21

El rechazo

Mucho antes de llegar a las afueras de la aldea, Sturm dejó de ver el humo y la luz parpadeante que había divisado desde el norte. Intentó orientarse recurriendo a la memoria, echando desesperadamente en falta la guía de la música de Vertumnus, pero la linde del bosque era monótona, informe, y el único sonido consistía en las llamadas intermitentes de los pájaros. Justo cuando pensaba que nunca encontraría Rolde de Cerros Pardos, llegó a lo alto de una loma, cuya vertiente opuesta terminaba en las afueras del pueblo.

El lugar había cambiado de manera grotesca, como si algo anónimo y enorme hubiese tomado una terrible venganza en sus aledaños. Chozas y cabañas aparecían ladeadas de manera absurda, los cimientos desplazados por enredaderas, retoños de árbol y el constante empuje de la maleza. Rolde de Cerros Pardos había sido invadido por las plantas, que cubrían hasta los propios tejados.

Sturm deambuló a través de la jungla de follaje y casas, con el furioso zumbido de los insectos resonando en sus oídos y su sentido del olfato saturado por el penetrante perfume de siemprevivas y la fragancia de flores. La vegetación se había extendido de este a oeste, o ésa era la impresión que daba, y el enorme pabellón central estaba cubierto de enredaderas y casi levantado en sus cimientos por las gigantescas raíces de un almez de sesenta metros.

Sturm caminó en silencio por callejones secundarios, con la espada desenvainada, mientras se dirigía hacia la fragua de Weyland dando un rodeo. Cruzó la aldea invadida por la vegetación, hacia el oeste, a través de un viñedo y un campo de calabazas de crecimiento espontáneo, en dirección al otro extremo de la ciudad donde, si su memoria no le fallaba totalmente, se encontraban los establos y la herrería. Su armadura resonaba en los silenciosos callejones tapizados de hiedra, y su esperanza se alternaba con el temor del descubrimiento.

Las calles adyacentes al establecimiento de Weyland estaban silenciosas y desiertas. Era como si esta parte de la aldea hubiese sido abandonada, o los lugareños se hubiesen alejado durante una hora porque algo trascendente y secreto estuviera ocurriendo cerca de la forja y los establos. Aunque los aldeanos no se encontraban en la vecindad, sus pertenencias sí estaban: dagas, torques, leznas y husos aparecían esparcidos sobre la vegetación, y más de una vez Sturm pisó utensilios de loza rotos, que crujieron bajo sus botas como los esqueletos externos de insectos enormes. Un espejo de bronce se recostaba en un ángulo absurdo contra la puerta de una casa, su superficie oscurecida por el verdín. No lejos de él, curiosamente indemne al deterioro del desmedido crecimiento vegetal y el abandono, había un velo dorado con bordados de rosas verdes en los bordes. Sturm se agachó y recogió la prenda, que alzó tristemente a la luz del sol.

La lanzó al aire. El velo se meció con la brisa, ondeó y se posó en el alféizar de una ventana de una cabaña abandonada. En ese preciso momento, el sonido vibrante del martillo contra el yunque se escuchó al extremo de la aldea.

Sturm echó a correr, sintiendo que su esperanza renacía. Mejor que cualquier otro hombre del pueblo, Weyland sabría cómo encontrar a Jack Derry. Y Jack sabría cómo llegar hasta Vertumnus.

Las puertas del establo estaban abiertas de par en par, y el relincho y resoplido de un caballo sonaba en la cálida y profunda oscuridad; se veía luz y movimiento a través de la ventana de la herrería, e incluso se escuchó el agradable sonido de la voz de un hombre que cantaba para sí mismo mientras iba y venía por la forja.

Sin la menor vacilación, Sturm se acercó al establecimiento y abrió la puerta.

Vertumnus se encontraba ante él, sosteniendo unas tenazas y un martillo, y sonriendo con expectación.

