El sueño de la alondra
Sturm pasó del sueño al duermevela de manera intermitente mientras la carreta se internaba más y más en el bosque. Abrió los ojos a un oscuro dosel verde y supuso que era de noche, que había estado durmiendo todo el día mientras viajaban.
¿Pero hacia dónde? ¿Y desde dónde? Recordaba los acontecimientos de aquella mañana sólo vagamente; algo acerca de un árbol que caminaba, un adversario armado. Vertumnus también estaba en su evocación, y, a despecho de sí mismo, su mente volvía una y otra vez a un recuerdo, borroso y febril, de Jack Derry conduciendo un carro de mimbre por el interior del claro. Arropado por el verdor, la fiebre y el aturdimiento, se quedó dormido, pero su sueño se vio interrumpido por fragmentos de una canción que sonaba en alguna parte; un canto sin ecos, apagado, como si saliera del fondo de un fanal o una botella.
Cerrando los ojos, escuchó a ratos, muy brevemente. De manera esporádica, la figura de una araña cobriza pasaba ante sus párpados cerrados, como una de esas imágenes fugaces que quedan impresas en la retina tras el deslumbramiento de un fuerte destello. Pensó en Cyren, después en Mara, pero los pensamientos se deslizaban de regreso a la oscuridad y el adormecimiento, y la tarde transcurrió en sueños que nunca recordaría.
* * *
De repente, la luz inundó el lecho de la carreta. Sturm parpadeó y dio un respingo; intentó incorporarse, pero cayó en un estupor febril. Unas manos fuertes lo movían, de eso estaba seguro. La luz se avivó sobre él, esquivando hojas y agujas, y el aire se tornó súbitamente fresco y con aroma a pinos.
Creyó ver a Jack Derry una vez, de pie a su lado, pero la luminosidad del aire era tan verde e insoportable que no habría podido asegurarlo. En dos ocasiones oyó por casualidad fragmentos de una conversación que supuso que sostenían las ninfas, pues las voces eran agudas, puras y musicales, como el repique de campanillas de cristal.
—¿Se muere? —preguntó una de ellas.
—No tanto —respondió la otra.
Entonces se asustó e intentó moverse, pero fue en vano, pues inclinado sobre él estaba el arrugado rostro de Ragnell la Druida, oliendo a hierbas y a turba.
«Me han llevado de vuelta a Rolde de Cerros Pardos», pensó Sturm, mientras su miedo y su rabia crecían con la fiebre. Pero, sobre él, el rostro se tornó borroso y oscilante, como si lo viera reflejado en aguas agitadas, y cuando reapareció era hermoso, moreno y con ojos verdes: la faz de una mujer no mayor de cuarenta años, cuyo negro cabello estaba coronado por una satinada guirnalda de acebo.
Sturm vio a su madre en el fondo de sus ojos, pero no era lady Ilys. Aunque febril, estaba seguro de eso.
—Que empiece —susurró ella, y a sus espaldas estalló el canto de los pájaros.
* * *
El remansado estanque que Sturm tenía delante se onduló con una suave brisa, y los lados del árbol se abrieron a su alrededor formando una especie de sillón rústico en el que descansó, con un sueño insondable y tranquilo.
Murmurando, recogiendo sus faldas por encima de las rodillas, las ninfas se internaron en el bosque bailando, y dejaron al herido solámnico con los otros tres. El éxito o el fracaso de las artes curativas de lady Acebeda no era de su incumbencia, una vez que la gran representación de combate entre caballero y treant había llegado al punto culminante y espectacular de su conclusión.
Además, despreciaban a lady Acebeda, la vieja druida sarmentosa a la que en Rolde de Cerros Pardos se conocía como Ragnell, y que se había convertido en una celebridad de segunda fila por sus asaltos a castillos solámnicos seis años atrás. Por alguna razón inexplicable, lord Silvestre se había casado con ella.
