De sombra y luz
Los dos montaban a caballo; el vado del Vingaard estaba a la vista.
Trece kilómetros al sur del alcázar Vingaard, el vado era el paso más habitual desde el oeste de Solamnia al éste. Las viejas rutas de caravanas cruzaban la corriente por estos rocosos bajíos, y en las más antiguas clases solámnicas de geografía se decía que todos los caminos a las montañas, a los castillos y torres que guardaban la vetusta región, pasaban sobre el río en este punto establecido desde antaño.
Era una enseñanza pasada de moda. Había una docena de vados a lo largo del Vingaard, algunos de ellos encubiertos, otros prohibidos por la Medida por razones perdidas en la Edad del Poder. Sin embargo, el comercio desde Kalaman, Nordmaar y Sanction cruzaba todavía el río por el vado del Vingaard, vigilado desde el alcázar por ojos atentos que se mantenían alerta contra bandidos y cosas peores.
Aquéllos ojos atentos debieron de haber parpadeado, o la niebla que se levantaba del río y la especial oscuridad de esta noche sin lunas debieron de dificultar la visibilidad desde las torres del alcázar, porque los dos jinetes descendieron a los bancales del río sin ser advertidos, los cascos de sus caballos envueltos en trapos para amortiguar el ruido.
El más pequeño de los dos hombres se echó hacia adelante en la silla y estornudó, al no estar acostumbrado a las largas cabalgadas ni a la humedad del aire nocturno.
—¡Chist! —siseó el más alto mientras alargaba la mano hacia las riendas del caballo de su compañero—. ¡Vas a conseguir que nos caiga una lluvia de flechas con tanto alboroto, Derek Crownguard!
—No entiendo esto, señor —susurró Derek—. Misiones secretas en mitad de una noche fría, en el lejano éste; los sirvientes exhortados bajo juramento a guardar silencio sobre nuestra partida; y has mantenido una actitud circunspecta desde las Alas de Habbakuk hasta este mismo punto, como si nos dirigiéramos a una batalla.
—Cosa más que probable —replicó Boniface, al tiempo que retiraba la capucha que lo cubría—. Quizá más de lo que imaginas.
Derek nunca lo había visto actuar de un modo tan furtivo; estaba muy pálido y sus ojillos tenían una expresión acosada, calculadora.
«Más me vale no discutir con él», pensó el muchacho, pero lo siguió haciendo, a pesar de todo.
—Tú mismo dijiste que estaba en el Bosque Sombrío, tío. Pudriéndose en una prisión druida. Y que cuando se cansaran de tenerlo…
—¡Sé lo que dije! —lo interrumpió con brusquedad Boniface. Se irguió en la silla y se echó hacia adelante; su aliento estaba caliente por el vino y por algo animal y aterrador—. ¡Basta ya, Derek! —susurró—. Debemos asegurarnos contra cualquier imprevisto. Si lograra escapar, ya fuera por cualquier circunstancia disparatada o por alguna aptitud oculta que le ha costado años y peligros terribles demostrar…, las calzadas deben estar preparadas para su aparición.
—Este camino ya se dejó preparado hace quince días —protestó Derek, aunque sabía que sus palabras no se tomarían en consideración.
Boniface se retiró el pelo de la frente con gesto nervioso.
—Pero quince días es como un año en la memoria de…, de los que empleamos —explicó con voz tensa, un poco más alta de lo que habría sido aconsejable.
Derek frunció el entrecejo y, apartándose de él, escudriñó la niebla en busca de alguna señal de los mercenarios. Había sido lo mismo desde media mañana, cuando Boniface lo había abordado en los establos…
—Ensilla dos caballos —había refunfuñado el caballero, cuyos ojos tenían una expresión fría y acosada, mientras sus dedos se cerraban con fuerza en el hombro del muchacho.
—Como…, como desees, señor —había contestado Derek, poniéndose de inmediato a la tarea. Ensilló los caballos en silencio, sabiendo por instinto que ninguna de sus preguntas sería contestada hasta que llevaran un buen tramo recorrido camino de dondequiera que los llevaran las calenturientas tácticas de Boniface.
