Capítulo 8

Cuando Simon y Jane llegaron de regreso a la casa se encontraron a Fran Stanton poniendo la mesa.

—Hola —los saludó—. ¿Tenéis hambre? La señora Penhallow ha tenido que salir, pero ha dejado unas empanadas muy apetitosas.

—Ya se huelen, ya —dijo Simon, hambriento.

—Qué bien —dijo Jane—. ¿Lo habéis pasado bien? ¿Dónde habéis estado?

—No nos hemos alejado mucho —contestó la señora Stanton—. Hemos ido a Saint Austell, aquí al lado. Viendo canteras, fábricas y ese tipo de cosas. —Arrugó la cara con gesto amistoso—. En fin, después de todo Bill vino para eso. Y la verdad es que hay algo mágico en esas enormes pirámides de arcilla blanca y las charcas tan plácidas que se forman a sus pies. El agua es tan verde… ¿Os estáis divirtiendo? ¿Qué habéis hecho?

—Will y el tío abuelo Gumerry han ido a dar un paseo. Barney está en la Casa Gris con el capitán Toms. Se supone que nosotros iremos esta tarde; el capitán nos ha invitado a cenar —improvisó Jane—. Es decir, si no le importa.

—Por mí, perfecto —contestó Fran Stanton—. De todos modos Bill y yo tampoco cenaremos aquí, lo he dejado visitando a un conocido cerca de Saint Austell y tengo que pasar a recogerlo esta noche. He vuelto sólo para descansar un poco. Va, vamos a comer, y así me podrás explicar todo ese asunto de la Brujaverde que no me dejaron ver, Jane.

De manera que Jane, con ciertas dificultades, dio una descripción de la fabricación de la Brujaverde como una alegre fiesta nocturna, una especie de excursión para las chicas del lugar, mientras Simon engullía empanadas de Cornualles y se esforzaba por no mirarla a los ojos. La señora Stanton la escuchó alegremente, moviendo con admiración la cabeza.

—Me parece maravilloso que todavía se mantengan estas costumbres tan antiguas —dijo—. Y está muy bien que no dejen asistir a la celebración a los extranjeros. En mi país, muchos de los indios permiten que los blancos participen de sus danzas nativas y antes de que te des cuenta ya se ha convertido todo en una atracción para turistas.

—Me alegro de que no se sintiera ofendida —dijo Jane—. Teníamos miedo de que…

—Ay, no, no. ¡Qué va! Tengo suficiente material para darles una conferencia estupenda a mi grupo de viajes cuando regrese a casa. Verás, somos un club que se reúne una vez al mes y cada vez que nos juntamos alguien da una pequeña charla con diapositivas sobre algún lugar que haya visitado. Esta será la primera vez —añadió con una pizca de nostalgia— que voy a poder hablar de algún lugar excepcional… Salvo por la vez que fuimos a Jamaica, aunque todo el mundo ha estado en Jamaica.

Un rato después, mientras Simon y Jane bajaban camino del puerto, recordarían la conversación del almuerzo.

—La verdad es que es un encanto —dijo Jane—. Me alegro de que nos tenga a nosotros como tema para su club.

—Los nativos y sus pintorescas costumbres ancestrales.

—Vamos, Simon, si ni siquiera eres nativo. Tú eres uno de los visitantes de Londres.

—Pero no soy ni la mitad de extranjero que ella. No es culpa suya. Pero como viene de tan lejos no acaba de conectar. Como toda esa gente que va al museo a ver el grial y dicen que es una maravilla sin tener ni idea de lo que es en realidad.

—Querrás decir la gente que solía ir a verlo, cuando aún estaba allí.

—Vaya, sí.

—En fin, nosotros nos comportaríamos como la señora Stanton si fuéramos a su país.

—Pues claro, pero esa no es la cuestión…

Siguieron discutiendo amigablemente mientras cruzaban el muelle y se encaminaban colina arriba hacia la Casa Gris. Jane se detuvo a recuperar el aliento y echó un vistazo al trayecto que llevaban recorrido. De repente se apoyó en la pared que tenía al lado y se quedó clavada, con la vista fija en el horizonte.

—¡Simon!