Diona, que nunca podía creer del todo que la estupidez de los hombres fuera tanta, se volvió otra vez antes de perder de vista a Vertumnus tras un denso matorral de plantas perennes. Metió la mano en el arbusto, apartó las ramas y echó un vistazo al claro. Durante un instante angustioso, tuvo la impresión de que la druida parecía mucho más joven, que su cabello era oscuro y su espalda recta y flexible.
Evanthe la llamó, y la ninfa más pequeña se giró con movimientos airosos y corrió hacia el bosque; las ramas del arbusto que había tocado se cuajaron con capullos blancos y dorados.
De pie, flanqueando a la druida que atendía al herido, estaban Vertumnus y Jack Derry; huelga decir que ni el uno ni el otro veían signo alguno de vejez en la mujer que estaba ante ellos. Acebeda se arrodilló grácilmente junto a Sturm, con una expresión preocupada en sus intachables rasgos.
—¿Puedes salvarlo, madre? —preguntó Jack.
La mujer alzó la vista hacia el muchacho.
—Estuviste muy acertado al traérmelo tan deprisa —observó—. Has cumplido bien con tu parte, hijo. Ahora nos ha llegado el turno a tu padre y a mí.
—Entonces ¿has encontrado paz con el rayo? —preguntó Jack, en cuya voz se advertía la preocupación.
—Hay ocasiones en que la ley se somete al espíritu y al corazón —contestó la druida—. El treant se recobrará y la ley sobrevivirá.
Sonrió a su hijo y luego se volvió hacia el joven herido. Se inclinó sobre él y extendió los brazos de manera que envolvió a Sturm con su manto.
—Que se adelante el búho primero —susurró.
El ave parpadeó y saltó cómicamente del hombro de Vertumnus; extendió las alas y planeó silenciosamente por el claro para posarse por último en las ramas situadas sobre el inconsciente joven.
—Ahora —susurró Acebeda, y Vertumnus se llevó la flauta a los labios.
Cauto al principio, y después con creciente alegría y fogosidad, acompañó el canto del búho con una tonada propia, dejando que sus dedos volaran sobre los orificios de la flauta. Acebeda acercó un trozo de esponjoso liquen amarillo a la nariz del muchacho dormido, y en el aire, por encima de Vertumnus, un extraño remolino de niebla y luz se resolvió en el símbolo azul de infinito, al tiempo que el primero de los tres sueños se apoderaba de Sturm y la curación daba comienzo.
* * *
Soñó que estaba tumbado en las ramas de un roble, envueltas en neblina. Inhaló hondo y frunció el entrecejo. Miró en derredor buscando a Vertumnus, a Ragnell, a Mara o a Jack Derry. Pero estaba a solas, e incluso desde su ventajosa posición en lo alto, a más de doce metros sobre el suelo del bosque, sólo veía follaje y niebla.
Vestía de verde, con una túnica de hojas y hierba tejidas.
Algo le dijo que no estaba en el Bosque Sombrío.
—Lo que es más —musitó—, algo me dice que no estoy despierto.
Recitó con premura las Oraciones Undécima y Duodécima, aquellas que guardaban de emboscadas en el país de los sueños a quien las decía, y empezó a bajar del árbol con cautela, sin apartar los ojos del variable suelo. A mitad del descenso, a una altura segura pero inquietante, se colgó de una rama gruesa y sólida, y se dejó caer, confiando en la extraña inmunidad física de los sueños.
Tenía razón. Sostenido por un viento cálido, flotó hasta posarse sobre hierba y agujas perennes, como si hubiese descendido a través de agua. Para su desconcierto, ahora vestía de nuevo su armadura e iba equipado con el escudo y la espada.
—¿Cuál es la enseñanza de esto? —preguntó en voz alta.
Los antiguos filósofos decían que los sueños respondían interrogantes, y Sturm buscó enseguida alguna señal de augurio: el martín pescador que presagia un ascenso en la Orden, o la Espada o la Corona.
