De recuerdos y posadas
El año llegó de nuevo a su fin, y después vino otra primavera, fría y desapacible. Lord Gunthar Uth Wistan pasó por Solace.
Su estancia fue breve. La solitaria cabaña de Sturm era un poco pequeña y humilde para un prominente Caballero de Solamnia, y había algo en lord Gunthar que se resistía a la idea de que el hijo de su buen amigo tuviera que vivir bajo un techo de paja y dormir sobre el duro suelo de tierra prensada.
El caballero dejó provisiones y suficiente plata para que el muchacho no pasara apuros hasta el verano. También le llevó información y, después de su partida, Sturm se dirigió presuroso a la posada El Último Hogar, con pan y noticias para sus amigos.
Raistlin se calentaba las manos en el fuego de la chimenea cuando Sturm entró en la sala. Caramon estaba de pie, asomado a una de las ventanas orientadas al sur, contemplando una ligera y tardía nevada que caía sobre las ramas del inmenso vallenwood que albergaba la rústica posada.
Parecía que los gemelos estuvieran perdidos en sueños separados. Raistlin vestía ahora la Túnica Roja, pensando sin duda en la Prueba que, antes o después, habría de pasar en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. Los recelos de Caramon acerca de aquel viaje habían contagiado a Sturm también, y a la vista de las prendas rojas vestidas por el aprendiz se sintió desasosegado y aprensivo.
Raistlin se volvió hacia Sturm, sonrió débilmente, y se sentó a una mesa desordenada.
—Algo en ti habla de novedades, Sturm Brightblade —susurró mientras apartaba vasijas de loza y cubiertos con una mano delgada y pálida—. Esa premura de antaño e importancia solámnica. Siéntate.
Caramon permaneció junto a la ventana, en tanto Sturm tomaba asiento y desenvolvía el pan. Otik se acercó silencioso a la mesa. Sturm le dio una moneda y el orondo posadero se marchó a la cocina, donde se lo oyó preparar una tetera.
—Tengo noticias, Raistlin —anunció Sturm—. Lord Gunthar me las trajo.
Caramon volvió la cabeza y se estremeció.
—¿Nunca hará calor, Raist? La nieve se mete en los huesos y parece que la primavera no acaba de llegar.
Raistlin desestimó el comentario de su hermano con un ademán y sonrió irónicamente, sin apartar los ojos de Sturm.
—Ya has hablado bastante del tiempo, Caramon. Nuestro amigo Sturm Brightblade tiene noticias acerca de las intrigas a alto nivel de la Orden, traídas sin duda por su augusto visitante.
Sturm rebulló inquieto en la silla; su mirada era intensa y reluciente.
—Esto es lo que se cuenta ahora en la Torre del Sumo Sacerdote: Vertumnus regresó en el Yuletide, y ello significa que mi largo destierro ha concluido.
Caramon acercó una silla y su amigo empezó a relatar la maravillosa y desconcertante historia.
—Ésta es sólo una de las versiones de lo ocurrido, tenedlo en cuenta, porque cada uno de los que estaban presentes (lord Gunthar, lord Alfred, todos los Mar Thasal, Jeoffrey e Inverno) lo recuerda de manera diferente, según Gunthar.
—Igual que ocurrió el otro Yule, en su primera visita —intervino Caramon.
Raistlin dirigió a su hermano una mirada impaciente.
—Recuerdo el relato que Sturm nos hizo de la primera visita, Caramon. A diferencia de los caballeros involucrados, no necesito que nadie me refresque la memoria.
Un silencio incómodo cayó sobre la sala. El joven solámnico carraspeó.
—Bien, sea como sea, ninguno lo recordaba de igual manera. Pero en algunas cosas, la mayoría coincidía.
»Después de que me marché de la Torre del Sumo Sacerdote y regresé aquí, Gunthar y Alfred vigilaron a Boniface muy de cerca, si doy crédito a lo que dice Gunthar. Se suponía que el asunto estaba cerrado y enterrado, resuelto con el juicio por combate, pero ninguno de los dos miembros del consejo podía evitar pensar que había algo… enojoso y perturbador en Boniface, en cómo me había desafiado, intimidado y zaherido de un extremo a otro de la sala de consejos. No obstante, estaban obligados por la tradición a aceptar el resultado del juicio, y por supuesto había otras cosas que atender y resolver al tener encima la primavera y, por ende, más cometidos para la Orden en los territorios solámnicos.
