11

El visitante inesperado

El hombre de la capa llegó a su lado en un visto y no visto, todo él velocidad y oscura fuerza. Sturm sintió una mano que se cerraba sobre su muñeca y entonces, con una rápida y violenta sacudida, su daga salió volando por los aires y cayó entre la alta hierba. Se debatió desesperado, pero el hombre era demasiado fuerte para él; lo tiró de espaldas, lo aferró por los hombros y lo inmovilizó.

Mareado, Sturm sintió la hoja de una espada en su garganta.

—¡Estáte quieto! —gritó el hombre encapuchado. De pronto miró en derredor, alerta e intranquilo, como si sus palabras hubiesen levantado ecos en las llanuras, e incluso a través del continente. Luego se incorporó de un brinco y envainó la espada, retirando la capucha en el mismo y ágil movimiento.

—Tú… —empezó Sturm, pero la sorpresa lo dejó mudo.

—¡Jack Derry, señor! —susurró el joven, esbozando una fugaz sonrisa—. ¿Me recuerdas de la Torre? El jardinero… con la carretilla de estiércol en el patio…

—S… sí —balbució Sturm mientras el rostro y el nombre encajaban en su memoria.

Jack Derry tenía un aspecto anormalmente juvenil, su faz tersa y limpia de barba, como la de un chiquillo. Fijándose con más detenimiento, no obstante, los dulces ojos castaños aparecían agotados por un duro viaje, el negro cabello enredado y sucio, y su coraza de cuero, rota y deteriorada, con sus rosas ornamentales desvaídas, pero todavía reconocibles. Era Jack Derry, no cabía duda. Pero había algo diferente en él…, algo que nada tenía que ver con el atuendo.

—Pero ¿cómo…, cómo estás…? ¿Por qué? —balbució Sturm, sin hallar las palabras.

—Las preguntas se hacen mejor en un lugar seco, algún sitio resguardado de la lluvia —contestó suavemente Jack—. Cuando estemos allí, podrás preguntar y yo responder.

Sturm estrechó los ojos. El agua le resbalaba por el embarrado rostro.

—¿Y cómo sé que esto no es una trampa? —preguntó.

—¡Por los Siete! —juró Jack Derry, que agarró al otro muchacho por el brazo—. ¿Para qué iba a necesitar tender una trampa cuando hace un momento el filo de mi acero descansaba sobre tu garganta?

Era un argumento convincente. Convincente, claro está, a menos que Jack planeara un crimen mayor, y necesitara un guía que lo condujera a la doncella elfa, que de repente le pareció a Sturm más débil, más vulnerable que antes.

—No —dijo Jack con voz queda, acercando su rostro al de Sturm, de modo que éste sólo veía sus oscuros y penetrante ojos, y olía sólo los aromas profundos de raíces y tierra húmeda—. No quiero haceros daño a ninguno de vosotros. Vamos, Sturm Brightblade. Será mejor que nos resguardemos de este frío.

Dominado por el pánico, Cyren se había envuelto en su tela, y colgaba de un único hilo en la parte trasera de la cueva, como un patético capullo de seda gris. Mara se afanaba en desenredar a Cyren, cortando los filamentos con un cuchillo, cuando Sturm y Jack entraron en la cueva, seguidos por la achaparrada y pequeña yegua de Jack, que los jóvenes habían recogido en su camino al refugio.

—Necesito tu ayuda —urgió Mara, mirando por encima del hombro.

Sturm dejó en el suelo su espada rota y se encaminó hacia la muchacha, pero Jack se le adelantó, se agachó junto a Mara, y liberó a la araña con un rápido golpe de su espada. Cyren trepó a los hilos más altos de la tela, donde se quedó encogido y tembloroso.

—Es la naturaleza de araña que hay en él lo que…, lo que lo hace ser tan asustadizo —fue la poco convincente explicación de Mara.

—Me preguntaba por qué ninguno de los dos veníais en mi ayuda —replicó Sturm.

