No muy lejos del árbol
Era un grupo extraño el que los atacó.
Humanos y goblins apelotonados en la maleza, enmascarados y sin enmascarar, protegidos con cotas de malla, corazas de cuero endurecido o ninguna clase de armadura en absoluto. Gritando y abucheando, lanzaban flecha tras flecha a los indefensos compañeros. Por fortuna para los viajeros, los atacantes no eran buenos arqueros. La mayor parte de los proyectiles pasaban sobre sus cabezas sin peligro, si bien uno de ellos acertó a dar en la silla de Luin con un golpe seco, que sobresaltó a la pobre yegua, más que causarle daño. Pero, de manera gradual, las flechas se acercaron más a su diana a medida que los bandidos empezaban a afinar la puntería.
Jack volvió la cabeza y dirigió a Sturm una mirada tranquila, pero intensa. Le hizo un guiño, y sus oscuros ojos abarcaron la situación de un solo vistazo: las ramas suspendidas en lo alto, la docena, más o menos, de enemigos que aguardaban en la orilla.
—¿Listo para hacerles frente, Sturm Brightblade? —preguntó Jack, cuya voz semejaba el susurro de las hojas de robles, en tanto su espada se alzaba sobre la superficie del agua, reluciente y chorreante.
—N… no tengo arma, Jack —contestó Sturm, y al punto se arrepintió de haberlo dicho. Su voz había sonado chillona, estrangulada, incluso temblorosa, en medio del griterío de los bandidos y los cada vez más cercanos zumbidos de las flechas.
—¡Tonterías! —exclamó Jack con una sonrisa—. ¡Sígueme, y te proporcionaré un arma en un abrir y cerrar de ojos!
Antes de que Sturm tuviera tiempo de contestar, Jack se encaramó al pegajoso filamento. Como si fuera una araña, o más bien como un funámbulo, corrió sobre el grueso hilo en medio de una lluvia de flechas y llegó de un salto a la otra orilla, donde un veloz golpe de su espada derribó a un goblin, regando la ribera con una cascada de brillante sangre negra.
Con gesto despreocupado, Jack recogió la espada del monstruo y la arrojó, empuñadura por delante, a Sturm, quien alzó la mano para alcanzarla, cerró los ojos y rogó a Paladine que el puño llegara primero. El alentador contacto de metal cilíndrico en su palma le hizo comprender que sus plegarias habían sido escuchadas, y, con su grito de guerra más arrojado, se impulsó a lo largo del filamento a través de las aguas, hasta que tocó el sólido cauce del río con los pies y pudo correr a la orilla para reunirse con su compañero.
Jadeando y gritando, dejando tras de sí un rastro de barro y agua, Sturm trepó a terreno seco y se aprestó a la lucha, con la pesada espada del goblin enarbolada. Cinco bandidos habían rodeado a Jack mientras Sturm llegaba a la orilla. Girando, esquivando y saltando, asestando cuchilladas con espada y daga, Jack Derry parecía un contrincante más que capacitado para hacer frente a sus cinco enemigos, pero otros tres salían de la maleza corriendo para unirse a sus compinches: dos fornidos goblins y un larguirucho humano con una gran cicatriz en el labio.
Sturm se situó para hacer frente al desagradable trío. Sus movimientos eran furtivos, variables, más semejantes a las argucias de unos camorristas de taberna que al diestro comportamiento de unos soldados. El muchacho pensó que sería un combate fácil y, saludando con su espada al estilo solámnico, entró en la batalla.
Tras unos pocos momentos, sentía un considerable respeto por los camorristas de taberna. Los goblins eran fornidos, fuertes y sorprendentemente rápidos, pero aún más peligroso resultaba Labio Partido, el enjuto bandido que se había quedado atrás, con la daga dispuesta, aguardando el más mínimo fallo en la defensa de Sturm para arrojársela. Sturm echaba en falta un escudo, a la vez que maniobraba hacia su izquierda para mantener a los goblins en la línea de tiro, entre él y el larguirucho hombre.
