Capítulo 5

Simon se hundió todavía más en la pequeña y acogedora cueva que había formado entre la almohada y las ropas de la cama.

—Hum. Nnnooo… Vete.

—Va, vamos, Simon. —Barney tiraba constantemente de la sábana—. Levanta. Hace una mañana superior, ya verás. Gracias a la lluvia de ayer, hoy todo está resplandeciente. Podríamos bajar hasta el puerto antes de desayunar, sólo por dar un paseo. No se ha despertado nadie más. Venga.

Refunfuñando, Simon abrió un ojo y miró, parpadeando, hacia la ventana. Una gaviota indolente cambió de rumbo, trazando un arco descendente sobre el fondo azul del cielo sin ni siquiera batir las alas.

—Bueenoo, está bien.

En el puerto todo era quietud. Las barcas permanecían inmóviles, sujetas de las amarras y proyectando el reflejo de sus mástiles en las aguas tranquilas. Las redes que habían sido arrastradas hasta el malecón para ser remendadas olían a cresoto.

Nada rompía el silencio salvo el traqueteo distante de la camioneta del repartidor de leche del pueblo. Los chicos bajaron la colina siguiendo estrechos senderos y chapoteando en los charcos dejados por la lluvia hasta llegar al mar. El sol les calentaba la cara.

Mientras contemplaban los primeros botes se les acercó trotando un perro mestizo del pueblo, les olisqueó juguetonamente los pies y después siguió su camino.

—A lo mejor Rufus también anda por ahí —dijo Barney—. Vayamos a ver.

—Vale. —Simon lo siguió sin prisas, contento, relajado por el silencio, el sol y el suave murmullo del mar.

—¡Allí está! —El larguirucho perro venía dando saltos por el muelle. Cuando los vio empezó a hacer cabriolas y a menear el rabo, enseñando sus dientes blancos y dejando que la larga lengua rosada colgara a voluntad.

—Tontín —le dijo cariñosamente Simon mientras el perro le lamía la mano. Barney se agachó e inspeccionó solemnemente los ojos castaños de Rufus.

—Me gustaría que pudiera hablar. ¿Qué nos dirías, eh, chico? ¿Qué sabes del pintor de la Obscuridad y adonde te llevó? ¿Dónde, Rufus? ¿Dónde te escondió?

El setter se quedó quieto un momento, mirando a Barney; luego ladeó la cabeza alargada y emitió un ruido extraño, mitad ladrido, mitad gemido, como si preguntara algo. Se volvió, dio unos pasos torpes por el muelle y miró atrás, esperando a que los chicos lo siguieran.

—¡Increíble! —exclamó Simon.

—¡Nos lo va a enseñar! —Barney daba saltitos nerviosos—. ¡Vamos, Simon, rápido! ¡Te apuesto a que nos lleva al escondite del pintor! ¡Y después se lo diremos a Gumerry!

Rufus aulló inquisitivo.

—No sé —dijo Simon—. Deberíamos ir a casa. Nadie sabe dónde estamos.

—Oh, vamos, rápido, antes de que cambie de opinión. —Barney agarró a su hermano del brazo y tiró de él tras el perro rojizo, que ya trotaba confiado por el muelle.

Rufus los guió a través del puerto y cogió la carretera interior que conectaba la Casa Gris con el mar. Al principio el camino les resultó familiar, puesto que se adentraba por los callejones más estrechos del pueblo, por entre casas silenciosas donde todos dormían todavía tras las cortinas corridas y una o dos veces pasaron frente a una casita con el rótulo prepotente de HOTEL PARTICULAR. Luego se encontraron detrás de Trewissick, en las tierras de labranza limitadas por setos que bordeaban los conos blancos y las lagunas verdes que formaban las excavaciones de arcilla hasta que, tierra adentro, se fundían con los páramos.

—No podemos alejarnos más, Barney. Deberíamos regresar.

—Sólo un poquito más.

Siguieron adelante por caminos silenciosos y resplandecientes con el verdor primaveral de los árboles. Simon miró alrededor con desasosiego. No pasaba nada malo: el sol los calentaba, los dientes de león coloreaban la hierba… ¿qué podía ir mal? De repente Rufus se salió del camino y entró en otro estrecho y lleno de vegetación con un cartel en la esquina que anunciaba: GRANJA PENTREATH. Los árboles de los lados elevaban sus ramas inclinadas formando un arco que cubría el sendero con un dosel de hojas; incluso a la luz de día, el sendero resultaba sombrío y frío y solamente tenues motitas de sol lograban filtrarse a través del follaje. Súbitamente Simon sintió que un mal presentimiento se apoderaba de él. Se quedó petrificado.

