Juicio por combate y sentencia
El joven inexperto y el legendario espadachín se cuadraron en el centro de la sala. Sturm levantó el escudo y después giró el arma en su mano. La espada de mimbre era más ligera de lo que había imaginado, y le producía una sensación de seguridad, familiar.
El juicio solámnico por combate era una práctica antigua y honorable, sancionada desde la Era del Poder y la época de Vinas Solamnus. Cuando se presentaban cargos contra un Caballero de la Orden, éste podía defender su inocencia con la espada. La victoria establecía dicha inocencia a los ojos de los presentes y de la propia Orden, a despecho de la evidencia que hubiera en contra del acusado; si, por el contrario, era derrotado, estaba obligado por su honor a confesar su crimen y aceptar el castigo exigido por la Medida.
Sturm tragó saliva. Era un asunto serio contra un espadachín respetable. Y, no obstante, por un instante, sintió renacer sus esperanzas. Cosas más raras habían ocurrido en la Orden que la inesperada derrota de un campeón a manos de un principiante al sorprenderlo desequilibrado o con la cabeza gacha.
Cosas aún más extrañas le habían ocurrido al propio Sturm.
Se meció sobre los talones, aguardando que su legendario contrincante estuviera preparado.
Despacio, con tranquila seguridad, Boniface se puso los guantes. Levantó la rodela de campeón que había ganado veinte años atrás en el Palenque de Espadas. Los aceros cruzados en la superficie del escudo estaban borrosos y abollados por los golpes y arremetidas de un millar de armas fracasadas. Con actitud despreocupada, el caballero cogió la espada que iba a utilizar, la examinó para asegurarse de que no tuviera desperfectos y comprobó su equilibrio haciéndola girar en su mano como un extraño y mágico juguete. Desdeñoso, se volvió hacia Sturm y devolvió el saludo ceremonial del joven brusca, fríamente.
—Esperamos tu venia, lord Alfred Markenin —anunció Boniface, y adoptó la antigua posición en guardia solámnica, utilizada por los espadachines desde la época de Vinas Solamnus. De mala gana, lord Alfred levantó la mano y después la bajó. En el centro de la sala del consejo, los combatientes giraron el uno en torno al otro, en una espiral decreciente.
Sturm fue el primero en atacar, como todos sabían que ocurriría, ya que la paciencia es escurridiza en manos inexpertas. Avanzó un paso y arremetió contra Boniface con movimientos diestros y fulgurantes.
El caballero resopló desdeñoso, se apartó a un lado y, con un giro de muñeca grácil, carente de esfuerzo, como quien espanta una mosca, propinó un golpe a la espada de Sturm que la hizo saltar de su mano. El muchacho se precipitó tras el arma, que cayó junto al oscuro muro, con la empuñadura enfilada ridículamente hacia su mano tendida.
Agarró el arma y se dio media vuelta. Boniface rio y se recostó contra la larga mesa del consejo mientras hacía piruetas con su espada.
—Angriff Brightblade estaría muy complacido, ciertamente —zahirió al muchacho—, viendo a su hijo zambulléndose como un águila y buscando a tientas su arma en el Palenque de Espadas.
Con un alarido de rabia, Sturm corrió hacia Boniface cargando salvajemente, como un animal enorme y enfurecido. El caballero lo esperó tranquilamente y, en el último momento, se apartó con un giro al tiempo que hacía dar un traspié a Sturm y le golpeaba la espalda con la parte plana de la espada de mimbre. El muchacho se fue de cabeza, resbaló con uno de los volúmenes de la Medida que seguían tirados en el suelo, y chocó contra la mesa de escribano, cuyas esbeltas patas se hicieron astillas por el impacto.
—¡Termina de una vez, Boniface! —gritó Gunthar, con el rostro congestionado y los ojos echando chispas—. ¡Por los dioses, acaba ya y deja en paz al muchacho!
Boniface asintió con un gesto dramático al tiempo que esbozaba una sonrisa venenosa y divertida. Giró sobre sí mismo y se aproximó al aturdido joven, que alzó su espada vacilante, inseguro.
