16

En el bosque sombrío

Cyren había sacado a Mara primero. Había tenido que emplear hasta el último vestigio de su valor para escalar hasta el tejado, asomarse sobre un enorme fuego, y, sobre todo, echar un filamento de seda por el orificio, con los guardias de la aldea dormidos a pocos metros. Su cara, grotesca y segmentada, enmarcada por estrellas y luz de luna, lanzó una frenética llamada con su lenguaje chirriante de zumbidos.

Mara trepó por el filamento como si fuera también una araña. Una, dos veces, se impulsó con los pies en el techo cóncavo, rebotando como un resorte, con movimientos atléticos, de manera que se columpió sobre el pabellón como una acróbata. Por último, desapareció por el orificio del tejado, pateando con sus morenas piernas. Se asomó por el agujero y arrojó el filamento al otro lado de la pared, hacia Sturm.

El joven se balanceó sobre sus talones y respiró hondo. La huida parecía descabellada, casi absurda, pero era una oportunidad de escapar, al fin y al cabo.

Trepando por el filamento a fuerza de brazos, procurando no forzar el hombro que había empezado a dolerle, Sturm consiguió llegar a lo alto de la pared de su celda. Debajo, los guardias dormían con la espalda recostada en el otro lado del muro. Otra media docena de soldados roncaba junto al fuego cubierto, y, en la puerta de la entrada, dos más dormitaban de pie, con la cabeza doblada fiebre las picas.

Sturm sonrió, ya más seguro de sí mismo, y se ató el filamento a la cintura. Desde aquí, sólo era cuestión de saltar hasta el orificio del techo, y luego estaría libre. Cogió impulso desde lo alto de la pared y se lanzó al vacío, con los brazos extendidos… Se quedó corto, a casi un metro de distancia. Giró en el aire, intentando con desesperación agarrarse a los bordes del agujero, pero con ello sólo consiguió perder el poco equilibrio que le quedaba. Dio una voltereta, y los pies se le enredaron en el filamento. Ahogando un grito de pánico, Sturm se precipitó de cabeza hacia los rescoldos de la hoguera central. El hilo sedoso lo dejó suspendido a unos palmos del fuego, y se meció lenta y silenciosamente sobre los guardias dormidos, como un péndulo.

La caída lo había dejado sin aliento. Jadeante, se esforzó por alcanzarse los tobillos y en la tercera intentona logró cogerlos. Retorciéndose para adoptar una posición mejor, aferró de nuevo el filamento y trepó por él hasta la abertura, donde Mara lo ayudó a encaramarse al techo. Parecía que hubiese tardado una hora en llegar allí, y otra más en desenredarse. Cuando Sturm alzó la vista, Mara estaba agachada a su lado, y Cyren cernido sobre ella como un extraño dosel, obra de un perverso hechicero.

—Toma —susurró la elfa, tendiendo a Sturm su espada—. La ha vuelto a forjar el herrero del que nos habló Jack Derry, así que me atrevo a opinar que es un buen trabajo.

—¡El herrero! —siseó Sturm—. ¿Entonces lo encontraste? —Se libró de una patada del último fragmento del hilo de araña, enredado al tobillo, y gateó hacia el borde del tejado.

—Está junto al establo. ¡Si volvemos allí, corremos el riesgo de que nos descubra una patrulla! Incluso el ladrido de un perro nos delataría y…

—Condúceme hasta allí —exigió Sturm—. Iré a la herrería, pase lo que pase. —Se volvió hacia Mara y le cogió la mano en un gesto de apremio—. Jack Derry me debe una explicación.

Acto seguido metió la espada reparada en el cinturón y se deslizó por el tejado de la casa redonda. Se frenó en el mismo borde, donde una enredadera nueva formaba una celosía verde por toda la pared hasta el césped de la plaza. Mara suspiró y fue en pos de él, con la araña pegada a sus talones y parloteando con nerviosismo. Cuando ambos pisaron suelo firme, la doncella elfa señaló hacia el establo y la herrería que estaba más allá; avanzaron a hurtadillas por los oscuros callejones de Rolde de Cerros Pardos, evitando la luz de la luna, hasta que llegaron a las afueras de la aldea.