Barney lo miró por encima del hombro.

—¿Qué pasa?

—No lo sé muy bien.

—¿Has oído algo?

—No. Sólo que… es como si hubiera estado antes aquí…

—Simon se estremeció. —Es un sensación de lo más extraña.

Barney lo miró, inquieto.

—¿Quizás deberíamos regresar?

Simon no contestó, tenía la vista fija al frente y el ceño fruncido. Rufus, que había desaparecido momentáneamente tras un recodo del sendero, regresaba a toda prisa.

—¡Rápido, a los árboles! —Simon agarró a Barney del brazo y, con el perro pisándoles los talones, se colaron en la espesura de árboles y arbustos que bordeaba el sendero. Allí, abriéndose camino cuidadosamente para no hacer ruido, avanzaron poco a poco hasta alcanzar a ver la parte del sendero que seguía tras el recodo. No dijeron nada, ni siquiera en susurros; apenas si respiraban y Rufus se agazapó a sus pies, más quieto que un perro muerto.

Delante de ellos la vegetación clareaba, los árboles ya no formaban un túnel frondoso, sino que se abría un campo salpicado de extraños árboles de gran tamaño y matorrales dispersos. Al otro lado del campo, el camino no era más que un sendero estrecho, cubierto de hierba y marcado por surcos de ruedas, que se adentraba en otra densa arboleda. El camino a la granja Pentreath no parecía muy transitado. Y no se veía rastro de granja alguna. En cambio, en el claro iluminado por el sol, vieron un carromato.

Era alto, bello, resplandeciente: un verdadero carromato gitano antiguo como sólo habían visto en los cuadros. Sobre las altas ruedas con rayos de madera se levantaban laterales blancos, también de madera y ligeramente inclinados hacia afuera, que llegaban hasta un techo con chimenea coronada por una tapa cónica. Los aleros de las cuatro esquinas estaban adornados con volutas y en las paredes laterales se abrían ventanas cuadradas con cuidadas cortinas. De la parte delantera salían los ejes para el caballo, que estaba pastando cerca de allí. En la parte de atrás una robusta escalera de seis travesaños conducía a una puerta pintada a juego con las volutas de los alerones y de dos hojas, como las que se usan en los establos: la mitad superior estaba abierta y la inferior cerrada con llave.

Mientras permanecían agazapados detrás de los árboles observándolo todo con la respiración contenida, apareció una figura en el umbral, abrió la mitad inferior de la puerta y empezó a descender los escalones de la caravana. Barney agarró todavía más fuerte el brazo de Simon. No había error posible: la melena negra y revuelta, el ceño fruncido; el pintor iba incluso vestido exactamente igual que en las dos ocasiones anteriores, con jersey y pantalones azul marino como un pescador.

Barney tragó saliva, muy nervioso por la proximidad del pintor, a quien parecía rodear una nube de malevolencia. De repente el chico se alegró muchísimo de que estuvieran escondidos en la espesura de la arboleda, fuera de su vista. Y así permaneció en el más absoluto silencio, rezando para que Rufus no hiciera ningún ruido.

Pero aunque en el claro no se oía el menor ruido, salvo los cantos matinales de los pájaros desde los árboles, el hombre de negro se detuvo súbitamente nada más bajar la escalera. Alzó la cabeza y la giró con aire de ciervo alertado. Barney vio que tenía los ojos cerrados. Luego el pintor se volvió en dirección a los niños, con sus fríos ojos abiertos y dijo con toda claridad: «Barnabas Drew. Simon Drew. Salid de ahí».

No se les pasó por la cabeza huir ni ninguna otra idea que no fuera la más incondicional obediencia. Barney salió automáticamente de entre los árboles y notó que Simon lo seguía con la misma decisión. Hasta Rufus trotaba dócilmente junto a ellos.

Se quedaron los tres juntos de pie a la luz del sol, al lado del carromato y de cara al hombre de negro y, aunque sentían la tibieza del sol en la piel, tuvieron la impresión de que el día se había vuelto frío. El hombre los miró sin sonreír, inexpresivo.

—¿Qué queréis? —preguntó.