* * *
Tambaleante, con los sentidos embotados y las manos pesadas, Sturm vio cómo la espada de Boniface danzaba a su alrededor, a sus costados, golpeando peto, yelmo y rodillas. Era como un enjambre de avispas, una bandada de estirges, y tanto daba dónde o cómo levantaba el escudo para detener o la espada para frenar, pues el arma de Boniface se encontraba debajo, encima o a su alrededor, pinchando, golpeando o propinando trallazos.
Trabaron las armas dos veces, y el crujido de mimbre contra mimbre levantó ecos en la sala del consejo como si estuvieran quebrando las ramas de un árbol. En ambas ocasiones, Sturm salió despedido por un empujón, la segunda vez trastabillando.
Boniface no sólo era más rápido y diestro, sino que también duplicaba la fuerza del muchacho.
Acorralado, carente de espacio para maniobrar, apaleado, controlado, arañado y aturdido, Sturm fue retrocediendo hacia la pared posterior de la sala, hasta que su espalda tocó las dobles puertas de roble que habían sido cerradas cuando se inició la audiencia.
No tenía vía de escape, ni espacio para agacharse y eludir el ataque. Con sus pensamientos girando en un frenético remolino, ahogados en un torrente de espadas, Sturm buscó algo, cualquier cosa, con la que rechazar a su enemigo.
«El draconiano —pensó finalmente—. ¿Qué fue lo que hice…?».
La espada salió volando de su mano, impulsada por un ágil giro del arma de Boniface. Recorrió doce metros por el aire, repicó al caer en el suelo de piedra del salón, y se rompió. Al instante, una punta de mimbre se apoyó en el hueco de la garganta, bajo la nuez. Alzó la mirada y encontró los ojos de Boniface, tan azules e inanimados como un cielo invernal despejado.
—La sentencia, lord Alfred —requirió el caballero. Ni siquiera se había alterado su respiración.
—El consejo falla a favor de lord Boniface de Foghaven en el juicio por combate —declaró Markenin, en un tono de voz bajo, neutro.
—Haz tu equipaje, muchachito —siseó Boniface—. Solace es muy pintoresco en primavera, según me han dicho.
* * *
Los cuatro abandonaron en silencio la sala del consejo. Los pajes y escuderos que estaban por los pasillos se metieron en los nichos laterales eludiéndolos, y los criados reanudaron sus tareas con exagerada diligencia. Nadie preguntó el resultado del juicio por combate; para empezar, ni siquiera preguntaron por qué se habían cruzado las espadas. El consejo estaba comprometido bajo juramento a guardar silencio sobre estos asuntos, y ni Alfred ni Gunthar hablarían de lo ocurrido esta tarde.
Pero todos lo sabrían. Si no lo deducían por el rostro arrebolado de Sturm o por la torva satisfacción reflejada en los acerados ojos azules de lord Boniface, se enterarían por el detallado informe de Derek Crownguard, que había espiado por el ojo de la cerradura presenciando lo sucedido.
Y oirían lo que Derek y Boniface querían que oyesen. «Un verdadero espadachín cogió al hijo de Angriff Brightblade y le enseñó a mostrar respeto por sus mayores».
Ésa era la versión que Sturm pensó que correría de boca en boca mientras empaquetaba sus pertenencias a la mañana siguiente. Supuso que la noticia saltaría durante el desayuno en medio de los paliduchos y conspiradores Jeoffrey, que reirían al imaginarlo mientras comían su tocino frito.
Despacio, envolvió el escudo, el peto y la espada en un grueso lienzo. Le habían servido mejor que él a ellos. Quizá, más adelante, volvería a ser merecedor de utilizarlos. Por ahora, aceptaría la derrota como el caballero que anhelaba llegar a ser.
Se suponía que todas las acusaciones y sospechas habían muerto en la sala del consejo. De acuerdo con las leyes del juicio por combate, Boniface de Foghaven las había enterrado con su espada. De hecho, mientras Sturm envolvía el último metro de tela alrededor de su espada, empezaba a creer que Boniface era inocente.
Las palabras del draconiano podían muy bien ser una calumnia basada en un nombre oído por casualidad y dictadas por la mala fe de un corazón rencoroso… En cuanto a Jack Derry…
Bueno, en los últimos quince días, los sueños y las fantasías se habían mezclado tan a fondo con los hechos y la lógica, que…
El joven sacudió la cabeza. Boniface era culpable, a despecho del Código y la Medida. Lo sabía en lo más hondo de su corazón, allí donde los rituales no llegaban. Y, sin embargo, su torpeza con la espada había asegurado la libertad de su agresor. El juicio había concluido. Pensaran lo que pensaran él o Alfred o Gunthar sobre el asunto, Boniface había sido declarado inocente, absuelto por su espada y la antigua maquinaria solámnica de estatutos y tradición.
