Se acurrucaron en la puerta del almacén para contemplar la escena. El viento se había detenido y la repentina quietud que dominaba el ambiente, rota sólo por el rumor de las olas, resultaba inquietante. De vez en cuando llegaba hasta allí el murmullo de los coches que pasaban por la carretera principal del pueblo, pero los niños no le prestaban atención. Era como si no existiera nada más en el mundo fuera de aquella cosa que se alzaba delante de ellos sobre el mar fluctuante subiendo cada vez más.
No veían con claridad de qué se trataba. Aquella cosa no tenía un contorno ni caracteres reconocibles. Sólo percibían una gran masa de obscuridad absoluta que tapaba todo resquicio de luz o brillo de las estrellas y que se erguía sobre el misterioso punto luminoso que indicaba la situación del hombre de la Obscuridad. Jane pensó de repente que aquello era mucho mayor que la imagen de hojas y ramas que había visto lanzar al mar desde Kemare Head. Y sin embargo, siguió reflexionando, la Brujaverde le había parecido inmensa en la obscuridad de aquella otra noche, erguida entre las sombras que proyectaban las llamas de la hoguera.
—¡Brujaverde! —dijo en voz alta y clara el pintor.
Simon notó que su hermano temblaba de forma convulsiva y se le acercó. Barney lo cogió del brazo, agradecido.
—¡Brujaverde! ¡Brujaverde!
—¿Por qué me llamas? —preguntó una voz imponente desde la impresionante masa de obscuridad. Era una voz que parecía llenar la noche entera, una voz como el mar, con una melodía siempre cambiante.
El pintor bajó aquel cuadro terrorífico y su luz se desvaneció gradualmente.
—Os necesito —contestó.
—Soy la Brujaverde —suspiró cansinamente la voz—. Estoy hecha para el mar, pertenezco al mar. No puedo hacer nada por ti.
—Tengo que pediros un pequeño favor —dijo el pintor, dulce y halagador, a pesar de que se lo notaba tan tenso que parecía que fuera a rompérsele la voz en mil pedazos.
—Perteneces a la Obscuridad. Lo noto. No me está permitido hacer tratos ni con la Obscuridad ni con la Luz tampoco. Es la Ley.
—Pero os habéis apoderado de algo que la Ley no os permite poseer —arguyó rápidamente el pintor—. Y lo sabéis. Tenéis parte de un antiguo Objeto de Poder que no debería ser vuestro ni de ninguna otra criatura del Mundo Salvaje. Brujaverde, debéis entregármelo.
—¡No! —gritó la voz marina de la obscuridad con gran dolor—. ¡Es mío! ¡Mi secreto! —Jane se estremeció. Aquella era la voz que había oído en sueños: lastimera, quejumbrosa, el llanto de un niño.
—No es vuestro —le contestó con rudeza el pintor.
—¡Es mi secreto! —chilló la Brujaverde y pareció que la masa de obscuridad se elevaba y agitaba—. Lo guardo yo, nadie lo tocará. Es mío, ¡para siempre!
Inmediatamente el pintor bajó la voz y optó por un tono amable y adulador.
—Brujaverde, Brujaverde, hija de Tethys, hija de Poseidón, hija de Neptuno… ¿Qué necesidad tenéis vos de un secreto en las profundidades?
—Tanta como tú.
—Vuestro hogar está en las profundidades. —El pintor mantuvo su actitud amable y persuasiva—. Allí no hay necesidad de secretos. No es lugar para un objeto como ese, compuesto por hechizos que ni siquiera conocéis.
—Es mío. Yo lo encontré —insistió la voz de la obscuridad obstinadamente, casi mezquina.
—¡Loca! —gritó el pintor con voz temblorosa—. ¡Loca! ¿Cómo osáis jugar con asuntos de Alta Magia?
Ahora la luz de su cuadro se desvanecía más deprisa y los niños ya sólo alcanzaban a ver la obscuridad de la Brujaverde bordeada por el pálido reflejo gris del cielo y el mar. Solamente se oían aquellas dos voces, que resonaban por todo el puerto vacío.
—No eres más que una criatura fabricada y ¡harás lo que te ordene! —El tono del pintor era arrogante y autoritario—. ¡Dámelo, ahora mismo, antes de que la Obscuridad te borre para siempre de este mundo!
Los niños notaron que el capitán Toms los empujaba cuidadosamente pero con premura contra la pared, hacia un rincón alejado del lugar del muelle donde se estaban enfrentando las dos figuras. Se dejaron guiar nerviosamente.
Desde la negrura de la Brujaverde se elevó un sonido horripilante: un largo lamento, casi un gemido, que subía y bajaba de intensidad como un lloriqueo. Luego cesó, y la criatura empezó a refunfuñar entre dientes, palabras incompletas que no alcanzaba a pronunciar. Después siguió un momento de silencio hasta que súbitamente volvió a hablar con toda claridad:
—No tienes pleno poder de la Obscuridad.
—¡Ahora! ¡Os lo ordeno! —chilló el pintor con voz estridente.
—No tienes pleno poder de la Obscuridad —repitió la Brujaverde con confianza creciente—. Cuando se alza la Obscuridad no llega como un único hombre, sino como una terrible negrura que abarca todo el cielo y la tierra. Lo sé, mi madre me lo ha mostrado. Pero tú estás solo. La Obscuridad te envió para una misión insignificante y ahora tú estás tratando de convertirte en un gran Señor, en uno de los maestros. Crees que si consigues completar para ti uno de los Objetos de Poder te convertirás en uno de los grandes. Pero todavía no lo eres, ¡y no puedes darme órdenes!