Mara lo miró, después a Jack, y se encogió de hombros.

—Dije que había algo más que viento y lluvia ahí fuera —dijo con tono impaciente—. No recuerdo haberte dicho que lo atacaras.

—Pero… —empezó Sturm, mirando de manera alternativa a la elfa, la araña y el jardinero mientras se sentaba con pesadez en el piso de la cueva.

—Eso ya no tiene importancia, maese Sturm —intervino Jack, acuclillado frente al fuego, extendiendo las manos manchadas de barro para calentarlas—. Tienes unas preguntas que plantear, con toda la razón, y haré todo lo posible por responderlas.

* * *

Al parecer, Jack había ido tras el perseguidor de Sturm, y, al hacerlo, había descubierto una especie de conspiración. Era de la única manera que Sturm podía explicar el extraño informe de lo ocurrido en la Torre del Sumo Sacerdote. Por lo visto, Jack había seguido al caballero y su escudero, Derek, llevando la carretilla de estiércol, y lo que el jardinero había escuchado era una serie de trampas y enredos para Sturm, que se iniciaban en las mismas Alas de Habbakuk y llegaban hasta la frontera del Bosque Sombrío.

—Lord Boniface ha planeado toda clase de argucias —dijo Jack, con una mirada alerta e intensa—. Desde emboscadas hasta trampas abiertas en el suelo para provocar caídas, y algo en el vado que no alcancé a escuchar por la distancia.

—Quizá no oíste bien por ese mismo motivo, Jack —sugirió Sturm. Parecía imposible. Lord Boniface, el amigo de su padre, conspirando con Derek para derribarlo en el camino al Bosque Sombrío. ¿Por qué rebajarse a cometer semejante traición? Y, si la traición era su estilo, ¿por qué molestarse con un muchacho que todavía no era siquiera escudero?

Sturm se inclinó hacia el fuego. Todo el asunto era demasiado sospechoso. Había algo en este mensajero que sugería algo más que servidumbre y plantas, aunque, lo que quiera que fuera, no acababa de localizarlo. Además, Jack no era el simplón que había simulado ser en la Torre.

Se temía que en todo esto había algún engaño. Y, sin embargo…

—Puede que estuviéramos a mucha distancia —continuó Jack, ni poco ni mucho molesto por la desconfianza de Sturm—. Tan distantes, que un zorro podría no haberlos escuchado. Eso tengo que admitirlo.

Miró a Sturm, y sus ojos oscuros se estrecharon. Durante un instante, a la luz de la hoguera, mientras la tarde lluviosa se convertía en anochecer lluvioso, el jardinero semejó una tosca talla cincelada en roble o aliso por un antiguo pueblo de los bosques.

—Admitiré que había mucha distancia —musitó Jack Derry con tono ominoso—. ¿Pero cómo explicas tu encierro en el castillo? ¿Y la herradura de Luin? ¿Quién aflojó los clavos? Por último, ¿quién fue el que te dio la espada deteriorada? Porque se ve con claridad dónde había una rotura antes de nuestra lucha… —Señaló una pequeña mella perfectamente recta que se extendía alrededor del perfil, por donde la hoja se había partido.

—Todo son coincidencias —objetó Sturm, con un ribete de duda en su voz.

—«Coincidencia» es sinónimo de «lo ignoro» en Solamnia —dijo Jack a Mara, al tiempo que le hacía un guiño. Luego se apresuró a añadir:

»Vamos, vamos, maese Sturm. Los retos y peleas a puñetazos están de más, pues puedes creerme o no; no es asunto que me concierna.

—Y, no obstante, hace días que me sigues —apuntó Sturm, mirando enfadado a través del fuego a su inesperado visitante.

—¿Seguirte? ¡En absoluto! —contestó, divertido, Jack—. Iba en tu misma dirección, lo admito, pero a visitar a mi madre. A partir de aquí se separan nuestros caminos, si así lo deseas. O ahora mismo, si lo prefieres.