Dejó las herramientas y se limpió las manos con un trapo de burdo lienzo, en tanto que Sturm se quedaba parado en el umbral, bañado por el rojizo reflejo de la forja, luchando con los recuerdos.

El muchacho bajó la espada, desconcertado. De repente, todo pareció encajar en su sitio. Los sueños y las elecciones parecían tener un oscuro sentido, aunque a Sturm todavía le costaba trabajo encontrarles una explicación. Empezó a hablar, a abrumar a Vertumnus con cientos de preguntas, pero lord Silvestre alzó la mano para imponerle silencio.

—Tienes aspecto de estar profundamente agotado —observó—. Y yo sería un mal anfitrión si no te ofreciese pan y bebida.

—No, gracias. Es decir, sí. Sí, un poco de pan me vendría bien. Y agua.

Vertumnus se encaminó a la puerta trasera y al pozo, con el cucharón en la mano. Sturm fue tras él y chocó torpemente con el yunque.

—Eres un jovencito inexperto, solámnico —dijo el Hombre Verde con jovialidad, pasando junto a Sturm en su camino a la despensa para coger pan—. Inexperto y tozudo, aunque las dos cosas tienen remedio y tampoco es que sean tan malas. Tu inexperiencia te ha protegido de la corrupción y el compromiso, y tu tozudez te ha hecho llegar lejos.

—Me ha llevado al fracaso —dijo Sturm furioso—, pues el primer día de primavera llegó y pasó. Me has eludido, Vertumnus, ¡y has vencido con tecnicismos!

—Es el solámnico que hay en ti quien lloriquea por los tecnicismos —replicó Vertumnus, jovial—. Recuerdo que dije que, si no te reunías conmigo en la fecha acordada, tu honor quedaría comprometido para siempre.

El muchacho asintió con gesto enfurruñado, tomó asiento en el banco y aceptó el pan y el cacillo rebosante de agua.

—Fue culpa de esa druida —afirmó—. Ragnell me encarceló durante tres días y después me hizo dormir una semana. De otro modo, habría llegado a la cita con tiempo de sobra.

Vertumnus se sentó en el suelo.

—Estabas a salvo en la celda. Te iba siguiendo los pasos un enemigo implacable, y cuando la señora te mandó encarcelar… él renunció a la persecución.

Sturm resopló con actitud enfadada. Otra vez el cuento de conspiraciones y Boniface.

—¿Y bien? —preguntó Vertumnus mientras cruzaba las manos sobre el regazo. Parecía una antigua estatua oriental, un símbolo de fría serenidad—. ¿Sientes la herida? ¿La derrota? ¿La pérdida de lo empeñado?

—Yo… no comprendo —protestó el joven.

—Creo que tu honor sigue intacto —insistió Vertumnus—, a menos que te sientas obligado a perderlo a causa del calendario… ¡Oh! —exclamó, como si acabara de recordar algo—. Tengo un regalo para ti.

Lord Silvestre se puso de pie, se acercó a unas baldas y, encaramándose a una silla, bajó un objeto alargado, empaquetado en un lienzo. Despacio, con gesto orgulloso, lo desenvolvió y lo sostuvo frente a Sturm.

Era una vaina para espada, con un labrado impecable e intrincado. Una docena de rostros miraban a Sturm, con los realces de plata. Eran como las imágenes reflejadas en una docena de espejos, o como la colección de estatuas del castillo Di Caela, a kilómetros y años de distancia. Cada faz compartía su expresión y sus ojos, y todas estaban bordeadas con hojas de cobre y rosas entrelazadas, rojas y verdes, de manera que parecían estar ardiendo… una docena de astros, o girasoles, o brotes de plantas.

—Es…, es magnífica, señor —dijo quedamente Sturm, imponiéndose sus modales a su perplejidad. Admiró la funda a distancia, casi temeroso de rozarla. Absorto, se sentó en el yunque y estrechó los ojos para contemplar la maestría del trabajo artesanal—. Deduzco que sólo puede ser obra de Weyland.

