Capítulo 1

Sólo un periódico contó la historia con todo lujo de detalles: ROBAN UN TESORO DEL MUSEO.

Varias obras de arte celta fueron robadas ayer del Museo Británico, una de ellas por un valor superior a 50000 libras esterlinas. La policía afirma que el robo es el resultado de un plan minucioso y, de momento, desconcertante. No se disparó ninguna alarma antirrobo, las vitrinas que las protegían quedaron intactas y no se han encontrado señales de cómo entraron los ladrones.

Entre los objetos desaparecidos hay un cáliz de oro, tres broches con piedras preciosas y una hebilla de bronce. El cáliz, conocido como el Grial de Trewissick, había sido adquirido por el museo el verano pasado, después de su espectacular descubrimiento en una cueva de Cornualles por parte de tres niños. Había sido valorado en 50000 libras esterlinas, pero un portavoz del museo dijo anoche que su verdadero valor es «incalculable», debido a las extraordinarias inscripciones de los costados, que ningún estudioso ha sido capaz de descifrar todavía.

El portavoz añadió que el museo ruega a los ladrones que no causen ningún daño al cáliz y ofrece una cuantiosa recompensa por su devolución. «El grial es un documento histórico extraordinario, sin precedentes en el campo de los estudios celtas —ha dicho—, y su importancia para los especialistas excede en gran medida su valor intrínseco».

Lord Clare, miembro del Consejo de Administración del Museo Británico, afirmó anoche que el cáliz…

—Va, deja ya ese periódico, Barney —dijo Simon con tono irritado—. Lo has leído por lo menos cincuenta veces. Y de todos modos, de qué te va a servir.

—Nunca se sabe —dijo su hermano menor. Dobló el periódico y se lo embutió en el bolsillo—. Puede haber alguna pista escondida.

—No hay nada escondido —dijo Jane con tristeza—. Todo es muy evidente.

Los tres formaban una hilera afligida sobre el suelo reluciente de la galería del museo, delante de una vitrina central más alta que las filas de vitrinas idénticas que había alrededor.

Salvo por un pedestal de madera negra sobre el cual resultaba evidente que había descansado algún objeto en exposición, la vitrina estaba vacía. Sobre la madera, en una placa cuadrada de color plateado, se leía la siguiente inscripción: «Cáliz de oro de origen celta desconocido, probablemente, del siglo VI. Hallado en Trewissick, sur de Cornualles, y donado por Simon, Jane y Barnabas Drew».

—Con lo que nos costó encontrarlo… —dijo Simon—. Y ahora, sencillamente, entran y se lo llevan. Ya sabía yo que esto podía pasar.

—Lo peor es no poder decirle a nadie quién lo ha hecho —se quejó Barney.

—Podríamos intentarlo —sugirió Jane.

Simon la miró con la cabeza ladeada.

—Por favor, señor, nosotros sabemos quién se ha llevado el grial a la luz del día y sin reventar ninguna cerradura. Fueron los poderes de la Obscuridad.

—Anda, hijo —continuó Barney—, vete con tus cuentos de hadas a otra parte.

—Supongo que tenéis razón —concedió Jane. Se estiró distraídamente la cola de caballo—. Pero si han sido los mismos, al menos alguien podría haberlos visto. Aquel horrible señor Hastings…

—Ni lo sueñes. Hastings cambia, lo dijo el tío abuelo Merry. ¿No te acuerdas? No tendría el mismo nombre ni la misma cara. Puede ser una persona diferente en cada ocasión.

—Me pregunto si el tío abuelo Merry sabe lo que ha pasado —dijo Barney con la vista puesta en la vitrina y el pequeño pedestal, negro y solitario, que contenía.

Dos ancianas con sombrero se les acercaron por detrás. Una llevaba un tiesto amarillo y la otra una pirámide de flores color rosa.

—El guarda dijo que se lo llevaron de aquí —le dijo una a la otra—. ¡Imagínate! Las otras vitrinas están por allí.

