22

En el vado del Vingaard

Ahora eran once, cuando al principio sólo habían sido tres. Agachados junto al fuego, en las riberas del Vingaard, esperaban al muchacho que los solámnicos habían asegurado que no tardaría en llegar.

Ser numerosos siempre daba seguridad. Sturm estaría solo.

Tivok, el cabecilla de la banda, se arrebujó para resguardarse de la fresca noche primaveral. Los otros ocho se les habían unido inesperadamente; sus escamas eran azules, y sus colas se movían lentamente por el letargo del invierno. Había preparado las cosas para llevar a cabo el asesinato con sólo dos secuaces, y había concebido un plan ingenioso por el que todo el peso de la lucha recaería sobre los dos.

Entonces los otros ocho lo sorprendieron al llegar al campamento tras un viaje de tres días desde climas más cálidos y, de pronto, los planes cambiaron.

Pero así eran las cosas en estos tiempos: había más de los de su especie —los draconianos, nacidos de huevos de dragones pervertidos por un oscuro e inescrutable poder—, más de los que Tivok hubiera imaginado que habría, y había oído rumores de que incluso un mayor número viajaba hacia el norte desde las cámaras incubadoras de los Señores de la Muerte, algunos de ellos practicantes de magia, otros con la habilidad de cambiar de forma.

«Sea como sea, tanto da —pensó el jefe asesino, volviendo los ojos sin párpados hacia el cielo nublado—. Ninguno de ellos tiene que saber cuánto oro me dieron los solámnicos. Diez espadas harán el trabajo a ciencia cierta, en tanto que con dos habría sido más… arriesgado. Me quedaré en esta loma, desde la que se divisa el vado, hasta la décima noche después de iniciarse la primavera, como dijo el solámnico».

«Vigilaré. Sí, estaré alerta».

«Y si aparece el muchacho, ¿qué pasará con la recompensa? Me guardaré la mitad para mí, y dividiré el resto en diez partes, en lugar de dos».

Se echó a reír, felicitándose por su sagacidad para los asuntos económicos; el sonido de su risa era como el soplo del viento sobre hojas muertas. Ojalá dejara de hacer este frío. Ojalá la primavera llegara cuando lo señalaban las estrellas y los calendarios…

Los solámnicos habían dicho que la víctima llegaría, si es que llegaba, dentro de los diez días siguientes al equinoccio. Iría equipada con armadura solámnica, más ornamental que funcional. El pectoral iría adornado con un antiguo blasón familiar: espada roja contra un sol dorado.

El chico estaría cansado, dijeron. Quizás hundido en el desánimo y, por ende, vulnerable.

Los asesinos ya habían matado a tres viajeros, unos desdichados que encajaban con la descripción, al menos en parte, o que tuvieron la mala fortuna de llegar solos al vado del Vingaard. Habían salido de un denso enebral y arrastraron al primero de encima de su caballo. El tiempo era más cálido entonces, y la tarea resultó sencilla.

Era un tipo corriente aquel primer desgraciado viajero, un chico delgado del sur al que le faltaban algunos dientes, que pronunció sus últimas palabras en el lenguaje de Lemish cuando las espadas lo atravesaron.

El segundo era mayor, aunque a distancia su porte y movimientos tenían la fortaleza y el empuje de la juventud. Tivok había dado la señal a los cuatro que estaban corriente arriba, apostados junto al dique que habían improvisado para el caso improbable de que el viajero eludiera la primera emboscada.

Tuvo que recurrir a sus otros seis secuaces para vencer al viejo bribón, que luchó con uñas y dientes hasta el último momento, hiriendo a dos de ellos en el proceso. Siempre partidario de las tácticas, Tivok apostó a los heridos en el dique y los reemplazó en sus puestos por guerreros en plena forma.

Desde su ventajosa posición, Tivok no pudo advertir que el tercer viajero era una mujer, sobre todo teniendo en cuenta que iba envuelta en ropas de abrigo para combatir el nuevo descenso de la temperatura. También luchó con bravura, y tenía a su favor el mal tiempo. Uno de los asesinos cayó con una certera cuchillada, pero la hoja se quedó atrapada en él cuando su cuerpo se convirtió en piedra, como les ocurría a todos los de su especie, y, al tener aferrada la espada con firmeza, el tirón desmontó a la mujer.

