El castillo Di Caela
Sturm se sentó en medio de la penumbra y se frotó el hombro dolorido.
Estaba viviendo una mala fábula, como las que se cuentan para asustar a los niños y alejarlos de ruinas y sótanos en mal estado. Sturm se había aventurado al interior, y alguien —suponía que Vertumnus, a falta de una explicación mejor— había atrancado la puerta tras él. Oyó las pisadas que se alejaban y entonces, por supuesto, la puerta había rehusado abrirse, ya fuera por la fuerza o con maña.
Sturm miró en derredor. Una luz mortecina, procedente de una única ventana en la parte alta de la nave, evitaba que la inmensa antesala estuviera sumida en una oscuridad total. Con todo, el vestíbulo estaba opresivamente lóbrego, con sus paneles de caoba o alguna otra madera oscura, que había perdido el brillo en los seis años de desuso.
El castillo Di Caela había caído ante los campesinos el mismo año del asedio al castillo Brightblade y de la desaparición de lord Angriff. Agion Pathwarden era un fanfarrón, pero un capacitado administrador que había cuidado bien de la propiedad; mas, cuando cayó en la emboscada y halló la muerte en las Alas de Habbakuk, todo cuanto dejó tras él fue una exigua despensa y una corta guarnición de una docena de nombres. La guarnición sufrió el asedio de los campesinos y murió de inanición a últimos de verano del trescientos veintiséis, más o menos en la fecha del duodécimo cumpleaños de Sturm.
—Muertos por inanición —se dijo Sturm con desconsuelo.
Despacio, y un poco dolorido, el muchacho se incorporó y se encaminó hacia las desencajadas puertas dobles del gran comedor. Las mesas de caoba, antaño el orgullo de generaciones de Di Caela y posteriormente de los Brightblade que les sucedieron, yacían rotas y los pedazos esparcidos por la polvorienta estancia.
«El Abuelo Emelin nació aquí —pensó Sturm—. Y faltó poco para que padre naciera aquí también, pues cuando abuela estaba en avanzado estado de gestación, el viejo Emelin la llevó al norte, al castillo Brightblade, donde Bayard, su padre…».
El muchacho se sentó en un sillón de respaldo alto y siguió con sus reflexiones, repasando la historia familiar en medio del polvo, las telarañas y los despojos. Tampoco había mucha luz en esta sala, a pesar de la docena de ventanas situadas en lo alto, cerca del techo, y por las que se colaba el viento, que levantaba remolinos de polvo y hacía ondear las raídas cortinas. Un friso de mármol, roto y mutilado por manos campesinas, se extendía sobre la galería que se asomaba al comedor. En el friso, apenas reconocible por el vandalismo y el deterioro, se representaba la historia de Huma en siete escenas esculpidas de la vida del gran héroe solámnico.
Sturm se irguió en el sillón y contempló atentamente el friso. Tenía predilección por las cosas antiguas, lo plasmado en mármol, lo histórico y, después de todo, estas tallas habían pertenecido a la familia casi un milenio. Admiró las volutas de parra, las montañas magníficamente talladas, la terrible semblanza de Takhisis, la Madre de la Noche.
—«Del corazón de la nada —recitó Sturm—, arremolinada en lo incoloro de los colores».
Entonces se fijó en Huma, cuyo rostro parecía un reflejo del suyo propio.
—¡Por Paladine! —musitó el muchacho—. ¿Mi cara en la cara de Huma?
Fue hacia allí, por encima de maderas astilladas y cascotes, con la mirada prendida en el deteriorado friso.
No. Se había equivocado. La cabeza de Huma había sido mutilada a golpes, sin duda cuando el castillo fue tomado. La engañosa luz le había jugado una mala pasada, eso era todo: un extraño y súbito deslumbramiento.
—Pronto habrá muy poca luz —se dijo—. Tengo que registrar el castillo mientras el sol que entra por las ventanas pueda guiarme por las estancias y permitirme encontrar una salida.
Con un profundo y animoso suspiro, el muchacho remontó la escalinata que conducía a las habitaciones altas del castillo Di Caela.
En las paredes de los pasillos había dispuestas en hileras esculturas y pájaros mecánicos oxidados.
