Encuentro a la luz de la luna
—De acuerdo. ¿Cómo salgo de aquí? —inquirió Sturm.
—Creí que nunca lo ibas a preguntar —dijo sir Robert con una risita.
«Debería haber imaginado desde el principio que éste era el motivo de su aparición», se dijo Sturm. El fantasma se giró veloz en el aire. Al hacerlo, soltó una rociada de gotitas luminosas desprendidas de su cabello y vestimenta, verdes e iridiscentes, que dejaron un rastro mientas cruzaba el salón, pasaba entre las puertas y salía al vestíbulo. Sturm fue en pos de él, con la espada desenvainada y dispuesta.
Para su sorpresa, sir Robert lo condujo de vuelta a las bodegas del castillo Di Caela y una vez allí se metió, veloz y etéreo, debajo de la escalera.
—Es un trabajo del ingeniero Bradley —musitó—. Así pudimos sacar el vino cuando la chusma irrumpió en las bodegas.
El fantasma pasó a través de un barril tumbado y de la pared del fondo, donde desapareció por completo, dejando la pétrea superficie reluciente con luz verdosa.
—¡Sígueme! —instó una voz desde el otro lado de la pared.
Cuando Sturm puso una mano sobre las brillantes piedras, una sección del muro giró sobre su eje, y de pronto el muchacho se encontró en el patio del castillo, bañado por la plateada luz de Solinari y el fresco aire nocturno.
Sturm miró a sus espaldas. Sir Robert había desaparecído. De nuevo se preguntó por qué se le había presentado este fantasma entre todos los posibles que debía de albergar un castillo largo tiempo abandonado, un lugar, sin duda, muy frecuentado por espíritus.
Luin cruzó al trote el patio, desde el establo. Al parecer, no había sufrido menoscabo en el tiempo en que había estado sola. Daba la impresión de que alguien se había ocupado de ella y que incluso la había tenido bien alimentada, aunque todavía estaba ensillada y con el bocado puesto, como la había dejado cuando entró en la torre, pensando que su estancia en el castillo sería breve.
Sturm rebuscó en las alforjas, y encontró una tira de tasajo, un poco de quithpa y un trozo de pan duro, todo lo cual devoró con el apetito de un lobo famélico, sin tener en cuenta los buenos modales o la salud. Mientras comía, Luin le rozaba el hombro con el hocico, satisfecha. Al cabo de unos momentos, Sturm le acarició la larga testuz y le habló, avergonzado de haber olvidado al animal durante tanto tiempo.
—¿Cómo te has mantenido tan bien durante estos días, vieja amiga? ¿Cómo te…?
Fue entonces cuando miró a su alrededor y vio que los jardines del castillo estaban verdes, que la hierba crecía fresca y abundante entre las piedras del patio. El animal había tenido pasto de sobra. El follaje era de un verde brillante, no la tonalidad pálida de los brotes nuevos.
¿Habría pasado una semana dentro del castillo? Estaba casi seguro. Sin duda, el primer día de primavera había llegado o, en el mejor de los casos, faltaba un día o dos para esa fecha. Sturm rememoró el banquete de Yule, la severa advertencia del Hombre Verde de que acudiera a la cita en el plazo señalado, y sus pensamientos giraron tumultuosos con las terribles consecuencias.
No llegaría a tiempo. Las noticias sobre su padre, que lord Silvestre había prometido darle, serían una incógnita que quedaría sin revelar… quizá para siempre.
Cuando pensó «para siempre», un dolor sordo le recorrió el hombro, y con él llegó un súbito pánico. ¿Acaso no había prometido Vertumnus cosas aún peores si Sturm no cumplía con la cita acordada?
«La herida florecerá, y sus flores serán mortales».
Sin dedicar más pensamientos a su bienestar o al de Luin, Sturm Brightblade se encaramó de un salto a la silla de montar y cruzó el patio dirigiendo con las riendas a la yegua hacia la campiña solámnica, donde la luna hacía engañoso el paisaje y los hitos se tornaban confusos para los viajeros.
El muchacho echó una última ojeada por encima del hombro al castillo Di Caela, el hogar materno de su linaje. De algún modo parecía insustancial, como si fuera parte de la niebla que lo había conducido hasta sus puertas. Mientras se alejaba cabalgando, divisó los dos grandes torreones. El más alto alojaba el alcázar, el gran vestíbulo y el fantasma de sir Robert di Caela; esta construcción ya no despertaba su curiosidad. Pero detrás de aquella torre se alzaba la otra, la Torre de los Gatos, en la que la familia de su bisabuela había albergado sus excentricidades… y a veces su demencia.