—Obra de su maestro —repuso Vertumnus con voz queda—. Yo diría que ningún otro hombre vivo ejecutaría algo semejante.

Enmudeció y se puso en cuclillas frente a la forja abierta.

—Estas amabilidades son bienvenidas por el viajero —anunció Sturm con sus más escrupulosos y comedidos modales mientras giraba la vaina en sus manos—. Y sin duda dan testimonio de tu honor y buena crianza, como prueba este maravilloso regalo.

Una risa sofocada se alzó en el rincón de la herrería donde Vertumnus estaba acuclillado en la penumbra violeta y la luz dorada del fuego, echando turba sobre los ardientes carbones de la forja. Sturm carraspeó y siguió con su alocución.

—Pero no he olvidado un acuerdo al que llegamos los dos, sellado en un banquete del Yuletide. «Reúnete conmigo el primer día de primavera, en mis dominios, en el corazón del Bosque Sombrío. Ve solo. Zanjaremos este asunto espada contra espada, de caballero a caballero, de hombre a hombre». Ésas fueron tus palabras. También dijiste que había defendido el honor de mi padre y que lanzabas un reto al mío.

Vertumnus asintió con la cabeza, y su sonrisa enigmática dio paso a una expresión severa y de rígida solemnidad.

—De modo que volvemos a ocuparnos de asuntos serios —susurró. Tras soltar el último trozo de turba en el fuego, se puso de pie, imponente en su estatura, que sobrepasaba en una cabeza al muchacho que estaba frente a él.

Sturm se quedó boquiabierto. No recordaba que el Hombre Verde fuera tan alto, tan impresionante.

—Ésas no fueron las únicas palabras que cruzamos —insistió lord Silvestre—. Vosotros, solámnicos, con vuestra pasión por las reglas y los compromisos, deberíais recordar todo ese frágil mundo de lo dicho y de las palabras exactas con las que se dijo.

—Yo, al menos, sí me acuerdo —replicó Sturm—. «Porque ahora te debo un golpe y tú me debes una vida».

—Entonces nuestros recuerdos coinciden —murmuró Vertumnus—. Acompáñame al patio de la forja. Allí daremos pleno cumplimiento a los términos del acuerdo.

Sturm dejó la vaina de espada y salió de la forja a la luz del atardecer. Vertumnus lo aguardaba junto al pozo, en medio de una capa de hojas, artefactos defectuosos y ornamentos medio terminados. Al punto, una música queda se alzó de la tierra a su alrededor, y Sturm presentó su espada desnuda con una prontitud nerviosa y resuelta.

—¡Coge un arma, lord Vertumnus! —desafió, con los dientes apretados.

Con movimientos perezosos, de felino, Vertumnus se recostó contra las piedras del pozo.

Y entonces, en un visto y no visto, su mano verde se cerró sobre la mano armada del muchacho con una fuerza irresistible.

—Espada contra espada —musitó, al tiempo que apretaba los dedos.

Sturm hizo una mueca de dolor. Una sensación avasalladora, casi electrizante, le recorrió el brazo. El joven intentó gritar, soltarse, pero la fuerza era paralizadora, fascinante e implacable.

Contempló, conmocionado, a Vertumnus, que le devolvió la mirada con una expresión salvaje y gozosa en los ojos, pero en la que había también una sorprendente afabilidad. En el corazón del muchacho surgió una tremenda sensación de dulzura.

A su alrededor todo era música: la flauta, el pandero, el violoncelo elfo y, en alguna parte, alzándose en medio de los otros instrumentos, el débil y vibrante toque de trompeta que oiría una y otra vez hasta ese día en las almenas de la Torre, cuando el Señor del Dragón se aproximara en la distancia mientras él aguardaba en lo alto de la Espuela de Caballeros, y escuchara la canción por última vez, comprendiendo, al fin, lo que significaba…

Cayó de rodillas en el suelo, entre rejas de arado, herraduras y espadas dobladas. Vertumnus se erguía sobre él, con la espada brillando en su mano.