Las puertas de la Torre se habían cerrado tras ellos y ya habían entrado en las colinas Virkhus, cuando el caballero reveló su punto de destino. Incluso entonces, lo único que mencionó fue el vado del Vingaard, sin extenderse en más explicaciones. El resto de su conversación se redujo a gritos, palabras de apremio y maldiciones mientras cabalgaban a buen paso por las llanuras, a través de las praderas anegadas y el frío viento, impropio de la estación, en tanto la niebla se levantaba hasta los flancos de los caballos y la Torre se perdía de vista tras las montañas.
Derek se estremeció. La primavera estaba todavía muy lejos, a despecho del calendario y del cercano cambio de estación. Sus pensamientos desabridos se habrían traducido en refunfuños y quejas a no ser porque en ese preciso instante atisbó un movimiento en la orilla del río, un ligero cambio en las sombras.
—¡Allí, señor! —susurró, señalando a donde las sombras se dividían de la densa niebla del río. Tres figuras achaparradas se acercaron, encapuchadas y agazapadas, deslizándose veloces cuesta arriba por el declive del bancal, como espectros retorcidos.
Boniface inhaló profundamente. Guiada por el hábito, su mano fue a la empuñadura de la espada, en tanto que el caballo se agitaba nervioso.
«Esto no me gusta», pensó Derek, alerta a la aparición de más individuos entre la niebla.
Boniface levantó la mano, y uno de ellos, el más alto, alzó la suya en respuesta. Los otros dos se quedaron algo retrasados, casi invisibles en la densa niebla del río.
—Lord Grimbane, ¿no? —preguntó el que se acercaba. Había algo seco en la voz, que insinuaba siglos de piedra y calor. Parecía fuera de lugar en este entorno, y Derek retrocedió de manera instintiva al tiempo que tiraba de las riendas para controlar a su espantado caballo y evitar que huyera a todo galope.
El único que mantenía la firmeza era Boniface. Evidentemente, «Grimbane» era el seudónimo que había adoptado.
—Baja la voz —susurró—. Estáis en terreno hostil.
El asesino —pues no era otra cosa, a despecho de los términos comedidos utilizados por Boniface para el arreglo— soltó una risita cruel.
—¿No es esto Solamnia? —preguntó—. ¿Y no eres tú mi… amigo?
—¿Sabes lo que tienes que hacer? —inquirió el caballero con sequedad, al tiempo que se cubría de nuevo con la capucha.
—Confía en mí —siseó el asesino. Su mano fue hacia la daga colgada en el cinto.
A Derek le pareció que aquella mano tenía escamas, como la piel de los reptiles. La capa que cubría al asesino se retorció y ondeó de manera anormal.
«No puede ser —se dijo Derek, mientras acariciaba la cruz de su caballo para tranquilizar al frenético animal—. Sin duda es un efecto óptico por culpa de la niebla».
—¿Confiar en ti? —repuso Boniface—. Repite lo que tienes que hacer y en el orden en que debes hacerlo. Entonces hablaremos de confianza. Y también del pago…, del oro que recompensa a quienes son dignos de crédito y saben guardar silencio.
—Represar las aguas corriente arriba —empezó el asesino, denotando por el tono monótono que repetía las instrucciones aprendidas de memoria—. Apostar los centinelas. Si llega el caso, será sólo un muchacho, a pie o a caballo, tanto da. El emblema de su escudo es una espada roja sobre un sol amarillo.
Boniface asintió con la cabeza.
—¿Y si llega el caso…?
—Abrir el dique cuando el chico esté en el centro del río —recitó el asesino mientras cargaba el peso en uno y otro pie de manera alternativa, con un ruido extraño, como si pisara sobre almohadillado—. Dejar que la fuerte corriente del Vingaard haga el resto.
—¿Y después?
—No decir una palabra de nuestro trato ni de lo ocurrido —fue la respuesta. Entonces, en el Antiguo Solámnico, el venerable idioma que en boca de este encapuchado conspirador sonaba corrupto y monstruoso, añadió:
»Y deshacerme de mis cómplices.
—Repartir el oro sería mucho más sencillo —se chanceó Boniface en el lenguaje consagrado para ceremonia y canto, y Derek no pudo evitar apartarse de su maestro de caballería y de las achaparradas monstruosidades con las que negociaba.