—¿Quieres decir que no has llegado hasta aquí para advertirme? —preguntó Sturm—. ¿Que nuestro encuentro en medio de las llanuras, bajo un fuerte aguacero, es sólo…?

—¿«Coincidencia»? —sugirió Jack con una media sonrisa curiosa, y él y Mara estallaron en carcajadas.

La rabia tiñó de rojo las mejillas de Sturm.

—Entonces, que así sea, Jack Derry —declaró, haciendo alarde de su mejor comportamiento solámnico—. Si lo que dices sobre Boniface y otros asuntos es cierto, entonces no tenemos más opción que escondernos aquí y esperarlo. Si, por la razón que fuere, planea deshacerse de mí, tendrá que venir aquí para encontrarme.

El jardinero se limitó a sonreír.

—Ésa no es una buena solución, maese Sturm, si los rumores que circulan por la Torre son ciertos. Tienes que llegar a una cita en una fecha señalada, según oí comentar… Algo acerca del primer día de primavera. Tal vez advirtieras anoche que las lunas, Solin y Luin, se cruzaron en el cielo.

Sturm no osó mirar a Mara.

—Si conoces algo de astronomía —continuó Jack—, sabrás que tal convergencia es una singularidad que tiene lugar cada media década, más o menos, y este año caía una semana antes de la primera noche de primavera.

«¡Una semana! ¡Gracias les sean dadas a Paladine y a todos los dioses del Bien por quedarme todavía una semana!». Sturm se puso de pie y dio la espalda al fuego.

—Boniface podría tardar un mes en llegar… o un año —continuó Jack Derry—. A él le podría convenir esperar, para que tú faltaras a tu… cita con el Hombre Verde.

—No eres jardinero, ¿verdad?

La mano de Sturm se acercó despacio hacia su espada rota. «Eres un señuelo, Jack Derry —añadió para sus adentros—. Eres obra de lord Silvestre… o una aparición… o…».

—¿Cómo puedes decir eso, Sturm Brightblade? ¿Es que no viste lo bien que cuidaba los jardines de la Torre?

Un dolor sordo recorrió el hombro de Sturm; no tan agudo como el que había sentido al ser herido, o en el castillo Di Caela, o en la arboleda de las llanuras, sino un dolor persistente, amortiguado, que se propagó hasta la punta de sus dedos.

No pudo agarrar la espada.

—No, no, maese Sturm —continuó Jack—. Soy jardinero más que cualquier otra cosa, y poco me importa esta enredada intriga solámnica. —Sus ojos fueron veloces hacia la empuñadura de la espada de Sturm y después se volvieron hacia el rostro del muchacho con una franqueza que desarmaba—. Aunque eres cortés, y perteneces a un orgulloso linaje, o eso es lo que me han dicho, no viajé todos estos kilómetros sólo para ponerte sobre aviso o para encontrarme ante tu augusta presencia. Me dirijo a un lugar situado en el linde del mismísimo Bosque Sombrío, a una pequeña aldea llamada Rolde de Cerros Pardos, donde mi anciana madre me aguarda con la ansiedad de una anciana madre que echa de menos a un muchacho largo tiempo ausente, que partió hacia el norte para prosperar en la corte de los caballeros.

—¿Rolde de Cerros Pardos? —preguntó Sturm.

—A dos días de cabalgada de aquí —dijo Jack—. A pie, una caminata de cuatro o cinco días, a través de llanuras y lechos de río a lo largo de la frontera de Throt, donde habitan los goblins. Y en Lemish, donde está la aldea, tampoco encontrarás amigos de los caballeros.

Jack se levantó y fue hacia su pequeña yegua. Le acarició con suavidad el hocico y susurró algo a su oído, algo que se perdió en el ruido del aguacero y el crepitar de la cercana lumbre. La yegua levantó la cabeza, resopló y se giró hacia la boca de la cueva.