—De caballero a caballero, y de hombre a hombre —concluyó lord Silvestre con voz queda.

Sturm era incapaz de mirar a su victorioso adversario. Lentamente, humillado, se inclinó ante lord Silvestre.

—Los términos casi están cumplidos —dijo el joven, asustado y vencido—. Puedes propinarme el golpe que me debías y tomar la vida que te debía yo.

Arrodillado ante Vertumnus, Sturm luchó por dominar el terror. Musitó el canto funerario solámnico, preparándose para el golpe descendente de la espada…

Que tocó su hombro izquierdo y luego el derecho con un roce suave, afectuoso y juguetón.

—Levántate, sir Sturm Brightblade, Caballero de los Bosques —dijo lord Silvestre con una risita divertida.

Consternado y furioso, Sturm levantó la vista hacia su adversario…

Que se había mofado de él, había menospreciado su honor, y había cogido su espada…

Que había arrancado la Medida incluso de una muerte caballerosa…

—La vida que me debes, muchacho —dijo Vertumnus—, es la que emplearías en el manejo de la espada y en la venganza.

Sturm lo contempló interrogante, enmudecido por la sorpresa.

—¿Te ha hablado mi hijo de… lord Boniface Crownguard? ¿Has visto sus manejos contra ti en el camino al Bosque Sombrío?

—Eh…, no puedo decir que haya sido un camino fácil, lord Vertumnus —contestó el muchacho titubeante—. Pero me es imposible creer que estuviera preparado por lord Boniface.

—¡Piensa! —instó Vertumnus airadamente—. Bandidos y asesinos pagados con dinero solámnico, desde aquí hasta la Torre del Sumo Sacerdote. Una sucesión de accidentes y desgracias. El regalo que recibiste de Boniface, dañado a propósito… ¡Simplemente con sumar dos y dos tendrías la respuesta si tu Código y Medida no te hicieran cerrar los ojos a la verdad!

—¿Pero por qué? —preguntó Sturm—. Aun en el caso de que lord Boniface Crownguard fuera capaz de cometer semejante felonía, ¿por qué malgastarla en alguien como yo?

—¿Que por qué? —repitió Vertumnus. De repente la música inundó el patio, como si, a saber cómo, el aire pasara a través de la flauta que llevaba en su cinto y creara una melodía—. Escucha, y mira la hoja nuevamente forjada de tu espada…

No pudo evitar que su vista se prendiera en el acero y, en el corazón de la hoja, vio un paisaje nevado cuando el metal cambió de plateado a blanco. Sturm estrechó los ojos y observó con más atención…

Un siniestro y sombrío grupo de hombres, cubiertos con capas y embozos para resguardarse de la tormenta, estaban agrupados en un paso remoto. A la cabeza de la columna había un hombre montado a caballo, con la capucha echada hacia atrás a despecho de la inclemencia del tiempo. Su rostro barbudo y con cicatrices parecía tallado en roca y ramas secas.

El hombre estaba inmerso en una conversación con otro que iba elegantemente vestido con una armadura solámnica, tachonada con gotitas al derretirse los copos de nieve. El caballero llevaba una parca escolta: otro caballero, al parecer, y tres soldados de infantería. El caballero al mando puso un rollo de pergamino en la nudosa mano del hombre y señaló a través del arremolinado viento hacia un oscuro pasaje entre las caras rocosas del desfiladero.

—Vendrán por ese paso —dijo.

Sturm reconoció la voz. Empezó a gritar, pero la música brotó a su alrededor y lo silenció.

—El estandarte será el de Agion Pathwarden —agregó el caballero—. Un centauro rojo sobre una montaña negra.

El hombre rudo se arrebujó más en su capa.

—Y por tan generoso pago, lord

—Grimbane —lo interrumpió—. Me conoces sólo como lord Grimbane.

