Capítulo 2

—Pensé que podrías instalarte aquí, Jane —dijo Merriman abriendo la puerta del dormitorio y deteniéndose cuidadosamente antes de entrar—. Es muy pequeña pero tiene buena vista.

—¡Oh! —exclamó Jane, encantada. El cuarto estaba pintado de blanco y decorado con unas alegres cortinas amarillas a juego con el edredón de la cama. El techo era abuhardillado de manera que la pared de un lado tenía la mitad de altura que la del otro y no cabía más que una cama, un tocador y una silla. Pero el cuartito parecía rebosante de sol incluso a pesar de que al otro lado de las cortinas el cielo estaba completamente gris. Jane se quedó a contemplar el paisaje mientras su tío abuelo le mostraba a los chicos su habitación, y llegó a la conclusión de que la vista de la ventana era lo mejor de todo.

El cuarto de Jane daba encima de un lateral del puerto, con vistas a las barcas y las motoras, el embarcadero lleno de cajas y langosteras y una pequeña industria conservera. Toda la vida y el ajetreo del puerto transcurrían a sus pies y, a la izquierda, más allá del malecón y del obscuro brazo de tierra llamado Kemare Head, se extendía el mar. En aquel instante, se veía gris y salpicado de motitas blancas. La mirada de Jane abandonó la línea de horizonte oceánico y se fijó al otro lado de la carretera empinada que había frente al puerto, donde se encontraba la casa alta y estrecha en la que habían pasado el verano anterior. La Casa Gris. Allí había empezado todo.

Simon llamó a la puerta y asomó la cabeza.

—Oye, tienes una vista estupenda. Nosotros no, pero nuestro cuarto es bonito, alargado y estrecho.

—Como un ataúd —dijo Barney en un hilillo de voz desde detrás de la puerta.

Jane se rió.

—Entrad. Mirad la Casa Gris. Me pregunto si nos encontraremos con el capitán Thing, el tipo que se la alquiló a Gumerry.

—Toms —corrigió Barney—. Capitán Toms. Y yo quiero ver a Rufus, espero que se acuerde de mí. Los perros tienen muy buena memoria, ¿verdad?

—Cruza el umbral del capitán Toms y lo descubrirás —sugirió Simon—. Si Rufus te muerde es que los perros no tienen buena memoria.

—Qué gracioso.

—¿Qué ha sido eso? ¿Lo habéis oído? —dijo Jane de repente—. ¡Silencio!

Permanecieron en un silencio roto solamente por el ruido de los coches y las gaviotas, con el murmullo del mar de fondo.

Luego oyeron unos golpes muy suaves.

—¡Viene del otro lado de la pared! ¿Qué es?

—Parece que sigue un ritmo. Creo que es morse. ¿Alguien sabe morse?

—Yo no —dijo Jane—. Deberías haberte apuntado a los boy scouts.

—Se supone que lo aprendimos en clase el año pasado —añadió Barney con poca confianza—. Pero yo no… Espera un momento. Eso es una D… Esa no la sé… E…, hum…, W…, fácil. Otra vez lo mismo. ¿Qué demonios…?

—Drew —interrumpió Simon—. Alguien está escribiendo Drew. Nos llaman.

—Es ese chico —dijo Jane—. Esta casa son en realidad dos casas unidas, así que debe de tener una habitación como esta pero al otro lado de la pared.

—Stanton —dijo Barney.

—Exacto. Will Stanton. Respóndele, Barney.

—No —se negó él.

Jane lo miró fijamente. El largo pelo rubio de su hermano le caía por los lados, tapándole la cara, pero Jane lograba verle el labio inferior sobresaliendo en un gesto de testarudez que conocía muy bien.

—¿Y por qué no?

—Ya ha parado —dijo Barney, evasivo.

—Pero no tiene nada de malo mostrarse amistoso.

—Bueno, no. En fin, no sé… Es un estorbo. No veo por qué el tío abuelo Merry lo ha dejado venir. ¿Cómo vamos a poder descubrir la manera de recuperar el grial con un desconocido rondando por ahí?