Una luz brilló en la ventana más alta de la Torre de los Gatos; sostenía la antorcha la mano pálida de un hombre anciano, vestido con armadura ceremonial. Incluso desde esta distancia, Sturm pudo divisar el emblema que adornaba su pectoral:
Una flor roja de lis sobre una nube blanca en un campo azul.
* * *
Boniface lo seguía de cerca. La escapada de Sturm lo había cogido por sorpresa en el momento en que daba una cabezada, mientras vigilaba en la torreta suroccidental de la almena, con los ojos fijos en la pálida luna. Soltó un denuesto en voz baja, y después se imprecó por haber maldecido, en tanto que el muchacho se subía a la silla de montar y salía al galope por el portón norte, antes de que él tuviera tiempo de descender de la muralla y llegar al establo.
No había esperado tanto ingenio por parte del muchacho, quien debía de tener la inventiva de los Brightblade, pues ¿de qué otro modo, si no, habría podido escapar de un castillo cerrado a cal y canto?
Lord Boniface Crownguard sonrió para sus adentros mientras sacaba su caballo del establo al patio. Montó con agilidad, con la habilidad de un oficial de caballería, y salió disparado en pos de Sturm y Luin sobre el poderoso semental, una forma oscura de movimientos gráciles en la llanura bañada por la luz lunar.
Pronto, no obstante, redujo el veloz galope del caballo a un medio galope. Era cuestión de tiempo. Después de todo, había tomado medidas en previsión de cualquier contingencia. Desde aquí al Bosque Sombrío había una sucesión de trampas. De hecho, la próxima sorpresa se acercaba a pasos agigantados.
* * *
Sturm y Luin avanzaron hacia el norte a galope tendido y después al este —o, al menos, a lo que el muchacho pensaba que era el norte y el este—, a través de las Llanuras de Solamnia. Las esperanzas de Sturm se tornaron más remotas a medida que aparecían las ondulaciones o irregularidades en el horizonte. ¿Quién habría imaginado que Solamnia era tan extensa, tan increíblemente vasta?
Sturm entrecerró los ojos para resguardarlos contra el viento. Ahora jamás entraría en la Orden.
Abatido, superado por fin el pánico, hizo que Luin frenara a un medio galope. Fue entonces cuando un soplo de brisa pasó sobre ellos procedente del flanco izquierdo, llevando el débil y húmedo olor del río.
El tropiezo del castillo había alterado por completo su sentido de la orientación. Había estado viajando hacia el sur, alejándose del vado y de la calzada a Lemish. El creciente verdor de las praderas solámnicas había engullido el sendero herboso de Vertumnus, y el muchacho había cabalgado sin rumbo durante una hora a través de una llanura que no ofrecía orientación.
Rápidamente Sturm tiró de las riendas y frenó a la yegua. Se incorporó sobre los estribos y miró descorazonado el paisaje que se abría ante él, desolado y monótono en todas direcciones salvo por un parvo soto de coníferas acá, un solitario vallenwood allá.
En este lugar yermo, pensó cómo decepcionaría a lord Gunthar y lord Boniface con su fracaso, su retraso y, tal vez, su muerte. Pensó en la mezquina alegría de Derek Crownguard refocilándose con su derrota. Los otros pajes y escuderos graznarían y gritarían como una bandada de cuervos…
«¿Y los pájaros? No los oigo. ¡Eso es! ¿Dónde están los pájaros?».
Sturm giró sobre sí mismo mirando en derredor mientras su desconcierto daba paso a una creciente y extraña esperanza, ya que esta primavera solámnica, a despecho de su calidez y verdor, estaba vacía de los cantos de pájaros. Las llanuras estaban sumidas en el silencio, la quietud característica del inanimado invierno.
Sturm se alzó de nuevo sobre los estribos. En el límite visual, hacia el este, en la dirección de donde procedía el olor del río, divisó un panorama más invernal y, curiosamente, más prometedor. El verde de la pradera se tornaba pardo de repente, y la niebla cernida sobre la tierra era una bruma propia del invierno, que la luz del sol no podía dispersar.
—¡Es…, es invierno todavía! —exclamó Sturm, dejándose caer sobre la silla de montar. De pronto, la música se alzó frente a él, juguetona, incitante, atrayéndolo hacia las invernales llanuras. Rebosante de gozo, espoleó a la yegua y ambos salieron a galope tendido hacia el este.
