Capítulo 4

El cielo fue el primer detalle extraño del día. Cuando los Drew recorrieron Kemare Head de regreso al puerto, el sol ya estaba bien alto, pero no calentaba porque con él se había levantado también una bruma densa. Al poco rato la niebla cubría todo el cielo de modo que el sol seguía allí colgado, familiar y extraño al mismo tiempo, como una naranja de peluche.

—Calima —contestó Simon cuando Jane le hizo notar la niebla—. Va a hacer un buen día.

—No sé… A mí me parece raro, casi como una señal de peligro…

Para cuando hubieron acabado con el generoso desayuno que la somnolienta señora Penhallow les sirvió en la casa, la neblina era todavía más espesa.

—Se despejará cuando el sol esté más alto —aseguró Simon.

—Quisiera que el tío abuelo Merry volviera a casa —dijo Jane.

—Deja de preocuparte. Will Stanton tampoco ha regresado, quizás están charlando con el señor Penhallow o cualquier otra persona. ¿Qué te pasa hoy?

—Necesita echar un sueñecito —dijo Barney—. La pobrecita no ha dormido nada.

—Sí, pobrecita yo —dijo Jane bostezando ostensiblemente.

—¿Ves? —insistió Barney.

—Sí, quizás tengas razón —asintió Jane mansamente. Fue al dormitorio y puso la alarma del despertador para al cabo de una hora.

Cuando el zumbido estridente de la alarma la despertó se encontró completamente confusa. Aunque había descorrido las cortinas, la habitación estaba casi a obscuras. Por un instante Jane creyó que era de noche y se estaba levantando muy temprano, hasta que recordó la imagen de la Brujaverde cayendo al mar de madrugada y saltó de la cama asustada. El cielo parecía compacto, formado por pesados nubarrones; Jane nunca había visto nada igual. La luz diurna era tan tenue que parecía que no hubiera salido el sol.

Simon y Barney estaban solos en la planta baja, observando angustiados el cielo.

Jane sabía que el señor y la señora Stanton habían salido de Trewissick a primera hora de la mañana para una visita de dos días a varias canteras de caolín y los chicos le informaron de que la señora Penhallow se había ido a dormir. Merriman y Will todavía no habían aparecido.

—¿Qué estará haciendo Gumerry? ¡Le habrá pasado algo!

—No sé muy bien qué podemos hacer aparte de esperar. —Ahora Simon también parecía decaído—. O sea, podríamos salir a buscarlo, pero ¿por dónde empezamos?

—La Casa Gris —dijo de repente Barney.

—Buena idea. Vamos, Jane.

—Por lo visto ha adoptado la apariencia de un pintor —le explicó Will a Merriman mientras seguían al último grupo de aldeanos de regreso de Kemare Head—. Un hombre moreno, de estatura media y larga melena negra que posee cierto talento, aunque desagradable. Bonito detalle, ¿verdad?

—Quizás ese toque desagradable no sea intencionado —contestó Merriman con gravedad—. Ni siquiera los grandes señores de la Obscuridad pueden evitar que su verdadera naturaleza salga a la luz.

—¿Crees que es uno de los grandes señores?

—No. No, casi seguro que no. Pero sigue, sigue.

—Ya ha entrado en contacto con los niños. Con Barney. Y tiene un tótem: robó un dibujo del puerto que había hecho Barney.

—Yo tenía un fin pensado para ese dibujo —musitó entre dientes Merriman—. Nuestro amigo nos lleva mucha más ventaja de lo que suponía. Nunca subestimes a la Obscuridad, Will. Esta vez, yo casi lo hago.

—También ha robado el perro del capitán Toms, Rufus. Dejó una nota amenazando con que mataría al perro si el capitán se acercaba a la Brujaverde y se aseguró de que Barney también la leyera. Puro chantaje. Si después de eso el capitán Toms se hubiera acercado a Kemare Head, Barney lo habría considerado un asesino… Claro que la Obscuridad sabía que así sólo mantenía alejado de la fabricación a uno de los Antiguos, pero podría haberle sido de gran ayuda… Por cierto, Rufus es un animal estupendo, ¿verdad? —Por un instante la voz de Will dejó de ser la de un eterno Antiguo para convertirse en la de un niño entusiasmado.

El semblante sombrío de Merriman se relajó y su rostro curtido esbozó una sonrisa.

