El mar reflejaba como un espejo el cielo del atardecer. En la tranquilidad de la tarde, las grandes y lentas olas del Atlántico, tensándose como músculos bajo la piel, constituían el único indicio de la enorme fuerza invisible que escondía el océano. Las barcas pesqueras se retiraban lentamente, dejando tras de sí una amplia estela coleante; los motores resoplaban suavemente en la tarde sin viento. Jane estaba de pie en el extremo de Kemare Head, encaramada en un desagüe de granito cuyas rocas se hundían varios metros en el mar, mientras observaba a las barcas alejarse. Desde allí parecían barquitos de juguete: los restos de la flota pesquera que todas las semanas, todos los meses y todos los años, desde tiempos inmemoriales, salía a la pesca de la sardina y la caballa justo antes del anochecer y continuaba la caza hasta el alba. Cada año eran menos embarcaciones, pero seguían saliendo todos los años.
El sol descendió en el horizonte, una bola gorda y brillante que cubría de luz amarilla el mar en calma, y la última barca salió del puerto de Trewissick con el motor golpeando como un latido apagado en los oídos de Jane. Mientras los últimos trazos dejados por las estelas de las barcas bañaban el malecón, el gran sol desapareció bruscamente en el horizonte y la luz de aquel atardecer de abril empezó a desvanecerse lentamente. Se levantó una brisa suave. Jane, estremeciéndose, se abrigó con la chaqueta y sintió el frío repentino de la obscuridad.
Como respondiendo a la brisa incipiente, al otro lado de la bahía, en el cabo situado frente a Kemare Head, se encendió una luz. Al mismo tiempo Jane sintió un calor repentino a sus espaldas.
Se volvió y vislumbró unas figuras negras dibujadas contra las llamas de la hoguera que había prendido con la pila de ramas y maderas arrastradas por el mar que esperaba aquella precisa noche para convertirse en una buena fogata. La señora Penhallow le había explicado que los dos faros permanecerían encendidos hasta el regreso de las barcas pesqueras y sus llamas crepitarían durante toda la noche, hasta el amanecer.
La señora Penhallow: todo un misterio. Jane recordó de nuevo la tarde que había pasado a solas en la sala de estar, hojeando una revista mientras esperaba a Simon. Había oído un carraspeo nervioso y de repente se había encontrado con la señora Penhallow, regordeta y sonrosada, y particularmente inquieta.
—Si quieres asistir a la fabricación de esta noche, pequeña, serás bienvenida —dijo bruscamente.
—¿La fabricación? —le preguntó Jane, sorprendida.
—La fabricación de la Brujaverde. —La cadencia galesa de la señora Penhallow resultaba más evidente de lo habitual—. Lleva toda la noche, es un proceso largo y normalmente no se permite que se acerque por allí gente de fuera. Pero si te parece que te apetece… Ya que eres la única pariente del profesor… —Resumió el resto con un gesto de la mano—. A las mujeres les pareció correcto y a mí me gustaría que vinieras.
—Muchas gracias —contestó Jane, asombrada pero agradecida—. Esto… ¿La señora Stanton también puede ir?
—No —dijo la señora Penhallow secamente. Luego, al ver la cara de incomprensión de Jane, añadió con más dulzura—: Verás, es que es extranjera. No estaría bien.
De pie en el cabo, observando la fogata, Jane rememoró el carácter irrevocable de aquellas palabras. Ella había aceptado el ofrecimiento y, sin ni siquiera tratar de explicarle la situación a Fran Stanton, después de cenar se había acercado hasta el cabo en compañía de la señora Penhallow.
Aun así nadie le había explicado lo que iba a ocurrir. Nadie le había explicado en qué consistía aquello que llamaban la Brujaverde, cómo lo harían o qué le pasaría. Sólo sabía que el proceso duraba toda la noche y acababa cuando los pescadores regresaran al hogar. Jane se estremeció de nuevo. Caía la noche y ella no era demasiado aficionada a las noches de Cornualles: escondían demasiados misterios.
Sombras negras recorrían las rocas a su alrededor, danzando y desapareciendo con el movimiento de las llamas. Buscando instintivamente algo de compañía, Jane se adentró en el círculo de luz brillante que emitía la hoguera, pero sólo consiguió ponerse todavía más nerviosa porque las otras figuras se movieron adelante y atrás fuera del alcance de su vista y, de repente, se sintió vulnerable. Asustada por la tensión del ambiente, no sabía si acercarse más.