—Bien, creo que he de ponerme en camino —anunció Jack mientras conducía a su montura hacia el exterior y la ruidosa lluvia. Hizo un alto en la boca de la cueva, ya con el pie en el estribo, disponiéndose a montar y cabalgar bajo el aguacero.

Mara dio un codazo a Sturm, quien, a despecho de su orgullo y cólera, llamó:

—Jack Derry…

El joven se quedó parado en la entrada, expectante.

—Jack…, ¿conoces algún herrero en… Rolde de Cerros Pardos?

—Desde luego, maese Sturm —respondió el jardinero, sin volver todavía la cara—. Mi primo Weyland lo es. Y también un buen forjador.

—Tendrá que serlo —contestó Sturm, con la mirada prendida en las llamas de la hoguera—, pues herrar a Luin es trabajo de aprendiz, pero volver a forjar la espada…

Jack se volvió y dirigió una mirada intensa y penetrante al joven sentado frente al fuego.

—Weyland Derry puede forjar una espada a tu gusto, maese Sturm Brightblade —dijo con voz queda—. Y tu visita a Rolde de Cerros Pardos tendrá el recibimiento que merece la Orden. Todo será de acuerdo con la Medida, y como podrías esperar de mi gente.

* * *

Boniface se acurrucaba bajo el aguacero, observando la temblorosa luz en la distante cueva.

Había muchos con el chico. Primero la doncella elfa y su araña, ambas imprevisibles, como mínimo, y por lo tanto peligrosos. Después el jardinero simplón, si es que era simplón, o siquiera jardinero, que había viajado a esta zona por los dioses sabrían qué razón. Tender celadas ahora a Sturm Brightblade sería involucrar demasiadas vidas inocentes. Demasiadas espadas. Demasiados riesgos de que al menos uno de ellos escapara y advirtiera a los otros.

Los otros que no lo comprenderían.

Ya en otra ocasión, lord Boniface Crownguard había tenido que ocuparse de testigos. Aquella vez fue un zafio caballero, oriundo de Lemish, nuevo en la Orden y la Medida.

Tampoco él había entendido, y lo que aconteció entonces fue engorroso, embrollado, casi desastroso.

Por consiguiente, no debía haber testigos, pensó Boniface, y sonrió. Ya se presentarían otras oportunidades más adelante. En el vado, y en la aldea…

Se incorporó, montó en su caballo y cabalgó hacia el este; el trapaleo de los cascos de su semental negro quedó amortiguado con el estruendo de la violenta lluvia.

* * *

Partieron a la mañana siguiente, cuando la lluvia amainó. Sturm y Jack iban delante, conduciendo sus monturas por las riendas. Mara iba subida a lomos de Bellota, la robusta yegua castaña de Jack, que también cargaba el bulto de las pertenencias de la elfa con facilidad, ya que no con alegría. Detrás del grupo, escabulléndose de entre la alta hierba a rocas y de nuevo a la hierba alta, evitando el sol y los espacios abiertos, Cyren, la araña, conseguía mantener su paso aunque de manera irregular.

Por consejo de Jack, Sturm no siguió viajando hacia el famoso vado del alcázar de Vingaard. Si, como había empezado a sospechar, tenía fundamento la advertencia de Jack sobre las celadas tendidas por lord Boniface, entonces todos los vados importantes resultarían peligrosos.

En lugar de ello, el grupo viró al éste, directamente hacia un angosto paso del río por donde Jack afirmaba que pasarlo a nado era tan sencillo como cruzarlo por los vados. Muy alto, sobre sus cabezas, los maitines pescadores se lanzaban en picado y se zambullían, y, si hubiese buscado augurios, Sturm habría cobrado ánimos con aquellos alados y antiguos símbolos solámnicos.

Abatido, caminaba penosamente al lado del joven jardinero. Al parecer, no bastaba con que estuviera condenado a sufrir un seguro fracaso contra alguien tan diestro e ingenioso como Vertumnus, sino que ahora, además, el mejor espadachín de Solamnia lo acechaba por si, por algún milagro, sobrevivía al combate con el Hombre Verde.

