Capítulo 12

Los niños entraron en tropel en el dormitorio de Merriman, con el pelo alborotado de dormir y los pijamas arrugados.

—¿Dónde está?

—Probemos abajo. ¡Vamos!

Merriman y Will estaban tranquilamente sentados en el salón, desayunando y con aspecto de llevar varias horas levantados y vestidos. Cuando Simon, Jane y Barney entraron alborotando en el salón, su tío abuelo bajó un periódico enorme y arrugado y les echó un vistazo por encima de sus medias gafas de montura dorada, asombrosamente suspendidas del alto puente de su nariz.

—Ah —dijo mirando el maltrecho cilindro de plomo que le ofrecía Jane—. Ah.

Will dejó su tostada en el plato y su cara redonda se iluminó con una sonrisa de oreja a oreja.

—Bien hecho, Jane —le dijo.

—Pero si yo no he hecho nada —dijo Jane—. Sólo… Simplemente ha aparecido.

—Pediste un deseo —contestó Will.

Ella lo miró, sorprendida.

—¿No vamos a abrirlo? —preguntó Barney con impaciencia—. Va, Gumerry.

—Bueno. —Merriman tomó la cajita de plomo de las manos de Jane y la depositó sobre la mesa. Sus ojos negros destacaban brillantes en su rostro surcado de arrugas—. De acuerdo.

Jane seguía con la vista fija en Will y su tío abuelo.

—Vosotros sabíais que la tenía —dijo—. Ya lo sabíais.

—Confiábamos en que la tuvieras —contestó Merriman amablemente.

—Lleva mucho tiempo en el mar —dijo Simon tocando la caja con un dedo, como si le rezara—. Miradla, está cubierta de algas y cosas… ¿No habrá entrado agua? Será culpa mía, por lo del verano pasado. Sólo la abrí una vez para ver qué tenía dentro y luego la volví a cerrar. Y si el manuscrito se ha estropeado, y si no la cerré bien…

—Déjalo —le pidió su hermana.

Merriman cogió el cilindro con sus dedos, largos y nervudos, y, cuidadosamente, giró y tiró del metal reverdecido por el mar hasta que uno de los extremos se soltó súbitamente. De dentro sobresalía un rollo de grueso pergamino, proyectado desde la parte inferior del cilindro como si fuera un dedo acusador.

—¡Está perfecto! —exclamó Simon con la voz quebrada. Carraspeó y se enderezó, aunque resultaba difícil recuperar la dignidad enfundado en un pijama.

—¿Qué dice? —Barney se abrazada a sí mismo, sacudiéndose de impaciencia—. ¿Qué dice?

Muy despacio y con gran delicadeza, Merriman sacó el rollo manuscrito de la pequeña caja de plomo. Lo desenrolló cuidadosamente sobre la mesa, sosteniéndolo con una de sus enormes manos.

—Sólo podremos hacer esto dos veces como máximo, después se convertirá en polvo —explicó—. Así que esta es la primera.

Sus largos dedos sostenían el pergamino marrón y crujiente extendido sobre el mantel de color blanco. Contenía dos densos bloques de signos escritos en negro. Los niños lo miraron petrificados, con cara de consternación.

—¡Pero si no pone nada! ¡Eso no es ningún idioma!

—¡Es un galimatías!

—¿Qué es esta escritura, Gumerry? —preguntó Jane, más cauta que sus hermanos—. ¿Existe algún tipo de alfabeto así?

Jane miró sin esperanzas la serie de signos negros, compuesta por comas inclinadas y rectas, solas y en grupos, como los garabatos aleatorios de un hombre ordenado.

—Sí —contestó Merriman—. Sí que existe. —Levantó la mano de la mesa y el manuscrito se enrolló otra vez mientras Will, que había estado mirando el pergamino por encima de su hombro, regresó a su silla en silencio—. Existe un alfabeto antiguo llamado Ogham que no estaba pensado para nuestro tipo de escritura… Se parece a esto. Pero este mensaje está cifrado. Recordad que no tendrá ningún sentido hasta que consigamos el grial; fue escrito para acompañar la inscripción del cáliz, para mostrar su significado. Uno aclara el otro.

—¡Pero si no tenemos el grial! —gimió Barney.