* * *

Una solitaria luz parpadeaba en la ventana de Weyland.

Sturm escuchó la música cuando el herrero apareció en su campo de visión. Remota e insinuante, le recordó a Vertumnus, el viaje que tenía ante sí y el desafío que le aguardaba. Se cubrió de la lluvia con la capa e hizo un gesto a Mara para que permaneciera al abrigo de las sombras. Cruzó agachado el último trecho de espacio abierto que lo separaba de la forja. Se deslizó en silencio hasta la ventana y, poniéndose de puntillas, se asomó al interior.

Había dos hombres junto al horno, removiendo con rastrillos la turba para iniciar otra jornada de trabajo.

Hablaban sobre arañas.

—¡Te digo que tenía una cabeza tan grande como la mía! —exclamó el más corpulento mientras levantaba las manos, negras de hollín, para señalar el tamaño de la criatura en cuestión.

El otro hombre guardó silencio; estaba de espaldas a la ventana. Sturm no podía verlo a causa de resplandor del fuego y del juego de luces y sombras, pero era fuerte y ágil, y parecía saber cómo utilizar un rastrillo.

—Mira que asustarte de una araña —dijo por fin, aunque su voz sonaba apagada por el movimiento y el roce del rastrillo sobre la turba—. ¿Qué opinaría de eso tu afamado maestro?

—Lo mismo que tu afamado padre —replicó el hombretón con una curiosa sonrisa, mientras se erguía y se enjugaba la frente.

Sturm se acercó más a la ventana, de manera que sintió el aire caliente de la forja.

—¿Qué comerá un monstruo como ése? —preguntó el herrero, que volvió a coger el rastrillo y reanudó el trabajo. Al no responder el otro, insistió—: Bueno, ¿tú qué crees?

—Herreros —dijo lacónico.

Sturm se esforzó por oír algo más, pero el segundo hombre no añadió nada.

—¿Cómo dices, Jack? —preguntó el hombretón, y el otro se volvió, de manera que su rostro quedó iluminado por el fanal y el resplandor de la forja.

—Las arañas de ese tamaño sienten debilidad por los herreros. Es su bocado predilecto —se burló Jack Derry, aunque su expresión era seria e insondable.

—A menos que haya un jardinero —se chanceó el herrero mientras levantaba el rastrillo en un simulado gesto de amenaza.

Sturm saltó por la ventana, con la espada en la mano. Chocó estrepitosamente contra un banco de trabajo y después rebotó en el yunque de Weyland; por último, se frenó y se quedó agazapado y aturdido, sosteniendo la espada en una postura inestable.

Su atolondrada irrupción desconcertó a todos, a él el primero, y durante un instante los tres hombres se miraron unos a otros, sus ideas confusas y atropelladas. Entonces Sturm se abalanzó sobre Jack, y la forja retumbó con gritos y golpes.

Sturm persiguió a Jack Derry alrededor del horno; en su huida, el jardinero cogió unas tenazas y corrió al dormitorio, donde, encaramado al catre de Weyland, le hizo frente blandiendo las tenazas con actitud amenazadora, como un cocinero que se hubiese vuelto loco de repente. El acero chocó contra el hierro, y este último cedió, quebrándose en dos.

—Esa hoja resistirá hasta la mejor herramienta —proclamó Weyland, con una peculiar nota de orgullo en la voz. Luego agarró a Sturm por el cuello de la túnica y, con una mano, lo levantó en el aire sin esfuerzo. El joven se debatió como un cachorrillo en las tiernas fauces de su madre, y el herrero le agarró el brazo y le hizo soltar la espada.

Jack Derry bajó del catre, cogió la bacinilla y se dispuso a arrojársela a Sturm. Weyland apartó al muchacho tras él de un empujón y se irguió, inmenso como un ogro, entre los dos jóvenes combatientes.

—Esto se acabó —anunció con actitud severa.