—Tethys ha comprendido lo que nosotros no éramos capaces de ver —musitó el capitán Toms en el rincón.
—¡Tengo todo el poder que necesito! —gritó el pintor—. ¡Y ahora, Brujaverde, obedece a la Obscuridad!
La Brujaverde empezó a emitir un ruido sordo y bajo de tan mal agüero que los niños se apretaron aún más contra la pared. Fue algo a medio camino entre el gruñido de un perro y el bufido de un gato, con un claro mensaje amenazador.
—¡Por el poder del hechizo de Mana y el hechizo de Reck y el hechizo de Lir! —bramó con furia el pintor. Gracias al último tenue destello del cuadro pudieron ver cómo el hombre lo volvía a alzar por encima de su cabeza y lo balanceaba delante de la obscuridad que ocultaba a la Brujaverde. El gruñido se convirtió en rugido atronador y el aire se sentía espeso, lleno de miedo y furia, mientras Jane no paraba de oír en su cabeza una voz que gritaba: «¡Déjame en paz! ¡Déjame en paz!», pero nunca supo si alguien había llegado a pronunciar realmente aquellas palabras.
Sólo eran conscientes de la presencia de una gran cólera. Una furia resentida que retronaba en sus oídos, retumbando como una salva de olas rompiendo en las rocas. Y de repente el mundo entero brilló con una luz verde cuando, por un instante terrible, la Brujaverde se dejó ver en el cielo con toda su fuerza, mostrando con suma claridad hasta el último detalle con un brillo que nunca más volverían a recordar. El pintor se lanzó hacia atrás con un grito y cayó al suelo. La Brujaverde, vomitando ira por su boca inmensa, extendió sus terribles brazos en toda su amplitud como si quisiera envolver el pueblo entero… y se desvaneció. No se hundió en el mar. No desapareció como un globo cuando explota. Se desvaneció como el humo, disipándose en la nada. Y no por ello sintieron menos miedo, sino una tensión aún mayor como si el ambiente amenazara tormenta. —¿Se ha ido?— susurró Barney.
—No —contestó el capitán Toms con gravedad—. Está en todo el pueblo. Está con nosotros, a nuestro alrededor. Está enfadada y en todas partes. Es muy peligrosa. Tengo que llevaros a casa inmediatamente. Merry tenía sus buenas razones para elegir esos adosados: son tan seguros como la Casa Gris; están protegidos por la Luz.
Barney seguía con la vista fija en la figura inmóvil del muelle.
—¿El pintor está muerto? —preguntó temeroso.
—Eso es imposible —dijo en voz baja el capitán y miró hacia el pintor. El hombre yacía de espaldas rodeado por el charco negro que formaba su propia melena y respiraba con normalidad.
Oyeron el motor de un automóvil que se aproximaba por la carretera del puerto. El coche dio la vuelta a la esquina y Simon se adelantó para detenerlo, aunque no hubo ninguna necesidad. En cuanto los faros del coche enfocaron al grupo del muelle, el conductor se detuvo bruscamente haciendo chirriar los frenos. Desde detrás de aquellas luces cegadoras se oyó una voz con acento estadounidense.
—¡Eh! ¿Qué pasa?
—¡Son los Stanton!
Los niños se abalanzaron hacia las puertas del coche, de donde salieron dos figuras perplejas. El capitán Toms se volvió de inmediato y habló con voz clara y autoritaria.
—El atardecer… Habéis elegido un buen momento para regresar. Acabamos de encontrar a ese individuo tirado en el suelo de camino a casa. Deben de haberlo atropellado y habrán salido corriendo.
Bill Stanton se arrodilló junto al pintor postrado y le auscultó el corazón, le levantó una pestaña y después le palpó cuidadosamente piernas y brazos.
—Está vivo… No sangra por ninguna parte… No hay fracturas evidentes… A lo mejor ha sido un ataque al corazón en vez de un coche. ¿Hay alguna ambulancia en el pueblo?
—En Trewissick no —dijo el capitán—, no se nos dan bien las emergencias. Y solamente tenemos un policía, con motocicleta… Verá, señor Stanton, lo mejor que podemos hacer es meterlo en su coche y llevarlo hasta el hospital de Saint Austell. Para cuando diésemos con el agente Tregear, el pobre hombre podría estar muerto.
—Tiene razón —dijo Fran Stanton con preocupación—. Será mejor que nos lo llevemos, Bill.
—Por mí de acuerdo. —El señor Stanton repasó el muelle con la mirada, buscando con atención—. Tendremos que levantarlo con mucho cuidado… Me pregunto… ¡Ajá! —Le dio un codazo a Simon, que estaba a su lado—. ¿Ves aquella pila de tablas? Traedme una entre los dos, niños. Rápido.
Forcejeando entre todos lograron colocar al pintor sobre la estrecha madera y luego, maniobrando con suma lentitud, lo levantaron para conducirlo hasta el asiento trasero del coche.
—Sujétalo con los cinturones de seguridad, Frannie —dijo el señor Stanton mientras se sentaba al volante—. Creo que así irá bien… ¿Hará el favor de llamar al policía para que se reúna con nosotros, capitán Toms? No me gustaría que alguien creyera que le atropellamos nosotros.
—Claro, por supuesto.
—¿Dónde está Will? —preguntó Fran Stanton antes de cerrar la puerta del coche.
Su marido soltó la llave de arranque.
—Es verdad. Es muy tarde. No puede ser que Merry y Will todavía estén por ahí. ¿Dónde está Will, niños?
—Will… —empezó a decir el capitán con un carraspeo.
—No pasa nada, tío Bill —dijo Will desde atrás—. Estoy aquí.