El más pequeño de los dos goblins, un truhán de piel verde amarillenta, con la dentadura reducida a raigones y que apestaba a carroña, atacó repetidamente a Sturm. El muchacho frenó los golpes, si bien en cada ocasión se vio obligado a retroceder más y más, hasta sentir bajo los pies el resbaladizo terreno de la orilla. Desesperado, arremetió con una estocada, al tiempo que eludía la espada extendida de la criatura y lograba atravesar el peto de cuero, en tanto que su rostro quedaba a escasos centímetros de la cara del goblin. Los amarillos ojos de la criatura se abrieron desmesuradamente y se pusieron vidriosos mientras Sturm lo apartaba de un empellón, sacaba su espada y se volvía para enfrentarse a su más corpulento compinche.
El segundo goblin, que manejaba un garrote tan grande como la pierna de Sturm, arremetió con él, pero lo estrelló contra la alta hierba, ya que el muchacho se zafó con habilidad. Por un instante, Sturm estuvo en la línea de tiro de Labio Partido, y el larguirucho humano avanzó un paso, preparándose para lanzar su daga. Sin embargo, Sturm se apañó de un salto al otro lado del corpulento goblin, quien para entonces ya había vuelto a enarbolar el garrote.
El monstruo arremetió una y otra vez con su arma, pero en cada ocasión Sturm se escabulló, demasiado ágil y veloz para él. Detrás de esta extraña y mortífera danza, Labio Partido empezó a perder la paciencia. Vigilando al larguirucho bandido cada vez que podía apartar unos instantes la vista del goblin, Sturm vio que el hombre adelantaba otro paso, fintaba y después pateaba el suelo con rabia cuando de nuevo su diana se puso a salvo de un salto.
La situación podría haber continuado así hasta que Sturm se hubiese cansado y el garrote del goblin o la daga arrojada hubiesen dado en el blanco, pero Labio Partido estaba demasiado impaciente. Con un grito de frustración, el larguirucho bandido lanzó la primera de sus dagas.
La hoja se hundió en la espalda del goblin, que cayó de bruces al río. Sonriendo, Labio Partido enarboló la segunda daga y la lanzó sobre Sturm, que estaba de pie, jadeante y paralizado por la sorpresa y la fatiga.
El joven vio levantarse el brazo del bandido y el gesto brusco de lanzamiento; la daga centelleó en el aire, veloz como un meteoro. Entonces algo golpeó a Sturm en el costado, y el muchacho cayó en el momento en que la daga pasaba silbando junto a su oído. Jack Derry estaba arrodillado a su lado, con la espada empuñada.
—¡Agáchate, Jack! —gritó el joven jardinero, y a continuación giró veloz sobre sí mismo para enfrentarse a Labio Partido.
Aturdido, falto de aliento, Sturm intentó incorporarse, pero no lo logró.
«¿Jack? —pensó—. ¿Por qué me ha llamado Jack?».
Pero no había tiempo para hacer conjeturas. Jack Derry se abalanzó sobre Labio Partido, que sacó otra daga y la arrojó directamente al pecho del joven. Jack levantó su espada con una rapidez casi increíble y, poniéndola ante su cuerpo, desvió la daga con destreza. Labio Partido se dio media vuelta y echó a correr, pero se frenó en seco cuando un cuchillo se hincó en el centro de la espalda del bandido. Con la agilidad de un gamo, Mara sobrepasó a Sturm de un salto, cogió una daga del cinturón de Jack y tomó posiciones para la batalla, junto al jardinero.
Sturm se puso de pie con gesto de agotamiento. Miró hacia el río, donde siete bandidos yacían muertos, víctimas de la temeridad y rapidez de Jack. Pero diez más, quizá doce, se iban aproximando en la distancia, blandiendo espadas y lanzando gritos con el bronco acento de Neraka.
—¡Vete de aquí, Jack! —gritó el jardinero a Sturm, que avanzó unos pasos tambaleantes hacia él, alarmado y desconcertado—. ¡Y llévatela contigo! —dijo, señalando a Mara—. ¡Saben los dioses lo que le harían!