Los otros cinco se abalanzaron sobre ella como inmensos tábanos, agitando sus oscuras alas.

—¿Cuánto más tendremos que seguir aquí, perdiendo el tiempo, bajo este frío desapacible? —preguntó uno de ellos a Tivok mientras enterraban el cadáver de la chica en una tumba somera, junto a la orilla del río.

—Un poco más —siseó el cabecilla, a la vez que se retiraba la capucha para dejar a la vista su frente inclinada, por la que corría una cresta, y sus escamas cobrizas—. Todavía un poco más.

Luego apoyó el hombro contra su camarada muerto y empujó la pesada figura de piedra haciéndola caer, de manera que cualquiera que se aproximara al vado tomaría al asesino muerto por un peñasco, un inocente afloramiento rocoso.

—Tómatelo como… unas prácticas, Nashif. Como unas maniobras —sugirió Tivok con un deje de amenaza.

Nashif no supo qué decir. En silencio, los cinco asesinos se deslizaron en las sombras de la vegetación perenne; dos de ellos se detuvieron para lamer las hojas de sus espadas.

* * *

Sturm se encontraba a unos tres kilómetros del vado cuando los bandidos enterraban a la chica. Cabalgaba sobre una descansada y algo inquieta Luin, con la capa bien ajustada a su alrededor para combatir el sorprendente retorno del invierno.

Ya casi había olvidado su último encuentro con lord Silvestre.

Su última estancia en Rolde de Cerros Pardos había sido breve. Había deambulado entre las ruinas cubiertas de plantas, buscando algún rastro de Ragnell, Mara o Jack Derry, incluso de Vertumnus, pero la aldea estaba desierta y la vegetación era tan densa que el muchacho habría jurado que el lugar había sido abandonado hacía setenta años, en lugar de siete días.

La desaparición de Mara era lo que más le preocupaba. En cierto modo, parecía ir en contra de la Medida marcharse sin saber qué había sido de ella. Sin embargo, en el transcurso de sus extraños y curativos sueños, creyó atisbar su rostro, verla moverse entre los aldeanos que vislumbró en los febriles momentos en que estuvo despierto.

Algo le decía que Mara se encontraba a salvo, que estaba protegida, aunque se preguntó si se sentiría tan seguro de ello de no hallarse cansado y abatido, con ganas de marcharse.

Por la tarde se dio por vencido. Ensilló a Luin y abandonó la aldea hacia las llanuras de Lemish. Horas más tarde vadeaba el brazo suroriental del río Vingaard por el mismo punto donde Jack, Mara y él habían caído en la emboscada de los bandidos. Al llegar a la orilla opuesta se sintió ligero, como si le hubieran quitado de encima la carga de algo misterioso y absorbente.

Durmió a ratos, intranquilo, no lejos del rumor del río, y sus sueños giraron en torno a Boniface y nieve y cuchillos.

A la mañana siguiente, temprano, cabalgaba de nuevo hacia el norte y el oeste, siguiendo la ruta que recordaba. Guiarse por los astros no servía de nada, ya que mientras había estado en el Bosque Sombrío el mapa celeste había cambiado. Chislev, Sirrion y Reorx habían vuelto a sus anteriores posiciones en el firmamento, y se habría pensado que era invierno si se juzgaba por las estrellas, en lugar del calendario.

Ciertamente, el tiempo se había tornado fresco, y las esperanzas de Sturm de tener un viaje agradable ante el panorama primaveral de la primera jornada, se anegaron con la gélida lluvia que empezó a caer la tarde del segundo día. Se detuvo en un soto de robles y alisos, y en esta ocasión construyó un refugio resistente, con habilidad, dedicando un recuerdo agradecido a la doncella elfa Mara.

Fue a media mañana del tercer día cuando Sturm Brightblade llegó al brazo más septentrional del río Vingaard. Durante la noche, una oleada de frío había penetrado por el este, y, cuando despertó, el joven vio las hojas de los robles cubiertas por la escarcha, y el vaho de su aliento al respirar. Dos horas de cabalgada lo llevaron al famoso vado; al otro lado, una fría bruma se agarraba a la ribera; y al norte, el alcázar Vingaard había desaparecido tras el opresivo y gélido manto de la niebla.