—En otras palabras —lo interrumpió con brusquedad Raistlin—, se olvidaron de ti.
—No era eso lo que quise decir —protestó Sturm, con cierto apresuramiento y alzando la voz un poco más de lo necesario—. Es sólo que…, que… la Orden tiene otras cosas que hacer.
El enigmático gemelo asintió en silencio y volvió la vista hacia las llamas del hogar con una expresión ausente, medio adormilada.
Otik salió de la cocina llevando una bandeja con un recipiente de loza del que salía vapor. Sus otros dos clientes, un kender y un enano que Caramon afirmaba conocer, se habían envuelto en sus capas y se dirigían despacio hacia la puerta principal de la posada; al salir, la sala quedo silenciosa y prácticamente vacía.
—Para cuando los últimos días de primavera dieron paso al inicio del verano —continuó Sturm, mientras Otik ponía la tetera frente a él—, parecía que Boniface había olvidado también el asunto. Lord Gunthar dijo que comía mejor, dormía hasta más tarde, y que por fin perdió esa mirada acosada y recelosa que había tenido durante todo el invierno precedente. Volvía a bromear con los escuderos, iba de caza con Adamant Jeoffrey, e incluso organizó un largo viaje estival a sus dominios en Foghaven.
»Así pues, la controversia había acabado, o eso parecía. Ni siquiera la proximidad de Yule preocupó a nadie, ni les recordó los pasados rencores, porque estaban razonablemente seguros, desde lord Alfred hasta el más joven caballero, de que esta festividad sería agradable y tranquila, como los Yules anteriores a la intrusión del Hombre Verde.
»También Boniface estaba de bastante buen humor a medida que se acercaba el día del banquete, y totalmente jubiloso cuando comenzó. Tomó asiento entre su banda de Crownguard y Jeoffrey, así como también varios ilustres Jochanan, por añadidura. El salón estaba más iluminado que nunca, con nuevos fanales y multitud de antorchas, como si incluso los muchachos encargados de iluminar la estancia se hubieran contagiado del espíritu festivo. La música, dijo lord Gunthar, era mejor que el año anterior: un trío de kenders, procedentes del lejano Hylo, que tocaban dos flautines y una pandereta bulliciosa, frenética y más escandalosamente que una nidada de ardillas.
—¡Me habría encantado escucharlos! —exclamó Caramon.
—¡Chitón! —instó Raistlin, dando un suave cachete a su hermano.
Sturm sonrió y sirvió el té.
—Boniface estaba jubiloso —prosiguió el joven solámnico—. Se había sentado arrellanado, con los pies apoyados en una larga mesa de roble, como si estuviera en el campo, de caza, y no en un banquete ceremonial. Parecía que estuviera dando audiencia, en medio de los caballeros más jóvenes, hablando sobre manejo de la espada, armaduras y caballos, brindando por la caza y por el nacimiento del hijo de alguien…, de un Jochanan, si no recuerdo mal.
—Los detalles minuciosos me entusiasman —observó Raistlin con ironía—. Continua con la verdadera, historia, Sturm.
Éste sorbió un poco de té. Sabía a manzana y un poco de canela; té de invierno, sin duda lo último que le quedaba en reserva a Otik.
—A medida que corría el vino —prosiguió—, las conversaciones se mantuvieron en tonos más y más altos, levantándose por encima de la música de los kenders hasta el punto de incomodar a lord Gunthar. Y, creedme, no es inflexible en cuanto a modales y protocolo.
Caramon asintió con un cabeceo. Raistlin tosió y se llevó la taza a los labios.
»Gunthar me dijo que los jóvenes caballeros no le hicieron caso —continuó Sturm—, y que siguieron hablando cada vez más alto a medida que transcurría el banquete. El tumulto se tornó griterío, codazos y empujones, y Gunthar dijo que costaba imaginar a Boniface en medio de semejante escándalo. Era como si algo lo hubiese cambiado, y en su actitud festiva parecía haber… desesperación. Echaba mano a su espada al menor desacuerdo, y llamaba a todos la atención por sus deslices en el protocolo, citando volumen y párrafo de la Medida.
—En pocas palabras: actuaba de un modo típicamente solámnico —intervino Raistlin mientras sorbía su té.
Sturm pasó por alto el comentario de su compañero.
—Era como si Boniface se hubiese… aferrado al Código con tanta fuerza que lo hubiera perdido. O eso es lo que dijo Gunthar. De repente, se oyó una flauta en medio de las risas y los flautines.