—P… pero… —comenzó Sturm. Jack lo interrumpió con brusquedad.
—¡Vete, Jack! —gritó el jardinero a voz en cuello mientras sacudía el oscuro cabello para dar énfasis a sus palabras—. Protege a esta mujer… ¡Y no olvides que una bellota nunca cae lejos del árbol!
Dio un paso hacia Sturm con actitud amenazadora, al tiempo que blandía la espada. Sturm, convencido de que su compañero había perdido la razón, retrocedió un paso. Mara corrió a su lado, lo agarró por el brazo y tiró de él hacia el sur, por la orilla del río.
—¡Aprisa, Sturm! —apremió en un susurro mientras lo arrastraba materialmente sobre unas raíces de vallenwood—. ¡Ahora es tu oportunidad de rescatarme!
Por completo desconcertado, el joven echó un último vistazo al valeroso jardinero y luego se dio media vuelta. Aunque no tenía madera de héroe, Cyren había sido lo bastante ingenioso para conducir a los caballos hasta la ribera. Los animales pateaban el suelo con nerviosismo, en tanto que sus grandes ojos espantados iban una y otra vez hacia la agazapada araña. Sturm montó en Bellota y aupó a Mara a la silla; la muchacha había cogido las riendas de Luin y llevó a la gran yegua solámnica a remolque. Como si la fuga hubiese estado planeada desde hacía meses, Bellota inició un trote vivo y los sacó del radio de alcance de las flechas y por último del alcance del oído. Sturm miró atrás una última vez antes de que las ramas y la maleza le taparan la vista del río. Jack sonreía con valentía, enmarcado por ramas, agujas y hojas nuevas. Lanzaba pullas a los bandidos mientras blandía su espada y bailaba con un peculiar estilo obsceno que Sturm creyó recordar de unos tiempos perdidos y nebulosos.
Por el momento, los bandidos no atacaban. Jack les había demostrado su pericia con la espada, y ninguno de ellos tenía ganas de ser el primero en poner a prueba su técnica. Pero esta situación no duraría mucho. Sturm sacudió la cabeza, y una gran tristeza lo acometió mientras se volvía hacia la senda que tenía ante sí y dejaba atrás a Jack Derry. Si no hubiera sido por Mara, habría estado luchando junto al jardinero, codo con codo, haciendo frente a los hombres de Neraka y a los goblins hasta que llegara la victoria o la muerte. Pero la muchacha era una criatura indefensa, débil y…
—¡Mantén los ojos en la senda, solámnico! —ordenó la indefensa y débil criatura mientras le propinaba un tirón de orejas para llamar su atención—. ¡No permitiré que Jack Derry haya arriesgado su estúpido cuello para que acabemos rompiéndonos los nuestros!
* * *
Viajaron durante una hora sumidos en el silencio y sus propios pensamientos.
Sturm ocultaba el rostro en los oscuros pliegues de la capucha; aunque apenas conocía al jardinero, lamentaba profundamente su triste final, si bien se sentía tan perplejo como entristecido.
—¿Por qué me llamó Jack? —dijo por último a Mara mientras cabalgaban bajo un cielo cada vez más oscuro, a medida que la noche caía.
La doncella elfa buscó algo entre las pieles con que se cubría. La luna centelleó en la flauta de plata que sostenía en la mano.
—Para que lo atacaran a él y no a ti, simplón —replicó, y luego se llevó la flauta a los labios.
—No lo entiendo, Mara —dijo Sturm, interrumpiendo las primeras notas musicales.
—¿Recuerdas las trampas y emboscadas de las que te habló Jack? Las que Bonito…
—Boniface —la corrigió Sturm—. Lord Boniface de Foghaven.
—Boniface, Bonito…, qué más da —dijo Mara quitando importancia a ese detalle—. Quienquiera que intentaba hacerte fracasar o acabar contigo. A mi entender, Jack imaginó que los bandidos eran una de esas emboscadas.
—Y el llamarme Jack… —comenzó Sturm, al abrirse paso en su cerebro la luz.