—Vamos, vamos —dijo la otra con fruición y ambas siguieron adelante. Barney las observó con la mente ausente mientras las pisadas de las ancianas se alejaban resonando por la galería. Se detuvieron frente a una vitrina sobre la que se inclinaba una figura de piernas largas. Barney se puso tenso y fijó la vista en aquella figura.

—Tenemos que hacer algo —dijo Simon—. Lo que sea.

—Pero ¿por dónde empezamos? —preguntó Jane.

La figura larguirucha se enderezó para que las ancianas con sombrero pudieran aproximarse a la vitrina. Cuando inclinó cortésmente la cabeza para saludarlas, la luz se reflejó en su mata de pelo blanco y desaliñado.

—No sé cómo iba a saberlo el tío abuelo Merry —continuó Simon— si ni siquiera está en Gran Bretaña, ¿no? Piensa estar fuera de Oxford todo un año… sab… Bueno, eso.

—Sabático —acabó Jane—. En Atenas. Y ni siquiera mandó una postal por Navidad.

Barney contuvo el aliento. En el otro extremo de la galería, mientras las ancianas amantes de los delitos seguían su camino, el hombre alto y de pelo canoso se volvió hacia una ventana dejando al descubierto su inconfundible perfil: nariz picuda y ojos hundidos.

—¡Gumerry! —gritó Barney.

Simon y Jane lo siguieron todavía sorprendidos mientras Barney avanzaba a patinazos por el suelo.

—¡Tío abuelo Merry!

—Buenos días —dijo afablemente el hombre alto.

—¡Pero mamá dijo que estabas en Grecia!

—Regresé.

—¿Ya sabías que alguien iba a robar el grial? —le preguntó Jane.

Su tío abuelo enarcó una de las cejas hirsutas y blancas pero no dijo nada.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó sencillamente Barney.

—Recuperarlo —contestó el tío abuelo Merry.

—Supongo que han sido ellos, ¿verdad? —dijo Simon con timidez—. Los del otro bando, ¿no? ¿La Obscuridad?

—Por supuesto.

—¿Por qué se llevaron todo lo demás? ¿Los broches y esas cosas?

—Para disimular —contestó Jane.

—Y lo han conseguido —asintió el tío abuelo Merry—. Se han llevado las piezas más valiosas. La policía creerá que sólo les interesaba el oro. —Miró las vitrinas vacías, luego levantó la mirada y los tres niños sintieron la tentación de quedarse con la vista fija en los ojos negros y penetrantes de aquel hombre, que escondían una llama fría inextinguible—. Pero yo sé que solamente querían el grial, como ayuda para algún otro plan. Sé lo que intentan hacer y sé que hay que detenerlos cueste lo que cueste. Me temo que vosotros tres, puesto que encontrasteis el grial, tendréis que volver a ayudarme… mucho antes de lo que esperaba.

—¿En serio? —dijo Jane lentamente.

—Genial —añadió Simon.

—¿Por qué se han llevado el grial justo ahora? —preguntó Barney—. ¿Significa que han encontrado el manuscrito perdido, el que explica el mensaje cifrado que hay grabado en los costados?

—No —contestó el tío abuelo Merry—. Todavía no.

—Entonces, ¿por qué?

—No puedo explicarlo, Barney. —Se metió las manos en los bolsillos y encogió los hombros huesudos—. Este asunto está relacionado con Trewissick y, desde luego, con el manuscrito. Pero también forma parte de algo mucho mayor, algo que no puedo explicar. Solamente puedo pediros que confiéis en mí, como ya hicisteis en otra ocasión, en otro instante de la larga batalla que libran la Luz y la Obscuridad. También os pido ayuda, si estáis seguros de que os sentís capaces de ayudarme sin comprender plenamente dónde os habéis metido.

—Muy bien —dijo Barney con calma, retirándose el flequillo pajizo de los ojos.

—Por supuesto que queremos ayudarte —contestó Simon, entusiasmado.

Jane no dijo nada. Su tío abuelo le tocó con el dedo bajo la barbilla y le levantó la cabeza para mirarla a los ojos.

