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Rolde de Cerros Pardos

La aldea era un asentamiento de poco más de dos veintenas de chozas y un gran pabellón central, que se apiñaban al mismo borde del Bosque Sombrío. Daba la impresión de que surgiera de la fronda, en lugar de bordearla, de manera que era difícil distinguir dónde terminaba el pueblo y dónde empezaba el bosque.

A pesar de lo avanzado de la noche, Rolde de Cerros Pardos estaba profusamente iluminado, con velas en todas las ventanas y los lugareños en las puertas y las calles portando antorchas y linternas. En otras circunstancias y con otra compañía, Sturm podría haberlo encontrado acogedor, alegre, incluso encantador, en su estilo rural. Pero esta noche, no; todo el pueblo había salido para ver a los prisioneros, y el recibimiento no era amistoso.

Sturm caminaba delante de la milicia, bajo la gélida mirada de los pobladores. Los niños estaban muy delgados. Eso fue lo primero que advirtió. Uno de ellos, y a continuación otro, se adelantaron con las manos extendidas en el tradicional gesto implorante de los mendigos, pero los adultos los hicieron retroceder reprendiéndolos con frases cortantes y secas como latigazos, en la lengua de Lemish.

Sturm frunció el entrecejo, y se esforzó por captar alguna palabra en solámnico o en Común en las conversaciones. Sólo oyó el lenguaje de Lemish, con su abundancia de vocales largas y pausas, como cuando se oye el sonido de voces en otro piso de una casa.

De vez en cuando, alguien les arrojaba cosas. Barro seco, estiércol, fruta podrida, salían volando de entre la muchedumbre y se iban a estrellar con el camino de tierra, pero había falta de entusiasmo en los ataques, y ninguno de los proyectiles llegó lo bastante cerca para hacer blanco.

Mara caminaba en silencio tras él, bajo la custodia sorprendentemente gentil de un corpulento campesino, a quien el capitán Duir llamaba Orón. El propio Duir escoltaba a Sturm, con cautela y firmeza, pero sin brusquedad.

—¿Qué están diciendo, capitán? —preguntó el joven en más de una ocasión, pero Duir no le respondió. Sus penetrantes ojos permanecían fijos al frente, donde una hoguera ardía en medio de la plaza.

Al acercarse a la enorme lumbre, dos de los guardias se separaron del grupo y condujeron a Bellota y a Luin al establo de la aldea. Sturm los siguió con la mirada hasta perderlos en la oscuridad. Donde quiera que estuviera el establo, la herrería tenía que encontrarse cerca.

—La vista al frente —ordenó el capitán Duir—. ¿Qué demonios es lo que miras tan embobado?

—La herrería —repuso Sturm mientras volvía los ojos hacia la plaza que tenía delante, donde la hoguera crepitaba y danzaba—. Tengo un asunto que tratar con Weyland.

—Muy presuntuoso eres, chico —observó el capitán—, dando por hecho que el asunto que tienes con nosotros se resolverá pronto.

—No más que vosotros —replicó Sturm—, si unos niños escuálidos arrojan fruta podrida a los visitantes. ¿Dónde conseguís manzanas en esta época del año, capitán Duir?

Los dedos del guardia se cerraron con fuerza sobre su muñeca.

—Creo que hallarás satisfacción a tu curiosidad con ella —contestó.

—¿Te refieres a la druida? —preguntó el joven.

Pero el capitán Duir no respondió. Con un gesto que habría podido interpretarse como cortés o burlón por igual, condujo a Sturm y a Mara a través de la plaza, hacia la hoguera, donde una docena de guardias rodeaba un trono de mimbre vacío.

Sturm estaba acostumbrado al aspecto y el ambiente del clásico pueblo rural de un libro de cuentos, ya que había pasado buena parte de su vida en las afueras de Solace, una localidad poco conocida por entonces, aunque se hizo famosa una década después. Cuando Jack Derry se refirió a Rolde de Cerros Pardos, Sturm había imaginado una pequeña y acogedora aldea, con las casas de madera o de cañizo recubierto con argamasa de arcilla y yeso, los techos de bálago renovado, y las cercas limpias y cuidadas.

