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Reviviendo un episodio del ayer

Ahora podía volver a la Torre.

Boniface observó el arresto de Sturm encaramado en las ramas altas de un distante vallenwood. Las lentes del catalejo que llevaba consigo eran algo borrosas, pero buenas. Vio al muchacho tender la mano, vio al capitán estrechársela, vio los gestos amistosos tornarse rígidos y desabridos, y vio a la milicia llevárselos a todos —caballos, doncella elfa y Brightblade— hacia la aldea de Rolde de Cerros Pardos, donde la vieja druida encabezaba un airado tribunal.

El mejor espadachín de Solamnia se abrigó con su oscura capa y tembló de placer. A cierta distancia, enmarcado por la amenazadora luz de la luna roja, semejaba un inmenso cuervo o una indescriptible criatura con alas de murciélago arrebujada en lo alto del gigantesco árbol. El viento primaveral moría al pie del vallenwood, en tanto que en las ramas superiores el ambiente era de finales de invierno, muerto e inmóvil, y el aliento de Boniface se elevaba en el aire nocturno como un espectro.

«¡Dejemos que la vieja bruja se quede con el muchacho! —pensó. Bajó del árbol como una araña—. Que lo cuelguen, o lo echen a un caldero hirviente, o le hagan lo que quiera que tengan por costumbre en los pueblos bárbaros de Lemish. A su modo, será una acción completamente legal».

Vaya, ¡pero si el incidente podría incluso sacudir de su notorio letargo al consejo de la Torre, donde el Código y la Medida se apolillaban en los armarios! La muerte de su protegido podría ser acicate suficiente para incitar a Gunthar Uth Wistan a marchar hacia el sur, en una invasión largo tiempo aplazada. Entonces las gentes de Rolde de Cerros Pardos, del Bosque Sombrío, de todo Lemish, y más tarde de Throt y Neraka, sabrían lo que significaba transgredir el Código y la Medida.

Pero, aun en el caso de que lord Gunthar no se moviera de la Torre, de que la muerte del chico no fuera vengada y Lemish se quedara sin castigo, si esta noche marcaba el final del asunto, Boniface se daría por satisfecho. Pues las largas contiendas de una década habrían llegado a su fin.

Lord Boniface de Foghaven montó sobre su semental negro. Prontamente, con la agilidad adquirida de sostener combates a corta distancia desde el lomo de un caballo, hizo dar media vuelta al animal y partió al galope hacia el río Vingaard, con la mente absorta en el recuerdo de su más antigua cuita…

Habían crecido juntos, Angriff y Boniface. En espada y libro, en equitación y en astucia, en sus primeras escaramuzas contra los ogros de Blode y en las guerras fronterizas con los hombres de Neraka; apenas había nada que los distinguiera el uno del otro. Sólo en su observancia del Código y la Medida mostraban diferencias.

Para Boniface, el Código era la vida, y sus reglas y rituales, el aliento de esa vida. Había aprendido de memoria, con veneración, tomo tras tomo de la Medida, con sus detallados capítulos, listas, requisitos y salvedades, de manera que sus compañeros sonreían al mirarlo y lo llamaban «el próximo Juez Supremo».

Sonreían porque lo admiraban. De ello, el joven Boniface había estado seguro; y a lo largo de los años de escudería, y desde el primer torneo de caballería, su seguridad provenía de lo escrito, de las leyes y restricciones establecidas por la Orden desde los tiempos en que Vinas Solamnus había puesto la pluma sobre el papel por vez primera.

No comprendía a su amigo Angriff, para quien el Código y la Medida eran más como un juego. A veces, a Boniface le preocupaba que llegara un momento en que tendría que dejar atrás a Angriff, cuando sus estudios y seriedad florecieran en la Rosa de la verdadera caballería, y Angriff fuera el hazmerreír de todos, un ejemplo admonitorio para jóvenes aspirantes que les mostraría que estar dotado, tener buena apariencia y un espíritu generoso no convierten a alguien en caballero. Esperaba que ocurriera, pero Angriff se convirtió también en escudero, y después en un Caballero de la Corona, que sirvió con brillantez en la Cuarta Campaña de Neraka.