Es decir, si es que daba crédito a lo dicho por Jack Derry. Parecía absurdo, como algo sacado de un cuento antiguo de sangre, oscuros juramentos y venganza. Boniface había sido amigo de su padre. Angriff lo había salvado de lord Torvo. Habían crecido juntos, habían luchado juntos, habían estudiado, sufrido y medrado en sabiduría… y…

Por último, estaban el Código y la Medida.

No podía ser cierto. Boniface no podía ser un traidor.

Sturm pasó con suavidad su enguantada mano por el cuello de Luin. Despacio de manera gradual, volvió a sentir los dedos, y su mente se dirigió a otros asuntos: a los pocos días que faltaban y el largo camino que tenía ante sí.

* * *

La nueva ruta llevó al grupo a través de una rica tierra de pastos, al norte de la antigua plaza fuerte de Solanthus. En algunos puntos, el terreno empezaba a verdear, expectante, y las primeras aves migratorias habían regresado de su estancia invernal en el soleado norte. Rodeado por estos signos que anunciaban la primavera, Sturm dirigía la mirada hacia el sur, a través de los kilómetros llanos, y podía distinguir la legendaria fortaleza, gris y brumosa, en el límite del alcance de la vista. Era pródiga en historia y tradición, la clase de lugar que soñaba con visitar. Con todo, no osaría acercarse a ella después de lo que Jack Derry le había dicho. Boniface podía encontrarse en cualquier punto de las llanuras, y sin duda sus aliados estarían por todas partes.

Sturm suspiró y tiró de las riendas de Luin.

—¿Por qué ese gesto sombrío, maese Sturm? —preguntó Jack mientras guiaba a Bellota rodeando los charcos de agua que muy bien podían ocultar un terreno peligroso—. ¡Alégrate de que hayamos dejado atrás las lluvias!

—La primavera se acerca a pasos agigantados, Jack Derry —contestó Sturm—. Demasiado rápido, me temo, para mi gusto. Falta sólo una semana para que se cumpla la fecha en que he de presentarme en el Bosque Sombrío, dispuesto para ajustar cuentas con lord Silvestre en persona.

—Mira a tu alrededor, maese Sturm —apunto Jack con suavidad—. ¿Dónde está Vertumnus y dónde están el anzuelo y el sedal con los que te arrastra hacia el este?

—No lo entiendes —protestó Sturm—. En primer lugar está la herida. Sé que fue motivo de risas en la Torre. Dicen que lo imaginé, ¡pero está ahí, por Paladine! Pero lo más importante es el honor del desafío. No puedo actuar de otro modo. Tú no lo sabes, Jack. No hay una Medida para los jardineros.

Jack esbozó una curiosa sonrisa y se frotó la mejilla.

—Ninguna otra Medida salvo el sol, las lunas y las estaciones —respondió—. Y doy las gracias por ello.

—Y yo por tener la Medida —dijo Sturm, aunque con demasiada precipitación—. Y… por supuesto, por este hermoso día. —Miró a su alrededor, intentando adoptar una expresión jovial—. Un final de invierno suave, Jack. Sin escarcha, y los pájaros que empiezan a regresar. Tan suave como la primavera del treinta y cinco, diría yo.

Cuando los granjeros hablaban de primaveras suaves, hacían referencia al año trescientos treinta y cinco. Sturm lo recordaba bien, a pesar de que entonces sólo contaba diez años: los deshielos del invierno y las flores empezando a brotar en los jardines del castillo Brightblade.

—Sí que es suave, señor, aunque no sé lo del trescientos treinta y cinco —repuso Jack y señaló hacia el este—. Será mejor que nos detengamos por aquí para pasar la noche —sugirió—. Estaremos más seguros cerca de la fortaleza, con todos los asaltantes y merodeadores que hay por la zona. —Jack miró a Sturm con expresión solemne antes de advertirle—: Preferiría que maese Brightblade no se sorprendiera cuando descubra lo que piensan las gentes del campo sobre su Código y su Medida.