—Jane —le dijo con suavidad—. No hay ninguna razón para que ninguno de vosotros se involucre en esto si no quiere.

Jane miró la cara de rasgos marcados de su tío abuelo, pensando en lo mucho que se parecía a aquellas estatuas feroces que habían dejado atrás al entrar en el museo.

—Ya sabes que no tengo miedo —le dijo ella—. Bueno, un poco, pero es emocionante. Sólo que si Barney va a estar en peligro, bueno… Quiero decir que Barney se va a poner a chillarme y todo eso, pero él es más joven que nosotros y no deberíamos…

—¡Jane! —Barney estaba rojo de furia.

—Berrear no sirve de nada —le espetó su hermana con mucho temple—. Si te pasara cualquier cosa, Simon y yo seríamos los responsables.

—La Obscuridad no os hará ningún daño —explicó con calma el tío abuelo Merry—. Estaréis protegidos. No os preocupéis. Os lo prometo. Barney no sufrirá ningún daño.

Se sonrieron.

—¡No soy un mocoso! —chilló Barney, furioso, dando una patada en el suelo.

—Para ya —le dijo Simon—. Nadie ha dicho que lo fueras.

—¿Cuándo empiezan las vacaciones de Semana Santa, Barney? —preguntó el tío abuelo Merry.

Lo pensaron unos instantes.

—El quince, creo —gruñó Barney.

—Es verdad —añadió Jane—. Simón las empieza un poco antes, pero las vacaciones de todos coinciden durante una semana más o menos.

—Falta mucho —dijo el tío abuelo Merry.

—¿Es demasiado tarde? —Lo miraron preocupados.

—No, no creo… ¿Hay algún problema con que los tres paséis esa semana conmigo en Trewissick?

—¡No!

—¡Ninguno!

—En realidad no. Iba a ir a una especie de conferencia sobre ecología, pero puedo saltármela… —La voz de Simon se fue desvaneciendo al tiempo que rememoraba la pequeña aldea de Cornualles donde habían encontrado el grial. Cualquiera que fuera la aventura que les esperara había empezado en aquel lugar, en las profundidades de una caverna de los acantilados, sobre el mar y bajo la roca. Y en el centro de todo, como en la ocasión precedente, se encontraría siempre el tío abuelo Merry, el catedrático Merriman Lyon, la figura más misteriosa de sus vidas que, de algún modo incomprensible, se hallaba envuelto en la larga lucha por el control del mundo que enfrentaba a la Luz contra la Obscuridad.

—Hablaré con vuestros padres —dijo el tío abuelo.

—¿Por qué Trewissick otra vez? —preguntó Jane—. ¿Los ladrones llevarán allí el grial?

—Quizás.

—Sólo una semana —dijo Barney mientras miraba pensativo la vitrina vacía que tenían delante—. No es mucho. ¿Nos dará tiempo?

—No es mucho tiempo —concedió el tío abuelo Merry—. Pero tendrá que ser suficiente.

Will arrancó una brizna de hierba y se sentó sobre una roca cerca de la verja delantera, mordisqueando con desánimo.

El sol de abril brillaba sobre las hojas recién brotadas de los limeros y se oía el trino feliz de un tordo. Las lilas y los alhelíes perfumaban la mañana. Will suspiró. Todo eso estaba muy bien, todas esas maravillas de la primavera en Buckinghamshire, pero las habría apreciado mejor con alguien a su lado con quien compartir las vacaciones de Semana Santa. La mitad de su numerosa familia todavía vivía en casa, pero el hermano con el que mejor se llevaba, James, se había ido a pasar una semana en un campamento de scouts y la siguiente en la lista, Mary, estaba desaparecida en casa de unos parientes galeses, recuperándose de las paperas. El resto estaba ocupado con aburridas preocupaciones de mayores. Era el problema de ser el pequeño de nueve hermanos; parecía que todos los demás habían crecido demasiado rápido.