—La Obscuridad —dijo Simon amargamente—. El pintor. —Entonces se enderezó con el rostro lleno de esperanza—. Pero podemos conseguirlo, podemos ir al carromato y cogerlo. A él se lo llevaron a…

—¡Buenos días! —La señora Penhallow apareció muy animada con una bandeja—. Os oí hablar, pequeños. Aquí tenéis el desayuno.

—¡Genial! —respondió Barney de inmediato.

Merriman dejó caer suavemente el diario sobre el manuscrito y la caja.

—Bueno —dijo Jane tratando de alisarse la bata arrugada—. Aún no estamos vestidos, pero gracias.

—¡Vaya por Dios! ¿Y quién se preocupa de esas cosas en vacaciones? Ahora lo que tenéis que hacer es relajaros mientras os arreglo las habitaciones. —La señora Penhallow dejó la bandeja y salió rumbo a la cocina, al rato apareció con la escoba y el trapo para el polvo. Cuando por fin se la oyó subiendo la escalera del otro lado de la puerta que conectaba ambas casas, Simon dejó escapar un largo suspiro y empezó a hablar otra vez, tenso y entusiasmado.

—Lo llevaron al hospital, así que podemos ir al carromato. ¡Seguro que todavía no ha vuelto! El pintor…

Will lo interrumpió con un silbido y alzó la mano a modo de alerta. Alguien dio un traspié al otro lado de la puerta, se oyeron unos murmullos y después apareció Bill Stanton, bostezando y parpadeando mientras se ataba el cinturón de una curiosa bata con un estampado a rayas como el de las hamacas. Miró a los Drew mientras se llevaba la mano a la boca para tapar un bostezo.

—Bueno —dijo—. Me alegro de que al menos alguien tenga la misma pinta que yo.

Simon se sentó bruscamente en la silla y empezó a rebanar el pan con rabia.

—¿Cómo le fue anoche, señor Stanton? —preguntó Barney.

—Mejor no hablar del tema —contestó el tío de Will—. ¡Menuda nochecita! El loco aquel que llevábamos al hospital se escapó.

—¿Se escapó? —Se hizo un silencio absoluto—. Espero que se encuentre bien —dijo el señor Stanton. Se sentó y se acercó la tetera—. Pero la verdad es que nos dio muchos problemas. Iba callado como una tumba en el asiento de detrás. Habría jurado que todavía estaba inconsciente porque no hacía ningún ruido. Entonces, a mitad de camino de Saint Austell, en una zona muy obscura de la carretera, algo se interpuso repentinamente en mi camino y lo atropellé. —Bebió un sorbo largo de té y suspiró agradecido—. Así que paré el coche y bajé a echar un vistazo. Porque claro, no puedes dejar a un animal sufriendo, ¿no? Y mientras estaba fuera, el tipo abrió la puerta trasera del otro lado, bajó del coche de un salto y desapareció a campo traviesa antes de que Frannie pudiera reaccionar.

—Pero estaba herido —dijo Jane—. ¿Podía correr?

—Como una liebre —aseguró el señor Stanton peinándose el pelo que le bordeaba la calva—. Le oímos hacer mucho ruido, imagino que cruzando los setos. Estuvimos bastante rato buscándolo, pero no llevábamos linterna y el lugar, de noche y con mal tiempo, no era demasiado acogedor, la verdad. Así que al final fuimos hasta Saint Austell y le explicamos a la policía lo ocurrido. A Fran le pareció lo más correcto, ya que habíamos pedido al capitán Toms que hablara con el agente de Trewissick. Aunque después resultó que no le había dicho nada, ¿verdad, Merry?

—Intentamos hablar con él —contestó Merriman de manera insulsa—. Pero el agente Tregear no estaba en el pueblo.

—Bueno, la policía de Saint Austell nos tomó por unos chiflados y no andaban desencaminados. Al final regresamos. De madrugada. —El señor Stanton bebió un poco más de té y volvió a suspirar—. Por muy inglés de nacimiento que sea —lloriqueó— la verdad es que me gustaría que alguna que otra vez la señora Penhallow preparara café para desayunar.

—¿Qué tipo de animal atropello? —preguntó Barney.

—Ni lo vimos. Supongo que era un gato. A mí me pareció más grande… quizás fuera un tejón. Para cuando acabamos con todo aquello —rió— habíamos llegado a la conclusión de que sería un viejo fantasma de Cornualles.

—Oh —susurró Jane.

