Mara y la araña
—Bien, entonces nos llevarás de regreso a casa —afirmó, con las rodillas dobladas bajo el peso de la carga. Sturm tendió los brazos para ayudarla, pero ella lo apartó de un empujón—. No te preocupes. Lo cargaré en la yegua —dijo, señalando con un gesto a Luin, que se mantenía cautelosa al borde del claro, todavía intranquila por el altercado con la araña.
—P… pero no puedes hacerlo, señora. Es imposible —protestó Sturm—. Se le ha desprendido una herradura y no debe cargársele peso.
La muchacha elfa dejó caer el bulto con desánimo.
—¿Quieres decir que tendremos que viajar a pie hasta Silvanost?
Sturm tragó saliva con esfuerzo. Aunque estaba desorientado y poco seguro de su posición actual, conocía la geografía del continente. Silvanost se encontraba a ochocientos kilómetros de distancia, en línea recta, y tal viaje parecía demasiado largo y arduo.
—Pero yo me dirijo al Bosque Sombrío, nada más —replicó.
Ella sacudió la cabeza.
—Ya no. Ahora nos dirigimos a Silvanost, para someterme al arbitrio y clemencia del maestro Calotte.
Sturm frunció el entrecejo, desconcertado.
—El hechicero —explicó ella con sequedad—. Como recordarás, muchacho, mi verdadero amor sigue siendo una araña.
Se quedaron mirándose uno al otro, de hito en hito.
—Lo…, lo siento, señora —balbució Sturm—. Y aún siento más que mi camino llegue sólo al Bosque Sombrío. Los lejanos dominios de Silvanost están, me temo, más allá de mis… posibilidades. No dispongo de tiempo. Es posible incluso que alguien me esté siguiendo.
Tosió para aclararse la voz.
—Tonterías —dijo ella, con un tono frío e inexpresivo—. Silvanost podría encontrarse al otro extremo del mundo y, aun así, tendrías que llevarme hasta allí. Te obliga tu honor. ¿Cómo dice tu gente? ¿«Est Sular is oth Mithas»?
Sturm, aunque de mala gana, tuvo que asentir.
—«Mi honor es mi vida». ¿Pero cómo sabías que…?
La muchacha soltó una risa desabrida.
—¿Que perteneces a la Orden? Cuando se trata de blandir una espada, nadie es tan imprudente como un jovenzuelo solámnico. Puedes ir al Bosque Sombrío y hacer lo que desees, pero yo estaré contigo. Y, después, me llevarás a Silvanost. Así de simple. Estás obligado por tu estúpido Código y Medida.
«¡Es una prueba!», pensó Sturm con un temor creciente. La doncella elfa lo miraba fijamente, enfadada pero con expresión inocente. Después de todo, si lord Silvestre podía jugar tan a la ligera con las estaciones y sus cambios, ¿por qué no iba a tener aliados —gente extranjera, elfos o los dioses sabían qué otra clase de personas— que estuvieran dispuestos a hacer su voluntad de buena gana?
«¿Acaso no toca también la flauta esta criatura?».
¿Y cómo podía conocer un elfo el Código solámnico, que la Medida interpretaba desde el punto de vista de ayudar a los débiles y desvalidos?
Observó con expresión funesta a la muchacha, cuya mirada no había vacilado ni un instante. Parecía cualquier cosa menos débil y desvalida.
«Y, sin embargo, Vertumnus lo sabría, me haría cumplir con el Código y mi honor, me pondría más a prueba…».
Sacudió la cabeza. Después de todo, ¿qué sabía lord Silvestre de honor o qué le importaba a él? Era ridículo discurrir ideas tan enrevesadas, creer ver una mano verde detrás de este incidente.
—Lo siento —empezó Sturm.
Y un dolor penetrante, hiriente, estalló en su hombro; un dolor que, en comparación, todos los demás habían sido un leve cosquilleo, una picazón.