—¡Ilusión! —gritó Sturm, obligándose a apartar los ojos de la visión.

Vertumnus se sentó en el yunque y lo contempló con curiosidad y cierta tristeza.

—¡Tiene que ser una ilusión! ¡Tiene que…! —siguió el joven.

—¿Y si no lo es?

—Mi venganza será tal, que… —empezó Sturm.

—No. —Vertumnus se bajó del yunque con movimientos gráciles. En dos zancadas se situó junto a Sturm y su mano se cerró con fuerza en el hombro del chico.

Sturm se quedó boquiabierto. El dolor había desaparecido… La herida…

—No —repitió Vertumnus—. No es una ilusión. Yo era el otro caballero, Sturm Brightblade. Cabalgué bajo la nevada hasta aquel paso remoto, donde pergamino y pago fueron entregados a los malhechores. Así como también lo fueron los soldados de a pie que nos acompañaban. Y, cuando Agion cayó y el castillo quedó condenado a la destrucción, fue a mí a quien culpó Boniface.

Privado del habla, Sturm dejó caer la espada. Cegado por las lágrimas y la rabia, se agachó y buscó a tientas el arma en el suelo de la forja, en tanto que lord Silvestre continuaba el relato con voz serena.

—Lo seguí a las montañas bajo la ventisca, sustentado por mi amor hacia la Medida, complacido por el honor que lord Boniface me otorgaba al pedirme que lo acompañara. El amor y la complacencia se tornaron en desprecio y cólera cuando presencié la conspiración y el dinero pasando de caballero a bandido.

»Pero no podía hacer nada. Regresé al castillo Brightblade, donde Boniface, volviendo sobre sus huellas en la nieve como un viejo zorro, se valió del Código y la Medida y toda la condenada maquinaria solámnica para declararme culpable de su traición. Cuando abandoné la tropa y me interné en la ventisca, no sabía nada de Acebeda y el cambio que me aguardaba. Pensé que caminaba hacia la muerte, a una progresiva debilidad hasta desplomarme en la nieve y caer en un sueño del que no despertaría, pero prefería esa forma de morir a la marcada por la Orden…, a que se derramara mi sangre y mi alegría a manos de una congregación exangüe y lúgubre.

»Pero no te he traído hasta aquí para provocar una matanza. La venganza solámnica es algo enmarañado y dañino, tan abrasador y ponzoñoso como la cópula de arañas. Y tampoco por su Cogido y Medida, ni por el orgullo que dimana de ellos. Porque la Medida puede ser una venganza legalizada por las reglas, pero sigue siendo venganza, intrincada y virulenta.

—Entonces…, entonces, ¿para qué? —preguntó Sturm casi gritando.

Vertumnus se agachó junto al joven.

—Quédate en el Bosque Sombrío —dijo—. Perdona a Boniface…, a la Orden…, a tu padre…, a todos ellos. Perdónalos y déjalos atrás. Perdónalos.

—¡Pero están el Código y la Medida! —insistió Sturm—. Mil años de ley…

—¡Que no ha servido para nada bueno! —lo interrumpió lord Silvestre con vehemencia—. Que ha hecho monstruos de los Crownguard y de los Jeoffrey. Que ha masacrado a incontables millares de seres. Que te arrebató un padre y te ha herido más allá de toda esperanza, sin remedio, a menos…

Espantado, enfurecido, el muchacho se apartó del hombre que estaba ante él y se golpeó el hombro contra las piedras del pozo. Tropezó en unos morillos desechados y por fin consiguió ponerse de pie, con los ojos transidos de dolor, desolación y rabia, y los nudillos blancos por la fuerza con que apretaba la empuñadura de la espada.

«Blasfemia. No lo aceptaré. ¡Por Huma, Vinas Solamnus y el propio Paladine, que no lo aceptaré!», clamó para sus adentros.