En un aspecto, Will Stanton era mucho mayor que todos sus hermanos o que cualquier otra criatura humana. Pero él era el único que conocía la gran aventura que, en su decimoprimer cumpleaños, le había revelado que era el último de los Antiguos, los guardianes de la Luz, obligados por leyes inmutables a defender al mundo del resurgir de la Obscuridad. Solamente él lo sabía… y como también era un niño normal, ahora no pensaba en ello.

Raq, uno de los perros de la familia, apretó el hocico húmedo contra la mano de Will. Will le acarició las orejas blandas y caídas.

—Toda una semana —le dijo al perro—. ¿Qué vamos a hacer? ¿Ir a pescar?

El perro enderezó las orejas y separó el hocico de la mano de Will; tenso y alerta, se volvió hacia la carretera. Al poco rato paró un taxi frente a la verja: no la familiar carraca del pueblo, sino un taxi brillante y profesional llegado de la ciudad. De su interior bajó un hombre menudo con arrugas y calvicie incipientes; iba vestido con un impermeable y llevaba una bolsa grande y desmañada. El hombre despidió al taxi y se quedó mirando fijamente a Will.

Sorprendido, el niño se levantó y se acercó hasta la verja.

—Buenos días.

El hombre permaneció solemnemente silencioso por un instante y luego sonrió burlón.

—Eres Will —dijo. Tenía la cara redonda y suave con los ojos también redondos, como un pez listo.

—Exacto —contestó Will.

—El séptimo de los Stanton. Eso es uno más que yo… Yo fui el sexto. —Tenía una voz dulce pero ronca, con un acento mezcla de británico y estadounidense: las vocales eran norteamericanas pero la entonación, inglesa. Will sonrió educadamente, sin entender nada—. Tu padre fue el séptimo de su familia —añadió el tipo del impermeable. Volvió a sonreír y se le arrugó la piel junto a los ojos. Le tendió la mano a Will—: Hola. Soy tu tío Bill.

—¡Qué sorpresa! —dijo Will y le estrechó la mano. El tío Bill. Los dos se llamaban igual. El hermano favorito de su padre, que se había ido a América hacía muchos años y había montado no sabía qué negocio de éxito… ¿Algo de cerámicas, quizás? Will no recordaba haberlo visto antes; cada año por Navidad recibía un regalo del desconocido tío Bill, que además era su padrino, y le escribía una simpática carta de agradecimiento que nunca recibía respuesta.

—Estás muy crecidito —le dijo el tío Bill mientras se dirigían hacia la casa—. La última vez que nos vimos no eras más que una cosita canija que se desgañitaba en su cuna.

—Nunca contestas mis cartas de Navidad.

—¿Y estás enfadado?

—No, en realidad no.

Ambos se rieron. Will decidió que su tío no estaba nada mal. Entraron en la casa al tiempo que su padre bajaba la escalera y se detenía en seco, con cara de incredulidad.

—¡Billy!

—¡Roger!

—¡Dios mío! —dijo el padre de Will—, ¿qué le ha pasado a tu pelo?

Las reuniones con parientes a los que no se ve desde hace mucho llevan su tiempo, en particular en las familias numerosas. La bienvenida se prolongó durante varias horas. Will ya casi había olvidado lo triste que estaba por no tener compañía.

Para cuando llegó la hora de almorzar ya se había enterado de que tío Bill y tía Fran estaban en Gran Bretaña visitando las fábricas de cerámica de Staffordshire y el distrito de caolín de Cornualles, donde tenían complicados negocios angloamericanos. Le había explicado todo sobre sus dos primos ya crecidos, que debían de ser de la edad de Stephen, su hermano mayor, y más cosas de las que en realidad quería saber sobre el estado de Ohio y la fabricación de cerámicas.

Saltaba a la vista que el tío Bill ganaba mucho dinero, pero aquel era sólo su segundo viaje a Gran Bretaña desde que se había marchado a Estados Unidos, hacía más de veinte años. A Will le gustaron sus ojos redondos y centelleantes y su lacónica y ronca voz. Empezaba a intuir que las perspectivas para la semana de vacaciones habían mejorado considerablemente cuando descubrió que el tío Bill no pensaba pasar más que una noche y que al día siguiente seguiría viaje hacia Cornualles, donde lo esperaba su mujer. Will volvió a desanimarse.