—Probablemente el tío abuelo Merry no pudo librarse de él —dijo Jane. Se soltó la coleta y sacó un peine del bolsillo—. Quiero decir que el que alquila las casas es su amigo el señor Stanton, y Will es el sobrino del señor Stanton. Eso lo explica todo.

—Podemos librarnos de él sin problemas —dijo, confiado, Simon—. O mantenerlo alejado. Pronto descubrirá que no es bienvenido; parece bastante despierto.

—Bueno, al menos podemos ser educados —repuso Jane—. Desde ya… Dentro de cinco minutos será hora de cenar.

—Claro, claro —contestó Simon sin interés.

—Es un lugar maravilloso —elogió Will—. Desde mi habitación se ve todo el puerto. ¿De quién son las casas?

—De un pescador llamado Penhallow —contestó su tío—. Un amigo de Merry. Debe de hacer mucho tiempo que pertenecen a la familia, a juzgar por esa fotografía. —Señaló hacia una gran fotografía amarillenta y de marco labrado que había en la repisa de la chimenea y que mostraba a un solemne caballero Victoriano con traje obscuro y cuello almidonado—. Tengo entendido que es el abuelo del señor Penhallow. De todos modos las casas están modernizadas, claro. Se alquilan juntas o separadas: alquilamos las dos cuando Merry decidió invitar a los niños Drew. Comeremos todos juntos aquí.

Señaló una alegre habitación llena de estanterías, butacas y lámparas de todas las épocas y una gran mesa maciza rodeada de ocho sillas de respaldo alto muy dignas.

—¿Hace mucho que conoces al señor Lyon? —preguntó Will con curiosidad.

—Uno o dos años —contestó Bill Stanton acomodándose en la butaca—. Lo conocimos en Jamaica, ¿verdad, Fran? Estábamos de vacaciones… Nunca llegué a averiguar si Merry estaba allí por trabajo o de vacaciones.

—Por trabajo —contestó su mujer mientras ponía la mesa. Era una persona serena, alta y de movimientos lentos: nada que ver con lo que Will esperaba de una estadounidense—. Algo relacionado con una investigación gubernamental. Da clases en la Universidad de Oxford —dijo en atención a Will—. Es un hombre muy inteligente. Y un encanto: el pasado otoño se acercó hasta Ohio para pasar unos días con nosotros aprovechando que iba a dar una conferencia en Yale.

—Ah —dijo Will, pensativo. Un repentino ruido a sus espaldas le impidió seguir preguntando.

Alguien había abierto una enorme puerta de madera dejando entrever a Merriman en el acto de cerrar una segunda puerta idéntica a la primera.

—Estas puertas conectan las dos casas —explicó Merriman mirando socarrón la cara de sorpresa de Will—. Cuando las alquilan por separado cierran las dos con llave.

—Enseguida cenaremos —anunció Fran Stanton arrastrando las palabras. En ese instante una anciana bajita y robusta, con el pelo recogido en un moño, entró en la habitación, cargada con una bandeja repleta de copas y platos.

—Buenas noches, profesor —dijo sonriendo a Merriman. A Will le gustó su cara al instante: todas sus arrugas parecían dibujadas por las sonrisas.

—Buenas noches, señora Penhallow.

—Will —dijo su tío—, te presento a la señora Penhallow. Ella y su marido son los dueños de las casas. Señora, mi sobrino Will.

La anciana le sonrió mientras dejaba la bandeja.

—Bienvenido a Trewissick, querido. Nos encargaremos de que pases unas vacaciones estupendas, tú y esos tres pillines.

—Gracias —contestó Will.

La puerta de separación entre las casas se abrió con un gran estruendo y por ella aparecieron los Drew en tropel.

—¡Señora Penhallow! ¿Cómo está?

—¿Ha visto a Rufus por aquí?

—¿Nos llevará a pescar el señor Penhallow?

—¿Todavía sigue aquí la horrible señora Palk? ¿Y su sobrino?