Sturm había oído hablar de los cucos del castillo Di Caela, ya que su tatarabuelo, sir Robert, había coleccionado toda clase de maquinarias que gorjearan y trinaran; ninguna de ellas funcionaba —al menos no como se suponía que debía funcionar—, y todas representaban una molestia y una amenaza para los visitantes. La Bisabuela Enid había almacenado todas estas extravagantes invenciones en la Torre de los Gatos, el más pequeño de los dos torreones del castillo, pero sir Robert y sir Galen Pathwarden, un trotamundos amigo del bisabuelo Bayard, habían restaurado la pajarería al completo, devolviéndole todo su irritante esplendor del pasado, con el convencimiento de que los silbidos y campanilleos «arrullarían al pequeño Emelin».
Ahora estaban muertos, todos ellos. Robert se había ahogado cuando su ingenio mecánico de ruedas, de manufactura gnoma, diseñado para dejar obsoleto al caballo, se había precipitado por el puente levadizo al rebosante foso del castillo. La Bisabuela Enid había muerto apacible y calladamente a la edad de ciento doce años, tras haber vivido el tiempo suficiente para ver al infante Sturm en su cuna. En cuanto a sir Bayard y sir Galen, nadie lo sabía. Un tiempo antes de que acabara el siglo, cuando ambos hombres tenían el pelo cano y las facultades mentales algo mermadas y eran los felices abuelos de sus respectivas proles, la excéntrica pareja había partido en una nueva empresa, con destino a Karthay, en las regiones más remotas del océano Courrain. Iban acompañados sólo por el hermano de sir Galen, un loco ermitaño que hablaba con los pájaros y los vegetales, y ninguno de los tres había regresado jamás.
Sturm manoseó el pico de latón de uno de los cómicos pájaros. La cabeza de bronce se soltó del cuerpo y se le quedó en la mano, al tiempo que emitía un último y demente gorjeo.
Más valía olvidarse de los Di Caela y sus consortes. Era una rama de la familia que había degenerado hasta rozar la locura. La madre de Sturm lo había puesto en guardia contra esta herencia familiar, exhortando al muchacho a que impusiera en todo momento el lado mejor de su ascendencia Brightblade, o de lo contrario acabaría como todos ellos, encerrándose en torreones y viviendo con gatos y lagartos.
Sturm desenvainó la espada mientras subía al todavía iluminado segundo piso, pasando ante las marcas dejadas por los grandes geiseres del doscientos treinta y uno, que habían salido disparados a través de los suelos y empapado incluso los pisos altos. En la estancia se alineaban docenas de estatuas que se remontaban a épocas anteriores al Cataclismo, cuando tanto los Brightblade como los Di Caela se encontraban entre los primeros y heroicos caballeros que cabalgaron junto a Vinas Solamnus. Todos estaban representados, eternamente valerosos, aunque un poco polvorientos.
Sturm se movió entre ellos, inspeccionando y explorando con creciente sorpresa y consternación, pues allí estaba la estatua de Lucero di Caela, comandante en jefe durante las Guerras de los Ogros, con la espada desnuda, dispuesto a la batalla. Y allí, la estatua de Bedal Brightblade, que se enfrentó solo a los nómadas del desierto, defendiendo un paso de Solamnia hasta que llegaron los refuerzos. Y allá, por supuesto, estaba Roderick di Caela, que contuvo una invasión goblin desde Throt a costa de su propia vida.
La última estatua era la de Bayard Brightblade, erigida sin duda por lady Enid en memoria de su desaparecido esposo. También él tenía desenvainada la espada y en posición de combate.
Sturm se frotó los párpados, no queriendo dar crédito a lo que sus ojos veían, pues lo que había parecido ser un caprichoso juego de luces en el gran comedor era perturbadoramente real aquí, en los pisos altos del alcázar.
Cada uno de estos héroes tenía los rasgos de Sturm, incluida la cicatriz en el mentón, dejada por una herida sufrida cuando era un niño. Fue de uno a otro deprisa, mirando y volviendo a mirar, apartando la mirada. Esta vez no era un efecto ilusorio creado por la luz. ¿De nuevo Vertumnus?
Se sentó un rato junto a la estatua de sir Robert di Caela, sumido en reflexiones. Pasó un tiempo antes de que volviera a percibir su entorno y, de inmediato, se puso de pie con la firme decisión de que la noche no lo sorprendiera en un castillo abandonado. Recorrió con presteza habitación tras habitación, sala tras sala, en tanto que la luz menguaba al mismo ritmo que sus esperanzas de encontrar una salida. Había gran altura desde todas las ventanas, e intentarlo por una de ellas tendría sin lugar a dudas el resultado de una caída fatal contra el pétreo pavimento del patio.