A otro que no fuera tan amigo de él le habría indignado ver esa brillantez, ese talento, desperdiciados en juegos, música y poesía, en cualquier cosa excepto deber y honor. Habría indignado a otro menos amigo, pero Boniface fue paciente con Angriff, confiando, contra la creciente evidencia, en que el heredero del noble linaje Brightblade, el hijo de Emelin y nieto de Bayard, se volviera disciplinado y encontrara gozo en realizar cada acto de acuerdo con la estricta ley de la Medida.

Boniface mantuvo la esperanza en contra de toda evidencia. Es decir, hasta que su amigo regresó del este.

Recientemente casado, Angriff desapareció durante un mes en las tierras baldías de Estwilde, y todos, salvo su joven esposa, Ilys, lo dieron por perdido. El propio Boniface se reunió en la Espuela de Caballeros con la encantadora joven, cuyos ojos estaban rojos e hinchados de llorar una semana, y le dijo que contuviera las lágrimas y tomara el manto verde de las viudas solámnicas.

No lo había hecho con mala voluntad, por supuesto. Al fin y al cabo, eran unos tiempos difíciles para la Orden, y fuerzas hostiles se reagrupaban lejos y cerca. Había sopesado las posibilidades, simplemente, y la conclusión no era en absoluto esperanzadora. Ella había asentido con sumisión, y dio orden de tejer el manto. El invierno había dado paso a la primavera cuando la costurera realizó el último bordado, el antiguo símbolo del fénix. Dos noches antes de que Ilys se pusiera el manto ceremonial y se convirtiera en viuda por el Código y la Medida, Angriff Brightblade salió de las Llanuras de Solamnia y avanzó despacio en su caballo por las Alas de Habbakuk, hacia las puertas de la Torre del Sumo Sacerdote, tan mojado y lleno de barro que no se distinguía caballo de jinete, y los primeros centinelas casi dispararon sus arcos contra él, confundiéndolo con un centauro.

Ilys escondió el manto en el fondo de su arcón nupcial —enterrado en cedro para sacarlo y vestirlo quince años más tarde—, y corrió con los demás a las puertas para dar la bienvenida a su esposo. El corazón de Boniface se había sentido tan aliviado como el que más, y su alegría fue igualmente sincera, ilimitada e inesperada…

Hasta que cogió las riendas de su agotado amigo y vio el cambio operado en sus ojos.

Algo había ocurrido en las tierras baldías de Estwilde. Angriff nunca habló de ello, ni de su viaje de regreso, pero la ligereza con que se tomaba Código y Medida horrorizó a Boniface. Ley y vida eran, al parecer, un juego para el frívolo Angriff, quien, a partir de ese día, cumplió sólo sus obligaciones más básicas. Desobedeció a sus superiores cuando consideraba que sus órdenes eran temerarias o despiadadas; disculpó de buena gana la indisciplina de sus soldados de infantería; se opuso al juicio por combate; y evitó toda ceremonia porque «ya no le interesaba».

Lo que es más, a Boniface le espantó que Angriff Brightblade no reconociera autoridad ni providencia. El consejo hacía la vista gorda a su mala conducta porque su destreza con la espada había florecido. Era la única palabra para describirlo. Angriff Brightblade hacía cosas con la espada que ningún hombre había soñado hacer antes que él; ni después, para ser sinceros. Los dos, él y Boniface, habían aprendido con el mismo maestro. Los movimientos de sus armas eran esencialmente iguales, pero algo le ocurría a la espada en manos de Angriff Brightblade. Era como si el arma dictara su derrotero y Angriff se limitara a seguirlo. Algo temerario e independiente había entrado en su estilo de manejar la espada, y ninguna de las consagradas reglas o movimientos clásicos conocidos por Boniface podían explicarlo.

Boniface observaba, envidiaba, y esperaba el momento y lugar para enfrentar su destreza con la de su viejo amigo.

* * *

La oportunidad se le presentó en el Torneo del Solsticio Estival del año trescientos veintitrés después del Cataclismo. Doscientos caballeros habían acudido al alcázar de Thelgaard y, por primera vez, Angriff y Boniface se encontraron enfrentados en el Palenque de Espadas, la competición de esgrima que tradicionalmente tenía lugar el segundo día del torneo.

Hasta este año, siempre, sólo uno de los tres grandes espadachines solámnicos tomaba parte en el Palenque de Espadas: Angriff un año, Boniface el siguiente, y Gunthar Uth Wistan el tercero. Era un acuerdo tácito, que daba oportunidad a los otros caballeros y evitaba la rivalidad resentida que puede surgir en la mayoría de las pugnas a alto nivel.