—¿Qué pasa?

—¡Mira!

En el puerto, en el mismísimo centro del muelle, estaba el pintor, el hombre de la Obscuridad. Estaba sentado en un taburete plegable colocado frente a un caballete, con una mochila abierta a sus pies y pintando. Se movía despacio, sin prisas, tranquilamente sentado mientras pintaba un cuadro. Dos visitantes se detuvieron junto a él para observarlo, pero no les prestó atención y siguió pintando sin alterarse.

—¡Está ahí sentado! —exclamó Simon con incredulidad.

—Es un truco. Seguro. A lo mejor tiene un cómplice, alguien que le hace el trabajo mientras él trata de atraer nuestra atención.

—No había señales de que alguien más hubiera estado en el carromato —dijo Simon despacio—. Y la granja parecía llevar varios años abandonada.

—Vayamos a contárselo al capitán.

Pero no hubo necesidad de explicarle nada. Al llegar a la Casa Gris se encontraron a Barney en una pequeña habitación del piso de arriba con vistas al puerto, vigilando al pintor con el telescopio más largo del capitán Toms. En cuanto al capitán, tras franquearles la entrada, se había quedado en la planta baja. «A este pie mío —se había quejado— no se le dan muy bien los escalones».

—Pero te apuesto a que si quiere puede ver más cosas con los ojos cerrados que yo con este trasto —dijo Barney atisbando por el telescopio con un ojo cerrado y la cara toda arrugada—. El capitán es especial. Ya sabéis, como Gumerry. Son de la misma especie.

—Pero me pregunto qué especie será esa —dijo Jane, pensativa.

—¿Quién sabe? —Barney se enderezó—. Una especie extraña. Una superespecie. La especie que pertenece a la Luz.

—Sea lo que sea la Luz.

—Sí. Sea lo que sea.

—¡Oye, Jane! ¡Mira esto! —Simon estaba inclinado sobre el telescopio—. Es fantástico, como si estuviéramos allí mismo. Casi se le pueden contar las pestañas.

—Llevo tanto rato mirando esa cara que podría dibujarla de memoria —dijo Barney.

—Es como poder oír todo lo que dice. —Simon se había quedado pegado a la lente, extasiado—. Hasta podrías leerle los labios. Se ve hasta el menor cambio de expresión.

—Es verdad —dijo Barney. Echó un vistazo distraído por la ventana, respiró sobre el cristal y dibujó una cara en el trozo empañado, luego la borró—. La vista de su cara es de primera. El único problema es que no se ve el cuadro.

Jane estaba mirando por el telescopio. Observaba con nerviosismo la cara atrapada en la distancia por la potencia de la lente, una cara de cejas obscuras y gesto concentrado que enmarcaba una melena larga y rebelde.

—Bueno, claro, desde aquí ves la parte de atrás del caballete, sólo tienes ángulo para verle la cara por encima de la tela. Pero no importa, ¿no?

—Sí que importa, si eres un artista como Barney —dijo Simon, y se llevó las manos a la cabeza poniendo pose de artista extravagante.

—Ja, ja —rió Barney con paciencia—. No es sólo eso. A lo mejor el cuadro tiene alguna importancia.

—¿Por qué?

—No lo sé, pero el capitán Toms me preguntó qué estaba pintando el hombre de negro.

—¿Qué te dijo cuando le explicaste que no lo veías?

—Nada.

—Bueno, entonces no importa.

—Este pintor tuyo no cambia nunca de expresión, ¿no? —Jane seguía observando por el telescopio—. Está ahí sentado mirando a la tela y sin hacer nada. Qué raro.

—No es tan raro —opinó Simon—. Es de esos tipos que lo mira todo fijamente.

—No, lo que quiero decir es que es muy raro que no mire a otro lado. Si te fijas en mamá cuando está pintando un paisaje, le ves los ojos yendo de un lado para otro todo el rato. Van de lo que sea que esté pintando al cuadro y luego otra vez a lo que pinta. Pero el pintor no lo hace.

—Déjame ver. —Barney la hizo a un lado y se abalanzó ansiosamente sobre el telescopio, apartándose el pelo de la cara—. Es verdad, tienes razón. ¿Cómo es que no me he fijado antes? —Se golpeó la rodilla con el puño.