—En fin, basta ya del tema —dijo el señor Stanton—. Todos nos comportamos como buenos samaritanos y me imagino que el tipo está la mar de bien. A propósito, niños, hoy es el último día que pasáis aquí, ¿verdad? Parece que va a hacer buen tiempo. Frannie se preguntaba si podríamos ir todos de picnic a esa gran playa que hay al otro lado de Kemare Head.

—Una buena idea —intervino rápidamente Merriman, sin darles tiempo de reaccionar—. Dentro de un rato, ¿de acuerdo? Antes quiero enseñarles una cosa a los niños.

—Muy bien. Me va a llevar mi tiempo recuperarme de la nochecita de ayer. Creo que Fran todavía no se ha despertado.

—¿Qué quieres enseñarnos, Gumerry? —preguntó Jane más por educación que por curiosidad.

—Va, nada, una granja vieja.

Cruzaron el pueblo dando tumbos dentro del enorme coche de Merriman.

Jane y el capitán Toms iban delante y los chicos detrás, acompañados por Rufus, feliz y juguetón. Las ventanillas estaban bajadas pero no corría nada de viento y el sol estaba ya muy alto; aquel prometía ser un día de primavera excepcionalmente caluroso.

—¡Pero estará esperándonos! —dijo Simon—. ¡Seguro que estará, por eso se escapó! Gumerry, ¿cómo puede ser que nos presentemos allí en coche?

Simon parecía cada vez más preocupado. Will lo miró con lástima, pero no dijo nada.

—El hombre de la Obscuridad no volverá a molestarnos, Simon —dijo por fin Gumerry sin volver la cabeza.

—¿Por qué no? —preguntó Barney.

—¿Cómo lo sabes? —insistió su hermano.

—Volvió a intentar enfrentarse a los derechos de la Brujaverde —explicó Gumerry mientras el coche daba la vuelta a una esquina—. Y la Magia Salvaje, a la que pertenece la Brujaverde, se deshizo de él. —Gumerry se calló. Aquel silencio, los niños lo sabían, significaba que se acababa el turno de preguntas.

—Anoche —dijo Simon.

—Sí —confirmó su tío abuelo.

Jane miró de reojo el perfil aguileño de Merriman, preguntándose por un instante qué le habría pasado exactamente al pintor de la Obscuridad. Pero enseguida recordó lo que había presenciado y se alegró de no saberlo.

Casi sin darse cuenta de cuánto se habían alejado, el enorme automóvil se salió de la carretera y cogió un estrecho camino lateral cubierto por un techo de ramas bajas y encabezado por el cartel que anunciaba la entrada a la granja Pentreath.

—¿No sería mejor ir a pie? —preguntó Simon, nervioso.

—Va, no te preocupes. Esta vieja carraca ha visto baches peores que estos en sus tiempos —contestó Merriman, haciéndose el tonto.

Simon intentó aguantarse su inquietud. Contempló las laderas verdes tapizadas de hierba y árboles de denso follaje cuyas ramas arañaban las ventanillas del coche. Al aproximarse al último recodo del camino antes de volver a ver el carromato del pintor cruzó las manos inconscientemente y con el último bandazo del coche tensó la expresión, luchando por no cerrar los ojos.

Y al mirar hacia el claro salpicado de arbustos, descubrió que el carromato ya no estaba.

—Alto —dijo en un tono agudo extraño en él. Merriman frenó sin preguntar y Simon bajó del coche, seguido de su hermano. Ambos corrieron hacia el lugar donde antes estaba el carromato, donde el caballo pacía indolente y donde el hombre de la Obscuridad había utilizado la mente de Barney para sus propios fines.

No había rastro de que nada ni nadie hubiera pasado por allí desde hacía meses. No había ninguna brizna de hierba doblada ni ninguna rama pisoteada. Rufus, que había saltado del coche detrás de ellos, correteaba de un lado para otro olfateando el suelo y buscando en círculos sin encontrar ninguna pista. De repente se paró, levantó la cabeza y la sacudió de un lado a otro en un gesto muy poco perruno, como cuando a alguien le zumban los oídos, acto seguido echó a andar a buen paso y desapareció tras el siguiente recodo del camino.

—¡Rufus! —gritó Simon—. ¡Rufus!

—Déjalo —le sugirió el capitán Toms desde el coche—. Vuelve aquí, lo seguiremos con el coche.