Sonrió para sus adentros. La aventura estaba sólo en sus comienzos.
Luin salvó de un salto una vieja valla medio desmoronada mientras cruzaba al galope granjas y pastizales en barbecho. La música los precedía en todo momento, incitándolos a seguir, y a sus espaldas el verdor primaveral se tornaba súbitamente en el paisaje pardo de la tierra endurecida por la helada invernal.
Sturm se echó a reír. Desde aquí el camino era fácil. Así pensaba cuando sintió que la yegua se tambaleaba y se hundía bajo él.
* * *
Tuvieron suerte de no herirse, o incluso matarse. Fue la pronta reacción de Sturm lo que lo impulsó a tirar de las riendas rápidamente, con tal autoridad que la yegua se frenó de inmediato. El muchacho desmontó y, levantándole la pata delantera derecha, examinó el daño sufrido en el casco.
No había sido un accidente. Su experiencia, superior a la de un muchacho de su edad, le hizo comprender al punto que alguien había aflojado un clavo de la herradura, quizá más de uno, de manera que cualquier galopada sostenida hiciera que se soltara la herradura.
—¿Por qué no ha pasado antes? —se preguntó en voz alta mientras conducía al animal hacia un soto de coníferas, buscando refugiarse del viento, que de nuevo se había tornado fuerte y gélido—. Hemos cabalgado a través de la niebla, escapando de…, de lo que fuera. Y era un terreno más accidentado que éste. ¿Por qué no se soltó tu herradura entonces, Luin
A no ser…
El muchacho sacudió la cabeza. Alguien tenía que haber aflojado el clavo en el castillo Di Caela. La misma persona que lo había encerrado. Alguien que lo estaba siguiendo e intentaba hacerlo llegar tarde a su cita.
Sturm caminó durante el resto de la tarde, barajando posibilidades, dirigiéndose más o menos hacia el este. Luin, atada al ronzal, lo seguía plantando la pata con precaución y deteniéndose de vez en cuando para pacer la hierba agostada. En estas condiciones, era una incógnita cómo iban a poder llegar los dos al Bosque Sombrío.
* * *
Aquella tarde, la música casi fue un alivio, al surgir en la verde penumbra del soto que se alzaba al frente. Sturm condujo a la yegua al paso, desenvainó la espada, y se encaminó hacia el grupo de enebros y plantas perennes, con la mente fija en lo real y posible.
No era Vertumnus el que tocaba, como Sturm había esperado. Sin embargo, la muchacha que sostenía la flauta parecía casi tan salvaje y dotada como él. Sus almendrados ojos y sus puntiagudas orejas delataban su raza elfa, y los dibujos pintados en su cuerpo eran muy semejantes a los de los kalanestis.
Esto era todo cuanto Sturm sabía sobre el esquivo pueblo habitante de los bosques, ya que, de todos los elfos, los kalanestis eran los más reservados y, en la actualidad, los más escasos. Menos organizados, con una civilización mucho menos compleja que la de sus primos silvanestis y qualinestis, los Elfos Salvajes vivían en grupos reducidos o viajaban a solas por bosques y frondas de Krynn. Sturm se sorprendió al ver que una de ellos se había detenido en un sitio el tiempo suficiente para ponerse a tocar la flauta. El muchacho bajó la espada y, agazapándose tras unos matorrales, la observó maravillado.
La doncella elfa estaba en un claro abierto en el centro del soto, sentada con las piernas cruzadas sobre el techo de paja y cañas de una pequeña choza, y el oscuro cabello bañado por la luz de luna. Se cubría con pieles para resguardarse del viento y el frío, pero una de sus piernas asomaba entre los pliegues, desnuda de zorro blanco o armiño, morena y provocativa, mostrando unos dibujos verdes de espirales y volutas. Tenía en los labios una flauta de plata y tocaba una melodía lenta, sublime.
Hipnotizado por el verde y el tostado, por el diseño centrípeto de los dibujos, Sturm sintió que se quedaba sin aliento.
Sobre la muchacha, las ramas de las coníferas se mecieron con el viento y después se levantaron con elegancia, como si dejaran que la luz de la luna reluciera sobre ella con alguna finalidad misteriosa e intrincada.