Sturm condujo a su montura hacia un peñasco gris y se frotó las manos para calentárselas, sin bajarse de la silla. El caudal de agua era escaso para la época del año, cuando el río, por lo general, desbordaba las riberas. Parecía ser un golpe de buena suerte. Con un cruce fácil y una larga cabalgada a paso rápido por las Llanuras de Solamnia, podría acampar en terreno relativamente seguro, tal vez incluso en las colinas Virkhus, y estar en la Torre al mediodía siguiente.

Entonces vendrían las explicaciones, las respuestas a Gunthar, Alfred y Stephan.

Y el encuentro con Boniface. Tendría que pensar sobre eso. Pensar y estar alerta a los venenos y a las dagas en la oscuridad.

Se apartó la capucha con gesto irritado. Por qué iba tras él Boniface, seguía siendo un misterio. Por algo que había hecho su padre, no cabía duda; pero, qué tenía que ver con ello el hijo, era algo que, en su inexperiencia, no alcanzaba a comprender. La Orden era ahora su familia y la Torre su hogar, a despecho de los peligros que lo acecharan entre sus muros. Regresaría discretamente, y cuando fuera el momento oportuno…

Descubriría a las víboras escondidas en el jardín. Vengaría a su padre.

Pese a ello, deseaba haberse quedado en el Bosque Sombrío. Ese deseo se hizo más intenso cuando, de entre la niebla que tenía delante, salieron cinco figuras achaparradas que avanzaron despacio, con las espadas desenvainadas, y sacudiendo pesadamente sus colas.

Nunca había visto draconianos. De hecho, no había oído hablar dé ellos, salvo una historia contada por unos kenders, que había ridiculizado y desechado en el ocioso mes precedente al último e importante Yule. Pero una sola mirada bastó para sacar conclusiones, y desenfundó la espada recientemente forjada.

Mientras lo hacía, la nieve empezó a caer. Los copos se esparcieron sobre el robusto lomo de Luin y la hoja desnuda de su arma. Por un instante, Sturm creyó oír música, lejana, alegre y salvaje, pero desechó la idea con rapidez.

Los draconianos avanzaron aún más despacio, enarbolando las espadas a pesar de que todavía estaban a más de veinte metros de distancia. Sturm hizo el saludo solámnico, y tres de ellos se frenaron en seco. Agazapados, brincando como cuervos, se volvieron unos hacia otros y empezaron a cuchichear mientras movían las armas con nerviosismo.

De inmediato, Sturm espoleó a Luin, con la espada centelleando sobre su cabeza. Cabalgó hacia los dos draconianos que tenía más cerca, al tiempo que lanzaba el antiguo grito solámnico: «¡Est Sularis oth Mithas!».

Llegó junto a los dos primeros antes de que tuvieran tiempo de levantar sus escudos, y su espada se estrelló contra la cabeza de uno. Acto seguido se giró veloz sobre la silla y arremetió contra el otro; luego, en menos que tarda en contarse, condujo a Luin hacia los tres restantes, que chillaron y se volvieron lentamente hacia el somero río.

Con la densa niebla daba la impresión de que estuvieran vadeando una corriente que les llegaba a la cintura. Sturm pasó a galope entre ellos e hizo dar media vuelta a Luin. Con la espada enarbolada de manera dramática, les hizo frente con otro grito penetrante. Aterrados, los draconianos tiraron sus armas y huyeron en distintas direcciones; sus chillidos se perdieron en la música y el creciente silbido del viento.

Sturm se inclinó sobre la silla y los vio desperdigarse. Habría sido sencillo perseguirlos, cazarlos uno tras otro. Pero a su mente acudió el recuerdo de la visión mostrada por Ragnell, aquella noche en el pabellón de Rolde de Cerros Pardos: el paisaje invernal de Throt, el ataque al pueblo goblin, la cruel matanza de las dos desdichadas criaturas.