—¿Cómo va el Brezo blanco?

—Poco a poco, poco a poco —dijo la señora Penhallow riendo.

—Bueno —dijo Barney—. ¿Cómo está el señor Penhallow?

—Muy bien. En su barca, claro. Pero ahora aguardad un momentito a que os traiga la cena. —Y salió de la sala.

—Por lo que veo vosotros ya conocíais el lugar —dijo Bill Stanton adoptando una expresión solemne.

—Pues sí —contestó Barney, encantado—. Aquí todo el mundo nos conoce.

—Tendremos que ver a un montón de amigos —dijo Simon en voz alta y mirando fugazmente de reojo a Will.

—Sí, ya habían estado aquí antes. Estuvieron un par de semanas el verano pasado —explicó Merriman. Barney lo miró enfadado, pero el rostro curtido y arrugado de su tío abuelo permaneció impasible.

—Tres semanas —corrigió Simon.

—¿Sí? Bueno, perdón.

—Es muy agradable estar de vuelta —terció Jane en tono diplomático—. Muchas gracias por dejarnos venir, señor y señora Stanton.

—No hay de qué —contestó el tío de Will agitando la mano—. Todo ha salido a pedir de boca: vosotros tres y Will podréis pasarlo en grande y dejarnos a los viejos que nos aburramos solos.

Después de un breve silencio, Jane contestó alegremente y sin mirar a sus hermanos:

—Pues claro.

—¿De dónde viene el nombre del lugar: Trewissick? —le preguntó Will a Simon.

—Eeeh… —dijo Simon, cogido de imprevisto—. No lo sé. ¿Tú sabes lo que significa, Gumerry?

—Buscadlo —contestó secamente su tío abuelo—. La investigación agudiza la memoria.

—Aquí es donde se celebra la ceremonia de la Brujaverde, ¿no? —dijo Will en tono desafiante.

Los Drew clavaron la vista en él.

—¿La Brujaverde? ¿Qué es eso?

—Correcto —terció Merriman. Miró a sus sobrinos con un pequeño temblor en la comisura de los labios.

—Lo leí en no sé qué libro sobre Cornualles —explicó Will.

—Ah —terció Bill Stanton—. Will está hecho todo un antropólogo, me lo explicaba su padre el otro día. Id con cuidado, que es todo un experto en ceremonias y cosas por el estilo.

Will parecía bastante incómodo.

—Es algo relacionado con la primavera —explicó—. Construyen una imagen con hojas y la lanzan al mar. A veces la llaman Brujaverde, y otras, la Novia del Rey Marcos. Es una vieja tradición.

—Claro, como el carnaval de verano —dijo Barney quitándole importancia al asunto.

—Bueno, no exactamente. —Will se frotó la oreja y en tono de disculpa añadió—: Quiero decir que eso del carnaval de Lammas es una cosa más bien turística, ¿no?

—¡Cómo! —exclamó Simon.

—Will tiene razón, ya lo sabes —concedió Barney—. El verano pasado había muchos más visitantes bailando en la calle que gente del pueblo. Yo entre ellos. —Y se quedó mirando a Will con expresión pensativa.

—¡Aquí llega la cena! —gritó la señora Penhallow, materializándose en medio de la sala con una bandeja de comida casi mayor que ella.

—La señora Penhallow debe de saber muchas cosas de la Brujaverde —sugirió Fran Stanton con su vocecita estadounidense—. ¿No es así, señora Penhallow? —Lo había dicho con la buena intención de poner algo de paz en una situación que le parecía un tanto espinosa, pero consiguió el efecto contrario. La pequeña y rechoncha galesa dejó bruscamente la bandeja en la mesa y borró la sonrisa de su cara.

—No me parece bien hablar de brujas —dijo educada pero determinante y volvió a marcharse.

—¡Vaya por Dios! —se lamentó la tía Fran, consternada.

Su marido se rió:

—Yankees, go home.

—¿Qué es en realidad todo este asunto de la Brujaverde, Gumerry? —le preguntó Simon a la mañana siguiente.