—Pues yo sigo sin ver a qué viene tanta emoción —musitó Simon.

—Bueno, a lo mejor no es nada. Pero yo iría a explicárselo al capitán Toms.

Bajaron los tres tramos de escalera ruidosamente y entraron en el salón revestido de libros de la parte delantera.

Rufus se levantó y los saludó agitando la cola.

El capitán Toms estaba de pie junto a una estantería, ojeando un librito pequeño que sostenía entre las manos. Al oírlos entrar, levantó la vista y cerró el libro.

—¿Alguna novedad?

—Sigue allí sentado, pintando —dijo Barney—. Pero Jane se ha dado cuenta de una cosa: de que no pinta del natural. Quiero decir que sólo mira a la tela, nunca mira a ningún otro sitio.

—Así que lo mismo podría estar pintando aquí que en su carromato —apuntó Simon, que empezaba a pensar con rapidez—. O sea, que no debe de haber venido a pintar, tiene que haber venido por alguna otra razón.

—Podría ser —concedió el capitán Toms. Separó cuidadosamente los libros de la estantería más cercana y volvió a colocar en su sitio el que tenía en las manos—. Pero también podría ser que no.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Jane.

—Puede que la pintura y esa otra razón sean en realidad la misma cosa. El problema está en que —el capitán se quedó mirando a sus libros como si esperara de ellos una respuesta—, por mucho que lo intente, no consigo averiguar lo que trama.

Se turnaron durante horas para vigilarlo. Al final, tras una cena temprana que lo mismo habría pasado por merienda, Jane y Simon regresaron con el capitán Toms al salón forrado de libros. El anciano chupaba con fruición una pipa de agradable aroma con el pelo canoso rodeándole la calva como la tonsura de algún viejo monje genial.

—Pronto obscurecerá —dijo Jane mirando al cielo de color anaranjado—. Y tendrá que dejar de pintar.

—Sí, pero de momento sigue ahí —dijo Simon—, porque si no, Barney habría bajado. —Se puso a dar vueltas por la sala, echando miradas distraídas a los cuadros de las paredes—. Me acuerdo de estos barcos del año pasado. Cierva dorada… Mary y Ellen… Lotería: qué nombre más curioso para un barco.

—Sí lo es, sí —admitió el capitán Toms—. Pero muy adecuado. La lotería es una apuesta y el barco era de unos tipos a los que les gustaba arriesgar. Era una nave de contrabando muy famosa.

—¡Contrabandistas! —A Simon se le iluminaron los ojos.

—Hace doscientos años por Cornualles pasaba una ruta regular de contrabando. Contrabando… Ni siquiera lo llamaban así; para ellos era comercio de bajo coste. Tenían unas barquitas pequeñas pero rápidas y muy bonitas. Algunas construidas aquí mismo, en Trewissick. —El anciano miró con expresión ausente su pipa, haciéndola girar entre sus dedos—. Pero el Lotería tiene una historia negra, relacionada con un antepasado mío al que a veces desearía olvidar. Aunque es mejor recordar las cosas… El Lotería era una preciosidad de barco, con base en Polperro. Su tripulación tenía años de experiencia en el contrabando y nunca los habían atrapado, hasta que un día, al este de Trewissick, se toparon con un cúter del gobierno, se enfrentaron y acabó muriendo un funcionario. Claro, el asesinato ya no era contrabando. Así que toda la tripulación del Lotería fue perseguida. En Cornualles no cuesta mucho escabullirse, de modo que todos estuvieron a salvo por una temporada. Y así habrían seguido, pero un miembro de la tripulación, Roger Toms, se entregó y declaró como testigo de la acusación asegurando que su compañero Tom Potter había sido el autor del disparo mortal.

—Y Roger Toms era su antepasado —dijo Jane.

—Así es, el pobre infeliz. Las gentes de Polperro lo metieron en un barco con destino a las islas del canal de la Mancha para que no pudiera testificar contra Tom Potter en el juicio. Pero los hombres del gobierno lo trajeron de vuelta y Tom Potter fue arrestado, juzgado en el Old Bailey de Londres y colgado.