* * *

La tarde discurrió con tranquilidad, lo que significó un gran alivio para Mara, pero sobre todo para Sturm. Por primera vez en casi una semana, el muchacho durmió a pierna suelta, con la tranquilidad de saber que Jack Derry vigilaba el campamento.

Había algo en el jardinero que inspiraba confianza. Sturm lo había sentido durante la larga jornada de viaje al ver cómo Jack leía los cambios del viento del mismo modo que un espadachín lee las fintas de su oponente. Jack era un buen conocedor de las tierras agrestes; pero también lo era, sin duda, el peligroso hombre con el que iba a reunirse Sturm para dirimir un desafío.

Sturm observó a Jack mientras éste cuidaba la hoguera de llamas bajas, observó las sombras que proyectaba el amortiguado resplandor rojo en sus manos y su rostro. Con aquella luz, el jardinero le resultaba inquietantemente familiar, como si se conocieran de toda la vida.

* * *

—Mirad con atención, maese Sturm y lady Mara, y veréis la confluencia más meridional del Vingaard —dijo Jack.

Sturm estaba de puntillas, sosteniéndose en Luin y escudriñando hacia el este, donde el aire parecía reverberar al límite del campo visual. Mara, montada en Bellota y con sus penetrantes ojos elfos prendidos en el oriente, asintió de inmediato cuando Jack señaló la marca del terreno.

—En ese punto, el río es manso como un niño —continuó el jardinero, con una mueca maliciosa—. Tu araña podría enviar cientos de notas en sus barquitos verdes.

Mara guardó silencio, con gesto frío. Sturm disimuló una sonrisa. Sin duda, la muchacha se arrepentía de haber contado una y otra vez su historia, sobre todo cuando la habían escuchado oídos como los del satírico jardinero. Se aproximaron al río.

—Como os dije a ambos cuando decidimos tomar esta ruta, en este punto puede cruzarse el río a nado con tanta facilidad como vadeándolo. Su nacimiento está cerca, y el terreno es nivelado en las dos orillas. Al cabo de una hora, más o menos, nos encontraremos en Lemish, y desde allí sólo resta una jornada hasta Rolde de Cerros Pardos, si el tiempo nos es propicio y no tenemos tropiezos con bandidos. —Dirigió una mirada desaprobadora a Sturm. Luego, mientras se apartaba de la frente el pelo castaño, sugirió—: Creo, maese Sturm Brightblade, que sería aconsejable que te quitaras parte de esa armadura. Cruzar a nado un río, aunque sea tan tranquilo como éste, resultaría más sencillo sin cargar esos veinte kilos de metal.

Abochornado por demostrar tan pocas luces, Sturm se despojó del peto y lo cargó, junto con el escudo, a lomos de Luin. Jack lo observaba con una expresión divertida e irónica.

—Ahora resulta difícil distinguir al solámnico del sirviente, ¿verdad, maese Sturm?

—Seguidme —rezongó el joven, que echó a andar hacia la ribera.

Jack se movió con agilidad y se plantó delante de él.

—Si me permites el atrevimiento, señor, deberíamos olvidarnos de tanta pompa y protocolo, y dejar que alguien que conoce el río dirija la marcha —sugirió.

Los dos jóvenes se miraron cara a cara, sin que existiera entre ellos la menor diferencia en estatura o peso. Era como si Sturm se contemplara en un espejo borroso, en el que el rostro que le devolvía la mirada fuera una semblanza del suyo en edad y porte, pero sin ser su reflejo.

—Estoy de acuerdo con el jardinero —intervino Mara—. Un río es ya de por sí bastante traicionero, incluso contando con un buen guía.

—No recuerdo haber pedido tu opinión —dijo con frialdad Sturm, dedicando apenas una mirada de reojo a la elfa.