El trescientos veintitrés era el año de Angriff. Aunque muchos caballeros se sorprendieron, y otros se escandalizaron, al ver el nombre de Boniface inscrito en el Palenque de Espadas, la Medida le daba derecho a presentarse a la competición y a ser tan bienvenido como cualquier otro. Por lo tanto, la protesta fue silenciosa, y, aunque Gunthar Uth Wistan rehusó dirigir la palabra a Boniface durante el banquete de la noche anterior, Angriff fue generoso y amable y bromeó sobre la posibilidad de que se enfrentaran en el palenque al siguiente día.

Boniface guardó silencio. Durante la noche durmió de manera interrumpida, y sus sueños estuvieron poblados de destellos de acero y luz del sol. Despertó a la mañana siguiente con los brazos ya cansados de haber luchado en sueños durante toda la noche.

Angriff, al parecer, durmió profunda y reposadamente, como un tronco. Despertó de muy buen humor, cantando una vieja canción referente a espadas y bestias, e invitó de inmediato a Boniface para que desayunara con él en su tienda. Durante todo el rato que duró el desayuno, Boniface fue incapaz de mirar a Angriff. Cualquier movimiento de la mano de su viejo amigo para coger una fruta o un trozo de pan, lo sobresaltaban como el súbito roce de una víbora al deslizarse entre la hojarasca, y aquella mañana sus meditaciones fueron superficiales e infructuosas.

La arena era exactamente como prescribía la tradición. El círculo en el jardín tenía seis metros de diámetro, despejado de obstáculos e impedimentos, si bien el seto estaba demasiado crecido y un enorme olivo extendía sus ramas por encima de la palestra. Era un lugar tranquilo, silencioso, antes de que el choque de espadas rompiera la quietud por la tarde; y, sin embargo, en los oídos de Boniface, el paraje parecía zumbar como un enjambre, rebosante de expectación y una amenaza indefinida.

Los primeros combates fueron rutinarios y amistosos. Espadachines expertos derrotaron en un combate desigual a principiantes, que abandonaron el torneo agradecidos de que las reglas impusieran el uso de «armas de competición», las embotadas y ligeras espadas de los juegos estivales.

El primer adversario de Boniface casi cogió desprevenido al gran caballero, que parecía adormilado, anotándose un punto y después otro, en tanto que su famoso oponente recorría con mirada ansiosa la multitud.

¿Sería por Angriff Brightblade? Eso era lo que se rumoreaba. En la Torre corría la voz de que los dos cruzarían sus espadas por la tarde, y se intercambiaron hipótesis y apuestas. ¿Prevalecerían las dotes de Angriff o el adiestramiento estricto de Boniface? ¿Se impondría la indisciplinada inspiración del místico sobre la exquisita precisión y la depurada técnica del maestro?

Boniface puso de nuevo su atención en el asunto que tenía ahora entre manos: su primer adversario. Con una rápida, casi matemática eficiencia, tiró al joven al suelo y apoyó la punta roma de su espada en la garganta de su indefenso oponente. Al punto giró sobre sus talones, alejando una vez más cualquier pensamiento sobre Angriff Brightblade mientras salía del palenque con paso vivo hacia un descanso que no necesitaba y a la espera de enfrentarse con su segundo oponente en la competición.

Con diez minutos de retraso para la celebración del siguiente combate, Gunthar Uth Wistan, el segundo de lord Brightblade, se abrió paso entre la muchedumbre y el murmullo general, seguido por el propio Angriff, que tardó más en llegar a la arena que en despachar a su oponente, el joven Medoc Inverno, de Zeriak. Fue una maniobra tan veloz e inesperada que rozaba la insensatez. En lugar de frenar la primera e inexperta arremetida de sir Medoc, Angriff se limitó a dar un paso hacia su derecha eludiendo al atolondrado muchacho, se cambió la espada a la mano izquierda y, sin ningún esfuerzo, desarmó, hizo caer y tocó con la punta del arma a Medoc, en un único movimiento. Acto seguido se retiró un paso y saludó a su oponente, que, caído de espaldas, lo miraba ceñudo, furioso. De repente, impresionado por la facilidad y rapidez de la acción, Medoc se echó a reír sin poder remediarlo.