—¿Y no era culpable? —preguntó Simon.

—Nadie lo sabe. Las gentes de Polperro aseguraban que era inocente, hubo incluso quien dijo que Roger Toms había sido el autor del disparo. Pero quizás estuvieran protegiendo a uno de los suyos, porque Tom Potter era de Polperro y Roger Toms había nacido en Trewissick.

—No debería haber delatado a un compañero —sentenció Simon con severidad—, aunque fuera culpable. Eso es como un asesinato.

—Así es —concedió el capitán Toms—. Y Roger Toms no se atrevió a volver a poner el pie en Cornualles en toda su vida. Pero nadie supo nunca sus verdaderas motivaciones. En Trewissick hay quien dice que Potter era culpable y que Toms lo delató por el bien de todas las esposas e hijos, dando por seguro que si no se acusaba al único culpable, antes o después atraparían y colgarían a toda la tripulación del Lotería. Pero la mayoría no lo tiene en buena consideración. Es la vergüenza del pueblo, incluso hoy. —El capitán miró al cielo cada vez más obscuro y sus ojos azules se endurecieron repentinamente—. De Cornualles ha salido lo mejor y lo peor. Y también lo ha recibido.

Jane y Simon se quedaron mirándolo, sorprendidos. Pero antes de que pudieran abrir la boca, Barney entró en el salón.

—Tu turno, Simon. Capitán, ¿podría tomar algo más del pastel de la cena?

—Vigilar abre el apetito, ¿eh? —dijo el capitán Toms en tono solemne—. Pues claro que puedes.

—Gracias. —Barney se detuvo un instante en el umbral, observando la habitación—. Mirad —dijo y encendió las luces.

—¡Dios! —exclamó Jane parpadeando por el exceso repentino de luz—. La verdad es que está muy obscuro. No nos habíamos dado cuenta.

—Y él sigue allí fuera, pintando —comentó Barney.

—¿Todavía? ¿A obscuras? ¿Cómo puede pintar a obscuras?

—Bueno, pues lo hace. Quizás no pinte lo que tiene delante, pero sigue manchando la tela con pintura, inmutable. Ha salido la luna, es solo media luna, pero da luz suficiente para verlo con el telescopio. Os digo que ese tipo está loco como una cabra.

—No te acuerdas del carromato —le dijo Simon—. No está loco. Viene de la Obscuridad.

Simon salió del salón y subió la escalera. Barney se encogió de hombros con indiferencia y se dirigió a la cocina a por su pastel.

—Capitán Toms —preguntó Jane—, ¿cuándo volverá Gumerry?

—Cuando haya encontrado lo que ha ido a buscar. No te preocupes. Los dos vendrán directamente aquí. —El capitán se levantó y cogió el bastón—. Creo que yo también voy a ir a echar una miradita por el telescopio, así que si me disculpas un momento, Jane…

—¿Podrá?

—Uy, sí, no te preocupes. Subiré a mi ritmo. Salió renqueando del salón y Jane se arrodilló en el asiento empotrado de la ventana para contemplar el puerto. Se había levantado viento, que empezaba a silbar entre las contraventanas. Jane pensó que el pintor de la Obscuridad iba a coger frío. No entendía por qué seguía allí afuera. ¿Qué estaba haciendo?

El viento arreció. La luna se escondió y el cielo se quedó a obscuras. Jane ya no veía el perfil de las nubes como antes. De repente se dio cuenta de que tampoco oía el mar. Normalmente el suave rumor de las olas rompiendo contra el espolón producía una música constante y baja, como un elemento más de la vida; siempre estaba presente, por lo que apenas se le prestaba atención. Pero ahora se distinguía claramente el sonido de cada una de las olas; Jane oía el chasquido y la salpicadura de cada ola. El mar, como el viento, estaba enfureciéndose.

Simon y el capitán Toms regresaron al salón. Jane los vio reflejados como fantasmas en la ventana y se volvió.

—Ya no lo vemos —dijo Simon—. No hay luz. Pero no creo que se haya marchado.

—¿Qué hacemos? —le preguntó Jane al capitán. El viejo marinero tenía una expresión preocupada y pensativa, con el rostro arrugado. Ladeó la cabeza y se quedó escuchando al viento.

