Herberstein, que viaja a Moscú dos veces, en 1517 y 1526, durante el reinado de Vasilii III, como embajador del emperador Maximiliano I. Herberstein se queda impresionado por el poder de que dispone el soberano de Moscú, lo que le lleva a escribir: «Por el poder que ejerce sobre sus súbditos supera fácilmente a todos los monarcas del mundo […] Su poder se aplica tanto al clero como a los laicos y dispone a su gusto y sin el menor obstáculo de la vida y de los bienes de todos».

El recelo ante esta gran potencia que está surgiendo en los confines orientales de Europa alimenta, ya desde entonces, una cierta rusofobia, que también va a ser una constante en la historia europea. Así, en el contexto de la guerra contra Lituania y después de que las tropas rusas fueran derrotadas en la batalla de Orcha (1514), el emperador Maximiliano I se dirige al gran maestre de la Orden Teutónica (1518) para pedirle que no apoye a Moscú en sus guerras de conquista y le escribe: «La integridad de Lituania […] es provechosa para el conjunto de Europa; la potencia de Moscovia es peligrosa». Por cierto que los historiadores bielorrusos actuales consideran esa batalla de Orcha la revelación de un cierto «Estado bielorruso-lituano», que sería un antecedente de la Belarús-Bielorrusia nacida tras la desintegración de la Unión Soviética.