—Pasará a recogerme un amigo y luego seguiremos camino hacia el sur. Pero ya sé lo que haremos: Frannie y yo volveremos a pasar aquí unos días antes del regreso a Estados Unidos. Es decir, si os parece bien.

—Eso espero —dijo la madre de Will—. Después de diez años y unas tres cartas, querido, no podrás escaparte con una miserable visita de un día.

—Me envía regalos todas las Navidades —terció Will.

El tío Bill le sonrió y, de repente, dirigiéndose a la señora Stanton añadió:

—Alice, ya que esta semana Will no tiene escuela y no está demasiado ocupado, ¿por qué no me dejas que me lo lleve a pasar las vacaciones en Cornualles? Al final de la semana te lo envío de vuelta en el tren. Hemos alquilado una casa con sitio de sobra. Además ese amigo mío se traerá un par de sobrinos que son más o menos de su edad.

Will ahogó un grito y miró suplicante a sus padres, quienes, frunciendo el ceño con gravedad, iniciaron un predecible discurso en estéreo.

—Bueno, es muy amable por tu…

—Si estás seguro de que no…

—A él, desde luego, le encantaría…

—Si a Frannie no…

El tío Bill le guiñó un ojo a su sobrino. Will subió a su habitación y empezó a preparar su mochila. Metió cinco pares de calcetines, cinco mudas, seis camisas, dos jerséis, dos pantalones cortos y una linterna. Entonces recordó que su tío no se iba hasta el día siguiente, pero tampoco parecía tener sentido deshacer la bolsa. Bajó la escalera con la mochila rebotándole a la espalda como un balón demasiado hinchado.

—Bueno, Will, si de verdad quieres… ¡Oh!

—Adiós, Will —añadió su padre.

El tío Bill se rió.

—Disculpad, si pudiera llamar por teléfono…

Will acompañó a su tío hasta el vestíbulo.

—No llevo demasiadas cosas, ¿verdad? —le preguntó.

—Está bien. —Su tío marcó un teléfono—. ¿Hola? Hola, Merry. ¿Todo bien? Perfecto. Sólo una cosa. Llevo a mi sobrino pequeño a pasar la semana con nosotros. No lleva mucho equipaje —dijo sonriendo burlonamente a Will—, pero quería asegurarme de que tu coche no es uno de esos biplazas… Ja, ja. No, típico de ti. De acuerdo, fantástico, hasta mañana. —Colgó y se dirigió a Will—: Muy bien, chico. Salimos a las nueve de la mañana. ¿Te parece bien, Alice? —La señora Stanton cruzaba el vestíbulo cargando con la bandeja del té.

—Espléndido —contestó.

Desde el principio de la llamada telefónica, Will había permanecido en silencio.

—¿Merry? —preguntó lentamente—. Es un nombre muy poco corriente.

—Sí, ¿verdad? —dijo su tío—. Él tampoco es un tipo corriente. Da clases en Oxford. Es brillante, pero supongo que podríamos decir que también es un poco raro… Es muy tímido y detesta conocer gente. De todo modos, se puede confiar en él —añadió apresuradamente en dirección a la señora Stanton—. Y conduce muy bien.

—¿Qué pasa, Will? —preguntó su madre—. Ni que hubieras visto un fantasma. ¿Ocurre algo?

—Nada. En serio, nada de nada.

Simon, Jane y Barney trataban de salir de la estación de Saint Austell forcejeando con un montón de maletas, bolsas de papel, chubasqueros y libros. La multitud procedente del tren de Londres iba disminuyendo, tragada por coches, autobuses y taxis.

—Dijo que nos encontraríamos aquí, ¿no?

—Pues claro.

—Pues yo no lo veo.

—Llega un poco tarde, eso es todo.

—El tío abuelo Merry nunca llega tarde.