Enseguida, como si la hubiese llamado con su tonada, la luna apareció por un hueco abierto entre las copas de los árboles y brilló directamente sobre la muchacha; o, mejor dicho, asomaron las dos lunas, pues la blanca Solinari, en su radiante plenilunio, se cernía en lo alto esperando a que Lunitari, su hermana roja, se reuniera con ella en el cenit absoluto del cielo. Despacio, la luna roja ascendió en el firmamento mientras la muchacha tocaba y la música inundaba el bosquecillo.
A despecho de las penalidades y los accidentes padecidos durante el día, Sturm se sintió extrañamente conmovido. Había en la escena un insondable sosiego, como si todas las cosas buenas —belleza, salud, virtud, pureza— danzaran por un instante al compás de la flauta. También tenía algo de tristeza. Aunque su presencia era casual, Sturm supo que aquello terminaría demasiado deprisa y de manera repentina, y que, de algún modo, él no tenía que encontrarse allí.
De hecho, empezaba a darse media vuelta hacia la calzada, al tiempo que enfundaba su arma, cuando divisó la tela de araña.
Los hilos tenían el grosor de un dedo y una longitud de seis metros, y el eje central era del tamaño del escudo de Sturm, extendiéndose en espiral de árbol a árbol, como una inmensa red de pesca extendida sobre el claro. Sturm enarboló la espada. La araña que fuera capaz de tejer esa red debía de tener el tamaño de un perro…, el de un hombre…, el de un caballo. Con el escudo presto, el muchacho giró sobre sí mismo, buscando al monstruo, pero la telaraña estaba vacía, a excepción de unas hojas secas y los restos esqueléticos de cuervos y ardillas. Agazapado, Sturm avanzó hacia el claro, con el propósito de alertar a la joven.
Casi llegó demasiado tarde. Allí estaba la araña, bulbosa e inmensa y moteada en gris y blanco, con las patas delanteras arqueadas sobre la desprevenida doncella elfa, quien continuaba tocando con los ojos cerrados y el oscuro cabello meciéndose al compás. Sturm lanzó un grito de aviso e irrumpió en el claro a todo correr.
La música cesó de golpe, y la muchacha lo miró alarmada. La araña retrocedió, deslizándose por el costado de la choza con movimientos bruscos e increíblemente veloces. En un instante, se había situado entre Sturm y la muchacha, con las patas delanteras levantadas como si estuviera a punto de abalanzarse sobre él, en tanto que las largas y negras pinzas centelleaban y restallaban.
El monstruo medía al menos dos metros diez de altura, pero Sturm no perdió el tiempo en hacer un cálculo más preciso. El muchacho rodó hábilmente sobre sí mismo, quitándose de su alcance, y fue a chocar contra un arbusto, perdiendo el escudo en el proceso. La araña saltó en vano tras él y las pinzas chasquearon al cerrarse sólo sobre el aire.
Detrás del monstruo, la doncella elfa bajó del techo de la choza de un salto y, gateando como si fuera también una araña, se escabulló en el sombrío interior de la cabaña.
Irrumpiendo por otro lado del matorral, Sturm levantó la espada sobre su cabeza y descargó un golpe contra la araña que se revolvía en su dirección. La criatura lanzó un enloquecido gorjeo y, apartándose de un brinco, trepó por un vallenwood pelado, donde se quedó agazapada en las ramas bajas, por encima del muchacho. La araña saltó sobre él, y Sturm habría acabado aplastado de no ser porque se lanzó hacia adelante y chocó contra el tronco del vallenwood; aturdido y sin aliento, se incorporó con dificultad y tanteó entre los arbustos buscando la espada, que había dejado caer. La araña se le aproximó, balanceándose sobre sus patas traseras, y se abalanzó con malévolas intenciones. Pero sus pinzas se cerraron sobre el peto de la armadura del muchacho y presionaron inútilmente el duro metal.
Con un grito, Sturm se liberó de la presa de la araña y, al mirar en derredor, divisó la espada tirada a escasos tres metros de distancia. Corrió hacia el arma, la recogió con un rápido y acrobático movimiento, y rodó sobre sí mismo hasta incorporarse, ya con la espada dispuesta y apuntada hacia la araña…, que ya no estaba allí.
Mientras Sturm llevaba a cabo su maniobra gimnástica, la araña se había movido, trepando a la rama más alta del vallenwood; acto seguido saltó a un inclinado enebro al que se aferró, como un mono, con las dos patas delanteras. Después se deslizó veloz por una de las gruesas ramas y se dejó caer sobre el techo de la choza.
