Se zambulleron en el mar como aves marinas, sin dejar ni una onda en las aguas del Atlántico. Penetraron hacia las profundidades, donde brillaba una luz verde y mortecina, y aunque respiraban como los peces, se movían por el agua como rayos de luz, a una velocidad que ningún pez alcanzaría jamás.
A millas de distancia y brazas de profundidad, aceleraron progresivamente su descenso hacia las profundidades remotas. El mar estaba lleno de ruidos, sonidos sibilantes, gemidos, chasquidos y golpes como descargas de un cañón que provocan los bancos de peces que se dispersaban asustados cuando los veían pasar. El agua fue caldeándose y coloreándose de un verde jade y translúcido. Por debajo de él, a lo lejos, Will vio los últimos restos de un viejo naufragio. Los mástiles habían sido reducidos a meros tocones y la broma había carcomido las cubiertas. De entre la arena que se había ido acumulando sobre el casco sobresalían un cañón antiguo cubierto de corales y dos calaveras blancas y sonrientes. Quizás los mataron los piratas, pensó Will, y perecieron destruidos, como tantos otros, no por las Obscuridad ni por la Luz, sino por sus propios congéneres…
Las marsopas jugueteaban por encima de sus cabezas y enormes tiburones grises se cruzaban en su camino, volviéndose para observar con curiosidad a los dos Antiguos que descendían veloces como rayos. Bajaron más y más, hacia el submundo nebuloso, la zona de penumbras oceánicas que apenas alcanza la luz del sol y donde todos los peces —largos y esbeltos peces de grandes bocas y extrañas especies planas con ojos telescópicos— brillan con resplandor propio. Llegaron al fondo del mar, que cubre una superficie mayor que cualquier tierra, prado, bosque, montaña o desierto, a la fría obscuridad donde ningún hombre normal sobreviviría; una región dominada por el miedo y la traición, donde los peces se devoran entre sí y la vida se reduce a fieros ataques y al terror de la lucha desesperada. Will vio enormes peces parecidos a sapos con sedales de puntas brillantes ondeando en sus espaldas, cruelmente colgados de bocas enormes y repletas de dientes. Vio una criatura espantosa que parecía toda boca, una boca inmensa como una chimenea con puerta y un cuerpo raquítico que iba disminuyendo hasta formar una cola larga como un látigo. A su lado, el cuerpo de otra criatura empezó a agitarse horriblemente mientras un pez grande desaparecía entre forcejeos dentro de aquella boca-trampa. Will se estremeció.
—Ni luz —le dijo a Merriman mientras continuaban el descenso—, ni alegría ni nada. Sólo hay miedo.
—Este no es el mundo de los hombres —contestó Merriman—, es el mundo de Tethys.
Incluso en lo más obscuro del mar se sabían observados y escoltados por vasallos de Tethys que resultaban invisibles incluso para los ojos de un Antiguo. La Dama del Mar supo de su presencia mucho antes de que ellos se acercaran mínimamente. Ella tenía sus propios canales de información. Más vieja que la tierra, más vieja que los Antiguos y que la humanidad, la Señora gobernaba su reino de olas como había hecho desde el nacimiento del mundo: sola, con poder absoluto.
Llegaron a una gran grieta abierta en el lecho marino, un abismo más profundo que el océano. El fondo del mar estaba cubierto por una capa fina de barro rojo. Aunque habían dejado cualquier vestigio de luz diurna a millas de distancia sobre sus cabezas, las aguas negras disfrutaban de otro tipo del luz que les permitía ver como a criaturas de las profundidades. Pares de ojos ocultos en las grietas y oquedades los observaban desde la obscuridad. Se estaban acercando a su destino.
Mientras Will y Merriman aminoraban el ritmo del descenso a aquellos rincones perdidos del océano, notaban a su alrededor la presencia de todos esos observadores, pero sólo de forma muy vaga, como en un sueño. Y cuando por fin el mar los condujo hasta Tethys, no la vieron. Era una mera presencia: Tethys era el mar; y le hablaron con gran reverencia, en la lengua de los Antiguos.