—Ven, pequeña —le dijo suavemente la señora Penhallow, junto a ella—. Acércate. —El tono de su voz era algo apremiante. Agarró a Jane del brazo y la llevó aparte—. Ha llegado la hora. Si quieres, todavía puedes irte.
Luego desapareció otra vez, dejando a Jane sola, cerca de un grupo de mujeres que estaban ocupadas en algo que ella no lograba ver. Jane encontró una roca y se sentó al calor de la hoguera mientras observaba a su alrededor. Allí había montones de mujeres de todas las edades: las más jóvenes llevaban jersey y vaqueros; el resto, faldas negras y bastas, largas como abrigos, y botas fuertes. Vio una gran pila de piedras del tamaño de una cabeza humana y, a lo lejos, otra pila más alta de ramas verdes —que le parecieron de espino-demasiado frondosas para usarlas como leña. Pero no comprendió la finalidad de ninguna de las dos pilas.
Entonces una mujer bastante alta se separó del resto con un brazo en alto. Gritó algo que Jane no entendió y al momento las mujeres se pusieron todas a trabajar siguiendo un curioso orden por pequeños grupos. Algunas cogían una rama, la despojaban de hojas y brotes y comprobaban que fuera flexible; luego otras recogían la rama y, con la rapidez que da la práctica, la tejían con otras ramas y, lentamente, el resultado empezó a tomar la forma de un armazón.
Al cabo de un rato el armazón dio muestras de querer ser un gran cilindro. La limpieza, doblaje y tejido de ramas duró mucho rato. Jane no paraba de moverse, inquieta. Las hojas de algunas ramas no parecían de espino. Pero Jane no estaba lo bastante cerca como para distinguir qué eran y no tenía intención de acercarse más. Tenía la impresión de que solamente allí, medio oculta en su roca, sin que nadie la viera y viéndolo todo desde lejos, estaría a salvo.
De repente descubrió que la mujer alta que parecía la cabecilla estaba a su lado. Sus ojos negros la miraban desde lo alto, destacándose en la palidez del rostro enmarcado por la bufanda que llevaba anudada al cuello.
—Jane Drew —dijo la mujer con un acento de Cornualles muy duro—. Una de las personas que encontró el grial.
Jane dio un brinco. No había llegado a olvidarse por completo del grial, pero tampoco lo había relacionado con la extraña ceremonia que estaban celebrando. De todos modos, la mujer no volvió a mencionarlo.
—Ya verás la Brujaverde —le dijo en un tono más amigable, casi a modo de saludo.
El cielo había obscurecido casi por completo, solamente quedaba un resto apenas perceptible de luz diurna. Las hogueras de los dos faros brillaban en los cabos.
—¿Qué están haciendo con esas ramas? —preguntó apresuradamente Jane, aferrándose a la compañía que le ofrecía la mujer frente a la solitaria obscuridad.
—Es madera de avellano para el armazón. Serbal para la cabeza. El cuerpo es de ramas y flores de espino. Dentro se ponen las piedras para que se hunda. Y quien tenga un problema, o sea estéril o quiera pedir algún deseo, tiene que tocar la Brujaverde antes de que la lleven al acantilado.
—Oh.
—Ya verás la Brujaverde —repitió con simpatía la mujer antes de irse. Luego, por encima del hombro, añadió—: Tú también puedes pedir un deseo, si quieres. Te llamaré cuando sea el momento.
Y dejó a Jane ansiosa y presa de una gran curiosidad. Ahora las mujeres parecían más atareadas, no paraban de trabajar mientras murmuraban una extraña melodía sin palabras.
El cilindro tomó una forma más precisa y tupida y las mujeres lo rellenaron de piedras. Empezó a distinguirse la cabeza: era grande, alargada, angulosa y sin rasgos. Cuando acabaron el armazón lo rellenaron con ramas verdes salpicadas de flores blancas. Jane olió el aroma dulzón del espino y, por algún motivo, le recordó al mar.