—Verde —concluyó mientras se sentaba pesadamente al pie de un roble—. Sólo verde, sobre verde, sobre verde.
Apoyó la barbilla en las manos; de pronto, un caballo relinchó detrás de un denso enebral. Alerta al instante, con su espada desenvainada contra monstruos y adversarios y contra todos los ladrones de sueños, Sturm corrió como el viento hacia el sonido…, y las plantas y las ramas pasaron a su lado y a través de él, y no las sintió.
Estaba al borde de un claro dominado por dos altas torres de piedra labrada. El muro que rodeaba las amedrentadoras estructuras negras formaba un triángulo equilátero, en cada uno de cuyos vértices sobresalía una torreta, como una amenazadora colmena negra.
—¡Wayreth! —susurró Sturm con voz ronca—. ¡La Torre de la Alta Hechicería!
A la que, según estaba escrito, uno sólo podía llegar si había sido invitado.
»Pero ¿por qué? —preguntó Sturm—. ¿Por qué se me ha traído a este país de hechiceros?
Entonces oyó voces, y vio salir cabalgando de entre los árboles a Caramon y a Raistlin; se detuvieron irresolutos ante las torres, mientras sus ruanos cabrioleaban asustados. Estaban a bastante distancia y era imposible escuchar lo que decían o ver la expresión de sus rostros. Pero una voz suave, queda, murmuró al oído del Sturm, como si leyera un romance mayor de una leyenda o un viejo cuento.
Giró veloz sobre sí mismo y se encontró cara a cara con lord Silvestre, que señaló a la torre, a los gemelos, y reanudó la historia:
—«La legendaria Torre de la Alta Hechicería», musitó Raistlin con respeto reverente.
»Los altos minaretes de piedra semejaban unos dedos esqueléticos que surgieran de la tumba.
Cautelosamente, de mala gana, Sturm se volvió hacia la escena onírica desplegada con la narración de Vertumnus. Cuando lord Silvestre habló, Sturm vio que los labios de Caramon y Raistlin articulaban las palabras pronunciadas por el Hombre Verde.
—«Todavía estamos a tiempo de dar la vuelta», murmuró Caramon entre dientes, con la voz entrecortada.
»El mago lo miró estupefacto.
»Raistlin se volvió hacia Caramon.
Sturm sacudió la cabeza violentamente, luchando por librar su mente de telarañas, sueños y palabras enigmáticas e insinuantes.
—Que él recordara —continuó Vertumnus—, aquélla era la primera vez que veía asustado a Caramon. Sintió que lo inundaba una cálida sensación desconocida, reconfortante. Se acercó a su gemelo y puso una mano firme sobre su brazo tembloroso.
».«No temas, Caramon», dijo Raistlin. «Estoy contigo».
»El guerrero lo miró sorprendido. Después, sofocó una risita nerviosa, azuzó su montura y reemprendió la marcha.
Mecánicamente, como si los guiaran las palabras, Caramon y Raistlin se volvieron, hablaron, y después, mientras Vertumnus terminaba de relatar la historia, Raistlin entró por las puertas de la Torre y desapareció, dejando al otro lado a un tembloroso Caramon.
El corazón de Sturm se estremeció por el guerrero, solo en el límite del misterio. En la ausencia de su gemelo, la mitad del enorme corpachón del joven quedó sumida en sombras, y había algo insustancial en aquellos anchos hombros y musculosos brazos.
—¡Es…, es como una bandera ajada! —musitó Sturm.
A su lado, Vertumnus reanudó la historia.
—Por fin Raistlin salió de la Torre a la luz del sueño, y Caramon fue a recibirlo. Ya no era Raistlin, sino un joven encorvado, hundido y roto, que levantó las manos, apuntó con los pulgares a su hermano… y…
»La magia inundó su maltrecho cuerpo y brotó por sus dedos crispados en forma de llamas devastadoras. Se quedó inmóvil mientras contemplaba impasible la oleada de fuego abrasador que envolvía el cuerpo de su hermano.