En algún lugar de la mente de Barney se encendió una chispa. Luego la chispa encontró yesca y se convirtió en llama: una pequeña luz de resentimiento que estalló con furia y disipó el miedo.

—Bueno, para empezar, quiero que me devuelva mi dibujo —dijo Barney con descaro.

Entrevió a Simon a su lado, sacudiendo levemente la cabeza como si intentara resistirse al sueño y comprendió que su hermano también se había librado del hechizo.

—Me robó mi dibujo en el puerto, vaya usted a saber por qué. A mí me gustaba y quiero que me lo devuelva.

Los ojos obscuros del hombre lo contemplaron con frialdad, sin dejar traslucir las emociones que escondían.

—Unos garabatitos muy prometedores para tu edad.

—Bueno, la verdad es que no lo necesito para nada —dijo Barney, admirándose al recordar el poder que transmitía el cuadro de aquel hombre.

—No —contestó él con una mueca extraña, una media sonrisa—. Ahora no. —Volvió a subir los escalones y, desde el otro lado de la puerta, añadió por encima del hombro—: Muy bien, adelante.

Rufus, que había permanecido petrificado desde el principio, empezó a emitir un gruñido sordo desde el fondo de la garganta. Simon trató de calmarlo con una caricia.

—No me parece muy sensato entrar, Barney —le advirtió su hermano.

—Qué va, a mí me parece muy bien —replicó Barney a la ligera y se encaminó hacia la escalera del carromato. Simon no pudo sino seguirlo.

—Quieto aquí, Rufus —ordenó Simon. Y el perro se sentó a los pies de la escalera sin dejar de emitir aquel gruñido inquietante e interminable. Los niños siguieron oyéndolo de fondo, a modo de advertencia del peligro que les acechaba.

El hombre de negro les daba la espalda.

—Mirad bien este vardo romaní —les dijo sin volverse—. Ya quedan muy pocos como este.

—¿Romaní? —repitió Simon—. ¿Es usted gitano?

—Medio romaní, medio gorgio. —El hombre se dio la vuelta y se quedó mirándolos con los brazos cruzados—. Sí, soy medio gitano. Que es lo mejor que se puede encontrar por ahí en estos tiempos. Hasta el vardo es sólo gitano a medias.

Señaló al techo del carromato con la cabeza y al alzar la vista los niños vieron que todo él estaba bordeado con las mismas volutas de brillantes colores que adornaban el exterior, de una pared colgaban varias herramientas pequeñas, así como un viejo violín y una alfombra de lana con un extraño estampado a rayas. Pero el mobiliario era moderno y, a todas luces, barato; además la chimenea no era auténtica, sino que se trataba de un tiro de ventilación para expulsar el aire caliente que generaba la cocina eléctrica.

De repente se dieron cuenta de que el techo estaba pintado. De punta a punta, por encima de las fiorituras convencionales y brillantes de las volutas, una gran pintura abstracta se extendía sobre sus cabezas. Sus siluetas y colores no formaban ningún diseño reconocible y, sin embargo, resultaba una visión inquietante, perturbadora, llena de extrañas espirales y sombras atravesadas por colores chillones que atacaban los sentidos. Barney sintió de nuevo el poder y la repulsión que le había transmitido el lienzo que el hombre estaba pintando en el puerto y en el techo encontró de nuevo aquella sombra verde irritante que tanto le había desagradado.

—Vamos a casa —le dijo repentinamente a su hermano.

—Todavía no —intervino en voz baja el hombre de negro y, aunque no se movió, Barney notó el frío de la Obscuridad tratando de controlarlo… Hasta que sin previo aviso el tenue ruidito de fondo que llevaba rato molestándolo se convirtió repentinamente en el silbido de la tetera hirviendo que llenó toda la habitación, haciendo que cualquier premonición del mal resultara absolutamente ridícula.

Pero Simon también lo había notado. Miró al hombre obscuro y pensó: «Intentas que no nos asustemos todavía, tratas de retrasar el momento. ¿Por qué quieres que nos quedemos?».

El hombre moreno estaba ocupado en la prosaica tarea de echar café instantáneo en una taza y verter el agua hirviendo de la tetera.

—¿Alguno de vosotros tomará café? —preguntó por encima del hombro.

—No, gracias —contestó rápidamente Simon.

—No diría que no a un vaso de agua —dijo Barney. Y al ver el ceño fruncido de su hermano, añadió—: Verá, es que pasear me ha dado mucha sed. Me basta con agua del grifo.