Buscó con desesperación enrejados o plantas trepadoras mientras subía los escalones de tres en tres, hasta que por fin se encontró en la última planta del alcázar. Era una estancia espaciosa en la que innumerables lores y ladis Di Caela habían dormido miles de noches y, tras ellos, dos generaciones de Brightblade. Fiel heredero de tal tradición, Sturm se sintió algo soñoliento en el mismo instante de entrar en la cámara.
Si ello era posible, la situación tenía un cariz aún más desalentador desde aquí. Por encima del aposento asomaban las almenas, pero la única escala que conducía a una trampilla estaba rota en pedazos no más grandes que su antebrazo. Era cierto que había muchas ventanas —con cristales coloreados en diversas tonalidades verdes, de hecho—, pero estaban a una altura a la que ni siquiera podría trepar una ardilla.
Abatido, Sturm se sentó en el inmenso lecho de dosel y se arrebujó en los restos ajados de los cortinajes.
—Mañana —se dijo. Los párpados se le cerraban. Los cortinajes estaban polvorientos pero daban calor—. Hay bodegas en la torre, sin duda, por las que… seguramente… podré…
El sueño lo venció, y se quedó dormido en medio del polvo que flotaba en la verde luz del anochecer. Dos veces, quizá tres, estornudó mientras dormía, pero no se despertó.
Y así, en la segunda noche de viaje, Sturm Brightblade descansó como un pobre y andrajoso señor en las ruinas del castillo. Estaba atrapado, sin perspectivas de escapada, y tan agotado que durmió sin interrupción hasta que el sol matinal se coló por la trampilla de las almenas.
* * *
Las cosas, sin embargo, no mejoraron con la llegada del nuevo día. Las cerraduras de las bodegas saltaron sin dificultad, pero todos los pasajes o túneles que en el pasado habían conectado los sótanos con el exterior estaban ahora obstruidos o clausurados. El mismo temblor de tierra que había hecho brotar chorros de agua caliente hasta los pisos altos los había taponado, dedujo Sturm. Desanimado, deambuló entre los barriles vacíos, botellas y estanterías de vino buscando puertas secretas, corredores ocultos y cualquier cosa comestible. Se recostó contra la húmeda pared, con las mejillas encendidas por el agotamiento y la rabia.
—Si alguna vez encuentro a lord Silvestre o quienquiera que me haya encerrado en este sitio, se lo haré pagar muy caro —juró, mientras golpeaba con el puño el suelo de tierra prensada de la bodega—. Haré que…, haré… Bueno, haré algo. ¡Y será algo terrible!
Cerró los ojos, lleno de rabia. Se sentía estúpido e impotente, indigno de su noble linaje. Antes de cumplir la terrible venganza, antes de acorralar al sinvergüenza y darle su justo castigo por tal escarnio, de hacerle probar la justicia solámnica, tendría que encontrar el modo de salir de la casa de su abuelo.
El panorama no mejoró al llegar la tarde. Sturm deambuló por las salas del castillo, familiarizándose más y más con cada rincón y recoveco.
Poco a poco, su ira dio paso a un hambre y un temor crecientes. El pozo del alcázar y la cisterna del piso alto suministraban un hilillo de agua, pero, al parecer, uno podía morirse de hambre en el interior de un castillo con la misma facilidad con que podría hacerlo en un desierto. Aquella noche, el hambre le impidió conciliar bien el sueño, y durmió a intervalos, por lo que se despertó tan cansado como cuando se había acostado.
* * *
Aturdido y agotado, se encontró a media mañana de vuelta en la sala de las estatuas, atraído por el lugar y su historia. Paseó de un extremo a otro de la estancia, pasando de una generación marmórea a la siguiente con creciente aturdimiento, hasta que llegó a la estatua de Robert di Caela, esculpida en la misma pose marcial que sus antepasados y descendientes, aunque con la cabeza ladeada en un ángulo extraño, como si el escultor hubiese buscado reflejar la excentricidad de su modelo con un toque extravagante en la talla.
