17

Una batalla en el claro

Sturm agarró las riendas con firmeza e hizo que Luin girara despacio, en tanto que chasqueaba la lengua para tranquilizar a la asustada yegua. La condujo al paso por la orilla del estanque a fin de mirar más detenidamente al guerrero de madera, pero su mirada iba de manera continua hacia detrás del gigante, buscando un sendero, una trocha que evitara con un rodeo la amenazadora figura.

Pero Cyren fue a elegir el peor momento para hacer gala de un coraje que hasta entonces no había demostrado. De pronto, en uno de esos instantes horribles en que los acontecimientos escapan a todo control y se desarrollan con tal rapidez que la memoria no puede reconstruirlos, la araña saltó de su tela al tiempo que lanzaba un grito penetrante, corrió a través del claro, con sus diez ojos fijos en el impasible gigante, y se zambulló en el agua, trastornada, con el abdomen arqueado y las patas delanteras cernidas y amenazadoras.

Cyren remontó la orilla y se acercó de costado, como un cangrejo, hacia el inmenso guerrero. Mara gritó y azuzó a la pequeña yegua, pero Bellota se mantuvo firme, sin moverse de la seguridad de la ribera. Entretanto, el gigantesco caballero, sin hacer la menor concesión a la cortesía, enarboló el enorme garrote en una actitud puramente agresiva. Con un rápido movimiento de barrido, tan indiferente como el viento o el súbito cambio de estaciones, descargó el arma sobre el lomo de la araña con un ruido de ramas mojadas quebrándose.

Las patas de Cyren se doblaron. Aturdido, se apartó tambaleante moviendo las extremidades como si tejiera, mientras las pulsantes glándulas esparcían al tuntún los finos hilos. Giró sobre sí mismo a la vez que lanzaba un grito, rodó por el suelo, y después abandonó el claro cojeando.

Mara desmontó en un visto y no visto, corrió por el suelo del bosque sembrado de ramas, y se metió entre árboles y sombras en una desesperada búsqueda de su transformado amante. En cuestión de segundos, tanto la araña como la muchacha habían desaparecido; el silencio volvió al claro, y una vez, tal vez dos, se oyó la nítida voz de la joven llamándolo en la frondosa distancia.

Sturm se sentó en la silla y desenvainó el arma.

—Quién eres ya no me concierne —gritó, enarbolando la espada—. Tampoco tu linaje, tu país, o tus propósitos.

Al otro lado del estanque, el caballero permaneció inmóvil sobre su corcel.

—Pues ahora —prosiguió Sturm—, más allá de toda palabra o consideración, has hecho daño a uno de mis compañeros. Y, aunque antes estaba indeciso, por Paladine, Huma y Vinas Solamnus que ya no tengo la menor duda.

»No sé mucho sobre bosques y viajes, pero conozco el Código y la Medida. Y la Orden de la Rosa toma su Medida en actos de honor y justicia. Y un Caballero de la Rosa debe procurar, mediante palabra, acción y espada, que ninguna vida se malgaste o se sacrifique en vano.

El gigante no dijo nada, pero desmontó despacio, pesadamente. El corcel, libre de su monumental jinete, relinchó y se metió en el bosque, en tanto que el guerrero se quedaba de nuevo inmóvil, con el enorme garrote enarbolado. En la punta del arma, tres largas y negras púas brillaban amenazadoramente con la mortecina luz.

Sturm desmontó también, con movimientos rápidos y sistemáticos. De la grupa de Luin cogió el pesado bulto del escudo y el peto y lo soltó en el suelo. Bajo la encubierta mirada del gigante, se puso la armadura y, algo encorvado por el desacostumbrado peso, vadeó el agua, con la espada ya desenvainada. El acero forjado nuevamente brillaba a la luz del bosque, y, tras salir del estanque, Sturm extendió el arma en el establecido saludo solámnico ante la imponente figura que se erguía frente a él.

Sturm apenas tuvo tiempo de levantar su escudo.

El impacto del garrote hizo que el muchacho cayera de rodillas y, por un instante, sus sentidos también se tambalearon. Se imaginó a sí mismo en la posada El Último Hogar, y los ojos de sus amigos, Caramon y Raistlin, y los de su madre centellearon en el fondo verde de la espesura. Aturdido, sacudió la cabeza. Parpadeó y de nuevo levantó el escudo al tiempo que el segundo golpe caía a plomo sobre él.