—¡Por fin! —musitó Raistlin, soltando la taza en la mesa—. Has tardado mucho en llegar al meollo de la historia, Sturm.
El joven hizo también caso omiso en esta ocasión.
—Las mesas más apartadas se sumieron en el silencio mientras el sonido de la flauta se unía al de los flautines. Esto causó el deleite de los músicos kenders, que empezaron a improvisar con la melodía hasta que el sonido de sus instrumentos se mezcló con el de la flauta y resultó difícil distinguir quién tocaba qué.
»Gunthar miró a lo alto, y dice que millares de rosas cayeron desde las vigas del techo. Cientos de miles de pétalos blancos, rojos, rosas y lavandas, llovieron sobre caballeros y damas. Los músicos kenders lanzaron exclamaciones de complacencia y arrojaron sus instrumentos al aire. La flauta continuó sonando, un solo en medio de la lluvia de rosas.
—Continúa —lo apremió Raistlin.
Sturm sonrió. Ésta era la parte de la historia que más le gustaba.
—No queda mucho que contar, amigo mío. Fue entonces cuando las puertas se abrieron de par en par, repentinamente. Lord Vertumnus había llegado, a la cabeza de un ejército.
»Las palomas se adelantaron volando, y los búhos, las alondras y los cuervos se desperdigaron por las vigas, cantando. Los seguían ardillas y liebres, y a continuación entraron los zorros, trotando jactanciosos entre las mesas, como peculiares sabuesos de orejas puntiagudas.
»En fin, los kenders estaban fuera de sí a estas alturas; sus danzas y cabriolas llegaron al frenesí, mientras se encaramaban a las mesas y se subían al estrado. Gunthar dice que aquello colmó la paciencia de Adamant Jeoffrey, quien agarró a dos de los hombrecillos por los copetes y los sostuvo en alto para inmovilizarlos.
—Hay por aquí uno al que me gustaría hacerle lo mismo —rezongó Caramon, a la par que echaba una ojeada por encima del hombro a la puerta de la posada—. Y ya puesto, aprovechando que lo tengo por el copete, darle unas cuantas vueltas en el aire.
—Los siguientes en entrar fueron doce alces, y tras ellos dos docenas de ciervos —prosiguió Sturm, como si no lo hubiera interrumpido—. Las criaturas avanzaban en silencio, y Derek Crownguard se llevó un susto de muerte cuando un enorme macho de ojos oscuros, coronado por una impresionante cuerna, se puso detrás de él y empezó a darle hocicadas.
Sturm se echó a reír al imaginar la escena. Figurarse a Derek Crownguard reculando, boquiabierto por la sorpresa y el miedo, le divertía lo indecible. Lord Gunthar había descrito una y otra vez este suceso en particular, para continuo deleite de su joven amigo.
—Entonces llegó la música —dijo Sturm, una vez dominada su algazara—, siguiendo los pasos de alces y ciervos. Tres centauros entraron a medio galope en el salón, volcando mesas, sillas y estandartes familiares. Cada una de las enormes criaturas tocaba una trompa de bronce, y montadas a sus lomos cabalgaban tres féminas ataviadas con ropajes verdes. Gunthar dice que eran una druida humana y dos ninfas, y que todas tocaban pequeños tambores. Supongo que sabréis quienes eran por la historia que os conté.
»El último en aparecer fue el oso gigantesco, un oso pardo que avanzó con total seguridad y osadía en medio del salón. Lord Silvestre iba montado sobre los amplios hombros y espalda de la bestia, y su flauta reluciente tocaba y tocaba un nuevo canto…
Caramon se levantó, incapaz de dominar su impaciencia.
—Todo eso está muy bien, Sturm, lo del desfile y la música. ¿Pero qué me dices del caballero?, ¿de ese villano Boniface? No aguanto una historia donde no reciba lo que se merece.
—Ya llegamos a ello, Caramon —contestó Sturm—. Boniface se levantó de la mesa, con la mano apoyada levemente sobre la empuñadura de su espada. Gunthar y Alfred descendieron del estrado.
»Vertumnus desmontó de la espalda del oso, y dio una vuelta sobre sí mismo, haciendo que su flauta desapareciera entre las hojas que lo cubrían. Los centauros dejaron a un lado las trompas; la druida y las ninfas, sus tambores; y la música se desvaneció en la sala.