Sturm se cargó al hombro la armadura y recorrió el complicado laberinto de corredores que iban desde su cuarto hasta el patio. Era igual que el día en que había partido hacia el Bosque Sombrío, privado de despedidas, palabras de ánimo e incluso de miradas amables. Todo el mundo se esforzaba por evitarlo, por encontrarse en cualquier otro lugar cuando Sturm cruzó el patio hacia los establos.
Gunthar había hablado con él la noche anterior, y lo instó sin demasiado entusiasmo a que permaneciera en la Torre del Sumo Sacerdote. Se sintió aliviado cuando Sturm insistió en partir y le dijo adiós torpemente, con palabras farfulladas y un brusco apretón de manos. Tampoco le contó al muchacho lo de lord Stephan Peres. «Lord Stephan me habría despedido con mejor estilo —pensó Sturm mientras observaba los torpes y abstraídos intentos de Reza para ensillar a Luin—. Habría habido chanzas y palabras pomposas desde las almenas, e incluso, tal vez, algún comentario prudente y sabio, aunque sólo los dioses saben qué sabiduría puede uno encontrar en medio de toda esta forma de actuar disparatada y errónea».
Pero lord Stephan estaba… ausente. Por fin Reza hizo referencia a ello mientras peleaba con la silla para sujetarla, y la extraña historia de la partida del anciano caballero salió a la luz poco a poco, y sin apenas coherencia.
Al parecer, la misma noche después de que Sturm abandonara la Torre en dirección al Bosque Sombrío, lord Alfred Markenin había reunido, tras mucho insistir, un grupo dispar de cazadores para dar una batida a los ciervos por las Alas de Habbakuk. Los jóvenes hermanos gemelos de lord Adamant Jeoffrey se ofrecieron voluntarios de inmediato, ansiosos por congraciarse con el Juez Supremo, así como también Derek Crownguard, cuando lord Boniface tuvo que partir hacia el alcázar de Thelgaard para atender ciertos asuntos imprevistos y lo dejó sin ocupaciones. Con semejante trío de jóvenes leones, Alfred había invitado a lord Gunthar como «una influencia estabilizadora».
Gunthar pidió que se lo excluyera al no ver en el grupo buenas perspectivas de caza ni de camaradería; pero lord Stephan oyó por casualidad la oferta y al instante se sumó al grupo, imponiendo su asistencia.
—¿Dónde cazaron, Reza? —preguntó Sturm—. ¿Y qué tiene que ver eso con la marcha de Stephan?
—Lo explicaré cuando llegue el momento —contestó el viejo sirviente, que se recostó en la jamba de la puerta mientras Sturm recogía sus ropas y las metía de cualquier manera en una bolsa de viaje, ya que su atención estaba puesta en la historia sobre el caballero—. Mientras tanto, he aquí el resto del relato: era un grupo dispar el que salió de caza con lord Alfred, y cuando decidieron llevarme como una especie de bateador…, en fin, no eran los mejores para lo que se proponían hacer. Lord Alfred decidió que iríamos al Bosque del Ciervo, considerando que dicha floresta era más que suficiente para gente como los Jeoffrey.
Sturm sonrió. El Bosque del Ciervo era una especie de parque de unas cien hectáreas, a poca distancia del lugar donde las Alas se estrechaban y penetraban en las colinas Virkhus. En otros tiempos, el sitio lo había deslumbrado y le encantaba cazar allí, pero después de su viaje al Bosque Sombrío le parecía muy poco agreste, arreglado: un jardín de árboles y fauna bien planificado.
—En fin, llegamos allí cerca del amanecer —continuó Reza—, y ojeamos los alrededores durante casi tres horas, espantando ardillas, estorninos e insectos pero sin encontrar el menor rastro de ciervos. Apuesto a que lord Alfred estaba harto, con los patosos Jeoffrey, el vozarrón de Derek Crownguard, y lord Stephan soplando sin cesar una abollada trompa de caza y enganchándose la armadura en las plantas trepadoras. Por tanto, lord Alfred dio por finalizada la cacería, a pesar de que no era todavía mediodía. Dimos media vuelta y nos encaminamos al exterior del parque. —Reza se echó hacia adelante con expresión divertida y conspiradora.