—Rufus también intervino en el descubrimiento del grial el verano pasado. Se comunica con los seres humanos mucho mejor que la mayoría de los animales.

Al final del verde cabo la mayoría de los aldeanos tomó el camino de bajada hacia el muelle y la carretera principal. Merriman condujo a Will todo recto, hacia la carretera más elevada, con vistas al puerto. Se detuvieron para dejar pasar a otro grupo de tejedoras exhaustas y luego cruzaron en dirección a la estrecha casa pintada de gris que se destacaba por encima del resto de los adosados. Merriman abrió la puerta delantera y entraron en la casa.

Un largo pasillo se extendía ante ellos débilmente iluminado por la luz de la mañana. El capitán Toms los invitó a entrar desde una puerta abierta a la derecha del corredor.

La puerta daba a una amplia habitación llena de estanterías, butacas y cuadros de veleros. El capitán estaba sentado en un sillón de cuero con la pierna derecha estirada. El pie, enfundado en una zapatilla de felpa calzada sobre el vendaje, descansaba sobre un escabel de cuero acolchado.

—La gota —se excusó el capitán ante Will—. De vez en cuando da la lata. Dicen que es por haber llevado una juventud disipada. Me inmoviliza con más eficacia que cualquier señor de la Obscuridad: si nuestro amigo lo hubiera adivinado, no tendría que haberse molestado en secuestrar al pobre Rufus.

—Pero creo que no tiene ese don. —Merriman se tumbó cuan largo era en un sofá y dejó escapar un suspiro de alivio—. No acabo de entender por qué, puesto que está claro que tiene cierto rango. Quizás no se atreve a ponerlo en práctica. En cualquier caso el robo del grial, el interés por entrar en contacto con los niños y, sobre todo, con Barney, todo ello apunta a una misma dirección.

El capitán Toms se mesó pensativamente su larga barba canosa.

—Piensas que planea hacer que el niño adivine el futuro mirando el grial… Bueno, es posible.

—Pero ¿esa es su prioridad? —preguntó Will.

—Lo sea o no, habrá que vigilar de cerca a Barney.

—Lo perseguiré a todas partes —dijo Will—. Me va a odiar.

—Paseaba sin descanso por la habitación, mirando los cuadros sin verlos. —¿Dónde está la Obscuridad? ¿Dónde está ese hombre? Me parece que no anda muy lejos.

—Yo también tengo esa impresión —dijo en voz baja el capitán sin moverse de su sillón—. Está muy cerca. Al salir el sol esta mañana lo sentí pasar junto a la casa bastante deprisa y desde entonces tengo la vaga sensación de que anda por aquí cerca.

—Eso fue cuando trató de apoderarse de la Brujaverde, antes de que la lanzaran al mar —dijo Merriman—. Ha sido una suerte que no lo consiguiera porque, de lo contrario, la criatura habría reaccionado. Los pescadores lo echaron en esta dirección: estaban muy enfadados y fueron bastante bruscos… Les seguí hasta el pueblo, hasta que lo soltaron. Luego se rodeó de una sombra y lo perdí. Pero sí, anda cerca. El mal se siente.

Will se paró en seco, tieso como un perro al acecho. Rápidamente Merriman bajó sus largas piernas del sofá y se levantó.

—¿Qué ha sido eso?

—¿Sientes algo? ¿Oyes algo?

—Creo que sí. Tenéis razón. —El capitán Toms se acercó renqueando hasta la puerta, apoyando todo su peso en el bastón—. Rápido, salgamos.

Los ladridos se oían cada vez más fuertes mientras cruzaban el vestíbulo y cuando llegaron a la puerta de entrada de la Casa Gris se oyó aún más alto y cercano el ruido histérico de un perro pidiendo que lo liberaran. El cielo era de color gris plomizo y el día, opaco y lúgubre. Carretera abajo, más allá del puerto y los muelles, una ráfaga rojiza se les acercaba a toda velocidad seguida por la figura obscura de un hombre.

—Mirad: ¡los niños! —gritó Will, alarmado.

En el muelle que bordeaba la carretera del puerto, Simon, Jane y Barney echaron a correr entusiasmados; todavía no veían a Rufus, pero lo oían ladrar.

—¡Rufus! —Barney lo llamaba a gritos, muy contento—. ¡Rufus!

Los Antiguos permanecieron atentos, a la espera.