«¿Qué es esto? —pensó el muchacho, mientras se desprendía de su terca arrogancia como si fuera una costra de barro arrastrada por un aguacero—. ¿Adónde te está llevando tu sentido del honor, lord Boniface de Foghaven?».
Pero no dijo nada, y Derek Crownguard presenció en silencio cómo pasaba el oro —la mitad de lo acordado— de las manos del caballero a las del asesino, con la promesa de que el resto llegaría cuando se sacara del río el cadáver del chico. Y, también en silencio, el escudero siguió a su caballero remontando el declive de la ribera y luego al norte, hacia el alcázar, donde se albergarían el resto de la noche junto a hogueras inocentes, hablando de Código y Medida con la guarnición.
—¿Y si…? —empezó Derek.
Pero Boniface desestimó sus palabras con un ademán; su brazo semejó el ala de un murciélago bajo el oscuro dosel de su capa.
—¿Quién iba a creerles? —preguntó, con un tono firme y siniestro—. ¿Qué persona honrada daría crédito a tipos como ellos contra la palabra de un Caballero de la Espada?
Se giró sobre la silla y dirigió a su escudero una mirada fría e impasible.
—Da gracias de que sea un arrapiezo huérfano, sin tíos ni primos olfateando la sangre de cualquier Crownguard después de perpetrada la acción. Si ése fuera el caso, tampoco tú saldrías bien librado. No olvides que estás implicado en el asunto, sobrino. —Su mirada abrasadora se clavó en Derek—. Lo que es más, confiaré en tu silencio sobre esto, como tú confiarás en que, dadas las circunstancias y la razón para actuar así, estoy absolutamente capacitado para entendérmelas con… testigos incómodos. A decir verdad, no sería la primera vez que lo hago.
Su mirada se tornó distante, abstraída. Este cambio de expresión le gustó aún menos a Derek.
Lord Boniface sacudió la cabeza, furiosa y repentinamente, como si luchara consigo mismo para librarse de un recuerdo siniestro. Se irguió en la silla y parpadeó tontamente.
—Mañana regresaremos a la Torre, para ocuparnos de… atar los últimos cabos sueltos.
En las Llanuras de Solamnia, con el vetusto alcázar de Vingaard ya a la vista, Derek Crownguard recibió las últimas instrucciones. Y supo lo que le ocurriría si no las seguía al pie de la letra.
* * *
A primeras horas de la tarde, Sturm despertó al sonido de una música y al tacto de unas manos suaves. Dos hermosas mujeres se cernían sobre él, encaramadas en las gruesas ramas del roble como inverosímiles pajarillos. Tenían el cabello pelirrojo y la tez pálida, con los ojos almendrados como los de los elfos, aunque eran bastante más pequeñas. Ambas se cubrían con unas finas túnicas plateadas.
—¡Ninfas! —exclamó Sturm, boquiabierto, al recordar las leyendas sobre encantamientos y cautividad. Empezó a incorporarse, pero ellas se lo impidieron con rapidez y firmeza.
—¡Chist! —susurró una, presionándole los labios con sus delicados dedos. Olía a menta y romero—. ¡Avisa al señor, Evanthe!
Sturm intentó, inútilmente, escabullirse de la ninfa, pero sus dedos se apretaron más, como también ocurrió con las raíces que le rodeaban las piernas. No podía moverse. Entonces, a consecuencia de sus esfuerzos, reapareció un dolor mayor, que le recorrió el pecho y el hombro. Recordó la herida sufrida, la púa negra hincada en su hombro.
El dolor retornó, pero con él llegó también la música, precipitándose desde las ramas como una dulce lluvia plateada. Sturm miró en derredor buscando a Mara, pero fue en vano. Entonces, suave, melodiosamente, las hechizadoras criaturas que estaban a su lado empezaron a cantar.
Sus voces armonizaron con el acompañamiento de la flauta, que retozaba entre los versos como una nutria en el agua plateada. A despecho de su desconcierto e incertidumbre, Sturm se encontró sonriendo y se incorporó sobre el codo, buscando de nuevo a la doncella elfa.
Vertumnus tocaba al pie de un acebo, a menos de diez metros de distancia, con el rostro vuelto hacia arriba; un par de búhos estaban posados en su hombro.