«Esto es morir —pensó de nuevo mientras caía de rodillas ante la doncella elfa—. Esto es por mi retraso, mi cobardía, mi deshonor…».
Y perdió el conocimiento.
* * *
La doncella elfa lo hizo volver en sí sin la menor delicadeza, sacudiéndolo hasta que abrió los párpados.
Algo atontado, Sturm miró a la muchacha y recordó todo lo ocurrido: la lucha con la araña, la cólera de la chica, su historia y su súplica, la negativa de él…
Y el dolor que había venido a continuación, atravesando como un hierro candente su hombro herido.
—De acuerdo —musitó, sintiendo la boca seca y picor en la garganta—. Iremos a Silvanost. Pero después de pasar por el Bosque Sombrío, no lo olvides.
Antes de que la chica pudiera responder, Sturm se había puesto de pie y, con un movimiento veloz y atlético, se había echado a la espalda el bulto con sus pertenencias.
El dolor del hombro había desaparecido, misteriosa y totalmente. No lo sorprendió. Vertumnus estaba detrás de todo este encuentro en la arboleda, este anticipo de batalla, música, promesas y luz de luna.
Sturm gruñó incómodo con el peso del paquete. De pronto, su carga y la longitud de su camino se habían quintuplicado. Allí, en medio del soto de coníferas, pensó en Silvanost, en el largo viaje a través de las montañas Khalkist, cruzando la Cordillera de la Muerte hasta Sanction, a lo largo de la frontera de Neraka, para después bajar hasta Bloten y continuar hacia el sur, en dirección a los grandes bosques. Un camino plagado de bandidos y ogros, por lo que había oído contar.
Sturm casi deseó que Vertumnus lo matara el primer día de primavera.
* * *
Se llamaba Mara, y la historia que contó era puramente kalanesti, plena de magia, amor prohibido y perdición.
—Comenzó hace cuatro años —explicó, respondiendo a la pregunta formulada por Sturm, mientras los dos salían de la arboleda. Era de madrugada, y el sol que asomaba por el horizonte oriental era su guía.
Sturm se colocó mejor el bulto cargado a la espalda. Aunque apenas había amanecido, ya se sentía cansado tras haber deambulado entre los árboles toda la noche, cargado con los dioses sabían qué pertenencias. Mara lo seguía, conduciendo a Luin por las riendas; una vez o dos, en las cercanías, había oído el perturbador sonido de la araña, que trepaba de rama en rama.
—¿Hace cuatro años? —preguntó distraídamente. El cansancio entraba en conflicto con la amabilidad. Era difícil prestar atención a otra historia.
—En Silvanost —continuó Mara—. Donde los Altos Elfos, con su belleza y ojos claros, gobiernan. Cyren era uno de los Calamón, vástago de una de las familias más nobles, mientras que yo no era más que una criada de la casa de su primo.
—Entiendo —dijo Sturm, aunque no estaba seguro de entender.
—Los obstáculos surgieron desde el principio. Un curso que está condenado a no discurrir jamás en línea recta —explicó Mara.
Hizo una pausa, como para recordar. Sturm oyó levantar el vuelo a unos pájaros en unos enebros, a sus espaldas, sobresaltados por el avance de algo: sin duda, el noble vástago en cuestión.
—Nos vimos por primera vez en el Gran Festival de la Paz, con el que se conmemora la firma del Tratado de la Vaina de la Espada. Se celebra todos los años, pero siempre parece algo nuevo. Los bosques se llenan de luces, más de las que puedan imaginarse, y las antorchas encendidas en Qualinost y Ergoth se entremezclan entre los árboles. —Mara suspiró—. Es una velada gloriosa. Como podrás imaginar, las mujeres de la casa real, hijas y sirvientas, todas, se mantienen fuera del alcance de la vista de los muchachos porque…, bueno, porque puede traer consecuencias funestas para alguien.
Sus mejillas se encendieron y tiró con brusquedad de las riendas de Luin. La yegua relinchó y sacudió la cabeza en protesta.