—Will te lo explicará.

—Sólo sabía lo que había leído en un libro cualquiera.

—Me temo que ese chico va a ser un estorbo —se quejó Barney.

Merriman lo miró con dureza:

—Nunca menosprecies a alguien sin conocerlo bien.

—Yo sólo quería decir… —replicó Barney.

—Cállate, Barney —le ordenó su hermana.

—La fabricación de la Brujaverde —explicó Merriman— es un viejo rito primaveral que todavía se celebra en esta zona para dar la bienvenida al verano y conseguir buenas cosechas y capturas abundantes. Se celebrará dentro de un par de días. Si sois un poco más amables es posible que Jane pueda verlo.

—¿Jane? —preguntó Barney—. ¿Sólo Jane?

—La fabricación de la Brujaverde es una celebración privada de los aldeanos —continuó Merriman. A Jane le pareció notar cierta tensión en la voz de su tío, pero la cara del profesor quedaba tan cerca del estrecho rellano que las sombras la ocultaban—. Normalmente no se permite acercarse a ningún visitante y, de las gentes del lugar, solamente están presentes las mujeres.

—¡Por Dios! —se quejó Simon.

—Pero nosotros deberíamos estar intentando recuperar el grial, ¿no, Gumerry? —terció Jane—. Al fin y al cabo, para eso vinimos. Y de momento no hemos avanzado gran cosa.

—Paciencia —pidió Merriman—. En Trewissick, como recordaréis, no tienes que forzar las cosas para que ocurran. Te ocurren sin más.

—En tal caso, voy a dar una vuelta —anunció Barney apretándose discretamente contra un costado su libreta, pero su tío abuelo lo miró desde lo alto, como un faro.

—¿A hacer algunos bosquejos?

—Ajá —concedió Barney de mala gana. La madre de los Drew era artista. A Barney siempre le había aterrorizado la idea de descubrir que poseía ese mismo talento, pero en el último año había presenciado desconcertado cómo sus temores empezaban a hacerse realidad.

—Intenta dibujar las casas desde el otro lado del puerto —sugirió Merriman—. Con los botes.

—De acuerdo. ¿Por qué?

—Bueno, no sé —dijo su tío abuelo vagamente—. Quizás resulte útil. Para regalárselo a alguien. A mí mismo, por ejemplo.

Al cruzar el muelle, Barney pasó junto a un hombre que estaba sentado frente a un caballete. Era una visión bastante habitual en Trewissick, que, como otras aldeas pintorescas de Cornualles, se había convertido en un lugar frecuentado por los aficionados a la pintura.

Este artista en particular lucía una buena mata de pelo negro despeinado y tenía un lienzo cuadrado y de aspecto pesado. Barney se detuvo a echar un vistazo por encima del hombro del pintor. Parpadeó. El caballete soportaba una tela abstracta de vivos colores que no guardaba ninguna relación visible con la escena del puerto que se extendía ante ellos; algo realmente inesperado si se comparaba con las pequeñas acuarelas pulcras y lánguidas que dibujaban diecinueve de cada veinte pintores de Trewissick. El hombre pintaba como un poseso y, sin detenerse ni volverse siquiera, le dijo a Barney que se fuera.

El chico se demoró un momento. El cuadro poseía una gran fuerza, de un carácter peculiar que lo incomodaba.

—Vete —repitió el hombre en voz más alta.

—Ya me voy —contestó Barney retrocediendo un paso—. ¿Por qué pone verde en la esquina superior? ¿Por qué no azul? ¿U otro verde mejor? —Le molestaba el refulgente zigzag de una sombra particularmente desagradable de un color verde amarillento mostaza que desviaba la atención del resto del cuadro. El hombre empezó a emitir un ruido sordo como el gruñido de un perro y enderezó la espalda. Barney huyó de allí diciéndose para sus adentros que usar aquel color era un error.