»«Soy Vertumnus», anunció, su voz queda y apacible como siempre. «Y, otra vez, en el cambio de estaciones, estoy aquí para discutir un tema que me es muy querido y me llega muy de cerca. Y para referir las leyendas de los druidas».
—No conozco ninguna leyenda druida —intervino Caramon.
—Tampoco yo —dijo Sturm, encogiéndose de hombros—. Como tampoco, al parecer, lord Gunthar. Echó una mirada en derredor a los otros caballeros (Alfred, Boniface y el escuadrón de los Jeoffrey y los Jochanan), y vio en cada rostro la misma expresión en blanco.
»«De acuerdo. Narra tus leyendas, Vertumnus», dijo lord Gunthar, que se echó a reír mientras me lo contaba, comentando su actitud fanfarrona, como si hubiese podido impedir que Vertumnus dijese o hiciese cualquier cosa que quisiera. Pero supongo que, en ocasiones, de eso se trata la Medida: afirmar que se puede controlar algo porque no se desea descubrir su profundidad, sus perspectivas…
—Basta de filosofía —lo interrumpió Raistlin—. No encaja contigo.
Sturm continuó, con los ojos fijos en la chimenea.
—«Es una leyenda sencilla, lord Gunthar Uth Wistan. Una que me contó lady Acebeda», anunció el Hombre Verde. Entonces, Acebeda, o Ragnell, o como quiera que se llame realmente, desmontó del centauro.
»Estaban desconcertados con la mujer, ¿sabéis? —dijo Sturm, con la mirada perdida en las profundidades de las relucientes brasas—. Algunos vieron a una espantosa vieja descendiendo de lomos del centauro; otros vieron una hermosa y joven mujer, con el oscuro cabello coronado de hiedra. Algunos, muy pocos, no vieron ni druida ni nada.
Sonrió y sacudió la cabeza. Los gemelos intercambiaron una mirada de curiosidad.
—Pero todos oyeron a Vertumnus, y sus siguientes palabras las recordaron con absoluta claridad.
»«Tengo entendido que un druida puede ejecutar un sortilegio tan poderoso que un hombre desleal, un vil traidor a amigo, Orden y país, es incapaz de desenvainar su espada», afirmó Vertumnus. «O eso es lo que me han dicho los druidas».
»El consejo guardó silencio. No se pronunció una palabra en la sala. Todos se sobresaltaron con el ruido de un roce metálico al ser desenvainada un arma de su funda. Como un solo hombre, todos se volvieron hacia la fuente del sonido.
—¡Boniface! —dijo Raistlin, soltando una carcajada—. ¡Ese estúpido pomposo cayó en una trampa de niños!
—¿Qué trampa? —preguntó Caramon mientras cogía otro trozo de pan—. Creía que estábamos hablando de conjuros druidas.
—Tienes razón, Raistlin —dijo Sturm—. Una sencilla argucia descubrió al villano. Boniface estaba de pie junto a su silla, abochornado y horrorizado, con la espada desenfundada a medias.
»Vertumnus esbozó una mueca sarcástica. «Por supuesto, yo no creo en esas leyendas, aunque a alguno de vosotros puedan parecerle convincentes», dijo, y subió al estrado para ponerse al lado de lord Gunthar.
»Boniface acabó de sacar su espada de la vaina y avanzó con actitud jactanciosa hasta el centro del salón. Imagino la expresión de su rostro. Estoy seguro de que ya la he visto antes. «¿Me está acusando, lord Silvestre, de criminales y turbias traiciones?», preguntó en voz alta. Me habría gustado encontrarme en aquel salón, ya fuera como un zorro, un cuervo o incluso una araña, con tal de presenciar lo que pasó.
»Pero Vertumnus se limitó a sacudir la cabeza. «Tu propia mano armada te acusa, Boniface de Foghaven», contestó afablemente, y sé que esa afabilidad apiló más brasas ardientes sobre las cabezas de la familia Crownguard.
Sturm se levantó de la mesa y se quedó de pie frente a la chimenea; después fue hacia la ventana. Fuera, había dejado de nevar, y las estrellas se asomaban entre la fina trama de nubes bajas. En el horizonte occidental, el plateado arco de Solinari relucía al borde del cielo.
No se veía a la luna roja por ninguna parte.
Sturm dio un hondo suspiro y se volvió hacia sus compañeros.