—¡No es un caballero corriente el que ha sido derrotado de manera tan rotunda por un maestro de la esgrima y sigue vivo para disfrutar contándolo! ¡En mí habéis tenido un contrincante poco común, lord Brightblade!

Angriff se sumó a sus risas y, con un gesto tan cortés como respetuoso, se agachó y ayudó al joven caballero a ponerse de pie. Alrededor del Palenque de Espadas se alzó un murmullo general y hubo un aplauso deslavazado, dictado por los buenos modales.

Boniface estaba rabioso, y sus dedos acariciaban anhelantes la empuñadura de su espada. Éste hombre había ridiculizado el Código y la Medida tiempo más que de sobra, y, a juzgar por las risas de Medoc, era una actitud que se extendía como una enfermedad contagiosa e infectaba a los jóvenes e impresionables.

Eran ocho los caballeros que quedaban tras la primera vuelta. Una vez más, se realizó el sorteo metiendo los nombres de los participantes en un yelmo al que se dio vueltas para mezclarlos, y en esta ocasión un murmullo consternado se levantó en los pabellones y balcones donde la anhelante muchedumbre se sentaba. Boniface y Angriff tendrían que enfrentarse en la siguiente ronda. Era un encuentro que todos habían esperado que se prolongara; habían deseado saborear la posibilidad a lo largo de toda la tarde veraniega, hasta que anocheciera, y que el mejor espadachín de Solamnia saliera victorioso en el último combate, bajo la luz de las linternas, con luciérnagas y el canto de los grillos. Pero la verdadera intriga del torneo quedaría dilucidada muy pronto, y el resto de los combates serían superfluos, una suave llovizna tras el despliegue de truenos y relámpagos de una tempestad.

Pero se estaba acercando la tormenta, sin embargo, y el aire chisporroteó mientras los dos hombres se preparaban para el combate, Angriff con su segundo, Gunthar Uth Wistan, y Boniface con el suyo, un joven guerrero moreno llamado Tiberio Uth Matar, cuya familia, incluido el blasón, desaparecería de la faz de Solamnia al cabo de diez años. La tormenta se acercaba cuando los cuatro hombres entraron en el círculo de tierra, y los dos combatientes se pusieron los yelmos de cuero y los petos forrados del Palenque de Espadas.

El largo y silencioso preludio llegó a su fin; los hombres se situaron al borde del círculo. —Angriff y Gunthar en el extremo oriental, y Boniface y Tiberio en el occidental—, y todos permanecieron inmóviles hasta que el toque de trompeta marcó el inicio del combate.

Angriff se movía como un huracán a través del encaje de luces y sombras del círculo. Boniface giraba sobre sí mismo, hacía quiebros, y atacó en un par de ocasiones, pero Angriff parecía estar en todas partes, salvo al alcance de su espada. Dos veces se trabaron sus armas y en ambas ocasiones Boniface salió trastabillando sobre sus talones, haciendo cuanto estaba en su mano para contener el ataque que venía a continuación.

En cuestión de segundos, Boniface supo que estaba vencido. Había manejado una espada demasiado tiempo como para no reconocer la superioridad de un adversario que era más diestro, rápido, fuerte y osado de lo que había imaginado. Desde el principio, el resultado de la contienda fue sólo cuestión de tiempo. Si Boniface se superaba luchando con un ímpetu y una fiereza desconocidos por él hasta entonces, podría retrasar el momento de la derrota tres o cuatro minutos.

«¡Oh, dios, no permitas que quede como un necio! —se dijo exacerbado, frenético—. ¡Ocurra lo que ocurra, no permitas que haga el ridículo!».

Entonces cargó contra su oponente en un último y desesperado ataque, con la espada extendida como si fuera una lanza.

Fue como si sus plegarias tuvieran respuesta un instante después. Por alguna razón —ya fuera por un exceso de euforia, o deportividad, o simple compasión, Boniface nunca lo comprendió—, angriff dio un salto y, agarrándose a una rama baja del olivo, se puso fuera de su alcance con un balanceo ágil y, tras dar una vuelta de campana perfecta, aterrizó a unos tres metros de donde se encontraba unos momentos antes. Unos cuantos caballeros de los más jóvenes aplaudieron y vitorearon, pero la mayor parte de los que ocupaban la tribuna guardaron silencio, paralizados por una sorpresa mezclada con el desconcierto y la estupefacción.