—Esperaría un poco a ver qué pasa con el tiempo, por más razones de las que imagináis. Después… después, ya veremos. Barney apareció en el umbral, mascando un enorme pedazo de pastel amarillo.

—Mira qué bien —dijo Jane muy animada, para dejar de oír el mar—, debes de haberte comido la bandeja entera.

—Mmmff —dijo Barney y tragó—. ¿Sabes que todavía está fuera?

—¿Qué?

—No sólo he estado dándome un atracón en la cocina. Salí un momento por la puerta trasera y crucé la carretera para mirarlo desde allí… Pensé que si abría la puerta de delante podría ver la luz. ¡Y todavía sigue allí! Exactamente en el mismo lugar. Mira, Simon, ese tipo tiene que estar chiflado de verdad. Venga de donde venga. Porque sigue sentado frente a su caballete completamente a obscuras y continúa pintando. ¡Pintando, si está negro como boca de lobo! Aunque tiene algún tipo de iluminación, por eso se ve que sigue en su sitio, por el resplandor de la luz. Pero de todos modos, en serio…

El capitán Toms se sentó bruscamente en una butaca.

—No me gusta —musitó para sí—. No tiene sentido. Intento ver y sólo encuentro obscuridad…

—Se ha levantado mucho viento —dijo Jane con un estremecimiento.

—En la calle se oyen las olas rompiendo contra el cabo con mucha fuerza —dijo Barney, contento. Se zampó el último trozo de pastel.

—¿Va a haber tormenta, capitán? —preguntó Simon.

El anciano no contestó. Siguió encorvado en su butaca, con la vista fija en la chimenea vacía. Rufus, que estaba echado tranquilamente en la alfombra, se levantó y le lamió la mano, gimiendo. Una repentina ráfaga de viento se coló silbando por la chimenea y golpeó la puerta de entrada. Jane dio un bote, sobresaltada.

—¡Ay! Espero que Gumerry esté bien. Ojalá hubiéramos acordado algún tipo de señal para hacerlo volver en caso de necesitarlo. Como hacen los indios con las señales de humo.

—Pues ahora necesitarías un fuego, con lo obscuro que está —dijo Barney—. Un faro, por ejemplo.

—Por estas tierras —dijo, ausente, el capitán— los faros son tan antiguos como las gentes que los encienden. Son un aviso que se remonta al principio de los tiempos… —Se inclinó hacia delante, cruzando las manos por encima de su bastón labrado y clavando la vista delante de él como si contemplara el pasado infinito, obviando el salón y los niños que lo acompañaban. Cuando volvió a hablar, su voz pareció más joven, clara y fuerte. Todos lo observaron sorprendidos—. La última vez que la Obscuridad se alzó en estas tierras, llegó del mar. Y los hombres de Cornualles encendieron faros en todas partes para alertar de su llegada. Desde Estols hasta Trecobben y Carn Brea, de Saint Agnes a Belovely y el risco de Saint Bellarmine, incluso en Cadbarrow, Rough Tor y Brown Willy. La última hoguera la encendieron en Vellan Druchar, donde la Luz presentó batalla a la Obscuridad. Las fuerzas de la Obscuridad estaban retirándose hacia el mar para escapar y contraatacar después. Pero la Dama trajo un viento del oeste que acabó con todas sus esperanzas de darse a la fuga, así que las fuerzas de la Obscuridad fueron derrotadas. Por el momento. Sin embargo, los primero Antiguos profetizaron que un día la Obscuridad volvería a alzarse desde ese mismo mar, en la misma costa.

Se calló bruscamente, dejándolos a todos perplejos. Finalmente, Simon se atrevió a preguntar con voz ronca:

—¿La…? ¿Se está alzando la Obscuridad?

—No lo sé —respondió sencillamente el capitán Toms en su tono de voz habitual—. Creo que no, Simon. De momento es imposible, pero en tal caso, está ocurriendo algo que no logro comprender. —Se levantó apoyándose en el brazo de la butaca—. Puede que haya llegado el momento de que salga ahí fuera a echar un vistazo.