—«Entonces mi espada me desquitará de insulto y calumnia», dijo Boniface. Después levantó el arma en el tradicional gesto de desafío a juicio por combate. Vertumnus asintió con la cabeza y extendió la mano, y dicen que un fuego verde ondeaba entre sus dedos. Después hizo un guiño misterioso a lord Gunthar y preguntó en un susurro teatral: «¿Es que ningún hombre piensa prestarme una espada?».
»Gunthar afirma que ignora por qué le dio la suya a Vertumnus. Los Crownguard lo llaman ahora traidor. Y lo han llamado cosas aún peores durante el invierno y parte de la primavera. E incluso lord Alfred dice que estaba embrujado o cosa por el estilo.
»Pero Gunthar piensa que fue algo más. Dice que, pese al alboroto y las acusaciones, se alegra de haber hecho lo que hizo.
»Fuera por lo que fuese, encantamiento o libre albedrío, desenvainó su espada y se la tendió a Vertumnus, que se desperezó, bostezó, y llegó de un salto al centro del salón, a menos de un metro de distancia de lord Boniface.
»«Combate a muerte, ¿no?», preguntó lord Silvestre.
»«No. Torneo cortés», contestó Boniface con nerviosismo, y enfundó su arma mientras Derek Crownguard esquivaba a un alce y se dirigía hacia el baúl donde se guardan las espadas de mimbre.
»«Como desees», replicó Vertumnus. «Que sea combate de protocolo, pues, y que la verdad se apoye en el brazo armado del vencedor».
Caramon se echó hacia adelante. Era la parte de la historia que había estado esperando desde el principio.
Otik tosió impaciente detrás del mostrador. Era la hora de cierre, y los tres jóvenes no habían dado señal alguna de recoger sus capas y menos aún de dirigirse a la puerta de salida. El posadero empezó a silbar fuerte mientras limpiaba las mesas vacías, pero, al cruzar la sala, oyó algunas de las frases dichas por Sturm, y se calló, tan interesado como los gemelos en el relato.
Sturm cerró los ojos.
—Trescientos pares de ojos observaban expectantes cómo los dos hombres giraban uno en torno al otro, mientras las espadas de mimbre zumbaban en el aire enrarecido por el humo. Sé cómo es ese sonido. Yo mismo lo escuché hace ahora un año.
»Y, habiéndome enfrentado a los dos, puedo deciros cómo debió de empezar. Vertumnus manejaba el arma con fácil soltura, como un malabarista, en tanto que Boniface lo seguía con pasos pausados, acechantes, y movimientos más lentos, más fuertes. Habría apostado que era un combate equilibrado, entre iguales, aunque de estilos dispares.
»Habría perdido la apuesta. Gunthar me dijo que lord Silvestre dominó la liza desde el principio. Una, dos, tres veces frenó las arremetidas y golpes de lord Boniface; en la tercera ocasión dio una voltereta en el aire, aterrizó suavemente a espaldas de su adversario, y le propinó un azote en las posaderas con la parte plana de la espada de mimbre.
»«¡Salsa para el ganso!», gritó Vertumnus con voz burlona, imitando el graznido de esta ave. Boniface enrojeció y cargó contra él. Esta vez, la espada de Vertumnus llegó al rostro del caballero y le propinó sendos golpes en cada carrillo antes de que Boniface tuviera rapidez o equilibrio para pararlos.
—¡Qué…, qué insulto! —exclamó Caramon encantado.
Sturm asintió en silencio, esforzándose por contener su propio deleite vengativo y sintiéndose culpable por ello.
—Gunthar dice que fue una indignidad, que estuvo tentado de volver la cabeza, pero que se alegraba de no haberlo hecho. Dice que, cosa sorprendente, por el rabillo del ojo advirtió que los hombros del Juez Supremo se sacudían por la risa contenida.
»Juguetonamente, Vertumnus acosó a su oponente por todo el salón, haciéndolo retroceder, mientras su espada zumbaba y silbaba. Tocó con la punta del arma el broche de la capa de Boniface y, con un giro de muñeca, lanzó el adorno por el aire y la prenda al suelo. Entonces el Hombre Verde se cambió la espada a la mano izquierda, se cubrió los ojos con la derecha, y luchó con el mejor espadachín de Solamnia sin moverse del mismo punto. Incluso sin ver, ejecutó unos movimientos impecables que contuvieron los ataques veloces y diestros de lord Boniface.