»Y fue entonces cuando la floresta empezó a cambiar. Los árboles echaban flores y hojas, las raíces surgieron a través de la tierra, y los frutos caían de las copas.
—¿Frutos? —preguntó Sturm incrédulamente.
—Oh, el tiempo y las estaciones han estado un poco revueltos últimamente, maese Sturm —explicó Reza—. Sin duda habrás visto algo tú mismo. En cualquier caso, fue como si el parque hubiese decidido convertirse en un bosque, un Silvanost o… o un Bosque Oscuro, maese Sturm. Y se volvió contra nosotros… metiendo un susto morrocotudo a los jóvenes, ya lo creo. El joven maese Dauntless Jeoffrey salió arrojado de su caballo cuando un pequeño lagarto amarillo cayó de las ramas de un vallenwood sobre el hocico de la bestia. El otro gemelo Jeoffrey, maese Balthazar, ¿no?
—Beaumont, Reza —lo corrigió Sturm mientras ponía un pie en el estribo. La silla estaba algo floja y el joven bajó el pie, frunciendo el entrecejo.
—Bueno, pues maese Beaumont chocó con una telaraña y se llevó un buen susto, y la cosa empeoró cuando vio que la araña que había tejido la tela tenía el tamaño de mi pulgar, y le picó. —Sturm sonrió sin poder evitarlo—. Así que maese Beaumont hizo dar media vuelta a su potranca y se alejó al galope, y nadie lo vio hasta tres días después, cuando todos pensábamos que el bosque también se lo había tragado a él. Volvió por la noche, casi irreconocible, pues tenía la cara muy hinchada a causa del picotazo de la araña. —Reza apretó la cincha de la silla y se alejó un paso para admirar su obra de arte.
—¿Pero qué pasó con lord Stephan? —preguntó Sturm.
—¿Qué tal si te cuento antes lo que le ocurrió a maese Derek? —sugirió el viejo sirviente con actitud ladina, al tiempo que guiñaba un ojo al muchacho.
—De acuerdo. ¿Qué le ocurrió a Derek?
—Se dio de bruces contra un árbol.
—¿Un árbol?
—Uno espinoso. Maese Derek dice que brotó delante sin darle tiempo de frenar su caballo. Una rama baja lo golpeó en la cara y lo siguiente que supo es que estaba en la enfermería de la Torre y que habían pasado dos días desde entonces.
Sturm sofocó una carcajada. Aquél episodio casi había logrado desplazar de su ánimo la tristeza de la derrota y la marcha.
—Pero, Reza —insistió, recobrando la compostura y cargando su petate a lomos de Luin—, ¿qué hay de lord Stephan? Me entristece no despedirme de él.
—Fue una cosa de lo más extraña —dijo el criado, tambaleándose bajo el peso de la armadura hasta que Sturm se la cogió y la cargó en la yegua—. Porque, entretanto, mientras todo esto ocurría, sonaba una música.
—¡Música! —exclamó Sturm alarmado.
—Todos la oímos, pero ninguno sabía de dónde venía.
El joven frunció el entrecejo, abrió la boca para decir algo, pero permaneció en silencio ya que la cháchara de Reza no cesaba.
—Sonaba a nuestro alrededor. Era una flauta, y las ramas se mecían siguiendo el ritmo, y los pájaros se unían con sus trinos a la melodía. No pasó un momento antes de que lord Stephan respondiera a las notas con esa abollada trompa de caza suya, que, por primera vez, sonó como un instrumento musical, y los pájaros respondieron a su vez a las notas de la trompa.
»Entonces se abrió ante nosotros un sendero verde. Yo lo vi. Comenzaba a menos de un metro de mis pies. Avanzaba serpenteante entre los árboles, ya lo creo, como una alfombra que lleva al estrado para una coronación. Lord Stephan empezó a reír como si la luna roja le hubiera afectado la cabeza. Luego dijo: «¡Por fin! ¡Después de tanto tiempo, algo!», y salió a galope por el sendero como si fuera un loco.