Pero Lemish era un país dejado, y sus gentes no se sentían en absoluto avergonzadas por la tosquedad de sus viviendas. Las casas eran grandes y circulares, construidas con tablas y mimbre tejido, y techadas con gruesas capas de paja húmeda. Una fina columna de humo salía por los agujeros abiertos en el centro de los tejados, lo que hizo suponer a Sturm que las casas se caldeaban con una lumbre central.

Al menos, eso esperaba. Había oído comentar que la gente de Lemish vivía todavía en la Era de la Oscuridad, y que los hogares de sus dirigentes más poderosos no eran más que cuchitriles comparados con el nivel de vida solámnico.

Pero lo que no se esperaba era la plaza, el verdor y la floración que había en ella. En medio de un pueblo gris e inhóspito, las casas de la plaza habían reverdecido; hojas y enredaderas brotaban con profusión de sus paredes, como si aún corriera la savia por la madera de los tablones.

Allí, en medio de un bosque artificial, Sturm y Mara aguardaron la llegada de Ragnell la Druida.

Apareció bajo un dosel de hojas y caminó sobre la alfombra de espliego y lilas que tres bellas muchachas iban sembrando a su paso. La anciana iba muy encorvada, casi doblada en dos; tenía el rostro arrugado y curtido como la cáscara de una nuez, y el ralo y blanco cabello estaba enmarañado. A Sturm le recordó las efigies marinas, esos peleles larguiruchos de tamaño natural, hechos con barro y madera, que abundaban en las costas de Kothas y Mithas, puestos allí para crear la ilusión desde lejos que los litorales estaban vigilados y defendidos.

La anciana se dirigió con pasos vacilantes al trono de mimbre y, ayudada por las tres jovencitas, tomó asiento, al tiempo que dejaba escapar un largo y expresivo suspiro. Tan rápidas y silenciosas como pájaros, las muchachas se alejaron presurosas; su piel olivácea se confundió con el verde del bosque y la titilante luz de las antorchas, hasta que, con la distancia, Sturm apenas pudo distinguir sus blancas vestimentas ondeando entre los árboles como espectros.

—¿Qué me traes, capitán Duir? —preguntó la druida, haciendo que la atención de Sturm volviera rápida y súbitamente a la plaza, las luces y la espantosa y vieja criatura sentada en el trono de mimbre.

—A un solámnico, lady Ragnell —contestó el capitán—. Y a su compañera, una elfa.

—Los kalanestis son bienvenidos entre nosotros —dijo Ragnell—. La muchacha es libre para ir y venir por el pueblo a su antojo.

El guardia Orón se apartó de Mara con cortesía, casi con timidez. La doncella elfa se quedó en medio de la milicia y del corrillo de chiquillos pedigüeños, sin saber qué hacer o adonde ir. Dirigió una mirada interrogante a Sturm, que articuló en silencio una única palabra: «¡Vete!». Casi a regañadientes, Mara se abrió paso entre la multitud hasta el perímetro de la plaza y al límite de la luz irradiada por la hoguera; allí se detuvo un momento, y después se perdió en las sombras.

Ya a solas para enfrentarse a la druida, Sturm se volvió inquieto hacia el trono de mimbre. No sabía lo que le aguardaba, y la incertidumbre era aún mayor teniendo en cuenta las historias que había oído sobre los druidas de esta zona. Sturm detestaba la incertidumbre, y templó el ánimo para no dejarse sorprender por lo que quiera que la anciana tuviera en mente.

El culto druida era poco más que un rumor para la mayoría de los Caballeros de Solamnia. Coexistiendo a la sombra de otras religiones, parecía ir expresamente en contra de todas ellas, de manera que el clero solámnico llamaba «paganos» y «herejes» a los druidas. Se decía que en algunas partes de Ansalon adoraban a los árboles y que, en otras, practicaban una magia extraña y cambiante, que crecía o menguaba en fuerza con las estaciones, en lugar de con las lunas, como ocurría con la magia de los hechiceros. El muchacho había oído cosas más tenebrosas, pero allí, de pie ante la hoguera de la aldea, apartó aquellas atemorizantes historias de su mente.