Caramon soltó un silbido. Otik volvió a toser y se recostó en la mesa cercana a la de los muchachos, con el paño húmedo en sus carnosas manos.
Volcado en la historia, Sturm estaba más allá del miramiento y la cortesía. Con un suspiro, Otik se sentó detrás de Caramon y escuchó el resto del relato.
—En los rincones más apartados del salón, deslumbrados por el despliegue de destreza y fanfarronería de lord Silvestre, algunos de los caballeros más jóvenes empezaron a aplaudir. Vertumnus se movía con la gracia felina de un hombre más joven, y la mano de la espada, fulgurante con una temeraria brillantez, fintaba atrás y adelante bajo la luz de las antorchas, mientras la hoja silbaba y cantaba como una flauta.
»Y esto es lo que me dijo lord Gunthar, y todos los caballeros vieron que ocurrió de este modo: de repente, las viejas paredes de la sala del consejo crujieron, se desmoronaron y reventaron ante el empuje de la vegetación. De las antiguas baldosas brotaron árboles: arces, robles y endrinos. Vertumnus caminó hacia Boniface con movimientos pausados, agitando su espada de mimbre a derecha e izquierda.
»Entonces Boniface se dio media vuelta hacia la puerta más cercana, pero allí estaba un hombre muy viejo, de barba blanca y adornado con verdes guirnaldas, que le impedía la huida. Boniface fue de un lado a otro, entrando y saliendo de las sombras. La mortecina luz de las antorchas arrancaba destellos en su armadura, en su rodela ceremonial. Entretanto, el anciano sacó una trompa y lanzó un toque llamando a la caza.
—¿Stephan? —aventuró Raistlin, con una sonrisa irónica.
Sturm asintió con un cabeceo.
—Gunthar lo reconoció al instante. También debió de reconocerlo Boniface, porque tuvo que agarrarse a una silla para recuperar el equilibrio.
»En la puerta, lord Stephan adoptó una posición de esgrima de estilo muy personal. «¡Que el follaje se convierta en fiel contraste, lord Silvestre!», bramó, y un nervioso escudero que estaba cerca soltó una risita y luego enmudeció. «¡Y que las piedras del castillo Brightblade levanten su voz contra Boniface de Foghaven!».
—¡Por Paladine, está tomando visos de una verdadera trifulca! —exclamó Otik por detrás de Caramon.
Los tres compañeros se volvieron sorprendidos hacia el orondo posadero, que se puso colorado e hizo un ademán a Sturm.
—Adelante, muchacho. La noche es joven, aunque la posada esté cerrada.
Sturm inclinó la cabeza y reanudó la historia.
—Vertumnus giró sobre sí mismo, siguiendo con la mirada a su adversario «con serenidad y desdén», en palabras de Gunthar. Arrancó una rama de olivo de la densa vegetación y la extendió hacia los caballeros que estaban en el estrado, quienes se apartaron a medida que Boniface retrocedía entre los sillones, con la espada todavía levantada.
»Abandonado a su suerte, el caballero miró de reojo hacia la salida sumida en sombras, situada detrás del estrado y cubierta por un biombo de madera. Allí también había alguien vigilando, alguien verde y joven y extrañamente familiar…
Sturm sonrió al pensar en Jack Derry. En silencio, deseó lo mejor a su joven amigo.
—Así pues, no tenía vía de escape. En el abarrotado salón, en medio de la Orden, Boniface Crownguard de Foghaven interpretó su última escena, de acuerdo con la Medida.
»«En nombre de la Medida, lord Vertumnus», dijo con voz fuerte, firme y combativa, que se alzó sobre el murmullo de los caballeros y el sonido de cornetas y tambores de las ninfas, que habían empezado a tocar otra vez en las vigas de la sala del consejo. «Insisto en que luchemos con las reglas de la Orden Solámnica».
»«Muy bien», aceptó el Hombre Verde. «Una medida es tan buena como cualquier otra, en mi opinión».
»Entonces Boniface bajó del estrado y las espadas de mimbre se cruzaron por última vez.
Sturm hizo una pausa. Bebió un sorbo de té y contemplo absorto la chimenea.
«Si alguna cosa has aprendido, Sturm Brightblade, ha sido cómo contar una historia», pensó Raistlin.
—Casi desde el principio —continuó el joven solámnico—, el resultado era evidente. Boniface cayó dos veces, tropezando con las mismas reglas que tan bien conocía.