—¿Nadie intentó…? —empezó Sturm, pero el viejo sirviente estaba decidido a finalizar el relato y lo interrumpió.
—Salió a galope tendido, y mientras cabalgaba su armadura empezó a echar brotes verdes; y reía y reía, con tanta fuerza que sus carcajadas sobrepasaban el canto de los pájaros y el sonido de la flauta. Lord Alfred espoleó su montura y fue en pos de él. Quiso frenarlo y agarrar las riendas de su caballo, pero lord Stephan lo rechazó y dijo: «No. Hace años que deseo hacer esto». Luego se echó a reír otra vez y azuzó a su montura hacia un denso robledal, y fue como si los árboles que se alzaban ante él se abrieran para dejarlo pasar y después se cerraron a sus espaldas silenciosamente, de manera que el bosque tenía el mismo aspecto que cuando llegamos allí. Buscamos a lord Stephan hasta últimas horas de la tarde, llamándolo y utilizando los perros para rastrearlo, pero todos los que no habíamos sido tragados por la floresta ni habíamos huido estábamos un poquito suspicaces y asustados, como puedes imaginar…
Sturm asintió con expresión ausente, pensando en lord Stephan. Era una historia extraña, pero, al igual que muchas historias raras que había oído, tenía un tufillo a algo familiar. No lamentaría la desaparición de lord Stephan Peres, ni tampoco se sentía inclinado a salir en busca del anciano caballero. Había algo repentino y sabio en esa desaparición, como si lord Stephan hubiese echado una mirada a su alrededor y hubiera descubierto que había sobrevivido a la Orden.
Reza siguió hablando un poco más…, un relato enmarañado sobre cómo todo el mundo culpaba a los demás por la desgracia acaecida en el parque. Retrocedió un paso mientras Sturm montaba en la yegua.
—Hay más de uno de nosotros, maese Sturm —dijo el viejo sirviente, en tanto palmeaba la grupa de Luin—, que aguardamos expectantes la llegada de nuestro ochenta y cinco cumpleaños y lo que ello nos traiga.
—Espero que el mío sea como el de lord Stephan Peres —respondió Sturm. Luego tiró de las riendas e hizo que Luin se encaminara hacia las puertas.
* * *
Hacía dos días que Sturm viajaba de regreso a Solace; había cruzado las colinas Virkhus y avanzaba por las Llanuras de Solamnia, siguiendo el mismo camino que había tomado dos semanas antes: una estación, una vida entera. Su única compañía era una creciente sensación de pérdida, de algo irrecuperable que permanecía al filo de su memoria, sin terminar de desaparecer, como una melodía recordada a medias.
Ahora el Bosque del Ciervo tuvo un significado para él cuando pasó al sur del parque. Relucía verde y ordenado, al límite del alcance de su vista, y por un breve instante Sturm pensó en desviarse al norte y registrar a fondo sus limitados escondrijos en busca del desaparecido lord Stephan.
Desechó la idea. ¿Acaso Stephan no había apartado a los que iban con él y se habían zambullido en los verdes árboles y las verdes sombras por propia voluntad?
Allá cada cual con sus decisiones, pensó amargamente Sturm. Pero sabía que eso no lo resumía.
Cabalgó por la llanura, manteniendo a su izquierda el río. Las torres dobles del castillo Di Caela asomaron durante un rato en la brumosa distancia, por el oeste, pero el joven no sentía ningún deseo de regresar allí. Continuó galopando, dejando atrás el alcázar de Thelgaard, más allá de la frontera de Southlund, donde una jornada de marcha lo llevó a Caergoth y al mar. Durante todo el camino, aguardó expectante el sonido de una música que nunca regresó.
Mantuvo a buen recaudo la armadura, envuelta en tela y guardada en secreto, hasta que estuvo en el estrecho de Schallsea. Era como había dicho Raistlin: el norte podía devorarte. Solamnia era un lugar peligroso para los solámnicos, y más peligroso aún para la inflexible y atrincherada Orden.
No miró atrás mientras cruzaba el estrecho.