Sturm gritó y se tapó los ojos. ¡No era posible! ¡No podía ser una profecía! Raistlin y Caramon estaban en Solace. Nada los haría viajar a Wayreth, aun en el caso de que Wayreth los admitiera.
Y Raistlin… Raistlin jamás…
La mano de Vertumnus se posó en su hombro.
—No temas, Sturm —susurro lord Silvestre, apretándole el brazo—. Estoy contigo. No te escondas de mí.
El muchacho tiró para soltarse de Vertumnus, cuyos dedos apretaban de manera insistente y dolorosa.
—¿Entiendes, Sturm? —susurró el Hombre Verde.
Entonces el joven sintió que se elevaba. Las ramas se apartaban a su paso y de repente flotó, sostenido por una brisa fresca, en el cielo otoñal, donde el signo azul de infinito parpadeaba sobre él, y cayó en un sopor brillante, carente de sueños.
* * *
—Ahora lo enviaremos al segundo sueño —apremió Acebeda mientras se apartaba el oscuro cabello del rostro—. El chico vivirá. De eso estoy segura. Se ha levantado de la espesura de la muerte, y vivirá. Los cuervos decidirán cómo lo hará.
Los cuervos habían volado en círculo en lo alto durante la primera canción e infusión, cernidos como un presagio. Ahora las tres aves se posaron ominosamente en las ramas de un enorme vallenwood. Eran tan grandes como pequeños perros, y graznaban su canto secamente, como si lo hicieran de mala gana. Acebeda puso otra planta en los labios del muchacho, esta vez una flor de loto gris, y Sturm se estremeció a su tacto y su sabor. Durante un momento, pareció que un hacha de guerra flotaba sobre él, dispuesta a descender, indiferente, sobre culpables o inocentes. Bajo esta amenazante luz, el joven experimentó el segundo sueño, apresado en la música de los cuervos.
* * *
Esta vez estaba en la Torre del Sumo Sacerdote, en las almenas que se alzaban sobre el patio.
Sturm flotaba por encima de los soldados en el humo de las hogueras de campamento. Porque había soldados acampados en la Torre, agrupados tras las protectoras murallas contra el viento, la nieve y algo más: algo que estaba al otro lado de las murallas, aguardando.
Era como todos los asedios que había imaginado. Tragó saliva con nerviosismo y flotó de hoguera en hoguera, sustentado por el humo de las llamas.
Los hombres eran soldados de infantería, plebeyos. Algunos llevaban la insignia de Uth Wistan, otros la de Markenin, y otros la de Crownguard, nada menos. Todos llevaban la impronta de un ejército derrotado, y sus ojos estaban apagados y sus miradas eran furtivas. Los caballeros paseaban entre ellos como pastores, y no se cruzaba una palabra entre comandantes y tropas.
—¿Qué pasa? —preguntó Sturm a uno de los caballeros—. ¿Qué ha…? ¿Es que Neraka…?
El caballero, que no lo había oído, se volvió hacia Sturm y miró a través de él, sin verlo. Era Gunthar Uth Wistan, casi irreconocible con el cabello y la barba grises.
Fuera lo que fuera lo ocurrido, la batalla parecía haberlo envejecido diez años. De pronto, el sonido se apagó en el patio; cesó el murmullo de la tropa, el crepitar de los fuegos, el resonar metálico de las armas, y una voz familiar se alzó a su lado.
Vertumnus se encontraba en las almenas… ¡equipado con la armadura Brightblade, nada menos! Estaba desgreñado y desarreglado, y casi parecía una versión frondosa de Angriff Brightblade. La semejanza sobresaltó a Sturm. Lord Silvestre señaló el patio y de nuevo empezó a recitar con voz queda y obsesiva.