Parpadeó con nerviosismo mientras miraba a la anciana: nariz ganchuda, una pálida cicatriz que descendía serpenteante por su mejilla derecha. Sólo los dioses sabían dónde había ganado su título honorífico, y quizá en Lemish ni siquiera sabían las costumbres de los druidas.

La tal lady Ragnell, con sus arrugas y sus cicatrices, era, al parecer, la druida mayor, significara lo que significara eso. La gente de la aldea y los guardias la trataban con reverencia y respeto, del mismo modo que los caballeros tratarían a una mujer noble, pero también escuchaban con atención sus opiniones y seguían sus decretos. Ahora Sturm no tenía más alternativa que escuchar. La anciana se inclinó hacia adelante en el trono; sus negros ojos relucían.

—Los solámnicos son considerados intrusos en esta región, muchacho. ¿O es que no lo sabías?

—Voy de camino al bosque que tenéis detrás —declaró Sturm en sus mejores modales solámnicos. Dio un paso al frente y cuadró los hombros, reparando por primera vez en las hierbas y el barro que llevaba pegados desde la lucha en el río. Deseó poseer la autoridad, la seguridad de un lord Alfred o un lord Gunthar. Su voz, novicia en desafíos y alocuciones, sonaba débil y entrecortada en medio de esta rústica asamblea.

Ragnell se encogió de hombros y entrelazó las manos, casi con delicadeza, sobre su regazo. Durante un breve instante, más fugaz que el parpadeo de una llama, Sturm imaginó cómo debía de haber sido su aspecto de joven. Tenía que haber sido impresionante; quizás incluso hermosa. Pero desde entonces había transcurrido un siglo y, poco a poco, se había aislado en el bosque, fundiéndose con él, tornándose nudosa y arbórea.

—Tú no vas a ninguna parte, chico —replicó. En su voz no había amenaza ni antipatía—. Te quedas aquí hasta que dilucidemos tu… enigma. Hasta entonces, hay un sitio para ti en la casa redonda, en un cuarto que hemos preparado para tu visita.

—Quizá tenga una mejor acogida en casa de Jack Derry —sugirió Sturm.

La druida parpadeó.

—Cuando Jack Derry se marchó de aquí, las hojas y la nieve cubrieron el camino tras él —dijo—. No hubo un cazador en todo Lemish que fuera capaz de rastrearlo cuando partió, y ninguno de los que están a mi servicio querrían hacerlo.

Sturm tragó saliva con dificultad y apartó los ojos de la faz angulosa de la druida.

»Han pasado años desde entonces —continuó—. No sé nada de Jack Derry.

«¡Traidor!», pensó, enfurecido, Sturm, notando que la sangre se le agolpaba en las mejillas. Abrió la boca para decir algo, pero no encontró palabras.

—Sin embargo, conozco tu Orden —siguió Ragnell—, y conozco la historia. Ninguna de las dos te dan una buena recomendación. Nuestro país sigue enemistado con el tuyo, y nuestra gente no tiene buena opinión de la Orden.

—Lo que no significa que quiera haceros daño alguno —replicó Sturm.

—Pero sí que es más probable que quieras perjudicarnos que favorecernos —contestó la druida mientras se reclinaba en el trono y miraba fijamente el fuego, como si estuviera adivinando el futuro o recordando el pasado.

»Siempre ha sido así —continuó con voz queda—. Vuestros caballeros han cabalgado por estas tierras como una plaga de vendavales, arrasando pueblos y esperanzas en su incesante empeño de imponer algo que llamáis lícito y bueno. Pero hubo un tiempo, hace sólo unos pocos años, en que la amenaza de vuestra justicia fue barrida, casi borrada.

—¿La Rebelión? —preguntó Sturm, recordando su huida a través del nevado paso montañoso, al cuidado de Soren Vardis.