Después de llegar a tierra firme, en el extremo más septentrional de Abanasinia, el viaje fue fácil. El paisaje familiar surgía como la niebla o la música sobre una llanura distante. Allí estaban las montañas —las redondeadas cumbres de la Muralla del Este y la imponente cordillera de las Kharolis detrás—, y una vez atisbó una tribu de Hombres de las Llanuras avanzando rápida y silenciosamente por el horizonte occidental, enmarcada por el ocaso, la distancia y su enigmática tradición.
—El hogar —susurró, e intentó descubrir algún sentimiento hogareño: añoranza, un cálido cosquilleo en lo hondo de su corazón. No percibió ninguna de esas hipotéticas sensaciones. De hecho, no sintió otra cosa que una especie de identificación, de reconocer los sitios que había visto antes, y la confianza de que, a partir de aquí, no se extraviaría en el camino.
Ningún sitio era el hogar, decidió. Ni Solamnia, ni Abanasinia.
La vuelta a casa significaba reencuentros placenteros.
* * *
Sturm entró cabalgando en Solace y en la plaza encontró a Caramon muy atareado, con un martillo y clavos, dando los últimos toques a un curioso andamiaje y estrado.
La acogida del fornido joven fue entusiasta, vivaz. Mientras se frotaba el hombro dolorido a causa del abrazo de oso dado por Caramon, Sturm examinó la obra que tenía delante.
—Es para Raist —explicó el mocetón con orgullo, sentándose despreocupadamente en la hierba y cogiendo una jarra de agua—. Para conseguir fondos, ya sabes.
Luego guiñó un ojo y se frotó las manos en una imitación inocente de un avispado mercader.
—¿Tan mal os van las cosas? —preguntó Sturm, observando discretamente a su amigo.
—Siempre viene bien un poco de dinero. Pero la idea es empezar a ahorrar algo para cuando llegue el momento de viajar.
—Qué excitante. ¿Y adonde pensáis viajar?
—A la Torre de la Alta Hechicería —susurró Caramon, haciendo una seña a Sturm para que se acercara más—. En el bosque de Wayreth. Allí es donde los aprendices de mago deben pasar la Prueba.
—¿Es que habéis sido… invitados?
—Oh, no. Todavía, no. Pero Raistlin está convencido de que no pasará mucho tiempo antes de que lo consideren merecedor de ello.
La faz de Caramon se iluminó y señaló al extremo de la plaza. Allí, bajo el deslumbrante resplandor del sol, se distinguía una figura vestida con túnica roja que murmuraba y movía las manos mientras revoloteaban a su alrededor unos pájaros oscuros.
«¿Hacerse merecedor de pasar una prueba y acceder a su hermandad? —pensó Sturm mientras observaba las prácticas del joven mago—. Hábiles juegos de manos, supongo, y quizás una gama de espejos y cortinas de humo. No es tan sencillo cuando te aventuras más allá, Raistlin, porque la totalidad de este mundo verde es engañoso y te susurra misterios con una música de flauta desde lugares que escapan a tu comprensión».
«Es una melodía que casi acabó conmigo. Pero, a despecho de todo, todavía me quedan el Código y la Medida. —Sturm frunció el entrecejo. La idea no parecía muy consoladora—. Sin embargo, pude tener otras cosas, de haberlo elegido. Tienes elecciones ahí afuera, Raistlin. Y la parte mejor de la magia es que puedes escoger. Hasta el final de esto o de cualquier otra cosa, puedes elegir. Espero que tu elección sea honorable».
Sin percatarse de la llegada de su amigo, el joven mago se desperezó, estremecido con el viento primaveral cuando una nube tapó el sol, y remontó los peldaños del recién terminado escenario. A Sturm todo aquello le parecían juegos de una fiesta, el espectáculo mágico de un chiquillo, en tanto que botellas, pájaros y llamas azules surgían en el aire y se desvanecían.
Poco después se había reunido un público, habitantes de Solace, granjeros de los campos limítrofes, incluso uno o dos enanos y un kender curioso, que estiraba el cuello para no perderse lo que ocurría en el escenario. En alguna parte, entre los murmullos de la multitud reunida, donde el tono gutural de los enanos se entremezclaba con el acento cerrado de los campesinos y la melodiosa entonación sureña de Haven, Tarsis y la lejana Zeriak, se alzó el quedo sonido de una flauta, prolongándose y sembrando de esperanzas el aire hasta que desapareció poco a poco.