»Su espada parecía pesada, sus movimientos esforzados, y, aunque el arma del Hombre Verde se movió también despacio al principio, fue ganando rapidez e inspiración. Lord Silvestre combatió con código y regla, un maestro de esgrima tan preciso como uno pueda imaginar o soñar, y, a pesar de ello, lord Gunthar me dijo que Vertumnus encontró el hueco para fantasear, explorar e inventar.
»Boniface cayó la primera vez cuando tropezó con los escalones del estrado. Resbaló hasta pararse al pie del sillón de lord Alfred, arrastrándose sobre manos y rodillas, y la espada de mimbre se le escapó de los dedos y fue a parar cerca de la puerta de servicio, donde Jack Derry salió de las sombras y empujó el arma con el pie, lanzándola hacia Boniface.
»El caballero se incorporó, recogió la espada, y se volvió hacia Vertumnus, que se había quedado atrás educadamente, esperando a que su adversario se recobrara. Trabaron las armas una, dos veces, y después Vertumnus atacó con una serie de golpes y arremetidas, desarmó a Boniface, y, antes de que el caballero tuviera tiempo de agacharse y apartarse a un lado, tocó con la punta roma de la espada su garganta, en el hueco debajo de la nuez.
»«Puedes dar gracias, Boniface, porque, aunque seas un traidor a tu Orden, no eres un asesino competente —anunció Vertumnus—. Pese a que tu dinero y tus mañas interceptaron el paso desde el castillo Di Caela al castillo Brightblade con cuatrocientos bandidos, no eres un asesino. Agion Pathwarden tendría que haber visto que se preparaba una emboscada… y habría tenido el suficiente sentido común para darse media vuelta. Fue la casualidad lo que lo llevó a la muerte aquella noche invernal, en medio de la rebelión y el asedio».
—¿Qué? —exclamó Caramon—. ¡Vaya, así que Vertumnus…!
—¡Le dio a Boniface una salida! —se maravilló Raistlin—. ¡Qué curioso! ¿No lo comprendes, hermano? ¡La Medida castiga la traición con el destierro, y el asesinato con la muerte!
Sturm sonrió.
—Para ser tan… crítico con la Orden, conoces muy bien sus reglas, Raistlin. Con esa alegación, Vertumnus se aseguró de que Boniface recibiera su castigo y al mismo tiempo lo perdonó.
—No lo entiendo —dijo Caramon.
—Tampoco yo —abundó Otik, detrás de él.
Raistlin puso los ojos en blanco.
—Es simple, a mi entender. Todo lo que tenía que hacer Boniface era admitir que había hecho un trato con esos bandidos, como Sturm nos contó que había hecho, y después decir que no tenía intención de causar daño alguno a Agion Pathwarden o a ninguno de sus caballeros. El cargo por traición persistiría, pero la pena capital por asesinato sería… desestimada por la Orden. Sin embargo, a mí también se me escapa la razón por la que Vertumnus dejó libre a quien lo traicionó en el pasado para que viviera tranquilamente en un cómodo exilio, en alguna región lejana.
—Entonces escucha el resto de la historia —dijo Sturm.
»Ciertamente, las siguientes palabras que el Hombre Verde dirigió a Boniface fueron una advertencia: «Puedes elegir», dijo alzando la flauta en el oscuro salón. «¡Pero elige bien!».
»«Pero el cargo por traición es peor, aunque la pena sea solo el destierro. Aun cuando el asesino cuelga de la soga, el ser declarado traidor es mucho peor. No soportaré semejante carga mientras viva. No», declaró Boniface en voz alta, llenando la estancia con su confesión. «Me atendré a la espada y caeré donde he vivido, en los brazos de la Medida. Agion Pathwarden y su guarnición están muertos, y yo los maté a todos y planeé el asesinato. Podré ser un asesino, pero juro que nunca he traicionado a la Orden».
—¡El muy necio! —exclamó Raistlin—. Con la libertad al alcance de la mano y… ¡Fue un suicidio por atenerse a las reglas!
—O quizás algo más —dijo Sturm—. Por mi vida, no estoy seguro de si fue una necedad, o el final más noble que podía elegir.
»Sea como sea, Boniface se alejó del estrado con pasos tranquilos y desde el centro de la sala explicó a todos los presentes su culpa en el asesinato de Agion Pathwarden. Horrorizado por lo que había pasado, Gunthar miró fijamente a lord Silvestre, quien le devolvió la mirada con gesto severo. Gunthar dice que los ojos de Vertumnus eran «opacos e insondables», y que sospecha que Vertumnus vio los suyos igual.