Cuando Rufus dio la vuelta a la esquina corriendo alegremente hacia los niños, los Antiguos vieron al hombre obscuro alzar la mano. El perro se paralizó instantáneamente en el aire y se desplomó tieso como un tronco justo en medio del camino de los niños. Simon no tuvo tiempo de esquivarlo, tropezó con el perro y cayó al suelo. Se quedó tumbado sin moverse. Jane y Barney derraparon aterrorizados. El hombre moreno se les acercó, se detuvo y señaló a Barney con la mano en alto.

Sólo Simon lo vio. Tumbado en el suelo de cara a la colina, empezó a volver en sí tras el instante de total inconsciencia que se había apoderado de él al caer y abrió los ojos, aturdido. Y al hacerlo vio, o le pareció ver, a tres figuras resplandecientes envueltas por una luz blanca y ardiente. Las luces se elevaban y crecían cegando a Simon; cada vez se acercaban más a él y al final tuvo que cerrar los ojos porque le dolían. Seguía oyendo un zumbido en la cabeza, no había recuperado plenamente la consciencia. Con el tiempo se diría que todo aquello había sido cosa de su imaginación, la confusión fruto del golpe. Pero nunca olvidaría del todo la sobrecogedora sensación que sintió.

Jane y Barney contemplaban horrorizados y sin poder moverse al hombre moreno que se les echaba encima, pero sólo llegaron a ver el espeluznante cambio de su expresión cuando se echó atrás, alejándose de ellos por efecto de alguna fuerza invisible. Gruñía con un furia maligna y parecía estar librando una feroz batalla contra… nada. Tenía el cuerpo rígido; toda la batalla se libraba en sus ojos y en la fría línea de su boca. Siguió una espera terrible, muy larga, mientras la obscura figura se petrificaba en un fiero gesto contrahecho bajo la luz plomiza del cielo encapotado. Luego fue como si algo dentro de él se rompiera y salió huyendo sin echarles siquiera un último vistazo; desapareció.

Rufus se movió y empezó a aullar; Simon se despertó y se incorporó. Con las manos y las rodillas apoyadas en el perro, le dio palmaditas en la cabeza todavía medio grogui. Rufus le lamió la mano, forcejando con sus cuatro patas como un cachorro recién nacido.

—Yo me siento igual-dijo Simon y se levantó con cuidado.

Jane lo pinchó nerviosamente con un dedo.

—¿Estás bien?

—No tengo ni un rasguño.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé. Vi una luz muy brillante… —Su voz se desvaneció mientras se esforzaba por recordar.

—Eso ha sido porque te has golpeado la cabeza —dijo Barney—. ¿No viste aquel hombre? Lo teníamos justo encima de nosotros cuando… No sé, algo lo detuvo. Ha sido muy raro.

—Como si le diera un ataque —dijo Jane—. Ha empezado a retorcerse, con esa horrible expresión en los ojos, y luego, sencillamente, se ha ido corriendo.

—Era el pintor. El que me robó el dibujo.

—¿De verdad? Claro, también robó a Rufus, por eso…

Pero Barney no estaba escuchando. Tenía la vista fija en lo alto de la empinada carretera que había junto al puerto.

—Mirad —dijo con una voz extraña y uniforme.

Miraron adonde les indicaba y vieron a Merriman que venía a su encuentro desde la Casa Gris. La chaqueta abierta le ondeaba al viento y llevaba las manos en los bolsillos, la brisa que empezaba a soplar por todas partes le levantaba el pelo rebelde y canoso.

—Vais a acabar empapados si os quedáis ahí, esperando a que llueva —les dijo al llegar junto a ellos.

Jane miró distraídamente el cielo cada vez más obscuro.

—¿No has visto lo que acaba de pasar?

—En parte —contestó Merriman—. ¿Te has hecho daño, Simon?

—Estoy bien.

Barney seguía mirando a Merriman con expresión desconcertada.

—Has sido tú, ¿verdad? —le dijo en voz baja—. Tú lo has detenido, de algún modo. El pintor ha venido de la Obscuridad.

—Vamos, Barney —dijo bruscamente Merriman—. Eso es mucho suponer. Será mejor que no hagamos conjeturas sobre el origen de tu desagradable amigo y nos limitemos a disfrutar de que se haya marchado y de que Rufus esté sano y salvo entre nosotros.

El perro le lamió la mano agitando frenéticamente la cola. Merriman le frotó las suaves orejas.