—Aquél fue el más glorioso de todos los festivales —continuó lentamente Mara—. Recuerdo sus ojos… Los de Cyren, quiero decir. Salió de la barca, saltó a la orilla del Thon-Thalas y, sin apenas hacer una pausa, se sumó a la Danza de los Sueños, el quinto y más importante baile de la tarde de fiesta. Se advertía por su forma de bailar que era un aristócrata qualinesti, pero yo miré sus ojos mientras los violoncelos sonaban. Eran castaños, tan profundos como el bosque, y su mirada tan directa que te hacía pensar que no cerraba los ojos, que ni siquiera parpadeaba al mirar el sol de mediodía. Aunque sólo los he visto tres veces desde entonces, los recuerdo con tanta claridad como las luces del bosque o las titilantes estrellas de Mishakal: esas mismas estrellas que he estado observando durante meses, aguardando la llegada de una noche única en cinco años…
Sturm se encogió sobre sí mismo. El camino al Bosque Sombrío le parecía más y más largo a medida que Mara hablaba.
—Pero, ya basta de eso —declaró la muchacha—. Has preguntado cómo hemos llegado a la noche de ayer y a esta situación.
Sturm se colocó otra vez el paquete cargado a la espalda. ¿Qué habría en él? ¿Huevos de araña? ¿Piedras? ¿Casas enteras? ¿Qué iba envuelto entre mantas, hojas y tela de araña?
—De inmediato, lord Cyren se fijó en mí —dijo Mara—. Me cortejaba con sus ojos en la luz danzante, en el canto del arpa y del profundo violoncelo. Pero yo era una criada, y mi familia un trofeo de guerra. Aunque Cyren era apuesto, alejé mis pensamientos de aquellos ojos y aquellas canciones, pues una relación entre los dos era algo demasiado inverosímil, algo inimaginable. Lo que es más, él era alguien extraño y exótico, casi sin historia, alguien oriundo de los lejanos dominios forestales, y ninguno de sus numerosos primos lo había conocido hasta entonces ni había oído hablar de él.
La muchacha siguió caminando sumida en el silencio, y pasó un buen rato hasta que volvió a hablar.
—En los días siguientes recibí varias notas; notas transportadas en barquitos de hojas, como los que hace un niño para jugar. El echaba estos mensajes en la suave corriente del Thon-Thalas cuando yo estaba a la orilla del río, lavando las ropas de mi señora. Sus palabras me provocaban, me incitaban, me engatusaban para que me marchara con él. Cyren me escribió que había un puente en el extremo más occidental del bosque y que, si consentía en acompañarlo, debía reunirme con él en ese puente cuando la luna brillara; abandonaríamos juntos Silvanesti, y cabalgaríamos por las Praderas de Arena hasta encontrar una tierra donde no existieran diferencias entre kalanestis y silvanestis, donde la gente no supiera distinguir entre un Alto Elfo y un Elfo Salvaje.
—Existen sitios así —comentó Sturm—. Creo que Solamnia es uno de ellos.
—Incluso los caballeros saben diferenciar entre un elfo y una araña —replicó con acritud Mara—. Pero esa parte de la historia viene después.
»Por ahora nos limitaremos al hecho de que Cyren Calamón de la Casa Real enviaba su flotilla verde Thon-Thalas abajo a diario, y cada noche yo regresaba a la casa de mi señora sin dar respuesta a sus notas. Es impropio de una doncella ser tan… atrevida. Él insistió e insistió, hasta que comprendí que, si sus intenciones hubiesen sido deshonestas, se habría dado por vencido mucho tiempo atrás. Fue entonces cuando consentí en tener un encuentro con él, pero no en el puente donde termina el bosque y empiezan las tierras agrestes y sin ley que hay más allá de nuestras fronteras, sino en un lugar más seguro, el transbordador al oeste de Silvanost. Era un sitio discreto, alejado de la solidez marmórea de la gran urbe, donde el rey Lorac y su hija Alhana habitan en la Torre de las Estrellas, y, sin embargo, era un lugar menos… aventurado y oculto que los que me proponía mi nuevo amigo.