Una sonrisa amistosa ensanchó el rostro de Jack Derry, y el muchacho soltó la bacinilla despacio, con gesto descuidado, como si desde el principio su única intención hubiese sido cambiarla de sitio.

La furia de Sturm había remitido por completo. De hecho, se alegró de que Weyland le hiciera tirar la espada, y lo desconcertaba su súbito arrebato de cólera incontrolada.

Mara apareció en la ventana, pasó la pierna por encima del alféizar y entró en la casa.

—La herrería tiene una puerta, por la que prefiero que entren mis huéspedes —sugirió Weyland cortésmente, con una de sus manazas todavía posada, sin demasiada delicadeza, sobre el hombro de Sturm.

—Eh…, oí gritar —se disculpó la elfa mientras guardaba de nuevo la daga en el cinto.

—Surgió cierta… discrepancia entre maese Jack y el muchacho solámnico —explicó Weyland—. Una discrepancia que espero resuelvan sin poner patas arriba mi casa.

Sturm se libró de los dedos del herrero y tomó asiento con actitud digna en una banqueta que había junto a la puerta. Jack se acuclilló en el suelo. Por detrás del muro de músculos que era el herrero, Sturm dirigió una mirada feroz a su antiguo amigo, quien le respondió con una sonrisa tan amable que lo sacó de sus casillas.

Poco a poco, la sonrisa dio paso a una alegre y traviesa risa. Jack se incorporó y, por alguna extraña razón, a Sturm le pareció mucho más alto de lo que recordaba.

—Me sorprendes, Sturm Brightblade —rio Jack mientras se cruzaba de brazos—. Y las sorpresas son buenas para mantener el equilibrio.

—¡Maese Sturm Brightblade para ti, jardinero! —replicó Sturm enfurecido.

La sonrisa de Jack se volvió tirante.

—Dejaste atrás el «maese» y el «jardinero», en el río —dijo con voz queda—. Has entrado en mi país, donde los árboles tienen ojos y se baila a otro son.

Sturm frunció el entrecejo. Era otro hombre el que ahora tenía ante sí. Había desaparecido el servilismo y la sumisión del jardinero, el ingenuo buen humor y la afable modestia.

El hombre que tenía frente a él era firme, generoso, seguro de sí mismo. Era un príncipe, un heredero de bosques y tierras agrestes. Sturm percibió un tenue olor a lluvia y hojas; y algo más, indefinible y sutilmente familiar.

Jack se sentó en el banco de la forja, apoyó la barbilla en las manos y observó a Sturm con la actitud escrutadora, enigmática y perspicaz de un ave de presa.

—Como estaba diciendo cuando me interrumpiste, me has sorprendido.

—¿Dónde estabas? —preguntó Sturm fríamente—. He pasado tres días encerrado entre druidas, y el primer día de primavera se ha echado encima, sin darme tiempo a pensar o a prepararme…

Enmudeció sin finalizar la frase, ante la mirada fija y serena de Jack Derry.

—Puede que recuerdes que te despejé el camino de unos cuantos bandidos, allá en el río Vingaard —dijo el jardinero.

—¿Pero dónde…? —preguntó otra vez Sturm. Jack levantó una mano—. Eran doce. Tal vez más —insistió Sturm.

—Catorce, según mis cálculos —lo corrigió Jack—. ¿Y dónde estabas tú?

—Pero si fuiste tú quien me hizo…, quien me dijo… —Sus protestas le sonaron débiles, y sintió sobre él las miradas severas, condenatorias.

—¿Qué ocurre, Sturm Brightblade? —inquirió quedamente Jack—. ¿Por qué este empeño en encontrar traición y deslealtad donde no las hay? Nadie te ha dejado a ti en un castillo nevado, con tus tropas acurrucadas por el frío y muertas de hambre.

Sturm no tenía respuesta. Se levantó vacilante del taburete y se tambaleó un poco al ponerse de pie. Mara corrió a su lado para ayudarlo a recobrar el equilibrio.

—¿Dónde estabas? —preguntó otra vez el joven, débilmente, sin importarle ya la respuesta.