—No —musitó. Puede que llegara el día en que hubiera que darles caza, pero no ahora. Tampoco era él el hombre para hacerlo. Los observó hasta que desaparecieron tras las rocas, arbustos y zarzas, y después se volvió al vado para cruzarlo.

El agua corría despacio a su alrededor, lamiendo mansamente los corvejones de su yegua. Por encima del constante murmullo del río le pareció escuchar otra vez una música. Recordó el sonido de la flauta de Mara, y algo en lo más profundo de su mente le dijo que la joven estaba a salvo, en un lugar seguro.

* * *

Desde su ventajosa situación en la loma que se alzaba en la orilla occidental del Vingaard, Tivok observó al muchacho conducir a su caballo hacia la somera corriente. El draconiano se arrebujó en las ropas al sentir el gélido viento del este e hizo una señal a sus compinches apostados río arriba. Era el segundo escuadrón. Los cuatro, pequeños draconianos baaz acampados junto al improvisado dique, estarían alertas a su señal. Esparcirían las piedras y ramas hasta que las aguas represadas se desbordaran en un caudal veloz e incontenible, inundando el cauce y arrastrando todo a su paso. Si lo calculaban bien, las primeras olas alcanzarían los bajíos cuando el jinete estuviera en el centro del cauce.

Tivok soltó una risita. «Veremos cómo este mozalbete domina a su montura».

Estaba seguro de que éste era el que habían estado esperando. Lo había oído lanzar el grito solámnico, que resonó en el gélido aire, y lo vio levantar la espada y lanzarse a la carga como un relámpago en el cielo distante.

Nashif tendría su castigo por permitirle pasar.

Tivok repitió la señal, para más seguridad; después lamió la hoja de su espada para impregnarla de veneno.

* * *

La nevada era copiosa ahora, y las riberas, río arriba, estaban cubiertas por una fina capa de hielo agrietada.

Hawode, lugarteniente del capitán Tivok, rebulló incómodo entre el montón de piedras y madera. Se le estaba haciendo verdaderamente tedioso vigilar aquella pequeña loma, esperando la señal de su comandante. ¿No había un viejo dicho acerca de vigilar la olla?

Le dolía la cabeza. Se sentía adormilado. Los draconianos no estaban hechos para esta estación y este tiempo, y su sangre fría los inducía a dormir cuando la temperatura bajaba. Ya había tenido que despertar a uno de los heridos, dándole con la empuñadura de la espada y amenazándole con peores castigos si se volvía a dormir.

Lo había mirado taciturno bajo su negra capucha. Su actitud lo hizo anhelar la llegada del prometedor verano.

Sacudió la cabeza para librarse del molesto dolor. La imagen de la loma se fue haciendo más y más borrosa a medida que arreciaba la nevada, y en dos ocasiones la perdió de vista durante un segundo pavoroso. Había pensado entonces tomar él la iniciativa, abrir el dique y dejar que las aguas corrieran, temeroso de que Tivok hubiese hecho la señal y no lo hubiese visto.

Era una estupidez, lo sabía. Así pues, no lo hizo. Se sentó y refunfuñó malhumorado cuando la silueta de la loma se perfiló de nuevo contra la cegadora cortina blanca, y su momentáneo pánico dio paso a una leve incertidumbre.

Si esto era la primavera de Solamnia, se dijo Hawode algo amodorrado, no quería pensar lo que sería el…

La idea se interrumpió, inacabada, en el gélido aire. El draconiano dormitó; su sueño se hizo más profundo a la par que aumentaba la nevada y acabó por unirse a sus compañeros en el letargo invernal y sin ensoñaciones de los reptiles.

* * *

Tivok estaba furioso cuando el jinete alcanzó la otra orilla.

Siseó y descendió pesadamente el suave declive de la loma, resbalando sobre los cinco centímetros de nieve fresca, con la capa ondeando como la vela de un deslizador de hielo destrozado.

Le habían fallado: Nashif y el grupo de emboscada, Hawode y los que esperaban en el dique, río arriba. Había temido que ocurriera algo así, pero más temía la pérdida del oro solámnico.