Al llegar al extremo más alejado del puerto se subió a un muro bajo, de espaldas a las empinadas y recortadas rocas del cabo. Desde allí no llegaba a vislumbrar al pintor irascible porque quedaba escondido detrás de las inevitables pilas de cajas de pescado del muelle. Barney afiló un lápiz nuevo con su cortaplumas y empezó a garabatear. El bosquejo de un bote pesquero no le salió bien, pero en cambio el esbozo del conjunto del puerto empezó a tomar cuerpo y Barney cambió el lápiz por el anticuado plumín, al que era particularmente aficionado. Entonces se puso a trabajar más rápido, contento con el dibujo y absorto en los detalles, experimentando la sensación —todavía nueva, aquella primavera— de que algo de sí mismo emergía a través de sus dedos. Era algo mágico. Hizo una pausa y sostuvo el dibujo en alto.

Y sin el menor ruido, una mano enguantada en negro apareció por el lado y cogió la libreta de dibujo. Barney oyó el ruido del papel al rasgarse antes de poder volverse. Luego lanzaron la libreta a sus pies, que cayó del revés en el suelo, y se oyeron pasos que se alejaban. Barney se levantó con un grito indignado, a tiempo para ver a un hombre corriendo por el muelle con la página de su libreta ondeando contra sus ropas obscuras. Era el pintor melenudo e irascible que había visto antes.

—¡Eh! —bramó Barney, furioso—. ¡Vuelve!

El hombre giró al final del muro del muelle sin volver la vista atrás. Llevaba mucha ventaja y el camino del puerto era cuesta arriba. Barney llegó a tiempo de oír el motor de un coche arrancar y alejarse por la carretera. El niño dobló la esquina como una exhalación y al llegar a la carretera se dio de bruces contra alguien que subía la colina.

—¡Eh! —gruñó el desconocido, casi sin aliento. Luego recuperó la voz—. ¡Barney!

Era Will Stanton.

—Un hombre —resolló Barney mirando a su alrededor—. Con jersey negro.

—Un hombre llegó corriendo desde el puerto justo delante de ti —confirmó Will con el ceño fruncido—. Se metió en un coche y salió en aquella dirección.

—Era él —dijo Barney, atisbando resentido hacia la carretera vacía.

Will miró en la misma dirección mientras jugueteaba con la cremallera de su chaqueta.

—Estúpido, qué estúpido he sido —se quejó con una energía sorprendente—. Supe que pasaba algo… No estaba lo bastante atento, estaba pensando… —Sacudió la cabeza como para librarse de algún pensamiento—. ¿Qué hizo?

—Es un chiflado. Está loco. —Barney apenas podía hablar de lo enfadado que estaba—. Yo estaba sentado dibujando y el hombre apareció de la nada, arrancó el dibujo de mi libreta y salió zumbando con él. ¿Por qué iba a hacer eso una persona normal? —¿Lo conocías?

—No. Bueno, es decir, lo había visto, pero solamente hoy. Estaba sentado en el muelle con un caballete, pintando.

Will sonrió de oreja a oreja. A Barney le pareció una sonrisa de lo más estúpida.

—Parece que tu dibujo le pareció mejor que el suyo.

—Anda ya —dijo Barney con impaciencia.

—Bueno, ¿cómo era su cuadro?

—Extraño. Muy peculiar.

—Ahí lo tienes.

—No, no tengo nada. Era extraño pero bueno, aunque de una forma desagradable.

—¡Dios mío! —exclamó Will con expresión ausente. Barney miró desafiante aquella cara redonda cubierta por un espeso flequillo castaño y se sintió más irritado que nunca. Empezó a pensar en una excusa para largarse de allí—. Tenía un perro en el coche —añadió Will con la cabeza en otra parte.

—¿Un perro?

—No paraba de ladrar. ¿No lo oíste? Y de brincar. Casi saltó del coche cuando el hombre entró. Espero que no se comiera tu dibujo.

—Pues yo espero que sí —respondió Barney secamente.

—Un perro muy bonito —comentó Will en el mismo tono vago y soñador—. Uno de esos setters irlandeses de largas patas, de un cobrizo intenso. Ningún hombre como Dios manda encerraría a un perro así en el coche.

