En el suelo del patio, delante de la casa, había un bloque enorme de granito. Se trataba de una vieja rueda de molino, desgastada y bordeada de hierba. Colocaron el grial encima de aquel bloque gris y lleno de motitas brillantes y se dispusieron alrededor mientras Merriman se sacaba del bolsillo el pequeño y abollado cilindro que contenía el manuscrito. Sacó el rollo de pergamino, cuyos bordes ya empezaban a agrietarse y desmenuzarse, lo desplegó y lo colocó sobre la superficie desigual de la piedra.
—Esta es la segunda ocasión que tenemos para mirarlo —dijo.
Los niños recogieron piedras de la hierba y las pusieron con cuidado sobre los bordes del pergamino para mantenerlo liso. Luego se apartaron instintivamente a un lado para que Merriman y el capitán Toms pudieran examinar el grial y el manuscrito.
De pronto Barney, que estaba al lado de Merriman, se dio cuenta de que Will estaba detrás de él, completamente inmóvil. Se apartó a un lado rápidamente.
—Pasa aquí —dijo—. Vamos.
El grial dorado resplandecía bajo el sol. Los grabados de sus lados estaban limpios y se veían con claridad, pero el oro pulimentado del interior, tal como había dicho Simon, estaba ennegrecido. Will contempló los delicados grabados por primera vez en su vida y vio los paneles que representaban con nitidez escenas de hombres corriendo, luchando y agachándose detrás de sus parapetos: hombres vestidos con túnicas y con extraños yelmos que blandían espadas y escudos.
Los grabados despertaron en él recuerdos de cosas que había olvidado que estaban en su mente. Miró más de cerca las palabras y las letras intercaladas entre las figuras y el último panel del grial, que estaba todo lleno de palabras en el mismo lenguaje cifrado que ningún académico había sido capaz de comprender.
Al igual que los otros dos Antiguos, empezó a comparar los signos del viejo manuscrito con los signos del grial y poco a poco la relación se fue volviendo más clara.
Will sintió que se le aceleraba la respiración a medida que el significado de la inscripción tomaba forma en su mente.
Merriman miró el manuscrito. Lentamente y en tono muy grave, como si estuviera recitando una lección, empezó a decir:
En el día de los muertos, cuando el año también muere,
Deben los más jóvenes abrirse camino por las colinas antiguas,
Por la puerta de las aves donde la brisa irrumpe.
Allí el fuego huirá del muchachocuervo,
Y de los ojos de plata que ven el viento,
Y la luz obtendrá el arpa de oro.
Se detuvo con el rostro crispado por culpa de la concentración.
—No es fácil —se dijo a sí mismo—. Cuesta seguir los signos.
El capitán Toms se apoyó en su pesado bastón y observó otro panel del grial. Se puso a recitar con voz suave. Su acento arrullaba las palabras:
Junto al hermoso lago yacen los Durmientes,
En el Camino de Cadfan donde gritan los cernícalos;
Y aunque las siniestras sombras del Rey Gris se ciernen,
A pesar de todo el arpa dorada dirigirá la canción
Que romperá su sueño y los hará cabalgar.
Will se arrodilló junto al bloque de granito y volvió a prestar atención al grial.
Cuando la luz regrese de la tierra perdida,
Seis Durmientes cabalgarán y seis Señales arderán,
Y cuando el árbol del estío sea más alto que ningún otro
La Obscuridad será derrotada por la espada de Pendragon.
Merriman se puso de pie.
—Y el último verso de todos será el conjuro —dijo, mirando fijamente a Will. Aquella mirada profunda de ojos negros se clavó en su mente—. Recordad: Y maent yr mynyddoedd yn canu, ac y mae’r arglwyddes yn dod. «Las montañas cantan y la Dama aparece». Recordad.
Se inclinó sobre el bloque de granito, quitó las piedras que hacían peso, enrolló el diminuto manuscrito y se lo guardó en una mano.
Luego miró a Will y al capitán Toms como si los Drew no existieran.
—¿Lo tenéis todo? —dijo.
—Sí —dijo Will.
—Está bien memorizado —dijo el capitán Toms.
Con gesto brusco, Merriman apretó el puño y el diminuto rollo de pergamino acartonado y de bordes rotos se deshizo al instante en fragmentos minúsculos como granitos de arena y livianos como el polvo. Luego extendió el brazo y abrió los largos dedos para esparcir en todas direcciones una lluvia de polvillo del pergamino, que así desaparecía para siempre.
Los niños dejaron escapar un chillido.
—¡Gumerry! —le dijo Jane, consternada—. ¡Lo has estropeado todo!
—No —dijo Merriman.
—Pero no se entiende lo que dice el grial. Nadie puede entenderlo sin el pergamino. —La cara de Simon estaba crispada de perplejidad—. ¡Vuelve a ser un misterio igual que al principio!