El enorme coche siguió avanzando sendero abajo y al girar la última curva se encontraron delante de la granja.

El edificio bajo y gris parecía todavía más decrépito de lo que Simon recordaba. En esta ocasión observó con mayor atención las barras de madera clavadas en cruz sobre la puerta principal y las matas de enredaderas que trepaban hasta las ventanas o las aberturas negras, como de dientes caídos, que dibujaban las ventanas rotas. La hierba crecía alta y frondosa alrededor del aparejo oxidado de la granja, tirado en el patio de detrás: un arado esquelético y viejo, una rastra y los restos de un tractor al que le faltaban los enormes neumáticos. En el redil de una pocilga desierta crecían altas matas de ortigas. Rufus ladró con fuerza desde detrás de la granja y una oleada de palomas salió en desbandada. Se olía la humedad de las plantas en crecimiento.

—El campo se está adueñando de la granja Pentreath muy deprisa —murmuró el capitán Toms.

Merriman estaba de pie en medio del patio mirando a su alrededor con perplejidad. Las arrugas de su cara parecían todavía más profundas que antes. El capitán se apoyó en el coche, con la vista puesta en la granja y garabateando en la tierra húmeda con el bastón de forma inconsciente.

Will echó un vistazo por una de las ventanas rotas de la parte delantera de la granja, tratando de ver algo en medio de la obscuridad reinante.

—Imagino que deberíamos entrar —sugirió sin demasiada convicción.

—Yo diría que no —dijo Simon. Los dos niños estaban hombro con hombro y por una vez no existía tensión entre ellos; se limitaban a analizar un problema que les afectaba a ambos—. Estoy seguro de que el pintor no entró nunca en la granja. La última vez que la vimos parecía intacta. Creo que vivía en el carromato, solo. Era un tipo solitario.

—Y tanto —dijo la voz grave de Merriman desde la otra punta del patio—. Era una criatura de la Obscuridad muy extraña, a la que enviaron solamente como ladrón, para que robara el grial y lo escondiera. Eligieron un buen momento, habíamos bajado la guardia porque los creíamos ocupados recuperándose de las heridas sufridas en la gran derrota… Pero la criatura de la Obscuridad estaba dispuesta a traicionar a sus amos; tenía ideas de mayor alcance. Conocía la historia del manuscrito perdido y pensó que si podía recuperarlo en secreto y quedárselo, completando así el Objeto de Poder, conseguiría convertirse en uno de los grandes señores de la Obscuridad mediante alguna suerte de chantaje.

—Pero ¿ellos no sabían lo que estaba haciendo el pintor? —preguntó Jane.

—No esperaban que se extralimitara. Sabían, quizás mejor que el propio traidor, el destino funesto que esperaba a cualquiera que se aventurara en solitario en semejante búsqueda. Suponemos que no lo vigilaban, que se limitaron a esperar su regreso.

—De todas formas la Obscuridad va estar muy ocupada durante un tiempo —añadió el capitán Toms—. Tiene que reparar ciertos daños sufridos en el invierno. No creo que dé señales de vida hasta el próximo gran alzamiento.

—A lo mejor el pintor se refería a eso cuando le preguntó a Barney si lo vigilaban —dijo lentamente Simon—. ¿Os acordáis? Pensé que se refería a vosotros, pero debió de querer decir sus amos.

—¿Dónde está Barney? —preguntó Will mirando alrededor.

—¿Barney? ¡Eh, Barney!

Se oyó un grito inconfundible procedente del extremo opuesto de la granja.

—¡Ay, Dios! —exclamó Jane—. ¿Y ahora qué estará haciendo?

Corrieron en dirección al lugar de procedencia del grito, seguidos más despacio por Merriman y el capitán Toms. Una intrincada maraña de maleza, ortigas y zarzas crecía junto a la casa y alrededor de los edificios anexos.

—¡Ay! —aulló Barney desde dentro de la espesura—. ¡Me he pinchado!

—¿Qué demonios estás haciendo?

—Busco a Rufus.

Oyeron un ladrido apagado que parecía proceder del más lejano de los dos edificios, un viejo granero de piedra con un peligroso tejado medio desplomado.

—¡Ay! —volvió a gritar Barney—. Cuidado con las ortigas, son terribles… Rufus no para de ladrar pero no aparece, creo que está atrapado. Se fue por aquí…

El capitán Toms se acercó cojeando.