Con un suspiro, el muchacho se recostó contra el polvoriento mármol de la estatua, y resbaló del pedestal al suelo. Allí, en aquel museo donde un puñado de sus antepasados habían sido venerados, Sturm Brightblade, sentado en el suelo, estalló en carcajadas; se reía de su propia torpeza, de su falta de preparación para todo lo que le aguardaba. Se puso de pie, subió al pedestal y cogió la cabeza de la estatua con la intención de poner derecho a sir Robert por primera vez en la historia del viejo.
Sturm tiró y tiró de la cabeza de mármol sin dejar de reír, y sus carcajadas resonaron en la cavernosa estancia iluminada por los rayos de sol. Tan mareado estaba, tan débil y famélico, que ni siquiera advirtió que la estatua se ladeaba, se tambaleaba y caía sobre él. Se golpeó la cabeza contra el suelo y se quedó sin resuello.
Sturm recobró el conocimiento con una música, el incitante y solitario sonido de una flauta, y una extraña y evasiva luz entre las estatuas. Al principio pensó que era un reflejo de uno de los numerosos espejos, un destello de luz de luna a través de la ventana, reflejado en el pulido bronce. Pero lo de la música no tenía explicación, y ello otorgaba al resplandor un mayor y más inquietante misterio.
Siguió a la luz desde la sala al corredor, y la música lo acompañó levantando ecos en los polvorientos pasillos. Se quedó parado en el rellano de la escalera que descendía al vestíbulo y vio a la luz desviarse y fluctuar, deslizándose como niebla hacia las dobles puertas del gran salón. Despacio, con la espada desenfundada, fue detrás, en tanto que la luz avanzaba hacia el centro del inmenso y abovedado salón y desaparecía.
Amedrentado, con la certeza de que lo que acababa de ver era el primer síntoma de locura y debilidad por falta de alimento, Sturm se sentó en el sillón de caoba desde el que había observado por primera vez la abandonada estancia. Más débil ahora, sintiendo unos dolorosos latidos en la frente y las sienes, dudaba que le restaran fuerzas para volver a levantarse de él.
—Así que éste es el fin del linaje Brightblade —dijo irónico, con cansancio—. ¡Morir de inanición en el salón de banquetes de un castillo!
—¡Pues si éste es el final, entonces es que el linaje ha degenerado en necios y maestrillos de escuela! —proclamó una voz áspera y apenas sustancial, desde alguna parte de las vigas, sobre la cabeza del muchacho.
Sobresaltado, Sturm intentó ponerse de pie, tambaleante por la debilidad y el temor.
—Lo que no quiere decir que no hayan aparecido ya antes esas lacras en el linaje —continuó la voz.
Sturm estrechó los ojos y escudriñó las vigas envueltas en sombras.
—¿Quién eres? —preguntó con nerviosismo—. Y… ¿dónde estás?
—En el balcón —contestó, concisa, la voz—. Con el resto de los conmemorados.
Entonces, lentamente, una extraña luz verde amarillenta se extendió desde el balcón a través del sombrío espacio, y el perplejo Sturm advirtió que el resplandor lo emitía una figura vestida con armadura y yelmo, que estaba sentada a horcajadas en la balaustrada. Era un anciano pálido cuyo rostro relucía con un fulgor cegador; los rasgos resultaban borrosos y distantes, como si se vieran a través del globo de un fanal.
—¿Quién…, quién eres? —tartamudeó el muchacho.
El hombre guardaba silencio, recostado en la balaustrada como un ardiente mascarón de proa o un fuego fatuo, esa fosforescencia verde que aparece en medio de los pantanos. Su vestimenta reverberaba, empapada con un rocío incandescente que goteaba en el suelo formando charcos relucientes, como oro fundido. Sturm contuvo el aliento ante la intimidante y hermosa aparición.
—¿Eres quien me ha… encarcelado aquí? —preguntó, en esta ocasión con voz más queda.
—No —respondió por fin el hombre. El timbre de su voz era resonante, profundo, tan pulido como madera vieja, y los oscuros paneles de caoba del comedor emitieron un fulgor verdoso mientras hablaba—. No, no soy un carcelero. Y tú eres el primero que llama prisión a este lugar.
—¿Quién eres? —preguntó una vez más el joven.
El hombre siguió inmóvil; una columna de fuego se alzaba sobre él.
—Mira tu escudo, muchacho, y dime lo que ves.
—Veo bronce pulido —contestó Sturm—. Y mi cara reflejada.