—Nosotros la llamamos la Protesta —respondió Ragnell con solemnidad—. Cuando las gentes de Lemish, Southland y Solamnia se alzaron contra una Orden intransigente e hipócrita. —Hizo una pausa y esbozó una sonrisa que reveló una dentadura mellada—. También mis fuerzas y yo les molimos los lomos a vuestros jinetes —proclamó—. Soy Ragnell de los Asedios, ¿sabes?

—Me…, me temo que nuestra historia no… recoge ese nombre —contestó Sturm titubeante, discretamente.

La vieja bruja se echó a reír y agitó la sarmentosa mano en el aire lleno de humo, como si barriera de un plumazo tanto su historia solámnica como sus palabras.

—El alcázar de Vingaard cayó bajo mis tropas, como también los castillos Brightblade, Di Caela y Jochnan. Pero fue la caída del alcázar de Vingaard lo que me dio ese nombre.

Aturdido, Sturm se quedó boquiabierto mirando a la vieja que seguía soltando risitas cascadas. En un gesto automático, llevó su mano al cinto, pero sintió un fuerte dolor en el hombro y su brazo colgó insensible junto a su costado.

«Tampoco importaba mucho», pensó con amargura Sturm, mientras recobraba el dominio de sí mismo y su mirada se trababa con la de la mujer sentada ante él. Porque, al fin y al cabo, su espada estaba rota, envuelta en una manta, sobre la silla de Luin. Deseó tener a mano una daga, un garrote, veneno; cualquier cosa para acabar con la vida del ser monstruoso que estaba sentado frente a él, refocilándose.

Porque ésta era la druida de quien había hablado lord Stephan Peres aquel día, en la Torre del Sumo Sacerdote. Ésta era la mujer que había puesto sitio al castillo Brightblade; la mujer que, si las más tenebrosas hipótesis eran ciertas, había matado a su padre.

* * *

Mara deambuló por las oscuras y embarradas callejas; los ruidos de la asamblea quedaron atrás y fueron reemplazados por un extraño y expectante silencio, sólo roto por los trinos de ruiseñores, el ulular de búhos y, de vez en cuando, el apagado e inquieto relincho de un caballo en el establo.

Siguió este sonido hasta una cuadra, en las afueras del pueblo. Luin estaba allí, en efecto, y a su lado se encontraba Bellota, tranquila al disponer de paja y refugio. Durante un instante, Mara vaciló, parada ante los animales, tentada con la idea de darse a la fuga. Silvanost estaba a unos quince días de cabalgada tranquila desde Rolde de Cerros Pardos, y a lomos de un caballo saludable podría encontrarse al pie de la Torre de las Estrellas al cabo de diez días.

Pero había que pensar en Cyren, que se había escabullido a la primera señal de dificultades, y que sin duda estaba rondando por la cercana llanura, haciendo su tela, lamentando su captura y sobresaltándose con cualquier ruido de la noche. Hasta que no lo encontrara, no podía plantearse la huida.

Además, estaba Sturm Brightblade. Era un patoso, sí, y su estúpido concepto del honor le había costado a ella años de espera, el reencuentro con el ser amado, y casi la vida en el río Vingaard. Pero el honor, aunque sea el de un necio, no deja de ser honor. Fueran cuales fueran los desastres a los que Sturm se había expuesto, lo había hecho con la mejor intención.

Allí, en el establo que olía a heno, Mara apoyó la cara en el cálido flanco de la pequeña yegua de Jack Derry. Bellota resopló adormilada, pensando sin duda en un bien merecido sueño después de una bien merecida cena.

—No puedo marcharme y dejar solo a ese simplón, ¿verdad? —preguntó Mara a nadie en particular, con la mejilla recostada en la grupa de Bellota—. Alguien tiene que quedarse con él y protegerlo. La gente de Lemish no tienen mucha simpatía a los de su clase, y aquí está en un pueblo hostil, bajo arresto, y…

Hizo una pausa. Escuchó atenta, aguzando al máximo sus perspicaces oídos elfos, pero el ruido lo había hecho un ratón, en el sobrado.