La sonrisa volvió al rostro de Jack.

—¡Vaya! Pues despejándote el camino, como siempre —contestó—. Te has fugado de tu prisión, Sturm Brightblade, y para hacerlo se necesitaban ingenio, destreza y recursos. La nueva estación está a las puertas, y el bosque se encuentra a tiro de arco. Si estás dispuesto a aceptarme otra vez como guía, te conduciré hasta lord Silvestre.

Jack no dijo nada más en presencia del herrero. Hizo caso omiso de las vehementes preguntas de Sturm, y se detuvo en el umbral de la herrería, con la luz de luna a su espalda y una extraña e indescifrable expresión en su rostro bañado por las sombras.

—Ven conmigo —dijo—. Y trae a la elfa, si crees que debes hacerlo. Ven a pie o a caballo, tanto da. Pero debes venir conmigo. La primera hora de primavera se acerca.

* * *

La lluvia amainó cuando salieron de la herrería. Cyren estaba agazapado a las puertas del establo, empapado y tiritando, y de muy mal humor; Sturm agitó la espada frente a la araña, y la criatura retrocedió, lo que les permitió sacar las yeguas para ensillarlas y montar en ellas.

Desde allí, la marcha hacia el bosque fue tranquila, tanto que resultaba sospechoso. No se había dado alarma alguna, no había sonado una campana ni bandos de pregonero, y la aldea parecía dormida y desprevenida.

—¿Crees que lord Boniface está… aguardando en el bosque, Jack?

El joven se encogió de hombros, y se inclinó hacia adelante en la silla, sobre la resistente y pequeña Bellota.

—Probablemente, Boniface haya emprendido el regreso a Solamnia —dijo—. Si sabía que te llevaron a Rolde de Cerros Pardos, se divertirá en el camino a casa imaginando lo que un puñado de druidas puede hacer a un prisionero solámnico.

—¿Y qué habrían hecho, Jack? —preguntó Sturm.

El joven resopló.

—Tal vez, nada. A menos que la Orden les pagara.

—¿La Orden? ¿Pagarles?

Jack Derry volvió la cabeza hacia atrás y miró a Sturm con una breve e irónica sonrisa.

—Sucede que registré las pertenencias de los bandidos muertos —explicó—. Digamos que para buscar pistas que revelaran de dónde venían y quién los había enviado.

—¿Y?

—Todos ellos llevaban monedas solámnicas.

* * *

El Bosque Sombrío pareció abrirse y recibirlos. Cabalgaron en fila por la estrecha senda situada justo al norte de la aldea. Después de penetrar varios metros en la floresta, las luces del pueblo desaparecieron repentina y totalmente, como si el denso follaje se hubiese tragado al grupo.

Sturm desenvainó la espada de inmediato. La hoja, recientemente forjada de nuevo, captó el último destello blanco de luz de luna antes de que Solinari desapareciera tras un denso soto de enebros. Durante un fugaz instante, dio la impresión de que aparecía un rostro en la pulida hoja, un rostro que no era el de Sturm, pero que resultaba familiar, como si alguien hubiese estado observando a través de sus ojos y la luz reflejada lo hubiera sorprendido repentina e inesperadamente. El muchacho sacudió la cabeza y envainó la espada.

Jack dirigía la marcha a lomos de Bellota y llevaba una linterna sorda en la mano. Una música lenta y sublime pareció alzarse de los árboles que tenían ante ellos, y el jardinero animó con resolución a la pequeña yegua para que apresurara el paso. Bellota avanzaba por la senda con seguridad, como si ya la hubiese recorrido en incontables ocasiones. Sturm tuvo que esforzarse por no quedarse atrás. Luin caminaba con cautela, con pasos vacilantes, y el llevar también a Mara montada a su grupa la hacía ir aún más despacio. Jack tuvo que pararse una y otra vez, varios metros por delante, y alzar la linterna para marcarles el camino; prosiguieron por la verde oscuridad, envueltos en la profunda y dulce fragancia del aire.