»En nuestra ansiedad, actuamos como unos necios. Aunque nuestros encuentros eran cautelosos, incluso correctos, alguien nos vio y alguien lo desaprobó. Quizás —añadió con tono ominoso— alguien que estaba celoso. Y ese alguien hizo llegar la noticia de nuestras citas a la Casa Real. Me cambiaron mis tareas, y los aposentos de mi señora se trasladaron a las habitaciones altas de la Torre de las Estrellas. Aquello fue todo un honor para ella…, esa engreída cabeza hueca que creía que su posición se elevaba junto con sus aposentos, sin advertir, ni por lo más remoto, que su recién adquirida situación en la corte tenía que ver con su servidumbre. Pero para mí fue un tormento.
»Así que sufrimos durante meses, ambos en soledad, ambos anhelando reunimos y escapar en una huida a medianoche hacia un lugar donde el linaje y los antepasados no tuvieran importancia alguna.
—¡No existe un sitio así! —exclamó Sturm, pero de inmediato enmudeció, sorprendido por su vehemencia.
Mara no pareció advertirlo al tener puesta su mente en el resto del relato.
—La historia se torna aún más terrible a partir de aquí, solámnico. A Cyren le fue prohibida la entrada en la Torre, y las ventanas altas estaban fuera de su alcance, a menos que tuviera alas o pudiera trepar…
—¿Cómo una araña? —preguntó Sturm.
—Como una araña, en efecto —dijo Mara moviendo la cabeza en señal de asentimiento—. Adivinas el plan, ¿verdad? Bien, pues conócelo por lo que era en realidad: un riesgo temerario. Como ha hecho durante miles de años, el amor indujo al corazón imprudente a buscar la ayuda de la hechicería. Cyren fue a visitar al maestro Calotte en la parte más oscura del bosque, donde se alza la Torre de Waylorn, gris y carente de ventanas, con su sombra mezclándose con las de sauces y álamos hasta que toda luz, ya sea de lunas o sol, queda interceptada por hojas, ramas y torre. Dicen que allí las mariposas son negras y que las ardillas se han quedado ciegas porque está tan oscuro que se guían sólo por el olfato y el oído y sus ojos han dejado de serles útiles al paso de generaciones.
Sturm ocultó una sonrisa. Aquél oscuro lugar del mago le sonaba a fantasía.
Pero escuchó a Mara exponer el triste final de la historia.
Al parecer, bajo el disfraz de una simulada actitud servicial, el maestro Calotte ocultaba su pasión por Mara.
Un elfo viejo y, si se daba crédito a la muchacha, indescriptiblemente feo, tenía tanta esperanza en conseguirla como ella la tenía en la sinceridad del cortejo de Cyren.
Tampoco el viejo Calotte podía valerse de un encantamiento, pues la Casa de los Místicos tenía que saber siempre si una criatura estaba embrujada o inducida o sometida por cualquier otro medio mágico, y los silvanestis rechazaban sancionar un matrimonio en esas condiciones. Pero cualquier cosa parecía posible si el viejo mago actuaba con astucia y circunspección.
—Fue fácil —explicó Mara con rabia mientras ella y Sturm se detenían a descansar un rato en una loma rocosa que había en medio de la pradera—. Fácil engañar al confiado Cyren, que llegó a él desesperado. Fácil, si alguien está dispuesto y deseoso, convertirlo en cualquier criatura que la mente pueda imaginar o recordar. Fácil para Cyren trepar por la Torre de las Estrellas hasta la ventana donde yo aguardaba.