—Significaba que el otro joven humano era el que estaban buscando —terminó Mara—. El que haría algo estúpido y muy solámnico, como retenerlos mientras nosotros escapábamos.
—¡Así que Jack… me estaba encubriendo! —exclamó Sturm mientras trataba, en vano, de hacer que Bellota volviera al camino.
—¿Sois todos los Brightblade tan perspicaces? —preguntó Mara con ironía—. ¡Domina tu montura, maese Sturm, antes de que nos lleve hasta Neraka de una tirada!
* * *
Se hizo de noche de repente, como sucede a menudo cuando está próximo el final del invierno. Sturm había deambulado a través de pastos altos y granjas, buscando en vano el sendero a Rolde de Cerros Pardos. Al parecer, el paisaje de Lemish occidental era tan monótono como la cara de una luna, e igualmente inhospitalario.
Hasta donde le alcanzaba la vista a Sturm, no se divisaba la luz de candiles o lámparas, no se percibía el olor a madera quemada en el aire, no se escuchaba el ruido de ganado o los ladridos de perros guardianes. Era una región deshabitada y un terreno sin marcas.
Sturm desmontó de la yegua. El paisaje se extendía invariable ante él, y las nubes tapaban las estrellas de manera que no sabía distinguir el norte del oeste, y mucho menos orientarse.
—Esto es Lemish —dijo con gesto desabrido—. Una dehesa de pastizales, ni más ni menos.
Mara se quedó en la silla, escudriñando el horizonte con sus penetrantes ojos elfos.
—Rolde de Cerros Pardos tiene que estar por aquí, en alguna parte —dijo—. De eso estoy segura.
La hierba se movió a sus espaldas y Cyren salió a descubierto, arrastrando tras de sí un blanco filamento.
—Creía que habías estado por estos contornos con anterioridad —comentó Sturm, alzando la vista hacia la muchacha.
—Así es —respondió Mara con voz queda—. Coincidí con Jack Derry una vez, no lejos de aquí.
—¿Qué? ¿Cómo es que lo conoces? ¿Y quién es él realmente? —preguntó Sturm, sacrificando la cortesía solámnica en aras de la curiosidad. Al fin y al cabo, tal vez había algo que la elfa pudiera decirle, algo que los condujera a la aldea, a Weyland, el herrero, y a una consiguiente seguridad.
»Apuesto mi dinero a que está esperándonos en Rolde de Cerros Pardos. El primer paso para encontrar la aldea es distinguir el oeste del este. Y eso no tardaremos en descubrirlo, cuando amanezca —dijo la muchacha mientras lo observaba con una expresión intensa y escrutadora en tus oscuros ojos.
—Sabes muy bien que no será así —rezongó Sturm—. Es decir, no lo bastante pronto. La zona está plagada de bandidos, y haríamos mal en acampar en medio de ellos.
—Entonces nos guiaremos por las estrellas —proclamó Mara, que acto seguido se llevó la flauta a los labios otra vez.
—¿Estrellas? —inquirió Sturm escéptico—. Señora, mira las nubes y…
Pero la elfa había cerrado los ojos y una música espeluznante salió del instrumento. Era una sencilla canción qualinesti, consagrada a Gilean, el Libro Abierto. Vigorosas, en staccato, las notas llenaron el aire, y Sturm miró en derredor con inquietud, convencido de que la música revelaría su posición a los bandidos.
Mara siguió tocando, y un rayo plateado le iluminó el cabello. Por un instante, Sturm pensó que era la muchacha la que resplandecía, pero después, de manera gradual, reparó en que la misma luz le bañaba los brazos y hombros y se propagaba por el cuello de Bellota y los flancos castaños de Luin, que estaba tras ellos. La blanca Solinari se había abierto paso en el denso manto de nubes, y la calzada que se extendía atrás y adelante era tan visible como si estuviera alumbrada por el sol de mediodía.
—Me lo temía —dijo Mara, una vez que la canción terminó y las nubes volvieron a cubrir el cielo—. Nos hemos desviado un poco hacia el sur. Llegaremos otra vez al río si seguimos en la dirección que vamos ahora.