El bosque estaba sumido en una quietud expectante. De vez en cuando, se oía el trino de un pájaro y la respuesta de otro, pero reinaba un profundo silencio en el campo en torno a los viajeros, e incluso los primeros insectos de la primavera se habían callado.

—Jack —susurró Sturm. El jardinero tiró de las riendas de su yegua para que el joven lo alcanzara y cabalgara a su lado—. ¿Cómo es que sabías…?

Algo crujió y se quebró en la maleza. Una paloma torcaz alzó precipitadamente el vuelo, al tiempo que lanzaba un grito de pánico. Al punto, los dos jóvenes se llevaron las manos a las espadas, y de repente, como si hubiese sido uno de los árboles, un caballero verde se interpuso en su camino.

—Vertumnus —susurró Sturm.

—Nada de eso —siseó Jack—. Y, si tienes un poco de cabeza, darás un amplio rodeo para evitar un encuentro con él.

El gigantesco caballero no se movió. Una visera de brillante hiedra esmaltada le cubría la faz, y la jacerina era de gruesas enredaderas verdes entretejidas, en lugar de malla anillada. El escudo que portaba era tan grande como la puerta de un pajar, y de hecho tenía esa apariencia, con los listones de roble ensamblados y asegurados con estacas. Sin embargo, fue el arma que manejaba lo que atrajo la atención de los dos jóvenes. Un garrote tan grande como una pierna de Sturm reposaba sobre el hombro del gigantesco guerrero. Si el escudo estaba cortado y fabricado con tosquedad, el garrote tenía el aspecto de una rama recién arrancada de un árbol, con las marcas de rotura, y las varas secundarias de crecimiento podadas y afiladas, a guisa de atroces pinchos.

—Creo que habrá otro camino mejor en este bosque —sugirió Jack, y con un diestro tirón de las riendas condujo a Bellota a su búsqueda.

Tras recibir un codazo de Mara, Sturm fue en pos del jardinero, no sin antes lanzar una última mirada al caballero, que no se había movido de su posición en la senda.

—No me gusta —rezongó Sturm—. Ese hombre se ha interpuesto en nuestro camino, y rehusar el desafío… De acuerdo con la Medida, se supone que un caballero debe aceptar el reto a un combate…

—En defensa del honor de la Orden —lo interrumpió la elfa mientras ceñía los brazos en torno a la cintura del muchacho con tanta fuerza que por un instante lo dejó sin respiración—. Todos lo sabemos ya, Sturm. Sabemos lo que la Medida tiene que decir respecto a cualquier cosa, desde la gramática, pasando por los modales en la mesa, hasta llegar a la etiqueta de la esgrima. Hasta el momento, has defendido a la Orden de fantasmas, arañas inocentes y bandidos, y todavía no he oído que ninguno de ellos ofendiera las cosas solámnicas.

—¿Quién o… qué era ese guerrero? —preguntó Sturm.

Jack se volvió hacia él, con el rostro perdido en las sombras de la fronda.

—Es un treant, una antigua raza de gigantes, más vieja que el más vetusto vallenwood del bosque, más que la propia era. Dicen que ya estaban aquí cuando Huma no era más que un cachorro; vigilan la floresta, protegiendo sus plantas y sus secretos. Existen cosas en este bosque que están más allá de tu imaginación, o de la mía.

—¿Cómo sabes estas cosas, Jack Derry? —inquirió Sturm.

El joven no respondió, sino que les indicó por señas que rodearan un vallenwood, cuyas ramas crecían muy bajo. Sturm se agachó para eludir una de ellas, casi esperando que Mara estuviera muy ocupada con sus reprimendas para evitar golpearse contra ella y salir despedida de la silla. Pero la muchacha estaba alerta y se inclinó, sin dejar de parlotear sobre injurias, caballerosidad, Código y Medida.

—Tampoco oí que el hombre a quien hemos dejado atrás hablara mal de tu preciosa Orden —dijo Mara—. Ves agravios donde no los hay, y encuentras desafíos en el viento y en la lluvia.