—Y desarmado —continuó en un susurro—. ¡Pero eso tiene fácil remedio!

Rápidamente, la doncella elfa cogió la espada rota, todavía envuelta en una manta, y salió en busca de la herrería.

* * *

Weyland, el herrero, era corpulento incluso comparado con los hombres que se dedicaban a su profesión, y la circunferencia de sus antebrazos igualaba la de la cintura de Mara. Aunque su comportamiento era bastante amable y sus modales agradables, su imponente físico la amedrentaba, y Mara remoloneó cerca de la puerta de la fragua en tanto que el prodigioso herrero tomaba asiento en un banco y desenvolvía la espada.

—Otra vez ésta, ¿eh? —comentó, con una voz que retumbaba como un desprendimiento de rocas ladera abajo.

—¿Otra vez? —preguntó Mara—. ¿Quieres decir que ya la habías visto antes?

—Desde luego, señora —contestó el herrero mientras giraba la magnífica empuñadura solámnica en su enorme y tiznada mano—. Es fácil recordar una espada como ésta, que sin duda ha pasado de generación en generación. En ese sentido, aquí, en Rolde de Cerros Pardos, la única herencia que dejamos es la pobreza. Vi esta espada hace… unas seis semanas. A mediados de invierno, sí, cuando Lunitari empezaba su aproximación a…

—Al mismo sector celeste al que se dirigía la luna blanca —dijo Mara. Estaba sorprendida de que el herrero supiera tanto de astronomía—. El muchacho que te la trajo…

—No era un muchacho, señora, sino un hombre maduro —la corrigió el herrero, sin dejar de examinar el arma—. Por el acento, era del norte, pero no soy de los que preguntan a otros sus orígenes.

Soltó la espada rota, primero la hoja y después la empuñadura, sobre el banco que había frente a él; su expresión era pensativa, sagaz. Siguió con un dedo el trazado de las runas grabadas a lo largo de la hendidura central de la hoja.

—Pero debería habérselo preguntado —comentó Weyland—, a la vista de lo extraño de su petición y todo lo demás. Quería que hendiera el acero.

—¿Hendirlo?

—Una hendidura del grosor de un cabello. Un punto de tensión en el metal —repuso el herrero mientras gesticulaba con una de sus enormes manos. Podría haber seguido, enumerando los múltiples modos en que podía hacerse defectuosa una hoja de acero.

Sin embargo, aunque sabía cómo llevarlo a cabo, no se sentía inclinado a ello. Una mueca de desprecio y asco curvó la comisura de sus labios, y escupió sin el menor reparo en el horno.

—No hago esa clase de trabajo —explicó—. Estropear un arma es labor de bribones. —Miró la hoja amorosamente y la cogió otra vez—. Es de bárbaros deteriorar un acero como éste. Pero aquel hombre era un señor, montaba un estupendo corcel negro e iba acompañado por un sirviente que también iba a caballo, de manera que te hacía pensar que iba en alguna comitiva por el país. Quería que estropeara la espada, que la hendiera de tal forma que se rompiera sin posibilidad de reparación, que se quebrara como si fuera porcelana, en un montón de pedazos que no volvieran a poderse encajar entre sí.

—¿Su nombre? —preguntó Mara.

—Oh, eso no puedo decírtelo, señora. Nunca lo mencionó. Ni siquiera volvimos a hablar después de que me negué a complacerlo. Se limitó a montar en su caballo y se marchó del pueblo muy ofendido, diciendo que podía encontrar a otro que haría el trabajo mejor. Me pregunté entonces por qué había viajado tan al sur buscando a un herrero si había uno tan bueno en su propia tierra. —Weyland estrechó los ojos y examinó el filo de la hoja.

»Pero creo que no lo consiguió. Mi maestro podría haberlo hecho… Únicamente él, entre todos los herreros que conozco, tenía la destreza para lograrlo.