—¿Cómo…, cómo lo hiciste? —preguntó Sturm mientras, a fuerza de tirones, obligaba a la tozuda Bellota a que cambiara el rumbo que insistía en seguir.
—El modo de Gilean, con el Modo Alto de Paladine ocupando sus silencios —repuso quedamente Mara—. Cuando se combinan, es un canto… de revelación. Dispersa las nubes y la oscuridad de la noche, remansa las aguas de manera que puede verse el fondo de estanques y ríos. En las manos de los grandes bardos, desenmascara a quien actúa con doblez. —Sonrió a Sturm, que contuvo el aliento al reparar en la profundidad de sus ojos de color avellana. La muchacha concluyó con voz queda—: Pero yo no soy un gran bardo. Con mi música, hemos tenido la suerte de contemplar un cambio momentáneo en el tiempo.
Sturm enrojeció y asintió con un gesto de la cabeza. Dio otro tirón a las riendas de Bellota.
—Bueno, las nubes se abrieron el tiempo suficiente —dijo Mara, señalando al éste—. Ésa es la dirección que hemos de tomar. Hacia allí se va al Bosque Sombrío.
—¿Pero en qué punto del linde del bosque podemos encontrar Rolde de Cerros Pardos? —preguntó Sturm—. Las estrellas no nos indican eso. ¡Ojalá estuviera con nosotros Jack Derry!
—Ah, pero Jack se ha perdido, o está río arriba o… en alguna otra parte. Y por él seguimos vivos, aunque no más sabios.
—Creyó que yo podría hallar el camino —musitó Sturm con desconsuelo—. Confió en que sería digno hijo de mi padre, que tendría más recursos y seguridad en mí mismo.
—Mi querido muchacho, ¿qué demonios te hace pensar eso? —inquirió Mara con una sonrisa maliciosa.
—Él me dijo: «La bellota nunca cae lejos del árbol». ¿A qué otra cosa puede eso referirse, sino a padres e hijos?
—¿Quizás a algo un poco más… arbóreo? —sugirió Mara—. ¿O tal vez una simple adivinanza que tus ideas sobre padres han impedido que veas? Después de todo, Jack no podía indicarte la dirección a Rolde de Cerros Pardos. Recuerda que los bandidos tienen oídos, y nos habrían rastreado como sabuesos.
Sturm asintió en silencio. Lo que decía la chica tenía sentido. Al fin y a la postre, Jack era un hombre de incógnitas y adivinanzas. Montado en la cada vez más indómita yegua, Sturm escarbó en sus conocimientos sobre botánica y jardinería, del antiguo y mítico calendario de las dríades, que supuestamente seguía un simbolismo de árboles.
No le sirvió de nada. Se sentía tan perdido como si estuviera de regreso en el laberinto del castillo Di Caela o en la niebla más densa del Hombre Verde.
La yegua se desvió otra vez, y el joven dio un furioso tirón de las riendas.
—¡Por los dioses, Bellota! ¡Cómo no…!
Enmudeció al oír la risa de Mara.
—¿Y ahora qué pasa? —exclamó, consiguiendo con ello que el alborozo de la elfa aumentara.
—Afloja las riendas, Sturm Brightblade —dijo, cuando recobró el aliento.
—Perdona, ¿cómo dices?
—Piensa, Sturm. ¿Quién de nosotros conoce el camino a la aldea de Rolde de Cerros Pardos?
Poco a poco, de mala gana, Sturm abrió los dedos. Las riendas cayeron flácidas sobre la cruz de Bellota. Sintiéndose libre, la pequeña yegua varió de rumbo y se dirigió hacia el este a un ritmo constante, después giró al sur, y luego de nuevo hacia el este. Mara empezó a tocar otra vez; en esta ocasión era una antigua canción de Qualinost, a la que acompañó con versos igualmente antiguos.
El sol,
ese ojo maravilloso
de nuestro firmamento,
se sumerge en la noche.
Dejando
al soñoliento cielo
cuajado de luciérnagas,
oscureciéndose de gris.