—¡La Orden es ahora mi padre! —gritó. Su voz sonó débil y angustiada en el silencioso patio—. ¡Mi familia es la Orden! ¡Regresa a tus bosques y déjame en paz!

* * *

Se despertó tendido sobre el yunque, con la funda de la espada en las manos. La forja había desaparecido, y con ella el establo. Una solitaria Luin pacía tranquilamente en un cercano huerto cuajado de enredaderas, y a lord Vertumnus no se lo veía por ninguna parte.

La música había cesado. Sturm se movió hacia un lado y luego hacia el otro, rodeando el yunque y mirando en todas direcciones, esperando que la canción se reanudara y lo guiara hasta Vertumnus. Pero toda la aldea estaba sumida en el silencio…, un silencio denso y opresivo.

Luin levantó la cabeza y relinchó, pero Sturm no oyó nada.

Miró hacia arriba; el viento pasaba entre los árboles sin hacer ruido. Las hojas se agitaban calladamente y, en lo alto, una bandada de gansos volaba veloz hacia el sur, en su emigración anual a otras regiones más frías, pero sus aleteos y graznidos eran inaudibles.

—¿Qué? —preguntó Sturm en voz alta, hambriento de un sonido, aunque fuera el de su propia voz.

Gritó de nuevo, y una tercera vez. Era el único sonido en toda la creación, y resonó antes de perderse en la honda y persistente quietud que lo rodeaba. Entonces, rompió el silencio el redoble apagado y regular de un tambor en la distancia. Sturm aguzó el oído para localizar la procedencia del sonido, pero hacia dondequiera que se volviera, resultaba igualmente débil, y hacia dondequiera que se dirigiera —ya fuera hacia Luin, al yunque, o al centro de la ciudad—, el sonido era invariable, tenue.

Llegó a la plaza de la aldea antes de caer en la cuenta de que lo que escuchaba era el latido de su propio corazón. Se detuvo y desenvainó la espada. En la quietud que lo rodeaba, oyó el susurro de las hojas, el murmullo del viento entre las ramas.

Y de pronto, inexplicablemente para todas sus reglas, códigos de conducta y enseñanzas, tuvo la certeza de que jamás volvería a ver al Hombre Verde.

* * *

Vertumnus se recostó en la horquilla inferior de las ramas del vallenwood, mirando intensamente la superficie borrosa del estanque que tenía debajo. Al pie del árbol estaba sentada lady Acebeda, y a su lado se encontraba su hijo, Jack Derry.

Weyland el herrero estaba en cuclillas en medio de una docena de sus vecinos, y sus inmensas manos se afanaban en realizar un intrincado tejido con hilos de cobre y plata. Lo que hacía aún resultaba indescifrable, incluso para los más avispados del círculo, pero todos observaban anhelantes, esperando cualquier cosa sorprendente que su toque maestro extrajera del metal.

Se habían reunido allí todos, convocados por la druida, ansiosos por tener noticias de lord Silvestre mientras la mañana culminaba en un brillante mediodía. Circulaban rumores entre los aldeanos: que se tramaba una guerra con Solamnia; que lord Silvestre había sido secuestrado por una banda de elfos silvanestis; que cabalgaba solo hacia el norte buscando venganza por alguna ofensa ambigua. Por fin habían oído la música que traía un viento frío que venía de la dirección del pueblo, y habían comprendido que se encontraba cerca y se reuniría con ellos pronto. A última hora de la mañana, la música había cesado, y el capitán Duir, apostado en las afueras del bosque, había sido el primero en divisar a Vertumnus, que se acercaba abatido, caminando lentamente, con las hojas de su ropa y del cabello mustias y amarillentas.

Vertumnus no les había dicho nada, y se había limitado a hacer un gesto con la cabeza, abstraído, cuando Jack Derry le presentó a la doncella elfa, Mara. Hizo caso omiso de las palabras animosas de lady Acebeda y del parloteo de las ninfas, y se encaramó al sitio donde ahora estaba sentado, sumido en hondas reflexiones.