Pero Boniface, erguido al borde del círculo, supo que lo había salvado la necedad de su viejo amigo.

—¡Cuestión de procedimiento para el consejo! —solicitó, con la espada levantada en el establecido gesto de tregua.

—Petición concedida, lord Boniface —contestó lord Alfred Markenin desconcertado, reclinado en el balcón engalanado con estandartes rojos, que señalaban la posición ventajosa de los jueces del torneo. Solicitar una cuestión de procedimiento a mitad de una liza era un proceder aceptable, aunque poco corriente. Por lo general, se hacía para reclamar una violación de las reglas de un combate limpio.

Ésta no iba a ser una excepción. Boniface recurrió a su extraordinaria memoria y sus profundos conocimientos de la Medida, repasando sus años de estudios legales en busca de una frase, una regla en la Medida de los Torneos que pudiera…

Por supuesto. El tomo treinta y cinco, ¿no?

—Traedme, os ruego, el volumen… treinta y cinco de la recopilación de la Medida.

Con el entrecejo fruncido, lord Alfred envió a un escudero en busca del tomo solicitado. El combate quedó suspendido mientras los espectadores se arremolinaban e intercambiaban conjeturas, a la espera de descubrir qué regla polvorienta se sacaba de su manga de erudito lord Boniface de Foghaven. Angriff brincó de nuevo al olivo y trepó hasta la unión de dos nudosas ramas del enorme árbol, donde se sentó a esperar el regreso del escudero.

El tomo fue llevado al balcón de los jueces, escoltado por dos sabios que vestían togas rojas. Lord Stephan cogió el libro, sosteniéndolo como si fuera de frágil cristal, y se lo pasó a lord Alfred, quien, poniéndolo sobre su regazo, miró expectante a Boniface.

«Por el Código y la Medida, que esté ahí, como recuerdo —deseó fervientemente el espadachín—. Que esté ahí. Oh, que esté ahí…».

—Existe, si mal no recuerdo —empezó Boniface—, una referencia en la Medida de los Torneos… —Hizo una pausa y asintió con un gesto de la cabeza mientras miraba a los caballeros que lo rodeaban, para dar un golpe de efecto—, la totalidad de la cual puede encontrarse al final del volumen trigésimo quinto de la Medida Solámnica, extendiéndose hasta las primeras setenta páginas del tomo trigésimo sexto… Es una referencia sobre preservar la integridad del círculo en el Palenque de Espadas.

—Existe, en efecto —confirmó uno de los sabios, mientras su calva cabeza subía y bajaba en señal de asentimiento—. Volumen trigésimo quinto, página doscientos setenta y ocho, artículo séptimo, apartado segundo.

Lord Alfred se inclinó sobre el libro y pasó las páginas con rapidez. Angriff se deslizó de la horquilla del árbol y se sentó en el centro del círculo, con la cabeza ladeada como un halcón, escuchando atentamente.

—«Estando en el Palenque de Espadas —leyó el Juez Supremo en voz alta—, ya sea en el solsticio de verano o en el de la festividad de Yule, cualquier caballero que abandone el círculo en medio de una liza o competición, deberá rendir su espada, que le será confiscada».

Alfred Markenin levantó la vista y parpadeó desconcertado.

—Se habla del círculo, cierto —se mostró de acuerdo—, pero no veo su aplicación en este momento.

—Es simple —explicó lord Boniface, mucho más seguro de sí mismo ahora, mientras avanzaba hacia el centro del círculo—. Cuando lord Angriff Brightblade se alzó del suelo para eludir mi arremetida, abandonó, a todos los efectos, el círculo y, en consecuencia, incurrió en falta y se hizo acreedor de la sanción prescrita por la Medida.

Las últimas palabras cayeron sobre un profundo silencio. Gunthar Uth Wistan adelantó un paso, enfurecido, pero Angriff lo contuvo; en sus ojos había una expresión de divertida perplejidad.

—No puedes derrotarlo en una liza justa —rezongó Gunthar entre dientes—, así que lo atacas con… aritmética.

La mirada de Boniface se mantuvo prendida en lord Alfred Markenin en todo momento. Al fin y al cabo, aconsejados por la deliberación de los sabios, él y el consejo serían quienes decidirían sobre al asunto. Alfred dirigió una última y larga mirada a ambos contendientes, y después corrió la cortina roja que había en la parte delantera del balcón.