Resbalando en el barro, y entre los crujidos de su armadura, Sturm retrocedió tambaleante hacia el agua, con su enemigo afianzado ante él, hablando en una extraña jerigonza que más que palabras semejaba el soplo del viento entre las ramas, o el susurro de las hojas muertas.

—Fracasaste —parecía decir el gigante—, después de los kilómetros, los años y las aventuras en la oscuridad hueca y ponzoñosa; y has fracasado, sí, más allá de tus peores temores y a causa de esos temores.

La visera de su yelmo cayó hacia atrás en un súbito movimiento, y bajo aquella visera no había un rostro, sino una superficie de madera y corteza de roble, carente de rasgos. Entonces, de la gola, las coderas y las grebas, serpentearon una docena, después dos docenas de ramas, entrelazándose, enredándose y azotando a Sturm con los movimientos sinuosos de su súbito crecimiento. La copa del árbol brotó de lo alto del yelmo, que se resquebrajó con el chirrido de metal rajado. Sturm retrocedió de un brinco, boquiabierto, procurando recobrar el equilibrio, con el agua hasta los tobillos. El árbol empezó a moverse.

—Nunca me derrotarás —dijo la voz, ahora clara y comprensible, mientras el guerrero crecía y se extendía, con los pies enraizados en la tierra, pero sus cuarenta ramas alargándose y moviéndose—. Nunca me vencerás porque soy lo que la espada llega a ser en la última batalla.

Cruelmente, casi con gozo, el ser descargó el garrote en el escudo de Sturm, obligándolo a recular. Sus ramas crujieron con cada arremetida, y el muchacho siguió retrocediendo hasta que el agua le llegó a las rodillas. El ser seguía hablando, lanzándole pullas, pero las palabras, y por último los sonidos, se perdieron en el chapoteo del agua y el tumulto ensordecedor de su propio miedo.

Sturm atacó con su espada, pero sus movimientos eran torpes e ineficaces. La primera arremetida alcanzó la armadura del monstruo y se desvió; con un despreocupado sesgo de su garrote, el ser paró el segundo golpe, y el siguiente.

—¿Siempre resuelves las cosas con la espada o la lanza? —lo zahirió la criatura arbórea mientras giraba el garrote sobre su cabeza.

Atontado por el miedo, Sturm contempló el rápido desplazamiento circular de la enorme arma bajo la luz del bosque, que hendía el aire con el zumbido de mil cigarras, de cien mil abejas.

Desesperado, el joven arremetió de nuevo con movimientos más imprudentes. Su acero pasó bajo el ondeante garrote, bajo el peto, y se hincó en el centro de la madera. Como si hubiese recibido un aguijonazo, la criatura emitió un grito que semejaba el ruido de ramas resquebrajándose, y el garrote descendió como un rayo; encontró el hueco desprotegido entre el peto y la hombrera, y alcanzó carne, músculo y hueso. La espada de Sturm salió despedida y, dando vueltas por el aire, cayó en la maleza. Un dolor abrasador como un hierro candente recorrió el brazo izquierdo del joven cuando una de las púas negras se le hincó en el hombro, en el mismo punto donde Vertumnus lo había herido en Yule.

Ahogando un grito, dejó caer el escudo, giró sobre sí mismo y se esforzó por alcanzar su espada. El garrote de la criatura arbórea se estrelló en el suelo a sus espaldas, haciendo temblar la tierra. Sacados de su sueño de manera tan violenta, los animales del bosque despertaron asustados, y el silencio saltó hecho añicos con la escandalosa cháchara de las ardillas y los agudos e insistentes chillidos de halcones y arrendajos. Sturm cogió con la mano derecha la empuñadura del arma y se volvió para hacer frente a su adversario. En la penumbra del claro, la criatura parecía distante, difusa, como si hubiese llamado al bosque para que la rodeara. Con el brazo izquierdo inutilizado y palpitante de dolor, y el hombro atravesado por la púa negra partida, Sturm levantó la espada y aguardó la embestida de su enemigo. Pero la criatura arbórea estaba inmóvil, al igual que su arma enarbolada. En las sombras, con sus ramas erizadas de púas, ahora estáticas, tenía la apariencia de una enorme araña de numerosas patas, en el claro donde no soplaba el viento. Perplejo, Sturm dio un paso hacia el extraño ser, en tanto que el bosque a su alrededor recobraba la calma y se sumía de nuevo en el silencio. Despacio, el joven levantó la espada, con los ojos prendidos en la corona de hojas del árbol. Adelantó otro paso, y luego otro…

Del suelo brotaron raíces que se enredaron en torno a sus tobillos, inmovilizándolo en el sitio. Después, lentamente, las ramas se acercaron y descendieron, las hojas secas se sacudieron y sonaron como un redoble a muerto.