Pasaron varias horas. Jane dormitaba acurrucada junto a la roca y, cada vez que se despertaba, el armazón tenía exactamente el mismo aspecto que antes. Parecía que nunca iban a acabar de tejer. La señora Penhallow le trajo té caliente de un termo en dos ocasiones.
—Si te parece que ya has tenido bastante, pequeña, sólo tienes que decirlo —le dijo, preocupada, la señora Penhallow—. No cuesta nada llevarte a casa.
—No —contestó Jane con la vista fija en la enorme imagen llena de hojas y su corte de trabajadoras incansables. No le gustaba la Brujaverde, le daba miedo. Su forma achaparrada resultaba amenazadora, aunque también hipnótica: Jane apenas podía quitarle los ojos de encima a aquello. Aquello. Jane siempre había pensado que las brujas eran mujeres, pero no podía sentir ninguna cualidad femenina en la Brujaverde. Era inclasificable, como una roca o un árbol.
La fogata continuaba ardiendo, alimentada regularmente con madera; su calor reconfortaba en medio de la noche helada. Jane se alejó un poco para estirar las piernas y, tierra adentro, vio una tenue luz gris que empezaba a iluminar el cielo. Pronto amanecería. Sería una mañana de niebla: ya sentía en su rostro las finas gotas del rocío. Dibujadas contra el cielo veía las rocas más prominentes de Trewissick, cinco dedos antiguos señalando al cielo a medio camino de Kemare Head. Y pensó: «La Brujaverde es así; me recuerda a las rocas».
Cuando regresó junto al mar, la Brujaverde estaba acabada. Las mujeres se habían separado de la gran figura y estaban sentadas en torno al fuego, comiendo bocadillos y bebiendo té entre risas. Jane contempló la enorme imagen que habían construido con hojas y ramas sin entender la alegría de las mujeres. Porque, de repente, en el frío amanecer, comprendió que aquella imagen silente contenía más poder del que Jane había presenciado en ninguna otra criatura o cosa. Aquello contenía truenos, tormentas y terremotos y todas las fuerzas del mar y la tierra. Estaba fuera del Tiempo, no tenía límites ni edad, estaba más allá de cualquier línea divisoria entre el bien y el mal. Jane la contempló, horrorizada, y la cabeza ciega de la Brujaverde le devolvió la mirada. No se movería ni parecería cobrar vida, eso Jane lo sabía. El horror que sentía no era fruto del miedo, sino de la sensación repentina de soledad infinita y atroz que le transmitió la imagen. Solamente en una gran soledad se ostentaba un gran poder.
Al mirar a la Brujaverde, Jane sintió un sobrecogimiento terrible y, también, algo parecido a la lástima.
Pero el sobrecogimiento provocado por una fuerza tan inconcebible como aquella era más intenso que ningún otro sentimiento.
—Así que lo sientes, ¿verdad? —La cabecilla de las mujeres volvía a estar a su lado y sus palabras, duras y tajantes, no eran en realidad una pregunta—. Pocas mujeres lo hacen. Ni niñas. Sólo muy pocas. Ninguna de las que hay allí, ninguna. —Señaló con desdén al feliz grupo—. Pero alguien que ha tenido el grial en las manos puede sentir muchas cosas… Ven. Pide tu deseo.
—No. —Jane retrocedió instintivamente.
Al instante un puñado de cuatro chicas se alejó del grupo y corrió hacia la tenebrosa imagen de hojas. No paraban de reírse y llamarse a gritos unas a otras. Una de ellas, más corpulenta y ruidosa que las demás, se adelantó y dio una palmada a los espinos que quedaban por encima de su cabeza.
—¡Concedednos a todas maridos ricos, oh Brujaverde! —gritó.
—¡O si no, concededle a ella al joven Jim Tregoney! —chilló otra.
Y entre risotadas regresaron corriendo con el grupo.
—¡Míralas! —dijo la mujer—. Las insensatas no sufren ningún daño. Por tanto, tampoco hay peligro para el que comprende. ¿Vienes?
Se aproximó a la gran figura silente, apoyó en ella la mano y murmuró algo que Jane no logró oír. Jane la siguió, nerviosa. A medida que se acercaba a la Brujaverde volvió a notar aquella fuerza inmensa que parecía representar pero también, una vez más, una tristeza enorme. La melancolía flotaba sobre la imagen como la niebla. Jane tendió el brazo para asir una rama de espino y se detuvo.