Sus brazos aflojaron la presión, y se sumió en el silencio. Pero fue incapaz de guardarse una última opinión. Agarró a Sturm por la oreja y le hizo echar la cabeza hacia atrás.

—El mayor peligro que te amenaza está en ti mismo —susurró.

* * *

Rodeando espesos zarzales hasta encontrar un paso, Jack condujo al grupo a otra senda. Para entonces, empezaba a amanecer en el bosque, y los rayos de sol trazaban franjas en las sombras, moteando el suelo de la floresta con una variada gama de tonalidades verde pálido. Encontraron un pequeño estanque, desmontaron y dieron de beber a los animales.

Mara atendió, soñolienta, a Cyren, que había empezado a tejer una tela en un aliso situado a cierta distancia. Desde que habían salido de Rolde de Cerros Pardos, la araña parecía sentirse más segura de sí misma, casi valerosa; ya no iba detrás del grupo, medio escondida entre hojas, ramas y maleza, sino que había caminado al lado de Luin, parloteando alegre y misteriosamente para sí misma.

Se oyeron los aullidos apagados de unos perros, en alguna parte, por el oeste.

Sturm se arrodilló junto a Jack Derry, y los dos se inclinaron sobre el agua y bebieron hasta saciarse, utilizando las manos como un cuenco. Mientras la superficie del estanque recuperaba su habitual quietud, Sturm miró sus imágenes reflejadas, una al lado de la otra, enmarcadas por el dosel de hojas.

De nuevo vio una gran semejanza, y entonces arrojó una piedra al estanque.

Jack se volvió hacia él, cuando todavía le escurría agua por la barbilla. Contempló a Sturm con una mirada penetrante, firme, y de nuevo su rostro se ensanchó con una sonrisa misteriosa.

—El sonido de ladridos es el anuncio de una cacería que, a mi entender, se despliega desde Rolde de Cerros Pardos. Supongo que, a estas alturas, la vieja Ragnell ya conoce tu fuga; y, si la conozco bien, ha organizado la persecución para encontrarte y llevarte de regreso.

—¿Qué podemos hacer, Jack? —preguntó Sturm con tono suplicante, sin el menor atisbo de la fatuidad solámnica en su voz.

Jack lo miró con actitud pensativa; luego asintió con la cabeza.

—Creo que puedo… ocuparme de los guardias fronterizos occidentales, Sturm Brightblade —repuso enigmáticamente—. Borraré nuestras huellas con ramas y dispersaré nuestro olor con agua de rosas y alcohol de semillas. Con astucia, puedo darte una hora de ventaja, tal vez dos, o incluso hasta mediodía, antes de que los perros encuentren de nuevo tu rastro. —Escudriñó el bosque a sus espaldas. Luego susurró—: Utiliza ese tiempo con inteligencia.

Sturm asintió en silencio, agradecido, y se inclinó sobre el agua para beber otro sorbo. Cuando levantó la cabeza, Jack había desaparecido. El bosque se había tragado al montaraz joven. En la quieta mañana, sin el menor soplo de viento, no se movía una rama, una hoja, una brizna de hierba, y no se veía señal alguna de su paso.

Sturm se puso de pie y llamó con un gesto a Mara.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —apremió. Ayudó a la doncella elfa a subir a la silla y montó a continuación—. Seguramente el corazón del bosque está todavía a una buena tirada de aquí, y, si damos crédito a lo que ha dicho Jack, la mitad de los habitantes de Rolde de Cerros Pardos viene pisándonos los talones…

Enmudeció al advertir que se había hecho un profundo silencio en el claro. Se habían acallado los trinos de los pájaros, y el estanque al que miraban los dos se tornó súbitamente remansado y transparente. Sturm no se atrevió a alzar la vista. Escudriñó las imágenes reflejadas en la superficie del agua, el vasto encaje de las hojas, la filtrante luz.

Allí, en la otra orilla del estanque, estaba el treant, el monstruoso guerrero, montado sobre un inmenso corcel. Lenta, resueltamente, levantó el garrote.