Pasado un tiempo, los aldeanos se olvidaron de lord Silvestre y regresaron a sus diversas tareas en el bosque, a la recogida de dedaleras y confervas, a la caza, y a la pesca en un caudaloso arroyo que corría a través de las profundidades del bosque. Mara continuó observándolo, desconcertada por su actitud desdichada y abstraída. Por fin la muchacha preguntó a lady Acebeda si el encuentro con Sturm había tenido lugar.

La druida asintió con un cabeceo, absorta en preparar una infusión de milenrama que, tal como Mara sabía de sus años como sirvienta en Silvanost, era un remedio para la melancolía.

—Claro que ha tenido lugar —dijo lady Acebeda.

—Entonces, deduzco por la expresión de lord Silvestre que el joven Sturm lo ha vencido —comentó Mara.

Acebeda alzó la vista al árbol, donde Vertumnus estaba inclinado hacia adelante, silencioso y estático, con una mirada afligida en sus oscuros ojos.

—Y yo deduzco por su actitud que el joven Sturm se ha derrotado a sí mismo —contestó la druida.

Pasaron horas antes de que Vertumnus hablara. El día llegaba a su fin, y las alondras ya se habían recogido en sus nidos. Por doquier, en torno al grupo, el bosque rebullía con la cháchara de las ardillas y el arrullo de las palomas silvestres que habían regresado al sur para instalarse en las ramas de olmos y arces.

—Se ha marchado —anunció Vertumnus. Al instante, doscientos pares de ojos se volvieron a la rama del vallenwood donde estaba sentado, mientras las hojas amarillentas se desprendían tristemente de su barba y de su túnica—. De regreso hacia Vingaard y, sin duda, hacia la Torre y todo lo que significa su ponderosa Orden.

—Donde podrías encontrarte tú mismo de no ser por un golpe de suerte, cierta noche de invierno —observó Acebeda.

Vertumnus le sonrió.

—Y a la bondad de las fuerzas que mantenían bajo asedio el castillo de lord Angriff —dijo.

Acebeda le devolvió la sonrisa, al tiempo que tendía una taza con la infusión de milenrama a su enramado y encaramado esposo.

Vertumnus contempló cariñosamente a Jack Derry, que estaba al pie del árbol, todavía maravillado por la rapidez con que maduraba este retoño que era hijo suyo y de Acebeda. Al fin y al cabo, tenía cinco años y ya era un muchacho crecido, con el brazo fuerte de un guerrero, la vista perspicaz y entrenada de un guardabosques, y…

Y un creciente interés por cierta doncella elfa desamparada.

Vertumnus sonrió, y enseguida recobró su seriedad. Había otras cosas de las que ocuparse, y algunas de ellas no podían esperar mucho.

—Tengo entendido que Mara la elfa es hábil en el conocimiento de la flauta y algunos de los modos antiguos —dijo lord Silvestre.

La muchacha se puso colorada, pero Acebeda posó su mano en el hombro de la chica en un gesto de ánimo.

—Yo… aprendí algunas tonadas hace tiempo, lord Silvestre —dijo, sin alzar los ojos del manto de hojas que alfombraba el suelo del bosque.

—Y muy bien, por cierto —dijo Vertumnus—. También tengo entendido que fue el amor y la ficción lo que te condujeron a ello.

—Me sentí muy defraudada cuando lo descubrí —respondió Mara amargamente, alzando los ojos hacia el Hombre Verde.

—Defraudada, tal vez —admitió él—. Pero no demasiado. El amor y la ficción sobreviven al mejor de nuestros sueños.

Mara frunció el entrecejo. Al parecer, había pasado de las incomprensibles reglas solámnicas a un mundo de hojas, sombras y parábolas. A saber lo que vendría a continuación.

—¿Qué quieres de mí o de mis conocimientos musicales? —inquirió.