La decisión se tomó antes de transcurrir una hora. Cuando se abrió la cortina, Boniface reparó en la expresión preocupada del semblante de lord Stephan Peres, y sonrió, esperando oír buenas noticias.

Angriff seguía sentado en el suelo, tranquilo y abstraído, con la mirada perdida en el tupido dosel de hojas y en el anochecer y las primeras estrellas que apuntaban más allá de aquellas hojas.

—El consejo está… indeciso sobre el asunto que nos ocupa —proclamó lord Alfred a los caballeros reunidos, que aguardaban el fallo conteniendo el aliento—. Pero no hay nada que temer, ya que, cuando el consejo no llega a una decisión, la pronunciación sobre la Medida de Torneos recae en los Eruditos de la Medida, según el volumen segundo, página treinta y siete, artículo segundo, apartado tercero.

—Apartado segundo —lo corrigió el sabio calvo mientras entornaba los ojos en una actitud reverente.

Alfred suspiró y asintió con la cabeza. Cuando volvió a hablar, su voz sonaba apagada, su tono resignado.

—Sí, apartado segundo, de las antes mencionadas Medidas Solámnicas…

—Así pues —continuó el segundo sabio, un hombrecillo de pelo gris, cuya barba ondeaba sobre su roja toga—, la Academia Solámnica falla a favor de lord Boniface de Foghaven. Se exige a lord Angriff que rinda su espada en el combate en cuestión.

Sabía que era complicado, que apestaba a legalismo y procedimiento doloso, pero había vencido. Boniface ocultó su júbilo y miró a su oponente. Tiberio Uth Matar no fue tan comedido. Empezó a reírse, a refocilarse, y ni siquiera la gélida mirada que le dirigió lord Alfred consiguió acallarlo.

Angriff sonrió y arrojó su espada al suelo. Tiberio avanzó al centro de la arena, donde, siguiendo las normas de la Medida, recogió el arma descartada. Calmoso, con actitud altanera, Tiberio se encaramó al olivo y quebrando una rama, no más larga de treinta centímetros y no más gruesa que un dedo, la echó al regazo de Angriff.

—Ahí tienes tu nueva espada, Brightblade —dijo con sorna—. ¡El árbol que te hizo perder el arma debía darte otra a cambio!

Boniface reconvino con dureza a su insolente segundo, pero Angriff se limitó a soltar una carcajada. Despacio, con tranquila seguridad, lord Brightblade se puso de pie en el centro del Palenque de Espadas, y sostuvo en alto la rama de olivo.

—Que así sea, Tiberio —declaró con voz queda—. Si no he oído mal, la Medida no dice nada de dar por finalizado el combate. He rendido mi espada, pero no a mí mismo.

Se volvió lentamente hacia Boniface, con una expresión de infinita malicia en el fondo de sus oscuros ojos.

—Bien, bien, Bonano —dijo, utilizando el mote infantil que había dejado de utilizar desde que se habían convertido en escuderos—. ¿Terminamos esto? De hombre a hombre, espada contra rama.

—No seas necio, Angriff —protestó Boniface con vehemencia, y se dio media vuelta para salir de la arena y de la competición.

—Si abandonas el círculo, deberás rendir tu espada —lo zahirió Angriff—. Volumen tal o cual, página tal, artículo cual, etcétera, etcétera.

Boniface giró sobre sus talones, luchando por contener la ira. Angriff lo hacía sentirse insignificante, estúpido, como un chiquillo al que se castiga con unos azotes. Avanzó unos pasos, el gesto impávido y la espada en guardia.

—Cuestión de procedimiento —dijo, con un tono urgente, de súplica—. De acuerdo con la Medida, ¿puede continuar la competición?

Por completo desconcertado a estas alturas, lord Alfred se volvió hacia los eruditos. Dos cabezas, una calva y la otra canosa, se inclinaron una frente a otra por un breve instante, y luego se volvieron para dirigirse al consejo en un frente común de dos.

—Fallamos en favor de lord Brightblade —dijeron al unísono.

—Piénsalo bien, Angriff —instó lord Alfred.