—No para nosotros —dijo el capitán Toms. Se sentó con cuidado en el bloque de granito, cogió el grial y lo hizo girar en sus dedos de modo que la luz del sol arrancó destellos de sus lados labrados—. Ahora sabemos lo que dice el mensaje oculto del grial. Esa información orientará los próximos doce meses de nuestras vidas y muy pronto nos ayudará a salvar para siempre a los hombres de un terror enorme. Y ahora que lo hemos memorizado, nunca lo olvidaremos.
—Yo ya lo he olvidado —se lamentó Barney—. Todo salvo un trozo sobre un arpa de oro y un rey gris. ¿Cómo va a haber un rey gris?
—Claro que ya lo habéis olvidado —dijo el capitán Toms—. Esa era la intención. Y ni siquiera nos hace falta un conjuro para olvidarlo, tal como hizo nuestro amigo de la Obscuridad. Confiamos en la mortalidad de vuestra memoria.
—Y ya no hay que preocuparse porque nadie más pueda recordarlo —dijo Simon, empezando a entenderlo—, porque nadie más lo va a ver ni oír.
—Es una pena —dijo Jane con tristeza— que el secreto de la pobre Brujaverde se destruya de esa forma.
—Ha cumplido su propósito —dijo Merriman. Su voz grave se elevó un poco y adoptó un tono ligeramente ceremonioso—. Un propósito muy elevado para el cual fue creado hace mucho tiempo. Nos ha hecho avanzar un poco más por el camino que lleva a evitar que triunfe la Obscuridad. Y eso es lo más importante.
—El último verso que has leído en el grial y el manuscrito —dijo Barney—, ¿en qué idioma estaba?
—En gales —respondió Merriman.
—¿La última parte de la búsqueda tiene lugar en Gales?
—Sí.
—¿Y nosotros tomaremos parte en ella?
—Esperad y veréis —dijo Merriman.
Estaban tumbados en la playa en actitud perezosa, recobrándose de un picnic copioso. Simon y Barney se pasaban una pelota sin molestarse en ponerse de pie. Bill Stanton miró a los niños y al bate de cricket que había junto a ellos con optimismo nostálgico.
—Espera y verás —le dijo a su mujer, que se estaba bronceando—. Te enseñaremos cómo se juega exactamente dentro de un rato.
—Estupendo —dijo Fran Stanton en tono soñoliento. Jane estaba tumbada de espaldas y contemplaba el cielo azul con los ojos entrecerrados. Se apoyó sobre los codos y miró el mar. La arena estaba muy caliente. Hacía un día hermoso, soleado y sin viento. Para ser Cornualles era un día excepcional.
—Me voy a dar un paseo —dijo a nadie en particular. Y se marchó por la arena, atravesando la playa alargada y dorada, en dirección a las rocas que brillaban por efecto de las algas que la bajamar había dejado a los pies de Kemare Head. La punta de cabo se alzaba ante ella. Una pendiente cubierta de hierba daba paso a un acantilado escarpado y gris. Y en la cima, los riscos se recortaban contra el cielo formando una verdadera muralla.
Jane tenía la cabeza llena de recuerdos. Empezó a caminar sobre las rocas, dejando escapar pequeñas muecas de dolor cada vez que se le clavaban en los pies, que todavía no estaban curtidos por el verano. Era allí mismo donde el año pasado ella, Barney y Simon habían llegado al clímax de su aventura: el rescate del grial que había pasado cientos de años en una caverna, cuya entrada estaba totalmente cubierta por las aguas salvo en los momentos de marea más baja. Era allí donde habían empezado a huir de la Obscuridad que los perseguía, llevando consigo el grial y el pequeño estuche de plomo que habían encontrado en su interior. Y era allí mismo, recordó mientras llegaba al extremo de la formación rocosa, con la espuma blanca de las olas rompiendo a sus pies, donde el pequeño estuche de plomo se había caído al mar por culpa de la agitación con que habían salvado el grial y se había hundido en sus profundidades.
Y la Brujaverde lo había encontrado allí y lo había convertido en un precioso secreto.
Jane miró el agua verde y profunda que se extendía más allá de los rompientes.
—Adiós, Brujaverde —dijo con suavidad.
Se desabrochó una pequeña pulsera plateada que llevaba en la muñeca, la sopesó en la mano y levantó el brazo para arrojarla al mar.
—No lo hagas —dijo con amabilidad una voz detrás de ella.
Jane se sobresaltó y estuvo a punto de perder el equilibrio. Se dio media vuelta y vio a Will Stanton.
—¡Oh! —dijo—. Me has dado un buen susto.
—Lo siento —dijo Will. Avanzó haciendo equilibrios hasta llegar junto a Jane. Sus pies descalzos se veían muy blancos sobre las algas obscuras que cubrían las rocas.
Jane miró el rostro redondo y amable de Will y luego observó la pulsera que tenía en la mano.
—Ya sé que parece una tontería —admitió a regañadientes—, pero quería darle a la Brujaverde otro secreto para que lo guardara. Para reemplazar el que nos llevamos. En mi sueño —hizo una pausa, ligeramente avergonzada, pero luego continuó animosamente—, en mi sueño le dije que le daría otro secreto y la Brujaverde contestó con su voz atronadora que era demasiado tarde. Luego desapareció. Jane se quedó callada, mirando el mar.