—Vamos a casa —dijo. Sin volver la vista atrás, Rufus echó a andar colina arriba por el lado del puerto y los niños lo vieron desaparecer por la entrada lateral de la Casa Gris.

—Todo eso está muy bien —dijo Barney— pero yo pensaba que nos habías traído aquí para que te ayudáramos.

—¡Barney! —lo riñó Jane.

—Ya me estás ayudando —le dijo Merriman con dulzura—. Te lo dije, ten paciencia.

—Salimos a buscarte —explicó Simon—. Pensamos que a lo mejor te había pasado algo.

—Estaba en la Casa Gris, charlando con el capitán Toms.

—Will Stanton tampoco ha vuelto desde la fabricación de la Brujaverde.

—Supongo que estaría visitando los alrededores. Seguro que ya está en casa. —Merriman volvió a echar un vistazo a los nubarrones, cada vez más bajos. Un ruido sordo llegó desde las nubes que cubrían el mar—. Va. A casa. Antes de que estalle la tormenta.

Los chicos echaron a andar tras las largas zancadas de su tío abuelo, intentando no quedarse rezagados.

—Pobre Brujaverde —dijo Jane distraídamente—, sola en el mar. Espero que el oleaje no la haga añicos.

Subieron los últimos peldaños de la casa y cuando alcanzaron la puerta un destello blanco atravesó el cielo y el estruendo de un gran trueno retumbó por toda la bahía.

—No creo que lo hagan —aseguró Merriman a través de los ruidos.

Jane volvía a estar de pie en Kemare Head pero, en esta ocasión, estaba sola y la tormenta se encontraba en su punto culminante. No parecía ni de día ni de noche. Todo el cielo era gris, denso, pesado; los rayos partían el cielo, los truenos retumbaban y estallaban, devueltos por el eco de los páramos. Las gaviotas chillaban y revoloteaban en la ventisca. A sus pies, el mar hervía y las olas rugían estrellándose contra las rocas.

Jane sentía el empuje del viento, que la inclinaba sobre el acantilado… luego la alzó por los aires y la dejó caer por entre las gaviotas que acechaban a su alrededor.

La caída fue terrorífica, pero también tuvo algo de desenfreno delicioso. Las olas se arremolinaron para salir a su encuentro y, sin ningún choque, ningún chapuzón ni ninguna sensación de haber penetrado en otro elemento, Jane siguió cayendo, lentamente, sumergiéndose en las verdes aguas submarinas que no alcanzaba el frenesí de la tormenta. Nada se movía, solamente las algas se mecían suavemente por efecto de las olas más profundas del océano. Y delante de ella apareció la Brujaverde.

La enorme imagen vegetal estaba de pie, apoyada contra un grupo de rocas escarpadas que le daban cobijo. Seguía intacta, tal como Jane la había visto antes, con la inhumana cabeza cuadrada colocada sobre su ancho cuerpo de gigante. Las hojas y las flores de espino se extendían como algas empujadas suavemente por el mar, meciéndose adelante y atrás. Los pececillos atravesaban la cabeza a toda velocidad y, de vez en cuando, si la fuerza de la tormenta llegaba hasta allí, toda la estructura se balanceaba.

Entonces, mientras Jane contemplaba la imagen, el balanceo se intensificó, como si la tormenta estuviera adentrándose en las profundidades del mar. Podía sentir el envite de las olas. Jane se movía como un pez, obedeciendo y resistiéndose al oleaje al mismo tiempo. La Brujaverde empezó a dar vueltas y a oscilar cada vez más rápido y más fuerte, inclinándose tanto en todas las direcciones que parecía que acabaría por caerse y ser arrastrada por la corriente. Jane sintió el agua helada y obscura como si anunciara la presencia de un poder maligno y, horrorizada, vio cambiar los movimientos de la Brujaverde. Las extremidades se movían solas, la frondosa cabeza se tensaba y agitaba como si fuera una cara. De repente, el frío desapareció, el mar recuperó su color verde y azul y las algas y los peces volvieron a dejarse mecer por las olas… Pero ahora Jane sabía que la Brujaverde estaba viva. No era buena ni mala, simplemente estaba viva, consciente.

La gran cabeza de hojas se volvió hacia Jane y la Brujaverde le habló directamente a su mente, sin voz.