Sturm golpeó las raíces con la espada, pero con la diestra no era muy hábil y apenas tenía fuerza. Cuando una raíz se partía, surgía otra para ocupar su lugar, y los golpes del muchacho se hicieron más precipitados, más frenéticos y peligrosos. Dominado por el pánico, alzó el arma de nuevo, y el acero se enredó en la maraña de ramas que lo había cubierto. Retiró la mano de un tirón, dejando la espada en las retorcidas ramas, y fuera de sí, aterrorizado, arrancó y rompió las raíces con las manos desnudas.

En el momento en que las ramas y las raíces estaban a punto de cubrirlo por completo, y una vara verde se enroscaba alrededor de su cuello y apretaba, Sturm tanteó para coger la espada que estaba sobre él. Casi asfixiado, sintiendo que la vida lo abandonaba, su mano se cerró sobre la empuñadura del arma, y, con la fuerza que impulsa al hombre que se está ahogando, Sturm tiró de la espada y la libró de la maraña de ramas; jadeando, chillando, la hundió hasta la cruz en el oscuro corazón del treant.

La criatura soltó un aullido seco y rasposo, y las ramas que aprisionaban a Sturm temblaron un instante. Pero el corazón del monstruo estaba podrido y hueco, y las ramas empezaron a apretar otra vez, rodeando el cuello y el pecho de Sturm con renovada y redoblada energía. El muchacho sintió el palpitante dolor en la herida del hombro, y el último retazo de voluntad lo abandonó. Sus pensamientos pasaron del miedo a un cansancio opresivo, y después a la negrura de un sueño sin sueños.

Antes de perder el sentido, sonrió por lo absurdo de todo el lance. «Es como un antiguo mito de los bosques —pensó—. He viajado tan lejos para que acabe conmigo una espina clavada en la carne».

Entonces el mundo explotó de repente y crepitó a su alrededor, incandescente y cargado de luz plateada y verde, y ya no vio ni sintió más. Lo encontrarían tumbado al pie del árbol hendido por el rayo, como un antiguo e inexplicable sacrificio.

* * *

Mara corrió ciegamente a través del espeso bosque, sin reparar en obstáculos o peligro. Tres veces atisbo una fugaz silueta entre los árboles, y oyó la clara y familiar cháchara, sus tonos apurados y urgentes. En cada ocasión giró hacia la fuente del sonido y corrió hacia él, sólo para descubrir que la araña, frenética por el dolor, se había escabullido a otra parte, dejándola con sus más hondos temores.

Siguió corriendo, y sus pensamientos se tornaron más sombríos a medida que la espesura se cerraba sobre ella. Allá, al frente, se oyó de nuevo el grito, esta vez penetrante y distinto. Por fin lo vio, revolcándose en las hojas de un claro bañado por los rayos de sol. Tenía un profundo desgarro en la espalda y dos patas torcidas en un ángulo grotesco. Gritaba de dolor e intentaba enterrarse al pie de un roble hendido por el rayo. Mara corrió hacia la araña y la tocó. Fuera de sí, Cyren se volvió con rapidez arqueando la espalda rota, en un absurdo gesto de autodefensa.

Al ver que era Mara, algo en el interior de la araña se sometió a la cosa oscura que lo había perseguido a lo largo de un kilómetro. Despacio, como si intentara recordar algo profundamente arraigado en los años de una memoria tan antigua como su especie, Cyren plegó las patas y se agachó; las hojas crujieron a su alrededor.

—Cyren —susurró Mara, alargando de nuevo la mano hacia la criatura. No era sanadora, ni una persona instruida, pero sabía mucho del bosque y estaba familiarizada con el invierno, y conocía las estaciones de la muerte. Luchando con valentía para contener el llanto, echó su capa sobre el cuerpo de la araña, sin tener siquiera la certeza de que ello fuera un consuelo para los de su especie.

La criatura la miró con franca inocencia, vuelto hacia ella su feo rostro. Por un instante, la muchacha creyó atisbar otra faz más dulce tras las pinzas, los pedipalpos, los ojos múltiples: el desaparecido rostro de Cyren el elfo, arrebatado por la magia hacía tres años, y muy pronto perdido para siempre, a medida que la muerte se acercaba.