Con un grito, Sturm corrió hacia la cabaña, resbalando y tropezando con la maleza, raíces y arbustos. La araña saltó por encima de él y cayó con suavidad a sus espaldas, en tanto que expulsaba un hilo espiral viscoso. Reaccionando con rapidez, el muchacho se apartó de la pegajosa seda y se lanzó contra la criatura con la espada extendida.
Pero de nuevo la araña no estaba ya en el mismo sitio. Sturm miró a su alrededor con gesto aturdido; luego alzó la vista, a tiempo apenas de agacharse y eludir al monstruo, que se dejaba caer desde una altura de seis metros. Sturm corrió hacia el enebro, con la inmensa telaraña reluciendo sobre su cabeza, y propinó uno, dos, tres tajos a los gruesos hilos, hasta que uno de ellos cayó, suave y resistente, en su mano enguantada.
—Y ahora, puesto que la espada ni la fuerza me han servido de ayuda… —dijo entre dientes, mientras se volvía para mirar a la criatura que cargaba contra él.
Acabó de girar sobre sus talones y se zambulló de cabeza entre las patas de la araña, arrastrando consigo el filamento. Las pinzas resonaron al cerrarse sobre su cabeza; un instante después se encontraba detrás de la criatura, dos de cuyas patas habían quedado enredadas con los pegajosos hilos. De inmediato, el muchacho ató con fuerza el filamento en torno a un árbol y, volviéndose de nuevo, gateó bajo la araña otra vez. Una de las pinzas le arañó la espalda, protegida por la armadura, sin causar el menor daño, y Sturm se apartó del monstruo rodando sobre sí mismo, a la par que tiraba del hilo con fuerza para tensarlo.
Ahora, con cinco patas enredadas y atadas, la araña se derrumbó sobre el suelo del bosque, levantando polvo y hojas secas mientras se revolvía furiosa. Su grito era como el zumbido de cigarras, ensordecedor y penetrante. Sturm se quitó el guante, dejándolo pegado al filamento, levantó la espada y fue hacia la inmovilizada bestia. Enarboló el arma con gesto triunfante… Y la doncella elfa se asomó por la puerta de la choza y chilló horrorizada.
—¡No! —gritó—. ¡Detén tu mano, humano!
Mudo de asombro, Sturm retrocedió un paso y bajó la espada. Encolerizada, con los almendrados ojos echando chispas, la muchacha salió de la cabaña y cruzó el claro a todo correr.
—¡Desata a la pobre criatura, rufián!
Sturm no podía creer lo que oía.
—¡He dicho que la desates, o por Branchala que…!
Desenvainó una daga. De manera automática, Sturm alzó su escudo, pero ella se plantó a su lado en un visto y no visto, se arrodilló junto al monstruo y empezó a cortar con frenesí los hilos que lo ataban.
—Yo…, yo no… —comenzó Sturm, pero la elfa le lanzó una mirada tan rebosante de ira y odio que calló sin acabar de dar la explicación iniciada. Se quedó parado junto a ella, incómodo, observando cómo cortaba los filamentos.
Por fin, de mala gana, se arrodilló a su lado y empezó a sesgar los pegajosos y gruesos hilos con la hoja de su ancha espada.
Un minuto más tarde, la araña estaba libre. Se incorporó vacilante, como si acabara de despertarse o de nacer. Sturm la observó con cautela, con la espada baja y el escudo alzado, pero la criatura se tambaleó, farfulló y echó a correr hacia la arboleda mientras emitía un extraño gemido ahogado, casi como si estuviera llorando. Completamente desconcertado, Sturm la siguió con la mirada hasta que desapareció entre cedros y pinos, arrastrando una pata herida.
—¿Qué…? —empezó, pero no terminó la frase. La bofetada de la doncella elfa lo alcanzó de lleno, desprevenido por completo.
—¿Cómo osas irrumpir en mi claro, para herir y mutilar con una espada? —exclamó, y volvió a alzar la mano dispuesta a abofetear de nuevo al muchacho, pero éste retrocedió.
—Creí que estabas en peligro —explicó, encogiéndose sobre sí mismo al hacer ella un movimiento brusco, si bien, en esta ocasión, la muchacha se limitó a apartarse el oscuro cabello, de manera que al dejar a la vista su rostro se apreció una expresión de pena mezclada con la ira.
—Eres un necio —dijo con voz queda—. No tienes idea de lo que has hecho, ¿verdad?