Precipitadamente, Sturm buscó a tientas su espada, esparciendo ninfas, raíces y hojas secas por doquier. El Hombre Verde siguió tocando, con expresión seria e inescrutable. Con un movimiento rápido, dando un respingo de dolor, Sturm tocó la empuñadura de la espada, pero la hoja estaba atorada en el corazón del árbol, carbonizado por el fuego, y sus dedos resbalaron impotentes sobre el brillante metal.
Entretanto, una inusitada compañía se había unido a lord Silvestre. Del escondite de la fronda del entorno, salió primero un ciervo, y a continuación un tejón. Tres cuervos volaron en círculo sobre el roble y luego se posaron en las ramas altas; incongruentemente, se les unió una pequeña alondra. Alrededor de Sturm, por todas partes, las ardillas parecieron brotar de las ramas. Por último, de las sombras, salió un lince blanco, que se enroscó a los pies de Vertumnus y contempló a Sturm con sus traslúcidos y dorados ojos. El muchacho intentó hablar, pero le faltaban las palabras y el aliento. El espantoso dolor de su herida lo atravesó de nuevo, y ya no vio ni sintió más.
* * *
—Evanthe, Diona. Desatad al muchacho —ordenó Vertumnus.
—¿Y después, señor? —preguntó Evanthe—. ¿Lo enterramos en el corazón de este árbol?
—¿O regamos el suelo del bosque con su sangre? —inquirió Diona anhelante.
—No más cautividad —declaró Vertumnus—. Y no más muerte. Cuando acabe la noche, habrá pasado por ambas.
—¿Se lo vas a entregar a ella? —siseó Diona—. ¿A esa vieja hechicera, con sus raíces y pociones?
—¡Lo «herbolarizará»! —protestó Evanthe—. ¡Los vegetales no nos divierten!
Vertumnus esbozó una sonrisa burlona. Alzó la flauta en la palma extendida de su mano, la sopló suavemente, y el instrumento se desvaneció. A la vista de una magia tan poderosa y discreta, las ninfas cesaron de protestar.
Luin y Bellota entraron bamboleándose plácidamente en el claro, enganchadas a una carreta verde cubierta, y atadas a las lanzas con enredaderas y cuerda tejida. A las riendas del vehículo iba Jack Derry; sus ojos miraron intensamente al muchacho que estaba en el árbol. Saludó a Vertumnus con una breve y respetuosa inclinación de cabeza y una sonrisa.
—Bienvenido, hijo mío —dijo lord Silvestre.
Las ninfas se inclinaron ante Jack, y desde las ramas ennegrecidas del roble la alondra descendió y se posó en su hombro.
—¿Cómo está, padre? —se interesó Jack mientras guiaba la carreta a un lugar junto a Vertumnus.
—Desfalleciendo —contestó Diona, a la vez que posaba la mano en el cuello de Sturm y buscaba delicadamente el pulso con sus blancos dedos—. Ha soportado mucho y sufrido la herida. Su vida es apenas una llama que se va apagando.
—Desenrédalo, Jack —ordenó Vertumnus.
—Como ordenes, padre —contestó dócilmente el joven. Luego hizo un guiño pícaro a las ninfas, que se sonrojaron y se dieron media vuelta—. Aunque no alcanzo a ver qué provecho puedes sacar de él. La nobleza y la estupidez libran un combate en su interior, y me parece que huelga decirte cuál lleva ventaja.
—Tú te mueves por los dos mundos como pez en el agua, Jack Derry —lo reprendió indulgentemente—. No sabes nada de un corazón dividido.
—Al parecer, este… monstruo arbóreo estuvo a punto de evitarle ese trabajo —observó con sequedad Jack, rozando la herida del hombro de Sturm.
—El treant no sabe de intenciones buenas o malas, ni de humanos, elfos u ogros, ni de amigos o intrusos —replicó Vertumnus con tono impaciente—. Y sin embargo es uno de nosotros, no un monstruo. Lo sabes desde tu infancia, Jack. No ha cambiado desde que te fuiste.
Vertumnus no añadió más. Mientras miraba a Jack levantar a Sturm del suelo abrasado, hizo un gesto indolente, casi abstraído, y la flauta reapareció en su mano.