—Acompañamiento —respondió Vertumnus, y de las ramas de un cercano arce salió un siseo rabioso y prolongado. Las ninfas asomaron la cabeza tras las hojas; sus ojos relucían enfurecidos.

—¡No te basta uncirte al carro con esta vieja druida! —dijo Diona.

—¡Ahora también subes en él a una elfa! —acusó Evanthe—. Sólo los dioses saben con qué siniestros propósitos.

—¡Largaos las dos de una vez! —rio Vertumnus, al tiempo que les arrojaba la taza. Saltó de la rama del vallenwood y aterrizó ágilmente en el suelo, espantando a unas cuantas palomas—. ¡O volveré a encerraros en los árboles donde os encontré!

—¡No nos asustamos con facilidad! —espetó Evanthe, toda salpicada de los posos de la milenrama—. ¡Has sido condescendiente cuando deberías haber matado a ese solámnico o… o… haberlo hechizado!

—Pero sabéis que no hay condescendencia en mí —declaró Acebeda con voz inexpresiva. Se cruzó de brazos y dirigió una sonrisa fiera a las ninfas—. Soy la saqueadora de pueblos, la arrasadora de castillos. Y sé hechizar tan bien como el que más.

Las ninfas chillaron cuando la rama del arce sobre la que se sentaban se partió con un chasquido y lanzó un chorro de savia. Malhumoradas y salpicadas del dulzón jarabe, se dieron a la fuga brincando de rama en rama; las hojas y el polvo se pegaron a sus ropas pringosas mientras se internaban a toda prisa en las profundidades del bosque. Su marcha fue acompañada por un estallido de risas.

—¡Ojalá hubiese tenido la magia que el joven Sturm precisaba! —dijo Acebeda, una vez dominada la algazara.

—Podía elegir entre admitir o no que la espina se transformara en música y esto a su vez lo cambiara a él —comentó Vertumnus—. Pero optó por que se la quitaras, por permanecer como es. Prefirió su espada y la Orden.

—Pero la herida estará siempre en él —insistió Ragnell—. Aunque llegue el día en que no la recuerde, la herida estará siempre ahí.

—Hasta el final de esto o de cualquier otra cosa —musitó Vertumnus mientras sacaba la flauta—, el chico pudo y podrá elegir. Pero aún queda algo que requiere mi intervención, mi hechicería…

Lord Silvestre puso un gesto ceñudo, y Jack Derry no pudo menos que reír la teatralidad de su padre.

—Mi amor y ficción —concluyó el Hombre Verde quedamente, con los ojos puestos en Mara—. Se ha preparado una emboscada en el vado del Vingaard. He de proteger al muchacho de una vieja enemistad heredada, de la carga de la querella del padre sobre los hombros del hijo. Y, para ello, necesito el acompañamiento de otra flauta, otra música.

Mara inclinó la cabeza con actitud nerviosa.

—Será un honor para mí ayudarte, señor —dijo la muchacha, que añadió de inmediato—… Y un honor ayudar a Sturm Brightblade.

Vertumnus asintió con expresión satisfecha. Era la mejor respuesta que podía darle. Impartió a la elfa unas breves instrucciones sobre el peculiar dúo. Ella tocaría un antiguo canto invernal qualinesti, reforzándolo con la música silenciosa del modo décimo, el matherino, la música de la meditación y el razonamiento, pues sólo una mente resuelta y clara podría ejecutar lo que lord Silvestre había planeado.

Él, por su parte, tocaría una canción del Muro de Hielo, que entonaban los bárbaros thanois, y tras ella pondría los intrincados deslumbramientos del modo decimocuarto, y el más alto…, el modo de Paladine y de los cambios. Entonces, cuando las cuatro melodías surgieran de las dos flautas y los dos intérpretes…, en fin. Los cambios llegarían, y el invierno retornaría a las Llanuras de Solamnia.

Vertumnus sonrió. Lo que tuviera que ocurrir, ocurriría.