—Deberíamos enterarnos de dónde sale el autobús de Trewissick por si acaso.

—No, mira, ya lo veo. Ya os dije que nunca llega tarde. —Barney se puso a saltar y agitar la mano en el aire. Luego se detuvo—. No viene solo. Hay un hombre con él. —Una nota de indignación se apoderó de su voz—: Y un chico.

Un coche pitó imperiosamente delante de la casa de los Stanton una, dos y hasta tres veces.

—Nos vamos —dijo el tío Bill cogiendo su bolsa y la mochila de Will.

Will besó a sus padres de mala gana, tambaleándose bajo una enorme bolsa llena de bocadillos, termos y refrescos que su madre le había depositado entre los brazos.

—Compórtate —le dijo su madre.

—No creo que Merry baje del coche —le avisó Bill mientras se acercaban al camino—. Es muy tímido, no le des importancia. Pero es un buen amigo. Te gustará, Will.

—Seguro que sí —contestó el niño.

Al final del camino esperaba un enorme Daimler bastante viejo.

—Bueno, bueno… —dijo el padre de Will en tono respetuoso.

—¡Y yo preocupado por si íbamos a caber! —comentó Bill—. Tendría que haber supuesto que tendría un coche como este. Bueno, adiós a todos. Vamos, Will, puedes ir delante.

Entre un aluvión de despedidas se metieron en el majestuoso automóvil, donde una figura alargada y envuelta en una bufanda esperaba encorvada sobre el volante, tocada por una horrible gorra de pelo largo marrón.

—Merry —anunció el tío Bill con el coche ya en marcha—, te presento a mi sobrino y ahijado. Will Stanton, este es Merriman Lyon.

El conductor ladeó su antiestética gorra y dejó escapar una mata de pelo blanco y greñudo. Sus ojos obscuros miraron de reojo a Will, por encima de su perfil arrogante y aguileño.

—Saludos, Antiguo —dijo una voz familiar en la mente de Will.

—Es maravilloso volver a verte —contestó en silencio Will, muy contento.

—Buenos días, Will Stanton —dijo Merriman en voz alta.

—¿Cómo está usted? —contestó Will.

De camino entre Buckinghamshire y Cornualles tuvieron tiempo para hablar largo y tendido, sobre todo después del almuerzo campestre, cuando el tío de Will se quedó dormido y siguió descansando apaciblemente durante el resto del viaje.

—¿Y Simon, Jane y Barney no tienen ni idea de que la Obscuridad planeó el robo del grial para que coincidiera con la fabricación de la Brujaverde? —preguntó por fin Will.

—Nunca han oído hablar de la Brujaverde —contestó Merriman—. Tú tendrás el privilegio de explicarles lo que es. De casualidad, por supuesto.

—Hum. —Will pensaba en otra cosa—. Me sentiría mucho mejor si supiéramos qué forma adoptará la Obscuridad.

—Un viejo problema. Sin solución. —Merriman lo miró de reojo, levantando una de las cejas, hirsutas y blancas—. Sólo podemos esperar, ya lo veremos. Y creo que no tendremos que esperar demasiado…

Ya bastante entrada la tarde, el Daimler entró zumbando majestuosamente por el patio delantero de la estación de ferrocarril de Saint Austell, en Cornualles. Will vio a un chico poco mayor que él de pie en medio de un pequeño montón de equipajes, vestido con la chaqueta del colegio y con cierto aire de afectada autoridad. Junto a él había una chica de su misma altura, con el pelo largo recogido en una cola de caballo y expresión preocupada, y un niño con una espesa mata de pelo rubio, casi blanco, que los observaba acercarse sentado plácidamente sobre una maleta.

—Sí no pueden saber nada de mí —le dijo a Merriman en el habla telepática de los Antiguos — me parece que no les voy a gustar nada de nada.

—Es muy probable —convino Merriman—. Pero nuestros sentimientos no tienen la menor importancia comparados con la urgencia de esta búsqueda.

—Velar a la Brujaverde —dijo Will con un suspiro.