Resbaló, cayó, y se incorporó al tiempo que maldecía en voz baja. La espada le había salido despedida de la mano, dejando una raya gruesa y verde en la superficie nevada, y yacía sobre su filo al pie de la loma, con la hoja reluciente, limpia.

Al fin y al cabo, pensó Tivok mientras recogía el arma, tenía sus propios planes para este lado del río. Con la mente centrada en la inminente lucha, enfundó la espada con gesto ausente y anduvo hacia la orilla occidental del vado.

* * *

Luin tembló cuando el viento le golpeó los mojados flancos. Sturm desmontó rápidamente, cogió una manta del petate y secó a la yegua lo mejor que pudo.

El cruce había sido fácil, tan sencillo que casi resultaba sospechoso. La música había cesado a partir del centro del río, pero Luin había seguido cruzando la corriente a paso lento y constante. Aunque el cambio de tiempo prometía una cabalgada incómoda, la parte más larga del viaje había quedado ya atrás, y no le esperaban más peligros, salvo el último y más temible: el enfrentamiento con Boniface, en la Torre.

El muchacho reflexionó de nuevo sobre lo ocurrido en los pasados quince días, separando evidencia de rumores, y hechos de hablillas. Absorto, arrodillado junto a la yegua, con las manos y la mente ocupadas, habría sido una presa fácil de no ser porque Tivok se aproximó por el borde del agua y sus pisadas quebraron la capa de hielo.

Sturm se incorporó de un brinco, a la par que desenvainaba la espada y se giraba para hacer frente al gran draconiano. Con un siseo amenazador, Tivok desenfundó su arma y arremetió con un violento golpe de arriba abajo, que silbó en el aire. Sturm levantó su espada para frenar el ataque y sintió el choque y el rechinar de los aceros a todo lo largo de los brazos y en los hombros.

El draconiano era más fuerte que él. No podía esperar igualarlo golpe contra golpe.

Sturm retrocedió, agachándose para eludir una cuchillada lateral. Resoplando sorprendida, Luin se alejó al trote ribera abajo y dejó a los dos combatientes enzarzados en la lucha. Sturm se movió en círculo en torno al draconiano, agazapado y listo para la siguiente arremetida, sosteniendo la espada nivelada y hacia adelante.

Tivok, sin embargo, no era un principiante en estas lides ni un luchador sin instrucción. Esperó su oportunidad, girando al mismo tiempo que el muchacho, y, cuando llegó el momento, su acción fue súbita, precisa y casi mortal.

Sturm perdió el equilibrio y cayó hacia atrás ante el inesperado e impetuoso ataque, detuvo un golpe y desvió otro, al tiempo que reculaba deslizándose sobre el suelo helado hasta quedar fuera del alcance de la espada. Sólo la agilidad de su juventud y cierto letargo invernal que había en los movimientos de su adversario lo salvaron de una muerte segura bajo el filo aserrado de la espada draconiana.

Sin embargo, Tivok había logrado alcanzarlo de refilón. Sturm se incorporó tambaleante, agarrándose la pierna.

El draconiano dio un paso atrás y se apoyó en su espada con actitud burlona.

—Eso será suficiente, solámnico —anunció.

Sturm permaneció callado, pero preparado para otro ataque.

—La hoja estaba envenenada, ¿sabes? —explicó Tivok—, como tenemos por costumbre hacer, aunque vuestra Orden lo considere una práctica deshonrosa.

—¿Qué tiene que ver mi Orden con esto? —preguntó Sturm encolerizado, levantando de nuevo su arma.

—Su dinero ha pagado el veneno —replicó Tivok con una risa seca. Zahiriente, alzó también su espada y le dio la vuelta despacio.

—¿Qué…, qué quieres decir? —inquirió Sturm. La pierna le palpitaba dolorosamente y se tambaleó.

—El dinero solámnico nos pagó a mí y a mis camaradas —explicó Tivok con voz suave y pausada, como si estuviera enseñando una lección a un muchachito torpe—. El mejor espadachín de tu Orden me entregó oro y me ordenó que aguardara aquí tu regreso.

—¿Boniface? —preguntó el joven, aunque ya sabía la respuesta.

El draconiano empezó a girar a su alrededor al tiempo que su negra lengua se movía vibrante como la de las serpientes.