Mara sonrió y estiró las piernas sobre el duro suelo. Sturm estaba de pie a su lado contemplando las llanuras solámnicas, donde, en el lejano horizonte oriental, le parecía divisar la bruma y el resplandor de agua. ¿Estaban cerca de Vingaard, o sería uno de esos espejismos del alcázar de Thelgaard o la Ciudad de los Nombres Perdidos de los que hablaban los viajeros?
—Al principio me sobresalté. Si una araña que duplica tu tamaño asomara por el repecho de tu ventana, farfullando y llamándote por señas para que salgas, también te mostrarías precavido.
Sturm asintió con un cabeceo. «Precavido» no era la palabra que se le había ocurrido.
—Pero enseguida Cyren me hizo comprender que no era una araña normal, sino mi verdadero amor transformado —dijo la muchacha.
—¿Cómo lo consiguió? —preguntó Sturm, disimulando una sonrisa al imaginar a la criatura dando una serenata con su voz estridente e inhumana, o tejiendo el nombre de Mara con sus pegajosos filamentos.
—Hiló una especie de escala. Los druidas la llaman telaraña de armazón, pues sobre ellas estas criaturas tienden hilos de un árbol a otro, y los intrincados radios y espirales que dejan caer desde el aire sobre sus presas. Pero aquel armazón era sólo una escala que caía por el lado de la torre, dieciocho, veinte metros, desde mi ventana hasta el Oscuro ramaje que había debajo.
»¡Por Branchala, estaba asustada! —rio—. Las lunas no brillaban esa noche, así que pude descender sin que me vieran, pero tampoco yo veía nada. Bajé despacio, como si me estuviera metiendo en un pozo de víboras, pero, cuando quise darme cuenta, me encontraba sobre el suelo herboso del bosque y Cyren corría hacia el oeste, en dirección a la Torre de Waylorn, deteniéndose, girando, soltando tras de sí un filamento que yo agarré y seguí como…, como tu yegua sigue la rienda.
»De este modo avanzamos por el bosque y nadie me vio ni me oyó mientras cruzábamos el Thon-Thalas y nos abríamos paso por una zona de la floresta que me era desconocida, hasta llegar a un claro al pie de la Torre. —Se estremeció al evocar lo ocurrido.
»En el momento en que vi que el conjuro era obra del maestro Calotte, temí por la suerte de ambos… Sobre todo por la del pobre Cyren. Me había dado cuenta de cómo me miraba aquel hombre, de un modo que me helaba la sangre, y temí que su ayuda tuviera un espantoso coste. No pasó mucho antes de que supiéramos el precio que tendríamos que pagar.
Mara se puso de pie, cogió las riendas de Luin e indicó con una seña a Sturm que el descanso había terminado y era hora de reemprender el camino. Descendieron de la loma, seguidos por Luin y la araña —una presencia de murmullos y crujidos en la alta hierba—, mientras la doncella elfa revelaba la última y más terrible parte de la historia.
—Como ya habrás supuesto, solámnico, el hechicero rehusó devolver a Cyren su forma original. Estaba allí sentado, metido en el hueco de un roble hendido, negro y tenebroso como su propio corazón.
»«Mara», dijo, «mi dulce Mara. Sabes muy bien cómo podrá recuperar el príncipe Cyren esa forma que tanto te deleita, y sabes también el precio que te costará».
—Canalla —rezongó Sturm.
—Cyren lo habría atacado en ese mismo instante —dijo Mara—. Lo habría hecho pedazos y habría soltado veneno en sus heridas si yo no se lo hubiese impedido. Pero, por lo que sabíamos, la muerte del maestro Calotte condenaría al pobre Cyren a permanecer para siempre bajo la forma en la que hoy lo ves.
Sturm dirigió una mirada escéptica a la doncella elfa. Habiendo luchado con Cyren, habiendo visto maniobrar y escabullirse a la criatura en el bosque, se preguntó cuan difícil habría sido realmente para Mara contener al vengativo ser.