—Ay —dijo impulsivamente—, desearía que fueras feliz.
En cuanto lo dijo pensó: «Qué infantil, podría haber pedido cualquier cosa, hasta recuperar el grial… Incluso si todo esto es una farsa, al menos podrías haberlo intentado…». Pero la galesa de mirada penetrante la observaba con una extraña expresión de sorpresa que bordeaba la aprobación.
—¡Un deseo arriesgado! —le dijo—. Porque aunque hay quien alcanza la felicidad con cosas inofensivas, otros solamente son felices causando dolor. Pero quizás tu deseo depare algo bueno.
Jane no supo qué decir. De repente se sintió muy tonta.
Luego le pareció oír una vibración sorda proveniente del mar y se dio la vuelta. También la mujer estaba mirando a lo lejos, a la línea gris del horizonte que antes no se veía. Varias luces blancas, rojas y verdes parpadeaban en medio del negro mar. Los primeros pescadores regresaban a puerto.
Después Jane recordaría muy poco de aquella larga espera. El viento estaba helado. Lenta, muy lentamente, las barcas pesqueras fueron acercándose, surcando el mar de color gris piedra que brillaba con las luces del frío amanecer. Y entonces, cuando por fin se aproximaron al embarcadero, el pueblo estalló lleno de vida. Las motoras se llenaron de luces y voces, los motores tosían y el aire rebosaba de gritos, risas y bullicio de descargas; y en lo alto revoloteaban y chillaban las gaviotas, ladronas madrugadoras que se arremolinan en torno a los botes como grandes nubes blancas para lanzarse a por los pescados que tiran los pescadores. Después Jane recordaría sobre todo las gaviotas.
Cuando hubo finalizado la descarga, los camiones partieron para el mercado y las cajas estuvieron en la conservera, una procesión de pescadores empezó a subir por el camino del puerto. También había trabajadores de la fábrica, mecánicos, tenderos y granjeros: todos los hombres de Trewissick. Pero los pescadores, con jerséis obscuros, ojeras, mal afeitados, cansados y oliendo a pescado, encabezaban el grupo. Llegaron por el cabo, llamando alegremente a las mujeres, y a Jane le pareció el menos romántico de los encuentros, con sueño, frío y a la luz mortecina del amanecer, y sin embargo todos parecían de muy buen humor. La hoguera seguía encendida, quemando una nueva ración de leña; los hombres se reunieron junto al fuego, frotándose las manos y parloteando todos a un tiempo con voces roncas que a Jane, tras pasar la noche charlando con las mujeres, le hacían daño en los oídos.
Las gaviotas surcaban el cielo a la deriva, llenas de esperanza pero sin saber qué hacer. En medio de todo el trajín destacaba la Brujaverde, inmensa, silenciosa, un poco empequeñecida por la luz y el ruido pero, aun así, inquietante y amenazadora. A pesar del escándalo que formaban hombres y mujeres, se mantenía un curioso respeto hacia la extraña imagen vegetal y se evitaba a todas luces bromear acerca de la Brujaverde. Jane se dio cuenta de que, por alguna razón que no conocía, aquel detalle la tranquilizaba.
Distinguió la larga figura de Merriman junto a la multitud de lugareños pero no intentó acercársele. En aquel momento sólo cabía esperar el curso de los acontecimientos. Los hombres formaron un grupo y las mujeres se alejaron. De repente, la señora Penhallow había regresado junto a Jane.
—Ven, yo te indicaré el camino, pequeña. Ahora, cuando salga el sol, los hombres llevarán la Brujaverde al acantilado. —Miró a Jane con una sonrisa medio de apremio, medio de disculpa—. Para que traiga buena suerte y capturas y cosechas abundantes. Eso dicen… Pero debemos mantenernos alejadas para dejarles sitio. —Con un gesto indicó a Jane que la siguiera hasta un lado del cabo. La niña no acababa de entender lo que pasaba.