Barney se quedó inmóvil, mirándolo. Solamente había un perro como aquel en Trewissick. De repente se dio cuenta de que justo al otro lado de la carretera veía una casa, alta y gris, que le resultaba familiar. En ese instante se abrió una verja lateral de la casa y apareció un hombre: un anciano robusto de barba corta y canosa que se apoyaba en un palo para caminar. De pie junto a la carretera, el anciano se llevó los dedos a la boca y silbó dos notas agudas. Luego gritó: «¿Rufas? ¡Rufus!».

Barney corrió rápidamente a su encuentro.

—¿Capitán Toms? Es el capitán Toms, ¿verdad? Por favor, escuche, yo conozco a Rufus, ayudé a buscarlo el verano pasado, y creo que lo han robado. Un hombre se lo llevó en un coche, un hombre vestido de negro y con el pelo largo, un tipo horrible. —Hizo una pausa—. Claro que si era un conocido de usted…

El hombre de la barba miró atentamente a Barney.

—No —le contestó con lentitud intencionada—. No conozco a ningún caballero que responda a esa descripción. Pero parece que tú sí conoces a Rufus. Y por esa mata de pelo que tienes deduzco que debes de ser el sobrino pequeño de Merriman. Uno de mis huéspedes del año pasado, ¿verdad? El niño aquel que tenía tan buena vista.

—Eso es. —Barney sonrió—. Soy Barnabas. Barney. —Pero algo en la expresión del capitán Toms lo sorprendió: parecía como si estuviera manteniendo una conversación paralela. El anciano ni siquiera lo miraba; contemplaba absorto la superficie del agua, perdido en sus propios pensamientos.

De repente Barney se acordó de Will. Se giró y, para su sorpresa, descubrió que también Will se encontraba junto a él con la vista perdida en la nada y la expresión vacía, como si escuchara. ¿Qué le pasaba a todo el mundo?

—Este es Will Stanton —le anunció en voz alta al capitán Toms.

La cara barbuda permaneció inmutable.

—Sí —contestó el capitán Toms suavemente. Luego sacudió la cabeza como si se despertara—. ¿Un hombre vestido de negro, dices?

—Era un pintor. De muy mal carácter. No sé quién era ni nada. Pero Will lo vio alejarse con un perro que parecía Rufus… justo delante de su puerta…

—Ya haré mis averiguaciones —aseguró el capitán para tranquilizarlo—. Pero entrad, entrad los dos. Le enseñarás a tu amigo la Casa Gris, Barney. Espera a que encuentre la llave… estaba atareado en el jardín… —Se palpó los bolsillos, palmeándose la chaqueta inútilmente con la mano que le dejaba libre el bastón. Estaban frente a la puerta delantera.

—¡La puerta está abierta! —exclamó Will bruscamente. Su tono era seco, muy distinto del balbuceo estúpido de hacía un momento. Barney parpadeó incrédulo.

El capitán Toms empujó la puerta entreabierta con el bastón y entró ruidosamente en la casa.

—Así es como el tipo se ha llevado a Rufus. Abrió la puerta delantera mientras yo estaba en el jardín de detrás… Sigo sin encontrar mi llave. —Y volvió a hurgarse en los bolsillos. Al entrar en la casa, Barney notó un crujido bajo los pies; se agachó y recogió una hoja de papel blanco.

—No ha recogido… —Se calló de repente. La nota era muy breve y estaba escrita con letras grandes. Barney no pudo evitar leerla de un vistazo. Se la ofreció al capitán, pero fue Will, aquel extraño Will rápido y enérgico, quien cogió el papel y se puso a leerla junto al anciano: cabeza con cabeza, una joven y otra anciana, una castaña y otra gris.

La nota estaba escrita en grandes mayúsculas negras recortadas de un periódico y pegadas cuidadosamente en una hoja de papel.

Decía: SI QUIERE RECUPERAR A SU PERRO CON VIDA, ALÉJESE DE LA BRUJAVERDE.