—Todo irá bien —lo tranquilizó Mara, desesperada, ciñendo sus brazos en torno al destrozado torso de la criatura—. Sturm destruirá a ese…, esa cosa del estanque, y arreglaremos los asuntos que nos han traído al Bosque Sombrío. Todo irá bien, Cyren Calamón, y la noche de las lunas llegará para nosotros.

No supo qué más decir. Se sentó bajo el roble, aturdida, y pasó un buen rato antes de que se diera cuenta de que el cuerpo que abrazaba no era el de una araña, sino el de un elfo mortalmente herido.

—Mara —susurró Cyren, en cuya voz todavía quedaba el tono seco y chirriante de la araña.

La muchacha se volvió hacia él, con los ojos abiertos por la sorpresa y una momentánea chispa de felicidad encendida en lo más profundo de su angustia.

—Oh, Cyren. Has…, has vuelto. Aun cuando…

Se contuvo de inmediato, lamentando sus palabras, dictadas por el dolor. Cyren sonrió y acarició tiernamente su mejilla con la mano herida.

—¿Aun cuando sólo sea por un breve instante? Sí, Mara. Hay cierta… justicia en esta forma. No querría ser otra cosa que Cyren el elfo, aunque se encuentre en el umbral de la muerte.

Mara acunó su cabeza, sollozando.

—La última crueldad es que vuelvas a ser tú mismo sólo para morir —dijo.

Cyren sonrió con amargura; su respiración era más trabajosa por momentos.

—No es la última crueldad, querida Mara, sino la penúltima. Por que, ¿sabes?, éste no soy yo realmente, sino un sortilegio realizado con la criatura que ha viajado contigo durante tres años en su forma natural, de siempre.

»Mi verdadera naturaleza es la de una araña, Mara; nacida araña y destinada a morir siendo araña, supongo. Pero ha habido dos ocasiones en que he sido otro: la primera en Silvanost, hace tres años, y la segunda…

»La segunda es ahora.

Muda por la sorpresa, Mara se recostó en el tronco del árbol. La cabeza le daba vueltas, y tuvo que esforzarse por no perder el sentido. Entretanto, el elfo —la araña— que tenía en sus brazos continuó con el desgarrador relato de cómo el hechicero Calotte lo había atrapado en su tela, en lo alto de un espeso roble de hojas negras, y lo había retenido prisionero hasta el momento en que pudiera ejecutar su terrible encantamiento.

—Porque, verás —explicó Cyren, con la respiración entrecortada y el cabello empapado de sudor—, el hechicero me dio esta apariencia para atraerte hasta él. Pensó que te…, te doblegarías a sus deseos para liberarme, y entonces… Bueno, entonces yo seguiría siendo una araña, y tú estarías…

—Atada al hechicero Calotte como su esposa, o desterrada para siempre y viviendo «en soledad, sin amigos, en desolación y vagando por tierras agrestes» —concluyó Mara con un hilo de voz, recordando la rígida fórmula de la ley silvanesti que impone un comportamiento correcto a las doncellas—. ¿Pero por qué embrujar a una araña? ¿Por qué no… adoptar él mismo un apuesto físico, de manera que una muchacha se sintiera atraída por él a despecho de su vileza?

—Te quería a ti, Mara. Y quería que te entregaras al viejo y feo Calotte, con plena conciencia de la persona que estaba junto a ti.

—¡Era un plan engendrado por el Abismo! —masculló la joven, cuya pena se tornó poco a poco en cólera.

—Sin embargo… abrió para mí un mundo de luz y relaciones que no terminaba al borde de la tela, y, durante un tiempo, los días, las estaciones y las palabras florecieron en algo real.

Cyren sonrió al recordarlo, pero sus ojos parecían enfocados en un punto distante. Su voz se debilitó, y las palabras flotaron inacabadas en el aire. Alzó los ojos hacia la joven y la miró con una ternura inmensa; durante un fugaz instante, la doncella elfa recordó los barcos verdes, los mensajes flotando corriente abajo del Thon-Thalas.

—¿Te…, te duele mucho, Cyren? —preguntó, mirándose en sus dorados ojos. Los siguió mirando mientras se volvían vidriosos y distantes, y la forma almendrada se tornaba redonda, sin párpados y segmentada, al adoptar su verdadera forma en el momento de la muerte, dejándola en el claro con una araña en su regazo, y sus pensamientos a medio camino entre la tristeza y la perplejidad.