—Bienvenidos —les dijo Tethys desde las obscuras profundidades del mar—. Bienvenidos, Antiguos de la tierra. Hacía ya tiempo que no veía a ninguno de los vuestros, quizás quince siglos.
—Fui yo quien vino entonces —dijo Merriman con una sonrisa.
—Lo recuerdo, halcón. Y te acompañó otro Antiguo, pero creo que no era él.
—Yo acabo de llegar a la tierra, señora, pero os presento mis más profundos respetos —dijo Will.
—Ah… —contestó Tethys—. Aaah… —y su suspiro fue el susurro del mar—. Halcón, ¿qué te ha llevado a repetir este arduo viaje?
—Venimos a pediros un favor, señora —contestó Merriman.
—Claro, siempre es por eso.
—Y para obsequiaros con un presente —añadió Merriman.
—¿Sí? —Las sombras de las profundidades se agitaron levemente como por efecto de una suave marejada.
Will miró a Merriman, sorprendido: no sabía nada de ningún regalo, a pesar de que ahora le parecía de lo más apropiado. Merriman se sacó de la manga un papel enrollado que, en aquellas penumbras, pareció un cilindro resplandeciente; lo desenrolló: era el dibujo de Trewissick que había hecho Barney. Will se acercó para verlo mejor. Se trataba de un esbozo en tinta y lápiz, tosco pero muy vivido; las casas del fondo sólo estaban insinuadas y Barney se había concentrado en dibujar con todo detalle el primer plano, compuesto por una barca pesquera y el mar rizado a su alrededor. Hasta había reproducido en la popa el nombre de la barca, que se llamaba Dama Blanca.
Merriman extendió el brazo y dejó que el dibujo se meciera libremente en el agua; desapareció inmediatamente entre las sombras. Hubo un momento de espera y después se oyó una risita de Tethys. Parecía complacida.
—De modo que los pescadores no me olvidan. Incluso después de tanto tiempo, algunos todavía me recuerdan.
—El poder del mar nunca cambiará —musitó Will—. Hasta los hombres se dan cuenta de eso. Y además estos son isleños.
—Y estos son isleños —repitió Tethys con fruición—. Y son mi gente, si es que alguien lo es.
—Hacen lo que han hecho siempre —dijo Merriman—. Salen a pescar al caer el sol y regresan con el alba. Y una vez al año, en plena primavera, cuando ya apunta el verano, fabrican para vos, para la Dama Blanca, una figura verde de ramas y hojas y la lanzan al mar como ofrenda.
—La Brujaverde —dijo Tethys—. Ya ha vuelto a renacer, es el momento. Pronto llegará. —Su voz adquirió una frialdad palpable a través de las sombras—. ¿Qué favor era ese, halcón? La Brujaverde es mía.
—La Brujaverde siempre ha sido vuestra y siempre lo será. Pero como su entendimiento no es tan profundo como el vuestro, ha cometido el error de quedarse con algo que pertenece a la Luz.
—Eso no es asunto mío —contestó Tethys.
Una tenue luz irradió de la sombra azul en la que se ocultaba y los peces y las criaturas marinas que los rodeaban los iluminaron con destellos y resplandores. Will vio estrellas que se mecían sobre enormes bocas abiertas, anillos de luces como ojos de buey que recorrían de cabo a rabo extraños peces alargados. A lo lejos distinguió un grupo de luces muy raras de colores variados que parecía corresponder a algún tipo de criatura de gran tamaño que se escondía en la penumbra. Se estremeció, asustado por aquel elemento extraño en el que respiraban y nadaban gracias a la magia.
—La Magia Salvaje no tiene aliados ni enemigos —dijo Merriman con frialdad—. Ya lo sabéis. Podéis no ayudarnos, pero tampoco debéis entorpecer nuestra misión porque en tal caso estaríais colaborando con la Obscuridad. Y si la Brujaverde se queda con lo que ha encontrado, la Obscuridad saldrá muy reforzada.