—Supongo —dijo Jack, mientras se cargaba al hombro al muchacho solámnico— que no sería mala cosa tener a Sturm entre nosotros. Pero tendría que enseñarle muchas más cosas.
Vertumnus resopló.
—Y también él tendría mucho que enseñarte a ti, Jack Derry, de formulismos, política y cosas abstractas. Has crecido tanto como una mala hierba, chico, pero cinco veranos de desarrollo producen un árbol verde y un joven inexperto, nada más.
—Con cinco años, en la corte de Solamnia, estaría jugando, caminaría bamboleándome y lloraría por pequeñeces, como lo hizo éste, sin duda.
—No, no lo hizo —dijo Vertumnus con voz queda—. Ni siquiera cuando tenía cinco años.
—¿Lo conocías ya a esa edad? —preguntó Jack—. Entonces también conociste a su… célebre padre, sin duda.
—Era otra vida, otro país —respondió Vertumnus con expresión ausente mientras giraba la flauta entre los dedos. Los cuervos se posaron a sus pies, esperando alerta mirando con curiosidad el reluciente objeto que el Hombre Verde tenía en la mano—. Pero sí, conocí a Angriff Brightblade. Serví a sus órdenes en Neraka, y seguí a su servicio todo el tiempo, hasta el asedio a su castillo.
—¿Qué le ocurrió a Angriff Brightblade? —preguntó Jack—. ¿Tiene el chico esperanza de encontrarlo?
—No lo sé y no lo sé —dijo Vertumnus, llevándose la flauta a los labios.
—Entonces ¿por qué traerlo entre nosotros, por qué tirar de él mediante la herida? —inquirió, exasperado, Jack—. No tienes noticias de su padre, y…
—Pero sí las tengo de lo que causó la perdición de su padre —replicó Vertumnus—. El por qué Agion Pathwarden y las tropas de refuerzo no llegaron nunca al castillo Brightblade es una vieja historia para los solámnicos, pero nadie sabe quién fue el que organizó la emboscada…
—¿Vas a ayudar a Sturm en sus planes de venganza? —exclamó Jack.
—Nada más lejos de mi intención, no —respondió gravemente lord Silvestre. Luego se llevó la flauta a los labios, tocó y recordó.
* * *
A medida que Vertumnus tocaba, el agua se agitó frente a él. Perdido en sus pensamientos y recuerdos, evocó un lejano invierno, un tiempo de llegadas, cuando lady Acebeda lo había hecho volver de un lóbrego sueño.
Nunca había estado muy seguro de lo ocurrido. Recordaba la cita a medianoche que lord Boniface y él habían tenido con los bandidos; recordaba su espanto cuando dinero y conspiración habían pasado del caballero a los malhechores. Recordaba las consecuencias, el ser acusado de traicionar a la Orden, el escabullirse por la noche de los guardias que lo custodiaban, y el invierno y la caminata. La seguridad de las murallas quedó atrás y la nieve era una cortina al frente; estúpida y ciegamente, buscó un camino hacia el este, una calzada despejada a Lemish y a casa.
El frío era intenso, la nevada incesante, y el viento tan fuerte que pronto perdió todo sentido de orientación, la visibilidad y el razonamiento.
Recordaba las luces de antorchas en el lejano campamento, y cómo aquella luz creció en la oscuridad y la nieve hasta parecer que había una luna o un sol ante él, en lugar de la muerte que temía que fuera. Recordaba haber entrado en la luz, y los harapientos hombres a su alrededor, las maldiciones y los golpes en la cabeza, acompañados por las vehementes vocales de su lenguaje nativo. Intentó responder en medio de la demoledora lluvia de palos, garrotes y puños crispados, y entonces había llegado el repentino golpe en su hombro izquierdo, la aguzada y negra daga de dolor, un poco más arriba del corazón. El mundo se tornó súbitamente blanco, después oscuro. Y luego desapareció.
Por último, recordaba este sitio. Se despertó con una vieja bruja junto a él, que cantaba unos largos versos curativos. Recordaba cada una de las muchas palabras, pues cada una de ellas, tal como la mujer las cantaba, propagaba calor por sus extremidades y aliento por su paralizado cuerpo.
Y, con cada palabra, la edad desapareció del rostro de la cantante, y recuperó una incomparable belleza perdida: ojos almendrados, piel tostada y cabello oscuro, brillante como un cielo invernal.