Duerme ahora,
nuestro más viejo amigo,
arrullado entre los árboles.
Llamándonos.
Las hojas
despiden un frío fuego,
fundiéndose en cenizas
cuando el año acaba.
Y los pájaros,
dejándose llevar por los vientos,
se dirigen al norte
cuando finaliza el otoño.
El día se hace más oscuro,
las estaciones se desnudan.
Pero nosotros
aguardamos el fuego verde
del sol sobre los árboles.
Delante de ellos, brotaron verdes huellas, y la hierba creció en la sucia capa del suelo. Bellota agachó la cabeza, pació en una de ellas, y empezó a avanzar lentamente por el nuevo sendero. Luin los siguió, mordisqueando también en las huellas, de manera que el sendero verde quedaba borrado tras ellos. Un poco más lejos, los arbustos se inclinaban y mecían, señalando el paso de Cyren, como siempre oculto y furtivo.
No habían avanzado veinte metros cuando la música se alzó también al frente. Una bella melodía se unió a la canción de Mara, y Sturm cerró los ojos y ante su visión interna contempló el discurrir de plata líquida, como un arroyo mágico.
Así que Vertumnus se había sumado a la música otra vez. Sturm se arrellanó en la silla de montar, resignado a seguir la dirección elegida por Bellota y a escuchar la música que los envolvía. Aunque la melodía del Hombre Verde lo conducía de manera invariable a… retos, también lo llevaba hacia el Bosque Sombrío. A despecho del desafío y el peligro, aquélla era la meta de su viaje.
* * *
Continuaron viajando, y, a pesar de la densa oscuridad de la noche, Sturm se sentía mucho más animoso. La adivinanza de Jack Derry había sido casi una nadería comparada con los misterios que le aguardaban. Pero resolver una cosa le daba esperanza de resolver otra. El camino que le abría ante él parecía mucho menos amedrentador ahora, y, cuando el débil parpadeo de las luces de Rolde de Cerros Pardos brilló al frente, Sturm imaginó la herrería, la espada forjada de nuevo, y Vertumnus boca abajo y derrotado el primer día de primavera.
Todo parecía posible, incluso probable. Sintió el impetuoso gozo de la aventura, de espadas, de galopes, de misterios y de hermosas mujeres. Echándose atrás en la silla, se recostó en la dormida Mara, que murmuró algo y estrecho el cerco de sus brazos en torno a su cintura. Por un instante, el viaje pareció una empresa hecha a su medida. No advirtió la presencia de los hombres hasta que, repentinamente, salieron de la alta hierba. El que iba al frente, un tipo arrugado, de piel morena, sonrió y levantó la mano.
—¡Bien hallado, Sturm Bightblade! —saludó, hablando el Común con fluidez, pero con un fuerte acento de Lemish.
«El bueno de Jack Derry —pensó Sturm con admiración—. Tan rápido viajando como lo es manejando la espada».
—¡Hola! —respondió mientras desmontaba de la yegua. Y después, de un modo más ceremonioso y solámnico, agregó—: ¿A quién tengo el honor de dirigirme?
—Capitán Duir, de la milicia de Rolde de Cerros Pardos, señor —anunció el acartonado hombrecillo, que saludaba con una cómica posición de firmes—. Asignado para proteger los accesos occidentales.
Sturm volvió la cabeza para mirar divertido a Mara, que se frotaba los ojos y se desperezaba en la silla.
Sturm adelantó un paso, se quitó el guante, y ofreció su mano en el tradicional ademán solámnico. Tímidamente, con torpeza, el capitán Duir extendió la diestra, y los dos hombres se saludaron como iguales.
Sturm hizo un gesto de aprobación con la cabeza y sonrió al rústico soldado, que poco a poco devolvió la sonrisa, en tanto que sus azules ojos se estrechaban con una curiosa expresión divertida.
—Maese Sturm Brightblade de Solamnia —anunció el capitán, apretando con fuerza la mano del joven—, quedas arrestado como invasor, en nombre de Ragnell la Druida.