—Tengo un secreto —le dijo la Brujaverde.

Jane sintió la misma soledad que había notado cuando estaban en tierra, su pena y su vacío. Pero a través del dolor notó que la Brujaverde se aferraba a algo que la reconfortaba, como un niño coge un juguete, si bien este niño tenía cientos de años y a lo largo de su vida eternamente renovada nunca antes había disfrutado de semejante consuelo.

—Tengo un secreto. Tengo un secreto.

—Qué suerte —dijo Jane.

La torre viviente de ramas se inclinó hacia la niña, acercándosele.

—Tengo un secreto y es mío. Mío, mío. Pero te lo revelaré. Si me prometes no explicarlo, explicarlo.

—Lo prometo.

La Brujaverde dio unos bandazos, agitando todas sus ramas y hojas en el agua, y cuando se alejó del nicho rocoso donde había estado recostada, Jane entrevió un objeto oculto en las sombras. Era una cosa pequeña y brillante, escondida en una fisura de la roca, entre arena blanca. Parecía un minúsculo bastón resplandeciente, algo sin importancia salvo porque brillaba con una luz extraña.

—Es muy bonito —dijo Jane como si hablara con un niño pequeño que le estuviera mostrando su juguete.

—Mi secreto —dijo la Brujaverde—. Yo lo guardo. Nadie debe tocarlo. Lo guardo muy bien, para siempre.

Y sin previo aviso, la obscuridad y el frío volvieron a apoderarse del agua, extendiéndose por todo el mundo submarino. La Brujaverde se transformó instantáneamente. Se volvió hostil, ruda, amenazadora. Se abalanzó sobre Jane.

—¡Lo explicarás! ¡Lo explicarás! ¡Lo explicarás!

La cabeza frondosa se distorsionó, convirtiéndose en una parodia horrible de una cara, gruñendo furiosa; las ramas se extendieron, abriéndose, tratando de agarrar y envolver a Jane al tiempo que la Brujaverde se le acercaba inexorablemente. Jane retrocedió aterrorizada, agachándose. Súbitamente notó el agua ardiente, violenta, opresiva y llena de ruidos atronadores.

—¡No lo diré! ¡Lo prometo! ¡Lo prometo! ¡¡Lo prometo!! Sintió el aire fresco en la cara.

—¡Jane! ¡Despierta! Vamos, Jane, despiértate, ya pasó, no es real… Jane, despierta…

La voz grave de Merriman la llamaba con dulzura pero insistente, sus fuertes manos le asían los hombros, tranquilizándola. Jane se sentó de un brinco, miró a la cara de Merriman, apoyó la frente húmeda en el brazo de él y rompió a llorar.

—Explícame qué te ha pasado —le dijo Merriman con cariño.

—¡No puedo! ¡Lo he prometido! —Cada vez lloraba más.

—Vamos, mírame —le dijo cuando estuvo más calmada—. Has tenido una pesadilla y ya ha pasado. Oí gritos apagados en tu cuarto y cuando entré estabas enterrada bajo las mantas: debías de estar achicharrándote. No me extraña que hayas tenido pesadillas. Va, ahora explícame lo que has soñado.

—Ay —suspiró abatida, y se lo contó.

—Hum. —La cara huesuda y dura de Merriman quedaba oculta por las sombras y Jane no puedo deducir nada de su expresión.

—Ha sido horrible —dijo Jane—. Sobre todo el final.

—Seguro que sí. Me temo que los acontecimientos de anoche han alimentado excesivamente tu imaginación.

Jane consiguió dibujar una débil sonrisa.

—Hoy hemos cenado pastel de manzana y queso. Eso también habrá ayudado un poco, ¿eh?

Merriman se rió y se incorporó, alzándose contra el bajo techo.

—¿Ya estás bien?

—Muy bien, gracias. —Justo cuando él se iba lo llamó—: ¿Gumerry?

—¿Qué ocurre?

—De todos modos, lo siento mucho por la Brujaverde.

—Espero que conserves ese sentimiento —dijo, enigmático, Merriman—. Y ahora, que duermas bien.

Jane se tumbó tranquila, oyendo el repicar de la lluvia en la ventana y los últimos estruendos del final de la tormenta. Antes de caer dormida, recordó súbitamente que reconocía el pequeño objeto brillante que era el secreto de la Brujaverde del sueño. Pero se durmió antes de poder recordar de qué se trataba.