Pero Boniface se había acercado a él de inmediato, buscando romper la miserable arma con un único y contundente golpe de su espada. Angriff se apartó a un lado, desviando la terrible arremetida con un leve toque de la rama de olivo. Llevado por el ímpetu de su ataque, Boniface cayó de rodillas. El yelmo le resbaló sobre los ojos; en alguna parte de las tribunas estalló una risa sofocada.

Furioso, Boniface se incorporó y lanzó una cuchillada contra Angriff; el acero silbó al hendir el aire vespertino. Angriff se agachó para eludir el ataque, se irguió al punto y sacudió la rama delante del rostro de su adversario. Boniface se abalanzó sobre él, enfurecido, desequilibrado, y su acero pasó por encima de lord Brightblade, que se había agachado con rapidez. Riendo, Angriff hizo un movimiento tan veloz que casi no se vio y golpeó con la rama la muñeca desnuda de su viejo amigo, cerca de la mano que sostenía la espada. La rama se partió con un crujido, y Boniface soltó un grito al tiempo que dejaba caer su arma. Angriff se apoderó de ella en un abrir y cerrar de ojos, y apoyó la punta roma del arma contra la garganta de Boniface, debajo de la nuez.

—Creo que he vencido, Bonano —anunció—. Incluso con las reglas de la Medida.

* * *

Ése era el motivo por el que Boniface tenía que matar a Angriff. Le había costado doce años de espera hasta que se presentó la oportunidad, cuando el castillo Brightblade sufrió el asedio y el auxilio de la guarnición dependía de la llegada de Agion Pathwarden y los refuerzos del castillo Di Caela.

Fue Boniface quien informó a los asaltantes sobre la ruta que seguiría sir Agion, el número de la tropa, y el lugar donde las condiciones del terreno, el factor sorpresa y la situación ventajosa harían más vulnerables a los caballeros para tenderles la emboscada. Con ello cortaba la esperanza de Angriff Brightblade, y había supuesto que su antiguo amigo arrastraría tras de sí a la guarnición y lucharía contra los campesinos hasta que no quedara un solo hombre con vida.

Encubrir su maniobra había sido sencillo. Habían partido del castillo Brightblade en mitad de la noche y estaban de regreso antes de que saliera el sol al día siguiente. Boniface se había hecho acompañar sólo por un caballero, un novicio de rostro pálido, oriundo de Lemish, cuyo nombre ni siquiera recordaba. Además, llevaba una escolta de tres o cuatro soldados de infantería, de los que se deshizo sin mayor problema: se los entregó a los asaltantes, y sus cadáveres pasaron inadvertidos en la carnicería que hicieron los campesinos con las tropas de Agion. El caballero novicio sería un conveniente chivo expiatorio al cabo de unas semanas.

Pero lo más importante era que acabaría con Angriff Brightblade.

Doce años de espera pueden avivar la sed de venganza, incluso hasta el punto de arriesgarlo todo para conseguirlo. Boniface estaba dispuesto a ser ese último hombre vivo de la guarnición, a caer en el asedio del castillo, si ello significaba presenciar la muerte de Angriff Brightblade.

Incluso hasta el final, Angriff actuó sin seguir las normas de la Medida. Un verdadero comandante solámnico habría caído defendiendo el castillo, pero él negoció su vida a cambio de la de sus hombres, entregándose a los campesinos y de esta suerte rescatándolos a todos ellos.

Incluido Boniface.

Aun ahora, seis largos años después de que Angriff saliera a campo abierto, bajo la nieve, en dirección a las distantes luces de las antorchas, Boniface recordaba que dos leales soldados de a pie habían ido en pos de él, como dos estúpidos fanáticos, como sabuesos.

Dieciocho años después de aquel soleado día de mediados de verano en el Palenque de Espadas, Boniface seguía recordando con meridiana claridad sus dos derrotas.

Por ello debía morir el joven Sturm. La estirpe de Angriff debía desaparecer para que cualquier vena de extravagancia o locura en el linaje quedara anulada, cualquier oposición al Código y la Medida fuera aniquilada antes de que semejante deslealtad se introdujera de nuevo en la Orden.

Boniface pensaba en todas estas cosas. Mientras su semental negro acortaba los kilómetros que separaban el río Vingaard de la Torre del Sumo Sacerdote, se sumió profunda y largamente en ellas, sus pensamientos enaltecidos por las intrincadas leyes por las que se regía su corazón.