—No te acalores —se mofó mientras se cambiaba de mano la espada—. El veneno se extiende con más rapidez al subir la temperatura de la sangre. —Se echó a reír y dio un paso hacia el muchacho—. Pero era Boniface, sí —susurró con tono dramático, y los ojos brillantes por un cruel regocijo—. Dijo llamarse Grimbane. ¡Ja! Como si no hubiésemos oído hablar del gran espadachín solámnico, o no hubiésemos escuchado la conversación que mantenía con su escudero mientras se acercaban al Vingaard. Era Boniface, sí, y me dará más oro por tu cabeza, que cogeré cuando el veneno haya hecho su trabajo.

El draconiano se acercó a Sturm muy seguro de sí mismo, empañando con su aliento la hoja dentada de su espada.

—Si estoy envenenado, ¿qué puede importar lo demás? —declaró fríamente Sturm. La idea era descabellada y le produjo la sensación de sentirse extrañamente liberado.

Tivok se encogió de hombros con actitud irónica. Entonces la música surgió a su alrededor.

Era una melodía de flautas de aire guerrero, una antigua canción fúnebre de Solamnia, alta y penetrante. Tivok dio un respingo, y sufrió un momentáneo sobresalto; fue sólo un instante, pero bastó para que Sturm saltara sobre él antes de que tuviera tiempo de reaccionar, cantando tan alocadamente como aquella mañana gélida en el patio de la Torre.

Permite que su último aliento

se refugie en el tibio aire,

por encima de los sueños de las aves de rapiña,

donde sólo el halcón recuerda la muerte.

Pronto se alzará a la sombra de Huma,

más allá del cielo imparcial…

Tivok retrocedió a trompicones, azotando el barro helado con la cola. Las dos espadas —reliquia solámnica y aserrado sable draconiano— se trabaron al instante. Sturm se deslizó ágilmente entre los aceros, rodó bajo las piernas de Tivok e, incorporándose de un salto a espaldas de la criatura, le golpeó la cola con la parte plana de su espada, en actitud burlona.

—Aquí atrás, Vuestra Graciosa «Anfibiedad» —lo zahirió el muchacho. Giró sobre sí mismo y trazó con su espada un fulgurante arco.

El draconiano tuvo que hacer uso de toda su rapidez para frenar el fulminante golpe.

Tivok se tambaleó. El muchacho que tenía frente a él era un prodigio con la espada, en movimientos e inventiva. Dondequiera que fuera el arma del draconiano, Sturm la frenaba, como si el propio acero percibiera dirección y propósito. El joven se mantenía justo fuera del alcance de la espada, lanzando veloces y breves arremetidas, como un colibrí, propinando golpes, pinchazos y latigazos con la larga hoja.

Parecía que fueran dos, chapoteando con arrojo en las márgenes del Vingaard.

Poco a poco, el temor se apoderó del draconiano. Algo había ido mal con el veneno, pues a estas alturas el humano tendría que haber estado paralizado, indefenso.

Tivok miró frenético en derredor, buscando un terreno más alto, o refuerzos, o alguna vía de escape. Sus ojos volvían siempre a la espada, un fugaz centelleo dirigido contra su garganta, su pecho, su rostro. Sturm danzaba y cantaba mientras combatía, y el aire silbaba con el sonido del viento en el metal y el tenue acompañamiento de una lejana flauta.

El draconiano hizo acopio de valor y saltó sobre el muchacho, desesperado. Suspendido en el aire, se volvió torpemente y arremetió con la espada, pero su maniobra resultó fallida, ya que Sturm se apartó a un lado…

Y descargó un golpe certero en la base del cráneo de la criatura.

El final fue rápido. Aunque el último grito de Tivok llegó río arriba, hasta donde se encontraban sus compinches, nadie acudió en su auxilio ni a vengar su muerte a manos del chico, que montó de un salto en su yegua y, demasiado juicioso para aguardar a que surgieran nuevas dificultades, la espoleó hacia el oeste, a través de las descampadas y desiertas llanuras.

Tumbado en el dique, Hawode rebulló al sonar un ruido distante; luego se sumió en un sueño más profundo.