—En el armario que tienes a tus pies, a la derecha, encontrarás algunas latas de naranjada —indicó el pintor. Se acercó a la mesa y se sirvió un café—. Precintadas —añadió lanzando una mirada irónica a Simon—. Con gas. Inofensivas. Directas de fábrica.

—Gracias —contestó inmediatamente Barney, y se agachó para abrir el armario.

—Saca también la caja de cartón que hay dentro.

—Vale. —Tras rebuscar ruidosamente durante un rato, Barney apareció con una caja marrón de lo más vulgar, la colocó sobre la mesa y dejó las dos latas de refresco que aguantaba con la articulación del codo. Sin decir nada más, Simon cogió una y la abrió. El gas emitió un silbido tranquilizador, pero Simon no bajó la guardia y se limitó a simular que bebía. Barney bebió con avidez, emitiendo ruiditos de placer.

—Mejor ahora, gracias. Bueno, ¿y ahora podría devolverme mi dibujo?

—Abre la caja —dijo el hombre mientras se tomaba el café con la cara medio oculta por la larga melena negra.

—¿Está dentro?

—Abre la caja —repitió el hombre en un tono algo tenso. Simon se preguntó a qué vendría tanta tensión.

Barney dejó la bebida en la mesa y levantó la tapa de la caja de cartón. Sacó una hoja de papel y la levantó para verla mejor.

—Sí, es mi dibujo. —Echó otro vistazo a la caja y de repente se le iluminaron los ojos, con un resplandor que viajó directo a su cerebro mientras contemplaba el interior de la caja sin poder creer lo que veía—. ¡Simon! ¡Es el grial! —gritó con la voz rota.

Al instante el mundo a su alrededor cambió. Las puertas de la pequeña caravana se cerraron con un crujido y las persianas se bajaron ocultando la luz del día. Durante unos segundos reinó la más completa obscuridad, pero enseguida los iluminó una luz mortecina. Barney buscó con ojos desorbitados la fuente emisora y para su sorpresa descubrió que el resplandor, tenue e inquietante, no procedía de una lámpara sino del techo pintado. Arriba, las fantasmagóricas espirales verdes que tanto lo habían desagradado emitían un brillo frío e inhóspito. Ahora veía que sí tenían forma; dibujaban formas angulares agrupadas como si fueran algún tipo de escritura desconocida. Iluminado por aquel resplandor verde y frío bajó la vista con miedo, desconfiado, y vio el mismo objeto maravilloso y familiar que antes había descubierto en el interior de la caja. Lo levantó con cuidado y, olvidándose de todo cuanto lo rodeaba, lo depositó sobre la mesa.

—¡Sí que lo es! —suspiró Simon, a su lado.

Ante ellos brillaba el grial gales, la pequeña copa dorada que habían visto por primera vez, tras una ardua búsqueda, en una cueva situada bajo los acantilados de Kemare Head y que habían salvado temporalmente de las gentes y el poder de la Obscuridad. No comprendían qué era ni lo que era capaz de hacer, sólo sabían que para Merriman y las fuerzas de la Luz era uno de los grandes Objetos de Poder, algo de valor infinito cuya verdadera importancia se entendería el día que lograran descifrarse las extrañas runas grabadas en sus laterales. Barney contempló, como había hecho miles de veces antes, los dibujos, motivos y signos incomprensibles de los costados dorados del grial. Sólo con que tuvieran… Pero el antiguo manuscrito que habían encontrado dentro de una cajita de plomo en las profundidades de aquella cueva perdida junto al grial descansaba ahora en el fondo del mar, adonde lo había lanzado el propio Barney desde la punta de Kemare Head en un último esfuerzo por salvar el grial y el manuscrito de manos de la Obscuridad. Aunque el grial estaba a salvo, el manuscrito se había hundido en el mar y sólo él contenía el secreto que permitiría comprender el valioso mensaje del cáliz.

La débil luz del carromato no lograba debilitar el resplandor del grial, que refulgía como una hoguera amarilla ante ellos, cálido y brillante.

—Está muy bien —murmuró Simon—. No tiene ni un rasguño.

—Está en buenas manos —contestó una voz fría desde la obscuridad.

Bruscamente despertaron del ensimismamiento en que habían caído al ver el grial y se encontraron de nuevo envueltos por las tinieblas del pintor de la Obscuridad. Los ojos negros del hombre los observaban desde detrás de la mesa; él mismo era como un dibujo surrealista en blanco y negro: ojos y pelo negros y rostro blanco. Y su voz traslucía ahora mayor fuerza y confianza, incluso cierta nota de triunfo.