—Iremos con usted —dijo inmediatamente Simon.

—¿Seguro?

—Para ser sincera —confesó Jane— pase lo que pase ahí fuera no será peor que quedarnos aquí solos.

—Eso me temo —dijo Barney.

—Entonces coged las chaquetas —dijo el capitán, con una sonrisa—. Rufus, tú te quedas aquí. Quieto aquí.

Dejaron al perro cobrizo tumbado de mala gana en la alfombra frente a la chimenea y salieron de la Casa Gris. Poco a poco, al ritmo del capitán, descendieron la colina. Abajo, junto a los muelles, el anciano los condujo cuidadosamente hasta la sombra de un almacén situado en la parte trasera del puerto. Acurrucados en su escondite y azotados por el viento que soplaba desde el mar, podían ver al pintor de la Obscuridad sentado a menos de dos metros de distancia de ellos, junto a la orilla del mar y rodeado de luz.

En cuanto lo vio, Jane dejó escapar un grito ahogado y oyó que sus compañeros reaccionaban igual. El pintor no tenía ninguna linterna que radiara el resplandor que lo envolvía. Aquel brillo procedía del cuadro.

Una luz verde, azul y amarilla iluminaba la obscuridad formando un revoltijo de líneas contorsionadas como un nido de serpientes. La primera vez que vio el cuadro, Jane sintió una aversión inmediata por sus formas, colores y emociones, pero aun así no podía dejar de mirarlo. Incluso entonces, el hombre continuaba pintando. El viento le tiraba de las ropas y empujaba el caballete, de modo que el pintor tenía que sostenerlo con una mano pero sin embargo continuaba pintarrajeando frenéticamente la tela con un pincel rebosante de aquellos colores horribles y extraños que tanto le gustaban y que para la desconcertada Jane parecían emanar todos del propio pincel, sin necesidad de mojarlos de nuevo en pintura.

—¡Es horrible! —exclamó Barney con violencia. Lo dijo sin pensar, en voz muy alta, pero el viento borró sus palabras al instante. El pintor, situado a barlovento, tampoco lo habría oído ni aunque hubiera chillado a pleno plumón.

—¡Ahora lo entiendo! —El capitán Toms golpeó el suelo con el bastón sin apartar la vista del cuadro—. ¡Eso es! ¡Claro! ¡Pinta sus hechizos! Mana y Reck y Lir… ¡Todo el poder emana del cuadro! Se me había olvidado que podía hacerse. Claro, ahora lo entiendo… Pero es demasiado tarde, demasiado tarde…

—¿Demasiado tarde? —preguntó, temerosa, Jane.

El viento aullaba en sus oídos, les golpeaba la cara y les lanzaba la espuma salada del mar a los ojos. No llovía, tampoco había rayos ni truenos; sólo se oía el rugir del viento y el oleaje.

Se echaron hacia atrás tambaleándose, empujados por el temporal, mientras el pintor encorvaba sus anchas espaldas contra el viento, tratando de mantenerse en pie. Arrojó el pincel, los cuadros y las hojas de papel salieron volando y se quedó solo con aquella extraña tela brillante. La alzó por encima de su cabeza y gritó unas palabras en un idioma que los niños no entendieron.

De repente oyeron un ruido proveniente del mar que no se parecía a nada que hubieran oído antes, un sonido sibilante como de succión y que retumbó de punta a punta del puerto. El viento cesó. Súbitamente se extendió un fuerte olor a mar, pero no a putrefacción, sino a espuma, olas, peces, algas y brea, arena húmeda y conchas.

La luna asomó un instante desde detrás de una nube deslavazada y vieron una ola increíblemente grande avanzar hacia el puerto. En la cresta de la ola se vislumbraba una figura erecta y obscura, el doble de alta que cualquier hombre, acercándose al pintor y trayendo con ella un penetrante aroma a mar todavía más intenso que antes.

El pintor sostuvo la tela con los brazos en alto y la agitó violentamente contra la figura obscura de las olas mientras gritaba con voz rota: «¡Alto! ¡Detente, te lo ordeno!».

—La Brujaverde —anunció el capitán Toms en voz queda, casi para sus adentros.