—¡Rufus! —llamó en voz alta y severa—. ¡Ven aquí!

Se oyeron más ladridos apagados procedentes del granero destartalado, seguidos de un aullido sofocado.

El capitán Toms suspiró y se tiró de la barba.

—¡Perro tonto! —se quejó—. Apartaos un minuto. Cuidado, Barney. —Blandiendo su pesado bastón como si fuera una guadaña, el capitán fue abriéndose camino por entre las ortigas y la maleza hasta las ruinosas paredes del granero. Dentro, Rufus ladraba todavía más frenéticamente.

—Calla, Rufus —le ordenó Barney, que estaba junto al capitán—. ¡Ya vamos! —Se coló por entre la maleza hasta una puerta de madera medio podrida que colgaba de una única bisagra y escudriñó el interior del granero a través de la rendija que formaba la puerta con la pared—. Debe de haberse metido aquí dentro, habrá tirado alguna cosa que ahora obstaculiza la salida… Podría colarme si…

—Ten cuidado —le dijo Jane.

—Pues claro —contestó Barney y se escabulló dentro haciendo a un lado alguna cosa que cayó al suelo con gran estruendo. Se oyeron unos ladridos felices dentro del granero y luego Rufus apareció dando brincos por la rendija, con la lengua colgando y meneando la cola. Se puso a hacerle cabriolas al capitán Toms. El perro estaba muy sucio, tenía trozos de madera podrida y húmeda enganchados en el pelaje cobrizo y le colgaban telarañas del morro.

El capitán Toms le dio unas palmaditas con aire ausente. Miraba el granero con el ceño ligeramente fruncido. Luego echó una mirada interrogativa a Merriman, y Jane, siguiendo la mirada del capitán, vio que su tío abuelo le respondía con la misma expresión. ¿Qué les ocurría? Antes de que Jane tuviera tiempo de preguntarlo, Barney asomó la cabeza por el hueco de la puerta del granero. Estaba despeinado y tenía una mejilla manchada de gris, pero lo que más llamó la atención de Jane fue la adusta palidez de su rostro. Tenía aspecto de haber recibido una terrible impresión.

—Sal de ahí, Barney —le dijo Merriman—. Ese techo no es seguro.

—Ahora salgo. Pero Gumerry, por favor, ¿no podría entrar Simon un minutito? Es importante.

Merriman miró al capitán Toms y a Will y después volvió a fijar la vista en Barney. La cara arrugada del profesor traslucía una gran tensión.

—De acuerdo. Sólo un momento.

Simon pasó junto a su tío abuelo camino de la puerta.

—¿Te importaría que te acompañara? —le preguntó tímidamente Will desde detrás.

Jane dibujó una mueca, a la espera del inevitable desaire. Pero Simon se limitó a contestar:

—Bien. Vamos.

Los dos niños se escurrieron detrás de Barney. Simon se arañó el brazo con el borde astillado de la puerta; el hueco era más estrecho de lo que parecía. Se enderezó y esperó tosiendo a que Will entrara en el granero. El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo y al principio les costó ver con claridad en la penumbra resultante de las ventanas sucias y cubiertas de maleza.

Simon, sin dejar de parpadear, entrevió a su hermano haciéndole señas.

—Por aquí —dijo Barney—. Mira.

Simon siguió a su hermano hasta un rincón del granero libre de las pilas de maderas y troncos que cubrían gran parte del suelo.

Se paró en seco.

Ante él, en un rincón medio oculto por las sombras del techo, vio un carromato gitano de forma y diseño idénticos al que tenía el pintor de la Obscuridad. Allí estaban los laterales altos e inclinados hacia fuera, los encajes de madera labrada bajo el alero del tejado saliente de madera. Allí estaban, en el extremo más alejado, los ejes para el caballo y la puerta partida en dos como las de los establos, a la que se llegaba por una escalera de madera de seis peldaños. Al final, había estado de pie sobre aquel peldaño superior…

Pero, claro, no podía ser el mismo carromato. Este no estaba limpio ni recién pintado. Los laterales de este estaban gastados y sucios y sólo quedaban restos de la antigua pintura, desconchándose. Este tenía un eje roto y la mitad superior de la puerta colgaba de media bisagra. Estaba viejo y abollado, olvidado, abandonado; el cristal de las ventanas se había roto hacía tiempo. No se había movido de aquel lugar desde que el techo del granero había empezado a combarse muchos años atrás, porque los tablones del tejado estaban pudriéndose apoyados sobre la cubierta del carromato.