Sturm no respondió.
Con una débil y melancólica sonrisa, la doncella elfa señaló el firmamento.
—Mira arriba —indicó—. ¿Qué ves?
—Un hueco entre los árboles —contestó Sturm con incertidumbre—. El cielo nocturno, las dos lunas…
Su cabeza se bamboleó cuando ella volvió a abofetearlo.
—¡Exacto, las dos lunas, imbécil! ¡Insensato, petimetre, cerebro de mosquito, remedo ridículo de espadachín!
La elfa se tambaleó y se agarró al tronco de un vallenwood en busca de apoyo.
—Las dos lunas —repitió más calmada—, que se unen en el cielo invernal bajo el signo de Mishakal cada… ¿Cada cuánto tiempo, dirías tú?
—No soy astrónomo, señora —confesó Sturm—. Ignoro cuan a menudo ocurre.
—Oh, sólo cada cinco años, aproximadamente —dijo la chica, con los dientes apretados y los ojos relucientes fijos en el muchacho, conteniendo a duras penas la cólera—. Cada cinco años, en cuyo momento, una melodía específica, en el modo noveno de las armonías branchalinas, tocada por un músico entrenado durante tres años en el aprendizaje de sus complejidades, puede ser utilizada para deshacer la magia de druidas y hechiceros.
—No comprendo —murmuró Sturm mientras retrocedía al ver que la muchacha adelantaba un paso con actitud agresiva.
—No comprendes —repitió ella con frialdad, al tiempo que volteaba en el aire la daga y la cogía por el mango o la hoja de manera alternativa—. La canción anula encantamientos, levanta maldiciones, restaura la naturaleza de los metamorfoseados.
—¿Metamorfoseados?
—¡Aquéllos que han sido convertidos en arañas! —gritó la joven, lanzando la daga, que pasó silbando junto a la oreja de Sturm.
Él se quedó paralizado, desconcertado, oyendo el cimbreo de la daga, que se había clavado en el tronco de un roble, a unos seis metros detrás de él. Un mechón de cabello, limpiamente cortado por debajo de la oreja, cayó con suavidad sobre su hombro.
—Y tuviste que llegar a este claro en el peor momento de esos cinco años —dijo la elfa—. ¡Y, al hacerlo, has garantizado que Cyren de la Casa Real de Silvanost, descendiente de reyes y dueño de mi corazón, se arrastre por telarañas, solo, con ocho patas y seis ojos, comiendo bichos asquerosos y desechos durante la próxima media década, hasta que la blanca Solinari y la roja Lunitari, cada una por su propio camino, viajen por todo el maldito firmamento, pasando ante estrellas fijas y movibles, y converjan de nuevo!
—Yo…, yo… —balbució Sturm, sin saber qué decir.
—Nada de disculpas —dijo la muchacha, esbozando una sonrisa torcida, en tanto que Solinari se ocultaba tras las copas de los enebros movidos por el viento y dejaba el claro iluminado con la luz roja y ominosa de Lunitari—. Nada de disculpas, por favor, pues todavía no he descartado la idea de matarte.
Sturm consiguió calmar a la doncella elfa tras unos cuantos minutos de ofrecerle disculpas y admitir que, sí, era el muchacho más estúpido de todo el continente, y que para encontrar a alguien más necio que él habría que aventurarse entre los goblins de Throt. Aquello pareció satisfacerla por el momento. La joven suspiró y sacudió la cabeza, y después miró a su alrededor con expresión consternada, como si el claro donde había vivido durante dos meses a la espera de la convergencia de las lunas se hubiera convertido de repente en un verdadero nido de arañas.
—No puedo quedarme aquí —anunció, y se metió en la choza.
Sturm se quedó fuera, apoyando el peso en un pie y en otro de manera alternativa y procurando parecer útil. Hubo un leve movimiento entre los arbustos, un roce en la maleza, pero, cuando se volvió para inspeccionar, lo que quiera que hubiese causado el movimiento y el roce había desaparecido.
—Arañas —rezongó—. Apuesto que todo se transformará en arañas, incluidos la muchacha y yo.
Pero la chica salió de la choza un instante después; su aspecto en nada semejaba el de un arácnido, con sus pertenencias empaquetadas en un envoltorio de tela, enredaderas e hilos de telaraña, casi el doble de voluminoso que ella, y echado sobre sus hombros como si fuera un peso muerto difícil de manejar.