—Un argumento muy flojo —repuso Tethys—. Lo único que en realidad significa es que entonces la Luz no conseguirá ir con ventaja. Pero no se me permite ayudar a la Luz ni a la Obscuridad a ganar ningún tipo de ventaja… No me habléis con artimañas, amigo.
—La Dama Blanca todo lo ve —dijo Merriman, con un tono de voz triste y humilde que desconcertó a Will hasta que comprendió que no era más que una forma delicada de recordarle el regalo que le habían traído.
—Ja. —La voz que hablaba desde la obscuridad pareció divertida—. Tendremos que regatear, Antiguos. Podéis tratar de persuadir a la Brujaverde en mi nombre para que os entregue esa… cosa… que tanto valoráis. Antes de que la criatura llegue a las profundidades del océano el asunto queda entre vosotros y ella. No interferiré, ni la Obscuridad se inmiscuirá en mi reino.
—¡Gracias, señora! —dijo Will, entusiasmado.
Pero la voz siguió hablando sin pausa.
—Solamente hasta que la Brujaverde regrese a las profundidades marinas, como hace todos los años. Hasta que vuelva a su hogar, a mí… Después, Antiguos, todo lo que tenga lo habréis perdido para siempre. No deberéis seguirla. Nadie. No podréis volver aquí ni siquiera con el hechizo que hoy os ha traído a mí. Si la Brujaverde decidiera traerse vuestro secreto a las profundidades, aquí permanecerá para siempre.
Merriman hizo un intento de decir algo, pero la voz lo atajó con dureza.
—Eso es todo. Ahora marchaos.
—Señora… —dijo Merriman.
—¡Fuera! —gritó Tethys, repentinamente colérica.
Los rodeó un gran resplandor y las profundidades se llenaron de estruendos, se levantaron corrientes furiosas que tiraban de sus extremidades, los peces y las anguilas cruzaban a su lado en todas direcciones, veloces como rayos, y una enorme figura emergió de las penumbras. Era el objeto obscuro en cuyo interior se encontraban las luces brillantes que había visto Will y que ahora se acercaban paulatinamente, creciendo cada vez más y emitiendo destellos blancos y purpúreos desde una masa negra e hinchada del tamaño de una casa. Will comprobó aterrorizado que aquella cosa era un calamar gigante, uno de los grandes monstruos de las profundidades, inmenso y terrible. Tenía unos tentáculos larguísimos y cubiertos de ventosas que agitaba constantemente; Will sabía además que la criatura podía moverse a la velocidad del rayo y que un mordisco de su horrible boca picuda podría aniquilarlos en un instante. Aterrado, buscó a tientas un hechizo para destruirlo.
—¡No! —le dijo Merriman telepáticamente—. Aquí no sufriremos ningún daño, aunque parezca peligroso. Creo que la Dama del Mar… sólo está… invitándonos a que nos marchemos. —Se inclinó en una reverencia exagerada ante las sombras de las profundidades—. Nuestro agradecimiento y respeto, señora —anunció en voz alta y clara, y luego se alejó hacia la superficie con Will a su lado. Dejaron atrás la figura amenazadora del calamar gigante y retrocedieron por donde habían llegado, en dirección al gran océano abierto.
—Debemos ir a ver a la Brujaverde —le dijo a Will—. No tenemos tiempo que perder.
—Si vamos los dos —le gritó Will mientras se alejaban— y le lanzamos el hechizo de Mana, el de Reck y el de Lir, ¿nos entregará el manuscrito?
—Después. Pero los hechizos harán que oiga y escuche, porque sólo ellos pueden domeñar la magia que fabricó a la Brujaverde.
Surcaron el mar como rayos de luz procedentes de las gélidas regiones inferiores hacia las tibias aguas tropicales y de regreso al frío mar de Cornualles. Pero cuando llegaron a su destino, la Brujaverde no estaba bajo el oleaje de Kemare Head. No había rastro de ella. Se había ido.