Lenta y dolorosamente, él había empezado a moverse, primero un dedo, después una mano. Aferró un manojo de hierba que tenía debajo y arrancó una brizna, y a continuación otra. Pero estaba todavía demasiado débil, no podía levantar la mano. Así que cerró los ojos y descansó, sintiéndose seguro en la canción y el cuidado de la mujer. Sólo veía verde, verde, y se durmió y soñó con hojas, y primavera, y raíces hundidas profundamente en la tierra. Parecía que hubieran pasado cien años. Parecía un tiempo inmemorial. Y, sin embargo, aquí estaba, en el Bosque Sombrío, compañero de ninfas y búhos, y de esa hermosa, maravillosa mujer. Le había dado vida, lo había hecho florecer. Le había dado la flauta y el conocimiento de los modos. Y ahora había otros… Otros que amenazaban su vida y su reino. Había llegado a conocerlos a todos, y había llegado a perdonarlos. Pero perdonar no implicaba rendirse: el Bosque Sombrío latía en su sangre y era irrevocablemente suyo.
* * *
Su canción había terminado, elevándose entre las ramas de los vallenwoods bañadas por la luz de luna. Despacio, casi amorosamente, Vertumnus se inclinó sobre el muchacho tendido en el lecho de la carreta, y susurró algo a Sturm que nadie, ni siquiera las ninfas, oyó.
Años más tarde —en la que sería su última batalla, acaecida en la Torre del Sumo Sacerdote, bajo el frío de los días últimos de invierno—, aquellas palabras retornarían a Sturm mientras dormía. Aunque al despertar fue incapaz de sacarlas a la superficie del oscuro mundo de los sueños, ni tampoco pudo detenerse mucho a intentar recordarlas, pues en la víspera el comandante Derek había conducido a su tropa de caballeros a una masacre, y las horas que le quedaban estarían dedicadas a los preparativos para una defensa desesperada.
Pero las palabras fueron sencillas…
—Puedes elegir —dijo Vertumnus—. Hasta el final de esto y de cualquier cosa, puedes elegir
—Vivirá, ¿verdad, padre? —preguntó Jack anhelante.
Evanthe enlazó su brazo al del joven y lo besó, traviesa, posando sus pequeños labios en la parte posterior de su oreja.
—De un modo u otro, vivirá —declaró Vertumnus—. Si todo va bien, al cuidado de la señora. Ahora, canta, Evanthe. Diona, canta con tu hermana. Mientras llevamos al muchacho a Acebeda, cantad la canción del bosque. —Se volvió hacia su hijo con una expresión vehemente y picara—. Canta tú también, Jack. Tienes la bonita voz de tenor de tu padre, además de su habilidad con la espada. O deberías tenerlas, pues las suyas ya están declinando.
Jack sonrió y se encaramó al pescante de la carreta, dejando sus preocupaciones al pie del abrasado roble. En verdad fue una hermosa voz de tenor con la que comenzó la canción. La carreta se puso en marcha, con Jack a las riendas, y las ninfas, cada una montada a horcajadas en el cuello de los caballos, sumaron sus voces, dulce y sosegadamente, dejando que Jack llevara el peso de la canción.
Jack Derry cantó, y su padre lo acompañó con la flauta, que retozaba veloz sobre las notas y sobre los silencios entre las notas. Si Mara hubiese estado allí, habría reconocido de inmediato el modo de tocar de Vertumnus, pues la magia estaba en la compleja técnica que llenaba las pausas de la música, los espacios entre palabras. La carreta salió del claro, la fronda se cerró a su alrededor, y pronto todo fue silencio en el calvero y el estanque, a medida que el canto y el alegre e imaginativo sonido de la flauta se apagaban en la distancia.
En uno de los silencios entre versos, la espada de Sturm se soltó del árbol y cayó al suelo. La cicatriz que había hecho en la madera se cerró al instante, y las hojas brotaron en una maravillosa profusión en sus ramas. Cuando la música se reanudó, esta vez tenue, apenas audible, dos nudos del tronco se oscurecieron; luego se humedecieron y brillaron cuando el treant despertó y abrió de nuevo sus intemporales ojos.