—¡Enfócalo hacia mí, necio, y mira lo que refleja! ¡Por las barbas del gran Paladine! ¡Vosotros, los Brightblade, nunca fuisteis muy espabilados! Si es que eres un Brightblade, como tu escudo y tu autocompasión dan a entender.
Mientras el hombre brillaba y bramaba, Sturm alzó el escudo ladeándolo de manera que la reluciente aparición se reflejara en su superficie. Sin la luz verde, el hombre parecía mucho más pálido, ciertamente anciano, y Sturm distinguió sus rasgos, su bigote, el escudo de armas del pectoral.
Una roja flor de lis sobre una nube blanca en un campo azul. El emblema de los Di Caela, de un nombre desaparecido en una casa desaparecida.
—Respetado abuelo —proclamó Sturm, al tiempo que se arrodillaba en el suelo lleno de escombros—. O abuelo de abuelos, quienquiera que seas. O lo que seas: aparición, santo o recuerdo; yo te saludo como Di Caela y antepasado.
Con actitud ceremoniosa, el muchacho extendió su espada. Ahora sí que el hombre del balcón se movió, agitando el delgado brazo en un gesto elegante.
—Puedes levantarte, chico, o lo que quiera que dijéramos cuando se seguía la Medida y yo tenía que entendérmelas con legiones de jovenzuelos como tú. Esto es un comedor, no un santuario, y yo soy Robert di Caela, no Huma o Vinas Solamnus o cualquier otro a quien rindáis honores y espadas en los tiempos actuales.
Robert di Caela atravesó el piso del balcón como si fuera una sustancia líquida. En primer lugar aparecieron sus botas relucientes por la parte inferior de la plataforma, después sus polainas verdes y el dorado peto. Luminoso y colorido como un gran pájaro tropical, flotó suavemente hasta el suelo del salón. Las puertas de roble, única vía de escape de la estancia para Sturm, quedaban detrás de Robert, abiertas y visibles a través de la ondulante transparencia de su cuerpo. Al irse acercando al muchacho, fue soltando hierbas y musgo fosforescente, dejando adornado el oscuro suelo a su paso, como si lo sembrara de lentejuelas.
De manera instintiva, Sturm retrocedió.
—Un sencillo caballero provinciano, eso es lo que soy —dijo sir Robert—. Y aún más sencillo por el hecho de no estar vivo. Aunque hayas removido el polvo y roto el silencio de esta mansión, no es mi intención hacerte mal alguno, chico. Sólo siento curiosidad por saber qué trae a un Brightblade de vuelta aquí después de todos estos años.
Sturm retrocedió hasta el sillón y se dejó caer en él. Conocía lo suficiente su árbol genealógico para no sorprenderlo el que un Di Caela estuviera hambriento de novedades y chismes.
El fantasma se inclinó hacia adelante, con el blanco semblante enmarcado en una barba elegante y bien cuidada, y los oscuros paneles de caoba visibles en sus vacías cuencas oculares.
—Una misión, lord Robert… —balbució el asustado muchacho.
—Sir Robert —lo corrigió el fantasma—. Hubo un tiempo en que no dábamos tanto bombo y platillo a lo de los títulos. «Sir» era suficiente para hombres como tu bisabuelo y para los que eran sus iguales hasta en el más mínimo detalle.
Sir Robert se dirigió a un banco desvencijado, pasó a través de él mientras hablaba y levantó una leve nubécula de polvo al tomar asiento.
—¡Hubo un tiempo en que una misión era algo grande, muchacho!, ¡íbamos tras hechiceros! ¡Tras civilizaciones perdidas y miserables gusanos, rodeando el propio continente! —El fantasma cerró los párpados, como si soñara con aquellos días mientras hablaba. Luego volvió a abrir los pálidos ojos y preguntó—: ¿Y qué misión tienes que cumplir, pequeño Brightblade?
Como si estuviera embrujado, encantado o debilitado por el hambre más allá de la mentira o el disimulo, Sturm contó al fantasma toda la historia, desde la noche del banquete, pasando por sus vagabundeos en la niebla y por fin al momento en que había quedado atrapado allí, en el castillo Di Caela. A medida que narraba lo ocurrido, comprendió con sorpresa lo largo y arriesgado que le había parecido mientras sucedía y, sin embargo, lo simple e incluso absurdo que parecía al relatarlo.