Luego echó un vistazo a la corriente. En verdad, no parecía muy difícil de cruzar. En este punto, el río no tenía más de treinta metros de anchura, y a sus orillas crecían inmensos árboles perennes, así como desnudos sicómoros y vallenwoods. Las ramas de unos se entrelazaban con las de otros, formando una especie de fino enrejado sobre el río, casi como una celosía o…

O una tela de araña.

—¡Cyren! —llamó jubiloso Sturm.

Mara lo miró perpleja, pero Jack captó la idea al punto y condujo a la reacia araña hacia el ancho tronco de uno de los vallenwoods más prometedores.

—Ahora, lady Mara —dijo Jack, con una mirada intensa en sus oscuros ojos—, si eres tan amable, convence a tu araña para que cruce el río por aquí, y procure tejer un camino para el resto de nosotros. Supongo que puedes ir a la cabeza del grupo, maese Sturm, si disponemos de un hilo sólido al que agarrarnos y un paso despejado sobre los Rápidos del Vingaard.

—¿Los Rápidos del Vingaard? —preguntó Sturm—. Yo… creía que estaban al este de aquí.

El muchacho había oído contar muchas historias acerca de la traicionera y cambiante corriente en la confluencia más oriental del río. De hecho, su propio bisabuelo casi había sido arrastrado por los rápidos, con lo que habría acabado con el linaje Brightblade. Los Brightblade y las corrientes de río no se llevaban bien, y la referencia de Jack a los Rápidos lo hacía sentirse terriblemente desazonado.

—En este punto no es tan fuerte —explicó Jack—. Pero un río es siempre traicionero. Quizás, y puesto que estoy más familiarizado con los rápidos y sus tendencias, deberíamos proceder como planeamos al principio, yendo yo a la cabeza del grupo.

—Muy bien —aceptó Sturm, apresurándose a aprovechar la caballerosa oferta—. Puesto que, al fin y a la postre, eres oriundo de Lemish, Jack…

—¡De acuerdo, entonces! —exclamó el jardinero, cuya sonrisa maliciosa se ensanchó mientras Cyren, azuzado por las palabras apremiantes de Mara, así como también por una suave patada, trepaba desde un vallenwood hasta un sicómoro, y así sucesivamente hasta llegar sano y salvo a la otra orilla del río—. Serás un buen caballero, Sturm Brightblade.

Un grueso y pegajoso filamento se extendía de ribera a ribera, y, palmo a palmo, adelantando primero una mano y después otra, el grupo empezó a cruzar la plácida corriente del agua.

Ciertamente, las aguas eran más mansas en el punto elegido por Jack que en cualquier otra parte. Sturm se agarraba con una mano al filamento y sujetaba con la otra las riendas de Luin; Mara iba a continuación, conduciendo suave y diestramente a la pequeña Bellota por las deslizantes aguas. Encabezando la marcha, Jack se mecía y se zambullía en el río, sumergiéndose, sacando la cabeza y escupiendo agua con la grácil agilidad de una nutria.

—¡Falta poco! —anunció mientras emergía de un remolino, con los oscuros mechones de pelo pegados a la frente—. Podrás contar este viaje a todos los otros caballeros y a los pequeños Brightblade del futuro… ¡y que cruzaste un río al albur de una araña!

Jack abrió los ojos de par en par, en un fingido gesto de sorpresa. Era la primera vez que Sturm le había sonreído.

—¡Vaya, vaya, maese Sturm! —declaró a voz en cuello—. Me parece que hay una persona de carne y hueso bajo esos Códigos y Medidas.

Sturm esbozó otra amplia sonrisa y se apartó el cabello mojado de los ojos. En este momento, el cruce les parecía una fantástica aventura, con el sonoro discurrir de las aguas del Vingaard a su alrededor.

Tan ruidosa era la corriente que ninguno de ellos, ni siquiera los caballos, oyeron, aproximarse a los bandidos. La primera flecha cayó sobre ellos cuando Jack había pasado la mitad del río.