—¿Tu maestro? —repitió Mara. El aplomo y la seguridad del hombretón que tenía ante ella no apuntaba la posibilidad de que tuviera un maestro. No podía imaginar a Weyland de aprendiz.

—Oh, sí, desde luego. Era solámnico, y oía voces en el metal. Pero era tan contrario a la traición como yo, y era el único herrero, aparte de mí, capaz de causar o arreglar lo que ves ante ti.

Mara le dirigió una mirada interrogante, y Weyland asintió con la cabeza.

—Sí —dijo—. Puedo arreglar esta espada, señora, y lo haré con mucho gusto.

—Gracias —susurró Mara.

Ahora tenía que discurrir la manera de pasarle el arma al prisionero. Se despidió del herrero con una breve y rápida inclinación de cabeza, salió de la forja, giró la esquina y corrió de regreso al establo. Entre las cosas que llevaba en el enorme paquete, que Sturm había cargado sobre su espalda la mayor parte del viaje, iban escondidos un arco y flechas.

El paquete se hallaba abierto sobre dos balas de paja. Mara habría jurado por su vida que estaba envuelto y atado cuando había cogido la espada y salido del establo. Pero el edificio se encontraba a oscuras y ella había actuado con precipitación. Sin duda, la memoria le fallaba y estaba equivocada.

Fuera como fuese, ahora se hallaba abierto. Sus pertenencias estaban desparramadas bajo la tenue luz de luna que se colaba en el establo: un arpa de bronce y tres flautines dos túnicas y una bolsita en la que guardaba su colección infantil de conchas, el broche de Cyren y el anillo con el sello del dragón verde de la familia Calamón…

El arco no aparecía por ninguna parte. Se arrodilló sobre la manta y rebuscó entre sus tesoros y la bala de paja con una creciente inquietud.

—¿Es esto lo que buscas, señora? —preguntó una voz ronca, a sus espaldas.

Mara se volvió con rapidez. El capitán Duir estaba de pie a su lado, sosteniendo el arco y la aljaba con las flechas. Lo acompañaba el corpulento guardia, Orón, en cuyo rostro se advertía una cierta decepción.

—Oh, sentimos haber encontrado este arsenal —comentó el capitán con una sonrisa torcida—. Y aún sentimos más el que hayas regresado a recuperar tus armas, abusando de la buena voluntad y la confianza de Ragnell la Druida. Supongo que tu siguiente paso era… ¿marcharte?

—No —contestó Mara; el capitán estrechó los ojos.

—Bien, pues si tenías intención de llevar armas en un lugar tan pacífico como nuestra aldea, ¿cuál era el propósito?

—Yo…, yo… —comenzó Mara, pero enmudeció al comprender que Duir la había hecho caer en la trampa.

—No veo otra opción que disponer un cuarto para ti también en la casa redonda —dijo despacio el capitán, mientras Orón avanzaba hacia ella, con la enorme manaza extendida—. La libertad de moverte por Rolde de Cerros Pardos era un privilegio concedido gustosamente por Ragnell, ¡pero tú has demostrado ser más solámnica que kalanesti!

La escoltaron por las calles y pasaron ante la herrería. Weyland tapaba con su corpachón el vano, interceptando la luz de la forja que ardía a sus espaldas. Los siguió con la mirada mientras la conducían hacia la casa redonda y a la celda adyacente a la del arrestado solámnico.

Weyland sacudió la cabeza, absorto en ideas lejanas y sombrías. Luego se dio media vuelta y entró en la forja, cerrando la puerta tras de sí; recogió la larga hoja de acero que estaba en el banco, reluciente con destellos plateados y rojos a la luz del fuego.

De no haber estado soplando con el ruidoso fuelle, habría oído pasar a alguien más, ya a altas horas de la noche, cuando la gente de la aldea se había retirado a sus chozas circulares con lechos de paja. En el exterior, algo cruzó a hurtadillas, avanzando con cuidado por un callejón cercano, sin hacer otro ruido que un leve chirrido, como el de un grillo. Sin embargo, en aquel extraño e inhumano lenguaje había palabras humanas, temores humanos y lamentos.