Mientras hablaba, una desolada columna de tropas se alineó en formación ante las puertas. Un sargento, que estaba a la cabeza de la columna, alzó la vista a las almenas y sus ojos se encontraron con los de Sturm, al tiempo que Vertumnus recitaba la cruda, inevitable historia.
—Los hombres parecían empequeñecidos, frágiles en sus armaduras, espadas y picas mientras se agrupaban, pateaban el suelo para librarse del frío y formaban en línea detrás de los caballeros.
»Divisé a Breca en la primera columna, aventajando en una cabeza a cuantos lo rodeaban. Me pareció que alzaba la vista hacia donde yo estaba asomado, y distinguí la inexpresividad de su mirada a despecho de la distancia, a despecho de las sombras proyectadas por la muralla y la mortecina luz del amanecer. Tal vez fuera la oscuridad la que me impidió ver expresión en su faz, pero hay una expresión que sí recuerdo…
»Pues, si existe una expresión sin expresión, vacía de temor y de terror y finalmente de esperanza, en la que si hay algo es sólo una especie de resignación y resolución, ésa era la de Breca y la de sus compañeros. Y en ella se leía (si es que en ese vacío, en esa nada puede leerse algo): «Esto es tan malo como imaginaba, pero peor de lo que esperaba». Y eso era todo. Eso fue todo cuando las malditas puertas se abrieron…
»No temas, Sturm —susurró Vertumnus, mientras sus ojos giraban como lunas fuera de su órbita—. Estoy contigo. ¿Entiendes, Sturm? ¿Entiendes ahora?
—Creo…, creo que sí —respondió el joven a la reluciente mirada de lord Silvestre—. Significa que… incluso el Código y la Medida pueden ser traicionados por… la locura.
—No —dijo Vertumnus, su voz un susurro en la mente de Sturm—. No exactamente. —Sonrió de nuevo, esta vez de un modo más malicioso—. Verás… el Código y la Medida son la locura.
Lord Silvestre cogió al muchacho por los hombros y lo hizo volverse para mirar el ejército congregado en el patio.
—Ésos son los que la Medida mata —susurró insistentemente mientras los soldados rebullían inquietos, poniendo el peso ora en un pie, ora en otro, y manoseando sus armas—. Ésa es la sangre sobre la que se alza vuestro honor; ésos, los huesos sobre los que se asienta vuestro Código. Este grandioso juego solámnico está siempre con nosotros; ¡tan simple y ponzoñoso como nuestros propios corazones arrogantes!
«Peroratas de un demente», pensó Sturm, y se hundió en una negrura perturbadora. Nunca sabría durante cuánto tiempo durmió.
* * *
—Es suficiente —anunció la druida.
La tarde daba paso al anochecer. En la distancia, el bosque resonaba con las llamadas y las respuestas de los animales nocturnos, y sobre el claro empezaban a brillar las primeras estrellas, verdes en el arpa de Branchala, con la roja Sirrion flotando como un galeón en llamas sobre la bóveda celeste.
Acebeda alzó la vista hacia Vertumnus; su rostro estaba aún más joven que al iniciarse la curación.
—Ha sobrevivido a los dos primeros sueños. El tercero es fácil, si tiene la voluntad y el aguante necesarios.
—Ninguno es fácil, Acebeda —contestó lord Silvestre con una curiosa sonrisa—. Tú no eres solámnica y, por lo tanto, el Sueño de Elección te parece más sencillo que los otros. De hecho, es el más doloroso.
En la distancia, la alondra alzó su voz. Acebeda asintió con gesto sereno y rozó los párpados de Sturm con una rosa doble, un capullo rojo, y el otro verde como una hoja. Vertumnus empezó a tocar la flauta y, al mismo tiempo, la plateada Solinari asomó en el claro arrancando destellos en las hojas del vallenwood y del roble, en la corona de acebo del cabello de la druida, y en los verdes rizos de lord Silvestre.