Al principio de la historia, sir Robert escuchó con atención, pero su entusiasmo no duró mucho. Su expresión interesada dio paso a otra de cortés indiferencia, luego a otra abstraída y soñolienta y por último empezó a dar cabezadas, a punto de quedarse dormido.
—¿Eso es todo? —preguntó—. ¿Te has puesto en camino para enfrentarte a un oponente sin duda superior a ti en fuerza y habilidad, y ya te las has ingeniado para quedarte encerrado en mi feudo antes de recorrer la mitad de la distancia que te separa de tu punto de destino?
Sturm enrojeció y asintió con la cabeza, en tanto que sir Robert soltaba una socarrona risita.
—¿Y bien? —inquirió el fantasma, mientras se ponía de pie y flotaba a menos de seis metros del muchacho.
—¿Señor?
—¡Cuenta con tu fantasmal linaje, chico! ¿Qué venganza he exigido?
—Ninguna, señor.
—¿Y qué asuntos pendientes te he pedido que ultimes?
—Ciertamente, ninguno.
—Eso es, ninguno. En mi opinión, ya tienes suficientes asuntos pendientes para que te ocupen toda una vida. ¿Qué tesoros tengo?
—¿Señor?
—¡Qué tesoros tengo, maldita sea! Has registrado a fondo el edificio, desde las almenas a las bodegas. ¿Qué escondo?
—Nada, señor. —El muchacho estaba harto del interrogatorio. Se sentía hambriento y agotado.
—¿Qué me queda entonces? —lo apremió sir Robert.
—¿Señor?
—¿Qué más hacemos los fantasmas?
Sturm guardó silencio. Sir Robert se aproximó a él, verde, azul y rojo.
—Damos respuestas. He vuelto para responder una pregunta. No, contestaré dos preguntas.
Con los brazos extendidos, el fantasma de sir Robert di Caela flotó a menos de medio metro del sillón ocupado por Sturm. A pesar de que el hambre lo consumía como una fiebre alta, el joven miró con atención al fantasma.
—Siempre creí que había algo de mágico y preciso en responder tres preguntas —aventuró por fin el muchacho.
—¡No quieras regatear conmigo, chico! —espetó sir Robert—. Serán dos preguntas o ninguna. Aquí no seguimos las normas de tradiciones idiotas. Dos preguntas.
Fueron miles los interrogantes que acudieron a la mente de Sturm mientras observaba fijamente al fantasma; preguntas históricas, metafísicos, teológicas…
¿Pero cuál plantear?
—¿Por qué tú, entre tantos fantasmas que podrían haberme visitado?
—¿Es ésa tu primera pregunta?
—Lo es. —Sturm miró con cautela a sir Robert. Éste se cernió casi un metro por encima del suelo, como si flotara en agua.
—¿Por qué yo?
—Eso es lo que he preguntado.
—Maldito si lo sé —contestó Robert—. Siguiente pregunta.
—¿Ésa es tu respuesta? —exclamó Sturm.
—¿Ésa es tu segunda pregunta? —inquirió sir Robert.
—¿Qué? Bueno… no… —balbució Sturm. Guardó silencio, y la luz verde del gran salón se movió y se intensificó.
Ahora las sombras del banco, el trono y los escombros se alargaban sobre el polvoriento suelo hasta dar la impresión de que los muebles habían adquirido unas proporciones desmesuradas.
—N… no sé bien qué preguntar —dijo por último Sturm.
Su mente estaba repleta de viejas historias acerca de magos capturados y obligados a conceder deseos: de cómo embaucaban a sus aprehensores para hacerles pedir un desayuno con salchichas en lugar de la inmortalidad o una sabiduría infinita. Fuera cual fuera la naturaleza y el propósito del fantasma que tenía delante, Sturm no estaba dispuesto a dejarse engañar por él.
—Creo que la pregunta es evidente —repuso sir Robert con una extraña sonrisa.
El joven miró boquiabierto al fantasma y se recostó en el respaldo del sillón. Sir Robert flotaba sobre él, con los delgados brazos cruzados sobre su etéreo pectoral y la mirada prendida en una fantasmal lontananza. Despacio, bajó la vista al trono y al joven, desconcertado y tembloroso, sentado en él.
—La pregunta es evidente —repitió sir Robert—. Creo que necesitas saber cómo salir de aquí.