—Os permito que echéis un vistazo al grial para hacer un trato con vosotros.

—¿Un trato? —preguntó Simon en un tono de voz más agudo y potente de lo que pretendía—. Usted lo único que hace es robar cosas. El dibujo de Barney, el perro del capitán Toms… y el grial. Seguro que fue usted el que lo robó del museo, o sus amigos…

—Yo no tengo amigos —lo interrumpió el hombre de improviso, como movido por una reacción de amargura que no hubiera podido evitar y al darse cuenta su fría mirada titubeó un instante. Pero enseguida se recuperó y miró a los niños sintiéndose completamente dueño de sí mismo otra vez.

—El robo puede ser un medio para alcanzar otro fin, mi joven amigo. Mi fin es muy simple y no causa mal alguno. Todo lo que pido son cinco minutos de vuestro tiempo, es decir, del de tu hermano pequeño y… cierto talento… que él posee.

—No pienso dejarlo solo ni un minuto —dijo Simon.

—Nunca te he pedido que lo hicieras.

—Entonces, ¿qué?

Barney permanecía callado, observando la escena con cautela. Por una vez no le molestó que Simon tomara el mando. Algo dentro de su mente empezaba a temer cada vez más a aquel hombre de cara pálida, inexpresiva y extraña, quizás porque poseía un talento evidente. Habría sido más fácil enfrentarse a un monstruo.

El pintor miró a Barney.

—Es muy simple, Barnabas Drew —le dijo—. Cogeré la copa a la que llamas grial y la llenaré con algo de agua y un poco de aceite. Luego te pediré que te sientes tranquilamente, mires en su interior y me expliques lo que ves.

Barney lo miró sorprendido. Una idea le rondaba la cabeza como la bruma marina: quizás el hombre no era malo, a lo mejor sólo estaba un poco loco. Eso explicaría todas las cosas raras que había hecho el pintor; al fin y al cabo, incluso los grandes artistas actúan a veces de forma extraña, como el lunático Van Gogh…

—¿Miro el agua con aceite y le digo lo que veo? —preguntó con cautela—. El aceite forma dibujos muy bonitos en el agua, y colores… Bueno, parece algo inofensivo. ¿No, Simon?

—Supongo —contestó su hermano. Tenía la vista clavada en el hombre de negro, en sus fieros ojos y la palidez de su rostro, y la misma sugestión hipnótica se estaba apoderando de su mente. También a él le parecía cada vez más verosímil que su supuesto adversario no guardara ninguna relación con la Obscuridad, a pesar de lo que pudiera pensar el tío abuelo Merry, y que fuera sencillamente un lunático excéntrico e inofensivo. En cuyo caso sería más seguro seguirle la corriente—. Sí —dijo con firmeza—. ¿Por qué no?

Simon pensó que cuando toda aquella tontería acabara podrían coger el grial y escapar corriendo. Podrían zafarse del tipo, llamar a Rufus y devolverle el grial a Gumerry… Miró intensamente a Barney, tratando de comunicarse con él, le dio un codazo disimulado y echó un vistazo al grial. Barney asintió. Sabía lo que su hermano trataba de decirle, a él se le había ocurrido lo mismo.

El hombre obscuro llenó un vaso con agua del grifo y luego la vertió en el grial. Después cogió una botellita marrón de un estante de al lado de la mesa y le añadió un par de gotas de un líquido oleoso. Miró ansiosamente a Barney. Estaba tenso como una vara.

—Ahora —dijo—, siéntate aquí y mira atentamente. Mira con atención y sin prisas. Y dime lo que ves.

Barney se sentó en una silla frente a la mesa y cogió lentamente el cáliz con ambas manos. Aunque el oro grabado del exterior brillaba tanto como de costumbre, la superficie interior se había vuelto de color negro opaco. Barney miró el líquido del cuenco. A la luz fría y verde que incomprensiblemente emitían las pinturas del techo, Barney vio cómo la delgadísima capa de aceite que se extendía sobre la superficie del agua se arremolinaba y se enroscaba, girando, separándose y juntándose constantemente, amontonándose en islas que luego se desvanecían y se mezclaban con el resto del líquido. Y vio… y vio…

Las penumbras cayeron sobre su mente como un ataque de sueño repentino.