Los hombres empezaron a agruparse en torno a la Brujaverde. Algunos la tocaron ostentosamente, entre risas y pidiendo a gritos un deseo. Por primera vez, a la luz creciente del día, Jane se dio cuenta de que la figura tejida con hojas había sido construida sobre una plataforma similar a una gran bandeja hecha con tablas y que la plataforma tenía una pesada rueda en cada punta, cuidadosamente calzada con piedras grandes. Entre gritos y chillidos los hombres retiraron las piedras de las ruedas y liberaron la plataforma, haciendo que la figura se balanceara. La Brujaverde medía quizás la mitad que un hombre, pero era muy ancha para su altura y su enorme cabeza cuadrada tenía casi la misma anchura que el cuerpo. No parecía una copia de un ser humano. A Jane le pareció una representante única de alguna especie desconocida y temida, procedente de otro planeta o de algún remoto momento inimaginable de nuestro pasado.
—¡Adelante, muchachos! —gritó una voz. Los hombres habían atado varias sogas a las cuatro ruedas de la plataforma, las agarraron y empezaron a tirar de ellas con cuidado pero sin pausa, arrastrando la bamboleante imagen hacia el borde del cabo. La Brujaverde avanzaba pesadamente. Jane olía el denso aroma del espino. Las flores parecían más brillantes y las ramas verdes de los costados de la Brujaverde, casi luminosos; tierra adentro, por encima de los páramos que cerraban Trewissick, apareció el sol. Su resplandor amarillo los iluminó, la multitud estalló en vítores y la plataforma con la figura verde llegó al revoltijo de rocas que formaba el borde del acantilado.
De repente, se oyó un grito muy agudo por encima del gentío; Jane se giró sobresaltada y vio a lo lejos varios hombres enfrascados en una escaramuza. Por lo visto un hombre intentaba abrirse camino; Jane entrevió una cabeza de pelo negro y rostro contorsionado por la rabia y luego el grupo se volvió a cerrar.
—Otro fotógrafo de esos de los periódicos; no debería sorprenderme —dijo la señora Penhallow con una pizca de petulancia en su agradable voz—. No se permite fotografiar a la Brujaverde, pero siempre hay uno o dos que lo intentan. Los jóvenes se ocupan de ellos.
Jane supuso que los jóvenes estarían poniendo a buen recaudo al intruso de aquel año, a juzgar por la velocidad con que su figura era alejada a empellones. Volvió a buscar a Merriman, pero había desaparecido. Y un cambio en las voces del gentío atrajo de nuevo su atención hacia Kelmare Head.
Alguien volvió a tomar la voz cantante, esta vez con palabras familiares de la infancia: «A la una… a las dos… ¡a las tres!, preparados, listos, ya». Ahora sólo sostenían las sogas de las ruedas traseras: había aproximadamente una docena de hombres por rueda. A la última voz de mando el gentío estalló en murmullos y rumores y las filas de hombres echaron a correr detrás de la Brujaverde, que iba dando bandazos cada vez más rápido. Entonces, con un solo movimiento, detuvieron el carro justo en el borde del acantilado y evitaron que cayera sosteniéndolo por las sogas.
Y la gran figura verde tejida con ramas, la Brujaverde, que no tenía soga que la retuviera, salió disparada por los aires y cayó por el acantilado de Kemare Head. Durante medio segundo permaneció visible mientras caía entre los torbellinos de gaviotas blancas y estridentes, pero luego desapareció y se hundió empujada por el peso de las piedras ocultas en el interior de su cuerpo. Se hizo un silencio absoluto, como si todo Cornualles contuviera el aliento, y luego oyeron un chapuzón.
El cabo entero estalló en gritos y risas. La gente se abalanzó hacia el borde del acantilado, donde los que sostenían las sogas izaron lentamente la plataforma. Después de echar un vistazo al vacío, la muchedumbre rodeó al grupo de hombres y, entre vítores, desanduvo con ellos Kemare Head. Cuando se dispersó el gentío, Jane se encaramó al borde y se asomó cuidadosamente al precipicio.
Abajo, el oleaje del mar bañaba lentamente el pie del acantilado como si nada hubiera pasado. Solamente algunas ramas desperdigadas de espino flotaban en el agua, subiendo y bajando al ritmo de las olas, avanzando y retrocediendo.
Se sintió algo mareada y decidió alejarse de las rocas y unirse al alegre gentío. Ya no se notaba el aroma de los espinos, ahora olía a una mezcla de madera quemada y pescado. La fogata se había consumido y la gente empezaba a marcharse de regreso al pueblo.