—Solamente te he dicho que no lo hagas —dijo Will—, porque no creo que tu pulsera sirva para eso. Es de plata, ¿verdad? Eso quiere decir que el agua salada la dejará toda negra y sucia.
—Oh —dijo Jane, con tristeza.
Will movió los pies sobre la roca mojada y rebuscó en su bolsillo. Observó brevemente a Jane y luego miró a lo lejos. —Yo ya sabía que querías darle algo a la Brujaverde. Pensé que a lo mejor esto te servía.
Jane lo miró. En la palma de la mano extendida de Will había el mismo estuche de plomo con manchitas verdes donde había estado el manuscrito, el primer secreto de la Brujaverde. Will le quitó la tapa y dejó caer un pequeño objeto en la mano de la niña.
Jane vio una tira de metal dorado y brillante, con una palabras minúsculas minuciosamente labradas.
—Parece oro —dijo ella.
—Lo es —dijo Will—. Tiene pocos quilates pero es oro. Dura para siempre, aunque esté allí en el fondo.
Jane leyó la inscripción: «Poder de la bruja verde, perdida en el fondo del mar».
—Es un verso de un poema —dijo Will.
—¿De verdad? Es perfecto. —Jane pasó un dedo por la superficie brillante de oro—. ¿De dónde lo has sacado?
—Lo he hecho yo.
—¿Lo has hecho tú? —Jane se volvió y lo miró con tanto asombro que Will no pudo evitar reírse.
—Mi padre es joyero. Me está enseñando a grabar. A veces lo ayudo en su taller, después de la escuela.
—Pero esto lo debiste de hacer antes de venir aquí, antes incluso de saber que íbamos a encontrarnos con la Brujaverde —dijo Jane en voz baja—. ¿Cómo supiste lo que tenías que hacer y lo que tenías que escribir?
—Supongo que tuve suerte —contestó Will, y su voz dejó entrever un matiz educado pero tajante que a Jane le recordó enseguida a Merriman: era aquel tono de voz que no permitía ser cuestionado.
—Ya.
Will colocó la pequeña banda dorada en el estuche y ajustó bien la tapa. Luego se lo dio a la niña.
—Aquí tienes tu secreto, Brujaverde —dijo Jane, y lo arrojó al mar. El estuche se perdió entre las olas. La espuma bañaba las rocas cubiertas de algas. La luz del sol hacía que las olas brillaran como cristales rotos—. Gracias, Will Stanton. —Hizo una pausa y lo miró—. No eres como todos nosotros, ¿verdad?
—No del todo —respondió Will.
—Espero que volvamos a vernos alguna vez.
—Estoy convencido de que así será.
El señor y la señora Penhallow salieron a despedirlos a la escalera de la casa cuando se marcharon. Merriman iba a llevar a los cuatro niños hasta el tren de Londres y los Stanton se iban a pasar el día a Truro. —¡Adiós!
—¡Que tengáis buen viaje! ¡Adiós!
Los coches se alejaron bordeando el muelle. Las gaviotas daban vueltas y chillaban en el cielo.
—A mí me parece que esta vez el profesor ha encontrado lo que buscaba —dijo el señor Penhallow, chupando su pipa con gesto pensativo.
—¿La copa dorada del año pasado? ¿La que robaron en Londres? Sí. Pero me da la impresión de que había algo más. —La señora Penhallow miró con expresión meditabunda el lugar por donde el coche había desaparecido al doblar un recodo.
—¿Algo más?
—No fue ningún accidente que viniera aquí por la Brujaverde. No lo había hecho nunca. Y también fue la primera vez en muchos años que el capitán Toms venía a casa por la Brujaverde. No sé, Walter. Creo que aquí pasa algo raro.
—Estás soñando —dijo el señor Penhallow indulgentemente.
—No, yo no. Pero la pequeña Jane sí que estaba soñando una noche. La misma noche en que todo el mundo estaba soñando, la noche en que todo el pueblo andaba revuelto. A la mañana siguiente se habló mucho. Se habló de cosas que es mejor olvidar. Y aquella mañana yo estaba al lado de los dormitorios, haciendo mis tareas, cuando de pronto la pequeña Jane se despertó. Dejó escapar un chillido, salió disparada de la habitación y se fue corriendo con sus hermanos.
—Pues entonces es que tuvo un sueño —dijo el señor Penhallow—. Por lo visto tuvo una pesadilla. ¿Y qué?
—No es su pesadilla lo que más recuerdo. —La señora Penhallow contempló la quietud de la bahía y las gaviotas en el cielo—. Es su habitación. La noche antes estaba limpia como los chorros del oro. Jane es una mocita muy ordenada. Pero aquella mañana toda la habitación estaba llena de ramitas y hojas. Hojas de espino y de serbal. Y todo estaba impregnado por el olor del mar.