La larga pausa que siguió señaló el final de la historia. Pasados unos minutos, Otik se levantó y volvió a sus tareas, y los tres compañeros se miraron unos a otros.
Permanecieron callados, casi de un modo reverente. Después Caramon echó una capa sobre los hombros de su hermano. Juntos, los tres amigos salieron a la noche, y, por la mañana, los primeros transeúntes pudieron distinguir claramente el punto donde sus caminos se separaron por las huellas marcadas en la nieve.
* * *
Pero hubo más en la historia que Gunthar no contó al hijo de su viejo amigo, otros detalles que prefirió callar, sospechando que, si se lo decía a alguien, incluso a Sturm, seria traicionar un recuerdo muy querido.
Los caballeros habían conducido ceremoniosamente a Boniface fuera del salón mientras el sonido de la flauta se apagaba. Cuando cambiara la estación, se levantaría el patíbulo en el patio de la Torre y muy pocos, aparte de los presentes en el salón, conocerían la razón por la que Boniface Crownguard de Foghaven sería colgado el primer día de primavera. Pocos lo sabrían, pero los cargos que tenía la Orden contra él eran poderosos, y subiría los peldaños del patíbulo desafiante, impávido, vestido con su reluciente armadura.
Pero eso estaba todavía por acontecer la noche de Yule, cuando Vertumnus se rezagó con la comitiva, una hora después de que los guardias sacaran escoltado a Boniface. Despidió a las ninfas, a los centauros, a la druida y al oso, y lord Silvestre tocó su flauta una última vez para los componentes de la Orden. Fue una serenata breve y melancólica, y caballeros, escuderos, pajes y sirvientes permanecieron sentados, extasiados, mientras lord Silvestre los reconfortaba y sostenía con su melodía.
Corre de boca en boca una historia, referente a lo que ocurrió a continuación. Se dice que Vertumnus acometió la interpretación de una música tan antigua que unos árboles nuevos, árboles que no se habían vuelto a ver desde la Era de los Sueños y que se conocían sólo por los cantos de los bardos, brotaron en el suelo del salón, y los caballeros supieron sus nombres sin preguntarlos, insinuados por un extraño y salvaje impulso de la música.
Gunthar reconoció la cadencia repentinamente, y empezó a cantar. Al punto se le unió lord Alfred, en un dúo desentonado pero rebosante de fuerza:
De uno de los pueblos de los numerosos condados,
surgido de la tumba y de la tierra, de la tierra y de la tumba;
donde esgrimió su espada por vez primera en las danzas crueles
de la niñez, al descubrir la eterna retirada de su pueblo,
su grandeza germinó en una ciénaga en llamas,
con el vuelo raso del martín pescador acompañándolo en el cielo…
Uno por uno, los otros caballeros se unieron al canto, que se alzó como siempre lo hacía, pero esta vez más música que canción, esta vez bendecido y cimentado por una melodía que no era de la Orden, una música más allá del Código y la Medida.
Pocos caballeros miraron el sillón de Huma, pero tres pajes que tenían la mirada prendida reverentemente en aquel punto vacío vieron un yelmo y un pectoral fantasmagóricos, un rielar rojo y plateado en el sitio de honor como si las propias lunas gemelas hubieran convenido para hacer historia.
Ninguno de los caballeros vio esa presencia.
Tampoco la vio Vertumnus, cuyos pensamientos ni siquiera Gunthar supo descifrar: pensamientos que se recreaban sobre la Torre, sus almenas y torretas, a través del pasado y el presente, del futuro que traería de vuelta al muchacho desde Solace, arrastrado por unas fuerzas ajenas y por otra elección hecha; fuerzas que lo llevarían a las almenas unos años más tarde, cuando la Torre estuviera bajo asedio y la Guerra de la Lanza se desatara con toda su furia a su alrededor.
«Puedes elegir Sturm Brightblade —pensó Vertumnus, mientras bajaba la flauta por última vez en la gran sala de consejos un momento antes de que desapareciera en un mundo de vegetación y luz. Las plantas y el fulgor se desvanecieron junto con él, dejando el salón sumido en sombras y desnudo—. Hasta el final de esto y de cualquier cosa, puedes elegir».
Una solitaria rosa verde, perfecta y salvaje, adornaba el asiento del sillón de Huma.