Jane vio a Will Stanton antes de que él la descubriera a ella. El grupo de pescadores que estaba junto a Jane se movió un poco y allí estaba Will, recortado su perfil contra el cielo gris de la mañana, con el pelo castaño cayéndole recto hasta las cejas y la barbilla prominente que, por un instante, le recordó a Merriman. El chico de Buckinghamshire oteaba el mar, inmóvil, perdido en intensas contemplaciones privadas. Luego, volvió la cabeza y fijó la vista en Jane.
La intensidad previa dejó paso a una sonrisa amable y relajada con tanta rapidez que a Jane no le pareció normal. Pensó: hemos sido tan ariscos con él que no puede alegrarse tanto de verme.
Will se acercó a ella.
—Hola. ¿Has estado aquí toda la noche? ¿Ha sido emocionante?
—Ha durado mucho —dijo Jane—. Así que la emoción se dispersó. Y la Brujaverde… —Se calló.
—¿Cómo fue la fabricación?
—Pues, bonita. Espeluznante. No sé. —Sabía que nunca podría describirla a la sensata luz del día—. ¿Has visto a Simon y Barney?
—No. —Will desvió la mirada—. Estaban… ocupados… en algo. Supongo que con tu tío abuelo.
—Imagino que te estaban esquivando —dijo Jane asombrada de su propia sinceridad—. No pueden evitarlo, ¿sabes? No creo que les dure mucho. Se acostumbrarán a ti. Además tienen otras preocupaciones, que no tienen nada que ver contigo…
—No te preocupes. —Jane vio en el rostro del chico una fugaz mueca conciliadora, pero luego Will volvió a desviar la mirada. Jane tenía la desagradable impresión de que estaba malgastando el tiempo hablando, que la rudeza de los Drew no importunaba a Will Stanton lo más mínimo. Así que buscó refugio en la cháchara banal.
—Fue bonito ver a los pescadores y todos los demás subiendo desde el puerto. Había gaviotas por todas partes… y también vi a Gumerry, pero parece que ya no está. ¿Lo has visto?
Will negó con la cabeza y hundió las manos en los bolsillos de su maltrecha chaqueta de piel.
—Tuvimos suerte de que nos trajera. Por lo visto normalmente se toman muchas molestias para mantener alejados de aquí a los forasteros.
—Un fotógrafo de la prensa —recordó Jane— trató de acercarse a la Brujaverde cuando la llevaban hacia el acantilado. Un grupo de chicos se lo llevó a rastras. No paraba de chillar.
—¿Un hombre vestido de negro? ¿Con el pelo largo?
—Pues sí, la verdad es que sí. Al menos me lo pareció. —Lo miró sorprendida.
—Ah. —La cara amable y redonda de Will volvió a adoptar un aire ausente—. ¿Eso fue antes o después de que vieras a Merriman?
—Después.
—Ah —repitió Will.
—¡Eh, Jane! —Barney se acercaba corriendo casi sin aliento, golpeando el suelo con sus botas demasiado grandes y con Simon pisándoles los talones—. Adivina lo que hemos hecho. Nos encontramos al señor Penhallow y nos dejó subir a bordo del Brezo blanco, y los ayudamos a descargar…
—¡Puaj! —Jane se echó hacia atrás—. ¡Y que lo digas! —Arrugó la nariz por la peste que echaban los jerséis llenos de escamas de pez y se volvió hacia Will.
Pero Will ya no estaba. Jane miró a su alrededor, pero no lo vio en ninguna parte.
—Will Stanton estaba conmigo. Pero se ha desvanecido. ¿No lo habéis visto?
—Lo habremos espantado.
—La verdad es que deberíamos ser más amables con él —dijo Barney.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Simon en tono indulgente—. Haremos que esté contento. Lo llevaremos de excursión o algo así. Va, Jane, explícanos algo de la Brujaverde.
Pero Jane no estaba escuchando.
—Qué extraño —dijo lentamente—. No me refiero a que Will se marchara, sino a algo que dijo. Sólo hace tres días que conoce a Gumerry y es un chico bien educado. Pero hace un momento me estaba hablando de él y se le escapó sin pensar… No llamó a Gumerry «tu tío abuelo» ni «profesor Lyon» como suele hacer. Lo llamó «Merriman». Como si fuera alguien de su edad.