—Ahora sabemos que fue un error —prosiguió la muchacha—. Pero entonces abandonamos Silvanesti considerando que era un lugar poco seguro para los dos. Después de todo, yo había desafiado la voluntad de la Casa Real. También lo había hecho el pobre Cyren, y su situación era aún peor, pues con su nueva forma se convertiría en la presa de cualquier cazador, desde El Cercado hasta la bahía de Balifor.
»Vagabundeamos año tras año, buscando el modo de anular el hechizo del maestro Calotte. Visitamos a magos y chamanes, llegando incluso hasta el Muro de Hielo en el sur, y por el oeste a la Torre de Wayreth, en Qualinesti; después regresamos por un camino distinto y peligroso, a través de Bloten, Zhakar y Khurikhan, donde los elfos son tan poco bienvenidos como las arañas. El tercer año nos sorprendió en las llanuras de Abanasinia, donde nos hicimos amigos de un grupo de Hombres de las Llanuras, cuya sacerdotisa era una simple chiquilla, la hija del jefe de la tribu que-shu, sujeta a fugaces y profundos trances en los que la pradera le cantaba y las estrellas conformaban sobre su cabeza las formas del arpa y la lemniscata.
—Profecías verdaderas, entonces —observó Sturm.
Mara asintió con un gesto.
—La tal Goldmoon —continuó— nos dijo que el conjuro podría anularse sólo a través de la música y la convergencia de las lunas sobre este punto preciso, en medio de las Llanuras de Solamnia.
»En consecuencia, nos instalamos aquí, aguardando, Cyren y yo. Transcurrió más de un año, durante el cual yo aprendí a tocar la flauta que la muchacha me había dado, en tanto que las lunas pasaban por los signos de Hiddukel, de Kiri-Jolith, del oscuro Morgion…, todos apuntando a la única noche, la que completaba el ciclo de cinco años, en la que las lunas convergían en el centro de Mishakal y la curación y el cambio eran posibles.
Mara se detuvo en el sendero descendente. Sturm continuó unos cuantos pasos, sintiendo otra vez la pesada carga del bulto echado sobre sus hombros. Por fin se paró y se volvió al no oír ni la voz ni los pasos de la muchacha.
Ella estaba un poco más arriba, iluminada por los rayos de sol de primeras horas de la tarde. La desesperación le contraía el rostro, y, aunque su cólera contra Sturm había desaparecido mientras relataba la historia, de nuevo lo miraba con creciente irritación.
—Esa noche —dijo con frialdad—, la más propicia de todas, cuando las lunas convergen y la música suena y el hechizo se deshace… ¡era anoche!
Con la mente en otra parte, evidentemente, dio un enérgico tirón de las riendas y reanudó la marcha cuesta abajo. Luin, adormilada y desagradablemente sorprendida por su brusquedad, resopló y fue tras ella. Unos pasos más adelante, Sturm se dio media vuelta y reemprendió el camino, refunfuñando para sus adentros.
—Una y otra vez se me castiga por mi desliz involuntario —rezongó por lo bajo—. Fue… ¡Fue un error comprensible!
Se volvió a mirar a la muchacha, que parecía no haberlo oído.
»Cruzar a pie llanuras pedregosas —susurró entre dientes—, con una carga de dos toneladas, una compañera de viaje quejicosa, mi yegua cojeando, y una araña gigante y venenosa al acecho en alguna parte, a nuestras espaldas. Apuesto que ésta no es una empresa para héroes, pero, al menos, las cosas ya no pueden empeorar más de lo que están ahora.
Las nubes aparecieron de manera repentina e inesperada, como si un dios hubiese agitado el viento con un veloz gesto de su mano. De pronto, la campiña se cargó de tensión y el aire trajo un tenue olor metálico. Entonces la primera gota cayó sobre el bulto que transportaba Sturm, y otra se estrelló en el puente de su nariz. Luin soltó un relincho aprensivo, y los cielos se abrieron desde la Torre del Sumo Sacerdote hasta el río Vingaard y descargaron un furioso aguacero.