Era una reliquia, una antigualla. Simon lo miró fijamente. Era como si acabara de conocer al tatarabuelo de un buen amigo y descubriera que el anciano tenía exactamente la misma cara que el chico pero enormemente envejecida, casi hasta lo imposible.

Abrió la boca y miró a Barney, pero no supo qué decir.

—Debe de llevar aquí años y años —dijo Barney con voz plana—. Desde mucho antes de que naciéramos.

—¿Recordáis bien el interior del carromato? —preguntó Will.

Simon y Barney pegaron un brinco al oír la voz de Will; se habían olvidado de él. Se volvieron a mirarlo. Will estaba de pie junto a la puerta del granero, semioculto en las sombras, de modo que sólo veían su cara amistosa, parpadeando a causa de la luz.

—Bastante bien —respondió Barney.

—¿Y tú, Simon? —dijo Will, y sin darle tiempo a contestar añadió—: Barney ni siquiera recuerda haber visto el grial. Pero tú lo recordabas todo: estaba en la caja desde el principio.

—Sí —contestó Simon. Con un vago desinterés se dio cuenta de que por primera vez estaba escuchando a Will como si fuera mayor, sin resentimientos ni enfados.

Will no dijo nada más. Cruzó por delante de los hermanos Drew hasta la escalera trasera del viejo carromato, apartando con los pies la porquería y los escombros que abarrotaban el lugar. Subió los peldaños. Agarró la mitad superior de la puerta, que se le cayó entre las manos al tiempo que la bisagra resbalaba hasta el suelo. Luego tiró con fuerza de la mitad inferior, que cedió de mala gana en dirección a Will con el lento chirrido que daría una verja vieja.

—Barney —dijo—, ¿te importaría entrar?

—Claro que no —contestó Barney en tono osado, pero en realidad se acercó al carromato despacio y a regañadientes. Simon no dijo nada para animarlo. Estaba ocupado observando a Will, cuya voz, como en otra ocasión anterior, traslucían una decisión y una seguridad que le despertaba inexplicables reminiscencias.

—Simon —dijo Will—, ¿qué dijo el pintor, palabra por palabra, la primera vez que le indicó a Barney dónde encontrar el grial?

Simon entrecerró los ojos y se concentró con todas sus fuerzas, tratando de que su mente retrocediera en el tiempo para rememorar el pasado.

—Estábamos los dos con un pie dentro del carromato —dijo—. Como un sonámbulo subió los desvencijados escalones con la mano apoyada en el hombro de Barney, empujándolo suavemente al entrar, y con Will a sus espaldas. Entraron en el pequeño habitáculo que conformaba el interior del carromato.

»Y como Barney había dicho que tenía sed, el hombre le dijo: “En el armario que tienes a tus pies, a la derecha, encontrarás algunas latas de naranjada… Saca también la caja de cartón que hay dentro”.

Barney se dio la vuelta y miró inquieto a Will, y aquel Will que no acababa de ser Will lo animó con una sonrisa radiante, como si después de todo no fuera más que el chico amable y con aspecto tontín que habían conocido al principio de aquellas extrañas vacaciones. Así que Barney miró a sus pies y descubrió un armario bajo sin picaporte y los escombros de años y años amontonados contra su puerta. Se arrodilló, apartó la porquería y escarbó con las uñas en busca de algún resquicio que le permitiera hacer palanca y abrir la puertecita del armario. Cuando por fin lo consiguió, palpó en el interior del armario y sacó una caja de cartón apestosa, húmeda y abollada.

La dejó en el suelo. Los tres la contemplaron en silencio. Desde fuera del granero les llegó la voz lejana y nerviosa de Jane preguntándoles si se encontraban bien y pidiéndoles que salieran.

—Ábrela —dijo Will en voz baja.

Despacio, vacilando, Barney asió la tapa de la caja. El cartón viejo y podrido se le deshizo entre los dedos y se le iluminaron los ojos con un resplandor dorado que cubrió los restos decrépitos y maltrechos de lo que en otros tiempos había sido un carromato. El grial.